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Revista internacional n° 77 - 2o trimestre de 1994

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Situación internacional - ¿Quién provoca la guerra en la antigua Yugoslavia?

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Situación internacional

¿Quién provoca la guerra en la antigua Yugoslavia?

Los responsables son, como en el resto del mundo, las grandes potencias imperialistas

En este invierno, especialmente en febrero, la guerra imperialista en Yugoslavia ha pasado a un plano superior, más dramático. Se ha agudizado lo que el mundo capitalista se juega en esta guerra. Fue la matanza del mercado de Sarajevo. Ha sido la intervención militar directa de Estados Unidos y Rusia. Mientras tanto, la barbarie guerrera y los conflictos regionales invaden el planeta entero: desde las repúblicas del sur y del este de la difunta URSS, Afganistán, Oriente próximo, hasta Camboya y África. Se va extendiendo al mismo tiempo la crisis económica y sus estragos se ceban en millones de seres humanos. También en este plano estamos ante un atolladero, cercanos a la catástrofe en un futuro de inevitable caída dramática en una miseria que se extiende por el planeta, lo cual además alimentará nuevos conflictos, hará prender nuevas guerras. El capitalismo arrastra al mundo a la desolación y la destrucción. La guerra en la antigua Yugoslavia no es ni mucho menos una guerra de otros tiempos, del pasado, ni de un período transitorio, el precio que pagar para acabar con el estalinismo, sino una guerra imperialista de hoy, de la situación surgida tras la desaparición del bloque del Este y de la URSS. Una guerra de la fase de descomposición del capitalismo decadente. Una guerra que es el anuncio del único porvenir que el capitalismo pueda ofrecer a la humanidad.

Como mínimo 200 000 muertos, y ¿cuántos inválidos, cuántos heridos? Ése es el tributo que está pagando la población en Bosnia y en la antigua Yugoslavia en aras del los nacionalismos y de los intereses imperialistas. Vidas rotas, “purificación étnica” masiva, familias expulsadas de sus casas y deportadas, familias separadas y cuyos miembros no volverán sin duda a verse: ésa es la realidad cotidiana del capitalismo. Hay que denunciar el terror llevado a cabo por cada campo, por unas milicias y una soldadesca sanguinaria, ebria de violaciones y de torturas. Hay que denunciar el  terror que los Estados bosnio, serbio y croata ejercen sobre los refugiados de quienes se exige la movilización forzada en los diferentes ejércitos bajo pena de muerte en caso de deserción. Y debemos denunciar claro está la miseria y el hambre, clamar nuestro horror ante esos ancianos reducidos a la mendicidad, asesinados por un “snipper” porque no corren demasiado rápido, nuestro horror ante esos padres que andan buscando con qué comer y que terminan reventados por obuses que caen a ciegas, nuestro horror ante esos niños traumatizados para siempre en sus carnes y en su alma. Debemos denunciar la barbarie del capitalismo. Es él el responsable de tamañas tragedias.

También hay que denunciar, en esta locura guerrera, en esta barbarie sin fin, los nuevos «valores», los nuevos «principios» que surgen del «nuevo orden mundial» que la burguesía nos prometió tras la caída del muro de Berlín. En realidad esos nuevos valores no son sino caos y cada cual a sacar tajada. Los bruscos cambios de alianzas y las traiciones son la norma. Nada más firmarse son conculcados los acuerdos de alto el fuego; los bosnios, croatas y serbios se alían por turno unos con otros para después enfrentarse al aliado de la víspera. Los croatas y los bosnios se han degollado mutuamente en Mostar bajo la divertida mirada de los milicianos serbios al mismo tiempo que se enfrentaban, aliados, contra los serbios en Sarajevo. Incluso los «musulmanes» del enclave de Bihar se han matado unos a otros en pleno asedio.

Una vez terminado el conflicto actual, si se acaba algún día, no por ello se volverá a la situación de anteguerra. Los Estados que subsistan estarán devastados y serán incapaces de recuperarse en la situación actual de crisis económica mundial. Como ninguna otra, las burguesías locales no podían evitar la crisis, sino todo lo contrario: cegadas por su propio nacionalismo, por sus diferentes intereses particulares, la guerra en Yugoslavia no podrá ni mucho menos desembocar en la creación de Estados reforzados y viables. A todo lo más, algún que otro señor de la guerra, reyezuelo o matón local podrán beneficiarse de su poder y de sus chantajes hasta que aparezca el primer rival que quiera suplantarlos. Eso es lo que ha ocurrido Líbano, en Afganistán y en Camboya. Es lo que está ocurriendo en Georgia, en Palestina, en Tayikistán y en otros lugares. Le ha tocado a Yugoslavia el turno de la «libanización».

La intervención imperialista de las grandes potencias
es la responsable del desarrollo de la guerra y de su agravación

Es cierto que el estallido de Yugoslavia es una consecuencia directa de la situación engendrada por la descomposición social que estamos viviendo, pero el imperialismo ha encontrado en ese estallido un campo abonado para hacer germinar sus acciones funestas. Al principio fue Alemania quien animó y pagó la independencia de eslovenos y croatas. Entonces, Estados Unidos y Francia, entre otros, apoyaban a los serbios para que éstos reaccionaran y dieran una lección a Croacia y a Alemania.

«No existen apoyos desinteresados y en cuanto el problema de Bosnia se convirtió en problema de los Balcanes, también se transformó en un problema de relación de fuerzas política acabando por imponerse los intereses de las grandes potencias en la realidad del conflicto»[1].

Hoy, dos años de intervenciones directas, militares y diplomáticas, de las grandes potencias en el conflicto con la tapadera de la ONU o de la OTAN, y por si falta hiciera los últimos acontecimientos de febrero, la amenaza de represalias aéreas, el envío de cascos azules rusos, los cazas F16 de la OTAN derribando aviones serbios, todo ello pone de relieve claramente, sin ambigüedad, el carácter imperialista del conflicto en el que las grandes potencias defienden sus intereses unas contra otras:

«Una política internacional eficaz sigue siendo contrapesada por los intereses rivales de las principales potencias europeas. Con Gran Bretaña, Francia y Rusia protegiendo de hecho a los serbios y Estados Unidos haciendo lo que pueden en favor del gobierno musulmán, ahora este país está ejerciendo la presión sobre la tercera parte en lucha, los croatas, a cuyo protector tradicional, Alemania, le parece políticamente poco apropiado el levantarse contra las demás potencias»[2].

Hace tiempo que la máscara «humanitaria» ha caído. La prensa burguesa internacional, como puede comprobarse en lo anterior, ya no la saca a relucir. Así aparece en pleno día la naturaleza y los objetivos de las grandes proclamas de los pacifistas y demás caterva «humanista» del mundo burgués que llamaban a salvar Bosnia, a hacer cesar la masacre. Han servido durante dos años para intentar movilizar a las poblaciones, y especialmente la clase obrera de los grandes países industrializados, tras las intervenciones militares, tras las banderas del imperialismo de su propia burguesía nacional. Una vez más, esos grandes pacifistas, «filósofos», escritores, artistas, curas, ecologistas y demás han aparecido con su doble lenguaje como lo que son: militaristas peligrosos al servicio del imperialismo.

Estados Unidos a la contraofensiva

Desde la guerra del Golfo en la que EEUU hizo la demostración de su apabullante liderazgo mundial, la burguesía estadounidense ha tenido que soportar, en Yugoslavia, afrentas cuando no el fracaso. Incapaces de oponerse al desmantelamiento de ese país, de oponerse a la independencia de Croacia favorable a los intereses de Alemania, Estados Unidos optó por Bosnia como punto de apoyo en la región. Y a pesar de su enorme poderío, EEUU se mostró incapaz de garantizar la unidad y la integridad del nuevo Estado de Bosnia-Herzegovina. Resultado: una Eslovenia y una Croacia independientes bajo influencia alemana, una Serbia bajo influencia francesa primero y ahora sobre todo rusa, una Bosnia desmantelada, un Estado inexistente en el cual era difícil apoyarse. El balance era de lo más negativo para la primera potencia mundial. Los Estados Unidos no podían quedarse parados en un fracaso que cuestionaba su «credibilidad» y su liderazgo, apareciendo débiles ante el mundo entero. Eso no haría sino animar todavía más a sus mayores rivales imperialistas, europeos y japoneses, y los pequeños imperialismos de los países «secundarios» a afirmarse y poner en entredicho el «nuevo orden mundial» americano.

