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En los números 90, 91 y 92 de la revista Programme communiste que publica el Partido Comunista Internacional (PCInt), grupo que publica también Il Comunista en italiano y Le Prolétaire en francés[1], se encuentra un amplio estudio sobre «La guerra imperialista en el ciclo burgués y en el análisis marxista». Dicho estudio hace balance de los conceptos del PC Int sobre un problema de la mayor importancia para el movimiento obrero. Las políticas fundamentales afirmadas en esos artículos son una defensa clara de los principios proletarios frente a todas las mentiras propaladas por todos los agentes de la clase dominante. Sin embargo, algunos argumentos teóricos en los que se basan esos principios y lo que de ello se deduce no siempre están a la altura de los principios afirmados, corriéndose así el riego de debilitarlos en lugar de reforzarlos. Este artículo se propone someter a la crítica esos conceptos teóricos erróneos para así despejar las bases teóricas más sólidas por la defensa del internacionalismo proletario.
La Corriente Comunista Internacional, contrariamente a otras organizaciones que como ella se reivindican de la Izquierda comunista (en especial, los diferentes PCInt que pertenecen a la corriente «bordiguista»), siempre ha establecido una distinción muy clara entre las formaciones políticas que pertenecen al campo proletario y las que pertenecen al campo burgués (tales como los diferentes representantes de la corriente trotskista, por ejemplo). Ningún debate político es posible con estas últimas: la responsabilidad de los revolucionarios es denunciarlos por lo que son: instrumentos de la clase dominante destinados, gracias a su verborrea más o menos obrerista o «revolucionaria» a sacar al proletariado de su terreno de clase para que quede sometido a los intereses del capital. En cambio, entre las organizaciones del campo proletario, el debate político no sólo es una posibilidad, sino un deber. Un debate así no tiene nada que ver con un intercambio de ideas al estilo de lo que puede encontrarse en un seminario universitario, sino que es un combate por la defensa de la claridad de las posiciones comunistas. Y puede tomar la forma de una viva polémica precisamente porque los problemas tratados son de la mayor importancia para el movimiento de la clase y que cada comunista sabe bien que el más mínimo error teórico o político puede tener consecuencias dramáticas para el proletariado. Sin embargo, incluso en las polémicas, es necesario saber reconocer lo que es correcto en las posiciones de la organización que se critica.
Una defensa firme de las posiciones de clase
El PCInt (Il Comunista) se reivindica de la tradición de la Izquierda comunista italiana, o sea de una de las corrientes internacionales que mantuvieron las posiciones de clase cuando degeneró la Internacional comunista durante los años 20. En el artículo publicado por Programme communiste (PC) puede comprobarse que en toda una serie de cuestiones, esa organización no ha perdido de vista las posiciones de aquella corriente. En especial, el artículo contiene una afirmación clara de lo que cimienta la postura de los comunistas frente a la guerra imperialista. La denuncia de ésta, una denuncia que no tiene nada que ver con la de los pacifistas o los anarquistas:
«El marxismo es completamente ajeno a esas fórmulas vacuas y abstractas que hacen del “antibelicismo” un principio suprahistórico y que ven de manera metafísica en las guerras el Mal absoluto. Nuestra actitud se basa en un análisis histórico y dialéctico de las crisis guerreras en relación con el nacimiento, el desarrollo y la muerte de las formas sociales.
Así pues, nosotros distinguimos:
a) las guerras de progreso (o de desarrollo) burgués en el área europea entre 1792 a 1871;
b) las guerras imperialistas, caracterizadas por el choque recíproco entre naciones de capitalismo ultra desarrollado...
c) las guerras revolucionarias proletarias» (PC, nº 90, p. 19).
«La orientación fundamental es tomar posición a favor de las guerras que llevan adelante el desarrollo general de la sociedad y contra las guerras que son un obstáculo o que retrasan ese desarrollo. Por consiguiente estamos a favor del sabotaje de las guerras imperialistas no porque sean más crueles y espantosas que las precedentes, sino porque entorpecen el porvenir histórico de la humanidad; porque la burguesía imperialista y el capitalismo mundial ya no desempeñan ningún papel “progresista”, sino que, al contrario, se han convertido en obstáculo para el desarrollo general de la sociedad...» (PC, nº 90, p. 22).
La CCI podría rubricar esas frases que van en la misma dirección de lo que hemos escrito en múltiples ocasiones en nuestra prensa territorial y en esta revista[2]. Del mismo modo, la denuncia del pacifismo que el PCInt hace es muy clara e incisiva:
«... el capitalismo no es “la víctima” de la guerra provocada por tal o cual energúmeno, o por no se sabe qué “espíritus malignos” reliquias de épocas bárbaras contra los cuales habría que defenderse periódicamente. (...) el pacifismo burgués desemboca necesariamente en belicismo. La idílica ensoñación de un capitalismo pacífico no es inocente. Es un sueño manchado de sangre. Si se admite que capitalismo y paz podrían ir juntos de manera permanente y no contingente y momentánea, se está obligado, cuando empiezan a oírse los gritos de guerra, a reconocer que hay algo ajeno a la civilización que amenaza el desarrollo pacífico, humanitario del capitalismo; y que éste debe por lo tanto defenderse, incluso con las armas si los demás medios no son suficientes agrupando en torno a sí a los hombres de buena voluntad y a los “amantes de la paz”. El pacifismo realiza entonces su pirueta final convirtiéndose en belicismo, en factor activo y agente directo de la movilización guerrera. Se trata pues de un proceso obligado, que procede de la propia dinámica interna del pacifismo. Éste tiende naturalmente a transformarse en belicismo...» (PC, nº 90, p. 22).
