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Hace más de treinta años, en las “Tesis sobre la descomposición”[1] [2], decíamos nosotros que la burguesía tendría cada vez más dificultades para controlar las tendencias centrífugas de su aparato político. El referéndum sobre el “Brexit” en Gran Bretaña y la candidatura de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos son una ilustración de esas dificultades. En los dos casos, los aventureros políticos sin escrúpulos de la clase dominante se sirven de la “revuelta” populista de quienes han sufrido los desastres económicos de los últimos treinta años, para su propia auto-glorificación.
La CCI se ha dado cuenta tardíamente del avance del populismo y de sus consecuencias. Por eso publicamos ahora un texto general sobre el populismo[2] [3], cuestión que está actualmente en discusión en el seno de la organización. El artículo que sigue trata de aplicar las principales ideas de ese texto de discusión a las situaciones específicas de Gran Bretaña y Estados Unidos. En una situación mundial en plena evolución, no tenemos la menor pretensión de ser exhaustivos, pero esperamos aportar materia para la reflexión y discusiones posteriores.
El referéndum que acabó siendo incontrolable
La pérdida de control por la clase dominante no ha sido nunca más evidente que en el espectáculo de desorden caótico que nos ha ofrecido el referéndum sobre la Unión Europea en Gran Bretaña y sus consecuencias. Nunca antes, la clase capitalista británica había perdido hasta tal punto el control del proceso democrático, nunca antes sus intereses vitales han estado tan a la merced de aventureros como Boris Johnson[3] [4] o Nigel Farage[4] [5].
La falta general de preparación para las consecuencias de un eventual Brexit (abandono de la UE) es una indicación de la confusión en la clase dominante británica. Sólo algunas horas después del anuncio del resultado, los principales portavoces del Leave (salida de la UE) debían explicar a sus seguidores que los 350 millones de libras esterlinas que habían prometido asignar al NHS[5] [6] si ganaba el Brexit –una cifra estampada en todos los autobuses de su campaña- no era, en realidad, sino una especie de errata por descuido. Algunos días más tarde, Farage dimitió de su puesto de dirigente de UKIP, dejando todo el lío del Brexit en manos de otros Leavers (“Salientes”). Guto Harri, antiguo jefe de comunicación de Boris Johnson, declaró que de hecho, “el corazón (de Johnson) no ha estado nunca en ello” (en la campaña por el Brexit), y hay una fuerte creencia de que el apoyo de Johnson al Brexit no ha sido más que una maniobra oportunista e interesada con el fin de reforzar su tentativa de apoderarse de la dirección del Partido Conservador contra David Cameron; Michael Gove[6] [7], que ha gestionado la campaña de Johnson durante el referéndum y debía gestionar después su campaña para el puesto de Primer Ministro (además de que él mismo había hecho conocer muchas veces su propia falta de interés por ese puesto), apuñaló a Johnson por la espalda, sólo dos horas antes del vencimiento para la presentación de las candidaturas, presentándose él mismo con el pretexto de que su amigo de siempre, Johnson, no tenía las capacidades para ocupar el cargo; Andrea Leadsom[7] [8] se lanzó en la carrera por la dirección del Partido Conservador en tanto que Leaver convencida –aunque ella había declarado tres años antes que una salida de la Unión Europea sería “un desastre” para Gran Bretaña. Mentira, hipocresía, traición: seguramente nada de todo esto es nuevo en el aparato político de la clase dominante. Pero lo que llama la atención, en el seno de la clase dominante más experimentada del mundo, es la pérdida de todo sentido de Estado, del interés nacional histórico que prima sobre la ambición personal o las pequeñas rivalidades de bandas. Para encontrar un episodio comparable en la vida de la clase dominante inglesa, habría que remontarse a la Guerra de las Dos Rosas[8] [9] (como la describió Shakespeare en su Enrique VI), el último aliento de un orden feudal decadente.
La falta de preparación por parte de la patronal financiera e industrial ante las consecuencias de una victoria del Leave es todavía más sorprendente, sobre todo habida cuenta de la cantidad de indicaciones de que el resultado sería “la cosa más incierta que jamás se habría visto en la vida” (si se permite citar al duque de Wellington después de la batalla de Waterloo)[9] [10]. El hundimiento del 20%, después del 30%, de la libra esterlina en relación con el dólar muestra que el resultado del Brexit no era el esperado, pues no había afectado la cotización de la libra antes del referéndum. Nos han servido el espectáculo poco edificante de una estampida de una parte de bancos y empresas buscando instalarse, o literalmente mudarse, a Dublín o París. La decisión rápida de George Osborne[10] [11] de reducir los impuestos a las empresas al 15% es claramente una medida de urgencia para retener las empresas en Gran Bretaña, cuya economía es una de las más dependientes del mundo de las inversiones extranjeras.
El imperio contraataca
A pesar de todo lo dicho, la clase dominante británica no está sonada. El cambio inmediato de Cameron, que no estaba previsto antes de septiembre, del puesto de Primer Ministro por Theresa May –una política sólida y competente que había hecho campaña discretamente por el Remain (“Quedarse”)- y la demolición por la prensa y por los diputados conservadores de sus rivales, Gove y Leadsom, demuestra una capacidad real de responder rápidamente y de manera coherente por parte de las fracciones estatales dominantes de la burguesía.
Fundamentalmente, esta situación está determinada por la evolución del capitalismo mundial y por la relación de fuerzas entre las clases. Es el producto de una dinámica más general hacia la desestabilización de las políticas burguesas coherentes en la fase actual del capitalismo decadente. Las fuerzas motrices detrás de esta tendencia hacia el populismo no son el objeto de este artículo: se analizan en la “Contribución sobre la cuestión del populismo” mencionada más arriba. Pero estos fenómenos generales toman una forma concreta bajo la influencia de la historia y de unas características nacionales específicas. De hecho, el Partido Conservador siempre ha tenido un ala euroescéptica que nunca aceptó verdaderamente la pertenencia de Gran Bretaña a la Unión Europea y cuyos orígenes pueden ser definidos así:
1. La posición geográfica de Gran Bretaña (y de Inglaterra antes) frente a las costas europeas ha hecho que haya podido mantenerse siempre a distancia de las rivalidades europeas de una forma que no era posible para los estados continentales; su tamaño relativamente pequeño, su insuficiencia como potencia militar terrestre, fueron la causa de que jamás pudiera esperar dominar Europa, como lo hizo Francia hasta principios del siglo XIX o Alemania después de 1870, de modo que solo pudo defender sus intereses vitales jugando con los enfrentamientos de unas potencias contra otras, evitando todo compromiso con ninguna de ellas.
2. La situación geográfica de la isla y su estatus de primera nación industrial del mundo determinaron el desarrollo de Gran Bretaña como imperialismo mundial marítimo. Al menos desde el siglo XVIII, las clases dominantes británicas desarrollaron una visión mundial que, una vez más, les permitió mantener cierta distancia hacia la política puramente europea.
Esta situación cambia radicalmente después de la Segunda Guerra Mundial, en primer lugar, porque Gran Bretaña no podía seguir manteniendo su estatus de potencia mundial dominante, y, además, porque la tecnología militar (fuerzas aéreas, misiles de largo alcance, armas nucleares) hizo que el aislamiento respecto a la política europea no fuese posible. Uno de los primeros en reconocer ese cambio de la situación fue Winston Churchill que, en 1946, llamó a la formación de los “Estados Unidos de Europa”, pero su posición jamás fue realmente aceptada dentro del Partido Conservador. La oposición a permanecer en la Unión Europea[11] [12] ha ido aumentando de forma progresiva a medida que Alemania se ha ido reforzando, sobre todo después del hundimiento de la URSS y de que la reunificación alemana de 1990 ha aumentado de forma considerable la influencia de Alemania en Europa. Durante la campaña del referéndum, Boris Johnson ha provocado un escándalo comparando la dominación alemana al proyecto hitleriano, aunque esto no era nada original. Los mismos sentimientos, prácticamente con las mismas palabras, fueron expresados en 1990 por Nicholas Ridley, entonces ministro del gobierno de Thatcher. La comparación entre ambos es un signo de la pérdida de autoridad y de disciplina dentro del aparato político de posguerra: mientras que a Ridley le obligaron a dejar inmediatamente el gobierno, a Johnson, en cambio, lo han hecho miembro del nuevo gabinete.
3. El antiguo estatus de primera potencia mundial de Gran Bretaña –y la pérdida de éste- ha tenido un impacto psicológico y cultural profundamente anclado en la población británica (y también en la clase obrera). La obsesión nacional frente a la Segunda Guerra Mundial –la última vez que Gran Bretaña pudo dar la impresión de actuar como potencia mundial independiente- lo ilustra a la perfección. Una parte de la burguesía británica y, todavía más, de la pequeña burguesía, parece no haberse enterado todavía de que el país actualmente no es más que una potencia de segunda categoría. Muchos de los que han hecho campaña por el Leave parecen creer que, si Gran Bretaña se libera de las “cadenas” de la UE, el mundo entero iría corriendo a comprar las mercancías y los servicios británicos, una fantasía que podría costarle muy caro a la economía del país.
Tal resentimiento y tal cólera contra el mundo exterior por el hecho de la pérdida del estatus de potencia imperial son comparables al sentimiento de una parte de la población norteamericana ante lo que ella percibe también como pérdida del estatus de Estados Unidos (un tema constante de los llamamientos de Donald Trump a “garantizar que Estados Unidos vuelva a ser grande”) y su incapacidad a imponer su dominación como EE. UU pudo hacerlo durante la guerra fría.
El referéndum: una concesión al populismo
Boris Johnson y sus payasadas populistas han sido más espectaculares, y más mediatizadas, que el personaje de David Cameron, “viejo estilo”, salido de la alta sociedad y “alguien responsable”. Pero, en realidad, Cameron es la mejor indicación de la descomposición que afecta a la clase dominante. Johnson ha podido ser el principal actor, pero fue Cameron quien hizo la puesta en escena utilizando la promesa de un referéndum en provecho de su partido, para ganar las últimas elecciones parlamentarias de 2015. Por su naturaleza, un referéndum es más difícil de controlar que una elección parlamentaria: de hecho, entraña siempre un riesgo[12] [13]. Como un jugador patológico de casino, Cameron se mostró como un apostador compulsivo, primero con el referéndum sobre la independencia escocesa (que ganó por los pelos en 2014), después con éste sobre el Brexit. Su partido, el Partido Conservador, que siempre se presentó como el mejor defensor de la economía, de la Unión[13] [14] y de la defensa nacional, ha terminado por poner a esos tres elementos en peligro.
Dada la dificultad en manipular los resultados, los plebiscitos sobre temas que conciernen los intereses nacionales importantes representan, en general, un riesgo inaceptable para la clase dominante. Según la concepción y la ideología clásicas de la democracia parlamentaria, incluso bajo su forma decadente de farsa, se supone que tales decisiones deben ser tomadas por los “representantes elegidos”, aconsejados (y sometidos a presión) por expertos y grupos influyentes, y nunca por la población en su conjunto. Desde el punto de vista de la burguesía, es una pura aberración pedir a millones de personas que decidan sobre cuestiones complejas, tales como el Tratado Constitucional de la UE de 2004, ya que la masa de electores no tenía ni las ganas ni los medios para leer y comprender el texto del Tratado. Nada sorprendente entonces que la clase dominante haya obtenido a menudo los “peores” resultados en los referéndums a propósito de tales tratados (en Francia y Holanda en 2005, Irlanda en el primer referéndum sobre el Tratado de Lisboa de 2008)[14] [15].
En la burguesía británica, hay quienes parecen esperar que el gobierno de May logre lo mismo que los gobiernos francés e irlandés después de su referéndum perdido sobre los tratados constitucionales, y que pueda simplemente ignorar o eludir el resultado del referéndum. Esto nos parece improbable, al menos a corto plazo, no porque la burguesía británica sea mucho más ardientemente “demócrata” que sus colegas sino, justamente, porque ha comprendido que ignorar la expresión “democrática” de la “voluntad del pueblo” no haría sino acreditar más todavía las tesis populistas, haciéndolas más peligrosas.
Así, la estrategia de Theresa May hasta la fecha ha sido poner a mal tiempo buena cara emprendiendo el camino del Brexit atribuyendo a tres de los Leavers más conocidos la responsabilidad de ministerios que se encargarán de la compleja tarea de la desconexión de Gran Bretaña de la UE. Incluso el nombramiento del payaso Johnson como ministro de Exteriores –acogido en el exterior con una mezcla de horror, hilaridad e incredulidad- es sin duda parte de esa estrategia más amplia. Al sentar a Johnson en las ascuas del sillón de las negociaciones para salir de la UE, May se asegura de que el “gran bocazas” de los Leavers acabe desprestigiándose por las condiciones probablemente muy desfavorables, y que no pueda jugar de francotirador desde la barrera.
La percepción, en particular de parte de los que votan por los movimientos populistas en Europa o en Estados Unidos, de que todo el proceso democrático es una “estafa” porque la élite no tiene en cuenta los resultados inoportunos, es una verdadera amenaza para la eficacia de la democracia como sistema de dominación de clase. En la concepción populista de la política, “la toma de decisión directamente por el pueblo mismo” se supone que puede evitar la corrupción de los representantes elegidos por las élites políticas establecidas. Por eso en Alemania tales referéndums están excluidos por la constitución de posguerra, debido a la experiencia negativa de la República de Weimar y a su utilización por la Alemania nazi[15] [16].
La elección fuera de control
Si el Brexit ha sido un referéndum fuera de control, la selección de Trump como candidato a las presidenciales de EE. UU de 2016 es una elección con “metedura de pata”. Al principio, nadie había tomado su candidatura en serio: el favorito era Jeb Bush, miembro de la dinastía Bush, opción preferida de los notables republicanos y, como tal, capaz de atraer apoyos financieros importantes (que es siempre una consideración crucial en las elecciones norteamericanas). Pero, contra toda previsión, Trump ha triunfado en las primeras primarias y ha ido ganando estado tras estado. Bush se apagó cual petardo mojado, los demás candidatos han sido meros outsiders y los jefes del Partido Republicano se han encontrado ante la desagradable realidad de que el único candidato capaz de batir a Trump era Ted Cruz, un hombre considerado por sus colegas del Senado como alguien en absoluto digno de confianza, solo un poco menos egoísta e interesado que el propio Trump.
La posibilidad de que Trump derrote a Clinton es, ya de por sí, una señal del grado de deterioro al que ha llegado la situación política. Y resulta que ya su candidatura ha creado una onda expansiva a través de todo el sistema de alianzas imperialistas. Desde hace 70 años, Estados Unidos ha sido el garante de la alianza de la OTAN cuya eficacia depende de la inviolabilidad del principio de defensa recíproca: un ataque contra uno es un ataque contra todos. Cuando un presidente estadounidense en potencia pone en entredicho la Alianza del Atlántico Norte así como la voluntad de Estados Unidos de cumplir sus obligaciones de aliado –como Trump lo ha hecho declarando que una respuesta americana a un ataque ruso contra los estados bálticos dependería, a su juicio, del hecho que estos últimos “hayan pagado su entrada”- eso pone la piel de gallina a todas las burguesías del este de Europa directamente enfrentadas al estado mafioso de Putin, sin hablar de los países asiáticos (Japón, Corea del Sur, Vietnam, Filipinas) que confían en que Estados Unidos los pueda defender contra el dragón chino. Casi tan alarmante es la alta posibilidad de que Trump, sencillamente, no se entere de casi nada, como indica su afirmación de que no habría tropas rusas en Ucrania (aparentemente no sabe todavía que Crimea sigue siendo oficialmente considerada por todo el mundo, salvo por los rusos, como parte de Ucrania).
Peor todavía, Trump ha saludado el hecho de que los servicios rusos hayan pirateado los sistemas informáticos del Partido Demócrata y más o menos invitó a Putin a hacer cosas peores. Es difícil decir si esto perjudicará a Trump, pero vale la pena recordar que, después de 1945, el Partido Republicano es ferozmente antirruso, es favorable a unas fuerzas armadas poderosas y a la presencia militar masiva por todo el mundo, sea cual sea el coste (fue el incremento colosal de los gastos militares bajo Reagan lo que lanzó por las nubes el déficit presupuestario).
No es la primera vez que el Partido Republicano presenta un candidato que su dirección considera como peligrosamente extremista. En 1964, Barry Goldwater ganó las primarias gracias al apoyo de la derecha religiosa y de la “coalición conservadora” –precursora del Tea Party actual. Al menos su programa era coherente: reducción drástica del campo de acción del gobierno federal, en particular de la seguridad social, potencia militar y preparación, si hiciera falta, para usar armas nucleares contra la URSS. Era un programa clásico de la extrema derecha, pero que no correspondía a las necesidades del capitalismo de estado de EE. UU, y Goldwater acabó sufriendo una derrota aplastante en las elecciones, en parte debido a que la jerarquía del Partido Republicano no le había apoyado. ¿Es Trump un segundo Goldwater? No, ni mucho menos, y las diferencias son esclarecedoras. La candidatura de Goldwater significó la toma de control del Partido Republicano por el “Tea Party” de aquel entonces; éste fue marginado durante los años siguientes a la derrota electoral aplastante de Goldwater. Todo el mundo sabe que esa tendencia extremista de derechas, durante las dos últimas décadas, ha resurgido y ha realizado una tentativa más o menos exitosa de tomar el control del GOP[16] [17]. Sin embargo, los que apoyaban a Goldwater eran, en el sentido más propio del término, “una colación conservadora”, representaban una verdadera tendencia conservadora en Estados Unidos, en un país que estaba viviendo profundos cambios sociales (el feminismo, el movimiento por los derechos civiles, el comienzo de una oposición a la guerra de Vietnam y el hundimiento de los valores tradicionales). Aunque a menudo las “causas” del Tea Party sean las mismas que las de Goldwater, el contexto no es el mismo: los cambios sociales a los que Goldwater se oponía, ocurrieron, y el Tea Party no es tanto una coalición de conservadores, sino una alianza reaccionaria histérica.
Esto crea dificultades crecientes para la gran burguesía a la que poco le importan esas cuestiones sociales y “culturales” y que tiene, sobre todo, intereses en las fuerzas militares estadounidenses y el libre comercio del que saca sus beneficios. Se ha convertido en una obviedad decir que cualquiera que se presente a las primarias republicanas debe ser “irreprochable” sobre toda una serie de problemas: contra el aborto (tiene que ser “pro vida”), contra el control de armas, conservadurismo fiscal e impuestos más bajos, contra el Obamacare[17] [18] (eso es “socialismo” y debe ser abolido: de hecho Ted Cruz había presentado en parte su candidatura gracias al autobombo que se dio con su obstrucción al Obamacare en el Senado), el matrimonio (una institución sagrada), contra el Partido Demócrata (si Satanás tiene un partido, es ése). Actualmente, en unos cuantos meses, Trump ha destripado al Partido Republicano. Es un candidato en el que “no se puede confiar” sobre el tema del aborto, el control de armas, el matrimonio (él mismo se ha casado tres veces) y que, en el pasado, dio dinero al mismo diablo, Hillary Clinton. Además, propone aumentar el salario mínimo, quiere mantener al menos en parte el Obamacare, quiere volver a una política exterior aislacionista, dejar el déficit presupuestario sin control y expulsar a 11 millones de inmigrantes ilegales cuyo trabajo barato es vital para los negocios.
Como los conservadores en Gran Bretaña con el Brexit, el Partido Republicano –y potencialmente toda la clase dominante de EE. UU- se encuentra con un programa completamente irracional desde el punto de vista de los intereses de clase imperialistas y económicos.
Las consecuencias
Lo único que nosotros podemos afirmar con certidumbre, es que el Brexit y la candidatura de Trump abren un período de inestabilidad creciente a todos los niveles: económico, político e imperialista. En lo económico, los países europeos –que representan, no lo olvidemos, una parte importante de la economía mundial y el mercado único más grande- conoce ya una fragilidad: resistieron a la crisis financiera de 2007-08 y a la amenaza de una salida de Grecia de la zona euro, pero no han superado esas situaciones. Gran Bretaña sigue siendo una de las principales economías europeas y el largo proceso para deshacer sus lazos con la Unión Europea incluirá muchos imprevistos, aunque sólo fuera en lo financiero: nadie sabe, por ejemplo, qué efecto tendrá el Brexit sobre la City de Londres, el mayor centro europeo para los bancos, los seguros y las acciones bursátiles. Políticamente, el éxito del Brexit no hace más que alentar y aportar más crédito a los partidos populistas del continente europeo: el año que viene serán las elecciones presidenciales en Francia donde el Frente Nacional de Marine Le Pen, partido populista y antieuropeo, es ahora el mayor partido político en votos. Los gobiernos de las principales potencias de Europa están divididos entre dejar que la separación de Gran Bretaña se haga con discreción y con la mayor facilidad posible, y el miedo a que toda concesión (como por ejemplo el acceso al mercado único a la vez que se le otorgan restricciones a los movimientos de población) incite a otros, sobre todo a Polonia y Hungría, a hacer lo mismo. Es prácticamente un hecho que la tentativa de estabilizar la frontera sureste de Europa, integrando los países de la antigua Yugoslavia, va a suspenderse. Será más difícil para la Unión Europea encontrar una respuesta unificada al “golpe de estado democrático” de Erdogan en Turquía y su utilización de los refugiados sirios como piezas de un vil juego de chantaje.
Aunque la Unión Europea no ha sido jamás una alianza imperialista, la mayor parte de sus miembros pertenece a la OTAN. Todo debilitamiento de la cohesión europea hará probable un efecto destructor sobre la capacidad de la OTAN para contrarrestar la presión rusa sobre su flanco oriental, desestabilizando todavía más Ucrania y los estados bálticos. No es un secreto para nadie que Rusia financia desde hace tiempo el Frente Nacional en Francia y que utiliza, cuando no lo financia, el movimiento PEGIDA en Alemania. El único que sale ganando con el Brexit es de hecho Vladímir Putin.
Como se ha dicho más arriba, la candidatura de Trump ha dejado debilitada la credibilidad de Estados Unidos. La visión de Trump como presidente con el dedo puesto en el botón nuclear es, hay que decirlo, aterradora[18] [19]. Pero como lo hemos dicho muchas veces, uno de los principales motivos de la guerra y de la inestabilidad actualmente es la determinación de Estados Unidos para mantener su posición imperialista dominante contra todo recién llegado, y esta situación permanecerá sin cambio cualquiera que sea su presidente.
“Rage againts the machine”[19] [20]
Boris Johnson y Donald Trump tienen más en común que ser unos “bocazas”. Ambos son unos aventureros políticos, carentes de todo principio y de todo sentido del interés nacional. Los dos están dispuestos a todas las contorsiones para adaptar su mensaje a lo que la audiencia quiera escuchar. Sus mamarrachadas las inflan los medios hasta parecer muy reales, pero en realidad, son insignificantes, no son sino los portavoces mediante los cuales los perdedores de la mundialización gritan su rabia, su desesperación y su odio a las élites ricas y a los inmigrantes a quienes responsabilizan de su miseria. De esta manera Trump sale del paso con los argumentos más indignantes y contradictorios: a sus seguidores les da sencillamente igual pues él dice lo que quieren escuchar.
Esto no quiere decir que Johnson y Trump son iguales, pero lo que los distingue tiene menos que ver con su carácter personal que con las diferencias entre las clases dominantes a las que pertenecen: la burguesía británica ha desempeñado un papel de primer plano en la escena mundial durante siglos, mientras que la etapa de “filibustero” egocéntrico y descarado de Estados Unidos no terminó verdaderamente hasta la derrota que Roosevelt impuso a los aislacionistas y la entrada en la Segunda Guerra Mundial. Fracciones importantes de la clase dominante de EE. UU siguen siendo unos profundos ignorantes del mundo exterior, se encuentran en un estado, casi nos atreveríamos a decirlo, de adolescencia tardía.
