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«… El año 67 nos ha dejado la caída de la libre esterlina y el 68 nos trae las medidas de Johnson; (…) he aquí la descomposición del sistema capitalista, que durante algunos años había quedado escondida detrás de la borrachera del “progreso” que sucedió a la Segunda Guerra mundial» (Internacionalismo, nº 8, Enero de 1968)
Hace veinte años teníamos que convencer sobre la existencia de la crisis; hoy tenemos que explicarla y demostrar sus implicaciones históricas.
«… El año 67 nos ha dejado la caída de la libre esterlina y el 68 nos trae las medidas de Johnson; (…) he aquí la descomposición del sistema capitalista, que durante algunos años había quedado escondida detrás de la borrachera del “progreso” que sucedió a la Segunda Guerra mundial» (Internacionalismo, nº 8, Enero de 1968) Hace veinte años teníamos que convencer sobre la existencia de la crisis; hoy tenemos que explicarla y demostrar sus implicaciones históricas.
«En 1967 los primeros síntomas se manifiestan sin dejar lugar a dudas: el crecimiento anual de la producción mundial conoce su nivel más bajo de los últimos diez años. En los países de la OCDE el desempleo y la inflación se aceleran lenta pero constantemente. El crecimiento de las inversiones no deja de disminuir de 1965 a 1967. En 1967 existen oficialmente 7 millones de desempleados en los países de la OCDE y el PNB aumenta un 3’5 %. Son cifras que hoy parecen insignificantes comparadas con el nivel actual de la crisis, pero ya estaban indicando el final de la “prosperidad” de la posguerra (…). La segunda recesión que toca fondo en 1970 es mucho más fuerte que la del 67. Es más profunda en los países de la OCDE y más larga en todo el mundo. Confirma que la recesión del 67 no había sido un accidente “alemán” sino el aviso inequívoco de un nuevo periodo de inestabilidad económica» (de nuestro folleto La Decadencia del Capitalismo). Se habrán necesitado veinte años, una generación, para que lo que no fueron más que las primeras manifestaciones de una crisis que marcó el final del periodo de reconstrucción tras la segunda guerra mundial, aparezca abiertamente como la expresión de la crisis general e insoluble de un modo de producción, espoleado por la carrera por las ganancias, la sed insaciable de nuevos mercados, un modo de producción basado en la explotación del hombre por el hombre. El balance de esos veinte años de crisis, desde un punto de vista mundial e histórico, bien sea en los países llamados “comunistas”, en los países del Este o en China, en los “desarrollados”, o en los que antes se denominaban “en vías de desarrollo”, es catastrófico y la perspectiva que se presenta aún más catastrófica.
Catastrófico de manera absoluta. Por la miseria que en todo el mundo se ha convertido en lo cotidiano para la inmensa mayoría de la población, y con una perspectiva que no es que los países más o menos industrializados acaben alcanzando a los países desarrollados, sino, al contrario, la de un desarrollo de las características de subdesarrollo en las mismísimas metrópolis industriales; lo que los sociólogos llaman «el cuarto mundo». La profundidad y la gravedad extremas de esta crisis se evidencian con mayor rotundidad, cuando se ve que todas las políticas económicas utilizadas para encararla desde hace veinte años, se han revelado, sin excepción, como rotundos fracasos y que las perspectivas de salir del atolladero en el que se hunde cada día más la economía mundial, tanto en el Este como en el Oeste, aparecen hoy como totalmente ilusorias. En realidad, las cuestiones que plantea esta crisis son cuestiones de fondo que afectan al corazón mismo de la organización social, de su estructura, de las relaciones existentes y que condicionan el porvenir de la sociedad mundial.
En vísperas de otra fuerte e inevitable recesión mundial, esta retrospectiva de veinte años de crisis ha de dar cuenta de las ilusiones y los mitos que, en diferentes épocas, han sido fabricados y propuestos tanto por los cauces oficiales del poder como por la oposición de izquierdas. ¿Qué se ha dicho sobre la crisis? Estos últimos veinte años, al compás del ritmo de una crisis jamás yugulada y que progresa a golpes, contienen también la historia del desmoronamiento de las ilusiones que marcaron su recorrido. Durante todos estos años se ha invocado prácticamente de todo para tratar de conjurar al diablo.
