La conquista de los soviets por el proletariado

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La principal amenaza para la Revolución iniciada en febrero fue el sabotaje de los Soviets por los partidos social-traidores que mantenían en pie el aparato del Estado burgués. Abordamos ahora este problema y los medios a través de los cuales el proletariado consigue resolverlo: la renovación de los Soviets, el Partido bolchevique, la insurrección.

El sabotaje burgués de los soviets

La burguesía presenta la Revolución de febrero como un movimiento hacia la «democracia» violentado por el golpe bolchevique. Sus fábulas consisten en oponer Febrero a Octubre, presen­tando el primero como una auténtica «fiesta democrática» y el segundo como un golpe de Estado «contra la voluntad popular».

Esta mentira es producto de la rabia que siente la burguesía porque los acontecimientos entre febrero y octubre no se desarrollaron de acuerdo con el esquema esperado. La burguesía pensaba que una vez pasadas las convulsiones que en febrero derribaron al Zar, las masas volverían tranquilamente a sus casas y dejarían a los políticos burgueses mangonear a sus anchas, avalados de vez en cuando por elecciones «democráticas». Sin embargo, el proletariado no picó el anzuelo, desplegó una inmensa actividad, tomó conciencia de su misión histórica y se dio los medios para su combate: los soviets. Con ello se planteó una situación de doble poder:

«o la burguesía se apoderaba realmente del viejo aparato del Estado, poniéndolo al servicio de sus fines, en cuyo caso los soviets tenían que reti­rarse por el foro, o estos se convierten en la base del nuevo Estado, liquidando no solo el viejo aparato político sino el régimen de predominio de las clases a cuyo servicio se hallaba éste» (Trotski, Historia de la Revolución rusa, tomo I, capítulo «El nuevo poder»).

Para destruir los soviets e imponer la auto­ridad del Estado, la burguesía utilizó la carta de los partidos menchevique y social revolucionario, antiguos partidos obreros que con la guerra habían pasado al campo burgués. Estos gozaban, al principio de la revolución de Febrero, de una inmensa confianza en las filas obreras, que aprovecharon para copar los órganos ejecutivos de los Soviets y encubrir a la burguesía:

«Allí donde ningún ministro burgués podía compa­recer ante los obreros revolucionarios, presentábase (o mejor dicho, era enviado por la burguesía) un ministro “socialista”, Skobelev, Tsereteli, Chernov u otro, que cumplía concienzudamente con su misión burguesa, desviviéndose por defender al gobierno y limpiar de culpa a los capitalistas, engañando con pro­mesas y más promesas, con consejos que se reducían a esperar, esperar y esperar» (Lenin, Las enseñanzas de la revolución, punto VI).

Desde febrero se da una situación extrema­damente peligrosa para las masas obreras: éstas luchan, con los bolcheviques a la vanguardia, por acabar con la guerra, por la solución del problema agrario, por abolir la explotación capitalista, y para ello crean los soviets y confían sin reservas en ellos. Y, sin embargo, esos soviets, que han nacido de sus entrañas, copados por los dema­gogos mencheviques y social-revolucionarios, niegan las necesidades más sentidas por ellas.

Así los soviets, bajo la férula social-menchevique, prometen mil veces la paz mientras dejan al Gobierno provisional continuar la guerra.

El 27 de marzo el Gobierno provisional trata de desencadenar la ofensiva de los Dardanelos cuyo objetivo es conquistar Constantinopla. El 18 de abril Miliukov, ministro de Exteriores, ratifica en una famosa nota la adhesión de Rusia al bando de la «Entente» (Francia y Gran Bretaña). En mayo, Kerenski emprende una campaña en el frente para elevar la moral de los soldados y hacerles pelear, llegando a decir en el colmo del cinismo que «vosotros llevareis la paz en la punta de vuestras bayonetas». De nuevo en junio y en agosto, los socialdemócratas en estrecha colaboración con los odiados generales zaristas intentarán arrastrar a los obreros y soldados a la carnicería guerrera.

Del mismo modo, esos demagogos de los «dere­chos humanos» tratan de reestablecer la brutal disciplina militar en el ejército: restauran la pena de muerte, convencen a los Comités de soldados para que «no se metan con los oficia­les». Por ejemplo, cuando de forma masiva el soviet de Petrogrado publica el famoso Decreto nº 1 que prohíbe los castigos corporales a los soldados y defiende sus derechos y su dignidad, los social-traidores del Comité Ejecutivo

«... man­daron a la imprenta, a modo de contraveneno, un manifiesto dirigido a los soldados, que, so pretexto de condenar los actos en que los soldados hacían justicia a los oficiales por propia iniciativa, exigía la sumisión al viejo comando» (Trotski, op.cit., tomo I, capítulo «Los gober­nantes y la guerra»).