De este análisis del pacifismo, el PCInt deduce una orientación justa en cuanto a los pretendidos movimientos contra la guerra que florecen periódicamente en estos tiempos. Con el PCInt estamos evidentemente de acuerdo en que puede existir un antimilitarismo de clase (como el surgido durante la Primera Guerra mundial y que desembocó en la revolución en Rusia y Alemania). Pero este antimilitarismo no podrá nunca desarrollarse a partir de movilizaciones orquestadas por todas esas almas buenas de la burguesía:
«En relación con los “movimientos por la paz” actuales, nuestra consigna “positiva” es la de una intervención desde fuera de tipo propagandista y de proselitismo hacia los elementos proletarios capturados por el pacifismo y enrolados en movilizaciones pequeño burguesas para sacarlos de ese tipo de encuadramiento y de acción política. Nosotros decimos a esos elementos que no es en los desfiles pacifistas de hoy donde se prepara el antimilitarismo de mañana, sino en la lucha intransigente de defensa de las condiciones de vida y de trabajo de los proletarios en ruptura con los intereses de la empresa y de la economía nacional. Del mismo modo que la disciplina del trabajo y la defensa de la economía nacional preparan la de las trincheras y la defensa de la patria, la negativa a defender y respetar hoy los intereses de la empresa y de la economía nacional preparan el militarismo y el derrotismo de mañana» (PC, nº 92, p. 61). Como veremos más lejos, el derrotismo no es la consigna más adaptada a la situación actual o venidera. Debemos sin embargo, subrayar la validez del análisis.
En fin, el artículo de Programme communiste es también muy claro en lo que se refiere al papel de la democracia burguesa en la preparación y la dirección de la guerra imperialista:
«... en “nuestros” Estados civilizados, el capitalismo reina gracias a la democracia (...) cuando el capitalismo pone delante del escenario a sus cañones y a sus generales lo hace apoyándose en la democracia, en sus mecanismos y en sus ritos hipnóticos» (PC nº 9, p. 38). «La existencia de un régimen democrático permite al Estado una mayor eficacia militar puesto que permite potenciar al máximo tanto la preparación de la guerra como la capacidad de resistencia del país en guerra» (Ídem).
«... el fascismo casi sólo puede invocar el sentimiento nacional, llevado hasta la histeria racista, para cimentar la “Unión nacional”, mientras que la democracia posee unos recursos mucho más poderosos para soldar el conjunto de las poblaciones a la guerra imperialista: el que la guerra emane directamente de la voluntad popular libremente expresada durante las elecciones y que aparezca así, gracias a las mistificaciones de las consultas electorales, como guerra de defensa de los intereses y de las esperanzas de las masas populares y de las clases laboriosas en particular» (PC nº 91, p. 41).
Hemos reproducido estas largas citas de Programme communiste (y podríamos haberlo hecho con otras, especialmente las que ilustran históricamente las posiciones presentadas) porque son exactamente nuestras propias posiciones sobre los problemas tratados. Mejor que reafirmar nuestros principios sobre la guerra imperialista con nuestras propias palabras, nos ha parecido más útil poner de relieve la profunda unidad de enfoque que existe sobre esa cuestión en el seno de la Izquierda comunista, unidad que es la de nuestro patrimonio común.
Sin embargo, del mismo modo que hay que subrayar esa unidad de principios, también es deber de los revolucionarios poner de relieve las inconsecuencias e incoherencias teóricas de la corriente «bordiguista» que debilitan tanto su capacidad para proponer una brújula eficaz al proletariado. Y la primera de esas inconsecuencias estriba en la negativa de esa corriente a reconocer la decadencia del modo de producción capitalista.
La «no decadencia» al modo bordiguista
Reconocer que desde principios de siglo y sobre todo desde la Primera Guerra mundial, la sociedad capitalista entró en su fase de decadencia es una de las piedras angulares sobre las que se construye la perspectiva comunista. Durante el primer holocausto imperialista, los revolucionarios como Lenin se basan en ese análisis para defender la negativa a participar en él y «transformar la guerra imperialista en guerra civil» (ver en especial El imperialismo fase suprema del capitalismo). Asimismo, la entrada del capitalismo en su período de decadencia es el centro de las posiciones políticas de la Internacional comunista en su fundación en 1919. Es precisamente porque el capitalismo se había vuelto un sistema decadente por lo que ya era imposible luchar en su seno para obtener reformas, como así lo preconizaban los partidos obreros de la IIª Internacional, sino que la única tarea histórica que pudiera darse el proletariado es la de realizar la revolución mundial. Gracias a esa base firme y sólida podría la Izquierda comunista internacional y, en especial, su fracción italiana, elaborar más tarde el conjunto de sus posiciones políticas[3].
La «originalidad» de Bordiga y de la corriente de la que fue inspirador es la de negar que el capitalismo hubiera entrado en su período de decadencia[4]. Y sin embargo, la corriente bordiguista, especialmente el PCInt (Il Comunista) está obligada a reconocer que algo ha cambiado a principios de este siglo tanto en la naturaleza de las crisis económicas como en la de la guerra.