1. - La «crisis del petróleo» y la crisis de sobreproducción. En la primera mitad de los años 70, se dijo que la recesión del 74 y la crisis financiera nunca superada se debían a la «crisis del petróleo», «la crisis energética», y la «penuria» de materias primas en general. Según los expertos y los dirigentes mundiales de toda calaña, los sobresaltos económicos se debían a que esa “penuria” «provocaba un aumento de su precio». La economía mundial era, en cierto modo, víctima de un problema “natural”, ajeno y exterior por tanto a su naturaleza profunda.
Sin embargo, unos años después, a partir de 1978-79, cuando los sobresaltos de la economía pasaron a ser convulsiones, lo que sucedió no fue una penuria de fuentes energéticas acompañada de un aumento de su precio, sino una sobreproducción general de las mismas y en particular del petróleo y, por consiguiente, una caída de los precios. La naturaleza evidente de esta crisis se expresa, de manera caricatural, en los sectores de la producción de materias primas y, en particular, en la agricultura: se trata de una patente crisis de sobreproducción que engendra… penuria. Por ello, mientras las naciones se lanzan a la “guerra comercial agrícola más encarnizada que nunca haya existido, asistimos también a un espantoso desarrollo de hambrunas y subalimentación en el mundo. Sucede que «La producción agrícola mundial es suficiente para asegurar a cada individuo más de 3000 calorías por día, o sea 500 más que lo que necesita un adulto por término medio para vivir con un buen estado de salud. Entre 1969 y 1983, el incremento de la producción agrícola (40 %) fue más rápido que el de la producción mundial (35 %)». (L`insécurité alimentaire dans le monde, p. 4, Octubre del 87). Lo que, sin embargo, no impide que como dice un reciente informe Banco Mundial, la inseguridad alimenticia afecta a 700 millones de personas, y esto no puede atribuirse a un problema de capacidad productiva puesto que «El hambre persiste hasta en los países que han alcanzado la autarquía alimenticia. En esos países las hambres afectan simplemente a los que no tienen ingresos suficientes para acceder al mercado.» (Banco Mundial: Informe sobre la pobreza y el hambre, 1987). Por otra parte, las burguesías occidentales se quejaron en esa época amargamente del aumento de los costos de los abastecimientos de materias primas y de fuentes energéticas, puesto que, según ellos, eso “estrangulaba” sus economías. No dicen, sin embargo, donde fueron a parar todos los dólares desembolsados a los países productores de materias primas. Lo cierto es que esa ingente masa de dólares volvió a los países “estrangulados”, pues los países productores los invirtieron en importar, no medios de producción o de consumo para sus poblaciones, sino, sobre todo, armamento: «Entre 1971 y 1985, el Tercer Mundo compró más de 286 mil millones de dólares de armamentos, es decir el 30 % de la deuda acumulada por los países del Sur en ese mismo período (…). Oriente Medio absorbió más de la mitad de las exportaciones (…). Entre 1970 y 1977 el mercado alcanzó una expansión media del 13 %». (Le Monde Diplomatique, Marzo de 1988: Le grand bazar aux canons dans le tiers monde, p. 9). El estado de barbarie avanzada en que se encuentra hoy un Oriente Medio devastado por la guerra y la crisis, ilustra perfectamente la estrecha relación existente entre crisis y guerra. La historia de estos últimos años nos muestra claramente cómo la crisis de sobreproducción se transforma en destrucción pura y simple.
