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Revista internacional n° 75 - 4o trimestre de 1993

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Editorial - Al desempleo masivo respondamos con luchas masivas

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Editorial

Al desempleo masivo respondamos con luchas masivas

En el otoño de 1992, las manifestaciones de masas de la clase obrera en Italia fueron el despertar de las luchas obreras ([1]). En este otoño de 1993, las manifestaciones obreras en Alemania han confirmado la reanudación de los combates de clase frente a los ataques que están cayendo sobre el proletariado de los países industrializados. En el Ruhr, en el corazón de Alemania, más de 80 000 trabajadores han invadido las calles y cortado las carreteras para protestar contra los anuncios de despidos en las minas. El 21 y 22 de septiembre, sin consigna sindical alguna (lo cual es significativo en un país conocido por la «disciplina» de sus «fuerzas sociales»), los mineros de la región de Dortmund cesaron espontáneamente el trabajo, llevándose con ellos a sus familias, hijos, a desempleados y a trabajadores de otros sectores, llamados a expresar su solidaridad. Cualquiera que sea el resultado de las manifestaciones todavía en curso ([2]) en el momento de cerrar esta Revista internacional, este movimiento es, en un aspecto importante, un buen ejemplo de cómo puede entablar la lucha la clase obrera: ante la agresión masiva a las condiciones de trabajo, respuesta unida y masiva.

La reanudación de la lucha de clases

Hoy, más que nunca, la única fuerza que puede intervenir contra la catástrofe económica, es la clase obrera. Es la única clase social capaz de romper las barreras nacionales, sectoriales y por categorías del orden capitalista. La división del proletariado, reforzada por la putrefacción actual de la sociedad, mantenida por esas barreras, deja el campo libre a las medidas «sociales» a mansalva que se están tomando en todos los países.

El interés de la clase obrera, de todos aquellos que soportan por todas partes la misma explotación y los mismos ataques de parte del Estado capitalista, del gobierno, de la patronal, de los partidos y de los sindicatos es la unidad más amplia posible, de la mayor cantidad posible, en la acción y la reflexión, para así encontrar los medios de organizarse y hacer surgir una dirección al combate contra el capitalismo.

Un signo del despertar de la combatividad del proletariado internacional es que los obreros, en Alemania, hayan reaccionado por cuenta propia contra las maniobras sindicales estériles que, el año pasado, tuvieron que soportar durante meses. Y estos hechos, los más significativos del momento, no son hechos aislados. Ha habido, al mismo tiempo, otras manifestaciones en Alemania: 70 000 obreros contra el plan de desempleo de Mercedes, varias decenas de miles en Duisburg contra 10 000 despidos en la metalurgia. En varios países, el número de huelgas aumenta en movimientos que los sindicatos y sus aliados por ahora canalizan, pero que demuestran que ya no domina la pasividad. Cabe esperarse, en el plano internacional, a una lenta y larga serie de manifestaciones obreras, de escarceos entre proletariado y burguesía.

No es fácil, en las actuales circunstancias, la reanudación internacional de la lucha de clases. Muchos factores vienen a entorpecer el desarrollo de la combatividad y de la conciencia del proletariado:
– la descomposición social que corrompe las relaciones entre los miembros de la sociedad y disuelve los reflejos de solidaridad, empujando a aislamiento y la desesperanza, engendrando un sentimiento de impotencia para construir un ente colectivo, para asumirse como clase con intereses comunes frente al capitalismo;
– la avalancha de desempleo que está golpeando a un ritmo de 10 000 despidos solo en Europa del oeste, y que va a seguir incrementándose, es vivida en un primer momento como un mazazo que paraliza a los obreros;
– las múltiples y sistemáticas maniobras sindicaleras, tanto del sindicalismo oficial como del de «base», encerradores de la clase obrera en corporativismos y divisiones, maniobras que logran contener y encuadrar el descontento;
– los temas propagandísticos de la burguesía, el clásico de sus fracciones de izquierda con eso de que defienden los «intereses obreros», las campañas ideológicas a repetición desde la caída del «muro de Berlín» sobre la «muerte del comunismo» y «el fin de la lucha de clases», para mantener la confusión sobre las posibilidades reales de luchar como tal clase obrera. Esas campañas acentúan en los trabajadores las dudas sobre la perspectiva de su emancipación gracias a la destrucción del capitalismo.

En las luchas mismas va a tener que encarar el proletariado esos obstáculos. Va aparecer cada día más claramente la quiebra general e irreversible del sistema capitalista. El brusco acelerón de la crisis, al multiplicar sus consecuencias desastrosas contra la clase obrera asesta sin duda un duro golpe, pero también es un terreno favorable para una movilización en el terreno de clase en torno a la defensa de los intereses fundamentales del proletariado. Y eso, junto con la intervención activa de las organizaciones revolucionarias, partícipes de la lucha de clase, defensoras de la perspectiva comunista, va a contribuir a que la clase encuentre los medios para organizar y orientar el enfrentamiento en el sentido de sus intereses y, por lo tanto, en el sentido de los intereses de la humanidad entera.

El fin de los «milagros»

Hace ya tiempo que ya nadie se atreve a hablar de «milagros económicos» en el llamado Tercer mundo. La miseria se ha generalizado en esos países irremediablemente. El continente africano ha sido dejado en el mayor abandono. La vida humana vale menos que la de cualquier animal en la mayoría de las regiones de Asia. Se incrementan como la plaga hambrunas que dejan en los huesos a millones de personas. En Latinoamérica, las epidemias se extienden por zonas de las habían desaparecido.

En los países del ex bloque del Este, la prosperidad y el bienestar prometidos tras el hundimiento del estalinismo son puro espejismo. La perfusión del capitalismo «liberal» inyectada al moribundo estalinismo, lo único que ha provocado es incrementar la quiebra económica de esa forma extrema de estatalización puramente capitalista, ocultada durante sesenta años tras la burda patraña del «socialismo» o de «comunismo». En el Este también, la pobreza se extiende por doquier en unas condiciones de vida insoportables para la mayoría de la población.

También se han acabado los «milagros económicos» en los países desarrollados. La marea de desempleo y los ataques a las condiciones de vida de la clase obrera en todos los frentes pone brutalmente en primer plano la crisis económica. La propaganda del «capitalismo triunfante» sobre el «comunismo en quiebra» no ha cesado de dar la matraca con lo de que «nada mejor en el mundo que el capitalismo». La crisis económica nos muestra sobre todo que lo peor está por llegar en el capitalismo.

Ataques masivos contra la clase obrera

La crisis ha puesto al desnudo las contradicciones básicas del capitalismo, el cual no sólo es incapaz de asegurar la supervivencia de la sociedad, sino que además destruye las fuerzas productivas, y en primer término, del proletariado.

A los defensores del modo de producción capitalista, dominador del planeta y responsable de la barbarie infligida a millones de seres humanos hundidos en el mayor desamparo, les quedaba mantener la ilusión de un funcionamiento «normal» en los países desarrollados. La clase dominante, en los países capitalistas del «primer mundo», en los Estados «democráticos», pretendía dar la impresión de que existía un sistema capaz de asegurar a cada cual medios de subsistencia, trabajo y condiciones de vida decentes. Y, aunque ya desde hace años el incremento de los que llaman «nuevos pobres» deslucía el bonito paisaje que nos enseñaban, la propaganda se las iba arreglando, presentando esos problemas como «precio que pagar» por la «modernización».

Pero hoy, la crisis económica ha vuelto a llamar a la puerta con mayor fuerza y a los Estados «democráticos», con el agua al cuello, se les cae la careta. Sin la menor perspectiva, incluso lejana, de prosperidad y de paz que ofrecer, por mucho que así lo pretenda, el capitalismo no cesa de minar las condiciones de existencia de la clase obrera, no cesa de fomentar la guerra ([3]). Los trabajadores de las grandes concentraciones industriales de Europa del oeste, de Norteamérica o de Japón que todavía albergaran ilusiones sobre los «privilegios» que se les dice que poseen para que estén tranquilos, van a quedar desencantados con lo que se les viene encima.

Lo de las «reconversiones», «reestructuraciones» de la economía y demás lindezas, justificaciones de las oleadas anteriores de despidos en los sectores «tradicionales» de la industria y de los servicios, empieza a sonar a carraca. Ahora es en los sectores de la industria ya «modernizados» como el automóvil o la aeronáutica, en sectores punta como la electrónica y la informática, en los servicios más «pingues» de la banca y los seguros, en el sector público ya ampliamente «adelgazado» durante los años 80, en correos, salud y educación, donde están lloviendo planes de reducción de plantillas, de paro parcial o total, que afectan a cientos de miles de trabajadores.

Algunos planes de despidos
anunciados en Europa
en tres semanas de septiembre de 1993
([4])

Alemania   ..................... Daimler-Benz...................... 43900

..................................... Basf/Hoechst/Bayer............. 25000

..................................... Ruhrkohle ......................... 12000

..................................... Veba................................ 10000

 

Francia       ..................... Bull .................................. 65000

..................................... Thompson-CSF .................... 4174

..................................... Peugeot ............................. 4023

..................................... Air France .......................... 4000

..................................... GIAT ................................. 2300

..................................... Aérospatiale ....................... 2250

..................................... Snecma ............................... 775

 

Reino Unido..................... British Gas.........................20000

..................................... Inland Revenue ................... 5000

..................................... Rolls Royce ......................... 3100

..................................... Prudential ........................... 2000

..................................... T&N .................................. 1500

 

España     ..................... SEAT ................................. 4000

 

Europa      ..................... GM-Opel-Vauxhall ................ 7830

..................................... Du Pont ............................. 3000

 

                                      Total, más de 150 000

Fuente: Financial Times, Courrier international

Ningún sector escapa a las «exigencias» de la crisis económica general de la economía mundial. La obligación para cada unidad capitalista en actividad de «reducir los costes» para seguir en la competencia, aparece, desde la empresa pequeña y la mayor hasta el Estado encargado de la defensa de la «competitividad» del capital nacional. En los países más «ricos », arrastrados también ellos a la recesión, el desempleo está hoy incrementándose a velocidades de vértigo. Ya no queda ningún islote de salud económica en el mundo capitalista. Se acabó el «modelo alemán», por todas partes anuncian «planes, «pactos sociales» y «terapias de choque». De choque, sí, pero sobre todo para los trabajadores.

Prácticamente un trabajador de cada cinco está hoy desempleado en los países industrializados. Y un parado de cada cinco lo está desde hace más de un año con cada vez menos posibilidades de volver a encontrar trabajo. La exclusión total de todo medio normal de subsistencia se está convirtiendo en fenómeno de masas: ahora ya se cuentan por millones a quienes se ha dado en llamar «nuevos pobres» y «sin domicilio fijo», abocados a las peores privaciones en las grandes ciudades.

El desempleo masivo que hoy se está desplegando no es ni mucho menos aquella «reserva» de mano de obra en espera de una futura reactivación económica. No habrá reactivación alguna que permita al capitalismo integrar o reintegrar en la producción a la creciente masa de millones de personas sin trabajo en los países desarrollados. Al contrario, hasta el mínimo de subsistencia va ser difícil de alcanzar. La masa de parados de hoy no es el «ejército reservista» del capitalismo, como así ocurría en el siglo pasado cuando así lo definió Marx. Esos desempleados se van a añadir a los montones de quienes ya están totalmente excluidos del más mínimo acceso a unas condiciones de vida normales, igual que en los países del Tercer mundo o del ex bloque del Este. Así se está concretando la tendencia a la pauperización absoluta que la quiebra definitiva del modo de producción capitalista está acarreando.

Para quienes tienen todavía trabajo, los aumentos de sueldo son ridículos, comidos por la inflación, y eso cuando no han quedado bloqueados o, lo que es peor, cuando no han sido reducidos. A cada ataque directo de los sueldos se le añaden subidas de cuotas diversas, tasas e impuestos, gastos de alojamiento, de transporte, de salud y de educación. Además, una parte creciente de los ingresos familiares debe dedicarse a mantener a hijos y parientes sin trabajo. En cuanto a los diferentes subsidios, pensiones, enfermedad, desempleo, formación y demás, están siendo sistemáticamente reducidos por todas partes, y eso cuando no se suprimen pura y simplemente.

Contra todo eso debe luchar enérgicamente la clase obrera. Los sacrificios hoy exigidos a los obreros por cada Estado, en nombre de la solidaridad «nacional» lo único que hacen es abrir la puerta a nuevos sacrificios mañana, pues no existe la menor salida a la crisis en el marco del capitalismo.

La crisis es irreversible como indispensable es la lucha de clases

Hasta los profesionales de la propaganda sobre lo bueno que es el capitalismo andan con cara torcida. Ni siquiera se atreven a hablar de «reanudación económica» cuando las estadísticas del crecimiento muestran algún que otro signo positivo. Ahora dicen, por lo bajines, que se trata de una «pausa» en la recesión, poniendo cuidado, eso sí, en precisar que a lo mejor hay una reactivación, pero que sería sin duda muy débil y muy lenta. El lenguaje prudente que usan demuestra lo desconcertada que está la clase dominante, todavía más hoy que ante las recesiones anteriores desde hace 25 años.

Ya nadie se atreve a prever «la salida del túnel». Quienes no ven el carácter irreversible de la crisis y creen que el capitalismo es inmortal sólo pueden repetir cual salmo de hechicero: «acabará habiendo necesariamente reanudación económica, pues siempre ha habido reactivación tras la crisis». De hecho, la clase capitalista está demostrando su total incapacidad para dominar las propias leyes de su economía.

Ultimo ejemplo hasta la fecha: el desmoronamiento del Sistema monetario europeo durante todo este año de 1993 para acabar hundiéndose del todo durante el verano ([5]). Esa imposibilidad patente de los Estados de Europa para dotarse de una moneda única ha implicado un parón en la construcción de una «unidad europea» que según las afirmaciones de sus defensores iba a ser un ejemplo de la capacidad del capitalismo para instaurar la cooperación económica, política y social. Detrás de las turbulencias monetarias están, sencillamente, las insorteables leyes de la explotación y la concurrencia capitalistas, las cuales han vuelto una vez más a llamar a la puerta:
– el sistema capitalista es incapaz de formar un conjunto armonioso y próspero, sea cual sea el nivel;
– la clase que extrae sus ganancias de la explotación de la fuerza de trabajo está condenada a la división por la competencia mutua.

A la vez que dentro de cada nación las burguesías afilan sus armas contra la clase obrera, en el plano internacional no cesan de multiplicarse los choques y las peleas. «El entendimiento entre los pueblos», cuyo modelo iba a ser el de los grandes países capitalistas, está dejando el paso a una guerra económica sin cuartel, a que cada cual tire por su lado en desorden total, que es la tendencia de fondo del capitalismo actual. El mercado mundial, saturado desde hace mucho tiempo, se ha vuelto demasiado estrecho para que pueda funcionar normalmente la acumulación de capital, la ampliación de la producción y del consumo necesario para la realización de las ganancias, que son el motor del sistema.

El dirigente de una empresa capitalista tomada aisladamente, cuando se declara en quiebra, podrá dejar la llave bajo el felpudo, proceder a una liquidación y largarse a otro sitio a buscar lo que le falta. Pero la clase capitalista en su conjunto no puede declarar su propia quiebra y proceder a la liquidación del modo de producción capitalista. Sería anunciar su propia desaparición, y eso ninguna clase explotadora lo hizo nunca. La clase dominante no a va a dejar el escenario social de puntillas diciendo una última réplica: «Me voy, pues se acabó mi tiempo», sino que defenderá con uñas y dientes y hasta el final sus intereses y sus privilegios.

Es a la clase obrera a quien le toca la tarea de destruir el capitalismo. Por el lugar que ocupa en las relaciones de producción capitalista, ella es la única capaz de atascar la máquina infernal del capitalismo decadente. Porque no dispone de ningún poder económico en la sociedad, porque no tiene intereses particulares que defender, por ser una clase que, colectivamente, sólo posee su fuerza de trabajo para venderla al capitalismo, la clase obrera es la única fuerza portadora de nuevas relaciones sociales liberadas de la división en clases, de la penuria, de la miseria, de las guerras y de las fronteras.