Impotente en los Balcanes, la ofensiva estadounidense se ha desarrollado en torno a dos ejes a nivel mundial: en Somalia y en Oriente Próximo con la apertura -tras la acción militar asesina de Israel en Líbano en julio del 93- de negociaciones de paz entre el Estado hebreo y la OLP[3]. Con ello daban la prueba de su capacidad militar y diplomática, su capacidad para «arreglar conflictos», lo cual ponía a su vez en evidencia... la incapacidad de los europeos para poner fin a la guerra en Bosnia. Más todavía: EEUU lo hizo todo por sabotear todos los sucesivos planes de reparto de Bosnia que en provecho de los serbios propugnaban los europeos. La administración estadounidense animaba al gobierno bosnio a que fuera intransigente, a la vez que volvía a rearmar a su ejército, lo cual le ha permitido a éste retomar la ofensiva contra serbios y croatas durante el último invierno.

Sin embargo, eso no era suficiente para ganar el terreno perdido por la primera potencia mundial, para borrar la impresión de debilidad que había dado. Es cierto que EEUU logró bloquear la acción de los europeos, las negociaciones de paz sobre todo, pero sin haber conseguido volver a tomar la iniciativa. A la postre, la continuación de un conflicto tan sangriento estaba mermando, de rebote, todavía más la «credibilidad» de los propios Estados Unidos. La matanza del mercado de Sarajevo vino como anillo al dedo para reanimar el juego imperialista.

Clinton justificaba la no intervención militar aérea norteamericana con la negativa de franceses y británicos, pero cada vez había más representantes del Estado norteamericano que propugnaban la acción. «Seguiremos teniendo un problema de credibilidad si no actuamos» contestó a Clinton Tom Foley[4], speaker (presidente) de la Cámara de Representantes. Puede apreciarse que el tal Foley expresa claramente que el problema no son las consideraciones «humanitarias» de las que tanto se habla en los informativos televisivos para uso de la población en general, sino el crédito militar que Estados Unidos ofrece.

El ultimátum de la OTAN vuelve a dar la iniciativa a EE.UU.

El ultimátum de la OTAN, tras la matanza del mercado de Sarajevo, ha dejado patente la impotencia europea, la de Francia y Gran Bretaña especialmente, obligadas a dar su aprobación a las represalias aéreas que siempre habían rechazado y habían saboteado desde el inicio del conflicto. Ha puesto de manifiesto la preponderancia de la OTAN, cuyos dueños son los Estados Unidos, sobre la ONU y los cascos azules en el terreno, en donde el peso de Francia y Gran Bretaña es mayor. La retirada de los cañones serbios, obtenida bajo la amenaza aérea de la OTAN ha sido un éxito para Estados Unidos. El ultimátum le ha permitido volver a tomar la iniciativa, poner un pie en el terreno tanto en lo militar como en lo diplomático. Sin embargo, ese éxito es por ahora limitado. Ha sido un primer paso que no ha borrado el retroceso de los meses anteriores, especialmente el del reparto de Bosnia.

«Los gobiernos europeos han hecho el papel de cínicos. (...) Querían usar el bombardeo de Sarajevo y otras ciudades para presionar sobre el gobierno bosnio y que éste aceptara un mal plan de reparto que les niega territorio vital y rutas comerciales. Si ahora han aceptado firmar las represalias aéreas de la OTAN contra los cañones de los asediantes, esperan a cambio que como mínimo Washington se una a su maniobra diplomática en el momento mismo en que el gobierno bosnio ha empezado a recobrar fuerza militar y a recuperar algunas de sus pérdidas iniciales»[5].

Por otro lado la demostración de fuerza de EEUU ha quedado limitada por la retirada de unos serbios remolones y la protección que los cascos azules rusos han venido a otorgarles. «La alianza (la OTAN) no ha demostrado nada. Seguiremos poniendo en duda su voluntad y capacidad»[6]. La aviación americana ha querido corregir un poco esa mala impresión derribando cuatro aviones serbios que sobrevolaban el territorio bosnio a pesar de la prohibición y eso después de casi mil infracciones comprobadas con anterioridad y que no habían acarreado ninguna reacción por parte de la OTAN. La «credibilidad» de Estados Unidos le imponía aprovechar la primera ocasión en el mejor momento para ellos. Y es lo que hicieron.

Tras el ultimátum, Estados Unidos deja a los europeos en el banquillo

El ruidoso retorno de Estados Unidos se ha concretado en la firma del acuerdo croata-musulmán. Desde principios de febrero se ha venido notando la presión de EEUU sobre Croacia: «Ha llegado el momento de hacer pagar a Croacia, económica y militarmente»[7]. La amenaza que precede al chantaje. Y eso lo comprenden los croatas inmediatamente, como demuestra la destitución del jefe croata de Bosnia el ultra nacionalista Mate Boban, que es sustituido por otro más «razonable» y más controlable. Tras la amenaza vino el caramelo: «el único medio para que Croacia pueda obtener un apoyo internacional para exigir el retorno de la Krajina es volver a formar una alianza con Bosnia»[8].

No nace falta decir que esa nueva alianza apadrinada por Estados Unidos, que promete a Croacia la recuperación de la Krajina ocupada por los serbios, va dirigida directamente contra éstos. Es un paso hacia la «paz» que significa, en realidad, una agravación mayor si cabe de la guerra, tanto en lo «cuantitativo» -toda la antigua Yugoslavia a sangre y fuego como en lo «cualitativo», o sea la guerra «total» entre los ejércitos regulares de Serbia y Croacia.

En el momento de escribir este artículo, el acuerdo entre bosnios y croatas no ha apagado los enfrentamientos en torno a Mostar. Lo que sí es seguro es que han sido un éxito para Estados Unidos. A los países europeos, Francia, Gran Bretaña y Alemania, obligadas a «saludar» la iniciativa, les ha sentado como una bofetada. Las negociaciones de Ginebra apadrinadas por la Unión Europea se han quedado sin voz. El acuerdo confirma la impotencia y la exclusión, al menos por el momento, de los países europeos. La burguesía americana, tras dos años de vejaciones procedentes de Europa, ha cuidado incluso la ceremonia de la firma del tratado: en Washington y con Warren Christopher, secretario de Estado, en la foto entre los dos firmantes: «Europa como árbitro de la crisis yugoslava ha dejado de existir»[9].

La agresividad imperialista de Rusia

El fuerte retorno de Rusia «en el concierto de naciones», su firme oposición al ultimátum de la OTAN, su posterior éxito diplomático mediante el cual les salva la cara a los serbios, «obteniendo» la retirada de su artillería de las cimas de Sarajevo, el envío de cascos azules rusos, todo ello plasma el nuevo reparto de las cartas imperialistas desde la matanza del mercado de Sarajevo. Pone de relieve el despertar de la «arrogancia» imperialista de Rusia, cuya aspiración a volver a desempeñar un papel de primer orden en el ruedo internacional ya se viene manifestando desde hace varios meses.

Hasta ahora la actitud de Estados Unidos respecto a Rusia ha sido la de un apoyo sin grietas a Yeltsin tanto en lo interior contra las fracciones estalinistas conservadoras como en el exterior. La intervención rusa en su antiguo imperio se ha hecho con el permiso y el apoyo estadounidense.

Rusia esté poniendo coto a las aspiraciones imperialistas del Irán «islamista» y de Turquía, la cual tiene inclinaciones proalemanas, en las repúblicas meridionales ex soviéticas. Rusia está imponiendo sus condiciones a Ucrania, tercera potencia nuclear del mundo pero con una economía hecha trizas, para que ésta abandone sus flirteos con Alemania. En resumen, que una Rusia aliada se otorgue una zona de influencia en el territorio de la difunta URSS es de lo más conveniente para la burguesía norteamericana.

