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En el artículo anterior de esta serie mostrábamos cómo, frente a las dudas expresadas por muchos que se autoproclaman «comunistas», el objetivo fundamental de los partidos socialistas a finales del siglo XIX era verdaderamente el socialismo: una sociedad sin relaciones mercantiles, sin clases o sin Estado. En este artículo vamos a examinar cómo concebían los socialistas auténticos la manera de arrostrar, en la futura sociedad comunista, los problemas sociales más graves para la humanidad: las relaciones entre hombres y mujeres, y entre la humanidad y la naturaleza de la que también ella ha surgido. Al defender aquí a los comunistas de la IIª Internacional, estamos defendiendo una vez más el marxismo contra algunos de sus «críticos» mas recientes, en particular el radicalismo pequeñoburgués que está en la base del feminismo y de la ecología que se han transformado hoy por completo en instrumentos de la ideología dominante.
Bebel y «la cuestión de la mujer», o marxismo contra feminismo
Ya hemos mencionado que la gran popularidad alcanzada por el libro de Bebel: La mujer y el socialismo, se debía, en gran medida, a que tomaba la «cuestión de la mujer» como punto de partida de un viaje teórico hacia una sociedad socialista, cuya geografía debía ser descrita detalladamente, en parte. El libro tuvo un gran impacto en el movimiento obrero de aquella época sobre todo como guía en el mundo socialista. Pero eso no quiere decir que la cuestión de la opresión de la mujer fuera un simple cebo o un artificio cómodo, sino que, al contrario, era una preocupación real y cada vez más extendida en el movimiento proletario de aquel momento. No es casualidad si Bebel acabó su libro, poco más o menos al mismo tiempo que Engels finalizaba El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado ([1]).
Es necesario insistir en eso, pues, para ciertas versiones groseras del feminismo, especialmente la surgida entre la intelectualidad radical de Estados Unidos, el marxismo mismo no es más que otra variante de la ideología patriarcal, un invento de esos «cabrones de machistas» blancos, que no tendría nada que decir sobre la opresión de la mujer. Las más consecuentes de esas feministas-feministas afirman que debe rechazarse de entrada y sin discusión el marxismo, pues Marx mismo era un marido y un padre victoriano que le había hecho un hijo ilegítimo a su criada.
No perderemos el tiempo en refutar este último argumento pues revela por sí mismo su propia banalidad. Pero la idea de que el marxismo no tiene nada que decir sobre la «cuestión de la mujer» debe ser combatida pues también se ha apoyado en las interpretaciones economicistas y mecanicistas del propio marxismo.
Hemos utilizado hasta aquí entrecomillada la expresión «cuestión de la mujer», no porque no exista para el marxismo, sino porque debe ser planteada como un problema de la humanidad, como un problema de la relación entre hombres y mujeres, y no como una cuestión aparte. Desde el comienzo de su obra como comunista, legítimamente inspirado por Fourier, Marx planteaba así el problema: «La relación inmediata, natural y necesaria del hombre con el hombre, es la relación del hombre con la mujer. En esta relación natural de los sexos, la relación del hombre con la naturaleza es inmediatamente su relación con el hombre, del mismo modo que la relación con el hombre es inmediatamente su relación con la naturaleza, su propia determinación natural. En esta relación se evidencia pues, de manera sensible, reducida a un hecho visible, en qué medida la esencia humana se ha convertido para el hombre en naturaleza, o en qué medida la naturaleza se ha convertido en esencia humana del hombre. Con esta relación se puede juzgar el grado de cultura del hombre en su totalidad. Del carácter de esta relación se deduce la medida en que el hombre se ha convertido en ser genérico, en hombre, y se ha comprendido como tal...» ([2]).
Aquí vemos cómo la relación hombre-mujer está situada en su marco natural e histórico fundamental. Este pasaje fue escrito contra las nociones erróneas del comunismo que defendían (o más bien acusaban a los comunistas de defender) la «comunidad de mujeres», la subordinación total de las mujeres a la lascivia de los hombres. Al contrario, no será imposible acceder a una vida verdaderamente humana hasta que las relaciones entre hombres y mujeres sean liberadas de todo rastro de dominación y opresión, y esto sólo será posible en una sociedad comunista.
Este tema fue tratado, una y otra vez, en la evolución del pensamiento marxista. Desde la denuncia que se hace en el Manifiesto comunista de la verborrea hipócrita de la burguesía sobre los valores eternos de la familia -valores que la propia explotación capitalista erosiona continuamente- hasta el análisis histórico de la transformación de las estructuras familiares en un sistema social diferente, contenido en el libro de Engels, El origen de la familia, el marxismo ha procurado explicar no sólo que la opresión particular de las mujeres ha sido y es un hecho real, sino también situar sus orígenes materiales y sociales para poder mostrar la vía de su superación ([3]).
En el período de la IIª Internacional, estas preocupaciones fueron de nuevo retomadas por Eleonor Marx, Clara Zetkin, Alexandra Kolontai y Lenin. Contra el feminismo burgués que, al igual que sus recientes reencarnaciones, pretendía disolver los antagonismos de clase en el concepto etéreo de «mujer-hermana», los partidos socialistas de aquel tiempo reconocían la necesidad de hacer un esfuerzo particular para atraer a las mujeres obreras que estaban separadas del trabajo productivo y asociado hacia la lucha por la revolución social.
En este contexto, el libro de Bebel: La mujer y el socialismo fue una fiel referencia de cuál era la posición marxista respecto a la opresión de la mujer. El informe de primera mano que viene a continuación, ilustra de manera viva el impacto que tuvo este libro al desafiar la rígida división sexual del trabajo en la época «victoriana», rigidez que existía también en el propio movimiento obrero: «Aunque yo no fuese socialdemócrata, si tenía amigos que pertenecían al partido. A través de ellos conseguí este valiosísimo libro que leí vorazmente noche tras noche. Trataba de mi propio destino y el de millones de hermanas. Ni en la familia ni en la vida pública jamás había oído hablar de todo ese sufrimiento que debe padecer la mujer. Se ignoraba su vida. El libro de Bebel rompía con valentía el viejo secreto. No leí este libro una vez sino diez. Ya que todo me resultaba tan nuevo, me supuso un esfuerzo considerable asimilar el punto de vista de Bebel. Debía romper con tantas cosas que hasta entonces había considerado correctas...» ([4]).