Sobre la naturaleza de la guerra, las citas de Programme que hemos reproducido arriba hablan por sí solas: existe en verdad una diferencia fundamental entre las guerras que podían llevar a cabo los Estados capitalistas en el siglo pasado y las de este siglo. Seis décadas separan, por ejemplo, las guerras napoleónicas contra Prusia de la guerra franco-prusiana de 1870, mientras que ésta sólo dista 4 décadas de la de 1914. Sin embargo, la guerra de 1914 entre Francia y Alemania es fundamentalmente diferente de todas las anteriores entre las dos naciones; Marx podía llamar a los obreros alemanes a participar en la guerra de 1870 (ver el Primer manifiesto del Consejo general de la AIT sobre la guerra franco-alemana) situándose plenamente en el campo proletario, mientras que los socialdemócratas alemanes que llamaban a esos mismos obreros a la «defensa nacional» en 1914 se situaban claramente en el campo de la burguesía. Eso es exactamente lo que los revolucionarios como Lenin o Rosa Luxemburg defendieron con uñas y dientes contra los socialpatrioteros que pretendían basarse en las posiciones del Marx de 1870: esta posición había dejado de ser válida porque la guerra había cambiado de naturaleza y ese cambio era a su vez resultado del cambio fundamental habido en la vida del conjunto del modo de producción capitalista.
Programme communiste no dice, por cierto, otra cosa cuando afirma (como vimos antes) que las guerras imperialistas «entorpecen el porvenir histórico de la humanidad; porque la burguesía imperialista y el capitalismo mundial ya no desempeñan ningún papel “progresista”, sino que, al contrario, se han convertido en obstáculo para el desarrollo general de la sociedad...». Igualmente, citando a Bordiga, Programme considera que «las guerras imperialistas mundiales demuestran que la crisis de disgregación del capitalismo es inevitable a causa de la apertura de un período en el que su expansión ya no provoca el aumento de las fuerzas productivas, sino que hace depender su acumulación de una destrucción todavía mayor de ellas» (PC nº 90, p. 25). Encerrado, sin embargo, en los viejos dogmas bordiguistas, el PCInt es incapaz de sacar la consecuencia lógica desde el enfoque del materialismo histórico: el que el capitalismo se haya vuelto una traba para el desarrollo general de la sociedad significa sencillamente que ese modo de producción ha entrado en su fase de decadencia. Cuando Lenin y Rosa Luxemburg lo hicieron constar en 1914, no andaban sacando ideas bonitas de sus molleras, lo único que hacían era aplicar escrupulosamente la teoría marxista a la comprensión de los hechos históricos de su época. El PCInt como los demás PCInts que pertenecen a la corriente «bordiguista» se reivindica del marxismo. Muy bien, pero hoy únicamente las organizaciones que basan sus posiciones programáticas en las enseñanzas del marxismo pueden pretender defender la perspectiva revolucionaria del proletariado. Lamentablemente, el PCInt nos da la prueba de que le cuesta bastante comprender ese método. Le gusta muy especialmente usar en abundancia el término «dialéctica», pero nos da la prueba de que le ocurre como al ignorante que quiere disimular empleando palabras muy cultas sin saber de qué habla.
Por ejemplo, refiriéndose a la naturaleza de las crisis, puede leerse lo siguiente en Programme:
«Las crisis decenales del joven capitalismo sólo tuvieron incidencias mínimas; tenían más el carácter de crisis del comercio internacional que de la máquina industrial. No mermaban las posibilidades de la estructura industrial (...). Eran crisis de desempleo, o sea de cierres de industrias. Las crisis modernas son crisis de disgregación del sistema, que luego tiene que reconstruir con dificultades sus diferentes estructuras» (PC nº 90, p. 28). Sigue después toda una serie de estadísticas que demuestran la amplitud considerable de las crisis del s. XX, sin comparación con las del siglo pasado. En esto, al no darse cuenta de que la diferencia de amplitud entre los dos tipos de crisis no sólo pone de relieve la diferencia fundamental entre ellas sino también el modo de vida del sistema afectado por las crisis, el PCInt menosprecia olímpicamente uno de los elementos básicos de la dialéctica marxista: la transformación de la cantidad en calidad. En efecto, para el PCInt, la diferencia entre los dos tipos de crisis pertenece a lo cuantitativo y no afecta a los mecanismos fundamentales. Eso es lo que pone de relieve cuando escribe: «En el siglo pasado se registraron ocho crisis mundiales: 1836, 1848, 1856, 1883, 1886 y 1894. La duración media del ciclo según los trabajos de Marx era de 10 años. A ese ritmo “juvenil” le sigue, en el período que va desde principios de siglo al estallido del segundo conflicto mundial, una sucesión más rápida de las crisis: 1901, 1908, 1914, 1920, 1929. A un capitalismo desmesuradamente incrementado corresponde un aumento de la composición orgánica (...) lo que lleva a un crecimiento de la tasa de acumulación: la duración media del ciclo se reduce por esa razón a siete años» (PC nº 90, p. 27). Esa aritmética de la duración de los ciclos es la prueba de que el PCInt pone en el mismo plano las convulsiones económicas del siglo pasado y las de este siglo, sin comprender que la naturaleza misma de la noción de ciclo ha cambiado fundamentalmente. Cegado por su fidelidad a la palabra divina de Bordiga, el PCInt no es capaz de ver que, como decía Trotski, las crisis del s. XIX eran los latidos del corazón del capitalismo mientras que las del XX son los estertores de su agonía.