Toda mentira tiene una pizca de verdad, toda ilusión o mito contiene una parte de realidad, pues de no ser así no calarían en el cerebro de la gente. Lo mismo podemos decir de las “explicaciones” con que han ido jalonando la explicación de la crisis en estos últimos 20 años. Al principio la explicación de la crisis basada en «la carestía del petróleo», pudo parecer verosímil. En efecto, el aumento brutal del coste de las fuentes energéticas, cuyo precio relativamente barato hasta entonces contribuyó al periodo de reconstrucción, significó, a partir de 1974, un duro golpe para las economías europeas, pues, a diferencia de las inversiones en material cuyo costo se amortiza durante un largo periodo, los precios de las materias primas se repercuten inmediatamente en el precio total de las mercancías producidas. Por ello el aumento de los precios de la energía y de las materias primas hizo notar inmediatamente sus consecuencias: debilitamiento de su competitividad y baja de la tasa de ganancia. Contrariamente a lo que se dijo, esos aumentos no se debían a una penuria natural de materias primas; las únicas “penurias” que hubo en aquel tiempo fueron las organizadas para especular, anticipando una subida de los precios. El fuerte aumento de los costos de las fuentes energéticas y de las materias primas en general se debían, y ésa es la verdadera causa, a la caída brutal del dólar a partir de 1971, pues dado que todas las compras se hacían en dólares, los países productores al subir el precio del petróleo, no hacían sino repercutir la devaluación del dólar.
Y este es el fondo de la cuestión. La caída del dólar, resultado directo de la decisión tomada por las autoridades norteamericanas en 1973 de dejar flotar la cotización del dólar para aumentar la competitividad de su economía, puso la puntilla al desmantelamiento de los Acuerdos de Bretton Woods firmados en Julio de 1944. Esos acuerdos estaban destinados a reconstruir, una vez restablecida la paz, el sistema monetario internacional, dislocado desde el principio de los años 30…Se trataba precisamente de evitarle al mundo un retorno a la experiencia desastrosa de las devaluaciones “competitivas” y de los “cambios flotantes” que había conocido entre las dos guerras.». ("Balance económico y social de 1987", Le Monde, p. 41). De hecho, la caída “competitiva” del dólar significó un retorno a las condiciones de una economía en crisis que existían antes de la guerra, pues la economía mundial se encontró en un nuevo período de crisis económica aguda en el que se encontraba ante los mismos problemas que habían precipitado la segunda guerra mundial, pero esta vez multiplicados por cien. El preludio a esta situación fue la aparición, en 1967, del déficit comercial norteamericano.
Y si bien la cuantía de ese déficit entonces es muy pequeña comparada con la actual (véase la gráfica), si era ya muy significativa pues señalaba el final del periodo de reconstrucción. Significaba que las economías europeas y asiáticas, ya reconstruidas, no sólo dejaban de ser un mercado sino que venían a sumarse como competidores ante un mercado mundial reducido en igual medida. Desde entonces todo lo que se ha hecho en materia de economía política ha tenido como razón de ser la voluntad de compensar ese desmoronamiento de las posibilidades económicas que representó el período de reconstrucción. El período 1967-1981, representa, desde el punto de vista económico, la historia de la utilización masiva e intensiva de recetas keynesianas para mantener artificialmente la economía. Recordemos rápidamente en qué consisten esas recetas keynesianas: «La aportación básica de Keynes a la economía política burguesa puede resumirse en que reconoció, en pleno marasmo de la crisis de 1929, lo absurdo de aplicar ese principio religioso de la ciencia económica burguesa inventado por el economista francés Jean-Baptiste Say en el siglo XIX, según el cual el capitalismo no puede tener verdaderas crisis de mercados puesto que “toda producción es al mismo tiempo una demanda”. La solución keynesiana consistiría en crear una demanda artificial por el Estado. Si el capital no consigue crear una demanda nacional suficiente para absorber la producción y si, además, los mercados internacionales están saturados, Keynes preconiza que el Estado actúe como comprador general de productos que pagará con “papel mojado” emitido por él. Como todo el mundo necesita ese dinero, nadie protestará por el hecho de que ese papel moneda no representa más que eso: papel» (Del folleto La decadencia del capitalismo, p. 5, publicado por la C.C.I.).