Ottilie Baader se unió al partido, lo que sin duda fue muy importante. Al poner al descubierto los orígenes reales de su opresión, el libo de Bebel tenía como efecto llevar a las mujeres (y a los hombres) a la lucha de su clase, a la lucha por el socialismo. El inmenso impacto que, en su época, tuvo este libro puede medirse en el número de ediciones que de él se hicieron: 50 entre 1879 y 1910, a las que deben añadirse cierta cantidad de ediciones corregidas y de traducciones.
En las ediciones más avanzadas, el libro se dividía en tres partes: la mujer en el pasado, en el presente y en el porvenir. Esto expresaba la fuerza esencial del método marxista: su capacidad para situar todas las cuestiones que examina en un amplio marco histórico en el cual también se vislumbra la resolución futura de los conflictos y las contradicciones existentes.
La primera parte -«La mujer en el pasado»- no añadía gran cosa a lo que ya Engels había mostrado en El orígen de la familia. De hecho fue la publicación del trabajo de Engels lo que motivó que Bebel revisara su primera versión que tendía a señalar sobre todo que las mujeres habían estado «siempre igual» de oprimidas en las sociedades del pasado. Engels, siguiendo a Morgan, demostró que esta opresión se había desarrollado de manera cualitativa con la emergencia de la propiedad privada y las divisiones en clases. Así, la edición revisada de Bebel fue capaz de demostrar la relación que existe entre el desarrollo de la familia patriarcal y la de la propiedad privada: «Con la disolución de la vieja sociedad gentilicia, se debilitó rápidamente la influencia y la posición de la mujer. El derecho materno desapareció, ocupando su lugar el derecho paterno. El hombre se convirtió en propietario privado: tenía un interés en los hijos que podía considerar legítimos y a los que por tanto hacía herederos de su propiedad. Por ello obligó a la mujer a abstenerse de relaciones con otros hombres» ([5]).
Las partes más importantes del libro son las dos siguientes. La tercera como vimos ([6]) porque ampliaba el problema a una visión general de la futura sociedad socialista, y la segunda porque apoyándose en profundas investigaciones tenía como objetivo probar concretamente cómo la sociedad burguesa existente, a pesar de sus pretensiones de libertad e igualdad, aseguraba la perpetuación de la subordinación de la mujer. Bebel lo demostró no sólo en cuanto a la esfera política inmediata -las mujeres todavía carecían de derecho a voto en la mayoría de los países «democráticos» de la época y no digamos en la Alemania dominada por los Junkers -sino también en cuanto a la esfera social, y en particular en la del matrimonio en el seno del cual, la mujer estaba subordinada al hombre en todos los ámbitos (económico, legal, sexual). Esta desigualdad aunque existía en todas las clases, afectaba más a las mujeres obreras puesto que además de todas las presiones de la pobreza, sufrían frecuentemente la doble obligación del trabajo asalariado cotidiano y las ilimitadas exigencias del trabajo doméstico y la educación de los hijos. La descripción detallada que Bebel hizo sobre la forma en que el stress combinado del trabajo asalariado y del trabajo doméstico atenta contra la posibilidad de una relación armoniosa entre hombres y mujeres, expresa una sensación marcadamente contemporánea, incluso en nuestra época de las pretendidamente mujeres «liberadas» y «nuevos hombres».
Bebel mostró igualmente que «si el matrimonio representa una de las caras de la vida sexual del mundo burgués, la prostitución representa la otra. La primera es el anverso de la medalla, la segunda el reverso» ([7]).
Bebel denunció enérgicamente la hipocresía de esta sociedad frente a la prostitución; no sólo porque el matrimonio burgués en el que la mujer -sobre todo en las clase superiores- es en realidad comprada y propiedad del marido, es en sí mismo una forma legalizada de prostitución, sino también porque la mayoría de las prostitutas son trabajadoras forzadas a rebajarse, fuera de su clase, por las imposiciones económicas del capitalismo, por la pobreza y el paro. Y no sólo eso. La respetable sociedad burguesa que es la primera responsable de que las mujeres acaben en ese estado, castiga rigurosamente a las prostitutas mientras que protege a sus «clientes», en especial cuando éstos pertenecen a las clases altas. Particularmente odiosas eran las comprobaciones sobre la «higiene» que la policía ejercía sobre las prostitutas en las que no sólo las exploraciones humillaban a las mujeres, sino que ni siquiera se tomaban la molestia de detener la extensión de las enfermedades venéreas.
Entre el matrimonio y la prostitución, la sociedad burguesa se mostraba completamente incapaz de proporcionar a los seres humanos las bases de una realización sexual. Sin duda, algunas posiciones de Bebel sobre el comportamiento sexual reflejan los prejuicios de su época, pero su dinámica de fondo está resueltamente orientada al futuro. Anticipándose a Freud, desarrolló con nitidez que la represión sexual conduce a la neurosis:
«Es una ley que el hombre debe aplicarse rigurosamente a sí mismo si quiere desarrollarse de una forma sana y normal, es decir que no debe renunciar a ejercer ningún miembro de su cuerpo, ni rehusar obedecer a ningún impulso natural. Es preciso que cada miembro cumpla las funciones para las que ha sido creado por la naturaleza so pena de ver deteriorarse y dañarse todo el organismo. Las leyes del desarrollo físico del hombre deben ser estudiadas y seguidas con el mismo detenimiento que su desarrollo intelectual. Su actividad moral es la expresión de la perfección física de sus órganos. La plena salud de la primera es una consecuencia íntima del buen estado de la segunda. Una alteración de una de ellas perjudica, necesariamente, a la otra. Las llamadas pasiones animales no tienen raíces más profundas que las pasiones llamadas intelectuales» ([8]).
Evidentemente, Freud habría de desarrollar este punto de vista a un nivel mucho más elevado ([9]). Pero la fuerza particular del marxismo es que, sobre la base de esas observaciones científicas de las necesidades humanas, es capaz de mostrar que un ser verdaderamente humano sólo puede existir en una sociedad sana y que el verdadero tratamiento de la neurosis se sitúa más en lo social que en el ámbito puramente individual.