La misma ceguera manifiesta el PCInt cuando intenta poner en evidencia el vínculo entre crisis y guerra. De manera muy argumentada y sistemática, a falta de ser rigurosa (hemos de volver sobre esto), Programme intenta establecer que, en el período actual, la crisis capitalista desemboca necesariamente en guerra mundial. Es una preocupación digna de elogio pues tiene el mérito de querer rebatir los discursos ilusorios y criminales del pacifismo. Sin embargo, a Programme ni se le pasa por la cabeza preguntarse si el hecho de que las crisis del XIX no desembocaran en guerra mundial, ni siquiera en guerras localizadas, no se deberá a una diferencia de fondo con las del siglo XX. En esto también, el PCInt da muestras de un «marxismo» un tanto limitado: ya no se trata de una incomprensión de lo que quiere decir la palabra dialéctica, se trata de una negativa, o de una incapacidad, a examinar en profundidad, más allá de las aparentes analogías que puedan existir entre ciclos económicos del pasado y hoy, los fenómenos de mayor importancia, determinantes en la vida del modo de producción capitalista.
Así, el PCInt aparece incapaz, sobre una cuestión tan esencial como la de la guerra imperialista, de aplicar satisfactoriamente la teoría marxista, comprendiendo la diferencia fundamental que existe entre la fase ascendente del capitalismo y su fase de decadencia. Y la concreción lamentable de esa incapacidad es el hecho de que el PCInt pretende atribuir a las guerras del período actual una racionalidad económica similar a la que podían tener las guerras del siglo pasado.
Racionalidad e irracionalidad de la guerra
Nuestra Revista Internacional ya ha publicado bastantes artículos sobre la cuestión de la irracionalidad de la guerra en el período de decadencia del capitalismo[5]. Nuestra postura nada tiene que ver con no se sabe qué «descubrimiento originalísimo» de nuestra organización. Se basa en las adquisiciones fundamentales del marxismo desde principios del siglo XX, expresadas especialmente por Lenin y Rosa Luxemburg. Esas adquisiciones fueron formuladas con la mayor claridad en 1945 por la Izquierda comunista de Francia contra la teoría revisionista planteada por Vercesi en vísperas de la Segunda Guerra mundial, teoría que había llevado a su organización, la Fracción italiana de la Izquierda comunista a una parálisis total en el momento del estallido del conflicto imperialista:
«En la época del capitalismo ascendente las guerras (...) expresaron la marcha adelante, de ampliación y extensión del sistema económico capitalista (...). Cada guerra se justificaba y pagaba sus gastos abriendo un nuevo campo para una mayor expansión, asegurando el desarrollo de una mayor producción capitalista.(...) La guerra fue un medio indispensable al capitalismo para abrir nuevas posibilidades de desarrollo posterior, en la época en que estas posibilidades existían y no podían ser abiertas más que por la violencia. Del mismo modo, el hundimiento del mundo capitalista que ha agotado históricamente toda posibilidad de desarrollo, encuentra en la guerra moderna, la guerra imperialista, la expresión de este hundimiento, que, sin abrir ninguna posibilidad de desarrollo posterior para la producción, no hace más que precipitar en el abismo a las fuerzas productivas y acumular a un ritmo acelerado ruinas sobre ruinas.» («Informe sobre la situación internacional» para la Conferencia de julio de 1945 de la Izquierda Comunista de Francia, reproducido en la Revista Internacional nº 59).
Esa distinción entre las guerras del siglo pasado y las de este siglo también la hace PC como ya hemos visto. Pero no saca las consecuencias de ello y, tras haber dado un paso en la buena dirección, vuelve a desandarlo al buscar una racionalidad económica a las guerras imperialistas que dominan el siglo XX.
Esa racionalidad, «la demostración de las razones económicas fundamentales que empujan a todos los Estados a la guerra» (PC nº 92, p. 54) Programme communiste intenta encontrarla citando a Marx: «una destrucción periódica de capital se ha vuelto una condición necesaria para la existencia de cualquier tasa de interés corriente. (...) Desde ese punto de vista, las horribles calamidades que estamos acostumbrados a esperar con tanta inquietud y aprehensión (...) no son probablemente sino la corrección natural y necesaria a una opulencia excesiva y exagerada, la “vis medicatrix” gracias a la cual nuestro sistema social tal como está hoy configurado, tiene la posibilidad de liberarse de vez en cuando de una abundancia siempre renaciente cuya existencia amenaza, volviendo así a un estado sano y sólido» (Grundisse). En realidad, la destrucción de capital evocada por Marx en ese extracto es la provocada por las crisis cíclicas de su época (y no por la guerra), en un momento, precisamente, en el que las crisis son los latidos del corazón del sistema capitalista, aunque ya dibujen la perspectiva de los límites históricos de ese sistema. En muchos pasajes de su obra, Marx demuestra que la manera con la que el capitalismo supera sus crisis no sólo es destruyendo capital momentáneamente excedentario (o más bien desvalorándolo), sino también y sobre todo, mediante la conquista de nuevos mercados, especialmente en el exterior de la esfera de las relaciones de producción capitalista[6]. Y como el mercado no se puede extender indefinidamente, como los sectores extracapitalistas se van encogiendo necesariamente hasta desparecer por completo a medida que el capital somete el planeta a sus leyes, el capitalismo está condenado a convulsiones cada vez más catastróficas.