Peroran sin descanso sobre la «solución del problema agrario» mientras dejan intacto el poder de los terratenientes y aplastan las rebeliones campesinas.

Así, bloquean sistemáticamente los decretos más tímidos sobre la cuestión agraria -por ejem­plo, el que prohibía las transferencias de tierras, devuelven las tierras ocupadas espontáneamente por los campesinos a sus antiguos dueños; repri­men a sangre y fuego, enviando expediciones puni­tivas, las sublevaciones campesinas; res­tauran la pena de azotes en las aldeas.

Bloquean la aplicación de la jornada de 8 horas y permiten a los empresarios desmantelar las fábricas

Dejan a los patronos sabotear la producción con objeto, por un lado, de matar de hambre a los obreros y, de otra parte, dispersarlos y desmo­ralizarlos:

«Aprovechando la producción capitalista moderna su estrecha relación con la banca nacional e internacional y con las demás organizaciones del capital unificado (sindicatos patronales, trusts, etc.), los capitalistas comen­zaron a aplicar un sistema de sabotaje a amplia escala y cuidadosamente calculado. No repara­ron en la elección de medios, comenzando con la ausencia administrativa en las fábricas, la desorganización artificial de la vida industrial, el ocultamiento y la fuga de materiales, acabando con la quema y clausura de las empresas des­provistas de recursos» (Ana M. Pankratova, Los consejos de fábrica en la Rusia de 1917, capítulo «El desarrollo de la lucha entre Capital y Trabajo y la Primera Conferencia de Comités de Fábrica»).

Emprenden una furiosa represión contra las luchas obreras

«En Jarkov, 30 000 mineros se organizaron y aprobaron el punto del preámbulo de los estatutos de Obreros industriales del mundo que reza “la clase de los obreros y la clase de los patronos no tienen nada en común”. Los cosa­cos aplastaron la organización, muchos mineros fueron despedidos del trabajo. El ministro de Comercio e Industria, Konovalov, envió a su subsecretario Orlov, concediéndole amplios poderes para que pusiera fin a los disturbios. Los mineros odiaban a Orlov, pero el CEC ­–Comité ejecutivo central, copado por los social traidores– no sólo aprobó su nombramiento, sino que se negó a retirar las tropas cosacas de la cuenca del Donetz» (J. Reed, Diez días que estreme­cieron al mundo, capítulo III).

Ilusionan a las masas con palabras vacías sobre la «democracia revolucionaria», mientras sabotean por todos los medios los soviets

Tratan de liquidar los soviets desde dentro: incumplen sus acuerdos, posponen las reuniones plenarias dejándolo todo a la conspiración del «petit comité», buscan dividir y enfrentar a las masas explotadas:

«Ya desde abril los mencheviques y los social-revolucionarios apelaban a las provincias contra Petrogrado, a los soldados contra los obreros, a la caballería contra los regimientos de ametralladoras. En los soviets daban una representación más privi­legiada a los regimientos que a las fábricas; protegían a los establecimientos pequeños y dis­per­sos contra las empresas metalúrgicas gigan­tescas. Representantes como eran del pasado, buscaban un punto de apoyo en el retraso, en todos sus aspectos. Al perder el terreno, lanza­ban a la retaguardia contra la vanguardia» (Trotski, op.cit., tomo II, capítulo «Las jornadas de Julio»).

Igualmente, tratan de que los soviets entreguen el poder a los organismos «democráticos»: los zemstva -organismos locales de origen zarista-, la conferencia «democrática» de Moscú de agosto, auténtico nido de víboras donde se reúnen fuerzas tan «representativas» como nobles, mili­tares, antiguos centurias negras, kadetes, etc., que bendicen el golpe militar de Kornilov. Igual­mente, en septiembre hacen otra intentona para relegar a los soviets: la convocatoria de la Confe­rencia pre-democrática en la cual los delegados de la burguesía y la nobleza tienen, por expreso deseo de los social-traidores, 683 representan­tes frente a sólo 230 delegados de los soviets. Kerenski llega a prometer al embajador ameri­cano que «haremos que los soviets mueran de muerte natural. El centro de gravedad de la vida política se irá trasladando progresivamente de los soviets a los nuevos órganos democráticos de representación autónoma».

Los soviets que piden la toma del poder los aplastan «democráticamente» por la fuerza de las armas:

«Los bolcheviques, que habían conquistado la mayoría del Soviet de Kaluga, lograron la excarcelación de los presos políticos. La duma municipal, con la sanción del comisario del gobierno, llamó tropas de Minsk que caño­neraron con artillería el soviet. Los bolcheviques capitularon, pero en el momento en que salían del edificio, los cosacos se arrojaron sobre ellos, gritando: ¡Aquí tenéis lo que les va a pasar a todos los soviets bolcheviques!» (J. Reed, idem)!

