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Desde el principio de la primera serie de estos artículos, titulada «El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material» hemos combatido el cliché según el cual «el comunismo es un bello ideal que jamás podrá ser realizado». Hemos afirmado, con Marx, que el comunismo no puede reducirse a un bello ideal sino que está orgánicamente contenido en la lucha de clase del proletariado. El comunismo no es una utopía abstracta, soñada por unos pocos visionarios bienintencionados; es un movimiento que nace de las condiciones de la presente sociedad. Además, los primeros artículos de la serie fueron, sobre todo, un estudio de las «ideas» del comunismo en el período ascendente del capitalismo, son un examen de cómo su concepción de la futura sociedad y de la vía para conseguirla, fue desarrollada en el siglo XIX, antes de que la Revolución comunista estuviera al orden del día de la historia.
El comunismo es el movimiento del conjunto del proletariado, de la clase obrera como fuerza histórica y mundial. Sin embargo, la historia del proletariado es también la historia de sus organizaciones y la clarificación de los objetivos del movimiento es la tarea específica de las minorías politizadas del proletariado, sus partidos y fracciones. Contrariamente a las fantasías del consejismo y el anarquismo no puede haber movimiento comunista sin organizaciones comunistas. Como tampoco existe un conflicto de intereses entre estas organizaciones y ese movimiento. A lo largo de la primera la serie de artículos, hemos mostrado cómo el trabajo de clarificación de los fines y los medios del movimiento fue llevado a cabo por los marxistas en la Liga de los Comunistas y, posteriormente, por la Iª y IIª Internacional; pero ese trabajo se hizo siempre en conexión con el movimiento de masas, participando en su interior y sacando lecciones de los distintos episodios que se habían venido produciendo como la revolución de 1848 y la Comuna parisina de 1871.
En esta segunda serie de artículos vamos a ver la evolución del proyecto comunista en el período de decadencia del capitalismo: es decir, el periodo en el que el comunismo se convierte en algo más que una perspectiva general de las luchas obreras, cuando se convierte en una auténtica necesidad en cuanto las relaciones de producción capitalistas entran en un conflicto permanente y definitivo con las fuerzas productivas que ha puesto en movimiento. Dicho de forma simple: la decadencia del capitalismo coloca a la humanidad ante el dilema: comunismo o hundimiento en la barbarie. Tendremos ocasión de profundizar en esa alternativa a medida que vayamos desarrollando esta segunda serie. Por el momento queremos decir simplemente que, de la misma forma que en la primera parte de la serie, los artículos que traten sobre la decadencia del capitalismo no pretenden aportar una «historia» de los distintos acontecimientos del siglo XX que han servido para elucidar los fines y los medios del comunismo. Quizá, aún más que en la primera parte, nos limitaremos a ver la forma en que los comunistas analizaron y entendieron estos hechos.
Solo tenemos que ver la Revolución rusa de 1917 para comprender por qué debemos proceder así: escribir una nueva historia, incluso de los primeros meses de este acontecimiento, no está dentro de nuestras posibilidades. Pero eso no disminuye la importancia de nuestro estudio: al contrario, nos daremos cuenta de que casi todos los avances del movimiento revolucionario del siglo XX en la comprensión del camino hacia el comunismo derivan de su interacción con la experiencia insustituible de la clase obrera. Aunque la Revista internacional de la CCI ha dedicado muchas de sus páginas a las lecciones de la Revolución Rusa y de la oleada revolucionaria internacional que esa Revolución inspiró, hay, sin embargo, todavía mucho que decir sobre la forma en que esas lecciones fueron sacadas y elaboradas por las organizaciones comunistas.
El marxismo reconoce generalmente que el comienzo de la época del capitalismo decadente estuvo marcado por el estallido de la Primera Guerra mundial en 1914. Sin embargo, nosotros terminamos la primera serie, y empezamos esta segunda serie, con la primera revolución rusa, o sea los acontecimientos de 1905, que ocurrieron en una especie de bisagra entre las dos épocas. Como veremos, la situación incierta de ese período llevó a muchas ambigüedades en el movimiento obrero sobre el significado de tales hechos. Sin embargo, lo que se hizo evidente, en las fracciones más claras del movimiento, fue que 1905 en Rusia marcó la emergencia de nuevas formas de lucha y organización que correspondían a las necesidades de enfrentar el período de declive capitalista. Si, como hemos mostrado en el último artículo de la primera serie, la década anterior había sido testigo de una tendencia en el movimiento obrero a extraviarse de la ruta hacia la revolución, especialmente con el crecimiento del reformismo y de las ilusiones parlamentarias en el movimiento, 1905 fue la antorcha que iluminó el camino a todos aquellos que querían verlo.
Rosa Luxemburgo y el debate sobre la huelga de masas
A primera vista, la revolución en Rusia de 1905 apareció como una tormenta en un cielo azul. Las ideas reformistas habían ganado al movimiento obrero porque el capitalismo parecía haber entrado en un período feliz en el cual las cosas no podían sino ir cada día mejor para los trabajadores si se atenían a los métodos legales, al sindicalismo y el parlamentarismo. Los días del heroísmo revolucionario, de la lucha callejera y las barricadas, parecían algo del pasado e incluso los que profesaban el marxismo «ortodoxo», como Karl Kautsky, insistían en que la mejor vía para que los trabajadores hicieran la revolución era ganar la mayoría parlamentaria. De repente, en enero de 1905, la sangrienta represión de una manifestación pacífica conducida por el cura y agente policial, padre Gapón, encendía una masiva oleada de huelgas por todo el inmenso imperio zarista y abría un año de agitación que culminó con las huelgas masivas de octubre que vieron la formación del primer Soviet en San Petersburgo y el levantamiento armado de diciembre
En realidad, estos sucesos no brotaban de la nada. Las lamentables condiciones de vida y de trabajo de los obreros rusos que estaban en la raíz de sus humildes peticiones al Zar en el Domingo sangriento, se habían hecho más y más intolerables con la guerra ruso-japonesa de 1904, una guerra que era clara expresión de la agudización general de las tensiones interimperialistas cuyo paroxismo se alcanzaría en 1914. Además, la magnífica combatividad de los obreros rusos no era un fenómeno aislado, ni geográfica ni históricamente: el movimiento huelguístico en Rusia seguía los pasos de las luchas de la década de 1890, mientras que el espectro de la huelga de masas había empezado a mostrarse en la propia Europa más avanzada: en Bélgica y Suecia en 1902, en Holanda en 1903, en Italia en 1904.