Esta perspectiva, que es la de una revolución comunista internacional, deberá comenzar por la respuesta masiva a los ataques masivos del capitalismo. Esos han de ser los primeros pasos de un combate histórico contra la destrucción sistemática de fuerzas productivas que hoy impera en el planeta entero y que bruscamente se ha acelerado en los países desarrollados.

OF, 23/09/93

 

[1] Ver Revista internacional nº 72, «Encrucijada» y en la nº 73 «El despertar de la combatividad obrera», 1er y 2º trimestres de 1993.

[2] Las ganancias inmediatas que puedan sacar los obreros serán sin duda muy pocas a causa de la rápido control ejercido por los sindicatos sobre unos obreros que no saben muy bien cómo proseguir con su iniciativa inicial.

[3] Véase «Tras los acuerdos de paz, la guerra imperialista siempre», en este número.

[4] Sacado de «Annonces de suppressions d’emplois en Europe au cours des trois dernières semaines» (supresiones de empleo anunciadas en Europa en las tres últimas semanas), en Courrier international, 23-29 de septiembre de 1993.

[5] Léase en este número «Una economía corroída por la descomposición».

Noticias y actualidad: 

  • Lucha de clases [1]
  • Crisis económica [2]

Balkanes, Oriente Medio - Tras los acuerdos de paz, la guerra imperialista siempre

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Balkanes, Oriente Medio

Tras los acuerdos de paz, la guerra imperialista siempre

Apretón de manos histórico y televisado al mundo entero, entre Yasir Arafat, presidente de la OLP, y Yitzhak Rabin, primer ministro israelí. Después de 45 años de guerras entre Israel y sus vecinos árabes, con los palestinos en particular, hemos asistido a un acontecimiento considerable al cual Clinton, gran sacerdote de la ceremonia, quiso darle todo su valor de mensaje: la única paz posible es la «Pax americana». Hay que decir que el presidente de EEUU necesitaba un éxito así para compensar los problemas que ha tenido desde su llegada al poder. Pero la romería organizada en su propia casa no sólo debía servir para enderezar una popularidad en fuerte baja en Estados Unidos. El mensaje del 13 de septiembre y su parafernalia se dirigían al mundo entero. Importaba dejar bien claro a todos los países del mundo que EEUU sigue siendo el «gendarme del mundo», único capaz de garantizar la estabilidad del planeta. Ese acto tan lucido era tanto más necesario porque desde que Bush anunció en 1989 un «nuevo orden mundial» bajo la batuta del imperialismo americano, la situación no ha hecho sino empeorar, por todas partes y en todos los ámbitos. El fin del «imperio del mal» (como llamaba Reagan a la URSS y su bloque) iba a abrir las puertas a la prosperidad, a la paz, al orden, al derecho de los pueblos y de las personas y así. Lo que sí ha habido es más convulsiones económicas, más guerras, hambres, caos, matanzas, torturas, más barbarie todavía. En lugar de la autoridad afirmada de la «primera democracia del mundo», pretendida garantizadora del orden planetario, a lo que hemos asistido es a una pérdida acelerada de dicha autoridad, a un creciente cuestionamiento de ella por países cada vez más numerosos, incluso entre los aliados más próximos. Con la foto de los efusivos saludos entre los viejos enemigos «hereditarios» de Oriente medio bajo la mirada condescendiente del presidente americano, este pretende inaugurar un «novísimo orden mundial», puesto que el nuevo de Bush envejeció antes de servir. Pero de nada servirá todo eso, ni los gestos simbólicos, ni los discursos rimbombantes, ni las fastuosas ceremonias televisadas, pues, como siempre en el capitalismo decadente, los discursos y los acuerdos de paz lo que preparan son nuevas guerras y todavía más barbarie.

Los acuerdos de Washington del 13 de septiembre de 1993 han eclipsado con su brillo el otro «proceso de paz» abierto en verano, el de las negociaciones de Ginebra sobre el porvenir de Bosnia. En realidad, esas negociaciones, su contexto diplomático, al igual que las gesticulaciones militares que las han acompañado, han sido una de las claves de lo que de verdad estaba en juego en la ceremonia de la Casa Blanca.

Ex-Yugoslavia: fracaso de la potencia estadounidense

En el momento en que escribimos, no ha habido acuerdo definitivo entre las tres partes (serbios, croatas y musulmanes) que se enfrentan por los despojos de la difunta república de Bosnia-Herzegovina. El plan de reparto de ese país entregado el 20 de agosto a los participantes sigue discutiéndose sobre el trazado de las nuevas fronteras. Sin embargo, lo que de verdad está en juego en estas negociaciones, al igual que en la guerra que sigue causando estragos en una parte de la ex Yugoslavia, aparece claro para quienes se esfuerzan en no dejarse manipular por las campañas de intoxicación de los diferentes campos y de las diferentes potencias.

En primer término, resulta evidente que la guerra en la ex Yugoslavia no es solo un asunto interno cuya causa única serían los enfrentamientos entre las distintas etnias. Desde hace mucho tiempo, los Balcanes se han convertido en terreno privilegiado de enfrentamientos entre potencias imperialistas. El nombre de Sarajevo no ha esperado los años 1992-93 para hacerse tristemente célebre. Desde hace casi 80 años, el nombre de esa ciudad está asociado a los orígenes de la Primera Guerra mundial. Y esta vez también, desde que empezó a romperse Yugoslavia, en 1991, las grandes potencias han aparecido como actores de primer plano de la tragedia que están viviendo las poblaciones locales. De entrada, el apoyo firme de Alemania a la independencia de Eslovenia y de Croacia vino a echar leña al fuego, al igual que el apoyo a Serbia por parte de potencias como Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos o Rusia. No vamos a repetir aquí los análisis ampliamente expuestos en esta Revista, pero importa poner de relieve el antagonismo entre los intereses de la primera potencia europea, Alemania, la cual veía en una Eslovenia y Croacia independientes el medio de abrirse paso hacia el Mediterráneo, y los intereses de las demás potencias, totalmente opuestas a tal despliegue del imperialismo alemán.

Después, cuando Bosnia también reivindicó su independencia, la potencia norteamericana se apresuró a darle su apoyo. Este cambio de actitud, tan diferente al adoptado respecto a Eslovenia y Croacia, fue significativo de la estrategia del imperialismo USA. Al no poder hacer de Serbia un aliado de confianza en la zona balcánica, al tener este país lazos ya antiguos y sólidos con países como Rusia([1]) y Francia, el imperialismo USA intentaba transformar a Bosnia en su punto de apoyo en la región, en la retaguardia de una Croacia proalemana. El firme apoyo a Bosnia fue uno de los temas de la campaña del candidato Clinton. Y este, una vez presidente, inició su mandato con la misma política: «Todo el peso de la diplomacia americana debe comprometerse» tras ese objetivo, como así lo declaró Clinton en febrero de 1993. En mayo, Warren Christopher, secretario de Estado, propone a los europeos dos medidas para atajar el avance serbio en Bosnia-Herzegovina: suprimir el embargo de armas para Bosnia y ataques aéreos contra posiciones serbias. Para «solucionar» el conflicto balcánico, los Estados Unidos proponen el mismo modo con que habían «resuelto» la crisis del Golfo: el estacazo, el uso, sobre todo, de la potencia aérea de fuego, la cual tiene la gran ventaja de evidenciar su enorme superioridad militar. Francia y Gran Bretaña, o sea los dos países más comprometidos en el terreno en el marco de la FORPRONU, se niegan a ello categóricamente. A finales del mismo mes, el acuerdo de Washington entre Estados Unidos y los países europeos, viene a confirmar, a pesar de las declaraciones triunfalistas de Clinton, la posición de esos países, o sea, no responder a la ofensiva serbia, que pugna por desmembrar el país, limitar la intervención de las fuerzas de la ONU o, en su caso de la OTAN, a objetivos puramente «humanitarios».

Quedaba así claro que la primera potencia mundial cambiaba de juego, abandonando la carta que había jugado el año pasado mediante múltiples campañas mediáticas sobre la defensa de los «derechos humanos» y la denuncia de la purificación étnica. Reconocía así un fracaso del que Estados Unidos echaba la culpa (no sin razón) a los países europeos. De esa impotencia patente volvía a dejar constancia W. Christopher el 21 de julio declarando: «Estados Unidos hace todo lo que puede, teniendo en cuenta sus intereses nacionales», después de haber calificado de «trágica, trágica» la situación de Sarajevo.

Diez días después, sin embargo, en el momento en que se inicia la conferencia de Ginebra sobre Bosnia, la diplomacia estadounidense vuelve a empuñar la estaca; sus diversos responsables vuelven a repetir, y con más fuerza que en mayo, el tema de los golpes aéreos contra los serbios: «Pensamos que ha llegado el momento de la acción (...) la única esperanza realista de llegar a una solución política razonable es la de poner la potencia aérea (la de la OTAN) al servicio de la diplomacia» (Christopher en una carta a Boutros-Ghali del 1º de agosto). «Estados Unidos no va a quedarse mirando sin hacer nada mientras se pone a Sarajevo de rodillas» (aquél en El Cairo, al día siguiente) Al mismo tiempo, el 2 y el 9 de agosto se convocan por iniciativa de EEUU dos reuniones del Consejo de la OTAN. EEUU pide a sus «aliados» que autoricen y lleven a cabo los ataques aéreos. Después de muchas horas de resistencia, encabezada por Francia (con el apoyo de Gran Bretaña), el principio de realizar ataques es aceptado a condición (que los americanos, al principio, rechazaban) de que la demanda la hiciera... el Secretario general de la ONU, el cual siempre ha estado en contra de tales ataques. La nueva ofensiva de EEUU quedó abortada.

En el terreno, las fuerzas serbias aflojan su presión sobre Sarajevo y ceden a la FORPRONU las cumbres estratégicas que dominan la ciudad y que habían conquistado a los musulmanes algunos días antes. Mientras que Estados Unidos atribuye ese retroceso serbio a la decisión de la OTAN, el general belga que manda la FORPRONU ve en él «un ejemplo de lo que puede conseguirse con la negociación» y el general británico Hayes declara: «¿Qué es lo que quiere el presidente Clinton? (...) la fuerza aérea no derrotará a los serbios». Fue una verdadera afrenta para la potencia americana y un sabotaje en regla de su diplomacia. Y lo peor del caso es que ese sabotaje ha sido avalado, cuando no apoyado, por Gran Bretaña, su más fiel aliado.

Es poco probable, sin embargo, que a pesar de los amenazantes discursos, Estados Unidos haya encarado seriamente la posibilidad de usar la fuerza aérea contra los serbios durante el verano pasado. De todos modos, la suerte ya estaba echada: la perspectiva de una Bosnia unitaria y pluriétnica, tal como la habían defendido la diplomacia norteamericana y los musulmanes, se había esfumado por completo pues hoy el territorio de la ex república de Bosnia-Herzegovina está en su mayor parte en manos de las milicias serbias y croatas, no conservando los musulmanes más que una quinta parte para una población de más de la mitad del total antes de la guerra.

En realidad, el objetivo de la agitación gesticuladora de EEUU durante el verano estaba ya muy lejano del que se había dado la diplomacia de ese país al iniciarse el conflicto. Se trataba para la diplomacia USA de evitar la humillación suprema, la caída de Sarajevo, y sobre todo, de participar en una obra cuyo guión se le había ido de las manos desde hacía mucho tiempo. Cuando ya se estaba representando en Ginebra el último acto de la tragedia bosnia, era importante que la potencia americana hiciese una entrada como «artista invitado» con un papel de dueña refunfuñona por ejemplo, puesto que el papel principal se le había retirado desde hacía ya tiempo. Finalmente, su contribución al epílogo habrá sido la de «convencer» a sus protegidos musulmanes, combinándolo con alguna que otra amenaza a los serbios, de aceptar su capitulación lo antes posible pues cuanto más se prolongue la guerra en Bosnia más evidenciará la impotencia de la primera potencia mundial.

El estilo lamentable y desigual de la contribución del gigante americano en el conflicto de Bosnia aparece aún más crudamente comparándolo con su «gestión» de la crisis y de la guerra del Golfo en 1990-91. En esta última, había cumplido íntegras sus promesas a sus protegidos, Arabia Saudí y Kuwait. Esta vez, no ha podido hacer nada por su protegido bosnio. Su contribución a la «solución» del conflicto se ha reducido a forzarle la mano para que acepte lo inaceptable. Es como si en el contexto de la guerra del Golfo, después de varios meses de gesticulaciones, Estados Unidos hubiera hecho presión sobre las autoridades de Kuwait para que consintieran en entregar a Sadam Husein la mayor parte de su territorio... Pero hay algo más grave todavía quizás: mientras que en 1990-91, los Estados Unidos habían logrado arrastrar en su aventura a todos los países occidentales (por mucho que algunos, como Francia y Alemania, lo hicieran arrastrando los pies), en Bosnia han chocado con la hostilidad de esos mismos países, incluida la de la fidelísima Albión.

La quiebra patente de la diplomacia americana en el conflicto en Bosnia ha significado un severo golpe contra la autoridad de una potencia que pretende desempeñar el papel de «gendarme mundial». ¿Qué confianza le van a dar los países a los que pretende «proteger»? ¿Qué miedo va a inspirar en quienes estén pensando en provocarla? Y es así como, para restaurar esa autoridad, cobra todo su significado el acuerdo de Washington del 13 de setiembre.

Oriente Medio: el acuerdo de paz no pone fin a la guerra

Si se necesitara una sola prueba del cinismo con que la burguesía es capaz de actuar, la evolución reciente de la situación en Oriente Medio bastaría con creces. Hoy, los media nos invitan a echar una lagrimita ante el histórico apretón de manos de la Casa Blanca. Procuran evitar que nos acordemos de cómo se preparó esa ceremonia, hace menos de dos meses.

Fines de julio de 1993: el Estado de Israel desata una lluvia infernal de fuego y de hierro sobre decenas de pueblos del sur de Líbano. Es la acción militar más importante y asesina desde la operación «Paz en Galilea» de 1982. Cientos de muertos, sobre todo civiles, quizás miles. Cerca de medio millón de refugiados por las carreteras. Y así justificó su acción, muy oficialmente, esa bonita «democracia», dirigida además por un gobierno «socialista»: aterrorizar a las poblaciones de Líbano para que presionaran sobre el gobierno, de modo que éste atacara a Hezbollah. Una vez más, la población civil ha sido rehén de las acciones imperialistas. Pero el cinismo de la burguesía no queda ahí. En realidad, más allá de la cuestión de Hezbollah, el cual, una vez terminadas las hostilidades, reanudó sus acciones militares contra las tropas israelíes que ocupan el sur de Líbano, la ofensiva militar israelí iba sobre todo a servir para preparar la emocionante ceremonia de Washington, una preparación puesta a punto tanto por el Estado de Israel como por su gran proxeneta, Estados Unidos.

Por parte de Israel, importaba que las negociaciones de paz y las propuestas que se disponía a hacer a la OLP no aparecieran como signo de debilidad por su parte. Las bombas y los obuses que destruyeron las aldeas de Líbano llevaban un mensaje destinado a los diferentes Estados árabes: «es inútil contar con nuestra debilidad, sólo cederemos lo que nos convenga». Mensaje dirigido sobre todo a Siria (cuya autorización es necesaria para las actividades de Hezbollah) y que, desde hace décadas, sueña con recuperar el Golan anexionado por Israel tras la guerra de 1967.