Los obreros veían cómo sus órganos de clase eran confiscados, desnaturalizados y encadenados a una política que iba en contra de sus intereses. Esto que, como vimos en la primera parte de este artículo, se planteó en las crisis políticas de abril, junio y, sobre todo, julio, los llevó a la acción decisiva: renovar los soviets para orientarlos hacia la toma del poder.

Los soviets eran –como decía Lenin– «órga­nos, donde la fuente del poder está en la iniciativa directa de las masas populares desde abajo» (La dualidad del poder). Ello permitió a las masas cambiarlos con mucha rapidez desde el momento en que se convencieron de que no respondían a sus intereses. Desde mediados de agosto, la vida de los soviets se acelera a un ritmo vertiginoso. Las reuniones se suceden día y noche casi sin interrupción. Obreros y soldados discuten con­cien­­zudamente, toman resoluciones, votan varias veces al día. En este clima de intensa autoactividad de las masas, numerosos soviets (Helsinfords, Ural, Krondstadt, Reval, la flota del Báltico, etc.) eligen mayorías revolucionarias formadas por delegados bolcheviques, menche­viques internacionalistas, maximalistas, social-revolucionarios de izquierda, anarquistas, etc.

El 31 de agosto, el Soviet de Petrogrado aprueba una moción bolchevique. Sus dirigentes –mencheviques y social revolucionarios– se niegan a aplicarla y dimiten. El 9 de septiembre el soviet elige una mayoría bolchevique, seguido después por Moscú y, a continuación, por el resto del país. Las masas eligen los soviets que necesitan y se preparan así para tomar el poder y ejercerlo.

EL PAPEL DEL PARTIDO BOLCHEVIQUE

En esta lucha de las masas por tomar el control de sus organizaciones contra el sabotaje burgués, los bolcheviques jugaron un papel decisivo.

Los bolcheviques tomaron como centro de su actividad el desarrollo de los soviets:

«La Confe­rencia decide desplegar una actividad múltiple dentro de los soviets de diputados obreros y soldados, aumentar su número, consolidar sus fuerzas y aglutinar en su seno a los grupos prole­tarios internacionalistas de nuestro partido» (Actas de la Segunda Conferencia bolchevique de toda Rusia, abril 1917).

Esta actividad tenía como eje el desarrollo de la conciencia de clase:

«es precisa una paciente labor de esclarecimiento de la conciencia de clase del proletariado y de cohesión de los proletarios de la ciudad y el campo» (idem).

Por una parte, confiaban en la capacidad de crítica y análisis de las masas:

«... mientras la agitación de los mencheviques y social-revolucionarios tenía un carácter disperso, contradictorio y casi siempre evasivo, la de los bolcheviques se dis­tinguía por su carácter reflexivo y concentrado. Aquellos se sacudían las dificultades hablando a diestro y siniestro, estos acudían a su en­cuentro. El análisis constante de la situación, la comprobación de las consignas en los hechos, la actitud seria frente al adversario, aunque este fuera poco serio, daban a la agitación bolche­vique una eficacia extraordinaria y una gran fuerza de persuasión» (Trotski, op.cit., tomo II, capítulo «Los bolcheviques y los soviets»).

Por otra, en su capacidad de unión y autoorganización:

«no creáis en las palabras. No os dejéis arrastrar por las promesas. No exa­geréis vuestras fuerzas. Organizaos en cada fábrica, en cada regimiento y en cada compañía, en cada barriada. Realizad un trabajo perse­verante de organización cada día, cada hora; trabajad vosotros mismos, ya que esta labor no puede confiarse a nadie» (Lenin, Introducción a la Conferencia de Abril, 1917).

Los bolcheviques no pretendían someter a las masas a un «plan de acción» preconcebido, llevándolas como el estado mayor lleva a los soldados, reconocían que la revolución es la obra de la acción directa de las masas y dentro de esa acción directa desempeñaron su misión política:

«La fuerza principal de Lenin estaba en comprender la lógica interna del movimiento y reglaba su política de acuerdo a ella. No imponía su plan a las masas. Ayudaba a éstas a concebir y realizar sus propios planes» (Trotski, op.cit., tomo I, capítulo «El rearme del partido»).

El partido no desarrolla su papel de vanguardia diciéndole a la clase: «he aquí la verdad, arro­díllate», al contrario, está atravesado por las inquie­tudes y preocupaciones que recorren la clase y cómo esta, aunque no de la misma manera, está expuesto a la influencia destructiva de la ideología burguesa. Su papel de motor en el desarrollo de la conciencia de clase lo cumple mediante una serie de debates políticos donde va superando los errores e insuficiencias de sus posi­ciones anteriores y pelea a muerte por erradicar las desviaciones oportunistas que pueden golpearlo.