En la esfera más directamente «económica», Bebel demuestra que, a pesar de todas las reformas realizadas por el movimiento obrero, a pesar de todo lo adquirido contra los primeros abusos en el trabajo de las mujeres y los niños, las obreras siguen teniendo que soportar sufrimientos específicos: precaridad en el empleo, labores insanas y oficios peligrosos... Como Engels, Bebel reconoce que la extensión y la industrialización del trabajo de las mujeres desempeñó un papel progresista en la liberación de las mujeres de las estériles labores domésticas que las aislaban, creando las bases de la unidad proletaria en la lucha de clases; pero al mismo tiempo mostraba el aspecto negativo de este proceso: la explotación particularmente implacable del trabajo de las mujeres y la dificultad creciente para las familias obreras de asegurar el mantenimiento y la educación de los hijos.
Evidentemente para Bebel, para Engels, en definitiva para el marxismo, hay ciertamente una «cuestión de la mujer», y el capitalismo es incapaz de aportar una respuesta. La seriedad con que este tema fue abordado por estos marxistas, demuestra ampliamente la falsedad de las ideas feministas groseras que dicen que el marxismo no tiene nada que aportar sobre estas cuestiones. Pero existen, igualmente, versiones más sofisticadas del feminismo. Las «feministas socialistas», cuya principal misión ha sido la de arrastrar al «movimiento de liberación de la mujer» de los años 60 a la órbita del izquierdismo establecido, son por supuesto capaces de «reconocer la contribución del marxismo» al problema de la liberación de la mujer pero sólo para probar la existencia de fallos, defectos y errores en la postura marxista clásica, reivindicando pues el sutil añadido del feminismo para alcanzar la «crítica total».
Críticas como las que hicieron las «feministas socialistas» al trabajo de Bebel son ilustrativas de esta postura. En Women’s Estate, Juliet Mitchell aún reconociendo que Bebel había hecho avanzar la comprensión de Marx y Engels sobre el papel de las mujeres poniendo de manifiesto que su función materna había servido para ponerlas en una situación de dependencia, se lamenta a continuación de que «el mismo Bebel fue incapaz de hacer más que establecer que la igualdad sexual es imposible sin el socialismo. Su visión de futuro es un vago sueño, absolutamente desconectado de su descripción del pasado. La ausencia de preocupación estratégica le llevó a un optimismo voluntarista, separado de la realidad» ([10]).
Una acusación similar fue vertida en el libro de Lise Vogel: Marxismo y opresión de la mujer, una de las más sofisticadas tentativas de encontrar una justificación «marxista» al feminismo: la visión de futuro de Bebel «refleja una visión socialista utópica, reminiscencia de Fourier y otros socialistas de comienzos del siglo XIX»; según Vogel, el enfoque estratégico de Bebel es una contradicción, de modo que éste no podía «a pesar de sus mejores intenciones socialistas, especificar de manera suficiente la relación que existe entre la liberación de la mujer en el futuro comunismo y la lucha por la igualdad en el presente capitalismo». Y no sólo no hay relación entre el hoy y el mañana, sino que incluso la visión de futuro es falsa ya que «el socialismo aparece ampliamente descrito en términos de redistribución de bienes y de servicios ya accesibles en la sociedad capitalista a individuos independientes, más que en términos de reorganización sistemática de la producción y de las relaciones sociales».
Esta idea de que «incluso el socialismo» no va lo bastante lejos en lo que a liberación de la mujer se refiere, es una típica cantinela de las feministas. Mitchell, por ejemplo, cita a Engels sobre la necesidad para la sociedad de colectivizar el trabajo doméstico (mediante prestaciones comunitarias para cocinar, limpiar, ocuparse de los hijos, etc.) y concluye que Marx y Engels insistían «demasiado en lo económico» cuando lo que está en tela de juicio es fundamentalmente un problema de relaciones sociales y de su transformación.
Volveremos más tarde sobre la cuestión del «utopismo» en la época de la IIª Internacional, pero dejemos antes perfectamente claro que esa acusación de las feministas está totalmente fuera de lugar. Si existe un problema de utopismo en el movimiento obrero de esa época se debe a la dificultad para establecer el vínculo entre el movimiento inmediato, defensivo, de la clase obrera, y el objetivo comunista del porvenir. Pero para las feministas ese vínculo no será ni mucho menos el resultado de un movimiento de clase, sino por un «movimiento autónomo de las mujeres» que pretende pasar por encima de las divisiones de clases, y establecer el eslabón estratégico que falta entre la lucha contra la desigualdad de las mujeres hoy, y la construcción de nuevas relaciones sociales mañana. Ese es el «ingrediente secreto» más importante que todas las feministas socialistas quieren añadir al marxismo. Por desgracia, es un ingrediente que echará a perder el plato.
El movimiento obrero del siglo XIX no tomó, ni podía hacerlo, la misma forma que en el siglo XX. Al desenvolverse en una sociedad capitalista que aún podía otorgar reformas significativas, era legítimo que los partidos socialdemócratas establecieran un programa mínimo en el que se incluían reivindicaciones por mejoras económicas, legales y políticas para las obreras, incluido el derecho de voto. Es verdad que el movimiento socialdemócrata no siempre fue preciso en la distinción entre logros inmediatos y objetivos finales. Existen, a este respecto, expresiones ambiguas tanto en El origen de la familia, como en La mujer y el socialismo, y una verdadera «feminista socialista» como Vogel no duda en ponerlas en evidencia. Pero lo que fundamentalmente comprendían los marxistas de la época es que el verdadero significado de la lucha por reformas era que unía y reforzaba a la clase obrera y la educaba para la lucha histórica por una nueva sociedad. Es ante todo por esta razón por lo que el movimiento obrero siempre se opuso al feminismo burgués, no sólo porque este limitaba sus objetivos a los horizontes de la presente sociedad, sino porque lejos de ayudar a la unificación de la clase obrera, más bien agudizaba las divisiones en su seno y la llevaba, al mismo tiempo, fuera de su terreno de clase.