Por parte de EEUU se trataba, por medio de las hazañas militares de su agente, de dar a entender que la potencia israelí seguía siendo el capo de Oriente Medio, a pesar de las dificultades que pudiera conocer por otra parte. El mensaje se dirigía a los Estados árabes, quienes podrían tener la tentación de tocar otra partitura que la que Washington les mandó. Había que advertir, por ejemplo, a Jordania que mejor sería que no volviera a cometer infidelidades como cuando la guerra del Golfo. Y sobre todo, había que recordar a Siria que si ésta manda en Líbano es gracias a la «bondad» del padrino norteamericano, después de la guerra del Golfo y a Líbano darle a entender que sus lazos históricos con Francia era algo que pertenecía al pasado. El mensaje también iba dirigido a Irán, padrino de Hezbollah, país que está procurando llevar a cabo una apertura diplomática hacia Francia y Alemania. Por consiguiente, la advertencia de EEUU se dirigía a todas las potencias que pretendieran cazar furtivamente en su coto privado de Oriente Medio.

En fin, había que demostrar al mundo entero que la primera potencia mundial poseía todavía los medios para repartir a su gusto tanto los rayos y truenos como las palomitas y que, por lo tanto, debía ser respetada. Ése era el sentido del mensaje de W. Christopher en su gira por Oriente Medio a primeros de agosto, justo después de la ofensiva israelí: «los actuales enfrentamientos ilustran la necesidad y la urgencia de que se concluya un acuerdo de paz entre los diferentes Estados concernidos». Ese es el método clásico de los racketeadores que vienen a proponerle una «protección» al tendero cuyo escaparate han roto previamente.

Así, como siempre en el capitalismo decadente, no existe diferencia de fondo entre la guerra y la paz: con la guerra, mediante la barbarie y las matanzas, los bandidos imperialistas preparan sus acuerdos de paz. Y estos últimos sólo son un medio, una etapa en la preparación de nuevas guerras todavía más asesinas y salvajes.

Más guerras cada día

Las negociaciones y los acuerdos habidos durante el verano, tanto en Ginebra como en Washington, no deben dejar lugar a dudas: no habrá más «orden mundial» con Clinton que con Bush.

En la ex Yugoslavia, incluso si las negociaciones de Ginebra sobre Bosnia se concretan (por ahora, la guerra sigue, entre musulmanes y croatas en particular), eso no significaría, ni mucho menos, el fin de los enfrentamientos. Ya conocemos los nuevos campos de batalla: Macedonia reivindicada casi abiertamente por Grecia, Kosovo habitado sobre todo por albaneses, atraídos por una unión con una «Gran Albania», la Krajina, la provincia situada en territorio de la antigua república federada de Croacia y hoy en manos de los serbios y que divide en dos el litoral croata de Dalmacia. Y sabemos muy bien que en esos conflictos en incubación, las grandes potencias no harán de moderadores, ni mucho menos; al contrario, como así lo han hecho hasta ahora, se dedicarán a echar leña al fuego.

En Oriente Medio, aunque hoy la paz parece estar de moda, no por ello va a durar: las modas son, pasan rápido y las fuentes de conflicto no faltan. La OLP, nuevo policía de los territorios a los que Israel ha tenido a bien darles autonomía, deberá hacer frente a la competencia de del movimiento integrista Hamas. La propia organización de Arafat está dividida: sus diferentes facciones, mantenidas por los diferentes Estados árabes, fomentarán sus peleas y al mismo tiempo se agudizarán los conflictos entre esos estados árabes, al desaparecer lo único que frenaba sus enfrentamientos, o sea, el apoyo a la «causa palestina» contra Israel. Por otro lado, a pesar de la aparente buena disposición declarada y un poco forzada por parte de Siria respecto al acuerdo de Washington no se ha resuelto la cuestión del Golan. Irak sigue estando en el purgatorio de las naciones. Los nacionalistas kurdos no han renunciado a sus reivindicaciones en Irak y Turquía... Y todas esas hogueras no hacen sino excitar los ardores pirómanos de las grandes potencias, siempre listas para descubrir una causa «humanitaria» que corresponda, por casualidad, a sus intereses imperialistas.

Las fuentes de conflictos no sólo se encuentran en los Balcanes y en Oriente Medio.

En el Caucaso, en Asia central, Rusia, mostrando los dientes de sus apetitos imperialistas (muchos más restringidos que en el pasado, claro está) no hace sino añadir más caos al caos de las antiguas repúblicas que formaban la URSS y echar leña al fuego de las peleas étnicas (Abjacios contra Georgianos, Armenios contra Azeríes, etc.). Y eso no permite en modo alguno atenuar el caos político que impera también dentro de sus fronteras, como puede comprobarse con el enfrentamiento actual entre Yeltsin y el Parlamento ruso.

En África, la declaración de guerra está servida entre los antiguos aliados del ex bloque occidental: «Si queremos encabezar la evolución mundial (...) debemos estar dispuestos a invertir tanto en África como en otras partes del mundo» (Clinton, citado por el semanario Jeune Afrique); «Desde el final de la guerra fría, ya no tenemos por qué alinearnos con Francia en África» (un diplomático norteamericano, en la revista citada). O dicho de otra manera: si Francia nos pone trabas en los Balcanes, no nos vamos nosotros a prohibir la caza en sus tierras africanas. En Liberia, en Rwanda, Togo, Camerún, Congo, Angola, etc., EEUU y Francia ya se están enfrentando mediante políticos o guerrillas locales. En Somalia le toca a Italia el ocupar la primera línea del frente antiamericano, aunque Francia no está lejos, y eso en el marco de una operación «humanitaria» bajo la bandera de la ONU, símbolo de la paz.

Y esa lista dista mucho de ser exhaustiva o definitiva. Por mucho que alejara la perspectiva de una tercera guerra mundial, el hundimiento del bloque del este en 1989 y la resultante desaparición del bloque occidental han abierto una verdadera caja de sorpresas. Desde ahora lo que tiende a imperar es la ley de «cada uno para sí», aunque ya se estén diseñando nuevas alianzas en la perspectiva todavía lejana, inaccesible incluso, de un futuro reparto del mundo entre dos nuevos bloques. Pero esas mismas alianzas son constantemente zarandeadas, pues, al haber desparecido la amenaza del «Imperio del Mal», ningún país ve interés alguno en que se incremente la potencia de sus aliados más fuertes. Es como el amigo musculoso que puede ahogarte en un efusivo abrazo. Y es así como Francia no tenía el menor interés en que su compinche germana se convirtiera en potencia mediterránea al echar mano de Eslovenia y Croacia. Y todavía más significativo, Gran Bretaña, aliado histórico de EEUU, no tenía la menor gana de favorecer el juego de esta potencia en los Balcanes y el Mediterráneo, zona a la que considera, gracias a sus posiciones en Gibraltar, Malta y Chipre, como algo un poco suyo.

De hecho, estamos asistiendo a un verdadero cambio en la dinámica de las tensiones imperialistas. En el pasado, con el reparto del mundo entre dos bloques, todo lo que podía fortalecer la cabeza de bloque frente al adversario era bueno para sus segundones. Hoy, todo lo que dé más fuerza a la potencia más fuerte puede ser contraproducente para sus aliados más débiles.

Por eso es por lo que el fracaso de Estados Unidos en los Balcanes, que se debe en gran parte a la traición de su «amigo» británico, no deberá ser simplemente comprendido como el resultado de errores políticos del gabinete de Clinton. Ha sido como la cuadratura del círculo para ese gabinete: cuanto más quiera dar prueba Estados Unidos de autoridad para apretar las tuercas del mundo, tanto más intentarán sus «aliados» librarse de su sofocante tutela. Y aunque el lucimiento y el uso de su aplastante superioridad militar es una pieza clave del imperialismo americano, también es una pieza que tiende a volverse contra sus propios intereses, favoreciendo una indisciplina todavía mayor de sus «aliados». Y aunque la fuerza bruta no será nunca capaz de hacer reinar el «orden mundial», no existe, sin embargo, en un sistema que se hunde en una crisis irremediable, otro medio para imponerse y por eso será cada día más utilizada.

Esa absurdez es el símbolo trágico de lo que ha llegado a ser el mundo capitalista: un mundo de putrefacción que se está sumiendo en una barbarie creciente con cada día más caos, más guerras y más matanzas.

FM

27 de septiembre de 1993

 

[1] El que Rusia se haya convertido hoy en uno de los mejores aliados de EEUU no elimina las divergencias de intereses que pudieran existir entre ambos países. Por ejemplo, Rusia no está en absoluto interesada en una alianza directa entre Estados Unidos y Serbia, alianza que podría hacerse pasando por encima de ella. Los Estados Unidos, mediante la promoción de su ciudadano de origen serbio Panic, ya intentaron relacionarse directamente con Serbia. Pero el fracaso de Panic en las elecciones implicó el cese del empeño norteamericano.

Geografía: 

  • Balcanes [3]
  • Oriente Medio [4]

¿Por dónde va la crisis económica? - Una economía corroída por la descomposición

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¿Por dónde va la crisis económica?

Una economía corroída por la descomposición

La crisis del sistema monetario europeo durante el verano de 1993 ha puesto en evidencia algunas de las tendencias más profundas y significativas que manifiesta actualmente la economía mundial. Al demostrar la importancia que han adquirido las prácticas artificiales y destructivas como la especulación masiva, al poner al desnudo la pujanza de las tendencias de «cada uno a la suya» que oponen a las naciones entre ellas, estos acontecimientos perfilan el porvenir inmediato del capitalismo: un porvenir marcado por el sello de la degeneración, la descomposición y la autodestrucción. Estas sacudidas monetarias no son mas que manifestaciones superficiales de una realidad mucho más dramática: la creciente incapacidad del capitalismo como sistema para superar sus propias contradicciones. Para la clase obrera, para las clases explotadas de todo el planeta, que sufren el paro masivo, la reducción de los salarios reales, la disminución de las «prestaciones sociales» etc., se trata del ataque económico más violento desde la Segunda Guerra mundial.

Los especuladores entierran  Europa... Occidente está al  borde del desastre»([1]). En estos términos comentaba Maurice Allais, premio Nobel de economía, los sucesos que, a finales de 1993, casi hacen estallar el SME. Un defensor tan eminente del orden establecido, no podía menos que ver las dificultades económicas de su sistema como resultado de la acción de elementos «exteriores» a la máquina capitalista. En este caso, «los especuladores». Pero la catástrofe económica actual es de tal magnitud, que obliga incluso a los burgueses más obtusos a un mínimo de lucidez, al menos para constatar la amplitud  de los estragos.

Las tres cuartas partes del planeta (el llamado Tercer mundo, el ex bloque soviético), ya no están «al borde del desastre», sino plenamente inmersos en él. A su vez, el último reducto, si no de prosperidad, por lo menos de no desmoronamiento, «Occidente», también se está hundiendo. Desde hace tres años, potencias como Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido, se enfangan en la recesión más larga y profunda desde la Guerra. El «relanzamiento» económico en Estados Unidos, que los «expertos» habían saludado, y que se basaba en tasas de crecimiento positivas del PIB en este país (3,2% en el segundo semestre del 92), se ha deshinchado a principios de 1993: 0,7% en el primer trimestre y 1,6% en el segundo, es decir, prácticamente estancamiento (los «expertos» esperaban al menos 2,3% para el segundo trimestre). La «locomotora americana», que había arrastrado el relanzamiento en Occidente después de las recesiones de 1974-75 y 1980-82, se ahoga antes incluso de haber empezado a tirar del tren. En cuanto a los otros dos grandes polos de «Occidente», Alemania y Japón, se hunden en la recesión. En el mes de mayo de 1993, la producción industrial había caído, en doce meses, 3,6 % en Japón, 8,3 % en Alemania.

En este contexto estalla la crisis del Sistema monetario europeo (SME), la segunda en menos de un año([2]). Bajo la presión de una ola mundial de especulación, los gobiernos del SME se ven obligados a renunciar a su compromiso de mantener sus monedas vinculadas entre sí por tipos de cambio estables. Al aumentar los márgenes de fluctuación de esos cambios del 5 al 30 %, han reducido prácticamente esos acuerdos a pura palabrería.

Aún si estos acontecimientos se sitúan en la esfera particular del mundo financiero del capital, son un producto de la crisis real del capital. Son significativos al menos en tres aspectos importantes, de las tendencias profundas que definen la dinámica de la economía mundial.

1.El desarrollo sin precedentes de la especulación, el trapicheo y la corrupción

La amplitud de las fuerzas especulativas que han sacudido el SME es una de las características más importantes del periodo actual. Después de haber especulado con todo durante los años 80 (acciones en bolsa, inmobiliario, objetos de arte, etc.), después de haber visto empezar a hundirse cantidad de valores especulativos con la llegada de los años 90, los capitales han encontrado uno de los últimos refugios en la especulación en los mercados cambiarios. Cuando se produjo la crisis del SME, se estimaba que los flujos financieros internacionales dedicados cada día a la especulación monetaria llegaban al billón de dólares (o sea, el equivalente a la producción anual del Reino Unido), ¡cuarenta veces el monto de los flujos financieros correspondientes a los saldos de cuentas comerciales! Aquí ya no se trata de algunos hombres de negocios poco escrupulosos que buscan beneficios rápidos y arriesgados. Toda la clase dominante, con sus bancos y sus Estados en cabeza, se lanza a esta actividad artificial y totalmente estéril desde el punto de vista de la riqueza real. Y lo hace, no porque sea un modo más sencillo de amasar beneficios, sino porque en el mundo real de la producción y el comercio, tiene cada vez menos medios para hacer fructificar de otra forma su capital. El recurso al beneficio especulativo es antes que nada la manifestación de la dificultad para realizar beneficios reales.

Por las mismas razones, la vida económica del capital se ve cada vez más infectada por las formas más degeneradas de toda clase de trapicheos y por la corrupción política generalizada. Las ganancias del tráfico de drogas a nivel mundial se han hecho tan importantes como las del comercio de petróleo. Las convulsiones de la clase política italiana revelan la magnitud de los beneficios producto de la corrupción y de toda clase de operaciones fraudulentas.

Ciertos moralistas radicales de la burguesía deploran el rostro cada vez más horrible de su «democracia» a medida que envejece. Quisieran librar al capitalismo de los «especuladores rapaces», de los traficantes de droga, de los hombres políticos corruptos. Así por ejemplo, Claude Julien, del prestigioso Le Monde diplomatique([3]), propone muy en serio a los gobiernos democráticos: «Esterilizar los enormes beneficios financieros que engendra el tráfico, impedir el blanqueo de dinero negro, y para hacer eso, suprimir el secreto bancario y eliminar los paraísos fiscales».

Los defensores del sistema, como no llegan a vislumbrar ni por un instante que pueda existir otra forma de organización social diferente del capitalismo, creen que los peores aspectos de la sociedad actual podrían eliminarse mediante algunas leyes enérgicas. Creen que se enfrentan a enfermedades leves y curables, cuando en realidad se trata de un cáncer generalizado. Un cáncer como el que descompuso la sociedad antigua romana en decadencia. Una degeneración que no desaparecerá más que con la destrucción del propio sistema.

2.La obligación de hacer trampas con sus propias leyes

La incapacidad de los países del SME para mantener una verdadera estabilidad en el dominio monetario, traduce la incapacidad creciente del sistema para vivir de acuerdo con sus propias reglas más elementales. Para comprender mejor la importancia y la significación de este fracaso vale la pena recordar por qué se creó el SME, a qué necesidades se supone que respondía.

La moneda es uno de los instrumentos más importantes de la circulación capitalista. Constituye un medio de medir lo que se intercambia, de conservar y acumular el valor de las ventas pasadas para poder hacer las compras futuras, permite el intercambio de las más diversas mercancías, cualquiera que sea su naturaleza y su origen, porque constituye un equivalente universal. El comercio internacional necesita monedas internacionales: la libra esterlina hizo ese papel hasta la Primera Guerra mundial, y después la suplantó el dólar. Pero eso no es suficiente. Para comprar y vender, para poder recurrir a los créditos, también es preciso que las diferentes monedas nacionales se intercambien entre sí con medios dignos de crédito, con suficiente constancia para no falsear totalmente el mecanismo de intercambio.