Así, a principios de marzo un importante sector de los bolcheviques planteó que había que unirse a los partidos socialistas (mencheviques y social-­revolucionarios). Agitaban un argumento aparen­temente infalible y que en esos primeros mo­mentos de alegría general e inexperiencia de las masas, tenía mucho impacto: ¿en vez de andar cada uno por su lado por qué no unirnos todos los socialistas?, ¿por qué confundir a los obreros con 2 o 3 partidos distintos reclamándose todos del proletariado y el socialismo?

Esto suponía una grave amenaza para la revo­lución: el partido que desde 1902 había luchado contra el oportunismo y el reformismo, que desde 1914 había sido el más consecuente y decidido en oponer la revolución internacional contra la Primera Guerra mundial, corría peligro de di­luirse en las aguas turbias de los partidos «social­traidores». ¿Cómo iba el proletariado a superar en su seno las confusiones e ilusiones que padecía?, ¿cómo iba a combatir las maniobras y trampas del enemigo?, ¿cómo iba a mantener permanentemente el norte de su combate frente a los momentos de vacilación o derrota? Lenin y la base del Partido lucharon victoriosamente contra esa falsa unidad que en realidad significaba unirse tras la burguesía.

El partido bolchevique era al principio muy minoritario. Muchos obreros tenían ilusiones en el Gobierno provisional y lo veían como una emanación de los soviets, cuando en realidad era su peor enemigo. Los órganos dirigentes de los bolcheviques en Rusia adoptaron en marzo-abril una actitud conciliadora con el gobierno provi­sional, llegando a caer en un apoyo abierto a la guerra imperialista.

Contra ese desvarío oportunista se levantó un movimiento de la base del partido (Comité de Vyborg) que encontró en Lenin y sus Tesis de Abril la más clara expresión. Para Lenin el fondo del problema estaba en que:

«... no podemos dar ningún apoyo al Gobierno provisional. Hemos de explicar la completa falsedad de todas sus promesas. Hemos de desenmascarar a este gobierno que es un gobierno de capitalistas, en vez de propugnar la inadmisible e ilusoria “exigencia” de que deje de ser imperialista» («Las tareas del proletariado en la presente revo­lución», tesis 3).

Igualmente, Lenin denunciaba el arma ­funda­mental de los mencheviques y social-revolucio­narios contra los soviets:

«El “error” de los jefes mencionados reside en que embo­tan la conciencia de los obreros en vez de abrirles los ojos, en que les inculcan ilusiones pequeño­burguesas en vez de destruírselas, en que refuerzan la influencia de la bur­guesía sobre las masas en vez de emancipar a éstas de esa influencia» (Lenin, La dualidad de poderes).

Contra los que veían esta denuncia «poco práctica» Lenin arguye que:

«... en realidad es la labor revolucionaria más práctica, pues es imposible impulsar una revolución que se ha estancado, que se ahoga entre frases y se dedica a marcar el paso sin moverse del sitio... por la inconciencia confiada de las masas. Sólo luchando contra esa inconciencia confiada (lucha que puede y debe librarse únicamente con las armas ideológicas, por la persuasión amis­tosa, invocando la experiencia de la vida) podremos desembarazarnos del desenfreno de frases revolucionarias imperante e impulsar de verdad tanto la conciencia del proletariado como la conciencia de las masas, la iniciativa local, audaz y resuelta de las mismas» (Lenin, «Las tareas del proletariado en la presente revolución», tesis 7).

Defender la experiencia histórica del prole­tariado, mantener vivas sus posiciones de clase, exige quedarse en minoría en muchas ocasiones dentro de los obreros. Esto es así porque:

«... las masas vacilan entre la confianza en sus antiguos señores, los capitalistas, y la cólera contra ellos; entre la confianza en la clase nueva, que abre el camino de un porvenir luminoso para todos los trabajadores y la conciencia, todavía no clara, de su papel histórico-mundial» (Lenin, «Las enseñanzas de la crisis», abril 1917).

Para ayudar a superar esas vacilaciones:

«... lo importante no es el número, sino que se expresen de modo exacto las ideas y la política del proletariado verdaderamente revolucionario» (op.cit., tesis 17).

Como todo partido auténtico del proletariado, el Partido bolchevique era parte integrante del movimiento de la clase. Sus militantes eran los más activos en las luchas, en los soviets, en los consejos de fábrica, en los mítines y reuniones. Las jornadas de julio pusieron en evidencia ese compromiso inquebrantable del Partido con la clase.