Pero que Rusia tenga pretensiones más precisas sobre los países del antiguo Pacto de Varsovia, que se oponga a la integración de éstos en la OTAN, es algo que pone nerviosas a las burguesías europeas, y a la alemana en primer término, y que provoca interrogantes en el seno mismo de la estadounidense por mucho que Clinton haya cedido a la exigencia rusa de rechazar esa adhesión. En fin, el que Rusia tenga acceso militar por primera vez en toda su historia a los Balcanes, aunque sea con la forma simbólica ¡pero vaya símbolo!- de unos cuantos cientos de cascos azules, que haya podido dar ese paso importante en la realización de un objetivo histórico viejo ya de varios siglos y nunca alcanzado, el tener una abertura al Mediterráneo, eso es algo que pone en alerta a la burguesía de Estados Unidos. Tampoco hay que pasarse: esa antigua aspiración de abrirse al Mediterráneo por parte de Rusia, al igual que la de Alemania, no podrá ser aceptada por los imperialismos americano, británico y francés, los cuales sí que están presentes, esté quien esté en el poder en Rusia, Yeltsin y sus «reformadores» o quien sea. Como dice Clinton respecto a Rusia: «No estamos ante algo blanco o negro, sino ante lo gris. Hay cosas que obligatoriamente no nos gustarán»[10].

Además, en la situación incontrolada e incontrolable que prevalece en Rusia cada día más, el caos y la anarquía que allí se despliegan, las salidas del gobierno de Yeltsin de los «reformadores» proamericanos como Gaidar en beneficio de las fracciones «conservadoras» de la burguesía rusa, cuya mentalidad ultranacionalista y revanchista queda bien plasmada en las bravuconadas de Zhirinovsky, no hacen sino alarmar todavía más a las potencias occidentales. El riesgo existe de ver a una Rusia descontrolada, en manos de neo-estalinistas revanchistas o de un patán como Zhirinovsky.

Debe quedar claro que cualquiera que sea la fracción que esté en el poder, el retorno de Rusia al primer plano de los antagonismos imperialistas no es una vuelta a la situación de «estabilidad» que predominó desde Yalta hasta la caída del muro de Berlín y que alimentó todos los conflictos imperialistas de la época. No significa que vayan a emerger otra vez dos grandes potencias capaces de imponer a sus protegidos los límites que no hay que traspasar. No hay posibilidad de reconstrucción de un bloque imperialista del Este dirigido por Rusia y opuesto a un bloque del Oeste. Ese retorno de Rusia, alimentado y peligrosamente agudizado por la situación de caos en el país y la huida ciega de la burguesía rusa, va a acarrear, eso sí, una agravación terrible de las tensiones y de los antagonismos imperialistas, es portador de más caos y más guerras en el plano internacional.

El haber usado la OTAN (creada en 1949 para hacer frente a la URSS) para imponer hoy el ultimátum a los serbios, ha sido una «bofetada magistral». Ha sido un aviso a Rusia, a Yeltsin evidentemente pero también a todas las demás fracciones del aparato de Estado ruso, a los revanchistas y a los nostálgicos de la grandeza de la URSS. «El ultimátum de la OTAN ya era bastante humillante» para Rusia[11], pero Estados Unidos ha querido enviar un mensaje claro a su «socio» ruso (la prensa americana ya no habla de «aliado»): ¡cuidado! hay límites que mejor es no traspasar. Y por si el mensaje no hubiera sido bien oído, el ataque de la aviación de EEUU a aviones serbios ha venido a darle la intensidad auditiva necesaria. ¿No es la primera vez de su historia que la OTAN como tal dispara una bala en 45 años de existencia?.

Al igual que la intervención directa de EEUU en la antigua Yugoslavia, la intervención militar rusa, tan directa como aquélla, es un nuevo factor de la mayor importancia en la situación internacional. Ambos países han dado un paso más en la guerra, un paso más en la agudización de las tensiones imperialistas, un paso adelante en el caos y en el ambiente de «todos contra todos» que prevalece no sólo en los Balcanes –pobre población cuyo sufrimiento dista mucho de terminarse– sino en el mundo entero.

Europa impotente

El cambio en la situación internacional en el plano imperialista ilustrado por el espectacular retorno de los imperialismos estadounidense y ruso en la antigua Yugoslavia tiene su corolario en la impotencia y debilitamiento de las potencias europeas, especialmente Francia y Gran Bretaña. Estas, que habían conseguido durante dos años sabotear los intentos de intervención militar norteamericana, humillando abiertamente a Estados Unidos, ocupando un papel de primer plano en los terrenos militar y diplomático, han tenido que tragarse sus pretensiones y apoyar al fin y al cabo lo que habían rechazado sistemáticamente, o sea, las represalias aéreas de la OTAN contra los serbios. Por su parte, Alemania ha tenido que asistir impotente a la contraofensiva americana, que significa, sí, presión sobre los serbios, lo cual podía satisfacerla, pero también presión sobre Croacia, su aliado, de lo que, al contrario, difícilmente podrá estar contenta.

El avance alemán bloqueado

Con los últimos acontecimientos, Alemania comprueba cómo se multiplican los obstáculos ante su avance como potencia imperialista dirigente, como polo imperialista alternativo a Estados Unidos. Rusia, con el permiso norteamericano, tiende a disputarle Europa central y Ucrania. En Yugoslavia, en donde «Austria, Croacia y Eslovenia ya no pueden contar con un liderazgo alemán claro»[12], Alemania ve a Estados Unidos disputarle Croacia, algo impensable hace menos de dos meses. Incapaz de ofrecerle a ésta lo que EEUU le prometen, la Krajina, Alemania ve cómo el imperialismo americano le prohíbe incluso el menor papel en las negociaciones y en la alianza entre croatas y musulmanes. Alemania está ausente del terreno, pues no tiene soldados en la ONU. Es la única gran potencia junto con Japón en no poseer un escaño permanente en el Consejo de seguridad de Naciones Unidas, lo cual le impide tener en ese organismo la menor influencia y menos todavía ejercer el derecho de veto. Lo único que le queda a Alemania es trabajar bajo mano, y de ello no se priva, y por ahora, asistir, impotente a la contraofensiva norte-americana.

Además, la nueva «arrogancia» rusa in-quieta a Alemania. Pues aunque intente a veces «flirtear» con Rusia, al tener ambas la misma ambición de acceder al Mediterráneo, a largo plazo e históricamente, los dos países tienen intereses imperialistas opuestos y contradictorios, especialmente en Europa del Este y en los Balcanes. Alemania está cogida entre su aspiración a convertirse en una de las primeras potencias imperialistas, afirmándose por lo tanto contra Estados Unidos, y la inquietud ante una Rusia caótica de la que sólo EEUU podría protegerla militarmente.

Incapaz de seguir el avance estadounidense, el imperialismo francés está fuera de juego

Francia, para quien, a nivel general e histórico, «el mantenimiento de la cooperación franco-alemana como núcleo de la Comunidad Europea sigue siendo una prioridad de su diplomacia»[13], se ha opuesto sin embargo localmente al avance alemán en Croacia hacia el Mediterráneo. Al mismo tiempo se oponía a toda ingerencia norteamericana, de modo que intentó jugar sola, junto con Gran Bretaña. Pero eso es algo superior a las fuerzas de un país como Francia.

Los esfuerzos de Francia y Gran Bretaña han acabado en agua de borrajas, al haber perdido la «confianza» de la parte serbia, al haber quedado paralizadas las negociaciones de paz, propugnadas por esos dos países, tras la ofensiva militar bosnia. Una situación de lo más incómodo. Habiendo perdido todas sus bazas, la burguesía francesa haciendo de tripas corazón, ha rogado a Estados Unidos y a la OTAN que intervengan. Incapaz de jugar más fuerte que los norteamericanos, Francia ha tenido que bajar sus pretensiones para poder conservar su sitio en torno al tapete del juego imperialista. Igual que cuando la guerra del Golfo. Eso es lo que el presidente Mitterrand llama «conservar su rango». No le quedaba más remedio que achantarse o largarse de la mesa con el rabo entre las piernas.

Gran Bretaña bajo presión americana

Para Gran Bretaña, la contradicción y el fracaso son más o menos los mismos. Histórico cabo furriel de Estados Unidos, su más fiel aliado en las rivalidades imperialistas, hostil, también, al menor avance de Alemania en los Balcanes, la burguesía británica también ha querido defender sus intereses específicos en Yugoslavia, lo cual es significativo de los tiempos que corren, del ambiente de caos y de la tendencia de cada cual para sí. La burguesía británica no quería esta vez «compartir» su presencia política y militar con la norteamericana. El nuevo reparto de cartas causado por el bombardeo del mercado de Sarajevo y el ultimátum de la OTAN, contra el que el gobierno de Major se declaró hostil, vino acompañado de una fuerte presión sobre Gran Bretaña antes del viaje de su primer ministro a Washington[14].