Si no hay un mínimo de reglas que se respeten en este terreno, las consecuencias se dejan sentir en toda la vida económica. ¿Cómo se puede comerciar cuando ya no se puede prever si el precio que se paga por una mercancía es el que se ha acordado en el momento del pedido? En pocos meses, por el juego de las fluctuaciones monetarias, el beneficio que se saca de la venta de una mercancía puede verse así transformado en pérdida completa.

Hoy día, la inseguridad monetaria a nivel internacional es tan grande que cada vez más vemos resurgir esa forma arcaica del intercambio que es el trueque, es decir, el intercambio directo de mercancías sin recurrir a la mediación del dinero.

Entre las trampas monetarias que permiten sortear, al menos momentáneamente, los límites impuestos por las reglas capitalistas, hay una que hoy ha cobrado una importancia de primer orden. Los «economistas» la llaman púdicamente «devaluación competitiva». Se trata de una «trampa» a las leyes más elementales de la concurrencia capitalista: en vez de servirse del arma de la productividad para ganar espacios en el mercado, los capitalistas de una nación devalúan la apreciación internacional de su moneda. Como consecuencia, los precios de sus mercancías disminuyen en el mercado internacional. En vez de proceder a complejas y difíciles reorganizaciones del aparato productivo, en vez de invertir en máquinas cada vez más costosas para garantizar una explotación más eficaz de la fuerza de trabajo, basta con dejar que se hunda la apreciación de su moneda. La manipulación financiera prevalece sobre la productividad real. Una devaluación exitosa incluso puede permitir que un capital nacional cuele sus mercancías en los mercados de otros capitalistas que sin embargo son más productivos.

El SME constituye una tentativa de limitar este tipo de práctica que convierte en un timo cualquier «arreglo» comercial. Su fracaso traduce la incapacidad del capitalismo para asegurar un mínimo de rigor en un terreno crucial.

Pero esta falta de rigor, esta incapacidad para respetar sus propias reglas no es, ni un hecho momentáneo, ni una especificidad del mercado monetario internacional. Desde hace 25 años el capitalismo intenta «librarse» de sus propias exigencias, de sus propias leyes que lo asfixian, en todos los dominios de su economía, sirviéndose para ello de la acción de su aparato responsable de la legalidad (capitalismo de Estado). Desde la primera recesión tras la reconstrucción, en 1967, se inventa los «derechos especiales de impresión», que consagran la posibilidad de que las grandes potencias puedan crear dinero a nivel internacional sin otra cobertura más que las promesas de los gobiernos. En 1972, Estados Unidos se deshace de la regla de la convertibilidad en oro del dólar y del sistema monetario llamado de Bretton Woods. Durante los años 70, los rigores monetarios se cambian por las políticas inflacionistas, los rigores presupuestarios por los déficits crónicos de los Estados, los rigores crediticios por los préstamos sin límite ni cobertura. Los años 80 han continuado estas tendencias, asistiendo, con las políticas llamadas reaganianas, a la explosión del crédito y de los déficits de Estado. Así entre 1974 y 1992, la deuda pública bruta de los estados de la OCDE ha pasado, considerando la media, del 35 % del PIB al 65 %. En ciertos países como Italia o Bélgica, la deuda pública sobrepasa el 100 % del PIB. En Italia, la suma de los intereses de esta deuda equivale a la masa salarial de todo el sector industrial.

El capitalismo ha sobrevivido a su crisis desde hace 25 años haciendo trampas con sus propios mecanismos. Pero al hacer esto no ha resuelto nada por lo que concierne a las razones fundamentales de su crisis. No ha hecho más que minar las propias bases de su funcionamiento, acumulando nuevas dificultades, nuevas fuentes de caos y de parálisis.

3. La tendencia creciente a «cada uno a la suya»

Pero una de las tendencias del capitalismo actual que la crisis del SME ha puesto más claramente en evidencia es la intensificación de las tendencias centrífugas, de las tendencias a «cada uno a la suya» y «todos contra todos». La crisis económica agudiza sin fin los antagonismos entre todas las fracciones del capital, a nivel nacional e internacional. Las alianzas económicas entre capitalistas no pueden ser más que arreglos momentáneos entre tiburones para enfrentarse mejor con otros. Por eso constantemente amenazan con disolverse por el peso de las tendencias de los aliados a devorarse mutuamente. Tras la crisis del SME se perfila el desarrollo de la guerra comercial a ultranza. Una guerra implacable, autodestructiva, pero que ningún capitalista puede sortear.

Los lloriqueos de los que, inconsciente o cínicamente, siembran ilusiones sobre la posibilidad de un capitalismo armonioso, no sirven para nada: «Hay que desarmar la economía. Es urgente pedir a los empresarios que abandonen sus uniformes de generales y de coroneles... El G7 se honraría si pusiera en funcionamiento, a partir de su próxima reunión en Nápoles, un "Comité por el desarme de la economía mundial"»([4]). Lo que es tanto como pedir que la cumbre de las siete principales naciones capitalistas occidentales constituya un comité por la abolición del capitalismo.

La competencia forma parte del espíritu mismo del capitalismo desde siempre. Lo que ocurre es que hoy simplemente alcanza un grado de extrema agudización.

Esto no quiere decir que no haya contratendencias. La guerra de todos contra todos también empuja a la búsqueda de alianzas indispensables, consentidas o forzadas, para sobrevivir. Los esfuerzos de los doce países de la CEE por asegurar un mínimo de cooperación económica frente a sus competidores norteamericano y japonés, no son simplemente fachada. Pero bajo la presión de la crisis económica y de la guerra comercial que aquélla exacerba, esos esfuerzos se enfrentan y seguirán enfrentándose a contradicciones internas cada vez más insuperables.

Los empresarios y los gobiernos capitalistas no pueden «abandonar sus uniformes de generales y de coroneles», como tampoco el capitalismo puede transformarse en un sistema de armonía y de cooperación económica. Sólo la superación revolucionaria de este sistema en descomposición podrá desembarazar a la humanidad de la absurda anarquía autodestructiva que padece.

Un porvenir de destrucción, de desempleo, de miseria

La guerra militar destruye las fuerzas productivas materiales por el fuego y el acero. La crisis económica destruye esas fuerzas productivas paralizándolas, inmovilizándolas. En veinticinco años de crisis, regiones enteras de entre las más industriales del planeta, como el norte de Gran Bretaña, el norte de Francia, o Hamburgo en Alemania, se han convertido en lugares de desolación, paisajes de fábricas y astilleros cerrados, devorados por el moho y el abandono. Desde hace dos años, los gobiernos de la CEE proceden a la esterilización de un cuarto de las tierras europeas cultivables debido a la «crisis de sobreproducción».

La guerra destruye físicamente a los hombres, soldados y población civil, esencialmente a los explotados, obreros o campesinos. La crisis capitalista expande la plaga del desempleo masivo. Reduce a los explotados a la miseria, por el desempleo o la amenaza de desempleo. Expande la desesperación para las generaciones actuales y condena el porvenir de las generaciones futuras. En los países subdesarrollados, la crisis se plasma en verdaderos genocidios por hambre y enfermedades: el continente africano en su mayor parte está abandonado a la muerte, roído por las hambrunas, las epidemias, la desertificación en el sentido literal del término...

Desde hace un cuarto de siglo, desde el final de los años 60 que marcaron el fin del período de reconstrucción de la posguerra, el desempleo no ha cesado de desarrollarse en el mundo. Ese desarrollo ha sido desigual según los países y las regiones. Ha conocido periodos de intenso desarrollo (recesiones abiertas) y periodos de pausa. Pero el movimiento general no se ha desmentido nunca. Con la nueva recesión que comenzó a finales de los 80, el desempleo se ha desarrollado hasta proporciones desconocidas hasta ahora.

En los países que primero han sido afectados por esta recesión, Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, el relanzamiento del empleo que se anuncia desde hace ahora ya tres años, no llega nunca. En la Comunidad europea el desempleo se incrementa al ritmo de 4 millones de desempleados más cada año (se prevén 20 millones de desempleados a finales de 1993, 24 millones a finales de 1994). Es como si en un año se suprimieran todos los empleos de un país como Austria. De enero a mayo de 1993 han habido cada día 1200 desempleados más en Francia, 1400 en Alemania (contando sólo las estadísticas oficiales, que subestiman sistemáticamente la realidad del desempleo).

En los sectores aparentemente «saneados», por retomar la cínica terminología de la clase dominante, se anuncian nuevas sangrías: en la siderurgia de la CEE, donde no quedan más que 400.000 empleos, se prevén 70 000 nuevos despidos; IBM, la empresa modelo de los últimos 30 años, no termina de «sanearse» y anuncia 80 000 nuevas supresiones de empleo. El sector del automóvil alemán anuncia 100 000.

La violencia y la magnitud del ataque que ha sufrido y sufre la clase obrera de los países más industrializados, en particular en Europa actualmente, no tiene precedentes.

Los gobiernos europeos no ocultan su conciencia de peligro. Delors, traduciendo el sentimiento de los gobiernos de la CEE, no cesa de poner en guardia contra el riesgo de una próxima explosión social. Bruno Trentin, uno de los responsables de la CGIL, principal sindicato italiano, que tuvo que soportar el otoño pasado los pitidos de las manifestaciones obreras encolerizadas contra las medidas de austeridad impuestas por el gobierno con el apoyo de las centrales sindicales, resume simplemente los temores de la burguesía de su país: «La crisis económica es tan grave, y la situación financiera de los grandes grupos industriales está tan degradada, que tememos el próximo otoño social»([5]).

La clase dominante tiene razón en temer las luchas obreras que provocará la agravación de la crisis económica. Raras veces en la historia la realidad objetiva ha puesto tan claramente en evidencia que no podemos combatir contra los efectos de la crisis capitalista sin destruir el capitalismo mismo. El grado de descomposición al que ha llegado el sistema, la gravedad de las consecuencias de su existencia, son de tal magnitud, que la cuestión de su superación por una transformación revolucionaria aparece y aparecerá cada vez más como la única salida realista para los explotados.

RV

 

[1] Libération, 2 de agosto de 1993.

[2] En septiembre de 1992, Gran Bretaña tuvo que abandonar el SME «humillada por Alemania», y se autorizó la devaluación de las monedas más débiles. Se ampliaron sus márgenes de fluctuación.

[3] Agosto de 1993.

[4] Ricardo Petrella, de la universidad católica de Lovaina.

[5] Entrevista en La Tribune, 28 de julio de 1993.

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [2]

La lucha de clases contra la guerra imperialista - Las luchas obreras en Italia 1943

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La lucha de clases contra la guerra imperialista

Las luchas obreras en Italia 1943

En la historia del movimiento obrero y en la lucha de clases, la guerra imperialista siempre ha sido una cuestión fundamental. No es por casualidad. En la guerra se concentra toda la barbarie de esta sociedad. Y con la decadencia histórica del capitalismo, la guerra es la demostración de la incapacidad del sistema de ofrecer a la humanidad la menor posibilidad de desarrollo, llegando incluso a poner en peligro su supervivencia misma. Al ser una expresión de lo más patente de la barbarie que puede llegar a engendrar el sistema capitalista, la guerra también es un factor poderoso en la toma de conciencia y la movilización de la clase obrera. De esto hemos tenido durante este siglo manifestaciones de primera importancia con las dos guerras mundiales. La respuesta del proletariado a la Primera Guerra mundial es bastante conocida. Lo son mucho menos, en cambio, las expresiones de la lucha de clases que también hubo durante la Segunda Guerra mundial, especialmente en Italia. Cuando de ellas hablan los historiadores y otros propagandistas lo hacen para intentar demostrar que las huelgas de 1943 en Italia habrían sido los inicios de la resistencia «antifascista». Este año de 1993, en el 50 aniversario de esos acontecimientos, los sindicatos italianos no han perdido la ocasión, en medio de sus celebraciones nacionalistas y patrioteras,  de sacar de nuevo a relucir esa mentira. Escribimos este artículo para rechazar esas mentiras y reafirmar la capacidad de la clase para responder a la guerra imperialista en su propio terreno.

1943: el proletariado italiano se opone a los sacrificios de la guerra

Ya en la segunda mitad del año 1942 había habido huelgas esporádicas contra el racionamiento y por aumentos de salarios en las grandes factorias del norte de Italia. Eso ocurría en un tiempo en que no estaba decidido, ni mucho menos, de qué lado sería la victoria; en un tiempo en el que el fascismo aparecía sólidamente instalado en el poder. Ésas habían sido las primeras escaramuzas ocasionadas por el descontento que la guerra había engendrado en las filas proletarias a causa de los sacrificos que imponía.

El 5 de marzo de 1943 se inicia la huelga en la factoría Mirafiori de Turín, extendiéndose en unos cuantos días a otras fábricas y reuniendo así a decenas de miles de obreros. Las reivindicaciones son muy claras y sencillas: aumento de las raciones de víveres, subidas de salarios y... fin de la guerra. A lo largo de aquel mes, la agitación alcanza a las grandes fábricas de Milán, a Lombardía entera, a Liguria y otras regiones de Italia.

La respuesta del poder fascista fue una de cal y otra de arena, el palo y la zanahoria: detenciones de los obreros más destacados y a la vez concesiones respecto a las reivindicaciones más inmediatas. Por mucho que Mussolini creyera que tras las huelgas estaban las fuerzas antifascistas, no podía permitirse el lujo de provocar la extensión de la cólera obrera. Sus sospechas tenían, sin embargo, poco fundamento, pues las huelgas fueron totalmente espontáneas, surgen de las bases obreras y de su descontento contra los sacrificios que la guerra impone. Esto es tan cierto que hasta los obreros «fascistas» participan en las huelgas.

«Lo propio de aquella acción fue su carácter de clase que, en el plano histórico, otorga a las huelgas de 1943-44 una fisonomía propia, unitaria, típica, incluso en relación con la acción general llevada a cabo unitariamente por los comités de liberación nacional»([1]).

«Haciendo valer mi prestigio de viejo líder sindical, afronté a miles de obreros que reanudaron inmediatamente el trabajo, pero los fascistas se comportaron de manera totalmente pasiva y eso, desgraciadamente, cuando no fomentaron, en algunos casos, las huelgas. Esto fue lo que me impresionó enormemente»([2]).

El comportamiento de los obreros no sólo impresionó a los jerarcas fascistas, sino a la burguesía italiana entera. Todos ellos veían renacer en las huelgas el espectro proletario, un enemigo mucho más peligroso que los adversarios del otro lado del campo de batalla. La burguesía comprende con esas huelgas que el régimen fascista es incapaz de contener la cólera obrera y prepara su sustitución y la reorganización de sus fuerzas «democráticas».

El 25 de julio, el rey destituye a Mussolini, manda arrestarlo y encarga al mariscal Badoglio que forme un nuevo gobierno. Una de las primeras preocupaciones de ese gobierno va a ser la refundación de unos sindicatos «democráticos» que sirvan para canalizar las reivindicaciones de los obreros, los cuales, durante ese tiempo, habían creado sus propios órganos para dirigir el movimiento, estando así libres de todo control. El ministro de los Gremios (pues así seguían llamándose), un tal Leopoldo Picardi, hace liberar al viejo dirigente sindical socialista Bruno Buozzi, proponiéndole el cargo de delegado de organizaciones sindicales. Buozzi pide, obteniéndolo, que se nombre como subdelegados al comunista Roveda y al cristiano Quadrello. La burguesía ha sabido escoger, pues Buozzi es bien conocido por haber participado en las huelgas de 1922 (movimiento de ocupación de fábricas, especialmente en el Norte), durante el cual él había demostrado su fidelidad a la burguesía haciéndolo todo por atajar los avances del movimiento.

Pero los obreros hacen oídos sordos a la democracia burguesa y a sus promesas. Si se habían opuesto al régimen fascista fue ante todo porque estaban hartos de los sacrificios que les imponía la guerra. Y el gobierno de Badoglio les pedía que siguieran soportándolos.

