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La lucha entre marxismo y anarquismo en la Primera internacional es probablemente -junto a la confrontación entre bolcheviques y mencheviques a comienzos de este siglo-, el ejemplo más conocido en la historia del movimiento obrero, de defensa de los principios organizativos del proletariado. Hoy es esencial que los revolucionarios, separados de la historia viva de las organizaciones de su propia clase por medio siglo de contrarrevolución estalinista, se reapropien de las lecciones de esta experiencia. Este primer artículo tratará de la prehistoria de esa lucha, mostrando cómo Bakunin llegó a abrigar la idea de dominar el movimiento obrero mediante una organización secreta que él controlaba personalmente. Mostraremos cómo esta concepción comporta necesariamente la manipulación del propio Bakunin por la clase dominante para intentar destruir la Internacional. Y veremos también las raíces esencialmente antiproletarias de Bakunin, precisamente a nivel organizativo. En el segundo artículo abordaremos la lucha que se desarrolló en la Internacional, señalando la oposición radical existente entre el marxismo revolucionario y la visión anarquista de la pequeña burguesía y los desclasados, en cuanto a los conceptos de funcionamiento de la organización y la militancia.
El significado histórico de la lucha entre el marxismo y el anarquismo,
en cuestiones de organización
La Primera internacional desapareció fundamentalmente a causa de la lucha entre Marx y Bakunin, que alcanzó en el Congreso de La Haya de 1872 su primera conclusión con la expulsión de Bakunin y de su “mano derecha” Guillaume. Pero lo que los historiadores burgueses presentan como una pelea entre personalidades, y los anarquistas como una pugna entre las versiones “autoritaria” y “libertaria” del socialismo, fue en realidad una lucha de toda la Internacional contra quienes despreciaban sus estatutos. Bakunin y Guillaume fueron expulsados en La Haya por haber formado, en el interior de la Internacional, una “hermandad” secreta, una organización que dentro de la organización tenía sus propias estructuras y estatutos.
Esta organización, llamada “Alianza de la democracia socialista”, existía y actuaba en secreto con el fín de arrebatar el control de la Internacional a sus miembros poniéndola, por el contrario, al servicio de Bakunin.
Una lucha a muerte entre distintas concepciones organizativas
La lucha que se desarrolló en la Internacional no fue entre “autoridad” y “libertad”, sino en realidad entre dos principios organizativos totalmente opuestos y hostiles entre sí:
1) La posición cuyos principales valedores eran Marx y Engels, aunque era la del Consejo general en su conjunto, y de la amplia mayoría de sus miembros. Esta posición defiende que una organización proletaria no puede depender de las voluntades individuales o de los caprichos de los “líderes”, sino que debe funcionar de acuerdo con normas, llamadas estatutos, que todos los miembros aceptan y que todos ellos se comprometen a respetar. Estos estatutos constituyen la garantía del carácter unitario, colectivo y centralizado de la organización, y aseguran un debate político franco y disciplinado y, también, que las decisiones incumben a todos los miembros.
Quienquiera que no esté de acuerdo con las decisiones de la organización, o que no comparta enteramente puntos de los estatutos, etc., tiene no sólo la posibilidad, sino el deber, de defender con franqueza sus críticas ante el conjunto de la organización, pero dentro del marco que para ello se establece. Esta concepción organizativa desarrollada por la Asociación internacional de trabajadores, corresponde al carácter colectivo, unitario y revolucionario del proletariado.
2) Por otro lado, Bakunin representaba la visión elitista, pequeñoburguesa, de los “líderes brillantes” cuya extraordinaria claridad política y determinación garantizaría, supuestamente, su “devoción” revolucionaria y su trayectoria. Este “liderazgo” les hace creerse “moralmente justificados” para proselitizar y organizar a sus discípulos a espaldas de la organización, para conseguir el control de ésta y asegurar así el cumplimiento de su misión histórica. Dado que se considera a los militantes en su conjunto demasiado estúpidos como para que alcancen a ver la necesidad de tales mesías revolucionarios, se ha de actuar “por su bien” sin que ellos se den cuenta, e incluso a pesar de su voluntad. Los estatutos, las decisiones soberanas de los congresos o de los órganos elegidos, son para los demás, pero estorban a la élite.
Este era el punto de vista de Bakunin. Antes de entrar en la AIT explicó a sus discípulos por qué la Internacional no era una organización revolucionaria: los proudhonianos se habían vuelto reformistas, los blanquistas viejos, los alemanes –y el Consejo general que supuestamente dominaban- autoritarios... Es chocante la forma como Bakunin ve la Internacional como la suma de sus partes.
Pero lo que fundamentalmente faltaba, según Bakunin, era “voluntad revolucionaria”. Y esto era lo que la Alianza pretendía asegurar aunque se pisoteara su programa y estatutos, y se engañase a sus miembros.
Para Bakunin, la organización que el proletariado había levantado a través de años de duro trabajo no valía nada. El creía únicamente en las sectas conspirativas que él mismo creaba y controlaba. Lo que le interesaba no era la organización de la clase, sino su propio “status” personal y su reputación, su “libertad” anarquista o lo que hoy se denominaría “auto-realización”. Para Bakunin, y los de su calaña, el movimiento obrero no es nada más que un vehículo para la consecución de sus propios planes individualistas.
Sin organización revolucionaria no hay movimiento obrero revolucionario
Marx y Engels, por el contrario, comprendían lo que significa para el proletariado la construcción de la organización. Mientras que según los libros de historia la lucha entre Marx y Bakunin fue esencialmente de carácter político general, la verdadera historia de la Internacional muestra que se trató, sobre todo, de una lucha por la organización. Algo que a los historiadores burgueses les parece sólo un asunto tedioso.
Para nosotros, en cambio, es algo sumamente importante y lleno de lecciones. Lo que Marx nos enseñó es que sin organización proletaria no son posibles ni un movimiento de clase revolucionario, ni una teoría revolucionaria.