«El enfoque a corto plazo en el desastre bosnio que propugna Gran Bretaña amenaza con desestabilizar una buena parte de Europa. (...) John Major debería volver de Washington sin la menor duda de que su política bosnia será estudiada minuciosamente y que todo oportunismo suplementario que agudizara la crisis balcánica, no sería fácilmente olvidado ni perdonado[15].

Esa presión norteamericana y la difícil situación de Gran Bretaña en Bosnia han obligado a la burguesía británica a ponerse firmes y aceptar el ultimátum de la OTAN, tanto más porque se encontraba sola desde que Francia manifestó su acuerdo. Como lo decía The Guardian, «En un discurso en los Comunes, al ministro de Exteriores Douglas Hurd se le han escapado las motivaciones ocultas de ese cambio total. Ha subrayado en tres ocasiones la necesidad de restablecer la credibilidad y la solidaridad en el seno de la OTAN, y especialmente el apoyo de Estados Unidos a esa organización»[16].

Gracias a la OTAN, EEUU obliga a los europeos a ponerse firmes

Estados Unidos acaba de reafirmar con fuerza ante el mundo entero su liderazgo mundial. Ha conseguido lo mismo que con la guerra del Golfo: hacer volver al redil –al menos en la antigua Yugoslavia y por el momento– a las potencias europeas que querían irse. Especialmente Alemania y Francia, y otros países (Italia, España y Bélgica) que aún teniendo un papel secundario no se olvidan de sus intereses imperialistas jugando la baza europea y por lo tanto antiamericana, detrás de Francia y Alemania. Además, la impotencia europea, obligada a dejar hacer a EEUU, es un mensaje para todos los imperialismos del planeta que tuvieran la intención de ir en contra, de un modo u otro, de los intereses estadounidenses. Es una victoria para la burguesía norteamericana. pero ha sido una victoria que es portadora de una mayor agudización de los antagonismos imperialistas y de las guerras.

Hacia la agravación de las tensiones y del caos

El éxito alcanzado por EEUU en la antigua Yugoslavia no es todavía completo. No va a contentarse con eso. Aunque se realizara la alianza croata-musulmana que patrocina EEUU, aún va llevar más lejos todavía el enfrentamiento con Serbia. Las potencias europeas, que acaban de ser humilladas, van a echar leña al fuego. Yeltsin, azuzado por las fracciones más conservadoras y nacionalistas, va a tener que acentuar la política imperialista de Rusia. Peor todavía: puesto que todos los Estados son imperialistas, la cadena de conflictos arrastra a todos los países en un proceso irreversible e inextricable de enfrentamientos y antagonismos sin fin; en los Balcanes: Grecia, Macedonia, Albania, Bulgaria, Hungría, Rumania y Turquía; en el Asia ex soviética: Turquía, Rusia e Irán; en Afganistán: Turquía, Irán y Pakistán ; en Cachemira: Pakistán, país poseedor del arma atómica, contra India, también ella potencia nuclear; India contra China en Tibet; China y Japón contra Rusia por cuestiones de fronteras y por las islas Kuriles y así sucesivamente. Es la guerra de todos contra todos. Mejor no seguir con una lista que dista mucho de ser exhaustiva.

La cadena de conflictos en cascada, arrastrando unos a otros, en el mayor desorden y caos, en una tendencia cada día mayor de cada cual para sí, es una cadena cada vez más tensa. Está arrastrando al mundo capitalista a la barbarie guerrera más sombría. Queda así comprobada la idea marxista de que capitalismo igual a guerra imperialista, en donde la «paz» no es sino preparación de la guerra imperialista. Queda así comprobada la tesis marxista de que en el período de decadencia, todo Estado, grande o pequeño, débil o fuerte, es imperialista. Queda así comprobada la tesis marxista según la cual la clase obrera, el proletariado internacional, sea de donde sea y esté donde esté, no debe otorgar el más mínimo apoyo al nacionalismo, a la burguesía, pues semejante capitulación política no desemboca más que en el abandono de sus intereses de clase, de sus luchas, sólo serían sacrificios en aras del nacionalismo. Queda así comprobada la afirmación marxista de que el capitalismo en decadencia ya no tiene nada de positivo que aportar a la humanidad, que su descomposición la arrastra hacia la nada, hacia el abismo de su pérdida. Se comprueba así la alternativa de la que ya hablaban los comunistas de principios de siglo: socialismo o barbarie.

A costa de incontables sufrimientos, de sangre y lágrimas, se está acercando el momento de veredicto histórico. Destruir el capitalismo antes de que él destruya a la humanidad entera, ése es el reto, dramático y grandioso, ésa es la misión histórica del proletariado.

RL
7/3/94

[1] En el diario francés Libération, el 22/02/94.

[2] The New York Times recogido por el International Herald Tribune, 3/3/94.

[3] La matanza de Hebrón perpetrada por un colono religioso y fanático israelí, a quien los soldados presentes dejaron hacer, expresa la realidad de la «paz» que Estados Unidos impone en Oriente Próximo. Aunque el crimen le sirve al Estado hebreo, al encontrar en él una justificación para intentar hacer callar y desarmar a sus propios extremistas, también está agravando más todavía la situación de caos en el que se están hundiendo los territorios ocupados y el territorio israelí mismo. Las negociaciones de paz y la formación de un Estado palestino, en continuidad con la guerra del Golfo, serán sin duda un éxito de Estados Unidos, que ha eliminado así a todos los rivales imperialistas de la región, pero también seguirá agravándose la situación de desorden, anarquía y descomposición de los dos Estados y de la región entera.

[4] Le Monde, 8/2/94.

[5] The New York Times , 9/2/94.

[6] The Guardian, recogido en Courrier International de 24/2/94

[7] The New York Times, recogido en International Herald Tribune del 8/2/94.

[8] The New York Times, recogido en International Herald Tribune del 26/2/94.

[9] The Guardian recogido en Courrier International, 24/2/94.

[10] Le Monde, 27/2/94.

[11] La Repubblica, recogido en Courrier International, 24/2/94

[12] International Herald Tribune, 14/2/94.

[13] International Herald Tribune, 14/2/94.

[14] El visado dado por el gobierno de EEUU al líder del IRA, Gerry Adams, y la publicidad hecha a su visita a EEUU con una entrevista a Larry King, conocido periodista de CNN, a una hora de alta escucha, ha sido también otra forma de presión americana sobre el gobierno de Major.

[15] International Herald Tribune 26/2/94.

[16] Recogido en Courrier International 17/2/94.

Geografía: 

  • Balcanes [1]

Acontecimientos históricos: 

  • Caos de los Balcanes [2]

Crisis económica mundial - La explosión del desempleo

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Una situación sin precedentes

Cuanto más se esfuerza la ideología dominante en presentar el capitalismo como única forma de organización social posible para la humanidad moderna, tanto más arrasadores se hacen los estragos ocasionados por la supervivencia de este sistema. El paro, fuente de miseria, de exclusión, de desesperanza, esa plaga que encarna como ninguna otra cosa la despiadada y absurda dictadura de la ganancia capitalista sobre las condiciones de existencia de la inmensa mayoría de la sociedad, constituye sin duda alguna una de las peores entre esas calamidades.

El actual aumento del paro, expresión de la nueva recesión abierta en la que se hunde el capitalismo desde hace 4 años, no acontece en un mundo que goza del “pleno-empleo”. Ni mucho menos. Desde hace más de un cuarto de siglo, desde la recesión de 1967, que marcó el fin de la prosperidad de la reconstrucción de la posguerra, la lepra del paro se ha extendido sistemáticamente sobre el planeta. La enfermedad se ha agravado y extendido siguiendo el ritmo de disminución del “crecimiento” económico, con momentos de aceleración y períodos de estancamiento o disminución relativa. Pero los períodos de alivio nunca han logrado restañar los efectos de la agravación precedente, así que, con fluctuaciones diversas, en todos los países, el paro no ha hecho más que incrementarse[1]. Desde principios de los años 70, la expresión “pleno empleo” casi ha desaparecido del vocabulario. Nos hemos acostumbrado a llamar a los adolescentes de las dos últimas décadas “generaciones del paro”.

La explosión del crecimiento del paro, a principios de los años 90, no ha creado un nuevo problema. Tan sólo ha venido a empeorar una situación que ya era dramática. Y lo ha hecho con fuerza.