Incluso antes de 1905 el movimiento obrero se había visto atravesado por un animado debate sobre la «huelga general». En la IIª Internacional los marxistas habían luchado contra la mitología anarquista y sindicalista la cual había pintado la huelga general como un hecho apocalíptico que podía ser puesto en marcha en cualquier momento y que podría destruir el capitalismo sin necesidad de que los trabajadores se plantearan la batalla por el poder político. Sin embargo, la experiencia concreta de la clase hizo descender el debate de esas abstracciones para situarlo en la cuestión concreta de la huelga de masas, la cual era una expresión real, producto de la evolución del movimiento de huelgas, que se oponía al paro universal del trabajo un día y de una vez por todas y decretado de antemano. Con ello cambiaban radicalmente los protagonistas del debate. Desde ese momento la cuestión de la huelga de masas era una de las líneas de demarcación entre la derecha reformista y la izquierda revolucionaria dentro del movimiento obrero y muy particularmente dentro de los partidos socialdemócratas. Como ocu-rrió en un debate anterior (sobre las teorías revisionistas de Berstein en los años90 del pasado siglo) el movimiento en Alemania estuvo en el centro de la controversia.
Los reformistas, y sobre todo los líderes de los sindicatos, solo veían la huelga de masas como una fuerza anárquica, capaz de amenazar y echar abajo años de paciente labor para captar afiliados u obtener fondos, así como la presencia parlamentaria del partido. Los burócratas de los sindicatos, especialistas en la negociación con la burguesía, temían que el tipo de estallido masivo y espontáneo que había ocurrido en Rusia acabara en una represión masiva que derrumbara las ganancias penosamente adquiridas las pasadas décadas. Prudentemente, tomaron la precaución de no denunciar abiertamente el movimiento en Rusia. Procuraron, en cambio, limitar su campo de aplicación. Reconocían que el movimiento de masas en Rusia era el producto de las condiciones atrasadas de dicho país y de su despótico régimen. Pero no era necesario en un país como Alemania donde los sindicatos y los partidos obreros tenían una existencia legal reconocida. La huelga general sólo era necesaria en Europa como un ejercicio defensivo y limitado para salvaguardar los derechos democráticos frente a tentativas reaccionarias de eliminarlos. Sobre todo, tal acción debía ser preparada de antemano y estrechamente controlada por las organizaciones obreras existentes con vistas a prevenir cualquier amenaza de «anarquía».
Oficialmente, la dirección del SPD se distanció de esas reacciones conservadoras. En el Congreso de Jena celebrado en 1905, Bebel propuso una resolución que apareció como una victoria de la izquierda contra el reformismo, dado que enfatizaba la importancia de la huelga de masas. Pero, en realidad, la resolución de Bebel fue una típica expresión del centrismo porque reducía la huelga de masas a un esfera puramente defensiva. La duplicidad de la dirección se vio unos meses más tarde, en febrero de 1906, cuando llegó a un acuerdo secreto con los sindicatos para bloquear cualquier propaganda efectiva de la huelga de masas en Alemania.
Para la izquierda, en cambio, el movimiento en Rusia tuvo un significado universal e histórico, aportando una bocanada de aire fresco frente a la asfixiante atmósfera de sindicalismo y «nada más que» parlamentarismo que dominaba el partido desde hacía tiempo. Los esfuerzos de la izquierda por entender el significado y las implicaciones de las huelgas de masas en Rusia se plasmaron sobre todo en los escritos de Rosa Luxemburgo que ya antes había encabezado el combate contra el revisionismo de Bernstein y que se había visto directamente envuelta en los acontecimientos de 1905 a través de su militancia en el Partido socialdemócrata de Polonia que entonces formaba parte del imperio ruso. En su justamente famoso folleto Huelga de masas, partido y sindicatos, mostró un profundo dominio del método marxista, el cual, armado con un marco teórico histórico y global, era capaz de discernir las flores del futuro en las semillas del presente. De la misma forma que Marx había sido capaz de predecir el futuro general del capitalismo estudiándolo en sus formas pioneras existentes en Gran Bretaña o proclamando el potencial revolucionario del proletariado analizando un modesto movimiento como el de los tejedores de Silesia (1844), Rosa Luxemburgo fue capaz de mostrar que el movimiento proletario en 1905 en la atrasada Rusia poseía las características esenciales de la lucha de clases en el período que entonces comenzaba a desarrollarse: el período de declive del capitalismo mundial.
El oportunismo arraigado en la burocracia sindical y con más o menos apoyos abiertos en el partido, se apresuró a calificar a los marxistas que comprendían las verdaderas implicaciones del movimiento en Rusia como «revolucionarios románticos» y sobre todo como anarquistas que reeditaban la vieja visión milenarista de la huelga general. Es verdad que fueron los elementos semi-anarquistas del SPD –en particular los llamados lokalisten– quienes convocaban a la «huelga social general» y, como la propia Luxemburgo escribe en su folleto «Rusia sobre todo parecía particularmente preparada para servir de campo de experiencia a las hazañas anarquistas» ([1]). Pero en realidad, como lo prueba Rosa Luxemburgo, no sólo el anarquismo había estado prácticamente ausente del movimiento, sino que sus métodos y objetivos significaban «la liquidación histórica del anarquismo». Y esto no sólo porque los obreros rusos habían probado, contrariamente al apoliticismo defendido por los anarquistas, que la huelga de masas podía ser un instrumento en la lucha por conquistas democráticas (y esto empezaba ya a dejar de ser un componente realizable del movimiento obrero), sino y sobre todo, porque la forma y la dinámica de la huelga de masas había dado un golpe decisivo a anarquistas y burócratas sindicales que, pese a todas sus diferencias, tenían en común la falsa noción de la huelga general como algo que se empieza y se termina a voluntad, al margen de las condiciones históricas y de la evolución real de la lucha de clases. Contra todo esto, Luxemburgo insiste que la huelga de masas es un «producto histórico y no algo artificial» que «ni se fabrica artificialmente ni es decidida o propagada en un espacio inmaterial o abstracto, sino que es un fenómeno histórico resultante en un cierto momento de una situación social, a partir de una necesidad histórica. Por lo tanto, el problema no se resolverá mediante especulaciones abstractas acerca de la posibilidad o la imposibilidad, sobre la utilidad o el riesgo de la huelga de masas, sino a través del estudio de los factores y la situación social que provoca la huelga de masas en la fase actual de la lucha de clases. Ese problema no será comprendido y no podrá ser discutido a partir de una apreciación subjetiva de la huelga general tomando en consideración lo que es deseable o no, sino a partir de un examen objetivo de los orígenes de la huelga de masas, interrogándonos sobre sí ella es históricamente necesaria» ([2]).
Cuando Luxemburgo habla de la «fase presente de la lucha de clases» no se está refiriendo al momento inmediato sino a una nueva época histórica. Con fuerte perspicacia argumenta que «la revolución rusa actual estalla en un punto de la evolución histórica situado ya sobre la otra vertiente de la montaña, más allá del apogeo de la sociedad capitalista» ([3]). En otras palabras: la huelga de masas en Rusia anuncia las condiciones que se convertirán en universales en la época ya cercana del declive capitalista. El hecho de que haya aparecido de forma aguda en la atrasada Rusia refuerza más que debilita sus tesis, ya que el tardío pero muy rápido desarrollo capitalista en Rusia había producido un proletariado muy concentrado que hacía frente a un aparato policial omnipresente que le prohibía virtualmente organizarse y que no le daba más opción que organizarse por y para la lucha. Esta es una realidad que se iba a imponer a todos los trabajadores en la época decadente, en la cual el Estado capitalista burgués ya no puede tolerar una organización permanente de masas de los trabajadores, destruyendo o recuperando sistemáticamente todos los esfuerzos anteriores para organizarse a esa escala.