Los resultados electorales no serán jamás una expresión de la conciencia de clase, sin embargo, pueden darnos indicaciones sobre el estado del proletariado. Ya sea el referéndum sobre el Brexit, el apoyo a Trump en Estados Unidos, o al Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia, o a los populistas alemanes de PEGIDA y de Alternativa por Alemania, todas las cifras concuerdan para sugerir que esos partidos y movimientos ganan el apoyo de los obreros, o sea entre quienes han sufrido más los cambios operados en la economía capitalista a lo largo de los últimos cuarenta años, y que han terminado por concluir –de manera irracional, después de años de derrotas y de ataques sin fin contra sus condiciones de existencia por los gobiernos tanto de izquierda como de derecha- que la única forma de dar miedo a la élite dirigente es la de votar por partidos que son claramente irresponsables, y cuya política es un anatema para la tal élite. La tragedia es que son precisamente los obreros que estuvieron más masivamente comprometidos en las luchas de los años 1970.
Un tema común a las campañas del Brexit y de Trump es que “nosotros” podemos “recuperar el control”. Poco importa que esos “nosotros” no hayan tenido nunca el control real de su vida; como dijo un habitante de Boston en Gran Bretaña: “nosotros queremos simplemente que las cosas vuelvan a ser lo que eran”. Cuando había empleos, y empleos con salarios decentes, cuando la solidaridad social en los barrios obreros no había sido destruida por el paro y el abandono, cuando el cambio aparecía como algo positivo y ocurría a un ritmo razonable.
Sin duda alguna, es verdad que la votación del Brexit ha provocado una atmósfera nueva y repugnante en Gran Bretaña, en el que las personas abiertamente racistas se sienten más libres de salir de su madriguera. Pero hay muchos –probablemente la gran mayoría- de los que han votado por el Brexit o a Trump para detener la inmigración que no son verdaderamente racistas, más bien sufren de xenofobia: miedo al extranjero, miedo a lo desconocido. Y lo desconocido es fundamentalmente la economía capitalista misma, que es oscura e incomprensible porque presenta las relaciones sociales en el proceso de producción como si fueran fuerzas naturales, tan elementales e incontrolables como el tiempo climático, pero cuyos efectos sobre la vida de los obreros son todavía más devastadores. Es una ironía terrible que esta época de descubrimientos científicos en el que ya a nadie se le ocurre pensar que son las brujas las culpables del mal tiempo, haya personas dispuestas a creer que sus males económicos provienen de sus compañeros de infortunio que son los inmigrantes.
El peligro ante el que estamos
Al comienzo de este artículo, nos hemos referido a nuestras “Tesis sobre la descomposición”, redactadas hace prácticamente treinta años, en 1990. Terminaremos citándolas:
“(…) En realidad, hay que ser de lo más clarividente sobre lo que significa la descomposición en la capacidad del proletariado para ponerse a la altura de su tarea histórica (…)
Los diferentes factores que son la fuerza del proletariado chocan directamente con las diferentes facetas de la descomposición ideológica:
- la acción colectiva, la solidaridad, encuentran frente a ellas la atomización, el “sálvese quien pueda”, el “arreglárselas por su cuenta”;
- la necesidad de organización choca contra la descomposición social, la dislocación de las relaciones en que se basa cualquier vida en sociedad;
- la confianza en el porvenir y en sus propias fuerzas se ve minada constantemente por la desesperanza general que invade la sociedad, el nihilismo, el “no future”;
- la conciencia, la clarividencia, la coherencia y unidad de pensamiento, el gusto por la teoría, deben abrirse un difícil camino en medio de la huida hacia quimeras, drogas, sectas, misticismos, rechazo de la reflexión y destrucción del pensamiento que están definiendo a nuestra época.”
Estamos hoy concretamente frente a ese peligro.
El ascenso del populismo es peligroso para la clase dominante porque amenaza su capacidad para controlar su aparato político y mantener la mistificación democrática, que es uno de los pilares de su dominación social. Pero al proletariado ni le ofrece nada ni le sirve de nada. Al contrario, es precisamente la debilidad del proletariado, su incapacidad para ofrecer otra perspectiva al caos amenazante del capitalismo, lo que ha hecho posible el ascenso del populismo. Sólo el proletariado puede ofrecer una vía de salida al bloqueo en el que la sociedad se encuentra actualmente y no será capaz de hacerlo si los obreros se dejan engañar por los cantos de sirena de demagogos populistas que prometen un imposible retorno a un pasado que, de todas formas, jamás ha existido.
Jens, agosto 2016.
[1] [21] Vuelto a publicar en 2001 en la Revista Internacional nº 107 (https://internationalism.org [22]).
[2] [23] Ver este mismo número de la Revista Internacional.
[3] [24] Boris Johnson, miembro del Partido Conservador y antiguo alcalde de Londres. Uno de los principales portavoces del “Leave” (es decir “salir”, denominación de la campaña para salir de la Unión Europea).
[4] [25] Nigel Farage, dirigente del Partido por la Independencia del Reino Unido (United Kingdom Independence Party – UKIP). El UKIP es un partido populista fundado en 1991 y que hizo campaña principalmente sobre los temas de la salida de la UE y la inmigración. Paradójicamente, tiene 22 miembros en el Parlamento europeo lo que hace que sea el principal partido británico en dicho parlamento.
[5] [26] NHS: National Health Service: la seguridad social británica.
[6] [27] Miembro del Partido Conservador y ministro de justicia en el gobierno de Cameron.
[7] [28] Miembro del Partido Conservador y ministra de energía en el gobierno de Cameron. Actualmente secretaria de Estado de medio ambiente.
[8] [29] Guerra civil entre los clanes aristocráticos de York y Lancaster en el siglo XV en Inglaterra.
[9] [30] Es verdad que el Tesoro Británico a instancias de la UE hizo algunos esfuerzos para preparar un “Plan B” en caso de victoria del Brexit. Sin embargo, está claro que esos preparativos fueron inadecuados y, sobre todo, que nadie se esperaba que el Leave ganara el referéndum. Esto es cierto incluso para el propio campo del Leave. Parece ser que Farage había aceptado la victoria al Remain a cierta hora de la noche del referéndum, antes de descubrir con gran sorpresa a la mañana siguiente que el Remain había perdido.
[10] [31] Miembro del Partido Conservador y ministro de Finanzas del gobierno de Cameron
[11] [32] Gran Bretaña entró en la Comunidad Económica Europea (CEE) bajo un gobierno conservador en 1973. La adhesión fue confirmada en un referéndum convocado en 1975 por un gobierno laborista.
[12] [33] Cabe recordar que Margaret Thatcher se mantuvo más de diez años en el poder sin haber ganado nunca más del 40% de los votos en las elecciones parlamentarias.
[13] [34] Es decir, el oficialmente llamado Reino Unido de Gran Bretaña (Inglaterra, País de Gales y Escocia) e Irlanda del Norte.
[14] [35] Tras los resultados contrarios a su voluntad, los gobiernos europeos abandonaron el Tratado Constitucional manteniendo lo esencial, modificando simplemente los acuerdos existentes mediante el Tratado de Lisboa de 2007.
[15] [36] Hay que hacer una distinción sobre los referéndums en estados como Suiza o California, donde forman parte de un procedimiento históricamente establecido.
[16] [37] Grand Old Party (el “Gran Viejo Partido”), es el mote familiar para designar al Partido Republicano, cuya fundación remonta al siglo XIX.
[17] [38] La reforma sanitaria de Obama.
[18] [39] Una de las razones de la derrota de Goldwater es que había declarado estar preparado para utilizar el arma nuclear. La campaña de Johnson en respuesta al eslogan de Goldwater: “In your heart, you know he’s right” (“En tus entrañas, tú sabes que él tiene razón”), decía: “In your guts, you know he’s nuts” (“Por instinto, tú sabes que está loco”).
[19] [40] ‘‘Rabia contra la máquina’’ Se llama así un grupo americano conocido por sus posiciones anarquizantes y anticapitalistas. Lo usamos irónicamente.
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Informe
La competitividad del capital alemán en la actualidad
Al no haberse constituido como Estado-nación alemán hasta 1870, Alemania se quedó a la zaga en el reparto imperialista del mundo, no pudiendo establecerse nunca como potencia colonial o financiera dominante. La base principal de su poder económico fue y sigue siendo su industria y su fuerza de trabajo de alta capacitación y rendimiento. Mientras que el retroceso económico que sufrió Alemania del Este (antigua República Democrática Alemana, RDA) al formar parte del bloque ruso, Alemania Occidental, en cambio, tras la Segunda Guerra Mundial, fue capaz de aprovecharse de esta situación y al mismo tiempo fortalecerse como potencia industrial. En 1989, Alemania Occidental pasaba a ser la principal nación exportadora del mundo, con el déficit estatal más bajo de todas las potencias dominantes. A pesar de los altos salarios, en comparación con otras naciones, su economía era muy competitiva. También se benefició económicamente de las oportunidades que se le abrieron en el mercado mundial, tanto por su pertenencia al bloque occidental como por su reducido presupuesto militar al haber sido la principal perdedora de las dos guerras mundiales.
A nivel político y territorial, Alemania se aprovecharía más tarde de la caída del bloque del Este en 1989, absorbiendo la antigua RDA. Aunque económicamente la rápida absorción de del Este, que tenía un gran retraso respecto de las pautas internacionales, también representó una carga considerable, sobre todo en lo financiero. Una carga que amenazó la competitividad de la nueva y gran Alemania: durante la década de 1990, perdió terreno en los mercados mundiales, a la vez que el déficit presupuestario del Estado empezó a comenzaron a estar más cerca del de las demás grandes potencias dominantes.
Hoy, un cuarto de siglo más tarde, Alemania ha recuperado en gran medida el terreno perdido. Es el segundo mayor exportador, después de China. El año pasado, el presupuesto del Estado tuvo un superávit de 26 mil millones de euros. El crecimiento, de 1,7%, fue moderado, pero sigue siendo un éxito para un país altamente desarrollado. La cifra oficial de desempleo ha caído a su nivel más bajo desde la reunificación. La política de mantener una producción industrial altamente desarrollada, basada en la propia Alemania, ha sido hasta ahora un éxito.
Como los viejos países industrializados, por supuesto que la base de este éxito es una alta composición orgánica del capital; el producto de, al menos, dos siglos de acumulación. Pero en este contexto, la alta cualificación y habilidades de su población han sido decisivas para su ventaja competitiva. Antes de la Primera Guerra Mundial, Alemania se había convertido en el principal centro de desarrollo científico y de sus aplicaciones a la producción. Con la catástrofe del nacionalsocialismo y la Segunda Guerra Mundial, perdió esa ventaja y no ha mostrado signos de recuperación desde entonces. Lo que queda es su experiencia en el proceso de producción mismo. Desde la desaparición de la Liga Hanseática[1] [2], Alemania nunca fue una potencia marítima estable ni dominante. Pese a ser, durante mucho tiempo, una economía predominantemente campesina, su suelo, en general, es menos fértil que el de Francia, por ejemplo. Sus ventajas naturales se basan en su ubicación geográfica en el corazón de Europa y en sus metales preciosos explotados ya durante la Edad Media. De todo esto surgió una gran capacidad de trabajo, la cooperación entre los artesanos y los industriales, y una capacidad técnica y creadora desarrollada y trasmitida de generación en generación. Aunque su revolución industrial se benefició enormemente de los grandes recursos propios de carbón, la desaparición de la industria pesada desde los años 1970 hasta hoy ha demostrado que no era ahí donde estaba el corazón de la supremacía económica de Alemania, sino en su capacidad para aumentar los medios de producción y, en mayor medida, para transformar el trabajo vivo en trabajo muerto. En la actualidad, Alemania es el mayor productor del mundo de máquinas complejas. Este sector es la columna vertebral de su economía, incluso más que el sector de la automoción. En el trasfondo de esta fuerza está, también, la experiencia de la burguesía: durante el ascenso del capitalismo, se concentró principalmente en sus actividades económicas e industriales ya que estaba, más o menos, excluida del poder político y militar por la casta de los terratenientes prusianos (los Junkers). La pasión que por la ingeniería desarrolló entonces la burguesía la sigue manteniendo hoy, no sólo en la industria de máquinas-herramienta, a menudo basada en unidades de tamaño medio gestionadas por familias, sino también en su capacidad particular, como clase dominante en su conjunto, para hacer funcionar toda la industria alemana como si se tratara de una sola máquina. La interconexión compleja y altamente eficiente de todas las diferentes unidades de producción y distribución es una de las principales ventajas del capitalismo nacional alemán.
Frente al peso muerto de la economía, en quiebra, de la RDA, Alemania consiguió recuperar la ventaja competitiva perdida, ya en la primera década de este siglo. Dos factores fueron decisivos: en lo organizativo, no solo todas las grandes empresas, sino también las fábricas medianas de mecanizado industrial comenzaron a producir y trabajar a escala mundial, creando redes de producción con base en la propia Alemania. Y, en el plano político y bajo la dirección del SPD (socialdemócrata), los ataques contra los salarios y las prestaciones sociales (la llamada "Agenda 2010") fueron tan brutales que el Gobierno francés llegó a acusar a Alemania de dumping salarial.
Ese cambio fue impulsado por tres elementos de la situación económica internacional, que han demostrado ser particularmente favorables para Alemania:
-Primero, la transición entre el modelo keynesiano y el modelo conocido comúnmente como "neoliberal" de capitalismo de Estado favoreció el avance de las economías orientadas a la exportación. Aun participando muy activamente en la economía keynesiana del bloque occidental a partir de 1945, el "modelo" de la Alemania occidental estuvo influido, desde sus comienzos, por las ideas llamadas "ordoliberales"[2] [3] y no desarrollando nunca el tipo de "estatismo" que sigue obstaculizando la competitividad actual de Francia.
-En segundo lugar, la consolidación de la cooperación económica europea tras la caída del muro de Berlín mediante la creación de la Unión Europea, del euro... Aunque esa consolidación fue impulsada en parte por motivos políticos esencialmente imperialistas (concretamente por el deseo de los países vecinos de Alemania de "controlarla"), este país, al ser el competidor más fuerte en el plano económico, ha sido el que más provecho ha sacado tanto de la Unión Europea como de la unión monetaria. La crisis financiera y la crisis del euro, a partir de 2008, confirmaron que los principales países capitalistas siempre han tenido la capacidad de transferir los peores efectos de la crisis hacia sus rivales más débiles. Los diversos rescates internacionales y europeos, como el caso de Grecia, han servido sobre todo de apoyo a los bancos alemanes (y franceses) a expensas de las economías "rescatadas".
-Tercero, la proximidad geográfica e histórica de Europa del Este ha contribuido a hacer de Alemania el principal beneficiario de su transformación, debido a la conquista de mercados hasta ahora fuera de su alcance, incluyendo residuos extracapitalistas.[3] [4]
Relación entre el poder económico y la potencia militar del imperialismo alemán
Para ilustrar la importancia de las consecuencias que se derivan de esa fuerza competitiva y sus consecuencias a otros niveles, queremos examinar ahora su relación con la dimensión imperialista. A partir de 1989, Alemania ha podido reivindicar sus intereses imperialistas y su mayor independencia. Ejemplos de ello son las iniciativas, durante el gobierno de Helmut Kohl, para fomentar la desintegración de Yugoslavia (iniciadas con el reconocimiento diplomático de la independencia de los Estados de Croacia y Eslovenia), y la negativa por parte de Gerhard Schröder a dar su apoyo a la segunda guerra de Irak. Durante los últimos 25 años ha habido algunos progresos en el plano imperialista. Por encima de todos está el que tanto la "comunidad internacional" como la población alemana se han ido acostumbrado a las intervenciones militares alemanas en el extranjero. Se ha llevado a cabo la transición de un ejército de servicio obligatorio a un ejército profesional. La industria armamentística alemana ha aumentado su cuota de mercado mundial. Sin embargo, en el plano imperialista, no ha sido capaz de recuperar tanto terreno como en el económico. La dificultad de encontrar suficientes voluntarios para el ejército sigue sin resolverse, y, por encima de todo, el objetivo de la modernización técnica de las fuerzas armadas y de incremento de su movilidad y potencia de fuego no se ha podido alcanzar.
De hecho, durante el período posterior a 1989, el objetivo de la burguesía alemana nunca fue el de intentar, a corto o medio plazo, "presentar" su candidatura para liderar un posible bloque en oposición a Estados Unidos. En el plano militar habría sido imposible, dado el abrumador poderío militar de Estados Unidos y el estatus actual de Alemania: "gigante económico pero enano militar". Cualquier intento de hacerlo habría empujado a sus principales rivales europeos a unirse contra ella. Económicamente, soportar el peso de lo que habría sido un enorme programa de rearme habría arruinado la competitividad de una economía que ya estaba luchando contra la carga financiera de la reunificación y, además, correr el riesgo de enfrentamientos con la clase obrera.
Pero eso no significa en absoluto que Berlín haya renunciado a sus ambiciones de recuperar su estatus, por lo menos de potencia militar europea dominante. Al contrario, desde la década de 1990, Alemania sigue una estrategia a largo plazo para aumentar su poder económico como base para un futuro renacimiento militar. Mientras que la antigua URSS fue un ejemplo de que una potencia militar no puede mantenerse a largo plazo sin una base económica equivalente, más recientemente China confirma la otra cara de la misma moneda: el ascenso económico puede preparar el posterior avance militar.
Una de las claves de tal estrategia a largo plazo es Rusia, pero también Ucrania. En el plano militar, es EE.UU, y no Alemania, quien más se ha beneficiado de la expansión de la OTAN hacia el Este (de hecho Alemania trató de impedir algunas etapas del retroceso ruso). En cambio, es sobre todo en lo económico donde Alemania espera sacar provecho de toda esa zona. A diferencia de China, Rusia no está en condiciones, por razones históricas, para organizar su propia modernización económica. Antes de que comenzara el conflicto ucraniano, el Kremlin había decidido ya intentar tal modernización en cooperación con la industria alemana. De hecho, una de las principales ventajas de este conflicto para Estados Unidos es que puede bloquear (mediante el embargo contra Rusia) esa cooperación económica. Ésa es una de las principales motivaciones de la canciller alemana Merkel (y del presidente francés, Hollande, en este asunto su socio subalterno) para apoyar la mediación entre Moscú y Kiev. A pesar de la ruinosa situación actual de la economía rusa, la burguesía alemana sigue convencida de que Rusia sería capaz de autofinanciar dicha modernización. Los precios del petróleo no siempre van a ser tan bajos como hoy y Rusia también posee cantidad de metales preciosos que vender. Además, la agricultura rusa debe transformarse sobre una base capitalista moderna (esto es especialmente cierto para Ucrania, que - a pesar del desastre de Chernóbil – posee todavía algunas de las tierras más fértiles del planeta). En la perspectiva a medio plazo de escasez de alimentos y aumento de los precios de los productos agrícolas, tales áreas agrícolas pueden alcanzar una importancia económica considerable e incluso estratégica. El temor por parte de Estados Unidos a que Alemania pueda sacar provecho de la Europa oriental para mejorar aún más su peso político y económico relativo en el mundo y reducir, aunque sea poco, el de Estados Unidos en Europa no es infundado.
Un ejemplo de cómo Alemania utiliza ya, con éxito, su fuerza económica para sus propósitos imperialistas es el de los refugiados sirios. Aunque quisiera, sería muy difícil para Alemania participar directamente en los bombardeos actuales en Siria, debido a su debilidad militar. Pero ya que, como consecuencia de su relativamente baja tasa de desempleo, puede absorber una parte de la población de Siria, bajo la forma de la afluencia actual de refugiados, logra así un medio alternativo para influir en la situación en la zona, sobre todo después de la guerra.
En este contexto, no es sorprendente que EE.UU., en particular, trate actualmente de utilizar los medios legales para frenar el poder económico de su competidor alemán; por ejemplo, llevando a Volkswagen y al Deutsche Bank ante los tribunales y amenazándoles con demandas de miles de millones de dólares.
Las dificultades de la clase obrera
El año 2015 fue testigo de una serie de huelgas, especialmente la del transporte (Ferrocarriles Alemanes –DB-, Lufthansa,…) y la de los empleados de guarderías infantiles. También hubo movimientos más localizados, aunque significativos, como el del hospital “Charité” de Berlín, durante el cual se solidarizaron enfermeras y pacientes. Todos estos movimientos, muy sectoriales y aislados, se focalizaron en parte hacia las falsas alternativas propuestas por los grandes o los pequeños sindicatos corporativistas, cuyo objetivo era crear confusión en torno a la necesidad de una organización autónoma de los trabajadores. Todos los sindicatos organizaron las huelgas de modo que causaran el máximo de dificultades al público, en un intento de erosionar la solidaridad, pero sólo lograron un éxito parcial al menos en su empeño por evitar que los huelguistas se granjearan la simpatía del público. El argumento esgrimido por los sindicatos en las reivindicaciones en el sector de guarderías infantiles, por ejemplo, de que había que acabar con el régimen de salarios muy bajos en unas profesiones tradicionalmente femeninas, a la vez que lo hacían todo por aislar la huelga, fue, sin embargo, popular entre toda la clase obrera, la cual demostró reconocer que tal "discriminación" era sobre todo un medio para dividir a los obreros.
Sin duda es un fenómeno poco habitual, en todas partes de la Alemania contemporánea, que unas luchas hayan tenido tanta repercusión como éstas en los medios de comunicación a lo largo de 2015. Estas huelgas, aunque evidencian un espíritu de lucha y una solidaridad siempre existente no son signos, sin embargo, de que exista una oleada o una fase de lucha proletaria que se prolongaría en el tiempo o en extensión. Pero sí deben entenderse, al menos en parte, como una manifestación de la situación económica particular de Alemania, como hemos descrito anteriormente. En el contexto de tasa de desempleo relativamente baja y de escasez de mano de obra cualificada, la propia burguesía plantea la idea de que, después de un periodo de años de caída de los salarios, inaugurado bajo Schröder (caída más dramática que en cualquier otra parte de la Europa occidental), los empleados deben finalmente ser "recompensados" por su "sentido de realismo". El propio nuevo gobierno de Gran Coalición, de democristianos y socialdemócratas, ha marcado la pauta introduciendo finalmente (uno de los últimos países de Europa en hacerlo) una ley sobre el salario mínimo básico y el aumento de algunas prestaciones sociales. En la industria del automóvil, por ejemplo, las grandes empresas pagaron en 2015 primas (a las que denominan "reparto de beneficios") de hasta 9 000 euros por obrero. Eso ha sido todavía más factible porque la modernización del aparato productivo ha sido tan eficaz que la ventaja competitiva alemana - al menos por ahora –se basa mucho menos en los bajos salarios como así ocurría hace una década.
En 2003, la CCI analizó la lucha de clases internacional, que se inició con las protestas contra los ataques a las pensiones en Francia y Austria, como un giro (no espectacular, casi imperceptible), como un avance en positivo de la lucha de clases; cambio entendido, principalmente, como un inicio de comprensión por parte de la generación hoy activa (por primera vez tras la Segunda Guerra Mundial) de que sus hijos no sólo no tendrán mejores condiciones de vida que ella misma, sino que las tendrán incluso peores. Estas luchas dieron lugar a las primeras expresiones significativas de solidaridad entre generaciones en las luchas obreras. El cambio se expresó, en los "lugares de trabajo", más en la conciencia que en el espíritu de lucha, en la medida en que el miedo al desempleo y el aumento de la inseguridad laboral actuaban como factores de intimidación a la hora de entrar en huelga. En Alemania, la respuesta inicial de los parados ante la Agenda 2010 (las "manifestaciones de los lunes") se agotó también rápidamente. Sin embargo una nueva generación, que no había padecido directamente aun el yugo del trabajo asalariado, comenzó a salir a las calles (uniéndose a menudo a los trabajadores precarios) para expresar no sólo su propia ira y preocupación por el futuro, sino también (más o menos conscientemente) su relación con la clase obrera en su conjunto. Estas manifestaciones, que se extendieron por países como Turquía, Israel y Brasil, que alcanzaron su punto más alto en el movimiento anti-CPE (Contrato de Primer Empleo) en Francia, en el de los Indignados en España, también encontraron un eco, pequeño, débil, aunque significativo, en el movimiento de estudiantes y escolares en Alemania. Sin embargo, no han producido todavía una decantación de una nueva generación de revolucionarios.