Alemania, primera potencia económica europea, ha conocido desde 1991 un fuerte aumento del paro. En Enero de 1994, el número oficial de aspirantes a empleo sobrepasó los cuatro millones. Si se añaden los dos millones de parados en “tratamiento social” se alcanza la cifra de 6 millones. Es el nivel más elevado en ese país desde la depresión de los años 30. La tasa de paro oficial es de 17 % en la ex-RDA, 8,8 % en el Oeste. La perspectivas inmediatas son también catastróficas: 450 000 parados más, anuncian los “expertos” de aquí a fin de año. Están previstos despidos masivos en los sectores más competitivos y potentes de la  economía alemana: 51 000 empleos eliminados en Daimler-Benz, 30 000 en el sector químico, 16 000 en el aeronáutico, 20 000 en Volkswagen...

Los gastos del capital alemán para llevar a cabo la reunificación constituyeron momentáneamente un mercado que permitió que la mayoría de los países de Europa entraran en recesión un poco más tarde que los Estados Unidos o Gran Bretaña. Al hundirse Alemania, el paro estalló en el conjunto de Europa occidental. Así, en poco menos de tres años las tasas de paro (oficiales) pasaron de 9 a 12 % en Francia, de 1,5 a 9,5 en Suecia, de 6,5 a 10 % en los Países Bajos y en Bélgica, de 16 a 23,5 % en España.

Se estima que en Europa, para que el paro tan sólo dejase de aumentar, haría falta un crecimiento económico de por lo menos 2,5 % por año. Estamos lejos. Ni los “expertos” más optimistas se atreven a hablar de disminución del paro para antes de 1995 o 1996. La OCDE prevé para el solo año de 1994 un millón de parados más en el viejo continente.

Hay que añadir a esta deterioración cuantitativa del paro, los aspectos cualitativos: incremento del paro de larga duración y del paro juvenil[2], disminución del subsidio en duración y en valor.

En Japón, que conoce su peor recesión desde la guerra, también se incrementa el paro. Aunque el nivel absoluto sea más bajo que en las demás potencias, el número oficial de parados ha pasado, en tres años, de 1,3 millones a cerca de 2 millones. Estas cifras dan, sin embargo, una imagen falsa de la realidad pues el gobierno japonés ha seguido durante mucho tiempo una política que consiste en mantener a los parados en las empresas, pagándoles menos, en vez de “echarlos a la calle”. Pero esa política, resultado de la del “empleo vitalicio” de los grandes conglomerados industriales, se ha acabado y ha dado paso a la de despidos masivos. Toyota está preparando claramente el porvenir  al proclamar el abandono de su política de empleo garantizado[3].

Los gobiernos de Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña se jactan de haber vuelto a empezar a crear nuevos empleos y a detener el crecimiento del paro. Y es verdad que en las potencias “anglosajonas” las estadísticas oficiales constatan una disminución del paro. Pero esta afirmación esconde dos realidades importantes: la debilidad cuantitativa de este “crecimiento” del empleo y la mala calidad de los empleos creados.

En el plano puramente cuantitativo, el actual aumento del empleo parece insignificante en comparación con lo que pasó después de la recesión de 1979-82. Por ejemplo, en el sector manufacturero, en los Estados Unidos, el nivel de empleo ha alcanzado apenas el nivel de hace tres años, conociendo en ciertos sectores bajas importantes. Las grandes empresas industriales siguen anunciando despidos masivos: en el sólo mes de noviembre de 1993, Boeing, ATT, NCR y Philipp Morris anunciaron que iban a suprimir 30 000 empleos más. Durante la reactivación económica de la época reaganiana, en los años 80, el empleo industrial había aumentado en un 9 %, mientras que hoy ese aumento es de 0,3 %. En el sector terciario, la administración Clinton se jacta de haber hecho crecer 3,8 % el empleo, pero ese aumento había sido de 8 % después de 1982.

El presupuesto presentado por Clinton para 1995 es uno de los más rigurosos desde hace años: “Hay que saber hacer la diferencia entre los que es un lujo y lo que es una necesidad”. Este prevee suprimir 118 000 empleos en las administraciones públicas, una etapa hacia las 250 000 supresiones de empleos anunciadas para los años venideros.

En cuanto a Reino Unido y a Canadá, el nuevo crecimiento del empleo se reduce por el momento a movimientos marginales insignificantes. Los hechos son simples: hay, hoy en día, en esos tres países, 4 millones de parados más que hace tres años[4].

En cuanto a la calidad de los empleos, la realidad de los Estados Unidos ilustra la amplitud del desastre económico. Los trabajadores se ven hundidos en una situación de inestabilidad y de inseguridad permanente. Seis meses de paro, tres meses de trabajo... La famosa “movilidad” del empleo se traduce en realidad por una especie de repartición del paro. Se es parado por menos tiempo que en Europa pero más frecuentemente. Según una encuesta reciente entre las personas que tienen un empleo en Estados Unidos, 40 % declararon temer perderlo antes de un año. Los puestos creados lo son esencialmente en el sector terciario. Gran parte de ellos son “servicios” tales como aparcador de coches en grandes restaurantes, paseador de perros, niñeras (baby-sitter), empaquetador en las cajas de los supermercados, etc. A golpe de “chapuzas” se transforma a los parados en sirvientes baratísimos... 30 millones de personas, o sea 25 % de la población activa estadounidense, viven fuera del circuito normal de empleo, es decir directamente bajo la presión del paro.

Sea cual sea la forma que toma la enfermedad, en Estados Unidos o en Europa, en los países industrializados o en los países subdesarrollados, el paro se ha convertido efectivamente en “el problema número uno” de nuestra época.

¿Cuál es el significado de esta realidad?

El significado del desarrollo crónico y masivo del paro

Para la clase obrera el significado negativo del paro es una evidencia que vive de manera cotidiana. Para el proletario que no consigue trabajo, significa ser expulsado de lo que constituye la base de las relaciones sociales: el proceso de producción. Durante cierto tiempo, si tiene la suerte de recibir un subsidio, vive con la impresión de ser un parásito de la sociedad, y luego llega la exclusión, la miseria total. Para el que trabaja es la obligación de soportar cada día mayores abusos por parte de la clase dominante a cuenta del famoso chantaje: “si no estás contento, hay miles de parados dispuestos a ocupar tu sitio”.

Para los proletarios, el paro es una de las peores formas de represión, una agravación de todo lo que hace de la máquina capitalista un instrumento de explotación y opresión.

Para la clase capitalista el significado negativo del paro puede aparecer de manera menos evidente. Primero porque padece la clásica ceguera de las clases explotadoras que les impide ver los daños ocasionados por su dominación y por otra parte, por que necesita creer y hacer creer que el irresistible aumento del paro desde hace un cuarto de siglo no es una enfermedad debida a la senilidad histórica del sistema, sino un fenómeno casi natural, una especie de fatalidad debida al progreso técnico y a la necesidad de que el sistema se adapte. “Hay que acostumbrarse, amigos, los puestos de trabajo de ayer no volverán”, declaraba el secretario de Trabajo estadounidense, Robert Reich, durante la reunión del G7 dedicada al paro.

En realidad, la propaganda sobre la “reanudación del crecimiento” trata de teorizar el caso de algunos países (Estados Unidos, Canadá, Reino Unido) donde la producción ha vuelto a empezar a crecer sin que por ello el paro haya empezado a disminuir de manera significativa.

Pero no hay nada “natural” ni “sano” en el desarrollo masivo del paro. Incluso desde el punto de vista de la salud del capitalismo mismo, el desarrollo crónico y masivo del paro es una inequívoca manifestación de su decrepitud.

Para la clase capitalista, el paro es una realidad que, al principio, por el chantaje que permite ejercer, refuerza su poder sobre los explotados y le permite sangrarlos mejor, aunque solo fuese por la presión que ejerce sobre el nivel de los sueldos. Es ésta una de las razones por las cuales el capitalismo necesita siempre une reserva de parados.

Pero ése es tan sólo un aspecto de las cosas. Desde punto de vista del capital, el desarrollo del paro, más allá de cierto mínimo, es un factor negativo, destructor de capital, es el síntoma de su enfermedad. El capital se alimenta sólo de carne proletaria. La sustancia de la ganancia es trabajo vivo. La ganancia del capital no proviene ni las materias primas ni de las máquinas sino del “sobretrabajo” de los explotados. Cuando el capital despide fuerza de trabajo, se priva de la fuente verdadera de su ganancia. Y si tiene que hacerlo no es porque le guste, sino porque las condiciones del mercado y los imperativos de la rentabilidad se lo imponen.