El período del capitalismo decadente es el periodo de la revolución proletaria; por consiguiente, la Revolución de 1905 en Rusia «aparece menos como la heredera de las viejas revoluciones burguesas que como la precursora de una nueva serie de revoluciones proletarias. El país más atrasado, precisamente porque tiene un retraso imperdonable en la tarea de cumplir la revolución burguesa, muestra al proletariado de Alemania y de los países más avanzados las vías y los métodos de la lucha de clases futura» ([4]). Estas «vías y métodos» son precisamente los de la huelga de masas, que son, como Luxemburgo dice «el movimiento mismo de la masa proletaria, la fuerza de manifestación de la lucha proletaria en el curso de la revolución» ([5]). En suma, el movimiento en Rusia muestra a los obreros de todos los países cómo puede hacerse realidad su revolución.
Características de la lucha de clases en la nueva época
¿Cuál es precisamente el método de acción de la lucha de clases en el nuevo periodo?
Primero, la tendencia de la lucha a estallar espontáneamente, sin una planificación previa, sin una recogida de fondos anticipada que respalde un asedio largo contra los patronos. Luxemburgo recuerda el motivo «trivial» de los trabajadores de Putilov para ponerse en huelga en enero; en su libro 1905, Trotski dice que la lucha de octubre empezó por un simple problema de la paga por puntos entre los impresores de Moscú. Tales desarrollos son posibles porque las causas inmediatas de la huelga de masas son enteramente secundarias en relación a lo que está debajo de ellas: la profunda acumulación de descontento en el proletariado frente a un régimen capitalista cada vez menos capaz de otorgar concesiones y obligado a incrementar la explotación y a derogar cuantas adquisiciones había ganado aquél previamente.
Los burócratas sindicalistas no pueden, desde luego, imaginar una lucha obrera a gran escala que no esté planificada y controlada desde la seguridad de sus oficinas y si la huelga estalla espontáneamente ante sus narices no pueden verla sino como algo ineficaz al no estar organizado. Pero Luxemburgo replica que en las nuevas condiciones emergentes de la lucha de clases, espontaneidad no es la negación de la organización sino su más viable premisa: «la concepción rígida y mecánica de la burocracia sólo admite la lucha como resultado de la organización que ha llegado a un cierto grado de fuerza. La evolución dialéctica, viva, por el contrario, hace nacer a la organización como producto de la lucha. Hemos visto ya un magnífico ejemplo de ese fenómeno en Rusia, donde un proletariado casi inorgánico comenzó a crear en año y medio de luchas revolucionarias tumultuosas una vasta red de organizaciones» ([6]).
Contrariamente a muchos de los críticos de Rosa Luxemburgo, tal visión no es «espontaneísta», dado que la organización a la que se refiere es la organización inmediata y los órganos generales de la clase, no se refiere al partido político o a las fracciones cuya existencia y programa, aunque están vinculadas al movimiento inmediato de la clase, corresponden sobre todo a su dimensión histórica y profunda. Como veremos, Luxemburgo no negó en manera alguna la necesidad de que el partido político
proletario intervenga en la huelga de masas. Lo que este punto de vista de la organización expresa lúcidamente es el fin de una era en el que la organización unitaria de la clase podía existir con bases permanentes fuera de los momentos de combate abierto contra el capital.
La naturaleza explosiva y espontánea de la lucha en las nuevas condiciones está directamente conectada a la esencia misma de la huelga de masas (la tendencia de las luchas a extenderse rápidamente, a ganar a capas cada vez más amplias capas de trabajadores). Describiendo la extensión de las huelgas de enero, Rosa escribe: «Sin embargo, tampoco allí se puede hablar de plan previo, ni de acción organizada, porque el llamamiento de los partidos debía apenas seguir a los levantamientos espontáneos de las masas; los dirigentes apenas tenían tiempo de formular las consignas cuando ya las masas de proletarios se lanzaban al asalto» ([7]). Cuando el descontento en la clase es general se hace rápidamente posible para el movimiento extenderse a través de la acción directa de los trabajadores, llamando a sus compañeros de otras fábricas y sectores a plantear las demandas que reflejan sus agravios comunes.
En fin, contra aquellos que en los sindicatos o en el partido insisten en «la huelga política de masas», en reducir la huelga de masas a una mera arma defensiva contra los atentados a los derechos democráticos de los trabajadores, Luxemburgo demuestra la interacción viva entre los aspectos políticos y económicos de la huelga de masas:
«Sin embargo, el movimiento en su conjunto no se orienta únicamente en el sentido de un paso de lo económico a lo político, sino también en el sentido inverso. Cada una de las acciones de masa políticas se transforma, luego de haber alcanzado su apogeo, en una multitud de huelgas económicas. Esto es válido no sólo para cada una de las grandes huelgas sino también para la revolución en su conjunto. Cuando la lucha política se extiende, clarifica e intensifica. La lucha reivindicativa no sólo no desaparece sino que se extiende, organiza e intensifica paralelamente. Existe una completa interacción entre ambas (…) En una palabra, la lucha económica presenta una continuidad, es el hilo que vincula los diferentes núcleos políticos; la lucha política es una fecundación periódica que prepara el terreno a las luchas económicas. La causa y el efecto se suceden y alternan sin cesar, y de este modo el factor económico y el factor político, lejos de distinguirse completamente o incluso de excluirse recíprocamente como lo pretende el esquema pedante, constituyen en un periodo de huelgas de masas dos aspectos complementarios de la lucha de clases proletaria en Rusia. La huelga de masas constituye precisamente su unidad» ([8]).
Aquí «política» no significa simplemente para Luxemburgo, la defensa de las libertades democráticas, sino sobre todo la lucha ofensiva por el poder, pues, como añade en el siguiente pasaje, «la huelga de masas es inseparable de la revolución». El capitalismo decadente es un sistema incapaz de ofrecer mejoras permanentes en las condiciones de vida de los trabajadores; al contrario, todo lo que puede ofrecer es represión y empobrecimiento. Por tanto, las condiciones mismas que alumbran la huelga de masas impulsan a los trabajadores a plantear la cuestión de la revolución. Más aún, al conseguir polarizar la sociedad burguesa en dos grandes campos, al llevar inevitablemente a los trabajadores a oponerse a la fuerza del conjunto del Estado burgués, la huelga de masas no puede sino plantear la necesidad de destruir el viejo poder estatal: «En el presente la clase obrera está obligada a educarse, reunirse y dirigirse a sí misma en el curso de la lucha y de este modo la revolución está orientada tanto contra la explotación capitalista como contra el régimen de Estado anterior. La huelga de masas aparece así como el medio natural de reclutar, organizar y preparar para la revolución a las más amplias capas proletarias y es al mismo tiempo un medio de minar y abatir el Estado anterior y de contener la explotación capitalista» ([9]).