Como vimos en el primer capítulo, la situación a finales de junio se hacía insostenible por el hambre, la guerra, el caos, el sabotaje de los soviets, la política de encubrir a la burguesía y no hacer nada del Comité ejecutivo central en manos de los social-traidores. Los obreros y los soldados, sobre todo los de la capital, empezaban a sospechar abiertamente de los social-traidores. Cada vez la impaciencia, la desesperación, la rabia eran más fuertes en las filas obreras, impulsándolas a tomar ya el poder mediante una acción de envergadura. Sin embargo, las condi­ciones no estaban todavía reunidas:

–  los obreros y soldados de las provincias no estaban al mismo nivel político que sus hermanos de Petrogrado;

–  los campesinos confiaban todavía en el Gobierno provisional;

–  en los propios obreros de Petrogrado la idea que reinaba no era realmente tomar el poder sino hacer un acto de fuerza para obligar a los dirigentes «socialistas» a «tomar de verdad el poder», o sea, pedir a la quinta columna de la burguesía que tome el poder en nombre de los obreros.

En tal situación lanzarse al enfrentamiento decisivo con la burguesía y sus secuaces era embarcarse en una aventura que podía compro­meter definitivamente el destino de la Revolución. Era un choque prematuro que podía saldarse con una derrota definitiva.

El Partido bolchevique desaconseja la acción, pero al ver que las masas no le hacen caso y siguen adelante, no se retira y dice «allá os apañéis». El Partido participa en la acción tratando de que no se convierta en una aventura desastrosa y en que los obreros saquen de ella el máximo de lecciones para preparar la insurrección definitiva. Lucha con todas sus fuerzas para que sea el propio Soviet de Petrogrado, mediante una dis­cusión seria y dándose los dirigentes adecuados, quien se ponga de acuerdo con la orientación política que reina en las masas.

Sin embargo, el movimiento fracasa y sufre una derrota. La burguesía y sus acólitos menche­viques y social-revolucionarios lanzan una vio­lenta represión contra los obreros y, sobre todo, contra los bolcheviques. Estos pagaron un duro precio: detenciones, ajusticiamientos, destierro... Pero ese sacrificio ayudó decisivamente a la clase a limitar los efectos de la derrota sufrida y a plantear de manera más consciente y organizada, en mejores condiciones, la insurrección.

Este compromiso del partido con la clase per­mite, a partir de agosto, una vez pasados los peo­res momentos de reacción burguesa, la plena sintonía partido-clase imprescindible para el triunfo de la revolución:

«En los días de la Revolución de febrero se puso de manifiesto toda la labor realizada anteriormente por los bolche­viques, durante muchos años, y hallaron su sitio en la lucha los obreros avanzados educados por el partido; pero no hubo una dirección por parte de éste. En los acontecimientos de abril, las con­sig­nas del partido pusieron de manifiesto su fuerza dinámica, pero el movimiento se desarro­lló de forma espontánea. En junio se exteriorizó la inmensa influencia del partido, pero las masas obreras entraban en acción todavía dentro del marco de una manifestación organizada oficial­mente por los adversarios. Hasta julio, el Partido bolchevique, impulsado por la fuerza de la presión de las masas, no se lanza a la calle contra todos los demás partidos y define el carácter fundamental del movimiento, no sólo con sus consignas, sino también con su dirección organizada. La importancia de una vanguardia compacta aparece por primera vez con toda su fuerza durante las Jornadas de julio, cuando el partido evita, a un precio muy elevado, la derrota del proletariado y garantiza el porvenir de la revolución» (Trotski, op.cit., tomo II, capítulo ¿Podían los bolcheviques tomar el poder en julio?).

LA INSURRECCIÓN OBRA DE LOS SOVIETS

La situación de doble poder que domina todo el período que va desde febrero a octubre es una situación inestable y peligrosa. Su prolongación excesiva sin que ninguna de las dos clases acabe imponiéndose es sobre todo dañina para el prole­tariado: sí la incapacidad y el caos que carac­terizan en esos momentos a la clase gobernante acentúan su desprestigio, al mismo tiempo, provocan el cansancio y desorientación de las masas obreras, las desangran en combates esté­riles y empieza a enajenar las simpatías de las clases intermedias hacia el proletariado. Por ello éste necesita decantar, decidir, la situación, tomando el poder mediante la insurrección.

«O la revolución avanza a un ritmo rápido, tempes­tuoso y decidido, derriba todos los obstáculos con mano de hierro y se da objetivos cada vez más avanzados, o pronto retrocede de su débil punto de partida y resulta liquidada por la contrarrevolución» (Rosa Luxemburgo, La Revolución rusa, cap. I).

La insurrección es un arte. Necesita hacerse en el momento preciso de la evolución de la situación revolucionaria, ni prematuramente con lo cual fracasaría; ni demasiado tarde, con lo cual, una vez pasada la oportunidad, el movimiento revolucionario se iría desintegrando víctima de la contrarrevolución.

