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Una vez acabadas, las grandes luchas obreras dejan pocas huellas visibles. Cuando vuelve a imperar «el orden», cuando de nuevo la «paz social» lo cubre todo con su pesada losa cotidiana, en poco tiempo queda de ellas tan sólo un recuerdo. Un «recuerdo», parece poco, pero, en la mente de la clase revolucionaria, constituye una fuerza terrible.
La ideología dominante trata permanentemente de destruir esas imágenes de los momentos en que los explotados levantaron la cabeza. Lo hace falsificando la historia. Manipula las memorias vaciando de su fuerza revolucionaria los recuerdos de luchas. Crea clichés mutilados, vaciados de todo lo que esas luchas contenían de instructivo y ejemplar para las luchas futuras.
Con ocasión del derrumbe de la URSS, los sacerdotes del orden establecido se han enfangado con fruición en el lodazal de esa mentira que identifica la revolución de Octubre 1917 con el estalinismo. Con ocasión del vigésimo quinto aniversario de Mayo de 1968, aunque sea a menor escala, han vuelto a empezar.
Lo que fue, por el número de participantes y por su duración, la mayor huelga obrera de la historia, es presentada como una agitación estudiantil, producto de infantiles sueños utópicos de la intelectualidad universitaria empapada de Rolling Stones y de los héroes estalinistas del «tercer mundo». ¿Qué puede quedar de todo eso hoy en día? Nada, sino una prueba más de que toda idea de superación del capitalismo sólo puede ser un bonito sueño sin contenido. Los media se divierten enseñando imágenes de los antiguos líderes estudiantiles «revolucionarios», aprendices de burócratas convertidos, un cuarto de siglo más tarde, en concienzudos y respetuosos gerentes de ese capitalismo que tanto habían aborrecido. Cohn Bendit, «Dany el rojo», diputado del parlamento de Francfort; los otros, consejeros particulares del presidente de la república francesa, ministros, altos funcionarios de Estado, ejecutivos de empresa, etc. En cuanto a la huelga obrera, hablan de ella tan sólo para decir que nunca fue más allá de reivindicaciones inmediatas. Que lo que consiguió fue un aumento salarial que quedó anulado seis meses más tarde por la inflación. En pocas palabras, todo eso era poca cosa y poca cosa queda.
Pero ¿qué queda en realidad de Mayo 68
en la memoria de la clase obrera que lo realizó?
Hay, claro, las imágenes de las barricadas en llamas donde se enfrentaban de noche, en la neblina de las bombas lacrimógenas, estudiantes y jóvenes obreros contra las fuerzas policiales; las calles del Barrio latino de Paris, por la mañana, desadoquinadas, llenas de chatarra y de coches volcados. Los media las han mostrado mil veces.
Pero la eficacia de las manipulaciones de los medios de comunicación tiene límites. La clase obrera posee una memoria colectiva, aunque ésta viva un poco de forma «subterránea» y se exprese abiertamente sólo cuando la clase consigue de nuevo unificarse masivamente otra vez en la lucha. Más allá de los aspectos espectaculares, queda en las memorias obreras un sentimiento difuso y profundo a la vez: el de la fuerza que representa el proletariado cuando consigue unificarse.
Es verdad que, a principios de los acontecimientos del 68 en Francia, hubo una agitación estudiantil, como la que existía en todos los países industrializados occidentales, alimentada en gran parte por la oposición a la guerra del Vietnam y por una nueva inquietud sobre el porvenir. Pero esa agitación se mantenía encerrada en los límites de una pequeña parte de la sociedad. A menudo esa agitación quedaba limitada a unas cuantas manifestaciones de estudiantes que iban por las calles brincando al ritmo de las sílabas del nombre de uno de los más sangrientos estalinistas: «¡Ho-Ho, Ho-Chi-Minh!» En los orígenes de los primeros disturbios estudiantiles en 1968 en Francia, se consiguen reivindicaciones como la del derecho de los estudiantes varones de entrar en las habitaciones de las mujeres en las ciudades universitarias... Antes de 1968, en los campus, la «rebelión» se afirmaba bajo las banderas de las teorías de Marcuse, una de las cuales decía que la clase obrera ya no era una fuerza social revolucionaria pues se había aburguesado definitivamente.
En Francia, la imbecilidad del gobierno del militar De Gaulle, que respondió a la efervescencia estudiantil con una represión desproporcionada y ciega, había conducido la agitación al paroxismo de las primeras barricadas. Pero esencialmente el movimiento se mantenía encerrado en el ghetto de la juventud escolarizada. Lo que trastornó todo, lo que transformó «los acontecimientos de mayo» en una explosión social mayor, fue la entrada en escena del proletariado. Las cosas serias empezaron cuando, a mediados del mes de mayo, la clase obrera en su casi totalidad se echó a la batalla, paralizando los mecanismos esenciales de la economía. Barriendo la resistencia de los aparatos sindicales, rompiendo las barreras corporativistas, más de diez millones de trabajadores habían parado el trabajo, todos juntos. Y con ese simple gesto habían cambiado el rumbo de la historia.