Aquí, Luxemburgo aborda el problema planteado por los oportunistas en el partido, que basan su «nada más que» parlamentarismo en la correcta observación según la cual el moderno Estado no puede ser destruido mediante las viejas tácticas de la lucha callejera y de barricadas (en el último artículo de la serie vimos cómo incluso Engels había dado cierto apoyo a los oportunistas en este punto). Los oportunistas pensaban que el resultado de ello sería que:
«la lucha de clases se limitaría simplemente a la batalla parlamentaria y que la revolución –en el sentido de combates callejeros– sería simplemente suprimida». Frente a ello, Rosa Luxemburgo argumenta que «la historia ha resuelto el problema a su manera, que es a la vez la más profunda y la más sutil: hizo surgir la huelga de masas que ciertamente no reemplaza ni torna superfluos los enfrentamientos directos y brutales en la calle, sino que los reduce a un simple momento en el largo periodo de luchas políticas» ([10]). Así, la insurrección armada se afirma como la culminación del trabajo de educación y organización de la huelga de masas, una perspectiva ampliamente confirmada por los acontecimientos de febrero y octubre de 1917.
En este pasaje, Luxemburgo menciona a David y a Bernstein como los portavoces de la tendencia oportunista del partido. Pero la insistencia de Rosa en que la revolución no es sólo un acto violento de destrucción, sino que es el punto culminante del movimiento de masas en el terreno específico del proletariado – en los centros de producción y en las calles – significaba en esencia un rechazo total de las concepciones «ortodoxas» defendidas por Kautsky, a quien en un determinado momento se le situaba en la izquierda del partido, pero cuya noción de revolución, como ponemos de manifiesto en el artículo de la primera serie de la Revista internacional nº 88, estaba completamente atrapada en el laberinto parlamentario. Como veremos más adelante, la oposición de Kautsky al análisis revolucionario de Rosa Luxemburgo sobre la huelga de masas se hizo más clara después de que el folleto de Rosa estuviera escrito. Pero ésta había afirmado claramente la salida del laberinto parlamentario mostrando la huelga de masas como embrión de la revolución proletaria.
Hemos dicho que el trabajo de Rosa Luxemburgo sobre la huelga de masas no eliminaba en manera alguna la necesidad del partido proletario. De hecho, en la época de la revolución, la necesidad del partido revolucionario se hace más crucial todavía, como fue el caso de los bolcheviques en Rusia. Pero al desarrollo de las nuevas condiciones y de los nuevos métodos de la lucha de clase corresponde un nuevo papel para la vanguardia revolucionaria y Luxemburgo fue la primera en afirmarlo. La concepción del partido como una organización de masas que reagrupa, controla y dirige a la clase, que había dominado masivamente a la social democracia, fue históricamente superada por la huelga de masas. La experiencia de esta última mostró que el partido no puede agrupar a la mayoría de la clase, no puede tomar en sus manos todos los detalles de un movimiento tan enorme y fluido como la huelga de masas. En consecuencia la conclusión de Rosa Luxemburgo es:
«De este modo arribamos a la las mismas conclusiones para Alemania, en lo que concierne al papel a desempeñar por la ‘dirección’ de la socialdemocracia en relación a las huelgas de masas, que para el análisis de los acontecimientos en Rusia. En efecto, dejemos de lado la teoría pedante de una huelga demostrativa montada artificialmente por el partido y los sindicatos y ejecutada por una minoría organizada y consideremos el cuadro vivo de un verdadero movimiento popular surgido de la exasperación de los conflictos de clase y de la situación política que explota con la violencia de una fuerza elemental en conflictos tanto económicos como políticos y en huelga de masas. La tarea de la socialdemocracia consistirá entonces no en la preparación o la dirección técnica de la huelga, sino en la dirección política del conjunto del movimiento» ([11]).
La profundidad del análisis de Rosa sobre la huelga de masas en Rusia nos suministra una refutación clara de todos aquellos que trataron de negar su significado histórico y mundial. Como todo verdadero revolucionario, Luxemburgo demostró que las tormentas procedentes del Este transformaron completamente las viejas concepciones de la lucha de clases en general, pero incluso obligaron a un reexamen radical del papel del partido mismo. ¡Cuestión con la que estropeó el sueño de los conservadores que dominaban el partido y los sindicatos!.
Los Soviets, órganos del poder proletario
El dogma bordiguista según el cual el programa revolucionario es invariable desde 1848 fue claramente refutada por los acontecimientos de 1905. Los métodos y formas organizativas de la huelga de masas – los soviets o consejos obreros, especialmente – no fueron el resultado de un esquema previo sino que surgieron de las capacidades creativas de la clase en movimiento. Los soviets no fueron creaciones de la nada, pues tales cosas no existen en la naturaleza. Fueron los sucesores naturales de las formas previas de organización de la clase obrera, en particular, de la Comuna de París. Pero también fueron la forma más alta de organización correspondiente a las necesidades de la lucha de la nueva época.
Del mismo modo, la experiencia de 1905 contradice otro aspecto de las tesis «invariantes»: la de que el «hilo rojo» de la claridad revolucionaria en el siglo XX pasa únicamente por una única corriente del movimiento (en concreto, la Izquierda italiana). Como veremos, la claridad que se desarrolló entre los revolucionarios a propósito de los acontecimientos de 1905 vino de una síntesis de las diferentes contribuciones hechas por los revolucionarios de la época. Así, mientras que la visión de Luxemburgo de la dinámica de la huelga de masas, de las características de la lucha de clases en el nuevo período, no tiene parangón, el folleto Huelga de masas, en cambio, contiene una sorprendentemente limitada comprensión de lo adquirido en el terreno organizativo del movimiento. Desde luego, fue capaz de poner de manifiesto una profunda verdad al señalar que las organizaciones nacidas de la huelga de masas eran el producto del movimiento; sin embargo, el órgano que fue, más que ningún otro, la genuina emanación de la huelga de masas, el Soviet, no es mencionado más que de pasada. Cuando ella habla de nuevas organizaciones nacidas de la lucha, se refiere sobre todo a los sindicatos: «... y mientras los guardianes celosos de los sindicatos alemanes temen ante todo verse romper en mil pedazos esas organizaciones, como una preciosa porcelana en medio del torbellino revolucionario, la revolución rusa nos presenta un cuadro totalmente diferente: lo que emerge de los torbellinos, de las tempestades, de las llamas y de la hoguera de las huelgas de masas, como Afrodita surgiendo de la espuma del mar, son los sindicatos nuevos y jóvenes, vigorosos y ardientes» (ídem).