En Alemania, esto se expresó en el modesto pero combativo movimiento de los Occupy, más abierto que anteriormente a las ideas internacionalistas. El lema de las primeras manifestaciones de Occupy fue: "¡Abajo el capital, el Estado y la nación!" Por primera vez en décadas, en Alemania la incipiente politización no parecía estar dominada por la ideología antifascista y de liberación nacional. Esto sucedía en respuesta a la crisis financiera de 2008, seguida por la crisis del euro. Algunas de aquellas pequeñas minorías comenzaron a pensar que el capitalismo estaba al borde del desplome. La idea que empezó a desarrollarse era que posiblemente Marx tenía razón acerca de la crisis del capitalismo, que podría también tener razón sobre la naturaleza revolucionaria del proletariado. Y crecía la esperanza de que los ataques masivos a escala internacional se enfrentaran rápidamente a una oleada igualmente masiva de la lucha de clases internacional. "Hoy Atenas, mañana Berlín, solidaridad internacional contra el capital" se convirtió en la nueva consigna.
La burguesía, aunque logró poner fin a esa fase de la lucha de clases no logró infligir una derrota histórica al proletariado, y de momento ha logrado atajar la apertura política que se inició en el año 2003. Lo que había comenzado en EEUU como crisis hipotecaria (subprimes) fue una verdadera amenaza para la estabilidad de la estructura financiera internacional. El peligro acechaba. No había tiempo para interminables negociaciones entre gobiernos sobre cómo hacerle frente. La bancarrota de Lehman Brothers permitió obligar a los gobiernos en todos los países industrializados a tomar medidas inmediatas y radicales para salvar la situación (como más tarde escribió el Herald Tribune: "de no haber ocurrido, el desastre de Lehman debería haber sido inventado"). Pero también fue beneficiosa en otro plano: contra la clase obrera. Es posible que sea la primera vez en que la burguesía mundial ha respondido a una crisis importante, aguda, de su sistema, no minimizando, sino exagerando su importancia. Se les repetía a los obreros del mundo que, si no aceptaban de inmediato los ataques masivos, los Estados y con ellos los fondos de pensión y de seguros podrían ir a la quiebra y los ahorros privados se derretirían como la nieve bajo el sol. Esta ofensiva de terror ideológico, era similar a la estrategia militar de "conmoción y pavor" utilizada por Estados Unidos en la segunda guerra de Irak con el objetivo de paralizar, traumatizar y desarmar al oponente. Y funcionó. Al mismo tiempo, existía la base objetiva para no atacar simultáneamente a todos los sectores centrales del proletariado mundial puesto que amplios sectores de la clase obrera en Estados Unidos, Gran Bretaña, Irlanda y en el sur de Europa, padecían mucho más que en Alemania, Francia y otros lugares del norte de Europa.
El segundo capítulo de esta ofensiva de terror y división fue la crisis del euro, cuando al proletariado europeo se le dividió con éxito entre norte y sur, entre griegos “holgazanes” y alemanes “nazis y arrogantes”. En este contexto, la burguesía alemana escondía otro as en la manga: el éxito económico de Alemania. Incluso las huelgas de 2015, y más concretamente los recientes aumentos de salarios y de prestaciones sociales, los ha utilizado para aporrear, tanto dentro del país como hacia todo el proletariado europeo, el mismo mensaje: que sus sacrificios, en aras de las exigencias de la crisis, tiene sentido y les reportará beneficios a la larga.
Ese mensaje de que la lucha no compensa, quedaba resaltado por el hecho de que, en los países donde la estabilidad política y económica es particularmente frágil y la clase obrera más débil, los movimientos de protesta de la joven generación (“la Primavera árabe”) solo lograron suscitar nuevas oleadas de represión o guerras intestinas e imperialistas. Todo eso refuerza la sensación de impotencia y falta de perspectivas en el conjunto de la clase.
El que el capitalismo siga en pie y haya fracasado el proletariado europeo para oponerse a los ataques masivos, influyeron también en los precursores de una nueva generación de minorías revolucionarias. El aumento de reuniones públicas y manifestaciones que caracterizó aquella fase en Alemania, fue suplantada por una fase de desmoralización. Desde entonces, ha habido otras movilizaciones -contra PEGIDA[4] [5], contra el TTIP[5] [6] , contra la ingeniería genética o la vigilancia por Internet - pero todas ellas carentes de la menor crítica fundamental del capitalismo como sistema.
Y desde el verano de 2015, tras las ofensivas en torno a la crisis financiera y el euro, ha habido otra ofensiva ideológica en torno a la actual crisis de los refugiados, la cual está siendo también utilizada al máximo por la clase dominante contra todo proceso de reflexión en el proletariado. Pero más que la propaganda burguesa fue la oleada de refugiados misma lo que ha dado un golpe suplementario a los primeros gérmenes de una incipiente recuperación de la conciencia de clase tras el impacto de 1989 (campañas alimentadas con el eslogan: "muerte del comunismo"). El hecho de que millones de personas en la "periferia" del capitalismo arriesguen sus vidas para entrar en Europa, América del Norte y otras "fortalezas", no puede sino reforzar, por ahora, la impresión de que es un privilegio vivir en las zonas desarrolladas del mundo y de que la clase obrera del centro del sistema y, en ausencia de toda alternativa al capitalismo, podría, al fin y al cabo, tener algo que defender dentro de tal sistema. Además, el conjunto de la clase despojada por ahora de su propia herencia política, teórica y cultural tiende a ver las causas de esta emigración desesperada no en la naturaleza misma del capitalismo, ni en relación con las contradicciones propias de los países democráticos, sino como resultado de la ausencia de capitalismo y de democracia en las zonas de conflicto.
Todo esto hizo aumentar el retroceso, tanto de la combatividad como de la conciencia, de la propia clase.
El problema del populismo político
Aunque el fenómeno de terror de derechas hacia los extranjeros y los refugiados no sea nuevo en Alemania desde la reunificación y en especial (aunque no exclusivamente) en sus nuevos estados federales del Este, la expansión de un movimiento político populista estable en Alemania había sido impedida con éxito por la propia clase dominante. Pero en el contexto de la crisis del euro, cuya fase aguda duró hasta el verano de 2015, y de la "crisis de refugiados" que la siguió, se produjo una nueva oleada de populismo político. Se manifestó principalmente en tres áreas: el ascenso electoral de Alternativa por Alemania (Alternative für Deutschland, AfD), que se formó en su origen en oposición al plan de rescate griego, y en base a una vaga oposición a la moneda común europea; un movimiento de protesta populista de derechas centrado en las "manifestaciones de los lunes" en Dresde (PEGIDA); un recrudecimiento del terrorismo de derechas hacia los refugiados y extranjeros, como el de la "Organización Clandestina Nacionalsocialista" (Nationalsozialistischer Untergrund, NSU).
Tales fenómenos no son nuevos en la escena política alemana; pero hasta ahora la burguesía había logrado siempre impedirles alcanzar cualquier tipo de presencia estable y parlamentaria. Durante el verano de 2015, parecía que los sectores dominantes lo iban a conseguir una vez más. La AfD, que había sido desposeída de su tema (la crisis “griega’’…) y de algunos de sus recursos financieros, sufría su primera escisión. Pero el populismo ha estado rápidamente de vuelta –con más fuerza que antes- gracias a la nueva ola de inmigración. Y, dado que el problema de la inmigración podría desempeñar un papel más o menos dominante en un futuro próximo, aumenta la posibilidad de que AfD se establezca como un componente nuevo y duradero del panorama político.
La clase dominante es capaz de utilizar todo esto para hacer más interesante su juego electoral, estimulando las ideologías democráticas y antifascistas, y también para difundir la división y la xenofobia. Sin embargo, este proceso no se corresponde directamente con sus intereses de clase ni está en condiciones de controlarlo completamente.
La crisis del euro y sus efectos en la escena política alemana muestran que existe una estrecha relación entre la intensificación de la crisis global del capitalismo y el avance del populismo. La crisis económica aumenta la inseguridad y el miedo, intensificando la lucha por la supervivencia. También aviva las llamas de la irracionalidad. Alemania, económicamente hablando, tendría mucho que perder con cualquier debilitamiento de la cohesión de la Unión Europea y el euro. Para Alemania hay millones de empleos que dependen directa o indirectamente de las exportaciones y del papel que desempeña en la UE. En un país así, es de lo más irracional cuestionar la UE, el euro o la orientación del conjunto del mercado mundial y no es pues casual que la reciente aparición de esos movimientos xenófobos esté suscitada por las inquietudes ante la estabilidad de la nueva moneda europea.
La capacidad de razonar, aunque no sea la única, tiene importancia vital para el entendimiento humano. La racionalidad se asienta, como el proceso del cálculo, en el pensamiento. Esto incluye la capacidad de calcular sus propios intereses objetivos, lo que es no sólo indispensable para la sociedad burguesa, sino también algo fundamental para la lucha proletaria de liberación. Históricamente, surge y se desarrolla, en gran medida, bajo el impulso del intercambio de equivalentes y ya que es en el capitalismo donde el dinero desarrolla plenamente su papel como equivalente universal, la moneda y la confianza que ésta inspira desempeñan un papel de primera importancia en el "formateo" de la racionalidad en la sociedad burguesa. Por lo tanto, la pérdida de confianza en el equivalente universal es una de las principales fuentes de irracionalidad dentro de la sociedad burguesa. Razón por la que las crisis monetarias y los períodos de hiperinflación son especialmente peligrosos para la estabilidad de las relaciones sociales. La inflación de 1923 en Alemania fue uno de los factores más importantes entre los que cimentarían el triunfo del nacionalsocialismo diez años más tarde.
Por otra parte, la oleada actual de refugiados e inmigrantes, resalta e ilustra otro aspecto del populismo: se acentúa la competencia entre las víctimas del capitalismo y la tendencia a la exclusión, la xenofobia, la búsqueda de chivos expiatorios...La miseria en el reino del capitalismo genera tres cosas: en primer lugar, una acumulación de la agresividad, de odio, de perversidad y un ansia de destrucción y autodestrucción; en segundo lugar, la proyección de tales impulsos antisociales contra los demás (hipocresía moral); en tercer lugar, el hecho de dirigir esos impulsos no contra la clase dominante, que parece demasiado poderosa para ser desafiada, sino en contra de las clases y de los estratos sociales aparentemente más débiles. Esa composición de tres facetas aflora, sobre todo en ausencia de lucha colectiva del proletariado, cuando los individuos como tales se sienten impotentes frente al capital. El punto culminante de ese trío, raíz en el populismo, es el pogromo. Aunque la agresividad populista también se expresa en contra de la clase dominante, lo que a ésta en verdad exige el populismo a voz en grito es protección y favores. Su deseo es que la burguesía o bien elimine a quienes considera como sus rivales amenazantes o sino que tolere que comiencen los populistas a hacerlo por cuenta propia. Esa "revuelta conformista", característica permanente del capitalismo, se agudiza con la crisis, la guerra, el caos, la inestabilidad. En la década de 1930, pudo desarrollarse gracias a la derrota histórica mundial del proletariado. Hoy, el contexto es la ausencia de toda perspectiva: es la fase de descomposición.
Como ya ha desarrollado la CCI en sus Tesis sobre la descomposición, una de las bases sociales y materiales del populismo es el proceso de desclasamiento, la pérdida de toda identidad de clase. A pesar de la fuerza económica del capital nacional alemán y la escasez que tiene de trabajadores cualificados, hay una parte importante de la población alemana que, hoy, aunque esté en el desempleo no es realmente un factor activo del ejército industrial de reserva (listo para tomar los puestos de trabajo de los demás y por lo tanto para ejercer una presión a la baja sobre los salarios), sino más bien pertenece a lo que Marx llama la capa de los Lázaro de la clase obrera. Debido a los problemas de salud, o a la incapacidad para soportar el estrés del trabajo capitalista moderno y la lucha por la existencia, o la falta de cualificaciones adecuadas, este sector es "de empleo imposible" desde el punto de vista capitalista. En lugar de presionar sobre los niveles salariales, estas capas lo que incrementan es la masa salarial del capital nacional debido a las prestaciones que éste les debe otorgar para que sobrevivan. Este es también ese sector que hoy siente a la mayoría de los refugiados como rivales potenciales.
Dentro de ese sector, hay dos grupos importantes de la juventud proletaria, parte de la cual puede inclinarse hacia la movilización como carne de cañón para las camarillas burguesas e incluso también como protagonistas activos de pogromos. El primero está compuesto por descendientes de la primera o segunda generación de trabajadores inmigrantes (Gastarbeiter). Al principio se pensaba que estos trabajadores inmigrantes no permanecerían en el territorio cuando ya no se les necesitase y, sobre todo, que no traerían a sus familias con ellos ni formasen su propia familia en Alemania. Pero ha ocurrido lo contrario y la burguesía no ha hecho ningún esfuerzo especial para educar a los hijos de estas familias. El resultado hoy es que, debido a que los empleos no cualificados han sido en gran parte "exportados" a lo que antes solía llamarse "países del tercer mundo", una parte de esta juventud proletaria está condenada a vivir de los subsidios estatales y nunca podrá integrarse en el trabajo asociado. El otro grupo está formado por hijos de la masa de parados traumatizados de los despidos masivos en Alemania del Este después de la reunificación. Una parte de ellos, alemanes más que inmigrantes, que no fue educada para ponerse al nivel “occidental” de un capitalismo altamente competitivo, y no se ha atrevido a ir a la Alemania Occidental a encontrar trabajo después de 1989 como han hecho los más intrépidos, ha integrado ese ejército de gente que vive de subsidios. Esos sectores son particularmente vulnerables a lumpenización, la criminalización y la politización en sus formas degeneradas y xenófobas.
Aunque el populismo sea el producto de su sistema, la burguesía no puede producir o eliminar este fenómeno a su antojo. Pero sí que puede manejarlo para sus propios fines, y alentar o desalentar su desarrollo en mayor o menor medida. Generalmente hace las dos cosas. Pero tampoco esto puede dominarlo fácilmente. Incluso en el contexto del capitalismo de Estado totalitario, es difícil para la clase dominante lograr mantener una coherencia ante tal situación. El propio populismo está hondamente arraigado en las contradicciones del capitalismo. La acogida de refugiados hoy día se basa en los intereses objetivos de importantes sectores del capitalismo alemán. Las ventajas económicas son incluso más evidentes que las ventajas imperialistas. Por eso los líderes de la industria y del mundo de los negocios son ahora los partidarios más entusiastas de la "cultura de la acogida". Estiman que Alemania necesitará la llegada de alrededor de un millón de personas cada año en el próximo periodo, en previsión de la escasez de mano de obra cualificada y sobre todo de la crisis demográfica provocada por la invariablemente baja tasa de natalidad del país. Los refugiados de las guerras y otros desastres suelen ser trabajadores especialmente diligentes y disciplinados, dispuestos no sólo a trabajar por salarios bajos, sino también a tomar iniciativas y asumir riesgos. Además, la integración de los recién llegados de otros países, y la apertura cultural que exige es en sí misma una fuerza productiva (y sin duda también una fuerza potencial para el proletariado). Un posterior éxito de Alemania en ese aspecto podría darle mayor ventaja respecto a sus competidores europeos.
Hay que considerar que la exclusión es, al mismo tiempo, el reverso de la medalla de la política de inclusión de Merkel. La inmigración que hoy se requiere ya no es la mano de obra no cualificada de las generaciones Gastarbeiter, ahora que los empleos sin cualificación se concentran en la periferia del capitalismo. Los nuevos inmigrantes deben llegar con altas cualificaciones, o al menos la voluntad de adquirirlas. La situación actual exige una selección mucho más organizada y despiadada que en el pasado. Debido a estas necesidades contradictorias de inclusión y de exclusión, la burguesía fomenta simultáneamente la apertura y la xenofobia. Respondiendo hoy a esa necesidad mediante la división del trabajo entre derecha e izquierda, incluso dentro del partido Cristianodemócrata de Merkel y de su gobierno de coalición con el SPD. Pero detrás de la disonancia existente entre los diferentes grupos políticos con respecto a la cuestión de los refugiados, no sólo hay una división del trabajo, sino también diferentes preocupaciones e intereses. La burguesía no es un bloque homogéneo. Mientras que las partes de la clase dominante y del aparato del Estado más próximos a la economía apoyan la integración, el conjunto del aparato de Seguridad está horrorizado por la apertura de las fronteras por Merkel en verano de 2015, por el número de personas llegadas desde entonces, debido a la pérdida de control de quienes entran en el territorio del Estado, acabando en un descontrol temporal. Además, en el seno del aparato represivo y judicial están, inevitablemente, quienes simpatizan con la extrema derecha y la protegen, debido a una obsesión compartida por la ley, el orden, el nacionalismo, etc.
En lo que concierne a la propia casta política, no sólo pertenecen a ella quienes (barruntando el ambiente en su circunscripción electoral) flirtean con el populismo por oportunismo; también hay muchos que comparten esa mentalidad. A eso podemos añadir las contradicciones del propio nacionalismo: al igual que todos los Estados burgueses modernos, Alemania fue fundada en mitos relacionados con una historia, una cultura y hasta una sangre compartida. En tal contexto, incluso la burguesía más poderosa no puede inventar y reinventar a voluntad diferentes definiciones de la nación para adaptarlas a sus intereses cambiantes. Tampoco tiene necesariamente un interés objetivo en hacerlo, puesto que los viejos mitos nacionalistas continúan siendo necesarios ya que son una poderosa palanca del "divide y vencerás" en el interior, y de la movilización para apoyar las agresiones imperialistas en el exterior. Por tanto no tan es tan evidente, hoy por hoy, que un negro o un musulmán puedan ser "alemanes".
¿Cómo enfrenta, la clase dominante alemana, la "crisis de los refugiados"?
En el contexto de la descomposición y de la crisis económica, el principal impulsor del populismo en Europa en las últimas décadas ha sido el problema de la inmigración. Este problema se ha agudizado hoy por el éxodo más masivo desde la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué este flujo da la impresión de ser un problema de mayor calado político en Europa que en países como Turquía, Jordania, o incluso Líbano donde reciben contingentes mucho mayores? En los viejos países capitalistas, las tradiciones precapitalistas de hospitalidad y las estructuras sociales y económicas de subsistencia que las acompañan, están radicalmente atrofiadas. También está el hecho de que estos migrantes proceden de culturas diferentes. Por supuesto, esto no es un problema en sí mismo, al contrario. Pero el capitalismo moderno hace de eso un problema. En Europa occidental, en particular, el Estado del bienestar es el principal organizador de la ayuda y la cohesión social. Y se supone que es el Estado el que debe acoger a los refugiados, lo cual los pone en competencia con los "indígenas" pobres en el empleo, la vivienda y las prestaciones sociales.
Hasta el momento, debido a su relativa estabilidad económica, política y social, la inmigración, y con ella el populismo, han causado menos problemas en Alemania que en la mayoría de los países de Europa occidental. Pero en la situación actual, la burguesía alemana se enfrenta cada vez más al problema, no sólo de puertas adentro sino también en el contexto de la Unión Europea.
En la propia Alemania, el ascenso del populismo de derechas perturba los planes de la clase dominante para integrar a una parte de los inmigrantes. Este es un problema real, porque, hasta ahora, todas las tentativas de aumentar la tasa de natalidad "en casa" han fracasado. El terror derechista también altera la reputación del país en el exterior -un punto muy sensible considerando los crímenes de la burguesía alemana en la primera mitad del siglo XX. El establecimiento de la AfD como fuerza parlamentaria estable podría complicar la formación de futuros gobiernos. A nivel electoral, es hoy un problema sobre todo para la CDU/CSU, el partido gubernamental dominante, que hasta ahora, bajo Merkel, ha sido capaz de atraer tanto a votantes socialdemócratas como conservadores, consolidando su posición dominante frente al SPD.
Pero es, sobre todo, en el ámbito europeo donde el populismo amenaza los intereses de Alemania actualmente. El estatus de Alemania como agente económico mundial, y en menor grado, político, depende en gran medida de la existencia y coherencia de la UE. La llegada al gobierno de partidos populistas, más o menos antieuropeos, en Europa del Este (ya es así en Hungría y Polonia) y especialmente en Europa Occidental, tendería a obstaculizar dicha cohesión. Esta es concretamente la razón de que Merkel haya declarado que la respuesta que se dé al problema de los refugiados será lo que "decidirá el destino de Alemania". La estrategia de la burguesía alemana frente a tal problema es un intento de transformar, a nivel europeo, la migración más o menos caótica del período de posguerra y de la descolonización después en una inmigración meritoria, altamente selectiva, más semejante al modelo canadiense o australiano. El cierre más eficaz de las fronteras exteriores de la UE es una precondición para la transformación propuesta de una inmigración ilegal en una inmigración legal. Esto también implicaría el establecimiento de cuotas anuales de inmigración. En lugar de que tengan que pagar sumas ominosas para pasar clandestinamente a la Unión Europea, a los emigrantes se les alentaría a "invertir" en su propia cualificación para mejorar sus posibilidades de acceso legal. En lugar de partir hacia Europa por su propia iniciativa, los refugiados aceptados serían transportados hasta los lugares de acogida y de empleo ya previstos para ellos. La otra cara de la moneda es que los inmigrantes no deseados serían detenidos en la frontera, o brutal y rápidamente expulsados si ya han logrado acceder. Tal conversión de las fronteras de la UE en cribas de selección (un proceso ya en marcha) es presentada como un proyecto humanitario para reducir el número de ahogados en el Mediterráneo que, a pesar de toda la manipulación de los medios, se ha convertido en una fuente de vergüenza moral para la burguesía europea. Al insistir en una solución europea más que nacional, Alemania asume sus responsabilidades ante la Europa capitalista, al mismo tiempo que hace hincapié en su pretensión de liderar políticamente el viejo continente. Su objetivo es nada menos que desactivar la bomba retardada de la inmigración, y con ella el populismo político en la UE.
Fue en ese contexto en el que el gobierno de Merkel, en el verano de 2015, abrió las fronteras alemanas a los refugiados. En ese momento, los refugiados sirios, que anteriormente estaban dispuestos a permanecer en la Turquía oriental, comenzaron a perder la esperanza de volver a casa y partieron en masa hacia Europa. Al mismo tiempo, el gobierno turco decide dejarlos salir hacia Europa para chantajear a la Unión Europea que está bloqueando su candidatura como país integrante. En esta situación, el cierre de las fronteras alemanas habría ocasionado un hacinamiento de miles de refugiados en los Balcanes, una situación caótica y casi incontrolable. Pero al levantar temporalmente el control de sus fronteras, Berlín suscitó un nuevo flujo migratorio de gente desesperada que inmediatamente se creyó que Alemania la estaba invitando a entrar. Todo esto demuestra la realidad de un momento de pérdida potencial del control de la situación.
Por la manera tan radical con la que Merkel se identifica con "su" proyecto, las posibilidades de éxito de la "solución europea" que propone, se deteriorarían considerablemente si no consiguiese ganar las elecciones de 2017. Uno de los puntos principales de la campaña para la reelección de Merkel parece ser el económico. Ante la actual desaceleración del crecimiento en China y Estados Unidos, la economía alemana, orientada hacia la exportación, se encaminaría hacia la recesión. Un aumento del gasto estatal y de las inversiones en construcciones para los "refugiados" podría evitar tal contingencia hasta las elecciones.