Así, a mediados de agosto de 1943, los obreros de Turín y de Milán vuelven a ponerse en huelga exigiendo, con más fuerza que antes todavía, el fin de la guerra. Las autoridades locales responden una vez más con la represión, pero lo que será todavía más eficaz fue el viaje de Piccardi, Buozzi y Roveda al Norte para allí entrevistarse con los representantes de los obreros y convencerlos de que reanuden el trabajo. Antes incluso de haber reconstruido sus organizaciones, los sindicalistas del régimen «democrático» empezaban a hacer su sucia labor contra los obreros.

Acorralados por la represión, las concesiones y las promesas, los obreros reanudan el trabajo en espera de los acontecimientos. Estos se precipitan. Ya en julio habían desembarcado los aliados en Sicilia; el 8 de septiembre, Badoglio firma con ellos el armisticio, huye al Sur con el Rey y exhorta a la población a seguir la guerra contra nazis y fascistas. Tras alguna que otra manifestación de entusiasmo, se produce la desmovilización en el desorden. Muchos soldados se deshacen del uniforme, vuelven a casa o se esconden.

Los obreros, aunque no son capaces de izar su propia bandera de clase, no aceptan empuñar las armas contra los alemanes y reanudan el trabajo preparándose a presentar sus reivindicaciones inmediatas contra los nuevos patronos de Italia del norte. En efecto, Italia queda dividida en dos: en el Sur, están las tropas aliadas y una apariencia de gobierno legal; en el norte, en cambio, los fascistas vuelven otra vez al poder, o, más bien, las tropas alemanas.

Pero, aun sin participación popular, la guerra sigue de hecho. Los bombardeos aliados sobre el Norte de Italia se endurecen y las condiciones de vida de los obreros se deterioran todavía más. Y es así como en noviembre-diciembre los obreros reanudan el camino de la lucha, enfrentándose esta vez a una represión todavía más dura. Además de las detenciones, planea ahora sobre ellos una nueva amenaza: la deportación a Alemania. Los obreros defienden valientemente sus reivindicaciones. En noviembre, los obreros de Turín se ponen en huelga y sus reivindicaciones son satisfechas en gran parte. A principios de diciembre les toca a los obreros de Milán ponerse en huelga: promesas y amenazas de las autoridades alemanas. El episodio siguiente es significativo: «A las 11h30 llega el general Zimmerman y da la orden siguiente: “quienes no reanuden el trabajo deben salir de las empresas; y quienes salgan serán considerados enemigos de Alemania”. Todos los obreros abandonaron las fábricas» (según un periódico clandestino del PC citado por Turone). En Génova, el 16 de diciembre, los obreros ocupan las calles. Las autoridades alemanas utilizan la mano dura y se producen enfrentamientos con muertos y heridos, enfrentamientos que prosiguen con la misma dureza durante el mes de diciembre por toda Liguria.

Es la señal del cambio de tornas: el movimiento se va debilitando de hecho, debido, entre otras cosas, a la división de Italia en dos partes. Las autoridades alemanas, con dificultades en el frente, no pueden seguir tolerando que se interrumpa la producción y se deciden a enfrentarse resueltamente a la clase obrera (una clase obrera que estaba también empezando a resurgir con huelgas en Alemania misma). Y el movimiento empieza a perder su carácter espontáneo y de clase. Las fuerzas «antifascistas» procuran dar a las reivindicaciones obreras el carácter de lucha de «liberación». Este fenómeno se ve favorecido por el hecho de que muchos obreros de vanguardia, para escapar a la represión, se ocultan en los montes en donde son alistados por las guerrillas de partisanos. Aunque todavía habrá huelgas en la primavera de 1944 y 1945, la clase obrera desde entonces había perdido la iniciativa.

Las huelgas de 1943: lucha de clases y no guerra antifascista

La propaganda burguesa procura presentar todo el movimiento de huelgas de 1943 a 1945 como una lucha antifascista. Los pocos elementos que hemos recordado ya demuestran que no fue así ni mucho menos. Los obreros luchaban contra la guerra y los sacrificios que imponía. Y para ello, los obreros se enfrentaron a los fascistas cuando éstos estaban oficialmente en el poder (en marzo), contra el gobierno, que ya no es oficialmente fascista, de Badoglio (en agosto), contra los nazis, cuando éstos son los que de verdad mandan en el norte de Italia (diciembre).

Lo que sí es cierto, sin embargo, es que las fuerzas «democráticas» y la izquierda de la burguesía, el PCI a su cabeza, intentaron desde el principio desnaturalizar el carácter de clase de la lucha obrera para desviarla hacia el terreno burgués de la lucha patriótica y antifascista. A esa labor le dedicaron sus mayores esfuerzos. Sorprendidas por el carácter espontáneo del movimiento, las fuerzas «antifascistas» se vieron obligadas a seguirlo, intentando durante las huelgas mismas infiltrar sus consignas «antifascistas» entre las de los huelguistas. Los militantes locales de esas fuerzas fueron a menudo incapaces de realizar tales infiltraciones recibiendo las consiguientes broncas de los dirigentes de sus partidos. Enfangados en su lógica burguesa, los jerifaltes de esos partidos eran incapaces de entender que para los obreros el enfrentamiento siempre lo es contra el capital sea cual sea la forma de éste.

«Recordemos cuántas fatigas nos costó al principio de la lucha de liberación el convencer a los obreros y a los campesinos sin formación comunista (¡sic!), que comprendían que había que luchar contra los alemanes, claro está, pero que decían: “para nosotros, que los patronos sean italianos o sean alemanes no hay gran diferencia”»([3]).

Mal que le pese al señor Sereni, los obreros comprendían perfectamente que su enemigo era el capitalismo y que era contra ese sistema contra lo que había que luchar, fuera cual fuera la forma con la que se presentaba. Otros señores como Sereni al igual que los fascistas a quienes combatían, la burguesía entera, también sabían perfectamente que esa lucha obrera era el mayor peligro que debían atajar.

Claro está que el proletariado necesita la lucha política para alcanzar su verdadera emancipación. El problema es saber qué política necesita, en qué terreno, con qué perspectiva. La política de la lucha «antifascista» era una política plenamente patriótica y nacional-burguesa, que no ponía en entredicho el poder del capital. Y en cambio, aún embrionaria, la más sencilla reivindicación de “pan y paz”, llevada hasta sus últimas consecuencias, cosa que los obreros italianos no lograron hacer, contenía en sí misma la perspectiva de la lucha contra el capitalismo, sistema incapaz de dar ni una cosa ni la otra.

En el 43, la clase obrera demostró una vez más
su naturaleza antagónica con el capital...

«Pan y paz», consigna simple e inmediata que hizo temblar a la burguesía poniendo en peligro sus propósitos imperialistas. Pan y paz había sido la consigna que hiciera moverse al proletariado ruso en 1917, consigna que sirvió de arranque hasta la revolución que lo llevó al poder en octubre. En 1943 tampoco faltaron grupos obreros que en las huelgas proponían la consigna de que se formaran soviets. Se sabe muy bien que para una gran parte de los obreros, la participación en la Resistencia no era un acto patriótico sino una acción anticapitalista, como así ha sido reconocido incluso en la reconstrucción de los partidos «antifascistas».

Y, en fin, el miedo de la burguesía estaba justificado por el hecho de que también se estaban produciendo movimientos de huelga en Alemania en aquel mismo año de 1943, movimientos que más tarde afectarían a Grecia, Bélgica, Francia y Gran Bretaña([4]).

Con esos movimientos, la clase obrera volvía al escenario social, amenazando el poder de la burguesía. La clase obrera ya lo había logrado en 1917 cuando la revolución rusa había obligado a los beligerantes a poner fin, prematuramente para éstos, a la guerra mundial, para así enfrentarse, todos unidos, al peligro proletario que desde Rusia podía extenderse a Europa entera.

Como hemos visto, las huelgas en Italia aceleraron la caída del fascismo y la salida de Italia de la guerra. Por su acción, la clase obrera también confirmó en la Segunda Guerra mundial que era la única fuerza social capaz de oponerse a la guerra. Contrariamente al pacifismo pequeñoburgués, que se manifiesta para «pedir» al capitalismo que sea menos belicoso, la clase obrera, cuando actúa en su propio terreno de clase, pone en entredicho el poder mismo del capitalismo y, por lo tanto, que este sistema pueda seguir con sus campañas guerreras. Potencialmente, las huelgas del 43 llevaban en sí la misma amenaza que en 1917: la perspectiva de un proceso revolucionario del proletariado.

Las fracciones revolucionarias de entonces captaron esa posibilidad, sobrevalorándola. Lo hicieron todo por favorecerla. En agosto de 1943, en Marsella, la Fracción italiana de la Izquierda comunista (que publicaba la revista Bilan antes de la guerra), superando las dificultades que había vivido al iniciarse la guerra, mantuvo, junto con el núcleo francés de la Izquierda comunista que acababa de formarse, una conferencia basándose en el análisis de que los acontecimientos de Italia habían abierto una fase prerrevolucionaria- Para ella era el momento de «transformar la fracción en partido» y regresar a Italia para atajar los intentos de los falsos partidos obreros por «amordazar la conciencia revolucionaria» del proletariado. Empezaba así una gran labor de defensa del derrotismo revolucionario que llevó a la Fracción a difundir, en junio de 1944, una hoja a los obreros de Europa alistados en los diferentes ejércitos en guerra para que confraternizaran y volvieran su lucha contra el capitalismo, fuera éste democrático o fascista.

Los camaradas que estaban en Italia se reorganizaron también y, basándose en un análisis similar al de Bilan, fundaron el Partido comunista internacionalista. Esta organización inició también una labor de derrotismo revolucionario, combatiendo el patriotismo de las formaciones partisanas y haciendo propaganda por la revolución proletaria([5]).

Cincuenta años después, aunque debemos recordar con orgullo la labor y el entusiasmo de aquellos camaradas, de entre los cuales algunos perdieron la vida por ello, debemos también reconocer que el análisis en el que se basaban era erróneo.

... pero la guerra no es la situación más favorable
para la realización de un proceso revolucionario

Los movimientos de lucha que hemos recordado y, especialmente, los de 1943 en Italia, son la prueba indiscutible del retorno del proletariado a su terreno de clase y del inicio de un posible proceso revolucionario. El desenlace no fue, sin embargo, el mismo que el del movimiento surgido contra la guerra en 1917. El movimiento de 1943 en Italia no logró parar la guerra y menos todavía desembocar en un proceso revolucionario, como así había ocurrido en Rusia primero, en Alemania después con la Primera Guerra mundial.

Las causas de esta derrota son múltiples, algunas son de orden general y otras específicas de la situación en que se desarrollaban los acontecimientos.

En primer lugar, aunque es cierto que la guerra empuja al proletariado a actuar de manera revolucionaria, eso es así sobre todo en los países vencidos. El proletariado de los países vencedores permanece en general más sometido ideológicamente a la clase dominante, lo cual desfavorece la indispensable extensión mundial que el poder proletario necesita para sobrevivir como se necesita el aire para respirar. Además, aunque la lucha logre imponer la paz a la burguesía, a la vez pierde las condiciones extraordinarias que la hicieron surgir. En Alemania por ejemplo, el movimiento revolucionario que condujo al armisticio de 1918 sufrió enormemente, tras dicho armisticio, de la presión ejercida por toda una parte de los soldados que, de regreso del frente, sólo tenían un deseo: volver a casa, disfrutar de una paz tan deseada y conquistada a tan alto precio. En realidad, la burguesía alemana había aprendido la lección de la revolución en Rusia, en donde la continuación de la guerra por el gobierno provisional sucesor del régimen zarista después de febrero de 1917, había sido el mejor acicate de un movimiento revolucionario en el que precisamente los soldados habían desempeñado un papel fundamental. Por eso firmó el gobierno alemán el armisticio con la Entente el 11 de noviembre, dos días después de que se iniciaran los motines en la marina de guerra en Kiel.

En segundo lugar, la burguesía va a aprovecharse de esas enseñanzas del pasado para el período anterior a la Segunda Guerra mundial. La clase dominante no se lanza a la guerra hasta no estar segura de que el proletariado estaba total e ideológicamente alistado para ella. La derrota del movimiento revolucionario de los años 20 había hundido al proletariado en el mayor de los desconciertos, a la desmoralización se le habían añadido las mentiras del «socialismo en un solo país» y de «la defensa de la patria socialista». Ese desconcierto dejó cancha a la burguesía para organizar un ensayo general de la guerra mundial gracias a la guerra de España, en la cual la excepcional combatividad del proletariado español fue desviada hacia el terreno de la lucha antifascista, a la vez que el estalinismo conseguía arrastrar igualmente a ese terreno a batallones importantes del resto del proletariado europeo.

En fin, en plena  guerra misma, cuando a pesar de todas esas dificultades que ya conocía desde el principio, el proletariado empezó a actuar en su terreno de clase, la burguesía tomó de inmediato sus medidas.

En Italia, donde el peligro era mayor, la burguesía, como hemos visto, se dio prisa en cambiar de régimen y, después, de alianzas. En otoño de 1943, Italia queda dividida en dos, el sur en manos de los aliados y el resto en las de los nazis. Siguiendo los consejos de Churchill («Hay que dejar a Italia cocerse en su propia salsa»), los aliados retrasaron el avance hacia el norte, obteniendo así un doble resultado: por un lado dejaban al ejército alemán el cuidado de reprimir el movimiento proletario; por otro lado, se dio así a las fuerzas antifascistas la tarea de desviar el movimiento del terreno de clase de la lucha anticapitalista hacia el de la lucha antifascista. Al cabo de poco menos de un año esa operación logró sus objetivos. A partir de entonces, la actividad del proletariado, aunque siguiera reivindicando mejoras inmediatas, dejó de ser autónoma. Así, además, para los proletarios, la única razón de la continuación de la guerra era la ocupación nazi, lo cual iba a servir plenamente la propaganda de las fuerzas antifascistas.

En Alemania, gracias a la experiencia de la primera posguerra, la burguesía mundial llevó a cabo una acción sistemática para que no ocurrieran hechos parecidos a los de 1918-19. Para empezar, poco antes del final de la guerra, los aliados se dedicaron a la exterminación masiva y sistemática de las poblaciones de los barrios obreros mediante bombardeos sin precedentes de las grandes ciudades como Hamburgo y Dresde en donde, el 13 de febrero de 1945, 135 000 personas (el doble que en Hiroshima) perecieron bajo las bombas. Esos objetivos carecían del más mínimo valor militar (además, los ejércitos del Reich alemán ya estaban en plena desbandada). De lo que se trataba en realidad era de aterrorizar e impedir la más mínima organización del proletariado. En segundo lugar, los aliados rechazaron toda idea de armisticio mientras no hubieran ocupado la totalidad del territorio alemán. Era primordial para ellos el administrar directamente un territorio en el que la burguesía alemana vencida podía resultar incapaz de controlar sola la situación. En fin, tras la capitulación de esta última y en estrecha colaboración con ella, los aliados guardaron durante largos meses a los prisioneros de guerra alemanes para así evitar la mezcla explosiva que hubiera podido provocar su encuentro con la población civil.

En Polonia, durante la segunda mitad de 1944, fue el Ejército rojo el que dejó hacer a las fuerzas nazis la sucia tarea de aplastar a los obreros insurrectos de Varsovia. El Ejército rojo estuvo esperando durante meses a unos cuantos kilómetros de Varsovia a que las tropas alemanas ahogaran la revuelta. Y lo mismo ocurrió en Budapest a principios de 1945.

Así, en toda Europa, la burguesía, gracias a su experiencia de 1917, alertada por las primeras huelgas obreras, no esperó a que el movimiento creciera y se reforzara: mediante la represión sistemática por un lado, la labor de desvío de las luchas por las fuerzas estalinistas y antifascistas, consiguió bloquear la amenaza proletaria impidiéndole ir en aumento.