Es verdad que en este periodo bisagra, los sindicatos aún no habían sido integrados definitivamente en el Estado burgués, aunque la burocratización contra la que polemizaba Rosa era una expresión de esa tendencia. Sin embargo, lo que está claro es que la emergencia de los soviets marca la quiebra histórica de los sindicatos como formas de organización de la lucha proletaria. Como método de defensa de los trabajadores los sindicatos están estrechamente conectados con la época precedente donde todavía era posible planificar de antemano las luchas y plantear el combate sector por sector, dado que los patronos no estaban unidos a través del Estado y que la presión de los obreros en un sector no provocaba automáticamente la más fuerte solidaridad de toda la clase dominante contra la lucha. Desde entonces, sin embargo, las condiciones para que surjan «frescos, jóvenes, poderosos y ardientes sindicatos» han desaparecido y las nuevas condiciones exigen nuevas formas de organización.
El significado revolucionario de los soviets fue entendido con mayor claridad por los revolucionarios rusos y muy especialmente por Trotski, quien desempeñó un papel central en el soviet de San Petersburgo. En su libro 1905, escrito casi inmediatamente después de los acontecimientos, Trotski nos proporciona una definición clásica del soviet estableciendo con claridad el lazo entre su forma y su función en la lucha revolucionaria: «¿Qué fue el Soviet de diputados obreros? El Soviet surgió como respuesta a una necesidad objetiva – una necesidad nacida en el curso de los acontecimientos. Fue una organización con una clara autoridad pero que todavía no tenía tradición, que pudo envolver inmediatamente a masas dispersas de cientos de miles de personas que no poseían ninguna máquina organizativa; que unió a todas las corrientes revolucionarias del proletariado, que fue capaz de tomar iniciativas y de establecer espontáneamente un autocontrol – y lo más importante de todo, surgió de debajo de la tierra en 24 horas … Para tener autoridad ante las masas el mismo día en que nació debía estar basada en la más amplia representación. ¿Y cómo lo consiguió? La respuesta se dio espontáneamente. Dado que el proceso de producción era el único lazo entre las masas proletarias que, en el sentido organizativo, tenían aún poca experiencia, la representación se adaptó a las fábricas y centros de producción» ([12]).
Aquí Trotski llena el vacío dejado por Luxemburgo mostrando que fueron los soviets y no los sindicatos la forma organizativa apropiada a la huelga de masas, a la esencia de la lucha proletaria en el nuevo periodo revolucionario. Nacido espontáneamente, producto de la iniciativa creadora de los trabajadores en movimiento, personificaron el necesario paso entre la espontaneidad y la autoorganización. La existencia permanente y la forma sectorial de los sindicatos solo eran adecuadas para los métodos de combate del período precedente. La forma soviética de organización, en cambio, expresa perfectamente las necesidades de la situación donde la lucha «tiende a desarrollarse no en un plano vertical (oficios, ramos industriales) sino en un plano horizontal (geográfico) unificando todos sus aspectos – económicos y políticos, locales y generales – la forma de organización que engendra tiene como función unificar al proletariado por encima de los sectores profesionales» ([13]).
Como ya hemos visto, la dimensión política de la huelga de masas no se limita al nivel defensivo sino que implica inevitablemente tomar la ofensiva, la lucha proletaria por el poder. Aquí, de nuevo, Trotski vio más claramente que nadie que el destino último de los soviets era convertirse en el órgano directo del poder revolucionario. Cuanto más se organiza y unifica el movimiento de masas, más se ve inevitablemente obligado a ir más allá de las tareas «negativas» de paralizar el aparato productivo y asumir las tareas más «positivas» de asegurar la producción y la distribución de los suministros básicos, de difundir informaciones y propaganda, de garantizar un nuevo orden revolucionario, todo lo cual encierra la naturaleza real del soviet como órgano capaz de reorganizar la sociedad.
«Los soviets organizaron a las masas trabajadoras, dirigieron las huelgas políticas y las manifestaciones, armaron a los trabajadores y protegieron a la población contra los pogromos. Un trabajo similar fue realizado por otras organizaciones revolucionarias antes de que el soviet surgiera, coincidiendo con él y después. Pero esto no les dio la influencia que concentraron en sus manos los soviets. El secreto de esta influencia reside en que el Soviet surgió como un órgano natural del proletariado en su lucha inmediata por el poder y determinada por el curso de los acontecimientos. El nombre de “Gobierno obrero” que, por una parte, los obreros mismos y, por otra, la prensa reaccionaria, daban al Soviet era una expresión de que realmente el Soviet era un gobierno obrero en embrión» ([14]). Esta concepción del significado real de los soviets estaba, como veremos después, íntimamente ligada a la visión de Trotski según la cual la revolución proletaria estaba al orden del día de la historia en Rusia.
Lenin, obligado a observar las primeras fases de la revolución desde el exilio, también captó el papel clave de los soviets. Solo tres años antes, cuando escribió ¿Qué hacer?, un libro cuyo núcleo central subraya el papel indispensable del partido, había advertido contra la corriente economicista que hacía un fetiche de la espontaneidad de la lucha. Pero ahora, en el torbellino de la huelga de masas, Lenin ve necesario corregir a los «superleninistas» que habían convertido su polémica en un rígido dogma. Desconfiando de los soviets porque no era un órgano de partido que habían emergido espontáneamente de la lucha, esos bolcheviques les planteaban un absurdo ultimátum: adoptar el programa bolchevique o disolverse. Marx había advertido contra esa clase de actitud consistente en decir «he aquí la verdad ¡arrodíllate!» incluso antes de que el Manifiesto comunista se escribiera y Lenin vio claramente que si los bolcheviques persistían en esa actitud se verían completamente marginados del movimiento real. Esta fue la respuesta de Lenin:
«Creo que el camarada Radin no tiene razón cuando (…) plantea este interrogante: ¿el Soviet de diputados obreros o el Partido? Me parece que no es ése el planteamiento, que la solución ha de ser, incondicionalmente, lo uno y lo otro: tanto el Soviet de diputados obreros como el Partido. El problema –y de capital importancia– consiste en cómo dividir y cómo unir las tareas del Soviet y las tareas del Partido obrero socialdemócrata de Rusia. Me parece que sería inconveniente que el Soviet se adhiriera en forma exclusiva a un determinado partido (…)
El Soviet de diputados obreros ha nacido de la huelga general, con motivo de la huelga y para los fines de la huelga. ¿Quién ha sostenido y ha terminado victoriosamente dicha huelga? Todo el proletariado, dentro del cual hay trabajadores no socialdemócratas (…) ¿Deben sostener esta lucha los socialdemócratas solos? ¿debe librarse únicamente bajo la bandera de la socialdemocracia? Me parece que no (…) Me parece que como organización profesional el Soviet de diputados obreros debe tender a incluir en su seno a diputados de todos los obreros, empleados, sirvientes, braceros, etc. (…) Y nosotros los socialdemócratas trataremos por nuestra parte de aprovechar la lucha conjunta con nuestros camaradas proletarios, sin distinción de ideologías, para predicar sin descanso y con firmeza el marxismo, la única concepción del mundo verdaderamente consecuente y verdaderamente proletaria. Para esta labor de propaganda y agitación sin duda mantendremos, fortaleceremos y ampliaremos nuestro partido, partido de clase del proletariado consciente» ([15]).