A diferencia de la década de 1970, cuando en una serie de grandes países occidentales los partidos capitalistas de izquierda entraron en el gobierno ("la izquierda al poder") o en la de1980 (“la izquierda en la oposición"), la actual estrategia del gobierno y el "juego" electoral en Alemania están determinados, mucho menos que anteriormente, por la amenaza inmediata de la lucha de clases y mucho más que antes por los problemas de la inmigración y el populismo.
Los refugiados y la clase obrera
La solidaridad con los refugiados expresada por una parte significativa de la población de Alemania, aunque ha sido explotada al máximo por el Estado para promover una imagen humana del nacionalismo alemán, abierto al mundo, fue espontánea y, al principio, "autoorganizada"; todavía hoy, más de seis meses después del inicio de la crisis actual, la gestión estatal de la afluencia de emigrantes se hundiría si no fuera por las iniciativas de la población. Pero estas actividades en sí mismas no tienen nada de proletario. Al contrario, esas personas hacen la parte del trabajo que el Estado no puede o no quiere hacer, a menudo incluso sin ningún tipo de retribución. Para la clase obrera, el problema central es que la solidaridad no puede realizarse actualmente en su propio terreno de clase. De momento, tiene un carácter muy apolítico, desconectado de cualquier oposición explícita a la guerra imperialista en Siria, por ejemplo y, del mismo modo las ONG y todas las múltiples organizaciones "críticas" de la sociedad civil (en realidad inexistente), esas estructuras han sido transformadas, más o menos inmediatamente, en apéndices del Estado totalitario.
Sería un error tomar esa solidaridad como un simple acto de caridad; sobre todo porque se ha expresado hacia posibles competidores en el mercado de trabajo y en otros aspectos. En ausencia de las tradiciones precapitalistas de hospitalidad en los viejos países capitalistas, el trabajo asociado y la solidaridad son, para la mayoría del proletariado, la principal base social y material de tal solidaridad. En general su espíritu no acepta aquello de "ayudar a los pobres y los débiles"; al contrario, entienden que la respuesta es la cooperación y la creatividad colectiva. A largo plazo, si la clase comienza a recuperar su identidad, su conciencia y el legado de generaciones precedentes, la experiencia actual de solidaridad se podrá integrar en la experiencia histórica de la clase y en la búsqueda de su perspectiva revolucionaria. Hoy, entre los trabajadores en Alemania, al menos potencialmente, los impulsos solidarios expresan un atisbo de memoria y de conciencia de clase, y nos recuerdan que también en Europa, la experiencia de la guerra y de los desplazamientos masivos de población no es algo tan antiguo y que la falta de solidaridad ante estas experiencias durante la contrarrevolución (antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial), no deben repetirse hoy.
En el capitalismo, el polo opuesto al populismo no es la democracia ni el humanismo, sino el trabajo asociado, principal contrapeso a la xenofobia y al pogromo. Resistir a la exclusión, resistir a la obsesión del chivo expiatorio ha sido siempre algo permanente y esencial de la lucha proletaria cotidiana. Puede que estemos al comienzo de un caminar a tientas hacia el reconocimiento de que las guerras y otros desastres que obligan a la gente a huir, son parte de ese proceso permanente de separaciones forzosas y violentas a través del cual se ha ido constituyendo el proletariado. El rechazo de quienes lo han perdido todo a quedarse dócilmente allí donde la clase dominante quiere que permanezcan, su negativa a renunciar a la búsqueda de una vida mejor, son momentos constitutivos de la combatividad proletaria. La lucha por su movilidad contra el régimen disciplinario capitalista es uno de los más viejos componentes vitales del trabajo asalariado "libre".
La mundialización y la necesidad de una lucha internacional
En el apartado del balance en que tratamos la lucha de clases, hemos dicho que las huelgas de 2015 en Alemania fueron más la expresión de una situación económica nacional temporal y favorable que el indicio de una combatividad generalizada a nivel europeo o internacional. Sigue siendo cierto que se ha vuelto cada vez más difícil para la clase obrera defender sus intereses inmediatos mediante huelgas u otros medios de lucha. Esto no significa que las luchas económicas no sean ya posibles o que hayan perdido su entidad (como la denominada tendencia Essen, del KAPD, concluía erróneamente en la década de 1920). Al contrario, eso significa que la dimensión económica de la lucha de clases contiene una dimensión política mucho más directa que en el pasado, una dimensión que es muy difícil de asumir.
Las recientes resoluciones del Congreso de la CCI han identificado correctamente uno de los factores objetivos que inhibe el desarrollo de las luchas en defensa de sus intereses económicos inmediatos: la intimidante losa del desempleo masivo. Aunque no es el único, ni siquiera el principal, factor económico de esa inhibición, sí que lo es, y fundamental, la llamada mundialización -fase actual del capitalismo de Estado totalitario-, marco en el que se encuentra hoy la economía mundial.
La mundialización del capitalismo global no es en sí misma un fenómeno nuevo. Nos lo encontramos ya en la base del primer sector de la producción capitalista altamente mecanizada: la industria textil en Gran Bretaña, centro de un triángulo en el que están relacionados la caza de esclavos en África y su trabajo en las plantaciones de algodón de Estados Unidos. En términos de mercado global el nivel de mundialización alcanzado antes de la Primera Guerra Mundial no se volvió a conseguir hasta finales del siglo XX. Sin embargo, en las últimas tres décadas, la globalización ha adquirido una nueva cualidad, especialmente en dos niveles: el de la producción y el de las finanzas. El esquema de una periferia capitalista proveedora de mano de obra barata, de plantaciones agrícolas y de materias primas a los países industrializados del hemisferio Norte ha sido, si no eliminado totalmente, al menos sí modificado y sustituido, en gran parte, por redes globales de producción, siempre centradas, eso sí, en los grandes países dominantes mientras que las actividades industriales y de servicios se extienden por todo el planeta. En este corsé "ordoliberal" existe la tendencia a que ningún capital nacional, ninguna industria, ningún sector, ningún negocio,..., pueda en manera alguna evitar la competencia internacional directa. No hay casi nada de lo que se produce en cualquier parte del mundo que no pueda ser producido en otros lugares. Cada Estado-nación, cada región, cada ciudad, cada barrio, cada sector de la economía está condenado a competir para atraerse inversiones globales. El mundo entero está como embrujado, como condenado a esperar la salvación con la llegada de capital en forma de inversiones. Esta fase del capitalismo no es ni mucho menos un producto espontáneo, sino un orden estatal introducido e impuesto, especialmente, por los viejos estados-nación burgueses dominantes. Uno de los objetivos de esta política económica es encarcelar a la clase obrera de todo el mundo en un monstruoso sistema disciplinario.
En ese plano, podríamos dividir la historia de las condiciones objetivas de la lucha de clases, aunque muy esquemáticamente, en tres fases: durante el ascenso del capitalismo, los obreros se enfrentaban, en primer lugar, a capitalistas individuales y, por lo tanto, podían organizarse más o menos eficazmente en sindicatos. Con la concentración del capital en manos de las grandes empresas y del Estado, esos medios de lucha perdieron su eficacia, de modo que, en aquel entonces, cada huelga se enfrentaba directamente a la burguesía entera, centralizada en el Estado. El proletariado necesitó mucho tiempo para encontrar una respuesta eficaz a aquella nueva situación y así surgió la huelga de masas de todo el proletariado a escala de un país entero (Rusia, 1905), la cual ya contiene en lo más profundo de su ser la potencialidad de la toma del poder y la extensión a otros países (primera oleada revolucionaria desencadenada por el Octubre rojo). Hoy, con la mundialización contemporánea, una tendencia histórica objetiva del capitalismo decadente alcanza su pleno desarrollo: cada huelga, cada acto de resistencia económica de los obreros, en cualquier parte del mundo, se encuentran inmediatamente enfrentado a la totalidad del capital mundial, siempre dispuesto a retirar la producción y la inversión e irse a producir en otro lugar. Por ahora, el proletariado internacional ha sido incapaz de encontrar una respuesta adecuada, ni siquiera vislumbrar lo que podría parecerse a tal respuesta. No sabemos si finalmente lo conseguirá. Pero parece claro que el desarrollo en esta dirección necesitará mucho más tiempo que la transición que hubo entre los sindicatos y la huelga de masas. Por un lado, la situación del proletariado en los viejos países centrales del capitalismo -como Alemania, en la “cima” de la jerarquía económica- debería ser mucho más dramática de lo que es hoy. Por otro lado, el paso a dar requerido por la realidad objetiva -lucha de clases internacional consciente, la "huelga de masas internacional" – le exige al proletariado mucho más esfuerzo que el paso entre la lucha sindical y la huelga de masas en un país. Porque obliga a la clase obrera a desafiar no sólo el corporativismo y el localismo, sino también las principales divisiones de la sociedad de clases, frecuentemente arrastradas durante muchos siglos, incluso milenios, de antigüedad, como la nacionalidad, la cultura étnica, la raza, la religión, el sexo, etc. Este es un paso mucho más profundo y político.
Al reflexionar sobre lo anterior, debemos tener en cuenta que los factores que impiden el desarrollo por el proletariado de su propia perspectiva revolucionaria no son sólo del pasado sino también del presente; que las causas no son sólo políticas sino también económicas (más exactamente, económico- políticas).
Presentación del Informe (marzo de 2016)
Cuando la crisis financiera de 2008, en la CCI existía una tendencia a cierto "catastrofismo" económico, una de cuyas expresiones fue la idea, propuesta por algunos compañeros, de que el colapso de los países capitalistas centrales, como Alemania, podría estar al orden del día. Una de las razones por las que hemos hecho de la fuerza económica y de la competitividad de Alemania un eje de este informe es el deseo de contribuir a superar esas debilidades. Pero también queremos aplicar la capacidad de matizar contra el pensamiento esquemático. Debido a que el propio capitalismo tiene un modo abstracto de funcionamiento (basado en el intercambio de equivalentes) hay una tendencia, comprensible pero perjudicial, a ver los asuntos económicos de manera demasiado abstracta; por ejemplo, a juzgar la relativa fortaleza económica de los capitales nacionales únicamente en términos muy generales (tales como la tasa de composición orgánica del capital, la abundancia de mano de obra necesaria para la producción, la mecanización, … como se mencionan en el informe), olvidando que el capitalismo es una relación social entre seres humanos y, sobre todo, entre las clases sociales.
Debemos aclarar un punto: cuando el informe dice que la burguesía estadounidense utiliza medios jurídicos (multas contra Volkswagen y otros) para contrarrestar la competencia alemana, la intención no era dar la impresión de que Estados Unidos no tiene fuerzas económicas propias que hacer valer. Por ejemplo, Estados Unidos está por delante de Alemania en el desarrollo de los automóviles eléctricos y sin conductor y no es totalmente inverosímil que una de las hipótesis que circulan en las redes sociales sobre el llamado escándalo Volkswagen (que la información sobre la manipulación de las medidas de emisión de gases por parte de esa empresa podría haberse filtrado desde dentro de la burguesía alemana a las autoridades de Estados Unidos para obligar a la industria automovilística alemana a ponerse al día en ese plano).
Sobre cómo es utilizada la crisis de los refugiados con fines imperialistas, es necesario actualizar el Informe. En estos momentos, tanto Turquía como Rusia utilizan masivamente la situación crítica de los refugiados para chantajear al capital alemán y debilitar lo que queda de cohesión europea. La manera con la que Ankara permite a los refugiados ir hacia oeste ya se menciona en el informe. El precio de la cooperación de Turquía sobre este problema no se limitará a unos cuantos miles de millones de euros. Rusia, por su parte, ha sido acusada recientemente, por varias organizaciones no gubernamentales (ONG) y organizaciones de ayuda a los refugiados, de bombardear deliberadamente hospitales y zonas residenciales en las ciudades de Siria para así provocar nuevas huidas de refugiados. Por lo general, la propaganda rusa utiliza sistemáticamente la cuestión de los refugiados para avivar las llamas del populismo político en Europa.
Y volviendo a Turquía, este país exige no sólo dinero, sino también la aceleración del acceso, sin visado, de sus ciudadanos a Europa y de las negociaciones para su adhesión a la UE. A Alemania, le exige además el cese de la ayuda militar a las unidades kurdas en Irak y Siria.
Para la canciller Merkel, que es la partidaria más relevante de una más estrecha colaboración con Ankara sobre los refugiados y una atlantista más o menos ferviente (para ella, la proximidad con Estados Unidos es un mal menor comparada con la de Moscú), es un problema de menos importancia que la que le dan otros miembros de su propio partido. Como el Informe ya ha mencionado, Putin había planeado la modernización de la economía rusa en estrecha cooperación con la industria alemana, en particular con el sector de la ingeniería que, desde la Segunda Guerra Mundial, se encuentra localizado principalmente en el sur de Alemania (incluyendo Siemens, anteriormente basada en Berlín y actualmente en Múnich, que parece haber sido designada para desempeñar un papel central en esta "operación rusa"). En tal contexto podemos entender la relación entre la persistente crítica a la "solución europea" (y "turca"), defendida por Merkel sobre la crisis de los refugiados, por parte del partido asociado a la CDU, la CSU de Baviera, y de la espectacular visita semioficial de los líderes de este partido bávaro a Moscú en el momento álgido de tal controversia[6] [7] . Esta fracción prefiere trabajar con Moscú en lugar de con Ankara. Paradójicamente, los partidarios más fervientes de la Canciller en este asunto no se encuentran hoy en su propio partido, la CDU, sino en su socio de coalición, el SPD, y en la oposición parlamentaria. Lo podemos explicar en parte por una división del trabajo dentro de la Democracia Cristiana en el poder, su ala derecha intentando (sin éxito por el momento) evitar que sus votantes conservadores se pasen a los populistas (AfD); pero también porque hay tensiones regionales (desde la Segunda Guerra Mundial, aunque el gobierno estuvo en Bonn y la capital financiera en Frankfurt, la vida cultural de la burguesía alemana se concentraba principalmente en Múnich; sólo recientemente se ha sentido de nuevo atraída por Berlín, tras el traslado del Gobierno a esta ciudad).
Tras las actuales oleadas de inmigración, no estamos, con toda seguridad, únicamente ante un conflicto de intereses en el seno de Europa, sino que existe además una colaboración y un reparto de la faena entre las diferentes burguesías nacionales; en este caso la burguesía alemana y la austriaca. Al decidirse por el "cierre de la ruta de los Balcanes", Austria ha hecho que Berlín sea menos unilateralmente dependiente de Turquía en la labor de retener a los refugiados, reforzando así, en parte, la posición de Berlín en las negociaciones con Ankara [7] [8].
Mientras una porción significativa del mundo de los negocios apoyó la "política de bienvenida" de Merkel hacia los refugiados el verano pasado, distaba mucho de ocurrir lo mismo con los cuerpos de seguridad del Estado, que estaban absolutamente horrorizados por talafluencia, más o menos controlada y declarada, hacia el país. Todavía no se lo han perdonado a la Canciller. El Gobierno francés y los demás gobiernos europeos no fueron menos escépticos. Todos ellos están convencidos de que los rivales imperialistas del mundo islámico están utilizando la crisis de los refugiados para meter clandestinamente a yihadistas en Alemania, desde donde pueden partir para alcanzar Francia, Bélgica, etc. De hecho, los ataques criminales de la noche de Año Nuevo en Colonia han confirmado que incluso las bandas criminales explotan los procedimientos de asilo para instalar a sus miembros en las principales ciudades europeas. No es necesario ser profeta para predecir que una renovación importante de los cuerpos policiales y de los servicios secretos en Europa será uno de los principales resultados de la situación actual[8] [9].
El Informe establece una relación entre la crisis económica, la inmigración y el populismo político. Si añadimos el creciente papel del antisemitismo, el paralelismo con la década de 1930 es más que impresionante. Pero también es interesante ese paralelo para examinar hasta qué punto la situación en la Alemania de hoy ilustra las diferencias históricas entre ambas épocas. El que no haya ninguna prueba formal, por el momento, de que las secciones centrales del proletariado estén derrotas, desorientadas y desmoralizadas, como lo estaban hace 80 años, es la diferencia más importante, pero no la única. Hoy, la política económica impulsada por la gran burguesía es la mundialización, no la autarquía ni el proteccionismo defendido por los populistas "moderados". Esto evoca un aspecto del populismo contemporáneo todavía poco desarrollado en el Informe: la oposición a la Unión Europea. La UE es, en términos económicos, uno de los instrumentos de la mundialización actual. Y este hecho ha pasado a ser, en Europa, incluso la consigna principal del populismo. Por ejemplo, las negociaciones sobre el TTIP (acuerdo comercial entre América del Norte y Europa), que beneficia a la gran industria y a la agroindustria, a expensas de los pequeños propietarios y productores de zonas como los Estados del “Grupo de Visegrád” (V-4: Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia), forman parte del contexto de la formación reciente de gobiernos populistas en Europa centro-oriental.
En cuanto a la situación del proletariado, la preocupación expresada al final del Informe es que nosotros no solo tenemos que mirar las causas, radicadas esencialmente en el pasado (como la contrarrevolución que siguió a la derrota de la Revolución rusa y mundial desde finales de la Primera Guerra Mundial), para explicar las dificultades de la clase obrera para desarrollar su lucha política en una dirección revolucionaria después de 1968. Todos esos factores, pertenecientes al pasado, aunque no dejan de ser explicaciones profundamente ciertas, no impidieron, sin embargo, ni el Mayo del 68 en Francia ni el otoño caliente de 1969 en Italia. Tampoco deberíamos partir del principio de que el potencial revolucionario expresado en aquella época, de manera embrionaria, estaba condenado al fracaso desde su inicio. Las explicaciones basadas unilateralmente en el pasado conducen a una especie de fatalismo determinista. En lo económico, lo que comúnmente se llama la mundialización es un instrumento, económico y político del capitalismo de Estado, que la burguesía ha encontrado para estabilizar su sistema y contrarrestar la amenaza proletaria; un instrumento frente al cual el proletariado deberá a su vez encontrar una respuesta. Por eso es por lo que los problemas de la clase obrera para desarrollar una alternativa revolucionaria, en los últimos 30 años, están íntimamente ligados a la estrategia político-económica de la burguesía, incluyendo su capacidad para aplazar en el tiempo una catástrofe económica para la clase obrera -y por lo tanto la amenaza de la guerra de clases- en los viejos centros del capitalismo mundial.
[1] [21] La Liga Hanseática fue una alianza industrial y comercial en el norte de Alemania, que dominó el comercio del Báltico durante la Edad Media y los inicios de la Edad Moderna.
[2] [23] El ‘‘ordoliberalismo” (Ordoliberalismus) es la variante alemana del liberalismo político y económico, pero que propugna la intervención del Estado para garantizar que el mercado libre produzca a un nivel cercano a sus potencialidades económicas. Se concretó en la llamada “Escuela de Friburgo” a la que perteneció el canciller de la RFA, Ludwig Erhard, considerado como el inspirador del llamado “milagro ecónomo alemán” de la posguerra.
[3] [24] Según Rosa Luxemburg, las zonas extracapitalistas se centran en una producción aún no basada directamente en la explotación del trabajo asalariado por el capital, sea esta una economía de subsistencia o una producción, por productores individuales, para el mercado. El poder de compra de tales productores ayuda a hacer posible la acumulación de capital. El capitalismo también moviliza y explota la fuerza de trabajo y las "materias primas" (es decir, los recursos naturales) a partir de esas áreas.
[4] [25] Siglas en alemán de : Europeos Patriotas Contra la Islamización de Occidente.
[5] [26] TTIP: “Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión". Es la propuesta de acuerdo de libre comercio entre Europa y Estados Unidos.
[6] [27] En la conferencia, el debate también señaló acertadamente que lo que se dice en el Informe de que el mundo de los negocios en Alemania apoya como un solo hombre la política de Merkel sobre los refugiados, es muy esquemática y como tal incorrecta. Incluso la necesidad de recursos “frescos” de mano de obra para los empleadores varía enormemente de un sector a otro.
[7] [28] A pesar de que esa convergencia de intereses entre Berlín y Viena, como se ha señalado en el debate, sea temporal y frágil.
[8] [29] La infiltración yihadista y la probabilidad de que aumenten los ataques terroristas son una realidad. Pero esta situación y otras son utilizadas por la clase dominante como medio para crear una atmósfera de miedo, de pánico y de sospecha permanente, antídotos contra el pensamiento crítico y la solidaridad dentro de la población obrera.
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Este artículo que aquí publicamos es un documento en discusión en la CCI, escrito en junio de este año, unas semanas después del referéndum sobre el "Brexit" en Reino Unido. El artículo “Reveses para la burguesía que no presagian nada bueno para el proletariado” de este número de la Revista es un intento de aplicar las ideas de este artículo a unas situaciones concretas como las planteadas por el resultado del referéndum y por la candidatura de Trump en Estados Unidos.
Somos hoy testigos de una oleada de populismo político en los viejos países centrales del capitalismo. En los Estados en los que tal fenómeno se ha desarrollado desde hace más tiempo, en Francia o en Suiza, por ejemplo, los populistas de derechas se han vuelto el partido político más importante en el plano electoral. Pero lo que hoy más llama la atención es el “amarre” del populismo en países que, hasta hoy, eran conocidos por lo estable de su política y la eficacia de su clase dominante: Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania. Sólo recientemente el populismo ha logrado tener un impacto directo y serio en esos países.
El surgimiento actual del populismo
En Estados Unidos, el aparato político, al principio, subestimó ampliamente la candidatura de Donald Trump a las elecciones presidenciales por el Partido Republicano. Su candidatura, en un primer tiempo, se topó con la oposición más o menos declarada de la jerarquía del aparato del partido y de la derecha religiosa. A todos ellos les cogió por sorpresa el apoyo popular que Trump obtuvo tanto en el llamado Bible Belt (regiones estadounidenses y de Canadá donde está muy extendido el fundamentalismo protestante) como en los viejos centros industriales, especialmente por parte de algunas fracciones de la clase obrera "blanca". La campaña mediática subsiguiente, organizada entre otros por el Wall Street Journal y demás oligarquías mediáticas y financieras de la costa Este, con el objetivo de menguar el éxito de Trump, lo único que logró fue incrementar su popularidad. La ruina parcial de capas importantes de las clases medias y también de la obrera, habiendo perdido muchos de sus componentes sus ahorros e incluso sus viviendas tras los cracs financieros e inmobiliarios de 2007-2008, ha provocado la indignación contra el viejo aparato político que intervino con celeridad para salvar el sector bancario, dejando en cambio en la cuneta a los pequeños ahorradores que anhelaban ser propietarios de sus casas.
Las promesas de Trump de ayudar a los pequeños ahorradores, mantener los servicios de salud, gravar la bolsa y las grandes empresas financieras, impedir una inmigración a la que teme una parte de la población pobre, que ve en los inmigrados a contrincantes potenciales, han tenido eco tanto entre los fundamentalistas religiosos cristianos como, más a la izquierda, entre los electores de tradición demócrata que, hace pocos años, ni hubieran imaginado votar por semejante político.
Casi medio siglo de "reformismo" político burgués, en el que los candidatos de izquierda –a nivel nacional, regional o local, en los partidos o en los sindicatos –han sido elegidos porque pretendían defender los intereses de los trabajadores y, en realidad, siempre defendieron los del capital, ha ido preparando el terreno para que el hombre de la Main Street (“de la calle”), como dicen en Estados Unidos, considere la posibilidad de apoyar a un multimillonario como Trump, con el sentimiento de que éste, al menos, no podrá ser “comprado” por la clase dominante.