Los obreros, que poco días antes eran una masa de individuos dispersos, que se ignoraban entre sí y soportaban la explotación y a la policía estalinista en los lugares de trabajo, los mismos de quienes se decía que estaban definitivamente aburguesados, se encontraban de pronto reunidos, con una gigantesca fuerza entre las manos. Una fuerza que les sorprendía y con la cual no sabían realmente qué hacer.
La inmovilización de las fábricas y de las oficinas, la ausencia de transportes públicos, la parálisis de los engranajes productivos, demostraban cotidianamente hasta qué punto, en el capitalismo, todo depende, al fin y al cabo, de la voluntad y de la conciencia de la clase explotada. La palabra «revolución» volvió a todo los labios. El saber qué era posible, adónde iba el movimiento, cómo se habían desarrollado las grandes luchas obreras del pasado, eran temas centrales en de todas las discusiones. «Todo el mundo hablaba, y todo el mundo se escuchaba». Es una de las características mas recordadas de la situación. Durante un mes, el silencio que aísla a los individuos en una masa atomizada, esa muralla invisible que de costumbre parece tan espesa, tan inevitable, tan desesperante, había desaparecido. En todas partes se discutía: en las calles, en las fábricas ocupadas, en las universidades y los liceos, en las «maisons des jeunes» (hogares juveniles) de los barrios obreros, transformadas en lugares de reunión por los «comités de acción» locales. El lenguaje del movimiento obrero, que llama las cosas por su verdadero nombre: burguesía, proletariado, explotación, lucha de clases, revolución, etc., se iba extendiendo, pues, naturalmente, era el único capaz de percibir la realidad.
La parálisis del poder político burgués, sus vacilaciones frente a una situación que se le escapaba de las manos, confirmaban el impacto de la lucha obrera. Una anécdota ilustra bien lo que se sentía en los centros del poder. Michel Jobert, jefe de gabinete del Primer ministro Pompidou durante los acontecimientos, contaba, en 1978, en una emisión de la televisión sobre el décimo aniversario de 68, que un día, por la ventana de su despacho, había visto una bandera roja sobre el techo de un ministerio. Inmediatamente había telefoneado para hacer quitar ese objeto que ridiculizaba la autoridad de las instituciones. Pero, tras varias llamadas, no había podido dar con alguien capaz o dispuesto a ejecutar esa orden. Fue entonces cuando entendió que algo realmente nuevo estaba aconteciendo.
La verdadera victoria de las luchas obreras de mayo 1968 no fueron los aumentos salariales obtenidos sino en el resurgir mismo de la fuerza de la clase obrera. Era el retorno del proletariado al ruedo de la historia tras décadas y décadas de contrarrevolución estalinista triunfante.
Hoy que los obreros del mundo entero tienen que soportar los efectos de las campañas ideológicas sobre «el fin del comunismo y de la lucha de clase», el recuerdo de lo que fue realmente la huelga de masas en 1968 reafirma la fuerza que lleva en sí la clase obrera. Cuando toda la máquina ideológica trata de hundir a la clase obrera en un océano de dudas sobre sí misma, de convencer a cada obrero de que se encuentra desesperadamente solo, ese recuerdo es un indispensable antídoto.
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Pero, se nos dirá quizá, ¿qué importancia puede tener un recuerdo si se trata de algo que no volverá a suceder nunca más?. ¿Qué prueba hay de que podamos asistir a nuevas afirmaciones masivas y potentes de la unidad combativa de la clase obrera?
Esa misma pregunta, con una forma un poco diferente, ya se planteó después de las luchas de la primavera de 1968: ¿Habían sido esos acontecimientos tan sólo un incendio pasajero específicamente francés? ¿O bien abrían éstos un nuevo período histórico de combatividad proletaria?
El artículo que sigue, publicado en 1969 en el número 2 de Révolution internationale, tenía el objetivo de responder a esa pregunta. A través de una polémica con la Internacional situacionista([1]) este artículo afirma la necesidad de comprender las causas profundas de esa explosión y de buscar éstas no en «las manifestaciones más aparentes de las alienaciones sociales» sino en «las fuentes donde nacen y que las alimentan». «Es pues en estas raíces (económicas) donde la crítica teórica radical debe encontrar las posibilidades de su superación revolucionaria... Mayo del 68 aparece en todo su significado por haber sido una de las primeras y más importantes reacciones de la masa de los trabajadores contra una situación económica mundial en deterioro».