Eso es aún más cierto en el período de decadencia del capitalismo, en el que los movimientos reformistas burgueses no tienen el más mínimo carácter progresista. En este período ya no tiene sentido un programa mínimo. La única verdadera cuestión «estratégica» es cómo forjar la unidad del movimiento de clase contra todas las instituciones de la sociedad capitalista para preparar su destrucción. Las divisiones sexuales en la clase obrera, al igual que las demás (raciales, religiosas, etc.), debilitan evidentemente al movimiento y deben ser combatidas a todos los niveles, pero sólo pueden ser combatidas con los métodos de la lucha de clases, mediante su unidad y su organización. La reivindicación de las feministas de un movimiento autónomo de mujeres no es más que un ataque directo contra esos métodos y, al igual que el nacionalismo negro y otros de los llamados «movimientos de los oprimidos», es hoy, en realidad, un instrumento de la sociedad capitalista para agudizar las divisiones en el seno del proletariado.
La perspectiva de un movimiento separado de las mujeres, visto como única garantía de un futuro «no sexista», vuelve completamente la espalda al futuro y acaba por quedarse bloqueado en los problemas «de las mujeres» más inmediatos y particulares tales como la maternidad o la educación de los hijos, que no tienen en realidad futuro más que cuando se plantean en términos de clase (véanse por ejemplo las reivindicaciones de los obreros polacos en 1980), y que es pues fundamentalmente reformista. Lo mismo cabe decir de esa otra crítica feminista «radical» del marxismo; la insistencia del marxismo en la necesidad de transferir las labores domésticas y la educación de los hijos de los individuos a la comunidad sería «demasiado economicista».
En estos artículos hemos criticado la idea de que el comunismo sólo sería la transformación total de las relaciones sociales. La visión feminista según la cual el comunismo no va lo bastante lejos, que no ve más allá de la política y la economía para llegar a una verdadera superación de la alienación, no sólo es sencillamente falsa. Es además un añadido al programa izquierdista de capitalismo de Estado ya que las feministas mencionan sistemáticamente los modelos «socialistas» existentes (China, Cuba, antes la URSS) para probar que los cambios económicos y políticos no son suficientes, sin la lucha consciente por la liberación de la mujer. En resumen: las feministas se erigen ellas mismas en grupo de presión dentro del capitalismo de Estado, ejerciendo, en su seno, la función de conciencia «antisexista». La simbiosis entre el feminismo y la izquierda capitalista, «dominada por los hombres» es una clara prueba suplementaria.
Sin embargo, para el marxismo, del mismo modo que la toma del poder por la clase obrera sólo es el primer paso hacia el inicio de una sociedad comunista, la destrucción de las relaciones mercantiles y la colectivización de la producción y del consumo, es decir el contenido «económico» de la revolución, sólo son las bases materiales para la creación de relaciones cualitativamente nuevas entre los seres humanos.
En sus Comentarios sobre los Manuscritos de 1844, Bordiga explica elocuentemente por qué así debe ser en una sociedad que ha llevado la alienación de las relaciones humanas hasta las relaciones sexuales, subordinándolas todas a la dominación del mercado: «La relación entre los sexos en la sociedad burguesa obliga a la mujer a hacer de una posición pasiva un cálculo económico cada vez que accede al amor. El macho hace ese cálculo de manera activa inscribiendo en el balance una suma concedida a una necesidad satisfecha. Así en la sociedad burguesa, no sólo todas las necesidades se traducen en dinero (así es el caso de la necesidad de amor en el caso masculino) sino también para la mujer, la necesidad de dinero mata la necesidad de amor» ([11]).
No puede haber superación de esta alienación sin abolición de la economía mercantil y de la inseguridad material que la acompaña (inseguridad que sienten ante todo las mujeres). Pero eso requiere igualmente la eliminación de todas las estructuras económicas y sociales que reflejan y reproducen las relaciones mercantiles, en particular la familia atomizada que se transforma en una barrera para la realización del amor entre los sexos:
«En el comunismo no monetario, el amor tendrá, como necesidad que es, el mismo peso y el mismo sentido para ambos sexos, y el acto que lo consagra, realizará la fórmula social que la necesidad del otro es mi necesidad de hombre, en la medida en que la necesidad de un sexo se realiza como una necesidad del otro sexo. No se puede proponer esto únicamente como relación moral basada en un cierto modo de relación física ya que el paso a una forma superior de sociedad se efectúa en el ámbito económico: y los hijos y su carga no conciernen ya a los dos padres que se unen, sino a la comunidad» ([12]).
Contra este programa materialista por la auténtica humanización de las relaciones sexuales, ¿qué ofrecen las feministas con sus declaraciones de que el marxismo no va lo suficientemente lejos? Negando la cuestión de la revolución -de la necesidad absoluta de una destrucción económica y social del capital- el feminismo «en el mejor de los casos» no puede ofrecer más que «una relación moral fundada en una cierta conexión física», es decir sermones moralistas contra las actitudes sexistas o experiencias utópicas de nuevas relaciones en la cárcel que la sociedad burguesa es. La auténtica pobreza de la crítica feminista se resume probablemente de manera significativa en las atrocidades aberrantes de lo politically correct en el que la obsesión de cambiar las palabras ha suplantado toda pasión por cambiar el mundo. El feminismo se revela así como otro obstáculo más ante el desarrollo de una conciencia y una acción verdaderamente radicales.
El paisaje del futuro
El falso radicalismo en verde
El feminismo no es el único en haber «descubierto» el fracaso del marxismo en la búsqueda de la raíz de los problemas. Su primo hermano, el movimiento «ecologista» proclama lo mismo. Ya hemos resumido la crítica «verde» al marximo en un anterior artículo de esta Revista ([13]) que puede resumirse en el argumento de que el marxismo sería, como el capitalismo, otra ideología del desarrollismo que expresaría una visión «productivista» del hombre, y por ello alienado de la naturaleza.