En Gran Bretaña, la expresión principal del populismo no parece haberse concretado por ahora ni en un candidato particular, ni en un partido político (aunque sí es cierto que el UKIP de Nigel Farage sea ahora un actor importante del escenario político), sino en la popularidad de la propuesta de dejar la Unión Europea y decidirlo por referéndum. El que la mayor parte de quienes dominan el mundo de las finanzas (la City de Londres) y le industria británica se haya opuesto a la salida de la UE, también aquí parece haber servido para aumentar la popularidad del "Brexit" en partes importantes de la población. Uno de los motores de la corriente anti-UE, además de que representa a unos intereses particulares de algunas partes de la clase dominante más estrechamente relacionadas con la antiguas colonias (la Commonwealth) que con la Europa continental, parece circular por los caminos de los nuevos movimientos populistas de derecha. Quizás, gente como Boris Johnson y demás defensores del "Brexit" en el Partido Conservador serán, cuando se produzca el "exit", quienes tengan que salvar lo que pueda ser salvado intentando negociar una especie de estatuto de asociación estrecha con la Union Européa, parecida quizás a la de Suiza, país que en general adopta las reglas de la UE pero sin voz ni voto en su formulación.
En Alemania, donde tras la Segunda Guerra mundial, la burguesía ha conseguido hasta hace poco impedir que se instalaran partidos a la derecha de la Democracia Cristiana, ha entrado en escena un nuevo movimiento populista, tanto en la calle (Pegida) como en el plano electoral (Alternative für Deutschland) no ya como respuesta a la crisis "financiera" de 2007-08 (de la que Alemania salió relativamente indemne) sino tras la “crisis del Euro” a la que una parte de la población ve como una amenaza directa a la estabilidad de la moneda común europea y por ende a los ahorros de millones de personas.
Pero cuando ya parecía resuelta esa crisis, al menos momentáneamente, resulta que se produce la llegada masiva de refugiados, debida en particular a la guerra civil e imperialista en Siria y el conflicto con el Estado Islámico en el norte de Irak. Esta situación ha dado un nuevo impulso a un movimiento populista que empezaba a flojear. Aunque un mayoría importante de la población siga apoyando la Wilkommenskultur ("cultura de la acogida") de la canciller Merkel y de muchos líderes de la economía alemana, se han multiplicado los ataques contra los asilos para refugiados por toda Alemania, a la vez que en partes de la antigua RDA (el Este), se está desarrollando una verdadera mentalidad de pogromo.
El punto alcanzado por el auge del populismo, ligado al desprestigio del sistema político de los partidos establecidos lo ilustran las recientes elecciones presidenciales en Austria, en cuya segunda vuelta se enfrentaron el candidato de los Verdes y el de la derecha populista, mientras que los partidos principales, socialdemócratas y democristianos, que han reinado en el país desde el fin de la IIª Guerra Mundial, han sufrido ambos un descalabro sin precedentes.
Tras las elecciones en Austria, los observadores políticos en Alemania concluyeron que si proseguía la coalición actual entre democristianos y socialdemócratas en Berlín después de las próximas elecciones genérales se favorecería sin duda más todavía el ascenso del populismo. De todas maneras, ya sea con la Gran Coalición entre derecha e izquierda (o la "cohabitación" como en Francia), o con la alternancia entre gobiernos de izquierda y de derecha, después de casi medio siglo de crisis económica crónica y unos 30 años de descomposición del capitalismo, amplias partes de la población ya no se creen que haya una diferencia significativa entre los partidos establecidos de izquierdas y de derechas. Al contrario, a esos partidos se les ve como una especie de cártel que defiende sus propios intereses y los de los pudientes en detrimento de los del conjunto de la población y de los del Estado. Al no haber logrado la clase obrera, después de 1968, politizar sus luchas y realizar avances significativos en su propia perspectiva revolucionaria, la desilusión que eso engendra atiza las llamas del populismo.
En los países industrializados occidentales, sobre todo después del 11 de septiembre en Estados Unidos, el terrorismo islamista es otro factor de incremento del populismo. Eso plantea hoy un problema a la burguesía, sobre todo en Francia, que ha vuelto a ser el blanco de ese tipo de ataques. Uno de los motivos del estado de excepción y del lenguaje bélico de François Hollande es la necesidad de atajar el ascenso continuo del Frente Nacional tras los recientes ataques terroristas; el presidente francés ha intentado aparecer como el líder de una presunta coalición internacional contra el Estado Islámico. La pérdida de confianza de la población en la determinación y capacidades de la clase dominante para proteger a sus ciudadanos en lo que a seguridad se refiere (y no sólo la económica) es una de las causas de la oleada actual de populismo.
Las raíces del populismo de derechas contemporáneo son pues múltiples, variando de un país a otro. En los antiguos países estalinianos de Europa del Este, parece deberse al atraso y a la mentalidad pueblerina de la vida política y económica bajo los regímenes anteriores, así como a la brutalidad traumática del paso a un estilo de vida capitalista occidental, más eficaz, desde 1989.
En un país de la importancia de Polonia, la derecha populista ya está en el gobierno, y en Hungría (recordemos que fue un país importante de la primera oleada revolucionaria del proletariado en 1917-23), el régimen de Viktor Orbán alienta a su manera los ataques pogromistas, protegiéndolos.
Más en general, las reacciones contra la "mundialización" o “globalización” son un factor de primera importancia en el auge del populismo. En Europa occidental, el mal humor contra “Bruselas” y la Unión Europea es desde hace tiempo el carburante principal de esos movimientos. Pero también se respira hoy el mismo ambiente en Estados Unidos donde Trump no es el único político que amenaza con abandonar los acuerdos comerciales de libre cambio TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership, Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversiones) que se está negociando entre Europa y América del Norte. No hay que confundir esa reacción contra la "mundialización" con lo que proponen algunos representantes de izquierda como ATTAC que exigen una especie de correctivo neokeynesiano ante los excesos (reales) del neoliberalismo. Mientras que éstos proponen una política económica alternativa coherente y responsable para el capital nacional, la crítica de los populistas aparece como una especie de vandalismo político y económico del estilo del que se expresó en parte cuando se rechazó el Tratado sobre la Constitución europea en los referéndums en Francia, Holanda e Irlanda.
La posibilidad de que el populismo contemporáneo participe en el gobierno y la relación de fuerzas entre burguesía y proletariado
Los partidos populistas son fracciones burguesas, son parte del aparato capitalista de Estado totalitario. Lo que propagan es ideología y comportamiento burgués y pequeñoburgués: nacionalismo, racismo, xenofobia, autoritarismo, conservadurismo cultural. Como tales son un fortalecimiento del control de la clase dominante y de su Estado sobre la sociedad. Incrementan el ámbito del sistema de los partidos de la democracia aumentando su poderío ideológico. Revitalizan las mistificaciones electorales y la atracción por la votación tanto gracias a los electores que movilizan como a quienes se movilizan para votar contra ellos. Y aunque sean en parte el producto de las desilusiones crecientes hacia los partidos tradicionales, también pueden servir para reforzar la imagen de éstos, los cuales, diferenciándose de los populistas, podrán aparecer como más humanos y democráticos. Al parecerse sus discursos al de los fascistas de los años 30, su resurgimiento tiende a darle una nueva vida al antifascismo. Así es en especial en Alemania, donde el ascenso al poder del partido fascista desembocó en la mayor catástrofe en la historia de esa nación, que perdió casi la mitad del territorio y su estatuto de gran potencia militar, la destrucción de sus ciudades y unos estragos irreparables a su prestigio internacional por haber perpetrado unos crímenes que han sido los peores de la historia de la humanidad.
Sin embargo, como lo hemos visto hasta ahora, sobre todo en los viejos países del centro del capitalismo, las fracciones dirigentes de la burguesía han hecho lo posible por limitar el auge del populismo y, en especial, para impedirle participar en el gobierno. Tras bastantes años de luchas defensivas en su terreno de clase, la mayoría sin éxito, parece ser que ciertos sectores de la clase obrera hoy podrían albergar el sentimiento de que podrían ejercer más presión y dar más miedo a la clase dominante votando por populistas de derecha que con las luchas obreras. Esa impresión se debe a que el establishment reacciona verdaderamente alarmado ante el éxito electoral de los populistas. ¿Por qué tales reticencias de la burguesía ante “uno de los suyos”?
Hasta ahora, nosotros, CCI, teníamos tendencia a suponer que eso se debía al curso histórico (o sea al hecho de que la generación actual del proletariado no ha sufrido la derrota). Hoy hay que reexaminar ese marco de manera crítica ante cómo se está desarrollando la realidad social.
Que se hayan establecido gobiernos populistas en Polonia y Hungría es relativamente de menor importancia si se compara con lo que está pasando en los viejos países occidentales del corazón del capitalismo. Más significativo es que esos hechos no hayan desembocado por ahora en un conflicto de importancia entre, por lado, Polonia y Hungría y, por otro, la OTAN y la UE. Al contrario, Austria, con un canciller socialdemócrata, después de haberle seguido los pasos a la Wilkommenskultur de Angela Merkel durante el verano de 2015, ha seguido ahora el ejemplo de Hungría levantando barreras y alambradas en sus fronteras. Y el primer ministro húngaro se ha hecho ahora uno de los socios de discusión preferidos de la CSU bávara, partido que forma parte del gobierno de Merkel. Puede apreciarse un proceso de adaptación mutua entre gobiernos populistas y grandes instituciones interestatales. Por mucha demagogia antieuropea que esgriman, no se ve signo alguno por ahora de que los gobiernos populistas de Polonia o Hungría quieran irse de la UE. Lo que, al contrario, quieren hacer es difundir el populismo en la UE. Lo cual significa, hablando de intereses concretos, que "Bruselas" intervenga menos en los asuntos nacionales, aunque, eso sí, siguiendo con las subvenciones, incluso de mayor cuantía, a Varsovia y Budapest. La UE, por su parte, se adapta a esos gobiernos populistas a los que incluso se alaba por sus "contribuciones constructivas" en las complejas cumbres que organiza. Y, aun insistiendo en que se mantenga un mínimo de "condiciones democráticas", Bruselas se abstiene por ahora de aplicar a esos países sanciones con las que los había amenazado.
En lo que a la Europa occidental se refiere, Austria, recordemos, ya fue pionera habiendo incluso integrado en una ocasión en el gobierno de coalición al partido de Jörg Haider (FPÖ) como socio minoritario. El objetivo (desprestigiar a ese partido populista haciéndole asumir la responsabilidad de asegurar el funcionamiento del Estado) se alcanzó en parte, pero temporalmente. Hoy, en el plano electoral, le FPÖ es más fuerte que nunca y por poco gana las recientes elecciones presidenciales. Aunque también es cierto que el presidente desempeña un papel más bien simbólico. No es ese el caso en Francia, segunda potencia económica y segunda concentración del proletariado en la Europa occidental continental. La burguesía mundial espera, inquieta, la próxima elección presidencial en ese país en el que el Frente Nacional (FN) es el partido dominante electoralmente.
Muchos expertos de la burguesía ya han concluido, en base a lo que parece ser un fracaso del Partido Republicano de Estados Unidos en impedir la candidatura de Trump, que, tarde o temprano se hará inevitable la participación de populistas en los gobiernos occidentales, en cuyo caso será mejor empezar a preparar tal posibilidad. Este debate es el primer resultado de haber reconocido que los intentos hechos hasta ahora por excluir o contener el populismo no sólo han alcanzado sus límites, sino que incluso empiezan a ser contraproducentes.
La democracia es la ideología que mejor conviene a las sociedades capitalistas desarrolladas y la más importante contra la conciencia de clase del proletariado. Hoy, sin embargo, la burguesía está ante una paradoja: al seguir manteniendo sus distancias con los partidos que no respetan sus reglas democráticas de lo "políticamente correcto", corre el riesgo de dañar su propia imagen democrática. ¿Cómo justificar el mantener indefinidamente en la oposición a partidos por los que vota una parte significativa de la población, incluso la mayoría a veces, sin desprestigiarse y embrollarse en contradicciones y argumentos confusos? La democracia no es solo una ideología sino también un medio muy eficaz de la dominación de clase, sobre todo porque tiene la capacidad de reconocer las nuevas tendencias que surgen de la sociedad y adaptarse a ellas.
En ese marco la clase dominante se plantea hoy la perspectiva posible de que el populismo participe en los gobiernos a causa de la relación de fuerzas entre la burguesía y el proletariado. A pesar de que el proletariado no está históricamente derrotado, esa relación le es desfavorable por ahora. Por eso es por lo que las tendencias actuales indican que la gran burguesía incluso piensa que tal presencia es posible.
Para empezar, tal eventualidad no implicaría el abandono de la democracia parlamentaria burguesa como así ocurrió en Italia, Alemania o España entre finales de los años 1920 y finales de los 30, después de que el proletariado fuese derrotado. En Europa del Este, hoy, los gobiernos populistas de derecha existentes no han intentado poner a los demás partidos fuera de la ley ni instaurar un sistema de campos de concentración. Además, semejantes medidas no serían aceptadas por la generación actual de trabajadores en particular en los países del Oeste, quizás ni siquiera en Polonia o Hungría.
Por otra parte hay que decir, sin embargo, que la clase obrera, aunque no derrotada definitiva e históricamente, está, hoy por hoy, muy debilitada en su conciencia, su combatividad y su identidad de clase. El contexto histórico de esta situación sigue siendo ante todo el de la derrota de la primera oleada revolucionaria tras la Primera Guerra Mundial, y la profundidad y la tan larga duración de la contrarrevolución que le siguió.
En tal contexto, el primer causante de ese debilitamiento es la incapacidad de la clase, por ahora, de dar con la respuesta adecuada, en sus luchas defensivas, a la fase actual de gestión capitalista de Estado, la de la "mundialización". En sus luchas defensivas, los obreros se dan perfecta cuenta de que están inmediatamente encarados al capitalismo mundial como un todo, pues hoy no sólo están mundializados el comercio y los negocios sino también, y por primera vez, la producción, de modo que la burguesía puede replicar con rapidez a toda resistencia proletaria a escala nacional o local, transfiriendo la producción a otro lugar. Este instrumento aparentemente todopoderoso para domeñar el trabajo no podrá ser combatido realmente sino mediante la lucha de clases internacional, un nivel de combate que la clase no es todavía capaz de alcanzar en un futuro previsible.
La segunda causa de ese debilitamiento es la incapacidad de la clase para haber seguido politizando sus luchas tras el impulso inicial de 1968-1969. Lo que de ello ha resultado es la fase actual de descomposición al no haberse desarrollado ninguna perspectiva de una vida mejor o de una sociedad mejor. El desmoronamiento de los regímenes estalinistas en Europa del Este pareció haber confirmado la imposibilidad de una alternativa al capitalismo.
Durante un corto período, entre más o menos 2003 y 2008, hubo unos primeros signos, tenues, apenas visibles, de un proceso necesariamente largo y difícil en el que el proletariado saldría restablecido tras los golpes recibidos. La solidaridad de clase empezó, por ejemplo, a plantearse, especialmente entre las diferentes generaciones. El movimiento anti-CPE de 2006 fue el punto culminante de esa fase, pues logró hacer retroceder a la burguesía francesa, y porque el ejemplo de ese movimiento y de sus éxitos inspiraron a sectores de la juventud de otros países europeos, Alemania y Gran Bretaña por ejemplo. Pero esos primeros y frágiles gérmenes de una posible reanudación proletaria quedaron bloqueados por una tercera serie de acontecimientos negativos de importancia histórica en el período post-1968, un tercer revés muy trascendente para el proletariado: la calamidad económica de 2007-2008, seguida por la oleada actual de refugiados de guerra y de migrantes, la mayor desde el final de la IIª Guerra Mundial.
Lo específico de la crisis de 2007-08 es que empezó como crisis financiera de unas proporciones enormes. Y para millones de obreros uno de sus peores efectos, incluso el principal en ciertos casos, no fue tanto la baja de salarios, la subida de impuestos, o los despidos masivos decididos por los empleadores o por el Estado, sino incluso la pérdida de sus viviendas, de sus ahorros, de sus seguros, etc. Estas pérdidas en el plano financiero aparecen como pérdidas de “ciudadanos” de la sociedad burguesa, no son algo específico a la clase obrera. Sus causas son muy confusas, lo cual favorece la personalización de los problemas y la “teoría” del complot.
Lo específico de la crisis de los refugiados es que ocurre en el ámbito de la "fortaleza Europa" (y de la fortaleza estadounidense). A diferencia de los años 1930, desde 1968 la crisis mundial del capitalismo venía acompañada por una gestión capitalista de Estado internacional bajo la dirección de la burguesía de los viejos países capitalistas. Y así, tras casi medio siglo de crisis crónica, Europa occidental y América del Norte siempre aparecían cual remanso de paz, prosperidad y estabilidad, cuando menos comparadas con el “mundo exterior”. En tal contexto, ya no es sólo el miedo a la competencia de los inmigrantes lo que alarma a partes de la población sino también el miedo a que el caos y la anarquía, vistos como procedentes de “fuera”, alcancen, a través de los refugiados, el mundo “civilizado”. Con el nivel actual de la conciencia de clase, es muy difícil, para la mayoría de los trabajadores, comprender que tanto la barbarie caótica en la periferia del capitalismo y su intrusión, cada vez más cercana, en los países centrales, son el producto del capitalismo mundial y de las políticas de los países capitalistas dirigentes.
Ese contexto de crisis "financiera", de "crisis del Euro", y luego, la crisis de los refugiados ha inmovilizado, por ahora, los primeros pasos, tan embrionarios sin embargo, hacia un renacer de la solidaridad de clase. Quizás sea por eso, o al menos en parte, por lo que la lucha de los Indignados, aunque duró más tiempo y en ciertos aspectos se desarrolló más profundamente que el movimiento anti-CPE, no logró parar los ataques en España, pudiendo también ser fácilmente explotado por la burguesía para crear un nuevo partido de izquierdas: Podemos.
El resultado principal, a nivel político, de ese nuevo incremento de la insolidaridad desde 2008 hasta hoy, ha sido el reforzamiento del populismo. Este no es solo un síntoma de un debilitamiento suplementario de la conciencia de clase y de la combatividad proletarias, sino que es además un factor activo de este debilitamiento. No solo porque el populismo se abre camino en las filas del proletariado (aunque los sectores centrales de la clase resisten todavía con fuerza a tal influencia, como lo ilustra el ejemplo alemán), sino también porque la burguesía se aprovecha de la heterogeneidad de la clase para dividir más todavía al proletariado, sembrando la confusión en su seno. Parece, a primera vista, como si hoy estuviéramos acercándonos a una situación con ciertas similitudes con la de los años 1930. Cierto es que el proletariado no ha sido derrotado política y físicamente en un país central, como así había ocurrido en Alemania en aquel tiempo. Por consiguiente, el antipopulismo no puede desempeñar exactamente el mismo papel que el antifascismo en los años 1930. También parece ser una característica del período de descomposición que semejantes falsas alternativas aparezcan mucho más desdibujadas que las de aquel entonces. Lo que no quita que en un país como Alemania, en el que, hace ocho años, una pequeña minoría de la juventud inquieta dio sus primeros pasos en la politización con la consigna “¡Abajo el capitalismo, la nación y el Estado!”, hoy la politización se efectúe a través de la defensa de los refugiados y de la Wilkommenskultur contra los neonazis y la derecha populista.
Durante el largo período post-1968, el peso del antifascismo quedó como mínimo atenuado porque, concretamente, el peligro fascista era algo del pasado o estaba representado por unos extremistas de derecha más o menos marginales. Hoy, el auge del populismo derechista como fenómeno potencialmente de masas, da a la ideología de la defensa de la democracia un objetivo nuevo, mucho más tangible e importante, contra el que puede movilizarse.
Concluiremos esta parte diciendo que el crecimiento actual del populismo y de su influencia sobre el conjunto de la política burguesa, también se ha hecho posible debido a la debilidad actual del proletariado.
Le debate actual en el seno de la burguesía sobre el auge del populismo
El debate que está surgiendo en el seno de la burguesía sobre cómo tratar el populismo acaba de empezar, pero ya podemos mencionar algunos elementos. Si observamos el debate en Alemania – el país en el que la burguesía está quizás más sensibilizada y vigilante sobre esta cuestión – podemos identificar tres aspectos.
Primero: es un error para los "demócratas" intentar combatir el populismo adoptando su lenguaje y sus propuestas. Este argumento dice que el haber "copiado" a los populistas explica en parte el fracaso del partido gubernamental en las últimas elecciones en Austria, y explica la incapacidad de los partidos tradicionales en Francia para atajar el avance del FN. Los electores populistas, dicen quienes esgrimen ese argumento, prefieren el original a la copia. En lugar de hacer concesiones, dicen, hay que insistir en los antagonismos entre "patriotismo constitucional" y "nacionalismo chovinista", entre apertura cosmopolita y xenofobia, entre tolerancia y autoritarismo, entre modernidad y conservadurismo, entre humanismo y barbarie. Según esa línea argumental, las democracias occidentales tienen hoy suficiente “madurez” para arreglárselas con el populismo moderno manteniendo una mayoría por la "democracia", si avanzan sus posiciones de manera "ofensiva". Esa es, por ejemplo, la posición de la actual canciller alemana Angela Merkel.
Segundo, se insiste en que el electorado debe poder hacer de nuevo la diferencia entre derecha e izquierda, que hay que borrar la impresión de que se trata de un cártel de partidos establecidos. Suponemos nosotros que esa idea forma parte ya de la preparación, durante los dos últimos años, por parte de la coalición CDU-SPD, de una futura coalición posible entre Democracia Cristiana (CDU) y Verdes después de las próximas elecciones genérales. El abandono de la energía nuclear tras la catástrofe de Fukushima no se anunció en Japón…sino en Alemania, y el reciente y entusiasta apoyo de los Verdes a la Wilkommenskultur hacia los refugiados, que se ve asociada no a la Socialdemocracia (SPD) sino a Angela Merkel, han sido, hasta ahora, los pasos principales de esa estrategia. Pero la ascensión electoral rápida e inesperada de la AfD amenaza ahora la realización de tal estrategia (el intento reciente de hacer volver al FDP liberal al parlamento podría ser una respuesta a ese problema, pues ese partido podría, en su caso, unirse a una coalición "verdinegra"). Una vez en la oposición, el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), el partido que condujo en Alemania "la revolución neoliberal" con su agenda 2010 bajo la cancillería de Schroeder, podría adoptar una posición más "de izquierdas". Recordemos que, al contrario de los países anglosajones, donde fue la derecha conservadora de Thatcher y Reagan la que impuso las medidas "neoliberales", en muchos países europeos del continente fue la izquierda (partidos más “políticos”, más responsables y disciplinados) la que tuvo que participar cuando no asumir la instauración de tales medidas.
Pero hoy parece evidente que la etapa necesaria, para el capital, de mundialización neoliberal ha estado acompañada de unos excesos que deberán corregirse tarde o temprano. Tales excesos se empezaron a cometer sobre todo después de 1989 cuando el desmoronamiento de los regímenes estalinianos pareció haber confirmado de manera aplastante todas las tesis neoliberales sobre la inadaptación de la burocracia capitalista de Estado para hacer funcionar la economía. Y ahora algunos representantes serios de la clase burguesa ponen de relieve esos excesos, como, por ejemplo, que es en nada indispensable para la supervivencia del capitalismo que una minúscula fracción de la sociedad posea casi toda la riqueza. Esto puede producir estragos no sólo social y políticamente, sino también en lo económico, pues a los muy ricos, en lugar de compartir buena parte de sus riquezas, lo único que les interesa es preservarlas, incrementándose la especulación y frenando el poder adquisitivo solvente. No es tampoco totalmente necesario para el capitalismo que la competencia entre Estados capitalistas se concrete hoy en drásticas reducciones de impuestos y de presupuestos estatales, hasta el punto de que el Estado ya no pueda asegurar las inversiones necesarias. O, dicho de otra manera, la idea es que, merced a un retorno posible a una especie de corrección neokeynesiana, la izquierda, en su forma tradicional o con nuevos partidos como Syriza en Grecia o Podemos en España, pudiera reconquistar cierta base material y presentarse como alternativa a la derecha neoliberal conservadora.