Es una idea que será desarrollada mucho más sistemáticamente por Rosa Luxemburgo en La acumulación del capital, pero que en absoluto «inventó», como algunos ignorantes pretenden. Esa idea aparece incluso en filigrana en algunos pasajes del texto de Programme communiste, pero cuando hacen referencia a Rosa Luxemburg no es para apoyarse en la notable labor teórica de la revolucionaria y en sus diáfanas explicaciones sobre los mecanismos de las crisis del capitalismo, y en especial por qué las leyes mismas del sistema lo condenan históricamente. Cuando se refieren a ella es para recoger por cuenta propia la única idea discutible que encontrarse pueda en La acumulación del capital, la de la tesis de que el militarismo podría ser un «campo de acumulación» que aliviaría parcialmente al capitalismo de sus contradicciones internas (ver PC nº 91, pp. 31 a 33). Fue lamentablemente esa idea la que perdió a Vercesi a finales de los años 30, la que le llevó a pensar que el impresionante desarrollo de la producción armamentística a partir de 1933, al haber permitido el relanzamiento de la producción capitalista, iba a alejar por lo tanto la perspectiva de una guerra mundial. En cambio, cuando PC quiere dar una explicación sistemática del mecanismo de las crisis para así dejar patente el vínculo existente entre ella y la guerra imperialista, adopta un enfoque unilateral basado fundamentalmente en la tesis de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia.
«Desde que el modo de producción burgués se hizo dominante, la guerra está vinculada de manera determinista a la ley establecida por Marx de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, que es la clave de la tendencia del capitalismo a la catástrofe final» (PC nº 90, p. 23). Sigue un resumen que PC recoge de Bordiga (Diálogo con Stalin), de la tesis de Marx según la cual el aumento constante, en el valor de las mercancías a causa de los progresos constantes de las técnicas productivas, de la parte correspondiente a las máquinas y a las materias primas en relación con la correspondiente al trabajo de los asalariados, lleva a una tendencia histórica a la baja de la cuota de ganancia, en la medida en que únicamente el trabajo del obrero es capaz de producir beneficios, o sea producir más que el valor que cuesta.
Hay que señalar que en su análisis, PC (y Bordiga a quien cita en abundancia) no ignora la cuestión de los mercados y que la guerra imperialista es la consecuencia de la competencia entre Estados capitalistas:
«La progresión geométrica de la producción impone a cada capitalismo nacional el exportar, conquistar en los mercados exteriores salidas idóneas a su producción. Y como cada polo nacional de acumulación está sometido a las mismas reglas, la guerra entre Estados capitalistas es inevitable. De la guerra económica y comercial, de los conflictos financieros, de las peleas por las materias primas, de los enfrentamientos político-diplomáticos resultantes, se llega finalmente a la guerra abierta. El conflicto latente entre Estados estalla primero con la forma de conflictos militares limitados a ciertas zonas geográficas, la forma de guerras locales en las que las grandes potencias no se enfrentan directamente sino por países interpuestos; pero acaba desembocando en guerra general que se caracteriza por el choque directo entre los grandes monstruos estatales del imperialismo, lanzados unos contra los otros por la violencia de sus contradicciones internas. Todos los Estados menores son arrastrados a un conflicto cuyo escenario se amplía necesariamente a todo el planeta. Acumulación-Crisis-Guerras locales-Guerra mundial» (PC nº 90, p. 24).
Compartimos plenamente ese análisis, que es en realidad el que los marxistas han defendido desde la primera guerra mundial. Sin embargo, el problema es que PC sólo ve la búsqueda de mercados exteriores como consecuencia de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, cuando, en realidad, el capitalismo como un todo, más allá de ese aspecto, necesita permanentemente mercados fuera de su propia esfera de dominación, como magistralmente lo demostró Rosa Luxemburg, para realizar la parte de plusvalía destinada a ser invertida en un ciclo posterior para una mayor acumulación de capital. A partir de esa visión unilateral, PC atribuye a la guerra imperialista mundial una función precisa, otorgándole una verdadera racionalidad en el funcionamiento del capitalismo:
«La crisis tiene su origen en la imposibilidad de proseguir la acumulación, imposibilidad que se manifiesta cuando el crecimiento de la masa de producción no logra compensar la caída de la cuota de ganancia. La masa de sobretrabajo total ya no es capaz de asegurar beneficios al capital avanzado, de reproducir las condiciones de rentabilidad de las inversiones. Destruyendo el capital constante (trabajo muerto) a gran escala, la guerra ejerce entonces una función económica fundamental: gracias a las espantosas destrucciones del aparato productivo, permite, en efecto, una futura expansión gigantesca de la producción para sustituir lo destruido, y una expansión paralela de los beneficios, de la plusvalía total, o sea del sobretrabajo que tanto necesita el capital. Las condiciones de recuperación del proceso de acumulación quedan restablecidas. El ciclo económico vuelve a arrancar. (...) El sistema capitalista mundial, viejo al iniciarse la guerra, encuentra el manantial de la juventud en el baño de sangre que le proporciona nuevas fuerzas y una vitalidad de recién nacido.» (PC nº 90, p. 24)
La tesis de Programme no es nueva. Ya la había defendido y sistematizado Grossman en los años 20, retomada por Mattick, uno de los teóricos del movimiento consejista. Puede resumirse de manera sencilla en las siguientes palabras: al destruir capital constante, la guerra hace bajar la composición orgánica del capital, permitiendo por ello un incremento de la cuota o tasa de ganancia. El problema está en que nunca se ha demostrado que durante las recuperaciones que siguieron a las dos guerras mundiales, la composición orgánica del capital fuera inferior a lo que había sido en vísperas de la guerra. Todo lo contrario. Si se toma el caso de la IIa Guerra mundial es evidente que en los países afectados por las destrucciones de la guerra, la productividad media del trabajo, y por lo tanto la relación entre el capital constante y el capital variable, alcanzó rápidamente, desde los primeros años 50, lo que había sido en 1939. De hecho, el potencial productivo que se reconstituyó ha sido considerablemente más moderno que el destruido. ¡El colmo es que el propio PC lo hace constar presentando ese hecho muy acertadamente como una de las causas del boom de posguerra! : «La economía de guerra trasmite además al capitalismo tanto los progresos tecnológicos y científicos realizados por las industrias militares como las instalaciones industriales creadas para la producción de armamento. Estas no fueron todas destruidas por los bombardeos, ni –en el caso alemán– desmanteladas por los aliados. (...) La destrucción a gran escala de equipos, instalaciones, edificios, medios de transporte, etc., y la reutilización de medios de producción de alta composición tecnológica procedentes de la industria de guerra... todo eso creó el milagro» (PC nº 92, p. 38).