El incremento crónico del paro masivo es la expresión de dos contradicciones fundamentales, que Marx puso de relieve y que condenan históricamente al capitalismo:
– por una parte, su incapacidad de crear, por sus propios mecanismos, un mercado solvente, suficiente para absorber toda la producción que es capaz de realizar;
– por otra parte, la necesidad de “sustituir a hombres por máquinas” para asegurar su competitividad, lo que se plasma en una tendencia decreciente de la cuota de ganancia.

El nuevo aumento del paro, que viene a añadirse a la masa de parados que venía acumulándose desde 1967, no tiene nada que ver con una “saludable reestructuración” provocada por “el progreso”. Es, al contrario, una prueba práctica de la impotencia definitiva del sistema capitalista.

Las “soluciones” capitalistas

La reunión del G7 dedicada al problema del paro fue un acontecimiento típico de las manipulaciones espectaculares con las cuales gobierna la clase dominante. El mensaje mediático de la operación puede resumirse de la manera siguiente: Vosotros que teméis perder vuestro empleo o que os preguntáis si vais a volver a encontrar uno; vosotros que os preocupáis al ver a vuestros hijos caer en el paro, sabed que los gobiernos de las 7 principales potencias occidentales se ocupan del problema.

De la reunión del G7 no salió nada concreto, a parte pedir a la secretaría de la OCDE que contabilice mejor a los parados y la promesa de volverse a encontrar, en julio, en Nápoles, para volver a discutir la cuestión.

El “plan mundial contra el paro”, anunciado por Clinton, se redujo finalmente a una afirmación de la voluntad por parte de Estados Unidos de intensificar su agresividad en la guerra comercial que le opone al resto del mundo. Al exigir al capital japonés que abra más su mercado interior, al pedir que los europeos bajen sus tipos de interés para relanzar el crecimiento económico (y por lo tanto las importaciones de Estados Unidos), el discurso de Clinton confirma la advertencia ya lanzada por su representante para el comercio internacional, M. Kantor: “Nadie debe tener dudas sobre nuestro compromiso en ir adelante, en abrir mercados, como lo hemos hecho desde que Clinton empezó a ejercer su cargo”.

El espectáculo de la reunión del G7 tuvo por lo menos el mérito de poner de manifiesto la incapacidad en que se encuentran los diversos capitales nacionales para encontrar una solución mundial al paro, el hecho que lo único que saben y pueden hacer es exacerbar la guerra comercial: cada uno por la suya y todos contra todos.

Los grandes principios afirmados son las exigencias que se imponen a cada capital nacional. Y, desde ese punto de vista, el capital americano podía presentar su reciente política económica como modelo. Ha puesto efectivamente en práctica todas las recetas para tratar de rentabilizar una economía armándola contra la competencia.

Despedir mano de obra “en exceso”

“Si somos honrados con nosotros mismos, debemos decir que la competitividad industrial es enemiga del empleo”. Así hablaba durante el G7 un alto cargo de la Unión Europea, uno de los redactores del Libro Blanco presentado por Delors. Ya vimos como el capital estadounidense puso en práctica ese principio con la “movilidad” del empleo.

Aumentar la rentabilidad y la productividad de la mano de obra

Par ello la administración de Clinton no ha hecho sino aplicar con mayor ferocidad el viejo método capitalista: más trabajo y menos paga. Clinton lo formuló en términos muy concretos: “Una semana de trabajo mas larga que hace 20 años, por un sueldo equivalente”. Es la realidad. Efectivamente, el tiempo de trabajo semanal en la industria manufacturera en Estados Unidos es actualmente el más largo desde hace 20 años. En cuanto a los sueldos, Clinton había prometido, durante su campaña electoral, revalorizar el salario mínimo, y hasta ponerlo en regla con los precios. Nada de eso se ha hecho. Y como desde principios de los años 80 éste se ha mantenido “congelado”, hace mas de diez años que baja regularmente el sueldo mínimo real en Estados Unidos. En cuanto a la llamada “protección social”, es decir esa parte del salario que el capital paga bajo forma de ciertos servicios y subsidios públicos, la administración demócrata presenta su nuevo plan de salud como un progreso importante. En realidad no se trata de un gasto del capital por el bienestar de los explotados sino de una tentativa por reducir los costes de un sistema absurdo e ineficaz.

Intensificar la explotación modernizando el aparato de producción

Desde hace dos años las inversiones para equipar las empresas se han incrementado fuertemente en Estados Unidos (+ 15 % en 1993, se prevé el mismo crecimiento para 1994). Esas inversiones, sin embargo, por importantes que sean en ciertos sectores, no ha acarreado un aumento del empleo significativo. Así, por ejemplo, ATT, que se prepara a invertir sumas enormes en el proyecto de las “autopistas de la comunicación”, uno de los grandes proyectos de la década, acaba de anunciar 14 000 despidos.

Los métodos estadounidenses son tan sólo las viejas recetas de la guerra económica contra la competencia y contra los explotados. Los demás capitales nacionales no usan recetas muy diferentes en realidad. Los gobiernos de la vieja Europa, que tanto se jactan de poseer un sistema ejemplar de protección social, reducen sistemáticamente, desde hace años, los beneficios que tal sistema pueda aportar. “Algunas medidas, como el capítulo social (anexo al tratado de Maastricht) deben ser colocadas en el museo al que pertenecen”, declaraba hace poco Kenneth Clarke, ministro de Economía del Reino Unido. Todos los gobiernos han llevado la misma orientación política, aunque sea de maneras diferentes.

En el mejor de los casos, esas políticas consiguen hacer recaer en los competidores las consecuencias de la crisis [5]. Pero nunca aportan una solución global.

El incremento de la rentabilidad y la productividad de la fuerza de trabajo puede favorecer, en un primer momento, al capital de un país a expensas del de los demás, pero desde el punto de vista global, con la generalización de ese aumento de la productividad, se vuelve a plantear con mayor agudeza el problema de la insuficiencia de mercados para absorber la producción realizable. Cuantos menos trabajadores estén empleados y con menores sueldos, menos mercados habrá y cuanto mayor sea la productividad, mayor será la necesidad de mercados.

Ningún capital nacional puede combatir el problema a su escala específica sin agravarlo a escala general.

Otro factor general puede reducir aún más la eficacia de las políticas de lucha contra el paro: la creciente inestabilidad financiera mundial. El nuevo aumento de las inversiones en los Estados Unidos fue financiado, una vez más, por el crédito. La deuda pública ha pasado en cuatro años de 30 a 39 % del PIB. Lo mismo ha sucedido en muchos otros países golpeados por la recesión. La situación financiera mundial ha empeorado, se ha fragilizado más todavía, se ha vuelto más explosiva, corroída por décadas de endeudamiento y especulaciones de todo tipo.

Para estimular el endeudamiento, el gobierno de Estados Unidos impuso durante tres años tipos de interés sumamente bajos. Pero el aumento de esas tasas es tan inevitable como peligroso para el equilibrio financiero mundial. El bajo coste del dinero a corto plazo ha permitido la constitución de enormes capitales especulativos. La bolsa de Wall Sreet, en particular, ha sido inundada por ellos[6]. El aumento del coste del crédito puede acarrear un verdadero krach financiero que arruinaría los esfuerzos realizados para tratar de canalizar el aumento del paro.

Las “soluciones” que ofrecen los gobiernos para enfrentar el problema del paro, son ataques directos contra las condiciones de existencia des los explotados y se apoyan en las arenas movedizas del endeudamiento y de la especulación sin límites.

¿Que perspectivas para la lucha de clase?

Aunque llegase a conocer un verdadero derrumbe económico, no por eso va a desaparecer el capitalismo. Sin la acción revolucionaria del proletariado, este sistema seguirá pudriéndose de raíz, arrastrando a la humanidad a una barbarie sin fin.

¿Que papel desempeña y desempeñará el paro en el curso de la lucha de clase?

La generalización del paro, para la clase explotada, es prácticamente peor que la presencia de un policía en cada hogar, en cada lugar de trabajo. Por el chantaje asqueroso que le permite ejercer a la clase dominante, el paro hace más difícil la lucha obrera.

Sin embargo, a partir de cierto nivel de paro, la rebelión contra esta represión se transforma en un potente estímulo para el combate de clase y su generalización. ¿A partir de qué cantidad, de qué porcentaje de parados se produce este cambio? La pregunta como tal no tiene respuesta, pues la realidad no depende de una relación mecánica entre economía y lucha de clases, sino que es un proceso complejo en el cual la conciencia de los proletarios tiene el papel principal.