Cabe señalar, sin embargo, que no es, en lo inmediato, el miedo a la clase obrera lo que inspira las reflexiones actuales en la clase dominante sobre la posibilidad de un futuro papel de la izquierda. Al contrario, muchos elementos de la situación actual en los principales centros capitalistas nos inducen a pensar que lo primero que hoy determina la política de la clase dominante es el problema del populismo.
El tercer aspecto es que, al igual que los conservadores británicos en torno a Boris Johnson, la CSU, el partido "hermano" de la CDU de Merkel, piensa que lo que deberían hacer algunas fracciones del aparato tradicional del partido es aplicar ideas de la política populista. Hay que señalar que la CSU ya no es la expresión del tradicional atraso bávaro y pequeñoburgués. Al contrario, junto con Bade-Würtemberg, el estado vecino del Sur de Alemania, Baviera es hoy económicamente la parte más moderna del país, la columna vertebral de sus industrias de alta tecnología y de exportación, la base productiva de compañías como Siemens, BMW o Audi.
Esta tercera opción, de cuya propaganda se encarga el gobierno de Múnich (capital de Baviera), está evidentemente en contradicción con la primera opción de la que hablamos antes, propuesta por Angela Merkel. Lo que está actualmente en el centro de las confrontaciones entre esos dos partidos es más que una maniobra electoral, es más que el resultado de diferencias, reales, entre intereses económicos particulares: hay también diferencias de método. En vista de la determinación actual de la canciller en no cambiar de modo de ver, algunos representantes de la CSU han empezado incluso a “pensar en voz alta” amenazando con presentar sus propios candidatos en otras partes de Alemania contra la CDU en las próximas elecciones genérales.
La idea de la CSU, como la de algunas fracciones de los conservadores ingleses, es que, ya que es inevitable hasta cierto punto que se tomen medidas populistas, mejor será que las aplique un partido experimentado y responsable. Así, tales medidas, a menudo irresponsables, podrían, por un lado, limitarse y, por otro, ser compensadas con medidas complementarias.
A pesar de las fricciones reales entre Merkel y Seehofer, como entre Cameron y Johnson, no debemos desdeñar el factor “división del trabajo” entre ellos: una parte que defiende los valores democráticos "de manera ofensiva", y la otra que reconoce la legitimidad democrática de "los ciudadanos encolerizados".
De todos modos, lo que esos discursos ilustran es que las fracciones dirigentes de la burguesía empiezan a hacerse a la idea de adoptar políticas gubernamentales populistas de cierto tipo y en cierta medida: los conservadores pro-Brexit o la CSU ya las están poniendo en práctica.
Populismo y descomposición
Como ya hemos visto, sigue habiendo grandes reticencias hacia el populismo por parte de las principales fracciones de la burguesía en Europa occidental y Norteamérica. ¿Cuáles son las causas? En fin de cuentas, esos movimientos no cuestionan en absoluto el capitalismo. Nada de la propaganda que hacen es extraño al mundo burgués. A diferencia del estalinismo, el populismo ni siquiera pone en entredicho las formas actuales de la propiedad capitalista. Es un movimiento "opositor" evidentemente. Pero en cierto modo también lo han sido el estalinismo y la socialdemocracia sin que eso les haya impedido ser miembros responsables de gobiernos de Estados capitalistas de primer orden.
Para comprender esas reticencias, es necesario establecer bien la diferencia fundamental entre el populismo actual y la izquierda del capital. La izquierda, incluso la que no procede de antiguas organizaciones du movimiento obrero (los Verdes, por ejemplo), aunque haya sido el mejor representante del nacionalismo y haya sido el mejor alistador del proletariado para la guerra, basa su poder de atracción en la propaganda de los antiguos ideales del movimiento obrero, en la falsificación de éstos, o, cuando menos, en los ideales de la revolución burguesa. En otras palabras, por muy chovinista e incluso antisemita que pueda ser, no reniega, en principio, de la "fraternidad de la humanidad" ni de la posibilidad de mejorar el estado del mundo en su conjunto. De hecho, incluso los radicales neoliberales más abiertamente reaccionarios afirman perseguir esa meta. Eso es necesariamente así, pues desde sus orígenes, la pretensión de la burguesía de ser la digna representante de la sociedad en su conjunto se ha basado siempre en esa perspectiva. Eso no quiere decir para nada que la izquierda del capital, como parte de esta sociedad en putrefacción, no difunda igualmente el veneno racista, antisemita parecido al de los populistas de derecha.
En cambio, le populismo personifica la renuncia a ese "ideal". Lo que el populismo pregona es la supervivencia de unos en detrimento de los demás. Toda su arrogancia se basa en ese "realismo" del que tan orgulloso está. Es el producto del mundo burgués y de su visión del mundo, pero, ante todo, de su descomposición.
Además, la izquierda del capital propone un programa económico, político y social más o menos realista para el capital nacional. En cambio, el problema del populismo político no es que no haga propuestas concretas, sino que propone una cosa y la contraria, una política para hoy y otra para mañana. No es una alternativa política, sino que encarna la descomposición de la política burguesa.
Por eso, al menos en el sentido en que aquí se usa ese término, tiene poco sentido hablar de un populismo de izquierdas, como una especie de vertiente opuesta del populismo de derechas.
A pesar de los parecidos y paralelismos, la historia no se repite nuca. El populismo de hoy no es lo mismo que el fascismo de los años 1920 y 1930. Sin embargo, el fascismo de entonces y el populismo de hoy tienen, en cierto modo causas similares. Ambos son, entre otras cosas, la expresión de la descomposición del mundo burgués. Con la experiencia histórica del fascismo y, sobre todo, del nacionalsocialismo tras aquél, la burguesía de los viejos países capitalistas centrales tiene una conciencia aguda de esas similitudes y del peligro potencial que significan para la estabilidad del orden capitalista.
Semejanzas con el auge del nacionalsocialismo en Alemania
Los fascismos de Italia y Alemania tuvieron en común el triunfo de la contrarrevolución y el delirio de la disolución de las clases en una comunidad mística, tras la derrota previa (sobre todo gracias a las armas de la democracia y de la izquierda del capital) de la oleada revolucionaria. En común también, su puesta en entredicho sin rodeos del reparto imperialista y lo irracional de muchos de sus objetivos bélicos. A pesar de esos parecidos (en los que se basó Bilan para ser capaz de reconocer la derrota de la oleada revolucionaria y el cambio del curso histórico que abrió la posibilidad a la burguesía de movilizar al proletariado en la guerra mundial) es útil analizar más de cerca, para así comprender mejor el populismo contemporáneo, lo específico de los acontecimientos históricos en la Alemania de entonces, incluidas las diferencias con el fascismo italiano mucho menos irracional.
Primero, el debilitamiento de la autoridad establecida de las clases dominantes, y la pérdida de confianza de la población en la dirección tradicional política, económica, militar, ideológica y moral de esas clases dominantes, eran mucho más profundos que en ningún otro lugar (excepto en Rusia), pues Alemania había sido la gran perdedora de la Primera Guerra mundial y de ésta salió agotada económica, financiera y hasta físicamente.
Segundo, en Alemania, mucho más que en Italia, hubo una verdadera situación revolucionaria. La manera con la que la burguesía ahogó el potencial revolucionario del proletariado alemán en una fase aún precoz, no debe llevarnos a subestimar la profundidad del proceso revolucionario, ni la intensidad de los anhelos y las esperanzas que suscitó y que lo acompañaron. La burguesía alemana y mundial necesitaron casi seis años, hasta 1923, para aniquilar todas las huellas de tan apasionante efervescencia. Nos es difícil imaginar hoy el grado de decepción causada por la derrota y la estela de amargura que dejó. La pérdida de confianza de la población en su propia clase dominante vino rápidamente seguida por la desilusión evidentemente mucho más cruel todavía de la clase obrera hacia sus (antiguas) organizaciones (socialdemocracia y sindicatos), y la decepción causada por el joven KPD y la Internacional Comunista.
Tercero, las calamidades económicas desempeñaron un papel mucho más determinante en el ascenso del nacionalsocialismo que en el del fascismo en Italia. La hiperinflación de 1923 en Alemania (y otros países de la Europa central) socavó la confianza en la moneda como equivalente universal. La Gran Depresión iniciada en 1929 ocurrió sólo 6 años después del traumatismo de la hiperinflación. La Gran Depresión ya había golpeado en Alemania a una clase obrera cuya conciencia de clase y combatividad había sido aplastadas, pero además la manera con que las masas vivieron, intelectual y emocionalmente, este nuevo episodio de crisis económica, estaba ya, en cierto modo, modificado, formateado por decirlo así, por los acontecimientos de 1923.
Las crisis, las del capitalismo decadente en especial, afectan a todos los aspectos de la vida económica y social. Son las crisis de sobreproducción – de capital, de mercancías, de fuerza de trabajo – y de apropiación y de "distribución"- especulaciones financiera y monetaria con crac incluido. Pero, a diferencia de las manifestaciones de la crisis más centradas en los lugares de producción, los despidos o las reducciones de salarios, los efectos negativos sobre la población en lo financiero y monetario son mucho más abstractos y oscuros. Y, sin embargo, sus efectos pueden ser tan devastadores para parte de la población, y sus repercusiones pueden ser mundiales y extenderse todavía más deprisa que las que se producen más directamente en los lugares de producción. O sea, mientras que estas manifestaciones de la crisis tienden a favorecer el desarrollo de la conciencia de clase, aquellas, las procedentes de las esferas financieras y monetarias, tienden a lo contrario. Sin la ayuda del marxismo, no es fácil comprender los lazos reales entre, por ejemplo, un crac financiero en Manhattan y la cesación de pagos de una aseguradora o incluso de un Estado en otro continente. Los impresionantes sistemas de interdependencia, creados a ciegas entre países, poblaciones, clases sociales, que funcionan a espaldas de los protagonistas, llevan fácilmente a la personalización y a la paranoia social. El que la reciente agudización de la crisis ha sido también una crisis financiera y bancaria, ligada a burbujas especulativas y al estallido de éstas, es algo más que propaganda burguesa. El que una falsa maniobra especulativa en Tokio o en Nueva York pueda desencadenar la quiebra de un banco en Islandia, o zarandear el mercado inmobiliario en Irlanda, no es ficción, es la realidad. Sólo el capitalismo crea tal interdependencia en la vida y la muerte entre personas totalmente ajenas unas a otras, entre protagonistas que ni siquiera son conscientes de la existencia de unos y otros. Es muy difícil para los seres humanos soportar tal grado de abstracción, ni intelectual ni emocionalmente. Una manera de encarar tal cosa es personalizar, ignorando los mecanismos reales del capitalismo, pues no son las “fuerzas del mal” las que planifican deliberadamente hacernos daño. Es tanto más importante comprender hoy la diferencia entre los diferentes tipos de ataques porque quienes pierden sus ahorros ya no son principalmente la pequeña burguesía o las clases medias como así fue en 1923, sino millones de trabajadores que poseen o intentan poseer su propia vivienda, tener algunos ahorros o algún que otro seguro...
En 1923, la burguesía alemana, que ya estaba planificando hacer la guerra contra Rusia, se encontró con un nacionalsocialismo que se estaba convirtiendo en movimiento de masas. En cierto modo, la burguesía se metió en la trampa de una situación en cuya construcción ella misma había contribuido. Podría haber optado por una entrada en guerra con un gobierno socialdemócrata, con el apoyo de los sindicatos, en una posible coalición con Francia, incluso con Gran Bretaña como aliado secundario al principio. Pero esto hubiera supuesto la confrontación, o, al menos, la neutralización del movimiento nazi, el cual no solo se había vuelto demasiado grande para ser manipulado, sino que además agrupaba también a la parte de la población que quería la guerra. En tal situación, la burguesía alemana cometió el error de creer que podía instrumentalizar el movimiento nazi a su antojo.
El nacionalsocialismo no sólo fue un simple régimen de terror masivo ejercido por una pequeña minoría sobre el resto de la población. Tenía su propia base de masas. No sólo fue un instrumento del capital para imponerse sobre la población. También fue la inversa: un instrumento ciego de las masas atomizadas, aplastadas y paranoicas que querían imponerse al capital. El nacionalsocialismo vino pues preparado en gran medida, por la pérdida total de confianza de grandes sectores de la población en la autoridad de la clase dominante y en su capacidad para hacer funcionar la sociedad con eficacia y proporcionar un mínimo de seguridad física y económica a sus ciudadanos. Aquella conmoción de la sociedad hasta sus cimientos se había iniciado con la Primera Guerra Mundial y se agudizó con las catástrofes económicas que siguieron: la hiperinflación, que fue el resultado de la guerra mundial (del lado de los perdedores), y la Gran Depresión de los años 1930. El epicentro de esa crisis fueron los tres imperios – el alemán, el austrohúngaro, el ruso–, los tres desmoronados por los golpes de la guerra (perdida) y la oleada revolucionaria.
A diferencia de Rusia donde, al principio, la revolución resultó victoriosa, en Alemania y en el antiguo imperio austrohúngaro, la revolución fracasó. En ausencia de una alternativa proletaria a la crisis de la sociedad burguesa, se abrió un gran vacío, cuyo centro era Alemania, o más o menos la Europa continental al norte de la cuenca mediterránea, pero con ramificaciones a escala mundial, que engendró un paroxismo de violencia y de ambiente de pogromo, basado en los temas del antisemitismo y el antibolchevismo, que culminaría en el "holocausto" y en el comienzo de una liquidación masiva de poblaciones enteras, sobre todo en los territorios de la URSS ocupados por las fuerzas alemanas.
La forma tomada por la contrarrevolución en la Unión Soviética desempeñó un papel importante en la evolución de esa situación. Aunque ya no quedara nada de proletario en la Rusia estaliniana, la expropiación violenta del campesinado en particular (la "colectivización de la agricultura" y la "liquidación de los kulaks") atemorizó a los pequeños propietarios y pequeños ahorradores en el resto del mundo, y también a los grandes propietarios. Así fue en la Europa continental donde esos propietarios (entre los cuales podía haber modestos dueños de su propia vivienda), dejados sin protección contra el "bolchevismo" del que no había mar u océano que los separara (al contrario de sus equivalentes ingleses o norteamericanos), confiaban poco en los regímenes "democráticos" o "autoritarios" europeos inestables que existían a principios de los años 1930, para que éstos les protegieran contra la expropiación por la crisis o por el "bolchevismo judío".
Podemos concluir de esa experiencia histórica que, si le proletariado es incapaz de hacer valer su alternativa revolucionaria al capitalismo, la pérdida de confianza en la capacidad de la clase dominante para que "haga su trabajo" acaba desembocando en una revuelta, una protesta, una explosión de otro tipo muy diferente, una protesta que no es consciente sino ciega, orientada no hacia el futuro sino hacia el pasado, que no se basa en la confianza sino en el miedo, no en la creatividad sino en la destrucción y el odio.
Hoy, segunda crisis de confianza en la clase dominante
El proceso que acabamos de describir ya formaba parte de la descomposición del capitalismo. Y es de lo más comprensible que, en los años 1930, muchos marxistas y otros comentaristas avezados de la sociedad supusieran que esa tendencia iba a sumergir rápidamente el mundo entero. Pero, como sabemos, eso no ocurrió, sólo fue la primera fase de tal descomposición, no la fase terminal todavía.
Para empezar, tres factores de importancia histórica mundial han hecho retroceder la tendencia à la descomposición.
Primero, la victoria de la coalición anti-Hitler en la Segunda Guerra mundial, que realzó considerablemente el prestigio de la democracia "occidental" por un lado (y, en particular, el del modelo americano), y, por otro, el prestigio del modelo del "socialismo en un solo país".
Segundo, el "milagro económico" tras la Segunda Guerra mundial, sobre todo en el bloque del Oeste.
Esos dos factores eran cosa de la burguesía. El tercero ha sido cosa de la clase obrera: el final de la contrarrevolución, el retorno de la lucha de clases al centro del escenario de la historia y con él, la reaparición (confusa y efímera, sin embargo) de una perspectiva revolucionaria. La burguesía, por su parte, replicó a ese cambio de situación no sólo con la ideología del reformismo, sino también con concesiones y mejoras materiales reales (y, claro está, temporales). Todo eso alimentó en los trabajadores, la idea ilusoria de que la vida podía mejorarse continuamente.
Como hemos defendido nosotros, lo que ha hecho desembocar en la fase actual de descomposición ha sido sobre todo el bloqueo entre las dos clases principales de la sociedad, una incapaz de desencadenar una guerra generalizada, la otra incapaz de avanzar hacia una solución revolucionaria. Tras el fracaso de la generación proletaria de 1968 para llevar más lejos políticamente sus luchas, lo ocurrido en 1989 inició a escala mundial la fase actual de descomposición. Y es muy importante entender esta fase no como algo estancado, sino como un proceso. 1989, ante todo, rubricó el fracaso del primer intento del proletariado por desarrollar su propia alternativa revolucionaria. Tras 20 años de crisis crónica y de deterioración de las condiciones de vida de la clase obrera y de la población mundial en general, el prestigio y la autoridad de la clase dominante también se habían deteriorado, aunque no al mismo nivel. En los años del cambio de milenio, había todavía importantes contratendencias que realzaban el prestigio de las élites burguesas dirigentes. Mencionaremos tres:
Primero, el hundimiento del bloque estalinista del Este no dañó para nada la imagen de la burguesía de lo que fue el bloque del Oeste. Al contrario, en lo que insistía la propaganda era en negar la posibilidad de una alternativa al "capitalismo democrático occidental". Cierto es que parte de la euforia de 1989 se fue esfumando rápidamente ante la realidad misma, como, por ejemplo, la pretensión de un mundo más pacífico, aunque también es verdad que 1989 apartó al menos la amenaza permanente de aniquilación mutua en una tercera guerra mundial. También, después de 1989, tanto la IIª Guerra Mundial como la guerra fría que la siguió entre Este y Oeste pudieron ser presentadas de manera creíble como si hubieran sido el producto de la "ideología totalitaria" (o sea del fascismo y el "comunismo"). En el plano ideológico, la burguesía occidental ha tenido la buena suerte de que el nuevo rival imperialista – más o menos patente - de Estados Unidos hoy, ya no sea Alemania (también "democrática") sino la China "totalitaria" y de que muchas de las guerras regionales contemporáneas y ataques terroristas puedan achacarse al "fundamentalismo religioso".
Segundo, la etapa actual de "mundialización" del capitalismo de Estado, ya iniciada antes de 1989, ha hecho posible, en el contexto posterior a ese año, un desarrollo real de las fuerzas productivas en lo que habían sido hasta ahora países periféricos del capitalismo. Evidentemente, los Estados de los llamados BRICS (o sea Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) por ejemplo, no son precisamente un modelo de modo de vida para los obreros de los viejos países capitalistas. Pero, por otro lado, producen la impresión de un capitalismo mundial dinámico. Hay que señalar que, en vista de la importancia de la cuestión de la inmigración para el populismo de hoy, esos países son considerados en ese aspecto como contribuidores en estabilizar la situación, pues absorben millones de migrantes que acabarían desplazándose hacia Europa y Norteamérica.
Tercero, el desarrollo realmente asombroso en lo tecnológico, que ha "revolucionado" la comunicación, la educación, la medicina, la vida cotidiana en su conjunto, ha dado la impresión de una sociedad rebosante de energía, lo cual justifica, dicho sea de paso, nuestra comprensión de que decadencia del capitalismo no significa ni mucho menos paralización de las fuerzas productivas, ni estancamiento tecnológico.
Esos factores (sin duda habrá otros), aunque incapaces de impedir el proceso actual de descomposición, y con ésta un primer desarrollo del populismo, sí que han conseguido atenuar algunos de sus efectos. En cambio, el fortalecimiento del populismo hoy indica que nos podríamos estar acercando a los límites de esos efectos moderadores, abriendo quizás lo que podríamos llamar una segunda etapa en la fase de descomposición. Esta segunda etapa se podría caracterizar por una pérdida creciente, en gran parte de la población, de confianza en la voluntad o la capacidad de la clase dominante para protegerla. Un proceso de desilusión que, al menos por ahora, no es proletario, sino radicalmente antiproletario. Tras las crisis financiera, la del euro y la de los refugiados, que son sobre todo factores detonadores debidos a causas más profundas, esta nueva etapa es pues el resultado de la acumulación de esos factores debidos a esas causas. Y entre estas, primero y ante todo, la ausencia de perspectiva revolucionaria proletaria. Por el otro lado, o sea el del capital, está la crisis económica crónica y, además, las consecuencias del carácter cada vez más abstracto del modo de funcionamiento de la sociedad burguesa. Este proceso, inherente al capitalismo, se ha acelerado gravemente durante las tres últimas décadas, con la reducción brutal, en los viejos países capitalistas, de la fuerza de trabajo industrial y manual, y de la actividad física en general, debido a la mecanización y a los nuevos medios como los ordenadores personales e Internet. Junto a esto, el medio de cambio universal ha ido pasando de metálico y papel a ser, cada día más, electrónico.
Populismo y violencia
En la base del modo de producción capitalista, hay una combinación muy específica de dos factores: los mecanismos económicos o "leyes", las del mercado, y la violencia. Por un lado: la condición del intercambio de equivalentes significa renuncia a la violencia, o sea el cambio en lugar del robo. Además, el trabajo asalariado es la primera forma de explotación en la que la obligación de trabajar, y la motivación en el proceso de trabajo mismo, son esencialmente una fuerza económica más que directamente física. Por otro lado, en el capitalismo, todo el sistema de cambio de equivalentes está basado en un intercambio "originario" no equivalente, o sea, la separación violenta entre los productores y los medios de producción (la "acumulación originaria") que es la condición del sistema asalariado y que es un proceso permanente el capitalismo puesto que la acumulación misma es un proceso más o menos violento (ver La Acumulación del Capital, Rosa Luxemburg). La presencia permanente de los dos polos de la contradicción (violencia y renuncia a la violencia), y la ambivalencia que eso crea, impregna la vida entera de la sociedad burguesa, acompañando todo acto de intercambio, en el cual la alternativa del robo siempre está presente. De hecho, una sociedad basada radicalmente en el cambio, y por lo tanto en la abandono a la violencia, debe reforzar esa renuncia mediante la amenaza de la violencia, y no solo la amenaza, con sus leyes, aparato de justicia, policía, cárceles, etc. Esa ambigüedad está siempre presente, en particular en el cambio entre trabajo asalariado y capital, en el cual la coerción económica está completada por la fuerza física. Está específicamente presente por todos los ámbitos en los que el instrumento por excelencia de la violencia en la sociedad está directamente implicado, o sea, el Estado. En sus relaciones con sus propios ciudadanos (coerción y extorsión) y con los demás Estados (guerra), el instrumento de la clase dominante para suprimir el robo y la violencia caótica es el propio Estado y al mismo tiempo, es él el ladrón generalizado, santificado.