En cuanto a Estados Unidos, al no haber sufrido destrucciones en su propio suelo, la composición orgánica de su capital era muy superior en 1945 a lo que había sido 6 años antes. Y sin embargo, el período de «prosperidad» que acompaña la reconstrucción se prolonga más allá (de hecho hasta mediados de los años 60) del momento en que el potencial productivo de antes de la guerra quedó reconstituido y la composición orgánica del capital volvió a encontrar su valor precedente[7].
Ya hemos dedicado bastantes textos para criticar las ideas de Grossmann y Mattick, ideas que recoge PC siguiendo a Bordiga. No volveremos aquí sobre ello. Es, sin embargo, importante señalar las aberraciones teóricas (aberraciones a secas en realidad) a que llevan las ideas de Bordiga que el PCInt retoma.
Las aberraciones de la visión del PCInt
La preocupación central del PCInt es muy correcta: demostrar el carácter ineluctable de la guerra. Quiere, en especial, refutar la idea del «superimperialismo» desarrollada en particular por Kautsky durante la Ia Guerra mundial y destinada a «demostrar» que las grandes potencias podrían ponerse de acuerdo entre sí para establecer una dominación común y pacífica del mundo. Semejante idea era, claro está, una de las puntas de lanza de las mentiras pacifistas con las que quería hacer creer a los obreros que se podría acabar con las guerras sin necesidad de destruir el capitalismo. Para contestar a una visión así, PC da el siguiente argumento:
«Un superimperialismo es imposible; si por algo extraordinario el imperialismo consiguiera suprimir los conflictos entre los Estados, sus contradicciones internas lo obligarían a dividirse de nuevo en polos nacionales de acumulación en competencia y por lo tanto en bloques estatales en conflicto. La necesidad de destruir enormes masas de trabajo muerto no puede satisfacerse únicamente gracias a las catástrofes naturales» (PC nº 90, p. 26).
En suma, la función fundamental de los bloques imperialistas, o de la tendencia a su formación, sería la de crear las condiciones que permitan destrucciones a gran escala. Con semejante visión, no se entiende por qué los estados capitalistas no podrían precisamente llegar a entenderse entre sí para provocar, cuando fuera necesario, esas destrucciones que permitieran un relanzamiento de la cuota de ganancia y de la producción. Disponen de los medios suficientes para llevar a cabo esas destrucciones aún manteniendo el control sobre ellas para así preservar lo mejor posible sus intereses respectivos. Lo que PC se niega a tener en cuenta es que la división en bloques imperialistas es el resultado lógico de la competencia a muerte que tienen entablada los diferentes sectores nacionales del capitalismo, es una competencia que forma parte de la esencia misma de ese sistema y que se agudiza cuando la crisis golpea con toda su violencia. Por eso, la formación de bloques imperialistas no es el resultado de no se sabe qué tendencia, todavía por acabar, hacia la unificación de los Estados capitalistas, sino, todo lo contrario, es el resultado de la necesidad en la que se encuentran de formar alianzas militares en la medida en que ninguno de entre ellos podría hacer la guerra a todos los demás. Lo más importante en la existencia de bloques no es, ni mucho menos, la convergencia de intereses que existan entre los Estados aliados (convergencia que, por cierto, puede ser cuestionada como lo demuestran los cambios de alianza que se han visto a lo largo del siglo XX), sino el antagonismo fundamental entre los bloques, expresión al más alto nivel de las rivalidades insuperables que existen entre todos los sectores nacionales del capital. Por eso es por lo que la idea de un «superimperialismo» es un absurdo en sus propios términos.
Con ese uso de argumentos tan débiles o discutibles, el rechazo del PCInt de la idea de «superimperialismo» pierde mucha fuerza, lo cual no es el mejor medio para combatir las mentiras de la burguesía. Eso es muy evidente cuando, después del pasaje citado arriba, PC continua así: «Son voluntades humanas, masas humanas las que deben hacer las cosas, masas humanas levantadas unas contra otras, energías e inteligencias preparadas para destruir lo que defienden otras energías y otras inteligencias». Puede comprobarse ahí toda la debilidad de la tesis del PCInt: francamente, con los medios de que disponen hoy los Estados capitalistas, y especialmente el arma nuclear, ¿por qué son indispensables las «voluntades humanas» y sobre todo las «masas humanas» para provocar un grado suficiente de destrucción, si tal es la función económica de la guerra imperialista según el PCInt?
En fin de cuentas, la corriente «bordiguista» sólo con graves desvaríos teóricos y políticos podía pagar la debilidad de los análisis en los que basa su posición sobre la guerra y los bloques imperialistas. Y es así como, tras haber expulsado por la puerta la noción de un superimperialismo, lo deja volver a entrar por la ventana con la noción de un «condominio ruso-americano» sobre el mundo:
«La IIa Guerra mundial dio nacimiento a un equilibrio correctamente descrito con la fórmula de “condominio ruso-americano” (...) si la paz ha reinado hasta ahora en las metrópolis imperialistas ha sido precisamente a causa de esa dominación de EEUU y de la URSS...» (PC nº 91, p. 47).