Efectivamente, durante ese período,... «los EEUU se convirtieron – al crear un mercado artificial para el resto de su bloque mediante enormes déficits comerciales – en la “locomotora” de la economía mundial. Entre 1976 y 1980, los EEUU compraron mercancías al extranjero por un valor que superó, en más de 100 mil millones de dólares, el importe de lo que vendieron. Sólo los EEUU, al ser el dólar la moneda de reserva mundial, podían realizar semejante política sin que fuera necesario devaluar masivamente su moneda. Después, los EEUU inundaron el mundo con dólares, con una expansión sin igual del crédito bajo la forma de préstamos a los países subdesarrollados y al bloque ruso. Esta masa de papel moneda creó por un tiempo una demanda efectiva que permitió proseguir el comercio mundial. » (Revista Internacional, nº 26). Igualmente puede verse en Alemania Federal un ejemplo de ese período de ilusiones: «Alemania se ha puesto ha hacer de “locomotora” cediendo a las presiones, hay que reconocerlo, de los demás países (…). El aumento del gasto público se ha duplicado, creciendo 1,7 veces, en la misma proporción que lo ha hecho el producto nacional, hasta el extremo que la mitad de éste es ahora canalizado por los poderes públicos. Por eso el crecimiento de la deuda pública ha sido explosivo. Era estable a principios de los años 70 (más o menos 18 % del PNB). En 1975, esa deuda pasó a ser de repente el 25 %, y este año el 35 %, o sea que su porcentaje se ha duplicado en diez años. Está alcanzando un grado que no se veía desde la bancarrota del período entre guerras. Los alemanes que no se olvidan, ven resurgir el espectro de las carretillas repletas de billetes de la República de Weimar» (Citado de L´Expansion, - semanario económico francés -, 11/81, en la Revista Internacional, nº 31, 1982, p. 24). La crisis del dólar y la amenaza en 1979 de una quiebra financiera general, dio paso a un cambio en la política económica que se operó tras la fachada de la ideología liberal de la “desregulación”, que desembocará sin embargo, en 1982, en la recesión económica más fuerte que haya conocido el mundo desde los años que precedieron a la Segunda Guerra mundial.
2. - La «revolución liberal» Todas las elucubraciones sobre las causas “naturales” de la crisis mundial, como las que tanto se explotaron durante los años 70, no sirvieron para explicar nada de nada, por lo que se olvidaron rápidamente y nadie ha vuelto a hablar de ellas. Pero la crisis mundial siguió desarrollándose, tanto en profundidad como en extensión, hasta llegar al corazón mismo de las metrópolis industriales. Era pues necesario encontrar una nueva justificación que, al menos, sirviera de coartada ideológica a las dolorosas “terapias de choque” que se infligieron a los trabajadores, a partir de 1979 cuando el desempleo se duplicó en pocos años, cuando los salarios fueron bloqueados, cuando en las oficinas y fábricas se imponía una verdadera propaganda de guerra para que obreros y empleados defendieran, como soldados, “su” empresa, “su” nación,... en una guerra económica en la que tenían todo que perder y nada que ganar. Y en la cual, efectivamente, perdieron mucho. Y ¡con qué alborozo nos comunicaron que, por fin, habían descubierto el origen de todos los males que aquejaban a la economía!. Ahora resulta que la dolencia que abate a la sociedad es un exceso de “intervencionismo”, que lo que la enfermó fueron los “malos hábitos de pedigüeño que aspira a un subsidio” que habían imperado desde los “gloriosos” años de la postguerra (1945-75). Ese “demasiado Estado” habría agotado los recursos productivos y sofocado el “afán emprendedor”, creando grandes déficits estatales que hipotecarían el crecimiento productivo. La substancia, si cabe hablar de tal concepto, de estas peregrinas explicaciones es que sería ese “intervencionismo estatal” lo que habría impedido que las “leyes naturales” de la economía mundial jugaran su papel de “autorregulación”. Así, como por ensalmo y de repente, los economistas sintieron que habían descubierto las causas de la crisis, y su euforia fue aún más profunda puesto que de esta revelación se concluía que los remedios necesarios para contrarrestarla eran toda una serie de medidas que “sabían a gloria” a los explotadores: nos referimos a las oleadas de despidos, a la reducción de salarios, supresión de gastos sociales,... que sufrió la inmensa mayoría de la población trabajadora en todo el mundo durante la primera mitad de la década de los 80, a los que en el caso por ejemplo de los funcionarios y empleados del estado se acusaba de “privilegiados” mientras que al Tercer Mundo se le dejaba completamente abandonado.