Sabemos, sin embargo, que se trata de una situación totalmente diferente de la de la gran depresión económica de los años 30.

Desde el punto de vista económico, la crisis de entonces fue “resuelta” con el desarrollo de la economía de guerra y las políticas “keynesianas” (en Alemania, en vísperas de la guerra, el paro había “desaparecido” casi por completo); hoy, la verdadera eficacia de la economía de guerra así como de todas las políticas keynesianas forma parte del pasado. Esa eficacia se ha ido desgastando hasta llegar a la situación presente, dejando de recuerdo la bomba financiera de endeudamiento.

Desde el punto de vista político, la situación del proletariado mundial actualmente no tiene nada que ver con la de los años 30. Hace 60 años, la clase obrera soportaba todo el peso de las dramáticas derrotas que había conocido durante la ola revolucionaria de 1921-23, en particular en Alemania y en Rusia. Ideológica y físicamente vencida, se dejaba encuadrar, atomizada detrás de las banderas de sus burguesías nacionales en marcha hacia una segunda carnicería mundial.

Las actuales generaciones de proletarios no han conocido derrotas importantes. A partir de las luchas de 1968, primeras respuestas a la apertura de la crisis económica, con altibajos en la conciencia y en la combatividad, esas generaciones han abierto y confirmado un nuevo curso histórico.

Los gobiernos tienen razón de temblar frente a lo que llaman los “desordenes sociales” que puede provocar el imparable incremento del paro.

Han sabido, y saben utilizar los aspectos del paro que hacen más difícil la lucha obrera: su aspecto represivo, divisor, atomizante, el hecho de que expulsa a una creciente fracción de la clase revolucionaria en particular a los jóvenes a quienes se prohíbe “entrar en la vida activa” en una marginalización descompuesta y destructora.

Pero, el paro, por la violencia del ataque que representa contra las condiciones de existencia de la clase revolucionaria, por el hecho mismo que posee una dimensión universal, golpeando a todos los sectores, en todos los países, pone de manifiesto que, para los explotados, la solución no es un problema de gestión, de reforma o de reestructuración del capitalismo, sino de la destrucción del sistema mismo.

La explosión del paro revela ampliamente el callejón sin salida en que se ha convertido el capitalismo y la responsabilidad histórica de la clase obrera mundial.

RV

[1] En 1979, en Estados Unidos, a pesar de la “reactivación” económica que siguió la recesión de 1974-75 (llamada el “primer choque petrolero”) había dos millones de parados más que en 1973, en Alemania 750 000 más. Entre 1973 y 1990, es decir en los 17 años anteriores a la actual recesión, el número de parados “oficiales” en la zona de la OCDE (los 24 países industrializados de Occidente, más Japón, Australia y Nueva Zelanda) había aumentado ya en 20 millones, pasando de 11 a 31 millones. Y se trata de los países mas industrializados. En el “tercer mundo” o en el antiguo bloque “socialista”, la amplitud de la catástrofe es mucho más grave. Muchos han sido los países subdesarrollados que no han vuelto a levantar cabeza después de la recesión de 1980-82, en particular en África, y que desde entonces se hunden en un pozo sin fondo de miseria y paro.

[2]A principios de 1994, 50 % de los parados en Europa lo son desde hace más de un año. Los “expertos” prevén que, a finales de 1994, un cuarto de los parados tendrán menos de 20 años (International Herald Tribune, 14-3-1994).

[3] Japón se enfrenta a una fuerte disminución de sus exportaciones, es decir del motor principal de su crecimiento. Ello se repercute en todos los sectores de la economía. Pero lo que pasa en el sector de productos electrónicos de consumo, terreno privilegiado de la competitividad japonesa, es particularmente significativo. Las exportaciones de este sector han caído en un 25 % en 1993 y su nivel actual equivale a 50 % del nivel de 1985. Por primera vez, en 1993, Japón ha tenido que importar más televisores que los que exportó. La paradoja reside en que esas importaciones provienen esencialmente de empresas japonesas implantadas en el Sureste asiático para aprovechar del menor coste de la mano de obra. El “boom” económico de algunas economías asiáticas es un producto de la crisis mundial que obliga los capitales de las principales potencias, sometidos a la más despiadada guerra comercial, a “deslocalizar” una parte de su producción a países con mano de obra barata (... y disciplinada) para reducir sus costes.

[4] 2,3 millones más en Estados Unidos, 1,2 millones en el Reino Unido, 600 000 en Canadá.

[5] Así, por ejemplo, parte de la “reactivación” de la economía estadounidense actual ha sido hecha directamente a expensas del capital japonés que ha perdido arrancar partes de mercado.

[6] Es lo que sucede con los valores bursátiles llamados “derivativos”, cuya característica es que su valor no tiene nada que ver con la realidad económica sino con ecuaciones matemáticas fundadas en mecanismos puramente especulativos (signo de los tiempos que corren, gran parte de las inversiones en informática de los últimos meses en Estados Unidos se destinan a modernizar y ampliar las capacidades de las empresas especializadas en la especulación bursátil). Esos valores representan una masa colosal de dinero: la cartera de Salomon Brothers tiene un valor de 600 mil millones de dólares, la de la Chemical Bank 2,5 billones. Entre las dos empresas suman 3,1 billones de dólares, lo que equivale al PIB anual de Alemania, Francia y Dinamarca juntas.

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [3]

¿Cómo está organizada la burguesía? II - La mentira del Estado «democrático»

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Podría creerse, según la propaganda de la clase dominante, que ésta sólo tendría una preocupación: el bien de la humanidad. El discurso ideológico sobre la «defensa de las libertades y de la democracia», sobre los «derechos humanos» o «la ayuda humanitaria» están en contradicción total con la realidad. El chirriante ruido de esos discursos está en relación directa con la enorme mentira que comportan. Como ya lo decía Goebbels, jefe de la propaganda nazi, «cuanto mayor y más grosera es la mentira más posibilidades tiene de ser creída». Esa regla es la que aplica con convicción la burguesía del mundo entero. El Estado capitalista decadente ha desarrollado un aparato complejo y monstruoso de propaganda, con el que reescribe la historia tapando con un ruido ensordecedor los acontecimientos, ocultando así la naturaleza bestial y criminal del capitalismo decadente, el cual ya no es portador del más mínimo progreso para la humanidad. Esta propaganda es un pesado lastre en la conciencia de la clase obrera. Para eso ha sido pensada.

Los dos artículo que siguen, «El Ejemplo de los mecanismos ocultos del Estado italiano» y «La Burguesía mexicana en la historia del imperialismo» muestran, ambos, cómo, tras los discursos propagandistas circunstanciales, la burguesía del capitalismo decadente es una clase de gángsteres, en la que sus múltiples fracciones están dispuestas a ejecutar toda clase de maniobras por la defensa de sus intereses en el enfrentamiento que las opone en el ruedo capitalista e imperialista y en el frente que las une contra el peligro proletario.

Para combatir al enemigo, debemos conocerlo. Y esto es especialmente necesario para el proletariado cuya arma principal es la conciencia y la claridad que expresa en su lucha. Su capacidad para poner al desnudo las mentiras de la clase dominante, para ver que lo que hay detrás del velo de la propaganda, especialmente la «democrática», es la realidad de la barbarie capitalista y de la clase que encarna este sistema, es algo determinante en su futura capacidad para desempeñar su papel histórico: poner fin, mediante la revolución comunista, al período más sombrío que haya podido conocer la humanidad.

Los mecanismos secretos del Estado: el ejemplo italiano

En la primera parte de este artículo[1] abordamos el marco general que permite comprender el desarrollo totalitario del funcionamiento del Estado en el capitalismo decadente, incluidas sus variantes democráticas. Esta segunda parte es una ilustración a través del caso concreto de Italia.