Uno de los puntos de focalización de esa contradicción y ambigüedad entre la violencia y la renuncia a ella en la sociedad burguesa está en cada uno de sus sujetos individuales. Vivir una vida normal, funcional, en el mundo actual, exige a la mayoría de la gente renunciar a cantidad de necesidades corporales, emocionales, intelectuales, morales, artísticas y creativas. Desde que el capitalismo maduró y pasó de la etapa de la dominación formal a la dominación real, esa renuncia ya no vino impuesta principalmente por la violencia externa. Cada individuo está más o menos conscientemente ante la opción: o adaptarse al funcionamiento abstracto de esta sociedad, o ser un "loser", un perdedor, que puede acabar en la cuneta. La disciplina se vuelve autodisciplina, de tal manera que cada individuo acaba siendo él mismo el represor de sus propias necesidades vitales. Evidentemente, ese proceso de autodisciplina lleva consigo un potencial para la emancipación, para el individuo y sobre todo para el proletariado en su conjunto (como clase autodisciplinada que es por excelencia), convirtiéndose en dueño de su propio destino. Pero, por ahora, en el funcionamiento "normal" de la sociedad burguesa, esa autodisciplina es esencialmente la interiorización de la violencia capitalista. Porque además de la opción proletaria de transformación de esa autodisciplina en un medio para la realización, la revitalización de las necesidades humanas y de la creatividad, también hay otra opción, la de la salida ciega de la violencia interiorizada hacia el exterior. La sociedad burguesa necesita siempre ofrecer un "extraño" para mantener la (auto)-disciplina de quienes pretendidamente le pertenecen. Por eso la externalización de la violencia de los ciudadanos, o más bien súbditos, de la sociedad burguesa se orienta "espontáneamente" (es decir que está ya predispuesta o "formateada" en esa dirección) contra esos extraños, hacia el pogromo.
Cuando la crisis abierta de la sociedad capitalista alcanza cierta intensidad, cuando la autoridad de la clase dominante se ha deteriorado, cuando los componentes de la sociedad burguesa empiezan a tener dudas sobre la capacidad y la determinación de las autoridades para hacer su trabajo y, en particular, protegerlos contra un mundo repleto de peligros, y cuando falta la alternativa, que solo puede ser la del proletariado, partes de la población empiezan a protestar e incluso a rebelarse contra la élite dominante, pero no para cuestionar sus reglas sino para forzarla a proteger a sus propios ciudadanos "respetuosos de las leyes" contra los "extraños". Esas capas de la sociedad sufren la crisis del capitalismo como un conflicto entre sus dos principios subyacentes: entre el mercado y la violencia. El populismo es la opción de la violencia para resolver los problemas que el mercado no puede resolver, e incluso para resolver los problemas del propio mercado. Por ejemplo, si el mercado mundial de la fuerza de trabajo amenaza con ahogar el mercado de trabajo de los viejos países capitalistas con la marea de quienes no tienen nada, la solución es levantar barreras y posicionar en las fronteras a policías que puedan disparar contra cualquiera que intente traspasarlas sin permiso.
Tras la política populista de hoy se esconde la sed de matar. El pogromo es el secreto de su existencia.
Steinklopfer, 8 de junio de 2016
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Por Pascua de 1916, hace cien años, unos cuantos nacionalistas irlandeses se apoderaron de posiciones estratégicas en el centro de Dublín, proclamando la independencia de Irlanda frente al imperio británico, así como la creación de la República de Irlanda. Consiguieron resistir algunos días antes de ser aplastados por las fuerzas armadas británicas, que no dudaron en bombardear la ciudad utilizando los cañones de la marina de guerra. Entre los que fueron ejecutados sumariamente después de la derrota del Alzamiento de Pascua estaba el gran revolucionario James Connolly, uno de los líderes más famosos de la clase obrera en Irlanda, que había involucrado a su milicia obrera en la rebelión junto con los voluntarios irlandeses nacionalistas.
A lo largo de la segunda mitad del siglo xix, el apoyo a la causa por la independencia nacional irlandesa y polaca fue una constante del movimiento obrero europeo. La tragedia de Irlanda y la ilusión de Marx de que la independencia irlandesa era una necesidad han sido utilizadas muchas y repetidas veces para justificar el apoyo a una serie de movimientos de “liberación nacional” contra las potencias imperialistas, sean antiguas o recientes. Pero el desencadenamiento de la guerra mundial en 1914 iba a obligar a tener en cuenta los cambios en la situación mundial que invalidaban las antiguas posiciones. Como lo plantearon nuestros predecesores de la Izquierda Comunista de Francia: “Solamente la acción basada en los datos más recientes, en continuo enriquecimiento, es revolucionaria. Por el contrario, la acción hecha sobre la base de una verdad de ayer, pero ya expirada hoy, es estéril, nociva y reaccionaria" ([1] [2]).
Cuando fue ejecutado James Connolly, Sean O’Casey ([2] [3]) declaró que el movimiento obrero había perdido a uno de sus dirigentes y que el nacionalismo irlandés había ganado un mártir.
¿Cómo pudo ocurrir eso? ¿Cómo un internacionalista convencido y firme como Connolly pudo entregar su destino en manos del patriotismo? No vamos a examinar aquí la evolución de su actitud en 1914: ya tratamos de este tema en un artículo publicado en Word Revolution en 1976 ([3] [4]) que sigue estando de actualidad. Tampoco intentaremos demostrar su profunda hostilidad hacia el nacionalismo interclasista: sus propias palabras, que citamos en un artículo de nuestro sitio web ([4] [5]), son suficientemente elocuentes por sí mismas. Nuestro objetivo aquí es más bien el de examinar el pensamiento de Connolly en el contexto del socialismo internacional de aquél entonces y la forma cómo ha ido evolucionando la actitud del movimiento obrero sobre la “cuestión nacional” entre la oleada de levantamientos que recorrió Europa en 1848 y el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914.
Como Marx lo habría de demostrar más tarde, los acontecimientos de 1848 tuvieron un doble carácter. Por un lado, eran movimientos nacionales democráticos que tenían el objetivo de unificar “naciones” divididas en una multitud de pequeños feudos y reinos semifeudales: así fue, en particular, con Alemania e Italia. Por el otro, esos acontecimientos revelaron, en particular en París, el surgimiento del proletariado industrial que apareció por primera vez en la historia como fuerza política independiente ([5] [6]). No es sorprendente entonces que 1848 planteara qué actitud debía adoptar la clase obrera sobre la cuestión nacional.
Fue en 1848 cuando se publicó El Manifiesto del partido comunista donde se exponía claro e inequívoco el principio internacionalista como fundamento del movimiento obrero: “Los trabajadores no tienen patria. No se les puede quitar lo que no tienen. (…) Los proletarios no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar. ¡Proletarios de todos los países, uníos!”
Tal es pues el principio general: los obreros no pueden ser divididos por intereses nacionales, deben unirse más allá de las fronteras: “La acción común [del proletariado], al menos de los países civilizados, es una de las primeras condiciones de su emancipación” (ídem). Pero ¿cómo poner ese principio en práctica? En la Europa de la mitad del siglo xix, quedaba claro para Marx y Engels que para estar en condiciones de tomar el poder, el proletariado debía en primer lugar convertirse en una fuerza política y social de mayor entidad y eso dependía del desarrollo de las relaciones sociales capitalistas. Este desarrollo requería el derrocamiento de la aristocracia, la destrucción de los particularismos feudales y la unificación de “grandes naciones históricas” (esta expresión es de Engels) con el fin de crear el extenso mercado interior que necesitaba el capitalismo para desarrollarse y, así, desarrollar el número, la fuerza y la organización de la clase obrera.
Para Marx y Engels, y en general para el movimiento obrero de aquél entonces, la unidad nacional, la supresión de los privilegios feudales y el desarrollo de la industria no podían realizarse sino mediante un movimiento democrático: la libertad de la prensa, el acceso a la educación, el derecho de asociación son reivindicaciones democráticas en el marco del Estado-nación e imposibles fuera de él. En qué medida eran necesarias esas condiciones, es algo discutible. Después de todo, el desarrollo industrial del siglo xix no se limitó a democracias como Gran Bretaña o Estados Unidos. Los regímenes autocráticos como la Rusia zarista o Japón bajo la Restauración Meiji también conocieron un progreso industrial sorprendente durante el mismo período. Sin embargo, el desarrollo de Rusia y Japón siguió dependiendo en gran parte del de los países democráticos más avanzados, y resulta significativo que el régimen reaccionario autocrático prusiano Junker, que dominaba Alemania, se viera obligado a respetar una serie de libertades democráticas.
Las reivindicaciones democráticas también servían los intereses de la clase obrera y eran importantes para ella. Como lo dijo Engels, daban a la clase obrera “un espacio” para respirar y desarrollarse. La libertad de asociación facilitó la organización contra la explotación capitalista. La libertad de prensa facilitó la posibilidad para los trabajadores de informarse, de prepararse política y culturalmente para la toma del poder. Por no estar todavía en condiciones de hacer su propia revolución, el movimiento obrero compartía entonces los objetivos inmediatos de otras clases y existía una fuerte tendencia a identificar la causa del proletariado con la del progreso, la unidad nacional y el combate por la democracia. He aquí un extracto de una intervención de Marx en 1848 en una reunión en Bruselas para celebrar el segundo aniversario del levantamiento de Cracovia (Polonia): “La revolución de Cracovia dio un ejemplo glorioso a toda Europa al identificar la causa de la nacionalidad a la causa de la democracia y de la liberación de la clase oprimida (…) Y encuentra la confirmación de sus principios en Irlanda donde el partido estrechamente nacional se fue a la tumba con O’Connell y donde el nuevo partido nacional es ante todo reformador y democrático” ([6] [7]).
Sin embargo, la lucha por la unidad y la independencia nacional no se consideraba para nada como un principio universal. Así escribía Engels en 1860 en The Commonwealth: “Tal derecho a la independencia política de las grandes subdivisiones nacionales de Europa, reconocido por la democracia europea, no podía sino ser reconocido también por la clase obrera en particular. En realidad, sólo era reconocer a otras grandes comunidades nacionales con gran vitalidad el mismo derecho a una existencia nacional distinta que los trabajadores de cada país reclamaban para sí mismos. Pero este reconocimiento, y la simpatía ante esas aspiraciones nacionales, se limitaban a las grandes naciones de Europa, históricamente bien definidas; eran Italia, Polonia, Alemania, Hungría” ([7] [8]). Engels continúa: “No hay países de Europa donde no hay distintas nacionalidades bajo el mismo gobierno. Los celtas de las Highlands y los galeses se diferencian sin duda alguna por la nacionalidad de los ingleses, pero no viene a la mente de nadie designar como naciones a esos restos de pueblos desaparecidos desde hace mucho tiempo, no más que a los habitantes célticos de Bretaña en Francia”. Engels establece claramente una diferencia entre “el derecho a la existencia nacional de los pueblos históricos de Europa” y la de los “numerosos pequeños vestigios de pueblos que, tras haber desempeñado un papel en la escena de la historia durante un período más o menos largo, finalmente han sido absorbidos por las naciones poderosas cuya mayor vitalidad les permitió superar los mayores obstáculos.”
¿Es Irlanda un caso particular?
El rechazo de un principio nacional que se aplica a todas las nacionalidades conduce naturalmente a plantearse la siguiente pregunta: ¿en qué Irlanda sería un caso particular? ¿Por qué Marx y Engels no defendieron la idea de que Irlanda fuese absorbida simplemente por Gran Bretaña como condición para su desarrollo industrial?
Pues no cabe duda de que, para ellos, Irlanda era un “caso particular”, con un significado especial. En un momento dado, Marx hasta llegó a defender que Irlanda era la clave de la revolución en Inglaterra al igual que Inglaterra era la clave de la revolución en Europa.
Había dos razones. En primer lugar, Marx estaba convencido de que la expoliación brutal del campesinado irlandés por los latifundistas ingleses “ausentes” ([8] [9]) era uno de los principales factores que mantenían a la clase aristocrática reaccionaria en su sitio e impedían la vía del progreso democrático y económico.
La otra razón, y seguramente la más importante, era el factor moral. La soberanía de Inglaterra sobre una Irlanda reticente y el tratamiento al que se sometía a los irlandeses, en particular a los obreros irlandeses, como una subclase esclava, no solo eran injustos y ofensivos, sino que también corrompían moralmente a los propios obreros ingleses. ¿Cómo podría sublevarse la clase obrera inglesa contra el orden existente si seguía siendo cómplice de su propia clase dominante en la opresión nacional de los irlandeses? Ese era el razonamiento de Marx. Además, mientras los irlandeses se vieran privados de su dignidad nacional, siempre seguiría habiendo proletarios irlandeses listos para alistarse en el ejército inglés y participar en el aplastamiento de las revueltas de los obreros ingleses –como Connolly lo demostraría más tarde.
La insistencia en la independencia irlandesa se extendió a la Primera Internacional –como lo defendió Engels en 1872: “Cuando los miembros de la Internacional que pertenecen a una nación conquistadora piden a los que pertenecen a una nación oprimida, no solamente en el pasado, sino también en el presente, que olviden su situación y su nacionalidad específica, “borrar todas las oposiciones nacionales”, etc., no demuestran internacionalismo. Defienden simplemente el sometimiento de los oprimidos intentando justificar y perpetuar la soberanía del conquistador bajo el velo del internacionalismo. En este caso, eso no haría más que reforzar la opinión, ya muy extendida entre los obreros ingleses, según la cual son seres superiores con relación a los irlandeses y representan una especie de aristocracia, como los blancos de los Estados esclavistas norteamericanos creían serlo con relación a los negros.
“En un caso como el de los irlandeses, el verdadero internacionalismo debe necesariamente basarse en una organización nacional autónoma: los irlandeses, como las demás nacionalidades oprimidas, no pueden entrar en la Asociación Obrera Internacional sino en igualdad con los miembros de la nación conquistadora y protestando contra tal opresión. En consecuencia, las secciones irlandesas no solo tienen el derecho sino también el deber de declarar en los preámbulos de sus estatutos que su tarea primera y más urgente, como irlandeses, es la de conquistar su propia independencia nacional” ([9] [10]).
Esencialmente, es la misma lógica que llevó a Lenin a insistir para que el programa del Partido Bolchevique incluyera el derecho de las naciones a la autodeterminación: era la única vía, desde su punto de vista, para que el rechazo hacia el “chauvinismo gran ruso” (equivalente entre los obreros de Rusia de los sentimientos de superioridad de los obreros ingleses hacia los irlandeses) se hiciera explícito e inequívoco.
La unidad nacional dentro de fronteras nacionales definidas, la democracia, el progreso y los intereses de la clase obrera, todo eso era considerado entonces como si evolucionaran en la misma dirección. Incluso Marx – de quien no podemos sospechar que albergara fantasías sentimentales– previó, quizá en momentos de optimismo imprudente, la posibilidad para los obreros de tomar el poder por la vía electoral en países como Gran Bretaña, Holanda o Estados Unidos. Pero en ningún momento la unidad nacional ni la democracia se consideraron como el objetivo final, eran simplemente principios contingentes en el camino del objetivo final: “Los obreros no tienen patria. ¡Proletarios del mundo, uníos!”
El problema de tales principios contingentes es que pueden ser solidificados como principios abstractos e invariantes de tal modo que ya no expresan la dinámica de evolución de un verdadero desarrollo histórico sino, al contrario, arrastran hacia atrás o, peor, se transforman en obstáculos activos. Y eso, como lo vamos a ver, es lo que ocurrió con la perspectiva del movimiento socialista sobre la cuestión nacional a finales del siglo xix. Pero en primer lugar, detengámonos brevemente sobre cómo expresaba concretamente Connolly las ideas dominantes de la Segunda Internacional.
Aunque vivió algunos años en Estados Unidos en donde se había unido a los IWW ([10] [11]), Connolly siguió siendo sobre todo un socialista irlandés. Adoptó los métodos del sindicalismo industrial en contra del sindicalismo obtuso de las corporaciones, se unió a Jim Larkin para construir el Irish Transport & General Workers Unión (ITGWU) y desempeñó un papel clave en la gran huelga y el lockout de Dublín en 1913. Pero incluso en esa época, en Estados Unidos, Connolly fue sucesivamente miembro del Socialist Labor Party de Daniel de Leon y del Socialist Party of America y es justo decir que dedicó su vida a construir una organización política socialista en Irlanda. Hubiera definido probablemente esta organización como marxista si le hubiera interesado poner una etiqueta teórica sobre una organización. Es cierto que su Irish Socialist Republican Party ([11] [12]) era reconocido de pleno derecho como delegación irlandesa en el Congreso de 1900 de la Segunda Internacional. Pero no se tiene casi ninguna información, en los escritos de Connolly, sobre si conoció o participó en los debates de la Internacional, sobre la cuestión nacional en particular; y eso es tanto más sorprendente, pues había hecho el esfuerzo de aprender a leer el alemán con bastante fluidez.
Connolly creía que el socialismo no podría por así decirlo sino crecer sobre un terreno nacional. En realidad, su gran estudio Labour in Irish History está parcialmente dedicado a poner de manifiesto que el socialismo surge naturalmente de las condiciones irlandesas; él destaca en particular los escritos de William Thompson en los años 1820 al que considera, con razón en cierta medida, como uno de los precursores de Marx en la definición del trabajo como la fuente del capital y de la ganancia ([12] [13]).
No es entonces sorprendente ver a Connolly, en un artículo de 1909 en The Irish Nation titulado “Sinn Fein, socialism and the nation”, defender el acercamiento entre “los miembros del Sinn Fein que simpatizan con el socialismo” y “los socialistas que se dan cuenta de que el movimiento socialista ha de basarse en las condiciones históricas y actuales del país en el que actúan y sacar de él su inspiración, y no perderse simplemente en un “internacionalismo” abstracto (que no tiene nada que ver con el verdadero internacionalismo del movimiento socialista).” En el mismo artículo, Connolly se opone a los socialistas que, “observando que los que hablan más alto sobre “Irlanda como nación” son a menudo los que machacan sin piedad a los pobres, los que más critican con fuerza el nacionalismo y, aun oponiéndose a la opresión en todos los tiempos, también se oponen a las rebeliones nacionales por la independencia nacional” así como a los que “principalmente reclutados entre los obreros de las ciudades del Noreste en Ulster, fueron liberados de la soberanía de los capitalistas y latifundistas Tory y de la Orden de Orange por las ideas socialistas y la lucha de clases, y para quienes el nacionalismo irlandés no es sino una bandera verde mientras que el English Independent Labour Party ofrece medidas prácticas para aliviarlos de la opresión capitalista… o sea que van naturalmente allí donde se imaginan que tendrán un alivio” (traducido por nosotros).
Identificar a la clase obrera con la nación podía, plausiblemente, pretender reivindicarse de Marx y Engels. Después de todo, se puede leer en El Manifiesto que “… en la medida en que el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque en modo alguno en el sentido burgués.” Y la misma idea está en los escritos de Kautsky de 1887: “Como para las libertades burguesas, los proletarios deben comprometerse a favor de la unidad y la independencia de su nación contra los elementos reaccionarios, particularistas, como frente a los posibles ataques del exterior. (…) En el Imperio romano decadente, los antagonismos sociales habían aumentado tanto y el proceso de descomposición de la nación romana, si se puede designarla como tal, se había vuelto tan intolerable que muchos eran los que veían como un salvador al bárbaro germánico, ese enemigo del país. Todavía no estamos en esa situación, al menos en los Estados nacionales. Claro está que no deja de crecer el antagonismo entre burguesía y proletariado, pero simultáneamente éste siempre se afirma más como el núcleo de la nación, por el número y la inteligencia, y los intereses del proletariado y los de la nación no dejan de converger crecientemente. Una política hostil a la nación sería entonces puro suicidio por parte del proletariado” ([13] [14]).
Retrospectivamente, resulta fácil ver cómo trasluce detrás de esa definición de la nación y del proletariado la traición de 1914 – la defensa de la “cultura” alemana contra la barbarie zarista –. Pero la retrospectiva no puede ser de ninguna ayuda actualmente y el hecho es que el movimiento marxista a finales del siglo xix falló en gran parte en la reevaluación de su análisis sobre la cuestión nacional ante una realidad cambiante.
Durante cuarenta años, el movimiento socialista no cuestionó realmente la hipótesis optimista de El Manifiesto según la cual “El aislamiento nacional y los antagonismos entre los pueblos desaparecen de día en día con el desarrollo de la burguesía, la libertad de comercio y el mercado mundial, con la uniformidad de la producción industrial y las condiciones de existencia que le corresponden”. Eso era verdad hasta cierto punto –ya volveremos a ese tema más adelante– puesto que en los años 1890 la “cuestión nacional” iba a encontrarse en primer plano del escenario político como nunca antes, precisamente debido a la extensión fenomenal de las relaciones sociales capitalistas y de la producción industrial. Con el desarrollo de las condiciones modernas de producción aparecieron en la Europa central y oriental, nuevas burguesías nacionales con aspiraciones nacionales modernas. El debate que esto provocó sobre la cuestión nacional adquirió una nueva importancia, sobre todo para la socialdemocracia rusa respecto a Polonia y al Imperio austrohúngaro, respecto a las aspiraciones nacionales de los checos y de una multitud de pueblos eslavos más pequeños.
La crítica del Estado-nación por Luxemburg
La forma en que se planteaba la cuestión nacional debía pues cambiar durante los treinta últimos años del siglo xix.
En primer lugar, como lo demostró Luxemburg en La cuestión nacional y la autonomía, en cuanto la clase burguesa ha conquistado su mercado interior, debe convertirse necesariamente en Estado imperialista conquistador. Más aún, en la fase imperialista del capitalismo, todos los Estados están obligados a pretender por medios imperialistas abrirse una brecha en el mercado mundial. Respondiendo al postulado de Kautsky de un capitalismo que evoluciona hacia un “super-Estado” único, Luxemburg escribe: “Sin embargo, ese Estado nacional “más perfecto” no es sino una abstracción fácilmente susceptible de ser desarrollada y defendida teóricamente pero que no se corresponde con la realidad. (…) El desarrollo imperialista, característica relevante de la era contemporánea que adquiere cada día mayor preponderancia gracias al progreso del capitalismo, condena a priori a un sinnúmero de pequeñas y medianas naciones a la impotencia política” ([14] [15]). “El razonamiento de que un Estado independiente constituye, sea como fuere, la “óptima garantía” de la existencia y del desarrollo nacionales significa que se emplea el concepto de Estado nacional como una categoría totalmente abstracta. El Estado nacional, considerado únicamente desde el punto de vista nacional, solo como garantía y símbolo de la libertad y de la independencia es como un harapo raído y gastado, un residuo de la putrefacta ideología pequeñoburguesa alemana, italiana, húngara, que imperaba en la Europa central durante la primera mitad del siglo xix; es una frase sin sentido, tomada del enmohecido arsenal del liberalismo burgués” ([15] [16]) (…) “Los “Estados nacionales”, aun en su forma republicana, no constituyen de manera alguna la creación ni la expresión de la “voluntad de los pueblos”, tal como dice el enunciado de la teoría liberal y como repite tras él el anarquismo. “Los Estados nacionales” representan hoy día el mismo instrumento y forma de dominación clasista de la burguesía que los Estados no nacionales, usurpadores, y que, como tales, desarrollan precisamente solo las tendencias hacia la rapiña, la guerra y la opresión; es decir, tienden a convertirse en “no nacionales”. Por esta razón, entre los Estados nacionales existen continuas pugnas a causa de intereses contradictorios, y aun si todos los Estados pudieran, mediante algún milagro, transformarse en “nacionales”, ya al día siguiente presentarían el mismo cuadro de guerras mutuas, conquistas y opresión” ([16] [17]).
Para las pequeñas nacionalidades, eso significaba inevitablemente que la única “independencia” nacional posible era trasladarse de la órbita de un Estado imperialista más potente para ligarse con otro. Esto se ilustró más claramente que en cualquier otro lugar en las negociaciones llevadas a cabo por el Irish Volunteers (precursores del IRA) con el imperialismo alemán mediante la organización irlandesa en Estados Unidos, Clan Na Gael, con Roger Casement que actuó como embajador ante Alemania ([17] [18]). Casement solía pensar que 50.000 soldados alemanes eran necesarios para un levantamiento victorioso, obviamente imposible sin una victoria alemana decisiva en el mar. La tentativa de desembarcar un cargamento de fusiles procedente de Alemania a tiempo para el levantamiento de 1916 acabó en descalabro, pero sigue siendo una prueba abrumadora de la preparación del nacionalismo irlandés para participar en la guerra imperialista.