Junto con Trotski, que también enfatizaba la distinción entre el partido como organización dentro del proletariado y el Soviet como organización del proletariado (1905), Lenin fue capaz de ver que el partido no tiene como tarea agrupar o organizar al conjunto del proletariado, sino intervenir en la clase y en sus órganos unitarios para aportar una clara dirección política, una visión coincidente con la de Rosa Luxemburgo que hemos analizado anteriormente. Más aún, a la luz de la experiencia de 1905, que había aportado un elocuente testimonio de las capacidades revolucionarias de la clase obrera, Lenin fue capaz de «dar marcha atrás» y corregir alguna de las exageraciones contenidas en el ¿Qué hacer?, en particular, la noción, desarrollada previamente por Kautsky, según la cual la conciencia socialista debe ser «importada» desde el exterior al proletariado por le partido, o más bien, por los intelectuales socialistas. Pero esta reafirmación de las tesis de Marx según las cuales la conciencia comunista emana necesariamente de la clase comunista, el proletariado, de ninguna manera pretende disminuir la convicción de Lenin sobre el papel indispensable del partido. Aunque la clase obrera en su conjunto se mueva en una dirección revolucionaria, debe sin embargo enfrentar el enorme poder de la ideología burguesa y la organización de los proletarios más conscientes tiene que estar presente en las filas obreras combatiendo las vacilaciones y las ilusiones y clarificando los objetivos inmediatos y a largo plazo del movimiento.
No podemos ir más lejos en esta cuestión por ahora. Tomaría toda una serie de artículos exponer la teoría bolchevique de la organización y en particular defenderla contra las calumnias, compartidas por mencheviques, anarquistas, consejistas así como por innumerables parásitos que alegan que la «estrecha» concepción de Lenin sobre el partido sería el producto del atraso ruso, una especie de vuelta atrás a las concepciones narodniki (populistas) y bakuninistas. Lo que queremos subrayar aquí es que la Revolución rusa de 1905 no fue la última de una larga serie de revoluciones burguesas sino el heraldo anunciador de la revolución proletaria que estaba gestándose en las entrañas del capitalismo mundial. Por ello, la concepción bolchevique del partido no estaba anclada en el pasado, sino que fue de hecho una ruptura con él, con la concepción legalista, parlamentaria, del partido de masas que había dominado el movimiento socialdemócrata. Los acontecimientos de 1917 confirmarían de la forma más concreta posible el partido de «nuevo tipo» que defendió Lenin, el cual fue precisamente el tipo de partido que correspondía a las necesidades de la lucha de clases en la época de la revolución proletaria.
Si hubo alguna debilidad en la comprensión de Lenin sobre el movimiento de 1905, fue esencialmente su postura sobre el problema de las perspectivas. Como desarrollaremos a continuación, la visión de Lenin de la Revolución de 1905 fue que se trataba de una revolución burguesa en la cual el papel dirigente incumbía al proletariado, lo cual le dificultó alcanzar el grado de claridad que tuvo Trotski sobre el significado histórico de los soviets. Ciertamente, fue capaz de ver que no podían limitarse a ser órganos puramente defensivos, que deberían ser órganos del poder revolucionario: «Pienso que el Soviet de Diputados obreros es políticamente hablando el embrión del Gobierno Revolucionario Provisional. El Soviet debe proclamarse gobierno provisional revolucionario incorporando para ello nuevos diputados no solo de los obreros sino de los marinos y los soldados» ([16]). No obstante, en la concepción de Lenin sobre la «dictadura revolucionaria del proletariado y los campesinos», ese gobierno no era la dictadura del proletariado que llevaría a cabo la revolución socialista, sino que debía llevar a cabo una revolución burguesa en la que tenía que incluir a todas las clases y estratos sociales opuestos al zarismo. Trotski vio la fuerza del Soviet precisamente en que «no puede permitirse disolver su naturaleza de clase en la democracia revolucionaria; debe permanecer como la expresión organizativa de la voluntad de clase del proletariado» ([17]). Lenin, por otro lado, llamaba al Soviet a diluir su composición de clase ampliando su representación a soldados, campesinos y la «inteligencia burguesa revolucionaria» así como asumiendo las tareas de la revolución «democrática». Para entender estas diferencias hay que profundizar un poco más en la cuestión que estaba detrás de ellas: la naturaleza de la revolución en Rusia.
Naturaleza y perspectivas de la próxima revolución
En 1903 la escisión entre bolcheviques y mencheviques se focalizó sobre la cuestión de la organización. Pero 1905 reveló que las diferencias en materia de organización estaban conectadas con otras cuestiones más programáticas: en este caso, sobre todo, la naturaleza y las perspectivas de la revolución en Rusia.
Los mencheviques, proclamándose intérpretes ortodoxos de Marx sobre la cuestión, argumentaban que Rusia estaba esperando todavía su 1789. En esa trasnochada revolución burguesa, inevitable si el capitalismo ruso quería romper sus amarras absolutistas y construir las bases materiales para el socialismo, la tarea del proletariado y su partido era actuar como fuerza independiente de oposición apoyando a la burguesía contra el zarismo pero negándose a participar en el gobierno para tener las manos libres y poderlo criticar desde una posición de izquierda. En ese sentido, la clase dirigente de la revolución burguesa tenía que ser la burguesía, al menos sus fracciones más avanzadas y liberales.
Los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, estaban de acuerdo en que la revolución sería burguesa y rechazaban como anarquista la idea según la cual tendría un carácter inmediatamente socialista. Pero su análisis de la vía en que se había desarrollado el capitalismo en Rusia (especialmente su dependencia del capitalismo extranjero y de la burocracia estatal rusa) les convenció de que la burguesía rusa era demasiado sumisa al aparato zarista, demasiado blanda e indecisa para llevar adelante su propia revolución. Además, la experiencia histórica de las revoluciones de 1848 en Europa enseñaba que tal indecisión podía ser tanto mayor porque la burguesía temía que un levantamiento revolucionario diera libre curso a la «amenaza de los de abajo», es decir, del movimiento proletario. En estas circunstancias, los bolcheviques insistían en que la burguesía podía retirarse de la lucha contra el absolutismo, la cual solo podía llevarse a una conclusión victoriosa mediante una sublevación popular armada en la que el papel dirigente tenía que ser desempeñado por la clase obrera. La insurrección debería instaurar una «dictadura democrática del proletariado y el campesinado» y, para gran escándalo de los mencheviques, se declaraban dispuestos a participar en el Gobierno provisional revolucionario que sería el instrumento de dicha «dictadura democrática», volviendo a la oposición una vez que las adquisiciones de la revolución burguesa hubieran sido consolidadas.