Esta especie de juego de manos suele realizarse asimilando el marxismo con el estalinismo: la situación abominable en que se encuentra el medio ambiente en los antiguos países «comunistas» es presentada como si fuera herencia de Marx y Engels. Sin embargo existen versiones más sofisticadas de esa engañifa. Consejistas, bordiguistas y otras gentes desencantadas que actualmente coquetean con el primitivismo y otras «verdeces» saben perfectamente que los regímenes estalinistas eran puro capitalismo; también conocen el profundo punto de vista sobre las relaciones entre el hombre y la naturaleza de los escritos de Marx, especialmente en los Manuscritos de 1844. Esas corrientes concentran pues sus tiros contra el período de la IIª Internacional, período durante el cual, según ellos, la visión dialéctica de Marx se habría borrado sin dejar rastro y habría sido sustituida por un enfoque mecanicista adorador pasivo de la ciencia y de la tecnología burguesas, que situaba un abstracto «desarrollo de las fuerzas productivas» por encima de cualquier programa real de liberación humana. Los intelectuales esnobs de Aufheben se han especializado en la elaboración de este punto de vista, en particular en su larga serie que ataca la noción de decadencia capitalista. Kautsky y Lenin son citados a menudo como los principales responsables de ese enfoque, pero ni Engels mismo escapa a sus palos.
La dialéctica universal
No es aquí el sitio adecuado para tratar detalladamente esos argumentos, sobre todo porque en este artículo pretendemos centrarnos no en cuestiones filosóficas sino ante todo en lo que los socialistas de la IIª Internacional decían sobre el socialismo y la nueva sociedad por la que luchaban. Sin embargo, algunas observaciones sobre la «filosofía», sobre la visión general mundial del marxismo no está fuera de lugar ya que está relacionada con la forma con la que el movimiento obrero ha tratado la cuestión más concreta del medio ambiente natural en una sociedad socialista.
En artículos anteriores de esta serie, ya hemos planteado el modo con el que Marx enfocaba este problema tanto en sus primeros trabajos como en los sucesivos ([14]). En la visión dialéctica, el hombre forma parte de la naturaleza y no existe «al margen del mundo». La naturaleza, como decía Marx es el cuerpo del hombre, y no puede vivir sin ella, del mismo modo que una cabeza no puede vivir sin un cuerpo. Pero el hombre no es «únicamente» otro animal más, un producto pasivo de la naturaleza. Es un ser que, de manera única, es activo, creador que, único entre los animales, es capaz de transformar el mundo en torno suyo de acuerdo con sus necesidades y deseos.
Es verdad que la visión dialéctica no siempre fue bien comprendida por los sucesores de Marx y que, como diversas ideologías burguesas contaminaban los partidos de la IIª Internacional, los virus se expresaban también en el terreno «filosófico». En una época en la que la burguesía avanzaba triunfante, la idea de que la ciencia y la tecnología contenían la respuesta a todos los problemas de la humanidad, se convirtió en una herramienta del desarrollo de las teorías reformistas y revisionistas en el seno del movimiento obrero. Ni siquiera los marxistas más «ortodoxos» estaban inmunizados: ciertos trabajos de Kautsky por ejemplo, tienden a reducir la historia del hombre a un proceso científico, puramente natural, en el que la victoria del socialismo sería automática. Pannekoek, por ejemplo, demostró que ciertas concepciones filosóficas de Lenin reflejaban el materialismo mecanicista de la burguesía.
Pero como lo demostraron los camaradas de la Izquierda comunista de Francia en la serie de artículos sobre el Lenin filósofo de Pannekoek ([15]), aunque éste desarrollara críticas justas a las ideas de Lenin sobre las relaciones entre la conciencia humana y el mundo natural, su método de base resultaba imperfecto porque Pannekoek mismo establecía un vínculo mecánico entre los errores filosóficos de Lenin, y la naturaleza de clase de los bolcheviques. Lo mismo puede aplicarse a la IIª Internacional en general. Los que defienden que era un movimiento burgués por que estaba influenciado por la ideología dominante no comprenden el movimiento obrero en general, su incesante combate contra la penetración de las ideas de la clase dominante en sus filas, ni las condiciones particulares en las que los propios partidos de la IIª Internacional desarrollaron esta lucha. Los partidos socialdemócratas eran partidos obreros a pesar de las influencias burguesas y pequeñoburguesas que les afectaban, en mayor o menor medida, en diferentes momentos de su historia.
Ya demostramos, en el anterior artículo de esta serie, cómo Engels era el interprete y el defensor más conocido de la visión proletaria del socialismo en los primeros años de la socialdemocracia, y que esta visión fue defendida por otros camaradas contra las desviaciones que posteriormente se desarrollaron en aquel período. Lo mismo puede decirse de la cuestión más abstracta de la relación entre hombre y naturaleza. Desde comienzo de los años 70 del siglo pasado hasta su muerte, Engels trabajó en La dialéctica de la naturaleza, obra en la que intentó resumir la posición marxista sobre esta cuestión. La tesis esencial de ese amplio trabajo inacabado es que el mundo natural y el mundo del pensamiento humano siguen, simultáneamente, un movimiento dialéctico. Lejos de situar a la humanidad fuera o por encima de la naturaleza, Engels afirma que: «Cada nuevo paso, nos lleva a pensar que en absoluto dominamos la naturaleza, a imagen del conquistador de un pueblo extranjero, como si estuviéramos situados fuera de la naturaleza, cuando, por el contrario, pertenecemos por completo a ella, por la carne, la sangre, el cerebro, formamos parte de ella; toda la soberanía que ejercemos sobre ella, se resume en el conocimiento de sus leyes y en su justa aplicación que son nuestra única superioridad sobre todas las demás criaturas» ([16]).
Sin embargo, para toda una serie de «marxistas» académicos (los autoproclamados marxistas occidentales que son los verdaderos mentores de Aufheben y similares), La dialéctica de la naturaleza es la fuente de todo mal, la justificación científica del materialismo mecanicista y el reformismo de la IIª Internacional. En un artículo precedente de esta serie ([17]) ya dimos elementos de respuesta a esas acusaciones; a la acusación de reformismo, en particular, ya le dimos amplia respuesta en el artículo sobre el centenario de la muerte de Engels que publicamos en la Revista internacional nº 83 ([18]). Pero para limitarnos al terreno de la «filosofía», vale la pena señalar que, para los «marxistas occidentales» como Alfred Schmidt, el argumento de Engels de que la dialéctica «cósmica» y la dialéctica «humana» son en el fondo una e idéntica, sería una especie no sólo de materialismo mecánico sino también «panteísmo» y «misticismo» ([19]). Schmidt sigue aquí el ejemplo de Luckacs que argumentaba así que la dialéctica se limitaba al «reino de la historia de la sociedad» y criticaba el hecho de que «Engels -siguiendo la falsa vía de Hegel- ampliaba ese método para aplicarlo también a la naturaleza» ([20]).