Es más, la idea de que la solidez, el desarrollo y el crecimiento de la organización, son requisitos previos para el desarrollo programático del movimiento obrero, constituye la verdadera base del conjunto de la actividad política de Marx y Engels ([1]). Los fundadores del socialismo científico sabían de sobra que la conciencia de clase del proletariado, no puede ser el producto de individuos, sino que exige un marco colectivo organizado. Esto explica por qué la construcción de la organización revolucionaria es una de las tareas más importantes y al mismo tiempo de las más difíciles para el proletariado revolucionario.
La lucha a propósito de los estatutos
Y fue en la Primera internacional donde Marx y Engels lucharon con toda determinación y fructíferamente en defensa de esta posición. Fundada en 1864, la Asociación internacional de trabajadores surgió en un momento en el que el movimiento obrero organizado, estaba aún dominado fundamentalmente por las ideologías y las sectas pequeñoburguesas y reformistas. La Asociación internacional de trabajadores (AIT), en sus inicios, se componía de esas diferentes tendencias. En su seno desempeñaban un papel preponderante los representantes oportunistas de los sindicatos ingleses, los reformistas pequeñoburgueses que seguían a Proudhon en los países latinos, el blanquismo conspirador, y, en Alemania, la secta controlada por Lassalle. Aunque los programas y las visiones de los unos chocaban con las de los otros, los revolucionarios se sentían, en ese momento, fuertemente impulsados al reagrupamiento de la clase obrera que reclamaba su unidad.
Durante la primera reunión en Londres, difícilmente ninguno de sus participantes podía tener la menor idea de cómo lograr esa unidad. En esa situación, los elementos verdaderamente proletarios con Marx a la cabeza, defendieron que se pospusiera temporalmente la clarificación programática entre los diferentes grupos. Los largos años de experiencia política de los revolucionarios, y la oleada internacional de luchas del conjunto de la clase obrera, debía ser utilizada, ante todo, para forjar una organización unitaria. La unidad internacional de esta organización que se encarnaba en los órganos centrales -especialmente el Consejo general-, y los estatutos que debían ser aceptados por todos los miembros, haría posible que, paso a paso, se clarificaran las divergencias políticas y se lograra unificar los puntos de vista. Este vasto reagrupamiento tenía posibilidades de alcanzar sus fines, puesto que la lucha de clases aún seguía creciendo.
La contribución más decisiva del marxismo a la fundación de la Internacional debe pues situarse en la cuestión organizativa. Las diferentes sectas presentes en el mitin fundacional, eran incapaces de concretar esa voluntad de una unión internacional que reclamaban los obreros ingleses y franceses. El grupo burgués Atto di Fratellanza (los seguidores de Mazzini), quería imponer los estatutos conspirativos de una sociedad secreta. El “Discurso inaugural” que presentó Marx, por encargo del comité organizador, defendía el carácter proletario y unitario de la organización, y sentaba las bases indispensables para una posterior clarificación. Si la Internacional podría o no superar posteriormente las visiones utopistas, pequeñoburguesas y sectarias, dependía, en primer lugar, de que sus diferentes corrientes se atuvieran, mas o menos disciplinadamente a unas reglas comunes.
Lo específico de los bakuninistas, entre esas diferentes corrientes, es que se negaron a respetar los estatutos. Y a través de ello, la Alianza bakuninista estuvo cerca de destruir el primer partido internacional del proletariado. La lucha contra la Alianza ha quedado en la historia como la principal confrontación entre marxismo y anarquismo. Fue realmente así. Pero el centro de esa confrontación no estuvo en cuestiones políticas generales como por ejemplo la relación con el Estado, sino en los principios organizativos.
Los proudhonianos, por ejemplo, compartían muchas de las posiciones de Bakunin, pero en cambio asumían que la clarificación de sus posiciones debía hacerse de acuerdo con las reglas de la organización. Ellos creían también que los estatutos de la organización debían ser respetados por todos los miembros, sin excepción. Esto explica por qué, sobre todo los “colectivistas” belgas, pudieron aproximarse al marxismo en importantes cuestiones. Su principal portavoz, De Paepe, fue uno de los que más se opuso a ese tipo de organización secreta que Bakunin consideraba necesaria.
La hermandad secreta de Bakunin
Y precisamente esa fue la cuestión central en la lucha de la Internacional contra Bakunin. Es un hecho incontrovertible, aceptado incluso por historiadores anarquistas, que cuando Bakunin se unió a la Internacional en 1869, disponía ya de una hermandad secreta con la que esperaba hacerse con el control de la Internacional: “Nos enfrentamos aquí a una sociedad que enmascarada tras un anarquismo extremo dirige sus ataques, no contra los gobiernos existentes, sino contra los revolucionarios que no se someten a su ortodoxia ni a su liderazgo. Fundada por la minoría de un congreso burgués, se introdujo en las filas de las organizaciones internacionales de la clase obrera e intentaron, primero, hacerse con la dirección, y cuando vieron fracasar sus planes trabajaron para desorganizarla. De la manera más desvergonzada intentaron colar su propio programa sectario y sus limitadas ideas en lugar del programa global, el gran esfuerzo de nuestra organización; organizaron en las secciones públicas de la Internacional sus propias secciones secretas que, obedeciendo a las mismas consignas, a través de una acción común previamente concertada, lograron en muchos casos hacerse con el control de ellas; atacaron abiertamente en sus periódicos todo aquello que no se sometía a sus dictados; provocaron una guerra abierta - en sus propias palabras- en nuestras filas” (del Informe Un complot contra la Asociación internacional de trabajadores que Marx y Engels escribieron por encargo del Congreso de La Haya en 1872).