A principios de septiembre la burguesía, a través de Kornilov, intenta un golpe de Estado que constituye la señal de la ofensiva final de la burguesía para derribar a los soviets y restablecer plenamente su poder.

El proletariado, con el concurso masivo de los soldados, hizo fracasar la intentona y, con ello se aceleró la descomposición del Ejército: los soldados de numerosos regimientos se pronun­ciaban a favor de la Revolución, expulsando a los oficiales y organizándose el consejo de soldados.

Como hemos visto antes, la renovación de los soviets desde mediados de agosto estaba decan­tando claramente la relación de fuerzas en favor del proletariado. La derrota del golpe de Kornilov aceleró el proceso.

Desde mediados de septiembre una marea de resoluciones reclamando la toma del poder (Krondstadt, Ekaterinoslav, etc.) surge de los soviets locales o regionales: el Congreso de soviets de la región norte, celebrado el 11-13 de octubre, llama abiertamente a la insurrección. En Minsk, el Congreso regional de soviets decide apoyar la insurrección y enviar tropas de soldados favorables a la revolución. El 12 de octubre,

«... los obreros de una de las fábricas más revolu­cionarias de la capital (Stari Parviainen), reunidos en asamblea general, acuerdan: “declaramos firmemente que nos echaremos a la calle cuando lo juzguemos necesario. No nos asusta la lucha que se aproxima y estamos firmemente convencidos que saldremos de ella victoriosos» (Trotski, Historia de la Revolución rusa, tomo II, cap. El comité militar revolu­cionario).

El 17 de octubre, el Soviet de soldados de Petrogrado decide:

«La guarnición de Petro­grado deja de reconocer al Gobierno provi­sional. Nuestro gobierno es el Soviet de Petrogrado. Acataremos solamente las órdenes del Soviet de Petrogrado dadas por su Comité militar revolucionario» (J. Reed, Diez días que estremecieron al mundo).

El Soviet distrital de Vyborg decide una marcha para apoyar dicha Resolución, a la que se unen los marinos. Un diario liberal de Moscú –citado por Trotski- describe así el ambiente en la capital:

«en los barrios, en las fábricas de Petrogrado, Nevski, Obujov y Putilov, la agitación bolchevique por el levantamiento alcanza su mayor intensidad. El estado de ánimo de los obreros es tal que están dispuestos a ponerse en marcha en cual­quier momento».

La aceleración de las insurrecciones campe­sinas en septiembre constituye otro elemento de la maduración de las condiciones necesarias para la insurrección:

«Teniendo la mayoría de los Soviets de las dos capitales, permitir el aplasta­miento de la insurrección campesina significaría perder, y perder merecidamente, toda la con­fianza de los campesinos, significaría equipa­rarse ante sus ojos a los Liberdan y demás misera­bles» (Lenin, La crisis ha madurado, parte VI).

Pero es a nivel mundial donde está el factor clave de la Revolución. Esto lo pone en claro Lenin en una Carta a los camaradas bolcheviques del Congreso de soviets de la región norte (8 de octubre del 17):

«Nuestra revolución vive momentos críticos en extremo. Esta crisis ha coincidido con la gran crisis de crecimiento de la revolución socialista mundial y de la lucha del imperialismo mundial contra ella. Sobre los dirigentes responsables de nuestro partido recae una gigantesca tarea, cuyo incumplimiento ame­naza la bancarrota completa del movimiento proletario internacionalista. El momento es tal que la demora equivale verdaderamente a la muerte».

En otra carta (el 1º de octubre del 17) precisa:

«Los bolcheviques no tienen derecho a esperar al Congreso de los soviets, deben tomar el poder inmediatamente. Con ello salvarán tanto la revolución mundial (pues, de otro modo, existe el peligro de una confabulación de los imperialistas de todos los países, que después de los ametrallamientos en Alemania serán complacientes unos con otros y se unirán contra nosotros) como la revolución rusa (pues, de otro modo, la ola presente de anarquía puede ser más fuerte que nosotros)».

Esta conciencia de la responsabilidad interna­cional del proletariado ruso no era algo que únicamente entendían Lenin y los bolcheviques. Al contrario, muchos sectores obreros parti­cipaban de ella:

–   el 1o de Mayo de 1917, «en todos los ámbitos de Rusia los prisioneros de guerra tomaban parte en las manifestaciones al lado de los soldados, bajo banderas comunes y a veces entonando el mismo himno en varios idio­mas... Cuando el ministro kadete Schingarev defendió el decreto de Guchkov contra la “excesiva indulgencia” hacia los prisioneros alemanes, se vio rechazado por los soldados que adoptaron una resolución reforzando un mejor trato hacia los prisio­neros» (Trotski, op. cit., tomo I, capítulo «Los gobernantes y la guerra»).