Esa acusación de «misticismo» es infundada. Es verdad, y Engels mismo lo reconoce en La dialéctica de la naturaleza, que ciertas visiones del mundo precientíficas, como el budismo, habían desarrollado puntos de vista auténticos sobre el movimiento dialéctico a la vez de la naturaleza y de la psique humana. El propio Hegel estuvo fuertemente influenciado por tales planteamientos. Pero mientras todos esos sistemas se quedaban en el misticismo en el sentido de que no podían trascender más allá de una visión pasiva de la unidad entre el hombre y la naturaleza, la visión de Engels, visión del proletariado, es activa y creadora. El hombre es un producto del movimiento cósmico, pero como mostraba el pasaje citado de «El papel del trabajo...», existe la capacidad -y ello como especie y no como individuo iluminado- de dominar las leyes de este movimiento y utilizarlas para cambiarlas y dirigirlas.
A este nivel, Luckacs y los «marxistas occidentales» se equivocan al oponer a Engels y Marx pues ambos estaban a su vez de acuerdo con Hegel cuando decía que el principio dialéctico «es válido tanto para la historia como para las ciencias naturales».
Además la incoherencia de la crítica de Luckacs puede verse en el hecho de que esa misma obra, cita, aprobándolas, dos claves de Hegel cuando dice que «la verdad debe comprenderse y expresarse no sólo como sustancia sino también como sujeto» y que «la verdad no reside en tratar los objetos como extraños» ([21]).
Lo que Luckacs no consigue ver es que tales fórmulas clarifican la verdadera relación entre el hombre y la naturaleza. Mientras que el panteísmo místico y el materialismo mecanicista tienden ambos a ver la conciencia humana como el reflejo pasivo del mundo natural, Marx y Engels comprendían que de hecho - sobre todo en su forma realizada en tanto que autoconciencia de la humanidad social- es el sujeto dinámico del movimiento natural. Tal punto de vista presagia el futuro comunismo en el que hombre no tratará ni al mundo social ni al mundo natural como una serie de objetos extraños y hostiles. Sólo nos queda añadir que el desarrollo de las ciencias naturales desde la época de Engels -en particular en el campo de la física cuántica- han dado un respaldo considerable a la noción de la dialéctica de la naturaleza.
La civilización, pero no como la conocemos
Como buenos idealistas, los «verdes» explican a menudo la propensión del capitalismo a destruir el medio ambiente natural como la consecuencia lógica de la visión alienada de la burguesía sobre la naturaleza. Para los marxistas es fundamentalmente el resultado del propio modo capitalista de producción. Así la batalla por «salvar el planeta» de las consecuencias desastrosas de esta civilización se sitúa ante todo y sobre todo, no a nivel filosófico sino a nivel político, y requiere un programa práctico para la reorganización de la sociedad. Y aún cuando en el siglo XIX la destrucción ambiental no había alcanzado las proporciones catastróficas que ha alcanzado en la última parte del siglo XX, el movimiento marxista reconoció, sin embargo, desde su nacimiento, que la revolución comunista implicaba una refundición muy radical del paisaje natural y el humano para compensar los daños ocasionados a ambos por los destrozos ilimitados de la acumulación capitalista. Desde el Manifiesto comunista hasta los últimos escritos de Engels y La mujer y el socialismo de Bebel, este reconocimiento se resume en una fórmula: abolición de la separación entre la ciudad y el campo. Engels, cuyo primer trabajo importante (La situación de la clase obrera en Inglaterra) se alzaba contra las envenenadas condiciones de existencia que la industria y la vivienda capitalistas imponían al proletariado, volvió sobre este tema en el Anti Dühring: «La superación de la contraposición entre la ciudad y el campo no es pues, según esto, sólo posible. Es ya una inmediata necesidad de la producción industrial misma, como lo es también de la producción agrícola y, además, de la higiene pública. Sólo mediante la fusión de la ciudad y el campo, puede eliminarse el actual envenenamiento del aire, el agua y la tierra; sólo con ella puede conseguirse que las masas que hoy se pudren en las ciudades pongan su abono natural al servicio del cultivo de las plantas, en vez de al de la producción de enfermedades (...) Cierto que la civilización nos ha dejado en las grandes ciudades una herencia que costará mucho tiempo y esfuerzo eliminar. Pero las grandes ciudades tienen que ser suprimidas, y lo serán, aunque sea a costa de un proceso largo y difícil. Cualesquiera que sean los destinos del Imperio alemán de la nación prusiana, Bismarck podrá irse a la tumba con la orgullosa conciencia de que su más intenso deseo será satisfecho: las grandes ciudades desaparecerán» ([22]).
Este último comentario no tiene, evidentemente, como objeto reconfortar a los reaccionarios que sueñan con una vuelta a la «sencillez de la vida en el pueblo», o más bien a la realidad de la explotación feudal, ni a su encarnación «verde» del período actual cuyo modelo de una sociedad ecológicamente armoniosa se basa en las fantasías proudhonianas de comunidades locales vinculadas entre sí por relaciones de intercambio. Engels señala claramente que el desmantelamiento de las gigantescas ciudades no es posible más que a condición de que exista una comunidad globalmente planificada: «Sólo una sociedad que haga interpenetrarse armónicamente sus fuerzas productivas según un único y amplio plan puede permitir a la industria que se establezca por toda la tierra con la dispersión que sea más adecuada a su propio desarrollo y al mantenimiento o a la evolución de los demás elementos de la producción» ([23]).
Además esta «descentralización centralizada» ya es posible porque «la industria capitalista se ha hecho ya relativamente independiente de las limitaciones locales dimanantes de la localización de la producción de las materias primas (...) Pero la sociedad liberada de la producción capitalista puede ir aún mucho más allá. Al engendrar un linaje de productores formados omnilateralmente, que entienden los fundamentos científicos de toda la producción industrial y cada uno de los cuales ha seguido de hecho desde el principio hasta el final toda una serie de ramas de la producción, aquella sociedad crea una nueva forma productiva que supera con mucho el trabajo de transporte de las materias primas o los combustibles importados desde grandes distancias» ([24]).