La lucha de Bakunin y de sus amigos contra la Internacional fue resultado tanto de las especificidades de la situación histórica en ese momento, como de factores generales que aún hoy persisten. En la base de la actividad de Bakunin, se encuentran la infiltración del individualismo pequeñoburgués y el faccionalismo, incapaz de someterse a la voluntad y la disciplina de la organización. A esto se añadía la actitud conspirativa de la bohemia desclasada, que sólo puede actuar por sus propios objetivos mediante maniobras y complots. El movimiento obrero siempre se enfrentó a comportamientos de este tipo, ya que la organización no puede blindarse completamente contra la influencia de otras clases sociales. Por otro lado, la conspiración bakuninista tomó la forma histórica concreta de una organización secreta, algo que, en aquel momento, también pertenecía al pasado del movimiento obrero. A través de la historia concreta de Bakunin, hemos de ver lo que con carácter general sigue siendo válido, y aquello que nos es más necesario comprender hoy.
El bakuninismo se opone a la ruptura del proletariado con el sectarismo pequeñoburgués
La fundación de la Internacional señala el fín del período contrarrevolucionario abierto en 1849, provocando las más intensas -en opinión de Marx, incluso exageradas- reacciones de miedo y odio entre la clase dominante (los restos de la aristocracia feudal y sobre todo la burguesía como oponente histórico y directo del proletariado). Espías y agentes provocadores fueron enviados a infiltrarse en las filas de la AIT, mientras que al unísono la prensa avivaba frecuentemente campañas para calumniarla. Sus actividades fueron, cuando fue posible, hostigadas y reprimidas por la policía, y sus miembros fueron llevados a juicio y encarcelados. Pero la ineficacia de tales medidas pronto se puso de manifiesto ya que la lucha de clases y los movimientos revolucionarios siguieron en ascenso. Sólo tras la derrota de la Comuna de París en 1871, cundió la desbandada en las filas de la Asociación.
Lo que más alarmó a la burguesía, junto a la unificación internacional de su enemigo, fue el auge del marxismo y el hecho de que el movimiento obrero abandonara las formas sectarias de las organizaciones clandestinas convirtiéndose en un movimiento de masas. La burguesía se sentía mucho más segura cuando el movimiento obrero revolucionario tomaba la forma de sectas secretas, agrupadas en torno a un líder que exponía algún esquema utópico o complot, pero en mayor o menor medida completamente aisladas del conjunto del proletariado. Tales sectas resultaban mucho más fácilmente vigilables, infiltrables, desviables y manipulables, que una organización de masas que encontraba su principal fuerza y seguridad en su amarre en el conjunto de la clase obrera. Lo que para la burguesía representaba un verdadero peligro era, sobre todo, la perspectiva de la intervención socialista revolucionaria en el proletariado como clase (lo que los utopistas y las sectas conspirativas del período precedente nunca pudieron asumir) es decir la unión entre el socialismo y la lucha de clases, entre el Manifiesto comunista y los movimientos masivos de luchas, entre los aspectos económico y político de la lucha de la clase obrera. Esto es lo que hizo pasar muchas noches en vela a la burguesía a partir de 1864. Y lo que explica también el atroz salvajismo con que aplastaron la Comuna de Paris y con qué solidaridad internacional todas las fracciones de la burguesía apoyaron la matanza.
Por ello, uno de los principales temas de la propaganda burguesa contra la Internacional, era que se trataba en realidad de una poderosa organización secreta cuyo fin último era conspirar para derribar el orden existente. Con esta propaganda, que proporcionaba además la excusa para medidas represivas, la burguesía intentaba sobre todo convencer a los obreros de que a lo que más temía era a los conspiradores secretos y no a un movimiento de masas. Y, sin embargo, es evidente que los explotadores hicieron cuanto estuvo en sus manos para animar a las diferentes sectas y conspiradores que aún se encontraban activos en el movimiento obrero, para que fueran ellos quienes actuaran y no los marxistas y el movimiento de masas. En Alemania, Bismarck animaba a la secta lassalleana en su resistencia a los movimientos de luchas de la clase y las tradiciones marxistas de la Liga de los comunistas. En Francia la prensa, pero también los agentes provocadores, intentaban avivar los recelos siempre presentes de los conspiradores blanquistas contra la actividad de masas de la Internacional. En los países latinos y eslavos, se lanzó una histérica campaña de prensa contra la supuesta “dominación alemana” de la Internacional por los “marxistas autoritarios, adoradores del Estado”.
Pero fueron los bakuninistas quienes más respaldados se sintieron por esa propaganda. Antes de 1864, Bakunin hubo de reconocer al menos parcialmente, y muy a su pesar suyo, la superioridad del marxismo sobre su versión pequeñoburguesa y golpista del socialismo revolucionario. Con el crecimiento de la Internacional, y con el de los ataques de la burguesía contra ella, Bakunin “vio” confirmadas y fortalecidas sus sospechas contra el marxismo y el movimiento obrero. En Italia, donde entonces se centraban sus actividades, las diferentes sociedades secretas (los carbonarios, Mazzini, la Camorra...) que habían empezado a denunciar a la Internacional, y a combatir su influencia en la península, aclamaron a Bakunin como un “verdadero” revolucionario. Se hicieron declaraciones públicas abogando por que Bakunin tomara el liderazgo de la revolución europea. Se acogió favorablemente el paneslavismo de Bakunin como aliado natural de Italia, contra las fuerzas austriacas de ocupación. Se recalcó, por el contrario, que Marx había considerado que la unificación de Alemania, resultaba más importante para la revolución en Europa que la unificación de Italia. Las autoridades, tanto las italianas como las partes más perspicaces de las suizas, comenzaron a tolerar benevolentemente la presencia de Bakunin, que antes había sido víctima de la más encarnizada represión estatal en toda Europa.