50 años después de 1943, el proletariado debe sacar las lecciones

El proletariado ni consiguió parar la Segunda Guerra mundial, ni logró desarrollar un movimiento revolucionario. Pero como en todas las batallas del proletariado, las derrotas pueden transformarse en armas para los combates de mañana si el proletariado sabe sacar las lecciones justas. Les incumbe a los revolucionarios ser los primeros en poner de relieve esas lecciones, identificándolas claramente. Un trabajo así exige que, basándose en una profunda asimilación de la experiencia del movimiento obrero, no queden los revolucionarios prisioneros de esquemas del pasado, como eso ocurre todavía a grupos del medio proletario como el PCInt (Battaglia communista) y las diferentes capillas del ámbito bordiguista.

He aquí, muy brevemente, las principales lecciones que hay que despejar de la experiencia proletaria desde hace medio siglo.

Contrariamente a lo que pensaban los revolucionarios del pasado, la guerra generalizada no crea las mejores condiciones para la revolución proletaria. Eso es tanto más cierto hoy en día, cuando existen unos medios de destrucción que harían de un eventual conflicto mundial algo tan asolador que impediría la menor reacción proletaria y eso si no acarrea la destrucción de la humanidad. Si hay una lección que los proletarios deben sacar de su experiencia pasada es que para luchar contra la guerra hoy deberán actuar antes de una guerra mundial, pues durante ella sería demasiado tarde.

Hoy no existen todavía las condiciones para un conflicto mundial. Por un lado, el proletariado no está lo bastante alistado para que la burguesía pueda desencadenar un conflicto así, que es la única salida que es capaz de dar la clase dominante a su crisis económica. Por otro lado, aunque, como la ha señalado la CCI, el desmoronamiento del bloque del Este ha abierto una tendencia a la formación de dos nuevos bloques imperialistas, éstos no existen por ahora como tales, y sin ellos es imposible que haya guerra mundial.

Eso no quiere decir ni mucho menos que la tendencia a la guerra no exista y menos todavía que no haya guerras. Desde la guerra del Golfo en 1991 a la de la ex Yugoslavia de hoy, pasando por tantos y tantos conflictos por el mundo, hay de sobra ejemplos para comprender que el hundimiento del bloque del Este no ha abierto, ni mucho menos, un período de «nuevo orden mundial». Ha dado paso, al contrario, a un período de inestabilidad creciente, período que desembocaría en un nuevo conflicto mundial o en la desaparición de la sociedad en su propia descomposición, si el proletariado no ataja ese proceso gracias a su acción revolucionaria.

El factor más poderoso hoy en día de concientización es la quiebra del capitalismo, es la crisis económica, una crisis económica catastrófica que no podrá solucionarse en el capitalismo. Esos son los dos factores que crean las mejores condiciones para el crecimiento revolucionario de la lucha proletaria. Y esto sólo será posible si los revolucionarios mismos saben abandonar las viejas ideas del pasado y adaptar su intervención a las nuevas condiciones históricas.

Helios

 

[1] Sergio Turone, Storia del sindacato en Italia.

[2] Declaraciones del Subsecretario Tullio Cianetti, citado en el libro de Turone.

[3] E. Sereni, dirigente en aquel entonces del PCI en el Gobierno del CL, citado por Romolo Gobbi en Operai e resistenza. Este libro, aunque muy impregnado por las posiciones consejistas y apolíticas del autor, muestra bien el carácter anticapitalista y espontáneo del movimiento de 1943, del mismo modo que también demuestra muy bien, a través de las múltiples citas sacadas de los archivos del PCI (Partido comunista italiano), el carácter nacionalista y patriótico de dicho partido.

[4] Para más detalles sobre este período, véase  Danilo Montaldi, Saggio sulla politica comunista in Italia, edizioni Quaderni piacentini.

[5] Sobre la actividad de la Izquierda comunista durante la guerra, ver nuestro libro La Izquierda comunista de Italia, 1927-1952.

Geografía: 

  • Italia [5]

Series: 

  • Guerra y proletariado [6]

Acontecimientos históricos: 

  • IIª Guerra mundial [7]

Cuestiones teóricas: 

  • Fascismo [8]
  • Guerra [9]

VII - El estudio de El Capital y los Principios del comunismo (1a parte)

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El telón de fondo de la historia

– Parte primera –

EN el artículo anterior de esta serie  (Revista internacional nº 73)  vimos que Marx y su tendencia, como consecuencia de la derrota de las revoluciones de 1848 y el comienzo de un nuevo periodo de crecimiento capitalista, se embarcaron en un proyecto de investigación teórica en profundidad con el fin de descubrir la dinámica real del modo capitalista de producción, y por tanto, las bases reales para su eventual sustitución por un orden social comunista.

Ya en 1844, Marx en sus Manuscritos económicos y filosóficos, y Engels en sus Esbozos de una crítica de la economía política, habían empezado a investigar –y a criticar desde una posición proletaria– los fundamentos económicos de la sociedad capitalista, y las teorías económicas de la clase capitalista, generalmente conocidas como «economía política». La comprensión de que la teoría comunista tenía que construirse sobre la sólida base de un análisis económico de la sociedad burguesa constituía ya una ruptura decisiva con las concepciones utópicas del comunismo que habían prevalecido en el movimiento obrero hasta entonces, puesto que significaba que la denuncia del sufrimiento y la alienación que acarreaba el sistema capitalista de producción ya no se restringía a una objeción puramente moral a sus injusticias; mas bien, los horrores del capitalismo se analizaban como expresiones inevitables de su estructura social y económica, y por tanto sólo podían suprimirse a través de la lucha revolucionaria de una clase social que tenía un interés material en reorganizar la sociedad.

Entre 1844 y 1848, la fracción «marxista» desarrolló una comprensión más clara de los mecanismos internos del sistema capitalista, una concepción históricamente más dinámica, que identificaba el capitalismo como la última de una larga serie de sociedades divididas en clases, y un sistema cuyas contradicciones fundamentales llevarían eventualmente a su hundimiento y plantearían la necesidad y la posibilidad de la nueva sociedad comunista (vease Revista internacional nº 72).

Sin embargo, la principal tarea que afrontaban los revolucionarios en esta fase era construir una organización política comunista e intervenir en los enormes alzamientos sociales que sacudieron Europa en el año 1848. En resumen, la necesidad de un combate político activo tomaba preeminencia sobre el trabajo de elaboración teórica. Al contrario, con la derrota de las revoluciones de 1848 y la consiguiente lucha contra las ilusiones activistas e inmediatistas que llevaron a la defunción de la Liga de los comunistas, era esencial tomar distancias de los hechos inmediatos y desarrollar una visión más profunda y a largo plazo del destino de la sociedad capitalista.

Más allá de la economía política

Por tanto, durante más de una década, Marx se sumergió de nuevo en un vasto proyecto teórico que él mismo había concebido a comienzos de la década de 1840. Este fue el periodo en que trabajó muchas horas en el British Museum, estudiando no sólo los clásicos de la economía política, sino una inmensa cantidad de información sobre las operaciones contemporáneas de la sociedad capitalista: el sistema fabril, el dinero, el crédito, el comercio internacional; y no sólo la historia de los albores del capitalismo, sino también la historia de las civilizaciones y sociedades precapitalistas. La intención inicial de esta investigación era la que se había propuesto una década antes: producir una obra monumental sobre «Economía», que en realidad sólo sería una parte de un trabajo más global que trataría, entre otras cosas, asuntos políticos más directamente y también la historia del pensamiento socialista. Pero como Marx escribió en una carta a Wedemeyer, «el tema en que estoy trabajando tiene tantas ramificaciones», que el plazo límite para terminar el trabajo de Economía se retrasaba constantemente, primero semanas y después años; y de hecho no iba a terminarse nunca: Marx sólo terminó realmente el primer volumen de El Capital. La mayor parte del material reunido de ese periodo, o bien fue completado por Engels, y no se publicó hasta después de la muerte de Marx (los siguientes tres volúmenes de El Capital), o, como en el caso de los Grundrisse (los «Elementos fundamentales de la Crítica de la economía política – borrador»), nunca pasaron de ser una colección de notas elaboradas que no estuvieron disponibles en occidente hasta la década de 1950, y por ejemplo no se tradujeron al inglés hasta 1973 (la edición en español es igualmente de los años 70).

Sin embargo, aunque este fue un periodo de gran pobreza y personalmente muy duro para Marx y su familia, también fue el periodo más fructífero de su vida por lo que concierne al aspecto teórico de su trabajo. Y no es ninguna casualidad que gran parte de la gigantesca gestación de esos años estuviera dedicada al estudio de la economía política, porque era la clave para desarrollar una comprensión realmente científica de la estructura y el movimiento del modo capitalista de producción.

En su forma clásica, la economía política fue una de las expresiones más avanzadas de la burguesía revolucionaria: «Históricamente, apareció como una parte íntegra de la nueva ciencia de la humanidad, que la burguesía creó en el curso de su lucha revolucionaria para instalar su nueva formación socio-económica. La economía política fue pues, el complemento realista de la gran conmoción filosófica, moral, estética, psicológica, jurídica y política, de la así llamada «era de las luces», durante la cual los portavoces de la clase ascendente expresaban por primera vez la nueva conciencia burguesa, que correspondía a los cambios intervenidos en las condiciones reales de existencia» (Karl Korsch, Karl Marx).

Como tal, la economía política había sido hasta cierto punto capaz de analizar el movimiento real de la sociedad burguesa: de verla como una totalidad más que como una suma de fragmentos, y de comprender a fondo sus relaciones subyacentes en lugar de dejarse engañar por los fenómenos de superficie. En particular la obra de Adam Smith y David Ricardo había estado cerca de poner al descubierto el secreto que yace en el mismo corazón del sistema: el origen y significado del valor, el «valor» de las mercancías. Ensalzando las «clases productivas» de la sociedad contra la nobleza cada vez más parásita y ociosa, estos economistas de la escuela inglesa fueron capaces de ver que el valor de una mercancía estaba determinado esencialmente por la cantidad de trabajo humano que contenía. Pero otra vez sólo hasta cierto punto. Como expresaba el punto de vista de la nueva clase explotadora, la economía política burguesa inevitablemente tenía que mistificar la realidad, que ocultar la naturaleza explotadora del nuevo modo de producción. Y esta tendencia a hacer apología de el nuevo orden pasaba a primer plano tanto más cuanto que la sociedad burguesa revelaba sus contradicciones innatas, sobre todo la contradicción social entre capital y trabajo, y las contradicciones económicas que periódicamente sumían al sistema en crisis. Ya durante las décadas de 1820 y 1830, tanto la lucha de clase de los obreros, como la crisis de sobreproducción habían hecho su aparición definitiva en la escena histórica. Entre Adam Smith y Ricardo ya hay una «reducción en la visión teórica y el comienzo de una esclerosis formal» (Korsch, op. cit.), puesto que el último se ocupa menos de examinar el sistema en su totalidad. Pero los «teóricos» económicos posteriores de la burguesía son cada vez menos capaces de contribuir en algo útil para la comprensión de su propia economía. Este proceso degenerativo ha alcanzado su apogeo, como sucede con todos los aspectos del pensamiento burgués, en el periodo decadente del capitalismo. Para la mayoría de escuelas de economistas actuales, la idea de que el trabajo humano tiene algo que ver con el valor, se descarta como un anacronismo risible; ni que decir tiene, sin embargo, que esos mismos economistas están completamente desconcertados ante el colapso cada vez más evidente de la economía mundial.

Marx abordó la economía política clásica igual que la filosofía de Hegel: tratándola desde una posición proletaria y revolucionaria, por eso fue capaz de asimilar sus contribuciones más importantes al mismo tiempo que trascendía sus límites. Así fue capaz de demostrar:

  • que el capitalismo es un sistema de explotación de clases y no puede ser otra cosa –aunque este hecho primario aparece velado en el proceso capitalista de producción en contraste con las sociedades de clases previas. Este fue el mensaje esencial de su concepción del plusvalor;
  • que el capitalismo, a pesar de su carácter increíblemente expansivo, de su potencial para someter el planeta entero a sus leyes, no por ello deja de ser un modo transitorio de producción, como el esclavismo romano o el feudalismo medieval; que una sociedad basada en la producción universal de mercancías estaba inevitablemente condenada, por la propia lógica de sus mecanismos internos, a su declive y colapso final;
  • que el comunismo, por tanto, era una posibilidad material abierta por el desarrollo sin precedentes de las fuerzas productivas que acarreaba el propio capitalismo; también era una necesidad si la humanidad quería escapar a las consecuencias devastadoras de las contradicciones económicas del capitalismo.

Pero si el centro del trabajo de Marx durante este periodo es el estudio, a veces con sorprendente detalle, de las leyes del capital, el trabajo global no se restringía a esto. Marx había heredado de Hegel la comprensión de que lo particular y lo concreto –en este caso el capitalismo– sólo podían entenderse en su totalidad histórica, esto es, teniendo en cuenta el vasto telón de fondo de todas las formas de sociedad humana desde los primeros días de la especie. En los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Marx había dicho que el comunismo era la «solución al enigma de la historia». El comunismo es el heredero inmediato del capitalismo; pero igual que un niño es también el producto de todas las generaciones que le han precedido, también se puede decir que «todo el movimiento de la historia es el acto de génesis» de la sociedad comunista (Ibíd.). Por esto, una buena parte de los escritos de Marx sobre el capital también contienen largas incursiones, tanto sobre cuestiones «antropológicas» –cuestiones sobre las características del hombre en general-, como sobre los modos de producción que precedieron a la sociedad burguesa. Esto es particularmente cierto en el caso de los Grundrisse; en cierto modo un «borrador» de El Capital, también es un prólogo a una investigación más amplia en la que Marx trata en profundidad, no sólo de la crítica de la economía política como tal, sino también algunas de las cuestiones antropológicas o «filosóficas» suscitadas en los Manuscritos de 1844, particularmente la relación entre el hombre y la naturaleza y la cuestión de la alienación. También contienen la presentación más elaborada de los distintos modos precapitalistas de producción. Pero todas estas cuestiones también se encuentran en El Capital, particularmente en el primer volumen, aunque de forma más destilada y concentrada.

Antes de tratar por tanto, de los análisis de Marx sobre la sociedad capitalista en particular, nos centraremos en los temas más generales e históricos que aborda en los Grundrisse y El Capital, puesto que no son menos esenciales para la comprensión de Marx de la perspectiva y fisonomía del comunismo.

Hombre, naturaleza y alienación

Ya hemos mencionado (ver Revista internacional nº 70) que hay una escuela de pensamiento, que a veces incluye genuinos seguidores de Marx, según la cual, el trabajo del Marx maduro demuestra su pérdida de interés, o incluso su repudia, de ciertas líneas de investigación que había desarrollado en sus primeros trabajos, particularmente en los Manuscritos de 1844 «de París»: la cuestión del «ser de especie» del hombre, la relación entre el hombre y la naturaleza, y el problema de la alienación. El problema está en que tales concepciones están ligadas a una visión «Feuerbachiana», humanista, e incluso utopista, del comunismo, que Marx sostenía antes del desarrollo definitivo de la teoría del materialismo histórico. Si bien es cierto que no negamos que hay una cierta resaca «filosófica» en su periodo de París, ya hemos argumentado (ver Revista internacional 69) que la adhesión de Marx al movimiento comunista estaba condicionada por la adopción de una posición que le llevó más allá de los utopistas al terreno proletario y materialista. El concepto del hombre, de su «ser de especie» que hay en los Manuscritos, no es en absoluto el mismo que el de «genero animal» de Feuerbach, que Marx criticó en sus Tesis sobre Feuerbach. No se trata de una concepción abstracta, ni de una visión religiosa individualizada de la humanidad, sino ya de una concepción del hombre social, del hombre como el ser que se hace a sí mismo a través del trabajo colectivo. Y cuando nos fijamos en los Grundrisse y en El Capital, encontramos que esta definición se profundiza y se clarifica mas que rechazarse. Ciertamente, en las Tesis sobre Feuerbach, Marx rechaza categóricamente la idea de una esencia humana estática e insiste en que «la esencia humana no es una abstracción inherente en cada individuo particular. En realidad es el conjunto de las relaciones sociales». Pero esto no significa que el hombre «como tal» no es real, o que es una página vacía que se modula total y absolutamente por cada forma particular de organización social. Semejante visión haría imposible para el materialismo histórico abordar la historia humana como una totalidad; se acabaría en una visión fragmentada, de una serie de esbozos de cada tipo de sociedad, sin nada que los conectara en una visión global. La forma de abordar esta cuestión en los Grundrisse y El Capital dista mucho de este reduccionismo sociológico; lejos de eso, se basa en una visión del hombre como una especie cuya característica única es su capacidad para transformarse a sí mismo y a su entorno a través del proceso de trabajo y a través de la historia.