Así, la eliminación de las grandes ciudades no supone el fin de la civilización, a menos que identifiquemos a ésta con la división de la sociedad en clases. Aunque el marxismo reconoce que las poblaciones del mundo futuro se habrán de alejar de los viejos centros urbanos, no es para retirarse en el «cretinismo rural» en el aislamiento perenne y la ignorancia de la vida campesina. Como señaló Bebel: «En cuanto la población urbana tenga la posibilidad de llevar al campo todas las cosas necesarias al estado de civilización al que se habrá acostumbrado, y encontrar allí sus museos, teatros, salas de concierto, espacios de lectura, bibliotecas, lugares de reunión, establecimientos de instrucción, etc., iniciará sin más demora su emigración. La vida en el campo tendrá entonces todas las ventajas hasta ahora reservadas para las grandes ciudades, sin tener sus inconvenientes. Las viviendas serán más sanas, más agradables. La población agrícola se interesará por las cosas de la industria, la población industrial por las de la agricultura» ([25]).
Comprendiendo que esta nueva sociedad estará basada en el desarrollo tecnológico más avanzado, Bebel anticipa también que: «Cada comuna formará una especie de zona de cultivo en la que ella misma producirá la mayor parte de lo necesario para su subsistencia. La jardinería, en particular, que es de las ocupaciones prácticas más agradables, alcanzará su más floreciente prosperidad. El cultivo de las flores, de las plantas ornamentales, de las legumbres y las frutas, ofrece un campo prácticamente inagotable para la actividad humana y, sobre todo, constituye un trabajo delicado que excluye el empleo de grandes máquinas» ([26]).
De esta manera Bebel contempla una sociedad altamente productiva, pero que produce a un ritmo humano: «El insoportable ruido de la muchedumbre que va corriendo a sus asuntos de nuestros grandes centros comerciales, con sus miles de vehículos de todo tipo, todo eso deberá ser profundamente modificado y de un aspecto totalmente distinto» ([27]).
La descripción del futuro que aquí hace Bebel es muy similar a la que hizo William Morris, quien también usó la imagen del jardín y puso a su novela futurista Noticias de ninguna parte, el subtítulo de Una época de reposo. En su característico estilo directo, Morris explica como todos los «inconvenientes» de las ciudades modernas: su suciedad, su ritmo enloquecido, su apariencia horrible..., son el resultado directo de la acumulación capitalista, y no pueden ser abolidos más que eliminando el capital: «De nuevo, la agregación de población que ha dado a la gente la oportunidad de comunicarse, y a los obreros el sentirse solidarios, llegará también a su fin; y los inmensos barrios obreros se desmoronarán y la naturaleza cicatrizará las horribles calamidades que la imprudencia, la avaricia y el terror estúpido del hombre le han ocasionado, pues ya no será una terrible necesidad que el tejido de algodón sea un poquito más barato este año que el pasado» ([28]).
Podemos añadir que, como artista que era, Morris tenía una especial preocupación por superar la fealdad pura y simple del medio ambiente capitalista y reconstruirlo según los cánones de la creatividad artística. Veamos como planteó esta cuestión en un discurso sobre «El arte bajo la plutocracia»: «De entrada quiero pediros que extendáis el término de arte más allá de lo que es, conscientemente, obras de arte, y no verlo únicamente en la pintura, la escultura y la arquitectura, sino ampliarlo a las formas y los colores de todos los objetos domésticos, e incluso al cuidado de los campos de cultivo y los pastos, a las ciudades y los caminos de cualquier tipo; en una palabra extenderlo a todos los aspectos externos de nuestra vida. Y así, debo pediros, que creáis que cada una de las cosas que forman el entorno en el que vivimos, deben ser para quien ha de hacerlas, bellas o feas, satisfactorias o degradantes, un tormento y una carga o bien un placer y una alegría. ¿Qué hacer pues con el entorno que hoy nos rodea? ¿Qué clase de cuentas podremos rendir, a quienes vengan detrás de nosotros, sobre la forma en que hemos tratado la tierra que todavía era bella cuando nos la legaron nuestros antepasados, a pesar de miles y miles de años de conflictos, negligencia y egoísmo?» ([29]).
Aquí Morris plantea la cuestión de la única manera que puede hacerlo un marxista, es decir desde el punto de vista del comunismo, del futuro comunista: la apariencia externa degradante de la civilización burguesa sólo puede ser juzgada con la mayor de las severidades, por un mundo en el que cada aspecto de la producción, desde el más pequeño objeto doméstico hasta el diseño del paisaje, estará hecho, como dice Marx en los Manuscritos de 1844 «de acuerdo con las leyes de la belleza». En esta visión los productores asociados se convierten en artistas asociados, creando un ambiente físico que responde a la profunda necesidad que tiene la humanidad de belleza y armonía.
La perversión estalinista
Ya hemos dicho que la «crítica» de los ecologistas al marxismo se basa en la falsa identificación del estalinismo con el comunismo. El estalinismo encarna la destrucción capitalista de la naturaleza y la justifica con una retórica marxista. Pero el estalinismo jamás ha sido capaz de dejar intactos los fundamentos de la teoría marxista. Comenzó revisando el concepto marxista de internacionalismo y llegó a criticar, más o menos explícitamente, todos los demás principios básicos del proletariado. Podemos verlo también en cuanto a la reivindicación de la abolición de la oposición entre la ciudad y el campo. El escritor estalinista encargado de la introducción a la edición de Moscú en 1971, del libro La sociedad del futuro (extraído de La mujer y el socialismo), explica cómo Bebel (y por tanto Marx y Engels) se equivocaron en esta cuestión: «La experiencia de la construcción socialista desmiente también la posición de Bebel de que, con la abolición de la oposición entre la ciudad y el campo, la población se iría de las grandes ciudades. La abolición de esta oposición implica que, en última instancia, no existe ni ciudad ni campo en el sentido moderno de estos términos. Al mismo tiempo cabe esperar que las grandes ciudades, aún cuando su naturaleza cambie en la sociedad comunista desarrollada, conservarán su importancia como centros culturales históricamente evolucionados» ([30]).