«En realidad, la “guerra fría” de los años 50 expresaba la insolente seguridad de los dos vencedores del conflicto y la estabilidad de los equilibrios mundiales de Yalta; respondía, en ese marco, a exigencias de movilización ideológica y de control de las tensiones sociales existentes dentro de cada bloque. La nueva “guerra fría” que sustituye a la distensión en la segunda mitad de los años 70 responde a una exigencia de control de los antagonismos no ya (o no todavía) entre las clases, sino entre Estados que soportan cada vez con mayor dificultad los viejos sistemas de alianzas. La respuesta rusa y americana a las presiones crecientes consiste en orientar hacia el campo contrario la agresividad imperialista de los aliados» (PC nº 92, p. 47).
O sea que la primera «guerra fría» no tenía más motivo que el ideológico para «controlar los antagonismos entre las clases». Es el mundo al revés: si tras la I Guerra mundial, se asistió a un auténtico retroceso de los antagonismos imperialistas y a un retroceso paralelo de la economía de guerra, fue porque la burguesía tenía como primera preocupación la de hacer frente a la oleada revolucionaria ini ciada en 1917 en Rusia, establecer un frente común contra la amenaza del enemigo común y mortal de todos los sectores de la burguesía: el proletariado mundial. Y si la IIa Guerra mundial desembocó inmediatamente en incremento de los antagonismos imperialistas entre los dos vencedores, con un mantenimiento muy elevado de la economía de guerra, fue precisamente porque la amenaza que pudiera representar un proletariado, profundamente afectado ya por la contrarrevolución, había sido totalmente aniquilada durante la guerra misma y en inmediata posguerra por un burguesía conocedora de su propia experiencia histórica (Cf. «Las luchas obreras en Italia 1943» en la Revista internacional nº 75). De hecho, según la visión de PC, la guerra de Corea, la de Indochina y más tarde la de Vietnam, sin contar todas las de Oriente Próximo y el enfrentamiento entre Israel, firmemente apoyada por EEUU, y unos países árabes que recibían la ayuda masiva de la URSS, por no hablar de otras muchas hasta la guerra de Afganistán que se prolongó hasta finales de los años 80, todas esas guerras no tendrían nada que ver con el antagonismo fundamental entre los dos grandes monstruos imperialistas, sino que habrían sido una especie de montaje que habría servido ya sea de simple campaña ideológica, ya sea para mantener el orden en el patio trasero de cada uno de los dos supergrandes.
Esta última idea la contradice, por cierto, el propio Programme communiste cuando atribuye a la «distensión» entre los dos bloques, entre finales de los 50 y mediados de los 70, la misma función que la guerra fría: «En realidad, la distensión sólo fue la respuesta de las dos superpotencias a las líneas de fractura que aparecían con cada vez mayor claridad en sus esferas de influencia respectivas. Lo que significaba era una presión mayor de Moscú y Washington sobre sus aliados para contener sus tendencias centrífugas» (PC nº 92, p. 43).
Es cierto que los comunistas no deben tomar al pie de la letra lo que cuenta la burguesía, sus periodistas y sus historiadores. Pero pretender que detrás de la mayoría de las guerras (más de cien) que han asolado el mundo desde 1945 hasta finales de los años 80 no estaba la mano de las grandes potencias es dar la espalda a una realidad observable por cualquiera que no tenga los ojos llenos de legañas; es también poner en tela de juicio lo que PC mismo afirma muy acertadamente en lo citado más arriba: «El conflicto latente entre estados estalla primero con la forma de conflictos militares limitados a ciertas zonas geográficas, la forma de guerras locales en las que las grandes potencias no se enfrentan directamente sino por países interpuestos».
El PCInt podrá explicar «dialécticamente» la contradicción entre lo que cuenta y la realidad o entre sus diferentes argumentos. Lo que sí nos prueba es su falta de rigor y que a veces cuenta lo primero que se le ocurre, lo cual no es la mejor forma de combatir eficazmente las mentiras de la burguesía y reforzar la conciencia del proletariado.
Pues de eso es de lo que se trata. El PCInt hace una caricatura cuando, para combatir las mentiras del pacifismo, se apoya en un artículo de Bordiga de 1950, que hace de la evolución de la producción de acero el índice principal, e incluso uno de los factores de la evolución del capitalismo mismo: «La guerra en la época capitalista, o sea el tipo de guerra más feroz, es la crisis producida inevitablemente por la necesidad de consumir el acero producido, y de luchar por el derecho al monopolio de la producción suplementaria de acero» («Su majestad el acero», Battaglia comunista nº 18, 1950).
Obsesionado por su voluntad de atribuirle una racionalidad a la guerra, PC acaba dando a entender que la guerra imperialista no sólo es algo bueno para el capitalismo sino para el conjunto de la humanidad y por lo tanto para el proletariado, cuando afirma que: «... la prolongación de la paz burguesa más allá de los límites definidos por un ciclo económico que exige la guerra, incluso si fuera posible, sólo podría desembocar en situaciones peores que la de la guerra». Sigue después una cita del artículo de Bordiga, una cita que, podría decirse, vale todo su peso en... acero:
«Pongámonos a suponer... que en lugar de las dos guerras [mundiales]... hubiéramos tenido la paz burguesa, la paz industrial. En más o menos treinta años, la producción se había multiplicado por 20; y se habrían vuelto a multiplicar por veinte los 70 millones de 1915, llegando hoy [1950, NDLR] a 1400 millones. Pero todo ese acero no se come, no se consume, no se destruye si no es matando a la gente. Los dos mil millones de habitantes del planeta pesan más o menos 140 millones de toneladas; producirían en un sólo año diez veces su propio peso en acero. Los dioses castigaron a Midas transformándolo en una masa de oro; el capital transformaría a los hombres en una masa de acero, la tierra, el agua, el aire en donde viven en una prisión de metal. La paz burguesa tiene pues unas perspectivas más bestiales que la guerra».