La cuestión «antropológica», la cuestión del hombre genérico, de lo que distingue al hombre de otras especies animales, se plantea en el primer volumen de El Capital. Empieza con una definición del trabajo porque es a través del trabajo como el hombre se hace a sí mismo. El proceso de trabajo es «eterna condición natural de la vida humana y por tanto independiente de toda forma de esa vida, y común, por el contrario, a todas sus formas de sociedad» (El Capital, ed. s. XXI, Madrid 1978, vol. I, cap. V, pág. 223)

«El trabajo es, en primer lugar, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en que el hombre media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza. El hombre se enfrenta a la materia natural misma como un poder natural. Pone en movimiento las fuerzas naturales que pertenecen a su corporeidad, brazos y piernas, cabeza y manos, a fin de apoderarse de los materiales de la naturaleza bajo una forma útil para su propia vida. Al operar por medio de ese movimiento sobre la naturaleza exterior a él y transformarla, transforma a la vez su propia naturaleza. Desarrolla las potencias que dormitaban en ella y sujeta a su señorío el juego de fuerzas de la misma. No hemos de referirnos aquí a las primeras formas instintivas, de índole animal, que reviste el trabajo. La situación en que el obrero se presenta en el mercado, como vendedor de su propia fuerza de trabajo, ha dejado atrás, en el trasfondo lejano de los tiempos primitivos, la situación en que el trabajo humano no se había despojado aún de su primera forma instintiva. Concebimos el trabajo bajo una forma en la cual pertenece exclusivamente al hombre. Una araña ejecuta operaciones que recuerdan las del tejedor, y una abeja avergonzaría, por la construcción de las celdillas de su panal, a más de un maestro albañil. Pero lo que distingue ventajosamente al peor maestro albañil de la mejor abeja es que el primero ha modelado la celdilla en su cabeza antes de construirla en la cera. Al consumarse el proceso de trabajo surge un resultado que antes del comienzo de aquél ya existía en la imaginación del obrero, o sea idealmente» (Ibíd., pág. 216)

En los Grundrisse también se destaca el carácter social de esta forma de actividad «exclusivamente humana»: «Si esa necesidad de uno puede ser satisfecha por el producto del otro y viceversa; si cada uno de los dos es capaz de producir el objeto de la necesidad del otro y cada uno se presenta como propietario del objeto de la necesidad del otro, ello demuestra que cada uno trasciende como hombre su propia necesidad particular, etc., y que se conducen entre sí como seres humanos, que son conscientes de pertenecer a una especie común. No ocurre que los elefantes produzcan para los tigres o que animales lo hagan para otros animales» (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) 1857-1858, Ed. s. XXI, Madrid 1972, Pág. 181).

Estas definiciones de el hombre como el único animal que tiene una autoconciencia y una actividad vital con un propósito, que produce universalmente en lugar de unilateralmente, son sorprendentemente similares a las formulaciones contenidas en los Manuscritos([1]).

Otra vez, como en los Manuscritos, esas definiciones asumen que el hombre es parte de la naturaleza: en el pasaje anterior de El Capital, el hombre es una de las fuerzas propias de la naturaleza, «un poder natural», mientras que los Grundrisse usan exactamente la misma terminología que los textos de París: la naturaleza es el «verdadero cuerpo» del hombre. Pero donde los últimos trabajos representan un avance respecto al primero es en su visión más profunda de la evolución histórica de la relación entre el hombre y el resto de la naturaleza:

«Lo que necesita explicación, o es resultado de un proceso histórico, no es la unidad del hombre viviente y actuante, por un lado, con las condiciones inorgánicas, naturales, de su metabolismo con la naturaleza, por el otro, y, por lo tanto, su apropiación de la naturaleza, sino la separación entre estas condiciones inorgánicas de la existencia humana y esta existencia activa, una separación que por primera vez es puesta plenamente en la relación entre trabajo asalariado y capital.» (Grundrisse, op. cit. –Elementos fundamentales...– pág. 449).

Marx plantea este proceso de separación entre el hombre y la naturaleza de una forma profundamente dialéctica.

Por una parte se trata del despertar de las «potencialidades latentes» del hombre para transformarse a sí mismo y al mundo que le rodea. Esta es una característica general del proceso de trabajo: la historia como el desarrollo gradual, si bien desigual, de las capacidades productivas de la humanidad. Pero este desarrollo siempre estuvo contenido en las formaciones sociales que precedieron al capital, donde las limitaciones de la economía natural también mantenían al hombre limitado a los ciclos de la naturaleza. El capitalismo, al contrario, crea un potencial completamente nuevo para superar esta subordinación:

«De ahí la gran influencia civilizadora del capital; su producción de un nivel de la sociedad, frente al cual todos los anteriores aparecen como desarrollos meramente locales de la humanidad y como una idolatría de la naturaleza. Por primera vez la naturaleza se convierte puramente en objeto para el hombre, en cosa puramente útil; cesa de reconocérsele como poder para sí; incluso el reconocimiento teórico de sus leyes autónomas aparece como una artimaña para someterla a las necesidades humanas, sea como objeto del consumo, sea como medio de la producción. El capital, conforme a esta tendencia suya, pasa también por encima de las barreras y prejuicios nacionales, así como sobre la divinización de la naturaleza; liquida la satisfacción tradicional, encerrada dentro de determinados límites y pagada de sí misma, de las necesidades existentes y la reproducción del viejo modo de vida. Opera destructivamente contra todo esto, es constantemente revolucionario, derriba todas las barreras que obstaculizan el desarrollo de las fuerzas productivas, la ampliación de las necesidades, la diversidad de la producción y la explotación e intercambio de las fuerzas naturales y espirituales» (Grundrisse, pág. 362).

Por otra parte, la conquista de la naturaleza por el capital, su reducción de la naturaleza a un mero objeto, tiene las consecuencias más contradictorias. Como continúa el último pasaje:

«De ahí, empero, del hecho que el capital ponga cada uno de esos límites como barrera y, por lo tanto, de que idealmente le pase por encima, de ningún modo se desprende que lo haya superado realmente; como cada una de esas barreras contradice su determinación, su producción se mueve en medio de contradicciones superadas constantemente, pero puestas también constantemente. Aún más, la universalidad a la que tiende sin cesar, encuentra trabas en su propia naturaleza, las que en cierta etapa del desarrollo del capital harán que se le reconozca a él como la barrera mayor para esa tendencia y, por consiguiente, propenderán a la abolición del capital por medio de sí mismo»

Después de 80 años de decadencia capitalista, de una época en la que el capital se ha convertido definitivamente en la mayor barrera a su propia expansión, podemos apreciar la plena validez de los pronósticos de Marx aquí. Cuanto mayor es el desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo, cuanto más universal es su reino sobre el planeta, mayores y más destructivas son las crisis y las catástrofes que acarrea a su paso: no sólo crisis directamente económicas, sociales y políticas, sino también las crisis «ecológicas» que suponen la amenaza de una ruptura total del «intercambio metabólico del hombre con la naturaleza».

Podemos ver plenamente que, en oposición a muchos aspirantes a críticos radicales del marxismo, el reconocimiento de Marx de la «influencia civilizadora» del capital, nunca supuso una apología del capital. El proceso histórico por el que el hombre se ha separado del resto de la naturaleza, también es la crónica del «autoestrangulamiento» del hombre, que ha alcanzado su apogeo, su cumbre, en la sociedad burguesa, en la relación del trabajo asalariado que los Grundrisse definen como «la forma más extrema de la alienación». Esto es lo que ciertamente a veces puede hacer que parezca que el «progreso» capitalista, que subordina implacablemente todas las necesidades humanas a la expansión incesante de la producción, suponga una regresión en comparación con épocas anteriores:

«Por eso, la concepción antigua según la cual el hombre, cualquiera que sea la limitada determinación nacional, religiosa o política en que se presente, aparece siempre, igualmente, como objetivo de la producción, parece muy excelsa frente al mundo moderno donde la producción aparece como objetivo del hombre y la riqueza como objetivo de la producción... En la economía burguesa –y en la época de la producción que a ella corresponde– esta elaboración plena de lo interno aparece como vaciamiento pleno, esta objetivación universal, como enajenación total, y la destrucción de todos los objetivos unilaterales determinados, como sacrificio del objetivo propio frente a un objetivo completamente externo» (Grundrisse, pág. 447-48).

Y después de todo, este triunfo final de la alienación también significa el advenimiento de las condiciones para la plena realización de las potencialidades creativas de la humanidad, liberadas tanto de la inhumanidad del capital, como de las limitaciones restrictivas de las relaciones sociales precapitalistas:

«Pero de hecho, si se despoja a la riqueza de su limitada forma burguesa, ¿qué es la riqueza sino la universalidad de las necesidades, capacidades, goces, fuerzas productivas, etc. de los individuos, creada en el intercambio universal? ¿qué sino el desarrollo pleno del dominio humano sobre las fuerzas naturales, tanto sobre las de la así llamada naturaleza como sobre su propia naturaleza? ¿qué sino la elaboración absoluta de sus disposiciones creadoras sin otro presupuesto que el desarrollo histórico previo, que convierte en objetivo a esta plenitud total del desarrollo, es decir al desarrollo de todas las fuerzas humanas en cuanto tales, no medidas con un patrón preestablecido? ¿qué sino una elaboración como resultado de la cual el hombre no se reproduce en su carácter determinado sino que produce su plenitud total? ¿Como resultado de la cual no busca permanecer como algo devenido sino que está en el movimiento absoluto del devenir? » (Id., pág. 448).

Esta visión dialéctica de la historia es un puzzle y un escándalo para todos los defensores del punto de vista burgués, que está anclado desde siempre en un dilema insoluble entre una apología comprensiva del «progreso» y una anhelante nostalgia de un pasado idealizado:

«En estadios de desarrollo precedentes, el individuo se presenta con mayor plenitud precisamente porque no ha elaborado aún la plenitud de sus relaciones y no las ha puesto frente a él como potencias y relaciones sociales autónomas. Es tan ridículo sentir nostalgias de aquella plenitud primitiva como creer que es preciso detenerse en este vaciamiento completo. La visión burguesa jamás se ha elevado por encima de la oposición a dicha visión romántica, y es por ello que ésta lo acompañará como una oposición legítima hasta su muerte piadosa» (Ibíd., pág. 90).

En todos estos pasajes vemos que lo que Marx aplica a la problemática del «hombre genérico» y sus relaciones con la naturaleza, también lo aplica a su concepto de alienación: lejos de abandonar los conceptos básicos que formuló en sus primeros trabajos, el Marx «maduro» los enriquece situándolos en su dinámica histórica global. Y en la segunda parte de este artículo veremos que, en las descripciones de la sociedad futura contenidas aquí y allá en los Grundrisse y El Capital, Marx todavía considera que la superación de la alienación y la conquista de una actividad vital realmente humana, está en el centro del proyecto comunista global.

De la vieja a la nueva comunidad

Este contradictorio «declive» desde el individuo aparentemente más desarrollado de los primeros tiempos al sujeto enajenado de la sociedad burguesa, expresa otra faceta de la dialéctica histórica marxista: la disolución de las formas comunales primitivas por la evolución de las relaciones mercantiles. Este es un tema que recorre los Grundrisse, pero también aparece sumariamente en El Capital. Es un elemento crucial en la respuesta de Marx a la visión del género humano contenida en la economía política burguesa, y por tanto, en su bosquejo de la perspectiva comunista.

En efecto, una de las críticas persistentes de los Grundrisse a la economía política burguesa, es a la forma en que «se identifica mitológicamente con el pasado», convirtiendo sus categorías particulares en absolutos de la existencia humana. Esto es lo que a veces se llama visión tipo Robinson Crusoe de la historia: el individuo aislado, y no el hombre social, sería el punto de arranque; la propiedad privada sería la forma original y esencial de propiedad; el comercio, en vez del trabajo colectivo, sería la clave para comprender la generación de riquezas. Por eso, desde las primeras páginas de los Grundrisse, Marx abre fuego contra semejantes «Robinsonadas», e insiste en que «Cuanto más lejos nos remontamos en la historia, tanto más aparece el individuo –y por consiguiente también el individuo productor– como dependiente y formando parte de un todo mayor: en primer lugar y de una manera todavía muy enteramente natural, de la familia y de esa familia ampliada que es la tribu; más tarde, de las comunidades en sus distintas formas, resultado del antagonismo y de la fusión de las tribus. Solamente al llegar a el siglo xviii, con la «sociedad civil», las diferentes formas de conexión social aparecen ante el individuo como un simple medio para lograr sus fines privados, como una necesidad exterior» (Id., pág. 4).

Así pues, el individuo aislado es sobre todo un producto histórico, y en particular un producto del modo burgués de producción. Las formas comunitarias de propiedad y producción, no solamente fueron las formas sociales originarias en las épocas más primitivas; también persistieron en todos los modos de producción con división de clases que sucedieron a la disolución de la sociedad primitiva sin clases. Eso es más obvio en el modo «asiático» de producción, en el que un aparato de Estado central se apropia un excedente de las villas comunales, que de otra forma continuarían las tradiciones inmemorables de la vida tribal –un hecho que Marx toma como «la clave del secreto de la inmutabilidad de las sociedades asiáticas, una inmutabilidad en sorprendente contraste con la constante disolución y refundación de los Estados asiáticos, y los cambios sin cese de dinastía» (El Capital, I, cap. XIV, sección 4). En los Grundrisse, Marx insiste en la forma en que el modo asiático «se resistió más tenazmente y por más tiempo», un punto que retoma Rosa Luxemburg en su Acumulación del capital, donde muestra lo difícil que fue para el capital y las relaciones mercantiles apartar las unidades de base de esas sociedades de la seguridad de sus relaciones comunales.

En las sociedades esclavista y feudal, la vieja comunidad fue pulverizada mucho más rápido y a fondo por el desarrollo de las relaciones comerciales y la propiedad privada –un hecho que dice mucho de por qué el esclavismo y el feudalismo contenían la dinámica interna que permitió la emergencia del capitalismo, mientras que en la sociedad asiática, el capitalismo tuvo que imponerse «desde fuera». Sin embargo se pueden encontrar importantes remanentes de formas comunales en el origen de esas formaciones: la ciudad romana, por ejemplo, surge como una comunidad de grupos de parentesco; el feudalismo surge no sólo del colapso de la sociedad esclavista romana, sino también de las características específicas de la comuna tribal «germánica»; y las clases campesinas salvaguardaron la tradición de la tierra comunal –que fue muy a menudo motivo de sus revueltas e insurrecciones– durante el periodo medieval. La característica común de todas esas sociedades es que estaban dominadas por la economía natural: la producción de valores de uso prevalece sobre la producción de valores de cambio, y es el desarrollo de estos últimos lo que constituye el agente disolvente de la vieja comunidad:

«La avidez de dinero o la sed de enriquecimiento representan necesariamente el ocaso de las comunidades antiguas. De ahí la oposición a ellas. El dinero mismo es la comunidad, y no puede soportar otra superior a él. Pero esto supone el pleno desarrollo del valor de cambio y por lo tanto una organización de la sociedad correspondiente a ellos» (Grundrisse, op. cit., pág. 157).

En todas las sociedades previas, «el valor de cambio no era el nexus rerum (nexo de las cosas –NdR)»; y por eso, sólo en la sociedad capitalista, donde el valor de cambio finalmente se sitúa en el corazón mismo del proceso de producción, se destruye final y completamente la vieja Comunidad, hasta el punto de que la vida comunitaria se presenta actualmente como lo contrario de la naturaleza humana. Es fácil ver que este análisis sigue y refuerza la teoría de Marx sobre la alienación.