La tercera posición era la de Trotski – la revolución permanente – una fórmula sacada de los escritos de Marx a propósito de las revoluciones de 1848. Trotski estaba de acuerdo con los bolcheviques en que la revolución tenía todavía que completar tareas democrático-burguesas y que, efectivamente, la burguesía sería incapaz de llevarlas hasta el final. Pero rechazaba la idea de que el proletariado, una vez embarcado en ese camino revolucionario, se impusiera una autolimitación en su combate. Los intereses de clase del proletariado le obligarían no solo a tomar el poder en sus propias manos sino también a transformar las tareas democrático-burguesas iniciales en tareas proletarias, instaurando una serie de medidas económicas y políticas socialistas. Sin embargo, semejante evolución no podía realizarse limitándose al marco nacional:
«Una “limitación voluntaria” del gobierno obrero no tendrá otro efecto que el de traicionar los intereses de los desempleados, los huelguistas y todo el proletariado en general, para realizar la República. El poder revolucionario tendrá que resolver problemas socialistas absolutamente objetivos y en esta tarea chocará en un determinado momento con una gran dificultad: el atraso de las condiciones económicas del país. En los límites de una revolución nacional esta situación no tendría salida. La tarea del gobierno obrero será, por lo tanto, desde el principio, unir sus fuerzas con las del proletariado socialista de Europa occidental. Sólo de esta manera su dominación revolucionaria temporal se transformará en el prólogo de la dictadura socialista. La revolución socialista será imprescindible para el proletariado de Rusia en interés y para la salvaguardia de esta clase» ([18]).
La noción de «revolución permanente», como ya hemos observado en esta serie, no carece de ambigüedades que han sido hábilmente explotadas por aquellos que se han apropiado de la autoridad de Trotski, los actuales trotskistas. Pero en el momento en que se planteó fue un intento de entender la transición hacia el nuevo período de la historia del capitalismo. Esta posición tiene la inmensa ventaja sobre las dos anteriores teorías de plantear el problema de forma internacional, más allá del contexto ruso. En ello Trotski estaba menos con el menchevismo y más con las posiciones de Marx, el cual en sus últimos escritos había reflexionado sobre la posibilidad de que Rusia «superara» la etapa capitalista insistiendo que sólo podría hacerse en el contexto de una revolución socialista internacional ([19]). La evolución de los acontecimientos demostró que Rusia no podría evitar la experiencia del capitalismo. Pero, a diferencia del dogma esquemático de los mencheviques, que defendían que cada país debía construir los fundamentos del socialismo en sus propios confines nacionales, el internacionalista Trotski planteaba el problema en las verdaderas condiciones para la realización del socialismo (o sea, la entrada en decadencia de un capitalismo maduro al borde de la putrefacción), las cuales surgirían de la realidad global mucho antes que cada país hubiera llegado al techo del desarrollo capitalista. Los acontecimientos de 1905 habían demostrado ampliamente que el proletariado urbano combativo y altamente concentrado constituía ya una verdadera fuerza revolucionaria en la sociedad rusa, mientras que los acontecimientos de 1917 confirmarían que un proletariado revolucionario puede lanzarse a la revolución proletaria.
El Lenin de 1917, como muestra el artículo de la Revista internacional nº 89 sobre Las Tesis de Abril, fue capaz de quitarse de encima lo de la «dictadura democrática» pese al apego que le tenían a esa posición muchos «viejos bolcheviques». En este aspecto, no es ninguna casualidad que Lenin en el periodo 1905-1917 fuera acercándose progresivamente hacia las tesis de la «revolución permanente», declarando en un articulo escrito en septiembre de 1905: «De la revolución democrática comenzaremos a pasar enseguida, y precisamente en la medida de nuestras fuerzas, las fuerzas del proletariado consciente y organizado, a la revolución socialista. Somos partidarios de la revolución permanente. No nos quedaremos a mitad de camino» ([20]). Las traducciones estalinistas de la obra de Lenin cambian el término «permanente» por el de «ininterrumpida» para proteger a Lenin de todo «virus trotskista» pero el significado sigue siendo transparente. Si Lenin, no obstante, siguió vacilando frente a la posición de Trotski fue como resultado de las ambigüedades del período que va hasta 1914: hasta la guerra del 14 no quedó claro que el sistema había entrado en su período de decadencia, que la revolución comunista mundial se ponía definitivamente al orden del día de la historia. La guerra y el gigantesco movimiento proletario que estalló en febrero de 1917 eliminaron sus últimas dudas.
La posición menchevique reveló también su íntimo secreto en 1917: en la época de la revolución proletaria la «oposición crítica» a la burguesía se convirtió en capitulación ante ella para posteriormente transformarse en enrolamiento dentro de las fuerzas contrarrevolucionarias. Incluso, la posición de la «dictadura democrática» amenazó con arrastrar a los bolcheviques al mismo campo hasta que el retorno de Lenin del exilio y la victoriosa lucha contra esa posición lo evitó. La reflexión de Trotski sobre la revolución de 1905 tuvo un papel crucial en ese combate. Sin ella, Lenin no habría sido capaz de forjar las armas teóricas necesarias para elaborar Las Tesis de Abril y preparar la vía a la insurrección de Octubre.
Kautsky, Pannekoek y el Estado
La revolución de 1905 terminó con una derrota para la clase obrera. La insurrección armada de diciembre, aislada y aplastada, no llevó ni a la dictadura proletaria ni a la república, sino a una década de reacción zarista que causó la desorientación y la dispersión temporal del movimiento obrero. Pero no fue una derrota de proporciones históricas y mundiales. En la segunda década de este siglo empezaron a verse claras indicaciones de resurgimiento proletario incluso en la propia Rusia. Sin embargo, el centro del debate sobre la huelga de masas se localizó en Alemania. Además, se hizo más urgente porque el deterioro de la situación económica provocó movimientos de huelga masivos, unos alrededor de demandas económicas, aunque también otros, sobre todo en Prusia, en torno a la cuestión de la reforma del sufragio electoral. También fue creciendo la amenaza de guerra la cual alentó al movimiento obrero a considerar la huelga de masas como arma de lucha contra el militarismo. Estos acontecimientos dieron origen a una fuerte polémica dentro del partido alemán, enfrentando a Kautsky, «el papa de la ortodoxia marxista» (en realidad, líder de la corriente centrista del partido) contra Pannekoek y Rosa Luxemburgo, principales teóricos de la Izquierda.