Es ése uno de los delirios de Bordiga, delirios que, por desgracia, afectaban muy a menudo al revolucionario. Pero en lugar de tomar distancias hacia semejantes extravagancias, el PCInt, al contrario, va más lejos:
«Sobre todo si se considera que la tierra, transformada en ataúd de acero, no sería más que un lugar de putrefacción en la que mercancías y hombres excedentarios se descompondrían pacíficamente. ¡Ése, señores pacifistas, podría ser el fruto del “retorno a la razón” de los gobiernos, su conversión a una “cultura de paz”!. Por eso es precisamente por lo que no es la Locura, sino la Razón –claro está, la Razón de la sociedad burguesa– la que empuja a todos los gobiernos hacia la guerra, hacia la saludable e higiénica guerra» (PC nº 92, p. 54).
Bordiga, cuando escribía las líneas de las que se reivindica el PCInt, daba la espalda a una de las bases mismas del análisis marxista: el capitalismo produce mercancías, y quien dice mercancías dice posibilidad de satisfacer una necesidad, por muy pervertida que esté esa necesidad, como la «necesidad» de instrumentos de muerte y de destrucción por parte de los estados capitalistas. Si produce acero en grandes cantidades, es, efectivamente y en buena parte, para satisfacer la demanda de armamento pesado para hacer la guerra por parte de los estados. Esa producción no puede superar, sin embargo, la demanda de los Estados: si los industriales de la siderurgia no consiguen vender su acero a los militares, porque éstos ya han consumido cantidades suficientes, no se les va a ocurrir proseguir durante largo tiempo una producción que no logran vender a riesgo de quiebra; locos no están. En cambio, Bordiga parecía estarlo un poco cuando se imaginaba que la producción de acero iba a continuar indefinidamente sin más límites que los impuestos por las destrucciones de la guerra imperialista.
Afortunadamente para el PCInt el ridículo no mata (Bordiga, por su parte, tampoco se murió de eso), pues seguro que sería a carcajadas como los obreros acogerían sus elucubraciones y las de su inspirador. Es en cambio muy lamentable para la causa que el PCInt se esfuerza por defender: al utilizar argumentos estúpidos y ridículos contra el pacifismo, lo que único que hace es, involuntariamente, hacerle el juego a ese enemigo del proletariado.
Pero, en fin, no hay mal que por bien no venga: con sus estrafalarios argumentos para justificar la «racionalidad» de la guerra, lo único que el PCInt hace es destruir tal idea. Y como esa idea a lo único que conduce es a desmovilizar al proletariado haciéndole subestimar los peligros con los que el capitalismo amenaza a la humanidad, mejor es que se caiga de ridícula. Esa idea se encuentra ejemplarmente resumida en esta afirmación:
«De ello se deduce [de la guerra como expresión de una racionalidad económica] que la lucha interimperialista y el enfrentamiento entre potencias rivales nunca conducirá a la destrucción del planeta, pues se trata precisamente, no de la avidez excesiva, sino de la necesidad de evitar la sobreproducción. Cuando el excedente es destruido, se para la máquina de guerra, sea cual sea el potencial destructor de las armas en juego, pues desaparecerían por ello mismo las causas de la guerra» (PC nº 92, p. 55).
En la segunda parte de este artículo hemos de volver sobre esta cuestión de la dramática subestimación de la amenaza de guerra imperialista a la que lleva el análisis del PCInt, y más concretamente sobre el factor de desmovilización que son para la clase obrera las consignas de esa organización.
FM
[1]Es necesario hacer esa precisión pues existen actualmente tres organizaciones denominadas «Partido comunista internacional»: dos de ellas proceden de la antigua organización del mismo nombre que estalló en 1982 y que publicaba en italiano Il Programma Comunista; hoy esas dos escisiones publican, una el título mencionado y la otra Il Comunista. El tercer PCInt, que se formó de una escisión más antigua, publica Il Partito Comunista.
[2] Ver en especial los artículos publicados en la Revista internacional nos 52 y 53 «Guerra y militarismo en la decadencia».
[3] Sobre esta cuestión, ver en especial (entre los numerosos textos dedicados a la defensa de la noción de decadencia del capitalismo) nuestro estudio «Comprender la decadencia del capitalismo» en Revista internacional, nos 48, 49, 50, 52, 54, 55, 56 y 58. El vínculo entre el análisis de la decadencia y las posiciones políticas está tratado en la nº 49.
[4] «Comprender la decadencia del capitalismo». La crítica de las ideas de Bordiga se aborda en los nos 48, 54 y 55 de la Revista internacional.
[5] «La guerra en el capitalismo» (no 41) y «Guerra y militarismo en la decadencia» (nos 52 y 53).
[6] Ver el folleto La decadencia del capitalismo y otros muchos artículos en esta Revista, especialmente en la nº 13 «Marxismo y teoría de las crisis» y en la nº 76 «El comunismo no es un bello ideal sino una necesidad material».
[7] Sobre el estudio de los mecanismos económicos de la reconstrucción pueden leerse las partes Vª y VIª del estudio «Comprender la decadencia del capitalismo» (Revista internacional nº 55 y 56).