La importancia de este tema de la comunidad originaria en el trabajo de Marx se refleja en la cantidad de tiempo que le dedicaron los fundadores del materialismo histórico. Ya había aparecido en La Ideología alemana en la década de 1840; después Engels, volcado en los estudios etnológicos de Morgan, retomaría la misma cuestión en la década de 1870 en sus Orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado. Al final de su vida Marx estuvo de nuevo profundizando en este tema –los poco explorados Cuadernos de notas etnológicos datan de este periodo. Fue un componente esencial de la respuesta marxista a las hipótesis de la economía política sobre la naturaleza humana. La propiedad privada y el valor de cambio, lejos de ser características esenciales e inmutables de la existencia humana, se esclarecieron como expresiones transitorias de épocas históricas particulares. Y mientras que la burguesía intentaba presentar la avidez de riquezas y dinero como algo inscrito en la naturaleza del ser humano, las investigaciones históricas de Marx descubrieron el carácter esencialmente social de la especie humana. Todos estos descubrimientos fueron obviamente un potente argumento sobre la posibilidad del comunismo.

Y además, la forma en que Marx aborda esta cuestión, nunca cae en una nostalgia romántica por el pasado. Aquí se aplica la misma dialéctica que a la cuestión de las relaciones del hombre con la naturaleza, puesto que las dos cuestiones son realmente una: en la sociedad comunista primitiva el individuo está incrustado en la tribu, como la tribu está incrustada en la naturaleza. Esos organismos sociales «se fundan en la inmadurez del hombre individual, aún no liberado del cordón umbilical de su conexión natural con otros integrantes del género, o en relaciones directas de dominación y servidumbre. Están condicionados por un bajo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo y por las relaciones correspondientemente restringidas de los hombres dentro del proceso de producción material de su vida, y por tanto entre sí y con la naturaleza. Esta restricción real se refleja de un modo ideal en el culto a la naturaleza y en las religiones populares de la antigüedad» (El Capital, vol. I, cap. I, sección 4, pág. 97).

La sociedad capitalista, con su masa de individuos atomizados, separados unos de otros y alienados por la dominación de las mercancías, es pues, el polo contrario de la comunidad primitiva, el resultado de un largo y contradictorio proceso histórico que lleva de una a otra. Pero esta separación del cordón umbilical que originariamente unía al hombre a la tribu y a la naturaleza es una dolorosa necesidad si la humanidad al final tiene que vivir en una sociedad que sea al mismo tiempo verdaderamente comunal y verdaderamente individual, una sociedad donde se supere el conflicto entre las necesidades sociales e individuales.

Ascendencia y decadencia de las formaciones sociales

El estudio de las formaciones sociales anteriores sólo ha sido posible por la emergencia del capitalismo: «La sociedad burguesa es la más compleja y desarrollada organización histórica de la producción. Las categorías que expresan sus condiciones y la comprensión de su organización permiten al mismo tiempo comprender la organización y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas, sobre cuyas ruinas y elementos ella fue edificada y cuyos vestigios, aún no superados, continúa arrastrando, a la vez que meros indicios previos han desarrollado en ella su significación plena, etc.» (Grundrisse, op. cit., pág. 26).

Al mismo tiempo, esta comprensión de las formaciones sociales se convierte en manos del proletariado en un arma contra el capital. Como apuntó Marx en El Capital, vol I, «las categorías de la economía burguesa... son formas del pensar socialmente válidas, y por tanto objetivas, para las relaciones de producción que caracterizan ese modo de producción social históricamente determinado: la producción de mercancías. Todo el misticismo del mundo de las mercancías, toda la magia y la fantasmagoría que nimban los productos del trabajo fundados en la producción de mercancías, se esfuma de inmediato cuando emprendemos camino hacia otras formas de producción» (op. cit., pág. 93). Corto y claro, el capitalismo es sólo una entre una serie de formaciones sociales que han surgido y desaparecido debido a contradicciones económicas y sociales discernibles. Visto en su contexto histórico, el capitalismo, la sociedad de la producción universal de mercancías, no es producto de la naturaleza, sino un «modo de producción definido, históricamente determinado», destinado a desaparecer igual que el esclavismo romano o el feudalismo medieval.

La presentación más sucinta y mejor conocida de esta visión global de la historia, aparece en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política([2]), publicado en 1858. Este breve texto era un resumen, no sólo del trabajo contenido en los Grundrisse, sino de las bases de toda la teoría de Marx del materialismo histórico. El pasaje comienza con las premisas básicas de esta teoría:

«En la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas relaciones de producción corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real, sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia» (Contribución a la Crítica de la economía política, ed. Comunicación, Madrid 1978, págs. 42-43).

Esta es la concepción materialista de la historia en resumidas cuentas: el movimiento de la historia no puede comprenderse como hasta ahora, por las ideas que los hombres se hacen de ellos sí mismos, sino a través del estudio de lo que subyace esas ideas –los procesos y relaciones sociales a través de los cuales los hombres producen y reproducen su vida material. Después de resumir este punto esencial, Marx continúa:

«Durante el curso de su desarrollo, las fuerzas productoras de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o lo cual no es mas que su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad en cuyo interior se habían movido hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas que eran, estas reacciones se convierten en trabas de estas fuerzas. Entonces se abre una era de revolución social. El cambio que se ha producido en la base económica transforma más o menos lenta o rápidamente toda la colosal superestructura» (ibid., pág. 43).

Es pues un axioma básico del materialismo histórico que las formaciones económicas (en el mismo texto, Marx menciona «los modos de producción asiático, antiguo, feudal y burgués moderno» como «épocas progresivas del orden socioeconómico») recorren necesariamente periodos de ascendencia, cuando sus relaciones sociales son «formas de desarrollo» de las fuerzas productivas, y periodos de declive o decadencia, la «era de la revolución social», cuando esas mismas relaciones se convierten en «trabas». Restablecer aquí este punto puede parecer banal, pero es necesario porque hay muchos elementos en el movimiento revolucionario que se reclaman del método del materialismo histórico y todavía argumentan vehementemente contra la noción de decadencia del capitalismo que defienden la CCI y otras organizaciones proletarias. Semejantes actitudes se ven tanto entre los grupos bordiguistas, como en los herederos de la tradición consejista. Los bordiguistas en particular pueden conceder que el capitalismo atraviesa crisis cada vez mayores y más destructivas, pero rechazan nuestra insistencia de que el capitalismo entró definitivamente en su época de revolución social en 1914. Para ellos esto es una innovación que no permite la «invariabilidad» del marxismo.

Estos argumentos contra la decadencia son hasta cierto punto sutilezas semánticas. Marx no usó generalmente la frase «la decadencia del capitalismo» porque no consideraba que ese periodo hubo empezado todavía. Es verdad que durante su carrera política hubieron veces en que él y Engels se dejaron llevar por una visión optimista sobre la posibilidad inminente de la revolución: particularmente en 1848 (ver artículos en Revista internacional nos 72 y 73). E incluso después de revisar sus pronósticos tras la derrota de las revoluciones de 1848, los fundadores del marxismo nunca renunciaron a la esperanza de que la nueva era amaneciera mientras ellos todavía pudieran verla. Pero su práctica política toda su vida se basó fundamentalmente en el reconocimiento de que la clase obrera todavía estaba construyendo sus fuerzas, su identidad, su programa político, en el seno de una sociedad que aún no había completado su misión histórica.

Sin embargo, Marx habla de periodos de declive, decadencia o disolución, de los modos de producción que precedieron al capitalismo, particularmente en los Grundrisse([3]). Y no hay nada en su trabajo que sugiera que el capitalismo tuviera que ser diferente en algún sentido fundamental – que de alguna forma pudiera evitar entrar en su propio periodo de declive. Al contrario, los revolucionarios de la IIª Internacional se basaban totalmente en el método y las anticipaciones de Marx cuando proclamaron que la Iª Guerra mundial había abierto final e incontestablemente la «nueva época de la desintegración interna del capitalismo», como planteó el primer congreso de la Internacional comunista en 1919. Como argumentamos en nuestra introducción al folleto de La Decadencia del capitalismo, todos los grupos de la Izquierda comunista que retomaron la noción de la decadencia del capitalismo, desde el KAPD hasta Bilan o Internationalisme, simplemente estaban continuando esta tradición clásica. Como marxistas consecuentes, no podían vacilar: el materialismo histórico les requería que llegaran a una decisión sobre cuándo el capitalismo se había convertido en una traba para las fuerzas productivas de la humanidad. La destrucción del trabajo acumulado  de generaciones en el holocausto de la guerra mundial, zanjó la cuestión de una vez por todas.

Algunos de los argumentos contra el concepto de decadencia van un poco más allá de la semántica. Puede que incluso se basen en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política, donde Marx dice que: «Una sociedad no desaparece nunca antes de que sean desarrolladas todas las fuerzas productoras que pueda contener, y las relaciones de producción nuevas y superiores no se sustituyen jamás en ella antes de que las condiciones materiales de existencia de esas relaciones han sido incubadas en el seno mismo de la vieja sociedad» (op. cit., pág. 43). De acuerdo con los anti-decadentistas –especialmente durante los años 60 y 70, cuando la incapacidad del capitalismo para desarrollar el llamado Tercer mundo todavía no estaba tan clara como hoy– no se podría decir que el capitalismo estuviera en decadencia hasta que no hubiera desarrollado sus potencialidades hasta la última gota de sudor obrero, ni mientras hubiera todavía zonas del mundo donde hubiera un proyecto de crecimiento. De ahí las teorías de los «jóvenes capitalismos» de los bordiguistas y de las «revoluciones burguesas» inminentes de los consejistas.

Teniendo en cuenta el horrible panorama actual de los países del «tercer mundo», de guerra, hambre, enfermedades y catástrofes, tales teorías resultan ahora un recuerdo embarazoso, pero tras ellas hay una incomprensión básica, un error de método. Decir que una sociedad está en declive no significa decir que las fuerzas productivas simplemente habrían dejado de crecer, que habrían llegado a un estancamiento total. Y ciertamente Marx no quería decir esto, dar a entender que un sistema social sólo puede dar paso a otro cuando se ha agotado hasta la última posibilidad de crecimiento. Como podemos ver en el siguiente pasaje de los Grundrisse, lo que plantea es que, incluso en la decadencia, una sociedad no para de moverse:

«Considerada idealmente, la disolución de una forma dada de conciencia bastó para terminar con una época entera. En realidad esta barrera a la conciencia corresponde a un estadio definido del desarrollo de las fuerzas de producción material, y por tanto de riqueza. Cierto, no había sólo un desarrollo sobre viejas bases, sino también un desarrollo de estas bases mismas. El desarrollo mayor de estas mismas bases (la flor en la que se transforman; pero se trata siempre de esas bases, de esa planta como flor; y por tanto marchitándose después del florecimiento y como consecuencia del florecimiento) es el punto en que se ha realizado totalmente, se ha desarrollado en la forma que es compatible con el  mayor  desarrollo de las fuerzas productivas, y por tanto también con el desarrollo más rico de los individuos. Tan pronto como se llega a este punto, el desarrollo posterior aparece como declive, y el nuevo desarrollo empieza desde nuevas bases».

La redacción es complicada, sin pulir: ese es muy a menudo el problema leyendo los Grundrisse. Pero la conclusión parece bastante clara: el declive de una sociedad no es el fin de su movimiento. La decadencia es un movimiento, pero se caracteriza por su dirección hacia la catástrofe y la autodestrucción. ¿Puede alguien dudar seriamente de que la sociedad capitalista del siglo XX, que dedica más fuerzas productivas a la guerra y a la destrucción que cualquier otra formación social anterior, y cuya reproducción continuada amenaza la continuación de la vida sobre la Tierra, ha alcanzado el estadio en que su «desarrollo aparece como declive»?

En la segunda parte de este artículo, trataremos más particularmente la forma en que el Marx «maduro» analizó las relaciones sociales capitalistas, las contradicciones inherentes a ellas, y la sociedad comunista que sería la solución a esas contradicciones.

CDW


[1] Compárense los siguientes pasajes con los que hemos citado anteriormente: «El animal es inmediatamente uno con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre hace de su actividad vital misma objeto de su voluntad y de su conciencia. Tiene actividad vital consciente. No es una determinación con la que el hombre se funda inmediatamente. La actividad vital consciente distingue inmediatamente al hombre de la actividad vital animal...». Y también: «Es cierto que también el animal produce. Se construye un nido, viviendas, como las abejas, los castores, las hormigas, etc. Pero produce únicamente lo que necesita inmediatamente para sí o para su prole; produce unilateralmente, mientras que el hombre produce universalmente; produce únicamente por mandato de la necesidad física inmediata, mientras que el hombre produce libre de la necesidad física y sólo produce realmente liberado de ella; el animal se produce sólo a sí mismo, mientras que el hombre reproduce la naturaleza entera; el producto del animal pertenece inmediatamente a su cuerpo físico, mientras que el hombre se enfrenta libremente a su producto. El animal forma únicamente según la necesidad y la medida de la especie a la que pertenece, mientras que el hombre sabe producir según la medida de cualquier especie y sabe siempre imponer al objeto la medida que le es inherente; por ello el hombre crea también según las leyes de la belleza» (Manuscritos económicos y filosóficos, capítulo sobre el trabajo alienado). Podemos añadir que, si estas distinciones entre el hombre y el resto de la naturaleza animal ya no tienen ninguna relevancia para la comprensión marxista de la historia; si el concepto de “ser de especie” del hombre tiene que descartarse, también tenemos que tirar por la ventana todo el psicoanálisis Freudiano, puesto que éste último se resume en un intento de comprender las ramificaciones de una contradicción que, hasta ahora, ha caracterizado toda la historia de la humanidad: la contradicción, el conflicto interno, entre la vida instintiva del hombre y su actividad consciente.

[2] La Crítica de la Economía política se publicó en 1858. Engels había estado apremiando a Marx para que hiciera una pausa en sus investigaciones sobre economía política y empezara a publicar sus hallazgos, pero el libro era en muchos sentidos prematuro; no estaba a la altura de la escala del proyecto que Marx se había propuesto, y en cualquier caso, Marx cambió la estructura final del trabajo cuando al final empezó a producir El Capital. Por eso, el Prefacio, con su brillante resumen de la teoría del materialismo histórico, sigue siendo de lejos la parte más importante del libro.

[3] Por ejemplo en los Grundrisse, pág. 462-63, op. cit., Marx dice que: «la relación señorial y la relación de servidumbre corresponden igualmente a esta fórmula de la apropiación de los instrumentos de producción y constituyen un fermento necesario del desarrollo y de la decadencia de todas las relaciones de propiedad y de producción originarias, a la vez que expresan también el carácter limitado de éstas. Sin duda se reproducen –en forma mediada– en el capital y, de tal modo, constituyen también un fermento para su disolución y son emblema del carácter limitado de aquel». En resumen, la dinámica interna y las contradicciones básicas de cualquier sociedad de clases, tienen que buscarse en su corazón mismo: las relaciones de explotación. En la segunda parte de este artículo examinaremos cómo ese es el caso para la relación del trabajo asalariado. En otra parte, Marx subraya el papel que jugó la producción de mercancías acelerando el declive de las formaciones sociales previas: «Es obvio –y esto se ve examinando más circunstanciadamente las épocas históricas de que aquí se habla– que, en efecto, la época de la disolución de los modos previos de producción y de los modos previos de comportamiento del trabajador con las condiciones objetivas del trabajo es al mismo tiempo una época en la que, por un lado, el patrimonio-dinero se ha desarrollado hasta alcanzar cierta amplitud, y que por otro lado, éste crece y se extiende en virtud de las mismas circunstancias que aceleran esa disolución» (op. cit. pág. 468).

Series: 

  • El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material [10]

Cuestiones teóricas: 

  • Alienación [11]
  • Comunismo [12]
  • Economía [13]

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