Pero del mismo modo que antes veíamos que la supuesta penuria de materias primas y de fuentes energéticas escondía, en realidad, una sobreproducción; el pretendido “adelgazamiento del Estado” que se recetaba se convirtió en realidad en “un poco más de Estado”, aunque no fuera más que el aumento de su intervención en todos los aspectos de la vida social, empezando por las intervenciones de la policía, es decir la represión de todas las manifestaciones de revuelta que esa política provocó. O para orientar una parte cada vez más grande del esfuerzo productivo, tecnológico y científico hacia la producción de armamentos, o para encaminar cada vez más la inversión productiva hacia la Bolsa de valores,... Pero en 1984-85 se puso muy de moda el mito de una reactivación económica en los EEUU cuando parecía que las recetas “reaganianas” funcionaban y los principales indicadores económicos (el paro, la inflación,...) se recuperaban. En el mundo entero los financieros, los industriales, los políticos, se maravillaban de esa “revolución”, y ¡hasta la URSS y China! quisieron poner en práctica el “liberalismo”,... Como es sabido tal aventura fracasó en el espectacular colapso de la bolsa de valores en Octubre de 1987, con la amenaza de una recesión más fuerte y un retorno a la inflación.Los déficits presupuestarios y comerciales en lugar de desinflarse se habían encumbrado aún más en unos pocos años y sobre todo en el país en el que esa ideología había encontrado a la vez un trampolín y un terreno de predilección: los EEUU. Es el balance que sacábamos ya en 1986: «El crecimiento americano se ha hecho a crédito. En cinco años, los EEUU, que eran el principal acreedor del planeta, se ha convertido en el principal deudor, el país más endeudado del mundo. La deuda – interna y externa - acumulada por los EEUU, alcanza hoy la suma astronómica de 8 billones de dólares, después de haber sido de 4,6 billones de dólares en 1980 y 1,6 en 1970. Es decir que para poder hacer su papel de locomotora, en espacio de cinco años, el capital americano se endeudó más que durante los diez años precedentes» (Revista Internacional, nº 48).
La producción industrial, en cambio, no conoció un nuevo auge sino un enlentecimiento o incluso – como sucedió igualmente en EEUU – retrocedió. Resultó que ese “afán emprendedor” que iba a verse impulsado al quedar liberado de sus ataduras, huyó a la carrera de la esfera industrial y no encontró otro refugio que el de la especulación financiera y bursátil, única actividad enfebrecida del capital en estos últimos años, y que tuvo el lamentable fin que sabemos.
Esto vale para todas las grandes potencias industriales y particularmente para la más poderosa de ellas: los EEUU. Se ha dicho que una de las principales victorias que allí tuvo esa “revolución liberal” fue la reducción del desempleo, cuando lo cierto es que desaparecieron para siempre cerca de 1 millón de empleos de los sectores industriales, que más de 40 millones de personas pasaron a vivir en condiciones por debajo del “nivel de pobreza”, y que los únicos empleos que se crearon fueron empleos a tiempo parcial en el sector de los servicios: «Mientras en los años 70 un empleo suplementario de cada cinco ganaba menos de 7000 dólares al año; desde 1979 ha ocurrido lo propio con seis nuevos empleos de cada diez. (…) Entre 1979 y 1984 la cantidad de trabajadores que cobran un salario igual o superior al salario medio disminuyó en 1,8 millones (…) La cantidad de trabajadores que gana menos aumentó en 9,9 millones. >> (del periódico francés Le Monde, «Dossier et Documents, bilan économique et social», 1987).
En cuanto a las naciones llamadas del «tercer mundo», que supuestamente se verían favorecidas por la liberación de las “leyes naturales” del mercado y de la competencia, se han visto abocadas en estos años al fondo del precipicio. Y lejos de “emanciparse” de la tutela de las grandes potencias industriales, lo que se ha reforzado ha sido su dependencia pues ha aumentado el agobio de la deuda y de unos intereses que se han multiplicado por dos (por el valor monetario del dólar), mientras su principal fuente de ingresos, es decir la exportación de materias primas, se ha derrumbado puesto que el aparato productivo mundial ya no las absorbe. Así por ejemplo México se vio obligado a devaluar el peso un 50 % en Noviembre del 87.