–   «Habló un soldado del frente rumano, un hombre flaco, de expresión trágica y ardiente. “Camaradas –gritó– en el frente sufrimos hambre y nos helamos. Morimos por nada. Que los camaradas norteamericanos transmi­tan a América que nosotros nos batiremos hasta morir por nuestra revolución. ¡Resisti­remos con todas nuestras fuerzas hasta que se alcen en nuestra ayuda todos los pueblos del mundo! ¡Digan a los obreros norteame­ricanos que se levanten y luchen por la Revo­lución social!» (J. Reed, op.cit., capítulo II).

El Gobierno Kerenski intentó desplazar los regimientos de soldados más revolucionarios de Petrogrado, Moscú, Vladimir, Reval etc., hacia el frente o a regiones perdidas como medio de descabezar la lucha. En combinación con esta medida, la prensa liberal y menchevique inició una furiosa campaña de calumnias contra los soldados acusándoles de «cómodos», de «no exponer su vida por la patria», etc. Los obreros de la capital respondieron inmediatamente, y numerosas asambleas de fábrica apoyaban a los soldados, pedían todo el poder para los soviets y tomaban acuerdos para armar a los obreros.

En este marco, el Soviet de Petrogrado decide en una reunión el 9 de octubre crear un Comité militar revolucionario con el propósito inicial de controlar al gobierno, aunque pronto se transfor­mará en centro organizador de la insurrección. En él se agrupan representantes del Soviet de Petrogrado, el Soviet de Marinos, el soviet de la Región de Finlandia, el Sindicato Ferroviario, el Congreso de Consejos de fábrica y la Guardia Roja.

Esta última era un cuerpo obrero que:

«... se formó por primera vez durante la Revolución de 1905 y volvió a renacer en los días de marzo de 1917, cuando se necesitaba una fuerza para mantener el orden en la ciudad. En esta época los Guardias Rojos estaban armados y todos los esfuerzos del gobierno provisional para desar­marlos resultaron estériles. A cada crisis que se producía en el curso de la revolución, los desta­ca­mentos de la Guardia Roja aparecían en las calles, no adiestrados ni organizados militar­mente, pero llenos de entusiasmo revolucio­nario» (J. Reed, op.cit., cap. «Notas y acla­raciones»).

Apoyado en este reagrupamiento de fuerzas de clase, el Comité militar revolucionario (en adelante lo llamaremos CMR) convocó una Conferencia de Comités de regimiento que el 18 de octubre discutió abiertamente la cuestión de la insurrección, pronunciándose la mayoría por ella excepto 2 que estaban en contra y otros dos que se declararon neutrales (hubo otros 5 regi­mientos más que no acudieron a la Conferencia). Del mismo modo, tomó una Resolución a favor del armamento de los obreros.

Esta Resolución ya se estaba aplicando en la práctica, los obreros en masa acudían a los arsenales del Estado y reclamaban la entrega de armas. Cuando el Gobierno prohibió tales entre­gas, los obreros y empleados del Arsenal de la fortaleza Pedro y Pablo (baluarte reaccionario) decidieron ponerse a disposición del CMR y en contacto con otros arsenales organizaron la entrega de armas a los obreros.

El 21 de octubre, la Conferencia de Comités de regimiento acordó la siguiente Resolución:

«1º La guarnición de Petrogrado y región promete al CMR sostenerlo enteramente en toda su acción; 2º La guarnición se dirige a los co­sacos: os invitamos a las reuniones de mañana, ¡sed, bienvenidos hermanos cosacos!; 3º El Congreso panruso de los soviets debe tomar todo el poder. La guarnición promete poner todas sus fuerzas a disposición del Congreso. Contad con nosotros, representantes auténticos del poder de los soldados, obreros y campesinos. Estamos en nuestros puestos, resueltos a vencer o morir» (citado por Trotski).

Podemos ver aquí los rasgos característicos de la insurrección obrera: iniciativa creadora de las masas, organización sencilla y admirable, discu­siones y debates que dan lugar a Resoluciones que sintetizan la conciencia que van adquiriendo las masas, recurso a la convicción y la persuasión –el llamamiento a los Cosacos para que aban­donaran el bando gubernamental o el mitin apasio­nado y dramático de los soldados de la fortaleza Pedro y Pablo celebrado el 23 de octubre y que decidió no obedecer más que al CMR. Todo ello son los rasgos característicos de un movimiento de emancipación de la humanidad, de prota­gonismo directo, apasionado, creador, de las masas de explotados.