Los debates organizativos sobre la cuestión de la conspiración
Miguel Bakunin era hijo de un aristócrata venido a menos. Si rompió con ese ambiente y su clase, fue sobre todo por su afán de libertad personal, que en aquel momento no podía lograr ni en el ejército, ni en la burocracia estatal, ni siquiera en la administración de la tierra. Ya estas motivaciones nos muestran lo lejos que se situaban su carrera política del carácter disciplinado y colectivo de la clase obrera. En ese momento apenas existía proletariado en Rusia.
Cuando Bakunin llegó a Europa occidental (a comienzos de los años 1840), como refugiado político y con un historial de conspiraciones políticas ya a sus espaldas, los debates en el movimiento obrero en torno a las cuestiones organizativas estaban en pleno apogeo, especialmente en Francia. Entonces el movimiento obrero revolucionario estaba organizado sobre todo bajo la forma de las sociedades secretas. Esta forma respondía no sólo a que las organizaciones obreras se hallaban fuera de la ley, sino también a que el proletariado era aún numéricamente muy escaso y apenas se había separado del artesanado pequeñoburgués, y aún no había encontrado su propio camino. Como escribió Marx respecto a la situación en Francia: “Es sabido que hasta 1830, la burguesía liberal se encontró a la cabeza de las conspiraciones contra la restauración. Tras la revolución de Julio, la burguesía republicana ocupó su lugar; el proletariado ya educado en la conspiración, bajo la restauración, pasó al primer plano, hasta el extremo de que la burguesía republicana se ahuyentó de las conspiraciones por futilidad de las batallas callejeras. La Sociedad de las estaciones del año, que con Barbes y Blanqui hizo la Revuelta de 1839, fue ya exclusivamente obrera, y lo mismo cabe decir de las Nuevas estaciones formada tras la derrota (...). Esta conspiración nunca abarcó, desde luego, a la gran masa del proletariado de Paris” (Marx: “Recopilación de artículos de La Nueva gaceta renana, revista político-económica).
Pero los elementos proletarios no se limitaron a romper decididamente ellos mismos con la burguesía, sino que empezaron a cuestionar, en la práctica, el dominio de las conspiraciones y de los conspiradores: “En cuanto el proletariado parisino pasó al primer plano como partido político, los conspiradores perdieron su posición de liderazgo y se enzarzaron en una peligrosa competición en las sociedades obreras secretas que pretendían ya no insurrecciones inmediatas sino la organización y desarrollo del proletariado. Ya la Insurrección de 1839 había tenido un carácter decididamente proletario y comunista. Tras ella comenzaron las escisiones que tanto molestaron a los viejos conspiradores, por cuanto se desarrollaban a partir de las necesidades de los obreros de clarificar sus intereses de clase y que se expresaban parcialmente en las viejas conspiraciones y en parte en los nuevos grupos de propaganda. La agitación comunista que Cabet emprendió vigorosamente después de 1839, las cuestiones que se discutían en el partido comunista pronto planearon sobre las cabezas de los conspiradores. Tanto Chenu como De la Hodde reconocieron que en el momento de la revolución de Febrero, los comunistas fueron, de lejos, la fracción más fuerte del proletariado. Los conspiradores, con vistas a no perder su influencia sobre los obreros (...) debieron seguir el movimiento y adoptar ideas socialistas o comunistas” (Marx, ibid).
La conclusión de este proceso fue la Liga de los comunistas, que adoptó no solo el Manifiesto comunista, sino también los primeros estatutos proletarios de un partido de clase, liberado de toda veleidad conspirativa: “La Liga de los comunistas no era pues una sociedad de conspiradores, sino una sociedad que preparaba en secreto la organización del partido del proletariado, ya que el proletariado alemán se veía privado igni et acqua (por todos los medios) del derecho de escribir, de hablar, de asociarse. Si una sociedad así conspira, lo hace en el mismo sentido en que el vapor y la electricidad conspiran contra el status quo” (Marx, Revelaciones sobre el proceso de los comunistas de Colonia).
Fue también esta cuestión la que llevó a la escisión de la fracción Willich-Schapper. “De la Liga de los Comunistas se separó o fue separada, como queráis, una fracción que exigía, ya que no una verdadera conspiración, que se guardase al menos la apariencia de conspiración, y se sellase como es lógico una alianza directa con los héroes democráticos del momento: la fracción Willich-Schapper” (Marx, ibid).
Lo que inquietaba a Willich y a Shapper era lo mismo que distanciaba a Bakunin del movimiento obrero: “Por descontado que una sociedad secreta que se propone constituir no el futuro gobierno, sino el partido de oposición del porvenir, apenas podía seducir a individuos que, por un lado, pretenden enmascarar su nulidad personal con la teatralidad de las conspiraciones, y que por otro lado intentan satisfacer su mezquina ambición pensando en el día de la próxima revolución, y sobre todo aparentan ser muy importantes para, en ese momento, entrar en la carrera por los cargos demagógicos y ser bien recibidos por los charlatanes democráticos” (Ibíd.).
Tras la derrota de las revoluciones europeas de 1848-49, la Liga mostró cómo había superado definitivamente la fase de secta, al intentar un reagrupamiento con los cartistas de Inglaterra y los blanquistas en Francia, para fundar una nueva organización internacional (la Sociedad universal de los comunistas revolucionarios) que debía regirse por estatutos aplicables a escala internacional a todos sus miembros, aboliendo la división entre los líderes secretos y los militantes de base, vistos como mera masa de maniobra. Este proyecto fue finalmente paralizado por la propia Liga al considerar el repliegue internacional del proletariado, tras la derrota de la revolución. Por ello hubo de esperarse algo más de una década, para que con la reanudación de las luchas obreras y la fundación de la Internacional, pudiera darse un paso decisivo en el combate contra el sectarismo.