La experiencia de la «construcción del socialismo» en los regímenes estalinistas confirma, en realidad, que la tendencia de la civilización burguesa sobre todo en su época de decadencia, es la de amontonar cada vez más seres humanos en ciudades abarrotadas más allá de cualquier medida humana, superando, y con mucho, las peores pesadillas de los fundadores de la teoría marxista, que veían que las ciudades, ya en su época, eran catastróficas. Los estalinistas se han burlado, en esto como en todo lo demás, del marxismo. Así el déspota Ceaucescu en Rumanía proclamó que la destrucción con bulldozers de las viejas ciudades y su sustitución por gigantescos bloques «obreros» suponía la abolición de la oposición entre la ciudad y el campo. La respuesta más acertada a tales perversiones se encuentra en el texto de Bordiga, Espacio contra cemento, escrito a principios de los años 50, y que constituye una denuncia apasionada de las latas de sardina en que el urbanismo capitalista hace vivir a la mayoría de la humanidad, y al mismo tiempo supone una neta reafirmación de la posición marxista original sobre esta cuestión: «Cuando después de haber derrotado por la fuerza esta dictadura cada día más obscena, sea posible subordinar cada solución y cada plan a la mejora de las condiciones de trabajo..., entonces el verticalismo brutal de los monstruos de cemento quedará ridiculizado y suprimido, y en las inmensas extensiones de espacio horizontal, las ciudades gigantes ya reducidas, la fuerza y la inteligencia del animal-hombre tenderán progresivamente a equilibrar, sobre las tierras habitables, la densidad de vida y la del trabajo, y esas fuerzas estarán, en lo sucesivo, en armonía y no ferozmente enfrentadas como en la deforme civilización actual, en la que se unen en el espectro de la servidumbre y del hambre» ([31]).
Esta transformación verdaderamente radical del medio ambiente es más necesaria que nunca, en el actual período de descomposición capitalista, en el que las urbes gigantescas son cada vez más inmensas e inhabitables, y al mismo tiempo representan hoy la principal amenaza para el conjunto de la vida en el planeta. El programa comunista, en ésta como en las demás cuestiones, es el mejor desmentido del estalinismo. Y supone también una bofetada a la cara pseudoradical de los «verdes» que nunca podrán superar su eterna oscilación entre dos falsas soluciones: de un lado el sueño nostálgico de una vuelta atrás hacia el pasado, que encuentra su expresión más lógica en las Apocalipsis de los «anarquistas verdes» y los primitivistas cuya «vuelta a la naturaleza» sólo puede estar basada en la exterminación de la mayoría del género humano; y, por otro lado, las «reformas», los pequeños apaños y las experiencias del ala ecologista más respetable (apoyada en todos caso por los primitivistas, por razones tácticas) que buscan simplemente pequeños remiendos a todos los problemas particulares de la vida de la ciudad moderna: el ruido, el stress, la contaminación, la superpoblación, los embotellamientos y todo lo demás. Pero si los seres humanos son dominados por las máquinas, los sistemas de transporte y los inmuebles que ellos mismos han construido, es porque se encuentran aprisionados en una sociedad en la que el trabajo muerto domina, en todos los ámbitos, al trabajo vivo. Sólo cuando la humanidad pueda recuperar el control de su propia actividad productiva, podrá crear un medio ambiente compatible con sus necesidades, pero la premisa sigue siendo el necesario derrocamiento de la «dictadura cada vez más obscena» del capitalismo, es decir la revolución proletaria.
CDW
En el próximo artículo de esta serie, examinaremos cómo los revolucionarios de finales del siglo XIX preveían la más crucial de todas las transformaciones: la transformación del «trabajo inútil» en «trabajo útil», es decir la superación práctica del trabajo alienado. Trataremos entonces sobre la acusación lanzada contra estas visiones del socialismo, de que supondrían una recaída en el utopismo premarxista. Esto nos llevará a la cuestión que se convirtió en la principal preocupación del movimiento revolucionario en la primera década de este siglo, y que residía no ya en la meta última del movimiento, sino en los medios para alcanzarla.
[1] Ver artículo de esta serie en la Revista Internacional nº 81.
[2] Manuscritos de economía y filosofía, Alianza Editorial.
[3] Ver Revista internacional nº 81.
[4] Ottilie Baader, citada en el libro de Vogel: Marxism and the oppresion of women, Pluto Press 1983. Traducido por nosotros del inglés.
[5] Traducido del inglés por nosotros.
[6] Ver Revista internacional nº 84.
[7] La femme dans le passé, le présent et l’avenir. Ed. Ressources, Pág. 128. Traducido del francés por nosotros.
[8] Ídem, pag. 60.
[9] En este pasaje de Bebel, la relación entre los estados mentales y psicológicos están presentados de manera un tanto mecánica. Freud llevó la investigación sobre la neurosis a un nivel superior, mostrando que el ser humano no puede ser comprendido como una unidad mental y física cerrada, sino situado en el terreno de la realidad social. Debemos recordar, sin embargo, que el propio Freud comenzó con un modelo muy mecánico de la psique, y que sólo después, evolucionó hacia una visión más social, más dialéctica, del desarrollo mental del hombre.
[10] Penguin Books 1971. Traducido del inglés por nosotros.
[11] Bordiga, La passion du communisme, Ed Spartacus 1972. Traducido del francés por nosotros.
[12] Ídem.
[13] «Es el capitalismo lo que envenena la tierra». Revista internacional nº 63.
[14] Ver Revista internacional nº 70, 71 y 75.
[15] Ver Revista internacional nº 25, 27, 28 y 30.
[16] La dialéctica de la naturaleza, capítulo «El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre».
[17] Ver Revista internacional nº 81.
[18] Ver también el rechazo por parte de la Communist Worker’s Organisation de la idea de una escisión entre Marx y Engels en Revolutionary Perspectives no 1, serie 3.
[19] Cf. Le concept de nature chez Marx, 1962. Traducido del francés por nosotros.
[20] Historia y conciencia de clase, Lukacs.
[21] Ídem.
[22] Anti Dühring.
[23] Ídem.
[24] Ídem.
[25] La femme dans le passé..., op. cit. Traducido del francés por nosotros.
[26] Ídem.
[27] Ídem.
[28] Ecrits politiques de Wiliam Morris, «la société du futur». Traducido del francés por nosotros.
[29] Ídem.
[30] Traducido por nosotros.
[31] Espèce humaine et croûtre terrestre (Especie humana y corteza terrestre). Traducido del francés por nosotros.