Con la derecha de la socialdemocracia, que mostraba su creciente oposición a toda acción de masas de la clase obrera, el argumento de Kautsky era que la huelga de masas en los países avanzados debía limitarse a un nivel defensivo, que la mejor estrategia de la clase obrera era una «guerra de desgaste» gradual y esencialmente defensiva con el parlamento y las elecciones como instrumentos clave para transferir el poder al proletariado. Pero esto en realidad lo único que probaba era que su autodenominada posición «centrista» no era más que una tapadera del ala abiertamente oportunista del partido. Respondiendo en dos artículos publicados en Neue Zeit de 1910, titulados «¿Desgaste o lucha?» y «La teoría y la práctica», Luxemburgo reafirmaba el argumento que había defendido en Huelga de masas, partido y sindicatos, rechazando el punto de vista de Kautsky según el cual la huelga de masas en Rusia era el producto de su atraso y oponiéndose a la estrategia de «desgaste», mostrando la conexión íntima e inevitable entre la huelga de masas y la revolución.
Pero como nuestro libro sobre la Izquierda holandesa pone de relieve, había una debilidad importante en el argumento de Rosa Luxemburgo: «En realidad, muy a menudo en este debate, Rosa Luxemburgo se situaba en el terreno elegido por Kautsky y la dirección del SPD. Ella llamaba a inaugurar las huelgas y las manifestaciones por el sufragio universal con una huelga de masas y proponía como consigna “transitoria” de movilización la lucha por la República. En este terreno, Kautsky podía replicarle que “querer inaugurar una lucha electoral mediante una huelga de masas es un absurdo”». Y como el libro muestra, fue el marxista holandés Anton Pannekoek, que vivía en Alemania en ese período, quien fue capaz de dar en este debate un paso adelante muy importante.
Ya en 1909 en su texto Divergencias tácticas en el movimiento obrero, que se dirigía contra las desviaciones anarquistas y revisionistas en el movimiento, Pannekoek mostró una profunda comprensión del método marxista en la defensa de sus posiciones, las cuales contenían en germen los principios del rechazo del parlamentarismo y del sindicalismo elaborados por la Izquierda germano-holandesa después de la guerra, aunque desmarcándose claramente, en ese rechazo, de la posición anarquista, moralista e intemporal. En su polémica con Kautsky aparecida en Neue Zeit en 1912 en los textos «Acción de masas y revolución» y «Teoría marxista y táctica revolucionaria», Pannekoek llevará más lejos ese enfoque. Entre las contribuciones más importantes contenidas en esos documentos, destaca el diagnóstico de la posición de Kautsky como centrismo (tratada como «radicalismo pasivo» en el segundo texto); su defensa de la huelga de masas como la forma más apropiada para la clase obrera en la nueva época imperialista emergente; su insistencia en la capacidad del proletariado para desarrollar nuevas formas de organización unitaria en el curso de la lucha ([21]). También, su visión del partido como una minoría activa que tiene como tarea aportar una dirección política y programática al movimiento más que organizarlo o controlarlo desde arriba. Pero más importante todavía fue su argumento sobre el fin último de la huelga de masas que asume la posición marxista sobre el enfrentamiento revolucionario del proletariado con el Estado burgués frente al fetichismo parlamentario y legalista de Kautsky. En un pasaje citado y apoyado por Lenin en su libro El Estado y la Revolución, Pannekoek escribe:
«La lucha del proletariado no es sencillamente una lucha contra la burguesía por el poder estatal, sino una lucha contra el poder estatal. El contenido de la revolución proletaria es la destrucción y eliminación de los medios de fuerza del Estado por los medios de fuerza del proletariado (…) La lucha cesa únicamente cuando se produce como resultado final la destrucción completa del poder estatal. La organización de la mayoría demuestra su superioridad al destruir la organización de la minoría dominante» ([22]).
Lenin, pese a ver ciertos defectos en la formulación de Pannekoek, lo defiende ardientemente como marxista frente a la acusación de Kautsky de recaída en el anarquismo: «En esta polémica es Pannekoek quien representa al marxismo contra Kautsky, pues precisamente Marx nos enseñó que el proletariado no puede limitarse a conquistar el Poder del Estado en el sentido de que el viejo aparato estatal pase a nuevas manos, sino que debe destruir, romper, dicho aparato y sustituirlo por otro nuevo» ([23]).
Para nosotros, los defectos de la presentación de Pannekoek se sitúan a dos niveles: que no basa suficientemente su argumento en los textos de Marx y Engels sobre la cuestión del Estado, particularmente sobre su conclusión acerca de la Comuna de París. Eso hizo más fácil a Kautsky lanzar su acusación de anarquismo. Y, en segundo lugar, Pannekoek es poco claro acerca de la forma de los nuevos órganos de poder del proletariado: como Luxemburgo no capta el significado histórico de la forma soviética, algo que, sin embargo, sí que fue capaz de comprender después, cuando se produjo la Revolución rusa. Pero, una vez más, esto lo que prueba es que la clarificación del programa comunista es un proceso que integra y sintetiza las mejores contribuciones del movimiento internacional del proletariado. El análisis de Luxemburgo sobre la huelga de masas quedó «coronado» por la apreciación de Trotski sobre los soviets y la perspectiva revolucionaria que extrajo de los acontecimientos de 1905. Los avances de Pannekoek sobre la cuestión del Estado fueron retomados por Lenin en 1917, el cual fue capaz no solo de comprender que la revolución proletaria debía destruir el Estado capitalista existente sino que, además, la forma «al fin encontrada» para ejercer la dictadura del proletariado eran los soviets o consejos obreros. Los logros de Lenin en ese campo, ampliamente resumidos en su libro El Estado y la Revolución serán el eje del siguiente capítulo de esta serie.
CDW
[1] Rosa Luxemburgo, Obras escogidas, tomo II.
[2] ídem.
[3] ídem.
[4] ídem.
[5] ídem.
[6] ídem.
[7] ídem.
[8] ídem.
[9] ídem.
[10] ídem.
[11] ídem.
[12] Trotski, 1905, «El Soviet de diputados obreros»
[13] Revista internacional nº 43 «Revolución de 1905: enseñanzas fundamentales para el proletariado»
[14] Trotski, 1905, «Conclusiones»
[15] Lenin, «Nuestras tareas y el Soviet de diputados obreros», Obras completas, t. 12, edición en español
[16] Lenin, «Nuestras tareas y el Soviet de diputados obreros», Obras completas, t. 12
[17] Trotski, op.cit.
[18] Trotski, 1905, «Nuestras diferencias», t. II, edición en español
[19] Revista internacional nº 81, «Comunismo del pasado y del futuro»
[20] Lenin, «La actitud de la Socialdemocracia ante el movimiento campesino», Obras completas, t. 11, edición en español
[21] Pannekoek se queda a nivel de generalidades en la descripción de esas formas de organización. Pero el movimiento real comenzó a concretarse: en 1913 surgieron huelgas antisindicales en los astilleros del norte de Alemania, dando nacimiento a los primeros comités de huelga autónomos. Pannekoek no vaciló en defender esas formas nuevas de lucha y organización contra la burocracia sindical, la cual estaba completando su integración en el Estado capitalista. Ver Pannekoek y los Consejos obreros de S. Bricianier.
[22] la cita aparece en Lenin, El Estado y la Revolución, y está tomada del texto de Pannekoek Acción de masas y revolución
[23] Lenin, El Estado y la Revolución