Los primeros principios organizativos del proletariado
Cuando Bakunin volvió del exilio a Europa occidental a comienzos de los años 60, las primeras y más importantes lecciones de la lucha por la organización del proletariado ya eran patentes y estaban al alcance de quien quisiera asimilarlas. Estas lecciones fueron adquiridas en años de amargas experiencias, en los que los obreros habían sido constantemente utilizados como carne de cañón por la burguesía y la pequeña burguesía en su lucha contra el feudalismo. A lo largo de estas luchas, los elementos proletarios revolucionarios se habían separado de la burguesía no solo políticamente sino también organizativamente, desarrollando principios organizativos propios, acordes con su propia naturaleza de clase. Los nuevos estatutos definían a la organización como un organismo unido, colectivo y consciente, y se superó la separación entre la base, compuesta de obreros ignorantes de la vida política real de la organización, y una dirección compuesta de conspiradores profesionales. Los nuevos principios de rigurosa centralización (incluso sobre la organización del trabajo ilegal) excluían la posibilidad de una organización secreta en el interior de la organización, o a su cabeza. Mientras la pequeña burguesía, y sobre todo los elementos desclasados radicalizados, justificaban la necesidad de un funcionamiento secreto de una parte de la organización respecto al conjunto de ella, como medida de protección hacia la clase enemiga, el proletariado había comprendido por fin que precisamente esa élite secreta facilitaba la infiltración de la clase enemiga en las filas del proletariado. Fue sobre todo la Liga de los comunistas la que demostró que la mejor protección contra la destrucción por parte del Estado, residía en la transparencia y solidez de la organización.
En cuanto a los conspiradores, Marx ya los había caracterizado en el París anterior a la revolución de 1848, con un perfil perfectamente aplicable a Bakunin. En esta definición encontramos una tajante crítica de la naturaleza pequeñoburguesa de un sectarismo que abría de par en par las puertas a la policía y también a los desclasados de vida bohemia: “Su vida inestable que en ocasiones depende más de puras coincidencias que de su propia actividad; su vida desordenada sin más puntos de referencia que las tabernas de los bodegueros –las casas de citas de los conspiradores–; sus inevitables conocidos entre toda clase de gente turbia, ubicados en los círculos del ambiente que en París se llama la Bohemia. Esta bohemia democrática de origen proletario - pues existe también otra bohemia democrática de origen burgués, que languidece democráticamente en los cafetines que frecuenta- está compuesta bien de obreros que han renunciado a su trabajo para caer en la depravación, bien de sujetos provenientes del lumpenproletariado y que llevan consigo todos los hábitos depravados de su clase. Puede entenderse entonces por qué en casi todos los procesos conspirativos, encontramos asociada una cierta carga de criminalidad. En general, la vida de estos conspiradores de profesión, expresa las características más acentuadas de la bohemia. En su reclutamiento de capitanes para la conspiración marchan de taberna en taberna, sintiendo el pulso de los obreros, escogiendo a sus acólitos, engatusándoles para su conspiración, y sobre todo cargando al tesoro social o a sus nuevos amigos el coste del inevitable trasiego de litros de alcohol. (...) Puede que en cualquier momento sea llamado a las barricadas y caer; a cada paso la policía le tiende trampas que pueden acabar con él en la prisión e incluso en la horca (...) Esa sensación de riesgo constituye el principal atractivo de este oficio, la más completa sensación de inseguridad tanto mayor por cuanto los conspiradores viven compulsivamente aferrados al placer del momento. Al mismo tiempo el vivir habituados al peligro, les hace en gran medida indiferentes hacia la vida y la libertad (Ibíd.).
Por descontado que ese tipo de persona desprecia “solemnemente las principales contribuciones teóricas de los trabajadores respecto a sus intereses de clase” (Ibíd.).
“La principal característica de la vida del conspirador es su constante pugna con la policía, con la que establece la misma relación que los ladrones o las prostitutas. La policía tolera las conspiraciones, y no sólo como un mal necesario. Hace la vista gorda ante ellos, precisamente, porque ellos le permiten tener vigilados los centros (obreros) (...) Los conspiradores son las antenas permanentes de la policía aunque a menudo entren en colisión. Policías y soplones se persiguen del mismo modo que acaban buscándose. El espionaje es una de las principales ocupaciones de los conspiradores. No es extraño pues que, muy a menudo, los conspiradores profesionales se apresuren a aceptar –acuciados por la miseria y la amenaza de prisión, con chantajes y promesas–, el soborno policial por espiar” (Ibíd.).
Sobre esta comprensión se establecieron las bases de los estatutos de la Internacional, lo que sin duda inquietó, y mucho, a la burguesía, y lo que hizo que ésta expresase abiertamente su preferencia por el bakuninismo.
La política conspirativa. Bakunin en Italia
Para entender cómo la clase dominante pudo finalmente manipular a Bakunin en contra de la Internacional, es necesario recordar, aunque sea brevemente, la trayectoria política de éste, así como la situación en Italia a partir de 1864. Los historiadores anarquistas se deshacen en alabanzas hacia la “gran tarea revolucionaria” realizada por Bakunin en Italia, donde montó varias sociedades secretas e intentó infiltrarse y ganar influencia en diferentes “conspiraciones”. Todos ellos están de acuerdo, por lo general, en que fue en Italia donde Bakunin fue elevado a los altares como “pontífice” de la Europa revolucionaria. Pero ya que ellos evitan cuidadosamente entrar en detalles sobre el ambiente en el que se desenvolvió Bakunin en Italia, nosotros vamos a tomarnos la molestia de hacerlo.