A partir de ahí era posible prever. Al comprender la relación que existía entre la explosión de 1968 y la deterioración de la situación económica mundial, al comprender que esta deterioración expresaba un cambio histórico en la economía mundial, al comprender que la clase obrera había empezado a librarse del imperio de la contrarrevolución estalinista, era fácil prever que otras nuevas explosiones iban a seguir rápidamente los pasos a la de Mayo 68, con o sin estudiantes radicalizados.
Este análisis se confirmó rápidamente. Durante el otoño de 1969 estalla en Italia la más importante oleada de huelgas desde la guerra; la misma situación se reproduce en Polonia en 1970, en España en 1971, en Gran Bretaña en 1972, en Portugal y en España en 1974-75. A finales de los años 70 se desarrolla una nueva oleada internacional de luchas obreras con, en particular, el movimiento de masas en Polonia en 1980-81, la lucha más importante desde la oleada revolucionaria de 1917-1923. En fin, desde 1983 hasta 1989, hay una nueva serie de movimientos de clase que, en los países industrializados, expresan tendencias al cuestionamiento del encuadramiento sindical, a la extensión y al control de sus luchas por parte de los obreros mismos.
Mayo 68 fue sólo «un principio», el principio de un nuevo período histórico. Se había quedado atrás la «medianoche del siglo». La clase obrera se extraía de aquellos «años de plomo» que duraban desde el triunfo de la contrarrevolución socialdemócrata y estalinista de los años 20. Al reafirmar su fuerza a través de movimientos masivos, capaces de oponerse a los aparatos sindicales y a los «partidos obreros», la clase obrera había abierto un curso hacia enfrentamientos de clases, cerrando el camino a una tercera guerra mundial, abriendo la perspectiva del desarrollo de la lucha internacional del proletariado.
El período que hoy vivimos fue abierto por 1968. Veinticinco años después, las contradicciones de la sociedad capitalista, que condujeron a la explosión de Mayo, no se han esfumado, al contrario. Comparadas con la degradación que hoy conoce la economía mundial, las dificultades de finales de los años 60 parecen insignificantes: medio millón de parados en Francia en 1968, más de tres millones hoy, y ése es sólo un ejemplo que no alcanza a ilustrar el verdadero desastre económico que ha arrasado al planeta entero durante el último cuarto de siglo. En cuanto al proletariado, con avances y retrocesos en su combatividad y su conciencia, por ahora no ha firmado la paz con el capital. Las luchas del otoño de 1992 en Italia, que han sido una respuesta al plan de austeridad impuesto por una burguesía ahogada en la mayor crisis económica desde la guerra, y en las cuales los aparatos sindicales fueron atacados por los obreros de un modo sin precedentes, lo acaban de confirmar de nuevo.
¿Qué es lo que queda de Mayo 68? La apertura de una nueva fase de la historia. Un período en el cual han madurado las condiciones para nuevas explosiones obreras que irán mucho más lejos que los balbuceos de hace 25 años.
RV,
junio de 1993
[1] (1) La IS era un grupo que tuvo una real influencia en Mayo 68, en particular en los sectores más radicales del medio estudiantil. Provenía, por una parte, del movimiento «letrista» que, en continuidad con la tradición de los surrealistas, quería hacer una crítica revolucionaria del arte, y, por otra parte, de la revista Socialisme ou barbarie, fundada por el ex-trotskista griego Castoriadis a principios de los años 50, en Francia. La IS se reivindicaba de Marx pero no del marxismo. Defendía algunas de las posiciones más avanzadas del movimiento obrero revolucionario, en particular de la izquierda comunista germano-holandesa, (carácter capitalista de la URSS, rechazo de las formas sindicalistas y parlamentarias, necesidad de la dictadura del proletariado por medio de los consejos obreros), pero presentaba estas posiciones como descubrimientos suyos, adobados por su análisis del fenómeno totalitario: la teoría de «la sociedad del espectáculo». La IS encarnaba sin duda alguna, uno de los puntos más elevados que podían alcanzar los sectores de la pequeña burguesa estudiantil radicalizada: el rechazo de su propia condición («Fin de la universidad») y el esfuerzo por integrarse en el movimiento revolucionario del proletariado. Pero esa adhesión quedaba empapada de las características de su medio de origen, en particular por su visón ideológica de la historia, incapaz de comprender la importancia de la economía y por lo tanto la realidad de la lucha de clases. La revista de la IS desapareció poco tiempo después de 1968 y el grupo acabó en las convulsiones de una serie de mutuas exclusiones.