Al abandonar el análisis marxista de clase sobre la guerra imperialista como producto del capitalismo sean cuales sean las naciones, Connolly también abandonó la posición de la independencia de la clase obrera respecto a los capitalistas. Se puede ver hasta dónde fue en esta dirección en la ingenuidad culpable de su descripción idílica de una “Alemania pacífica” combinada con un ataque algo racista contra los obreros ingleses “medio educados”: “Basando sus esfuerzos industriales en una clase obrera educada, [la nación alemana] llegó en los talleres a resultados a los que la clase obrera de Inglaterra a medio educar no podría sino aspirar. La clase obrera inglesa arrastrada a un servilismo de esclavo con respecto a los métodos empíricos y sometida a directores ligados a procesos tradicionales que poco a poco se ven dominados por un nuevo rival que reclutó a los científicos más competitivos que cooperaban con los obreros más educados (…). Quedaba claro que, ya que Alemania no podía ser derrotada económicamente en una justa competencia, debía serlo injustamente organizando contra ella una conspiración militar y naval (…) Eso significó llamar a las fuerzas de las potencias bárbaras para aplastar y obstaculizar el desarrollo de las potencias industriales pacíficas” ([18] [19]). Uno se pregunta lo que las decenas de miles de africanos masacrados tras la rebelión de los hereros en 1904 ([19] [20]), o también los habitantes de Tsingtao anexionado por las armas por Alemania en 1898, pensarían de las “potencias pacíficas” de la industria alemana.
Los “Estados nacionales” no solo tienden inevitablemente a convertirse en Estados imperialistas y conquistadores, como lo demuestra Luxemburg, sino que también se vuelven “menos nacionales” como resultado del desarrollo industrial y de la emigración de la fuerza de trabajo de los campos hacia las nuevas ciudades industriales. En el caso de Polonia, en 1900, no sólo el “Reino de Polonia” (o sea la parte de Polonia que había sido incorporada al Imperio ruso durante el siglo xviii) se industrializaba rápidamente, sino que también lo hacían las regiones étnicamente polacas bajo soberanía alemana ([20] [49]) (Alta Silesia) y austrohúngara (Silesia de Cieszyn). Además, las regiones industriales eran menos polacas desde el punto de vista étnico: los obreros de la gran ciudad industrial textil de Lodz eran principalmente de origen polaco, alemán y judío con algunas otras nacionalidades incluso ingleses y franceses. En Alta Silesia, los obreros eran alemanes, polacos, daneses, ucranianos, etc. Cuando Marx llamaba a la independencia nacional de Polonia como muralla contra el absolutismo zarista, prácticamente no existía clase obrera polaca; desde entonces, la actitud de los socialistas polacos hacia la nación polaca se había convertido en un problema clave, que llevó a una escisión entre el Partido Socialista Polaco (Polska Partia Socjalistyczna, PPS) a la derecha y la Socialdemocracia del Reino de Polonia y Lituania (SDKPiL) a la izquierda.
Para el PPS, la independencia polaca significaba la separación de Polonia de Rusia, pero, también, la unificación de las partes de la Polonia histórica entonces bajo soberanía alemana o austríaca, donde los obreros polacos trabajaban codo a codo con alemanes (y de otras nacionalidades). En efecto, el PPS consideraba que la revolución proletaria dependía de la “solución” de la “cuestión nacional” que no podía, como lo decía Luxemburg, sino conducir a la división en la clase obrera organizada en Alemania y Austria-Hungría. En el mejor de los casos sería un extravío, en el peor la destrucción de la unidad obrera.
Para Luxemburg y para el SDKPiL, al contrario, toda resolución de la cuestión nacional dependía de la toma del poder por la clase obrera internacional ([21] [50]). La única forma para los obreros de oponerse a la opresión nacional era unirse a la socialdemocracia internacional: al acabar con toda opresión, la socialdemocracia también acabaría con la opresión nacional: “No solamente [el Congreso de Londres de 1896] planteó el problema polaco y los de todos los demás pueblos oprimidos, sino que al mismo tiempo como único remedio a la opresión nacional invitó, a los obreros de todas las naciones afectadas, a no dedicarse cada uno en su país a edificar Estados independientes capitalistas, sino a unirse en las filas del socialismo internacional, para acelerar la creación del sistema socialista que eliminará radicalmente, al mismo tiempo que la opresión de clase, cualquier otro tipo de opresión, incluida la opresión nacional” ([22] [51]).
Cuando Luxemburg decidió oponerse al nacionalismo polaco del PPS en la Segunda Internacional, estaba totalmente consciente de hacer frente a una “vaca sagrada” del movimiento socialista y democrático: “El socialismo polaco ocupa –o, en cualquier caso, ocupó– un lugar único en sus relaciones con el socialismo internacional, una posición que se remonta directamente a la cuestión nacional polaca”. Pero como dijo y demostró muy claramente, defender al pie de la letra en 1890 el apoyo aportado en 1848 por Marx a la independencia de Polonia no era solamente negarse a reconocer que la realidad social había cambiado sino también transformar el propio marxismo, hacer de un método vivo de investigación de la realidad un dogma casi religioso y reseco.
En realidad, Luxemburg fue más lejos, considerando que Marx y Engels habían tratado la cuestión polaca esencialmente como un problema de “política exterior” para la democracia revolucionaria y el movimiento obrero: “Incluso al primer vistazo, esa opinión [o sea, la posición de Marx sobre Polonia] revela una ausencia deslumbrante de relación interna con la teoría social del marxismo. Al no conseguir analizar a Polonia y Rusia como sociedades de clase con sus contradicciones económicas y políticas en su seno, observándolas no desde el punto de vista del desarrollo histórico sino como si vivieran en condiciones fijas, absolutas, como unidades no diferenciadas y homogéneas, esta opinión es contraria a la esencia del marxismo.” Es como si Polonia – y por supuesto también Rusia – pudiera hasta cierto punto considerarse como “externa” al capitalismo.
El desarrollo de las relaciones sociales capitalistas tuvo esencialmente el mismo efecto en Irlanda que en Polonia. Aunque Irlanda fue sobre todo un país de emigración, la clase obrera irlandesa no era homogénea ni mucho menos: al contrario, la región con la industria más desarrollada era Belfast (la industria textil y los astilleros Harland and Wolff) donde los obreros eran descendientes de la población celta católica, que hablaba a menudo gaélico, y de los descendientes de los protestantes, de escoceses e ingleses que “se habían establecido” en Irlanda (gracias a la deportación violenta de la población de origen) por Oliver Cromwell y sus sucesores. Y esta clase obrera ya había comenzado a mostrar la vía de la única solución posible a la “cuestión nacional” en Irlanda, unificando sus filas en las huelgas masivas de Belfast en 1907. Los obreros irlandeses estaban presentes en todas las regiones industriales más importantes de Gran Bretaña, en particular en Glasgow y Liverpool.
La cuestión moral que Marx había planteado – el problema del sentimiento de superioridad de los obreros ingleses sobre los irlandeses – ya no se limitaba a Irlanda y a los irlandeses: la necesidad constante del capital de absorber más fuerza de trabajo implicaba migraciones masivas de las economías agrícolas hacia las regiones recientemente industrializadas, mientras que la extensión de la colonización europea llevaba a los obreros europeos a entrar en contacto con asiáticos, africanos, indios… por todo el planeta. En ningún sitio la inmigración fue tan importante como en la potencia capitalista que era Estados Unidos, país que no sólo conoció una enorme afluencia de obreros procedentes de toda Europa, sino también de fuerza de trabajo barata procedente de Japón y China y, obviamente, la migración de los obreros negros de los campos de algodón del Sur atrasado hacia los nuevos centros industriales del Norte: el legado de la esclavitud y los prejuicios racistas siguen siendo todavía “una llaga abierta” (utilizando una expresión de Luxemburg) en Estados Unidos hoy. Inevitablemente, aquellas oleadas de inmigración aportaron con ellas los prejuicios, las incomprensiones, el rechazo… toda la degradación moral que Marx y Engels habían constatado en la clase obrera inglesa se seguía reproduciendo. Cuanto más mezcla la inmigración a poblaciones de orígenes diversos, más absurda resulta la idea “de independencia nacional” como solución a los prejuicios. Sobre todo, teniendo en cuenta que entre los factores que sustentan todos esos prejuicios existe uno, universal y mucho más antiguo que cualquier prejuicio nacional, que tiene todavía mayor raigambre en el corazón de la clase obrera: la supuesta e irracional superioridad de los hombres sobre las mujeres. Marx y Engels habían identificado ahí un problema real, incluso crucial. Si se mantuviera, acabaría debilitando mortalmente la lucha de una clase cuyas únicas armas son su organización y su solidaridad de clase. Pero no podía y no podrá resolverse sino mediante la experiencia del trabajo y de la vida común, mediante la solidaridad mutua impuesta por las exigencias de la lucha de clase.
¿Qué condujo a James Connolly a acabar su vida en una contradicción tan flagrante con el internacionalismo que siempre había defendido? Aparte de las debilidades inherentes a su visión nacional que compartía con la mayoría de la Segunda Internacional, es posible – aunque se trate de pura especulación por nuestra parte – que su confianza en la clase obrera se hubiera quebrado por dos importantes derrotas: la de la huelga de Dublín de 1913 y la repugnante negativa de los sindicatos británicos de dar al ITGWU el apoyo adecuado y, sobre todo, activo; y la desintegración de la Internacional ante la prueba de la Primera Guerra Mundial. Si tal fue el caso, sólo podemos decir que Connolly sacó conclusiones falsas. El fracaso de la huelga de Dublín, producto del aislamiento de los obreros irlandeses, puso de manifiesto no que los obreros irlandeses debían buscar la salvación en la nación irlandesa sino, al contrario, que los límites de la pequeña Irlanda ya no podían seguir conteniendo la batalla entre el capital y el trabajo que se dirimía ya entonces en un escenario mucho más amplio; y la Revolución rusa, un año solamente después del aplastamiento del levantamiento de Pascua, debía poner de manifiesto que la revolución obrera, y no la insurrección nacional, era la única esperanza de acabar con la guerra imperialista y la miseria de la dominación capitalista.
Jens, abril de 2016
[1] [21] Léase al respecto "Contra el concepto de jefe genial”, Revista Internacional no 33, https://es.internationalism.org/revista-internacional/200802/2182/problemas-actuales-del-movimiento-obrero-contra-el-concepto-de-jef [52].
[2] [23] Sean O’Casey fue escritor y uno de los dramaturgos más ilustres de lengua inglesa del siglo xx. Nacido en una familia pobre protestante de Dublín, se incorporó inicialmente a la Liga Gaélica en 1906 antes de adherirse al movimiento obrero. Es uno de los fundadores del Irish Citizen Army, pero rompe con Connolly rechazando cualquier apoyo al nacionalismo irlandés. Véase nuestro artículo “Sean O'Casey and the 1916 Easter Rising” (Sean O’Casey y el alzamiento nacionalista irlandés de Pascua en 1916”), en https://en.internationalism.org/wr/292_1916_rising.html [53]; o, en su versión francesa, en https://fr.internationalism.org/irlande.htm [54].
[3] [24] Vuelto a publicar en Word Revolution nº 373, https://en.internationalism.org/icconline/201603/13876/james-connolly-an... [55].
[4] [25] “James Connolly opposes Irish independence”(James Connolly contra la independencia irlandesa), en inglés: https://en.internationalism.org/icconline/2010/7/connolly [56] y en francés https://fr.internationalism.org/ri416/james_connolly_s_oppose_a_l_independance_irlandaise.html [57]
[5] [26][5] Al menos en Europa continental. En realidad, el proletariado ya había aparecido en primer lugar como tal en Gran Bretaña con el Ludismo (a principios del s. XIX), y más tarde con el Cartismo (chartism).
[6] [27] https://library.fes.de/pdf-files/bibliothek/bestand/kmh-bak-2291.pdf [58]. Traducido por nosotros.
[7] [28] https://www.marxists.org/history/etol/newspape/ni/vol10/no07/engels.htm [59]. Traducido por nosotros.
[8] [29] Uno de los factores del atraso de la sociedad irlandesa era que gran parte del territorio pertenecía a señores rentistas ingleses a los que no les importaba cuidar las explotaciones agrarias y menos aún invertir en ellas; lo único que les interesaba era embolsar los ingresos más elevados posibles.
[9] [30] https://www.marxists.org/francais/marx/works/00/parti/kmpc062.htm [60], traducido por nosotros.
[10] [31] Industrial Workers of the World, sindicalista revolucionario.
[11] [32] Connolly es uno de los fundadores del ISRP en 1896. Aunque sin duda nunca contó con más de 80 miembros, tuvo influencia en la política socialista irlandesa más tarde, defendiendo con el Sinn Fein el principio de una República de Irlanda. El partido vivió hasta 1904 y publicó el Workers’Republic.
[12] [33] “Si queremos evaluar lo que aportaron Thompson y Marx, no les haríamos justicia oponiéndolos, ni haciendo la apología de Thompson para rebajar a Marx, como lo pretenden hacer algunos críticos de Marx en el Continente. Al contrario, debemos decir que las posiciones respectivas de este genio irlandés y de Marx pueden compararse a las relaciones históricas entre los evolucionistas predarwinianos y Darwin; así como Darwin sistematizó todas las teorías de sus antecesores y pasó su vida acumulando hechos para establecer su opinión con respecto a las demás, Marx descubrió la verdadera línea del pensamiento económico ya indicada y utilizó su genio, sus conocimientos y su investigación enciclopédica para basarla sobre fundamentos inquebrantables. Thompson barrió las ficciones económicas defendidas por los economistas ortodoxos y aceptadas por los utópicos, según los cuales la ganancia venía del intercambio, y declaró que venía de la sumisión del trabajo y de su apropiación por parte de los capitalistas y latifundistas, de los frutos del trabajo de otros. (…) Toda la teoría de la guerra de clase no es sino una deducción de este principio. Pero, aunque Thompson haya reconocido esta guerra de clase como un hecho, no la consideró como un factor, como el factor de la evolución de la sociedad hacia la libertad. Es lo que Marx hizo y, en nuestra opinión, ahí reside su gloria principal y suprema”, Labour en Irish History, traducido del inglés por nosotros.
Marx siempre citaba escrupulosamente sus fuentes y concedía crédito a los pensadores que lo precedieron. Cita en efecto el trabajo de Thompson en el primer volumen de El Capital, en el capítulo sobre “La división del trabajo y la manufactura”.
[13] [34] “Die moderne Nationalität”, Neue Zeit V, 1887 (traducido por nosotros).
[14] [35] Rosa Luxemburg, La cuestión nacional y la autonomía, capitulo “El derecho de los pueblos a la autodeterminación”.
[15] [36] Ídem, capitulo “El Estado nacional y el proletariado”.
[16] [37] Ídem.
[17] [38] Véase Ireland since the Famine, FSL Lyons, Fontana Press, pp 340-350.
[18] [39] Extracto de un artículo titulado “La guerra a la nación alemana”, El obrero irlandés. https://www.marxists.org/archive/connolly/1914/08/waronman.htm [61]. Traducido por nosotros.
[19] [40] Namibia hoy; entonces era el África del Sudoeste Alemana. Un testigo ocular informó de una derrota de los hereros (etnia mayoritaria): “Estaba presente cuando los hereros perdieron una batalla cerca de Waterberg. Tras la batalla, todos los hombres, mujeres y niños que cayeron presos entre las manos de los alemanes, heridos o no, fueron ejecutados sin piedad. Luego los alemanes persiguieron a los que se habían salvado, a los que encontraban por los caminos o las praderas, y los asesinaron. La gran mayoría de los hombres hereros no tenía armas y era incapaz de oponer una resistencia por mínima que fuera. Solamente intentaban huir con su ganado.” El alto mando de las fuerzas alemanas era totalmente consciente de esas atrocidades y las aprobaba.
[20] [62] Luxemburg era muy solicitada por el SPD alemán por ser uno de sus raros, y ciertamente mejores, oradores y agitadores en polaco.
[21] [63] Sería quizá necesario destacar – aunque esto sobrepase el marco de este corto estudio – que existían muchos desacuerdos e incertidumbres sobre lo que se define bajo el término de “nación”. ¿Era la lengua (como lo sostenía Kautsky), o era una “identidad cultural” más vagamente definida, como lo pensaba Otto Bauer? La cuestión sigue siendo válida – y estando abierta – hasta hoy.
[22] [64] Esta cita y las que siguen son del “Prólogo” escrito por Luxemburg a La cuestión polaca y el movimiento socialista, una recopilación de documentos del Congreso de Londres de la Segunda Internacional de 1896, donde Luxemburg se opuso con éxito al PPS que pretendía hacer de la independencia y la unificación polaca una reivindicación concreta e inmediata de la Internacional.
Este verano de 2016 ha estado marcado por signos de inestabilidad creciente e imprevisible a escala mundial. Esto confirma que la clase capitalista se topa con mayores dificultades para aparecer como la garante del orden y el control político. El golpe de Estado fallido en Turquía, un país estratégico vital en el escenario imperialista mundial; la oleada de represión que le siguió; el contragolpe del caos en Oriente Medio con los atentados terroristas en Alemania y Francia; las convulsiones políticas de alta intensidad provocadas por el resultado del referéndum sobre la continuidad del Reino Unido en la Unión Europea y las aterradoras perspectivas que se perfilan con la candidatura presidencial de Trump en Estados Unidos: todos esos fenómenos, repletos de peligros para la clase dominante, no son menos amenazadores para la clase obrera, siendo un reto de la mayor importancia para las minorías revolucionarias en nuestra clase para desarrollar un análisis coherente que pueda despejar la bruma ideológica que nubla esos acontecimientos.
No es posible en un número de nuestra Revista internacional tratar todos los elementos de la situación mundial. Sobre el golpe de Estado en Turquía, en particular, queremos darnos tiempo para discutir sobre lo que implica y trabajar por construir un marco de análisis claro. Por ahora, queremos concentrarnos en una serie de cuestiones que, a nuestro parecer, hay que esclarecer lo antes posible: las consecuencias del "Brexit" y de la candidatura de Trump; la situación nacional en Alemania, especialmente los problemas creados por la crisis europea de los refugiados; y el fenómeno social común de todos esos hechos: el ascenso del populismo.
Nos hemos retrasado en analizar lo que significan los movimientos populistas. Por eso el texto aquí publicado sobre el populismo es una contribución individual escrita para estimular la reflexión y la discusión en la CCI (y, esperémoslo, fuera de ella). Este texto pone de relieve cómo el populismo es el resultado del callejón sin salida en que está inmersa la sociedad; por mucho que el Estado burgués produzca fracciones y partidos que intentan montarse encima de ese tigre, el resultado del referéndum sobre la Unión Europea en el Reino Unido y el ascenso de Trump en el Partido Republicano en Estados Unidos demuestran que es algo muy complicado que puede incluso agravar las dificultades políticas de la clase dirigente[1] [2].
El objetivo de este artículo sobre el Brexit y las elecciones presidenciales en Estados Unidos es aplicar las ideas del texto sobre el populismo a una situación concreta. Quiere también corregir una idea presente en varios artículos publicados en nuestra página web, la idea de que el referéndum sobre el Brexit habría sido algo así como un éxito para la democracia francesa [2] [3] o que el ascenso del populismo hoy "refuerza la democracia" [3] [4].
También publicamos aquí un artículo histórico sobre la cuestión nacional, centrándonos en el ejemplo de Irlanda. Lo hemos escogido no solo porque es el centenario de la insurrección de Dublín en 1916, sino porque dicho acontecimiento (y la historia posterior del Ejército Republicano Irlandés, IRA) fue uno de los primeros signos evidentes de que la clase obrera no debía ya aliarse con movimientos nacionalistas o integrar reivindicaciones "nacionales" en su programa; y porque hoy, ante la nueva oleada de nacionalismo en los centros del sistema capitalista, urge más que nunca la exigencia para los revolucionarios de afirmar que la clase obrera no tiene patria. Como lo plantea el Informe sobre la situación nacional alemana, ir más allá de los límites de la nación es el extraordinario reto que al proletariado plantean el capitalismo mundializado y las falsas alternativas del populismo: “Hoy, con la mundialización contemporánea, una tendencia histórica objetiva del capitalismo decadente alcanza su pleno desarrollo: cada huelga, cada acto de resistencia económica de los obreros, en cualquier parte del mundo, se encuentran inmediatamente enfrentado a la totalidad del capital mundial, siempre dispuesto a retirar la producción y la inversión e irse a producir en otro lugar. Por ahora, el proletariado internacional ha sido incapaz de encontrar una respuesta adecuada, ni siquiera vislumbrar lo que podría parecerse a tal respuesta. No sabemos si finalmente lo conseguirá. Pero parece claro que el desarrollo en esta dirección necesitará mucho más tiempo que la transición que hubo entre los sindicatos y la huelga de masas. Por un lado, la situación del proletariado en los viejos países centrales del capitalismo -como Alemania, en la “cima” de la jerarquía económica- debería ser mucho más dramática de lo que es hoy. Por otro lado, el paso a dar requerido por la realidad objetiva -lucha de clases internacional consciente, la "huelga de masas internacional" – le exige al proletariado mucho más esfuerzo que el paso entre la lucha sindical y la huelga de masas en un país. Porque obliga a la clase obrera a desafiar no sólo el corporativismo y el localismo, sino también las principales divisiones de la sociedad de clases, frecuentemente arrastradas durante muchos siglos, incluso milenios, de antigüedad, como la nacionalidad, la cultura étnica, la raza, la religión, el sexo, etc. Este es un paso mucho más profundo y político.”.
CCI, agosto de 2016
[1] [21] Realizar el mejor análisis du populismo es un objetivo de la CCI, pues es algo que todavía no hemos logrado plenamente. Como ejemplo, nos referiremos a unas cuantas fórmulas del artículo, en francés, en nuestra página web, cuyo título es "UE, Brexit, populisme: contre le nationalisme sous toutes ses formes". Aunque el artículo denuncia correctamente el veneno ideológico irradiado por los partidos populistas y demagogos, algunos pasajes del artículo dan la impresión de que el fenómeno del populismo es idéntico a sus expresiones políticas más evidentes, y que por lo tanto sería algo totalmente controlado por el Estado capitalista en sus ataques ideológicos contra la clase obrera.
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[45] https://es.internationalism.org/en/tag/geografia/alemania
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[50] https://es.internationalism.org/#_ftn21
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[52] https://es.internationalism.org/revista-internacional/200802/2182/problemas-actuales-del-movimiento-obrero-contra-el-concepto-de-jef
[53] https://en.internationalism.org/wr/292_1916_rising.html
[54] https://fr.internationalism.org/irlande.htm
[55] https://en.internationalism.org/icconline/201603/13876/james-connolly-and-irish-nationalism
[56] https://en.internationalism.org/icconline/2010/7/connolly
[57] https://fr.internationalism.org/ri416/james_connolly_s_oppose_a_l_independance_irlandaise.html
[58] https://library.fes.de/pdf-files/bibliothek/bestand/kmh-bak-2291.pdf
[59] https://www.marxists.org/history/etol/newspape/ni/vol10/no07/engels.htm
[60] https://www.marxists.org/francais/marx/works/00/parti/kmpc062.htm
[61] https://www.marxists.org/archive/connolly/1914/08/waronman.htm
[62] https://es.internationalism.org/#_ftnref20
[63] https://es.internationalism.org/#_ftnref21
[64] https://es.internationalism.org/#_ftnref22
[65] https://es.internationalism.org/en/tag/geografia/irlanda
[66] https://es.internationalism.org/en/tag/21/379/la-cuestion-nacional
[67] https://es.internationalism.org/en/tag/2/33/la-cuestion-nacional
[68] https://fr.internationalism.org/revolution-internationale/201607/9417/lutter-contre-tous-nationalismes
[69] https://fr.internationalism.org/revolution-internationale/201607/9421/des-difficultes-croissantes-bourgeoisie-et-classe-ouvriere