Bakunin se ganó una reputación en el campo socialista por su participación en la revolución de 1848-49, en la que actuó como dirigente militar en Dresde. Encarcelado, extraditado y posteriormente desterrado a Siberia, Bakunin no volvió a Europa hasta 1861. En cuanto llegó a Londres se dirigió a ver a Herzen, el conocido líder liberal revolucionario ruso. Allí comenzó a agrupar, a espaldas del propio Herzen y en torno a sí mismo, a elementos procedentes de la emigración política, logrando reunir a un círculo de eslavos a los que Bakunin atrajo con un paneslavismo teñido de anarquismo, y a los que mantuvo alejados tanto del movimiento obrero inglés, como de los comunistas, so bre todo de la Asociación educativa de los trabajadores alemanes. Huérfano de oportunidades para conspirar -la fundación de la Internacional estaba en ciernes- partió para Italia en 1864 en búsqueda de discípulos para su paneslavismo reaccionario y sus agrupaciones secretas: “En Italia encontró un montón de sociedades secretas, una intelligentsia de desclasados, dispuestos siempre a enrolarse en cualquier conspiración, una masa de campesinos siempre en el límite de la hambruna, y finalmente, un lumpen-proletariado perenne -en particular los Lazzaroni de Nápoles- y a esta ciudad se precipitó desde Florencia, viviendo en ella varios años. Estas clases le parecían el verdadero motor de la revolución” (Franz Mehring, Karl Marx: la historia de su vida). Bakunin huyó de los obreros de Europa occidental para acomodarse entre los desclasados de Nápoles.
Las sociedades secretas como vehículos de la revuelta
En el período reaccionario que siguió a la derrota de Napoleón, en el que la Santa alianza bajo Metternich, estableció el principio de la intervención armada de las grandes potencias contra cualquier tentativa de levantamiento social, las clases sociales excluidas del poder se vieron obligadas a organizarse en sociedades secretas. Esto fue así no solo para los trabajadores, la pequeña burguesía o el campesinado, sino también para sectores de la burguesía liberal e incluso aristócratas insatisfechos. Casi todas las conspiraciones que tuvieron lugar a partir de 1820 (como la de los “decembristas” en Rusia, o la de los “carbonarios” en Italia), se organizaron según el modelo de la francmasonería que se desarrolló en Inglaterra durante el siglo XVII, y cuyos objetivos de “fraternidad universal” y resistencia a la Iglesia católica habían atraído a “ilustrados” europeos como Diderot, Voltaire, Lessing, Goethe, Pushkin, etc. Pero al igual que otras cosas del llamado “siglo de las luces”, y como el “despotismo ilustrado” de Catalina, Federico el Grande o María Teresa, la francmasonería poseía una esencia reaccionaria expresada en su ideología mística, en su organización elitista en diferentes “grados” de “iniciación”, así como en su carácter aristocrático y su ocultismo, y sus inclinaciones hacia la conspiración y la manipulación. En Italia, que en aquel tiempo era la Meca de los rebeldes no proletarios, pululaban un montón de sociedades secretas (los güelfos, los federados, los adelfi, los carbonarios...) maniobrando y conspirando desenfrenadamente durante los años 20 y 30 del siglo pasado. La más famosa de estas sociedades, los “carbonarios”, era una sociedad secreta terrorista que propugnaba un misticismo católico y cuyas estructuras y “símbolos” habían sido copiados de la francmasonería.
Cuando Bakunin llegó a Italia, los carbonarios se encontraban ya eclipsados por la conspiración de Mazzini. El mazzinismo representaba un avance respecto a los carbonarios, ya que luchaba por una república italiana unida y centralizada. Además Mazzini no limitaba su acción a la conspiración secreta, sino que realizaba al mismo tiempo un trabajo de agitación entre la población, llegando incluso a formar, a partir de 1848, secciones obreras. Mazzini representó igualmente un progreso desde el punto de vista organizativo, ya que abolió los métodos de los carbonarios que consistían en que los militantes de base debían obedecer ciegamente las órdenes del líder secreto so pena de muerte. Pero en cuanto la Internacional se desarrolló como una fuerza proletaria independiente de su control, comenzó a atacarla como una amenaza para su movimiento nacionalista.
Cuando Bakunin llegó a Nápoles, emprendió inmediatamente una lucha contra Mazzini, pero desde las posiciones de los carbonarios, cuyos métodos defendía en vez de precaverse de ellos. Bakunin se zambulló de inmediato en ese turbio lodazal, con la pretensión de liderar el movimiento conspirativo. Fundó la Alianza de la democracia socialista y a su cabeza colocó la secreta Hermandad internacional, una “orden de revolucionarios disciplinados”.
Un ambiente manipulado por la reacción
El aristócrata revolucionario desclasado Bakunin encontró en Italia, mucho más que en Rusia, el terreno propicio para completar el desarrollo de sus concepciones de organización, en medio de un tenebroso lodazal en el que pululaba una completa gama de organizaciones antiproletarias. Estos grupos de aristócratas arruinados y frecuentemente depravados, de jóvenes desclasados e incluso de criminales, le parecieron a Bakunin más revolucionarios que el proletariado. Uno de estos grupos era la Camorra que respondía a la visión romántica de Bakunin sobre el “bandolerismo revolucionario”, que se había desarrollado secretamente a partir de una organización de convictos, y que tras la amnistía de 1860, dominaba Nápoles de forma casi oficial. En Sicilia, más o menos al mismo tiempo, el ala armada de la aristocracia feudal desposeída se infiltró en la organización secreta local de Mazzini, tomando a partir de ese momento el nombre de “Mafia” que proviene de las siglas de uno de sus lemas: “Mazzini Autorizza Furti, Incendi, Avvelenamenti” (Mazzini nos permite robar, incendiar y envenenar). Bakunin no denunció a estos elementos, ni se distanció netamente de ellos.
Tampoco hay que perder de vista la existencia, en este “medio”, de una manipulación directa por parte del Estado, impulsando que desde este lodazal se presentara a Bakunin como verdadera alternativa revolucionaria a la “dictadura germánica de Marx”. Además esta propaganda coincidía, punto por punto, con la que en Francia esparcían los órganos policiales de Luis Napoleón.