La jornada del 22 de octubre convocada por el Soviet de Petrogrado selló definitivamente la insurrección: se reunieron mítines y asambleas en todos los barrios, en todas las fábricas, que acordaron masivamente: «Abajo Kerenski», «todo el poder para los soviets». Fue un acto gigantesco donde obreros, empleados, soldados, muchos cosacos, mujeres, niños, soldaron abier­tamente su compromiso con la insurrección.

No es posible en el marco de este artículo contar todos sus pormenores (remitimos al libro ya mencionado de Trotski o al de J. Reed). Lo que pretendemos dejar claro es el carácter masivo, abierto, colectivo, de la insurrección.

«La insu­rrección fue determinada, por decirlo así, para una fecha fija: el 25 de octubre. Y no fue fijada en una sesión secreta, sino abierta y públicamente, y la revolución triunfante se hizo precisamente el 25 de octubre (6 de noviembre), como había sido establecido de antemano. La historia universal conoce un gran número de revueltas y revoluciones: pero buscaríamos en ella otra insurrección de una clase oprimida que hubiera sido fijada anticipada y públicamente para una fecha señalada, y que hubiera sido realizada victoriosamente en el día indicado de antemano. En este sentido y en varios otros, la Revolución de noviembre es única e incomparable» (Trotski, La Revolución de noviembre, 1919).

Los bolcheviques plantearon claramente desde septiembre la cuestión de la insurrección en las asambleas de obreros y soldados, ocuparon los puestos más combativos y decididos dentro del CMR, la Guardia roja; se desplazaron a los cuarteles donde había más dudas o que estaban por el Gobierno provisional, a convencer a los soldados, el discurso de Trotski fue crucial para convencer a los soldados de la fortaleza de Pedro y Pablo; denunciaron sin tregua las maniobras, las dilaciones, las trampas de los mencheviques; lucharon para que el IIº Congreso de los soviets se convocara frente al sabotaje de los social­traidores.

Sin embargo, no fueron los bolcheviques sino todo el proletariado de Petrogrado quien decidió y ejecutó la insurrección. Los mencheviques y socialrevolucionarios intentaron repetidas veces retrasar sine die la celebración del IIº Congreso de los soviets. Fue por la presión de las masas, la insistencia de los bolcheviques, el envío de miles de telegramas de los soviets locales recla­mando su convocatoria, lo que, finalmente, obligó al CEC –guarida de los socialtraidores– a convo­carlo para el 25.

«Después de la revolución del 25 de octubre, los mencheviques, y ante todo Martov, hablaron mucho acerca de la usurpación del poder a espaldas del soviet y de la clase obrera. Es difícil imaginarse una deformación más desvergonzada de los hechos. Cuando en la sesión de los soviets decidimos por mayoría la convocatoria del IIº Congreso para el 25 de octubre, los menche­viques decían: “vosotros decidís la revolución”. Cuando, con la mayoría abrumadora del Soviet de Petrogrado nos hemos negado a dejar partir a los regimientos de la capital, los mencheviques decían: “Esto es el principio de la insurrec­ción”. Cuando en el Soviet de Petrogrado hemos creado el CMR, los mencheviques hicieron constar: “este es el organismo de la insurrec­ción armada”. Pero cuando el día decisivo estalló la insurrección prevista por medio de este organismo, creado y “descubierto” anticipa­damente, los mismos mencheviques gritaron: una maquinación de conspiradores ha provocado una revolución a espaldas de la clase» (Trotski, op. cit.).

El proletariado se dio los medios de fuerza ­–armamento general de los obreros, formación del CMR, insurrección– para que el Congreso de los soviets pudiera tomar efectivamente el poder. Si el Congreso de los soviets hubiera decidido «tomar el poder» sin esa preparación previa tal decisión hubiera sido una gesticulación vacía fácilmente desarticulable por los enemigos de la Revolución. No se puede ver el Congreso de los soviets como un acto aislado, formal, sino dentro de toda la dinámica general de la clase y, concretamente, dentro de un proceso, donde a escala mundial se desarrollaban las condiciones de la revolución y dentro de Rusia infinidad de soviets locales llamaban a la toma del poder o lo tomaban efectivamente: simultáneamente con Petro­grado en Moscú, en Tula, en los Urales, en Siberia, en Jarkov, etc., los soviets hacían triunfar la insurrección.

El Congreso de los soviets tomó la decisión definitiva, confirmando la plena validez de la iniciativa del proletariado de Petrogrado:

«Apoyándose en la voluntad de la inmensa mayoría de los obreros, los soldados y los campesinos y en la insurrección victoriosa de los obreros y la guarnición de Petrogrado, el Congreso toma en sus manos el poder... El Congreso acuerda: todo el poder en las localidades pasa a los soviets de diputados obreros, soldados y campesinos, llamados a asegurar un orden verdaderamente revolucionario».

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