Engels demostró que los carbonarios y muchos grupos de ese estilo, fueron manipulados e infiltrados por los servicios secretos rusos y de otros países (véase La política exterior del zarismo ruso). Esta infiltración estatal se acentuó sobre todo tras la derrota de la oleada revolucionaria de 1848. El dictador francés, el aventurero Luis Napoleón, que tras la derrota de su revolución, se convirtió en la punta de lanza de la contrarrevolución, se alió con Palmerston en Londres, pero sobre todo con Rusia, con objeto de mantener bajo control al proletariado europeo. Desde 1864, la policía secreta de Luis Napoleón fue muy activa sobre todo en sus intentos de destruir la Internacional. Uno de sus agentes era el “señor Vogt”, un aliado de Lassalle, que difamó públicamente a Marx acusándolo de ser, supuestamente, el dirigente de una banda de chantajistas.
Pero la principal base de actividad de la diplomacia secreta de Luis Napoleón, residía en Italia, donde Francia trataba de sacar provecho propio del movimiento nacionalista. En 1859, Marx y Engels señalaron cómo el mismo Luis Napoleón había sido carbonario (La política monetaria en Europa. La posición de Luis Napoleón).
Bakunin, enfangado hasta el cuello en ese barrizal, confiaba en que él podría manipularlo para sus propios proyectos revolucionarios, pero en realidad fue él el manipulado. Aún hoy no es posible precisar junto a qué “elementos” conspiró Bakunin, aunque tenemos algunas indicaciones. Por ejemplo los Manuscritos francmasones que escribió en 1865 y que son “un guión que pretende presentar las ideas de Bakunin a la francmasonería italiana”, como reconoce el propio historiador anarquista Max Nettlau: “El manuscrito francmasón refiere al infame Syllabus, la maldición con que el Papa condenó a todo el pensamiento humano desde 1864. Bakunin pretende conectar aquí, avivándola, con la furia antipapista, de cara a impulsar la francmasonería o al menos la parte de ésta susceptible de desarrollarse. Comienza por decir: para convertirse otra vez en un cuerpo vivo y útil, la francmasonería debe, una vez más, ponerse al servicio del género humano”.
Nettlau trata incluso de demostrar orgullosamente, a través de una comparación de diferentes citas, cómo Bakunin influyó en el pensamiento de la francmasonería en aquel momento, cuando en realidad se produjo lo contrario. Fue entonces cuando Bakunin hizo suyas partes de la ideología reaccionaria, mística, y de sociedad secreta, de la francmasonería. Esa misma concepción que Engels ya había descrito perfectamente a finales de los años 40, refiriéndose a Karl Heinzen: “Ve al escritor comunista como un profeta, un sacerdote o un vicario que posee por sí mismo una sabiduría secreta, pero que la oculta a los no educados para tenerlos controlados,... como si los representantes literarios del comunismo tuvieran algún interés en mantener ignorantes a los obreros, como si los estuvieran utilizando como los “Ilustrados” pretendían utilizar al populacho en el siglo pasado” (Engels, Los comunistas y Karl Heinzen). He aquí también la clave del “Misterio” bakuninista del porqué, en la futura sociedad anarquista, sin Estado y sin autoridad, seguirá siendo necesaria una sociedad secreta.
Por el contrario, Marx y Engels, aún sin tener en el pensamiento a Bakunin, habían criticado tales ideas en el filósofo y pseudosocialista inglés Carlyle: “La diferencia de clases que ha creado la historia, pasa así a convertirse en una diferencia natural, y que por tanto debe reconocerse y honrarse como parte de las eternas leyes de la naturaleza, por las que debemos arrodillarnos ante lo que es más noble y sabio en la naturaleza: el culto al genio. La visión global del proceso histórico del desarrollo queda pues reducida a las perogrulladas banales de los Iluminados y la sabiduría de los masones del siglo pasado. Con ello volvemos a la vieja cuestión: ¿quién debe, pues, gobernar? que se aborda desde la más rancia vanidad, para acabar contestando que el noble, sabio y erudito, gobernará” (Recopilación de artículos de La Nueva gaceta renana).
Bakunin “descubre” la Internacional
Desde los inicios de la Internacional, la burguesía europea intentó utilizar el lodazal de las sociedades secretas italianas contra ella. Ya en su fundación en Londres en 1864, los seguidores de Mazzini habían intentado imponer sus propios estatutos sectarios, para hacerse así con el control de la AIT. El representante de Mazzini, el comandante Wolff, fue más tarde desenmascarado como agente de la policía. Tras el fracaso de esta tentativa, la burguesía puso en marcha la Liga por la paz y la libertad utilizándola para atraer a Bakunin a la telaraña de los reventadores de la Internacional.
Mientras Bakunin se encontraba esperando la “revolución” en Italia, y maniobrando en los ambientes de la nobleza arruinada, los jóvenes desclasados y el lumpen-proletariado urbano, la Asociación internacional de trabajadores se desarrollaba, sin su participación, hasta convertirse en la primera fuerza revolucionaria en todo el mundo. Bakunin hubo de reconocer que en su intento por llegar a ser el pontífice de la revolución en Europa, había apostado por el caballo equivocado. Fue entonces, en 1867, cuando se formó la Liga por la paz y la libertad, con el objetivo obvio de actuar contra la Internacional. Bakunin, con su “hermandad” se unió a la Liga con el objetivo de “unir la Liga, que tendrá en su interior a la Hermandad como inspiradora fuerza revolucionaria, con la Internacional” (Nettlau). Con ello, como es lógico, y aún cuando no se lo comunicaran directamente a él, Bakunin se convirtió en la punta de lanza del intento de las clases dominantes por destruir la Internacional.
La Liga por la paz y la libertad
La Liga -ideada originalmente por el líder guerrillero italiano Garibaldi y del escritor francés Victor Hugo-, fue fundada sobre todo por la burguesía suiza y apoyada por parte de las sociedades secretas italianas. Su propaganda pacifista por el “desarme”, y su reivindicación de unos “Estados Unidos de Europa” fueron en realidad impulsadas para desunir y debilitar a la Primera internacional. En un momento en que Europa se encontraba dividida entre su parte occidental en pleno desarrollo capitalista, y una parte feudal bajo el látigo de Rusia, el llamamiento al desarme era bien visto por la diplomacia rusa. La Internacional, como el conjunto del movimiento obrero, había adoptado desde su fundación la consigna del restablecimiento de una Polonia democrática como un golpe a Rusia, que en ese momento representaba el sostén de la reacción europea. La Liga denunció entonces esta política como “belicista”, mientras el paneslavista Bakunin era presentado como el verdadero revolucionario contrario, por supuesto, a todo militarismo. Así la burguesía respaldaba a los bakuninistas contra la Internacional: “La Alianza de la democracia socialista tiene en realidad un origen burgués. No se originó de la Internacional, sino que es una rama de la Liga por la paz y la libertad, una sociedad abortada de burgueses republicanos. La Internacional se encontraba ya solidamente asentada, cuando Miguel Bakunin entró con la idea de jugar el papel de emancipador del proletariado. La Internacional solo podía ofrecerle el mismo campo de actividad que tienen todos sus miembros. Si quería adquirir un prestigio en ella debía, ante todo, ganarse una reputación a través de un trabajo consistente y sacrificado. Bakunin, en cambio, creyó poder encontrar mejores proyectos y un camino más fácil, junto a la burguesía de la Liga” (“Un complot contra la AIT”, Informe sobre las actividades de Bakunin).
La propuesta, realizada por el mismo Bakunin, de una alianza entre la Liga y la AIT, fue sin embargo rechazada por el Congreso de la Internacional de Bruselas. En ese momento, Bakunin llegó a convencerse de que una mayoría aplastante rechazaría el abandono del apoyo a Polonia contra la reaccionaria Rusia, por lo que él mismo abandonó su posición, para unirse a la Internacional con objeto de sabotearla desde dentro. Esta orientación fue apoyada por los propios líderes de la Liga, entre los cuales ya contaba con una importante base: “La alianza entre los burgueses y los trabajadores no debía limitarse a una alianza abierta, (...) Los estatutos secretos de la Alianza (...) incluyen indicaciones, que Bakunin presenta como bases, para que dentro de la Liga misma se cree una sociedad secreta que la gobernará más adelante. No solo los nombres de los grupos dirigentes son los mismos que los de la Liga, sino que además, se declara en los estatutos secretos que los miembros fundadores de la Alianza son en su gran mayoría ex miembros del Congreso de Berna” (Ibíd.).
Quienes conocían de verdad la política de la Liga podían asegurar que, desde el principio, se trató de utilizar a Bakunin contra la Internacional, una tarea para la que Bakunin se había preparado, y bien, en Italia. Además, el hecho de que varios activistas próximos tanto a Bakunin como a la Liga fueran más tarde desenmascarados como agentes de la policía, confirma lo anterior. En realidad, nada podía ser más peligroso para la Internacional, que la corrosión que desde dentro ejercían elementos que, aún sin ser agentes a sueldo del Estado y gozando de un cierto prestigio entre los trabajadores, perseguían la consecución de objetivos estrictamente personales a expensas del movimiento obrero. Incluso aunque Bakunin no pretendiera servir así a la contrarrevolución, él y los suyos tuvieron una responsabilidad decisiva en ello, por cuanto protegieron a los elementos más reaccionarios y turbios de la clase dominante.
Por supuesto, la AIT era consciente del peligro que representaba tal infiltración. La Conferencia de Delegados en Londres, por ejemplo, adoptó la siguiente resolución: “En aquellos países en los que la actividad normal de la Internacional no es posible actualmente debido a la interferencia de los gobiernos, la Asociación o sus secciones locales respectivas, pueden reconstruirse bajo algún otro nombre. Todas las llamadas sociedades secretas quedan expresamente excluidas”. Y Marx, que había propuesto esa Resolución, la justificaba así: “En Francia e Italia, donde existe tal persecución policial y el derecho de reunión constituye un delito, la gente se verá empujada a meterse en sociedades secretas, cuyos resultados son siempre negativos. Además, tal tipo de organizaciones están en contradicción con el desarrollo del movimiento del proletariado, ya que en lugar de educar a los obreros, les someten al autoritarismo y a las leyes místicas que obstaculizan su independencia y conducen su conciencia por una dirección errónea”.
Y, sin embargo, a pesar de esa vigilancia, la Alianza de Bakunin consiguió penetrar en la Internacional. En el segundo artículo de esta serie describiremos la lucha que se produjo en las filas de la AIT, yendo a las raíces de las diferentes concepciones sobre la organización y la militancia, que existen entre el partido del proletariado y la secta pequeñoburguesa.
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[1] Es evidente que el punto de partida para la fundación de una organización revolucionaria es el acuerdo sobre un programa político. Nada es más ajeno al marxismo, y más generalmente al movimiento obrero, que los agrupamientos sin principios programáticos. Sin embargo, el programa de proletariado, contrariamente a la visión que defiende la corriente bordiguista, no es algo terminado de una vez para siempre. Al contrario, se desarrolla, se enriquece, corrige, en su caso, sus errores mediante la experiencia viva de la clase. En el momento de la fundación de la AIT, o sea en los primeros pasos del movimiento obrero, lo esencial de ese programa, lo que define la pertenencia de una organización al campo proletario, se resume en unos cuantos principios generales que se encuentran en los Considerandos de los estatutos de la Internacional. Y precisamente, Bakunin y sus secuaces no ponen en entredicho esos Considerandos. Su ataque contra la AIT va dirigida principalmente contra los estatutos mismos, las reglas de funcionamiento. Esto no quiere decir que pueda establecerse una separación entre programa y estatutos. Por el hecho mismo que éstos son la expresión, la concreción de los principios esenciales propios de la clase obrera y ajenos a todas las demás clases, son parte íntegra del programa.