Desde hace muchos años, los repetidos escándalos que han salpicado la vida política de la clase dominante en Italia, en concreto los asuntos de la logia P2[2], de la red Gladio y los vínculos con la Mafia, permiten entrever bajo el casto velo que cubre al Estado democrático, un poco de la realidad sórdida y criminal de su funcionamiento. La pista sangrienta de los múltiples atentados terroristas y mafiosos, de los “suicidios” con un telón de fondo de fracasos financieros, encuentra su origen en el corazón mismo del Estado, en las maniobras tortuosas orientadas a asumir su hegemonía. El “caso” de hoy tapa el de ayer, pues la clase dominante sabe utilizar perfectamente la aparente novedad de cada escándalo para hacer olvidar los precedentes. Hoy, las demás grandes “democracias” occidentales  señalan con el dedo a burguesía italiana culpable de tales hechos para hacer creer mejor que se trata de una situación muy particular y específica. Maquiavelo y la Mafia, tanto como el Chianti y el parmesano ¿no son acaso productos típicamente italianos? Sin embargo, toda la historia de los escándalos de la burguesía italiana y sus ramificaciones, muestran exactamente lo contrario. Lo que es específico de Italia es que las apariencias democráticas son más frágiles que en otras democracias históricas. Los escándalos en Italia, vistos un poco más de cerca, ponen en evidencia que lo que desvelan no es algo típico de Italia, sino por el contrario, la expresión de la tendencia general del capitalismo decadente al totalitarismo estatal y de los antagonismos imperialistas mundiales que marcan el siglo XX. La historia de Italia en este siglo lo demuestra ampliamente.

La Mafia en el corazón del Estado y de la estrategia imperialista

En la segunda mitad de los años veinte Mussolini declara la guerra a la Mafia, “la desecaré como desequé las marismas del Pontino” declaró. Las tropas del gobernador Mori son encargadas de esta tarea en Sicilia. Pero con el paso de los años la Cosa Nostra resistió y, puesto que se acercaba la perspectiva de la IIa Guerra mundial, la Mafia, implantada de manera sólida en el Sur de Italia y en los Estados Unidos, se convierte en una pieza estratégica importante para los futuros beligerantes. En 1937, Mussolini, interesado en reforzar su influencia por medio de los italo-americanos para intentar así instalar una “quinta columna” en territorio enemigo, le abre los brazos a Vito Genovese, el adjunto de Lucky Luciano, el capo de la Mafia americana, en delicada situación con la justicia de los EE.UU. Genovese se convierte en un protegido del régimen fascista, invitado asiduo a la mesa del Duce para compartir los spaghettis de la amistad en compañía, entre otros, de celebridades como el Conde Ciano, yerno de Mussolini y ministro de Exteriores y de Hermann Göering. Recibirá en 1943 la más alta distinción del régimen fascista, el Duce personalmente le impondrá la Orden del Commandatore en la solapa. Genovese prestó sus servicios al régimen fascista, eliminando a los mafiosos que no comprendían las nuevas reglas del juego, organizando el asesinato en Nueva York de un periodista italo-americano, Carlo Tresca, responsable de un influyente periódico antifascista, Il Martello. Pero sobre todo, el adjunto de Lucky Luciano, sacará provecho de su situación privilegiada para montar una estructura de tráfico de todo tipo de cosas y hacer más tupida su red de influencia: el gobernador de Nápoles, Albini, se hace incondicional suyo, y Genovese logra hacerle nombrar subsecretario de Estado de Interior en 1943. Ciano, que se dio a la droga, cayó también bajo la férula de Genovese, de quien dependía para su abastecimiento.

Con el paso del tiempo, al entrar en guerra en 1941, la importancia estratégica de la Mafia es reconocida por Estados Unidos. En el plano interior, se trata de evitar la creación de un frente interior en el seno de la emigración de origen italiano, y la Mafia, que controla entre otros el sindicato de estibadores y el de camioneros, sectores vitales para asegurar el aprovisionamiento del ejército, se convierte, en tales condiciones, en un interlocutor inevitable del Estado americano. Para reforzar su credibilidad, la Mafia organiza en febrero de 1942 el sabotaje en el puerto de Nueva York del paquebote Normandía, en obras de adaptación al transporte de tropas, que vería su proa en llamas poco después de que una huelga de estibadores fomentada por el sindicato mafioso, paralizara el puerto. Finalmente, la Armada estadounidense pidió a Washington autorización para negociar con la Mafia y su jefe Luciano, por entonces en la cárcel, autorización que Roosvelt se apresurará en conceder. A pesar de que estos hechos fueron negados por el Estado americano, y los detalles de la Operación Underworld (“submundo”, pues ése fue su nombre) clasificados como secretos, y a pesar de que Lucky Luciano hubiera proclamado siempre hasta su muerte que todo eso no eran más que “tonterías y bromas propias de imbéciles”[3], después de décadas de silencio el hecho de que el Estado americano negociara una alianza con la Mafia está generalmente reconocido. Conforme a la promesa que le fue hecha, Luciano será liberado al final de la guerra y “exiliado” en Italia. Para justificar esta medida de gracia, Thomas Dewey, que como jefe de policía había organizado el arresto y juicio de Luciano y que gracias a tal publicidad se convirtió diez años después en gobernador del Estado de Nueva York, declaró en una entrevista al New York Post: “Una investigación exhaustiva ha establecido que la ayuda aportada por Luciano a la Marina durante la guerra ha sido considerable y muy valiosa”.

Efectivamente los servicios prestados por la Mafia fueron muy importantes para el Estado americano durante la guerra. Después de haber pujado en uno y otro bando, mediado 1942 la relación de fuerzas bascula netamente a favor de los aliados y la Mafia pone sus fuerzas a disposición de EEUU. En EEUU mismo, vinculando los sindicatos al esfuerzo bélico, pero sobre todo será en Italia donde se va a notar. Las tropas americanas durante el desembarco en Sicilia en 1943 se beneficiarán in situ del eficaz apoyo de la Mafia. Tras desembarcar el 10 de julio, los soldados americanos hacen un verdadero paseo militar, y solamente siete días más tarde Palermo cae bajo su control. Durante ese periodo, el octavo ejército británico, que posiblemente no disponía del apoyo mafioso, debe batirse durante cinco semanas y sufrir numerosas pérdidas para alcanzar parcialmente sus objetivos. Esta alianza con la Mafia habría salvado, según ciertos historiadores, la vida a 50 000 soldados norteamericanos. El general Patton llamará, a partir de entonces, “General Mafia” al padrino siciliano Don Calogero Vizzini, organizador de la derrota italo-alemana. Como recompensa, en vez haber tenido que pasar años en prisión, será elegido alcalde de su pueblo, Villalba, bajo la mirada benevolente de los aliados. Una semana después de la caída de Palermo, el 25 de julio, Mussolini es eliminado por el Gran Consejo fascista y un mes después Italia capitula. En el proceso que sigue al desembarco en Sicilia, el papel del círculo de influencia constituido por Genovese, será muy importante. Así, Ciano participa al lado de Badoglio en la eliminación de Mussolini. La estructura del mercado negro organizada en Nápoles, trabajará en completa armonía con las fuerzas aliadas en mutuo beneficio. Vito Genovese se convertirá en el hombre de confianza de Charlie Poletti, gobernador militar americano de toda la Italia ocupada. Por su parte, Genovese, de vuelta a EEUU, se convertirá en el principal capo mafioso de la posguerra.

La alianza trenzada durante la guerra entre el Estado americano y la Mafia, no se acabó, sin embargo, entonces: la Honorata Società se había revelado como un socio demasiado eficaz y útil como para arriesgarse a que sirviera a otros intereses, pues una vez acabada la IIa Guerra mundial el Estado americano ve perfilarse el ascenso de un nuevo rival imperialista: la URSS.

La red «GLADIO»: una estructura de manipulación para los intereses estratégicos del bloque

En octubre de 1990, el Primer ministro Giulio Andreotti revela la existencia de una organización clandestina, paralela a los servicios secretos oficiales, financiada por la CIA, integrada en la OTAN y encargada de enfrentar una eventual invasión rusa y por extensión luchar contra la influencia comunista: la red Gladio. Al hacerlo, provocó un buen revuelo. No solamente en Italia, sino internacionalmente, en la medida en que tal estructura estaba constituida en todos los paises del bloque occidental bajo control de EEUU.

“Oficialmente”, la red Gladio se constituyó en 1956, pero su origen se remonta al final de la guerra. Antes incluso de que la IIa Guerra mundial acabase, cuando el destino de las fuerzas del eje estaba ya trazado, el nuevo antagonismo que se desarrollaba entre EEUU y la URSS polarizó la actividad de los estados mayores y los servicios secretos. Los crímenes de guerra y las responsabilidades son olvidados en nombre de la guerra que comienza a perfilarse contra la influencia del nuevo adversario ruso. En toda Europa, los servicios aliados, y especialmente los americanos, reclutan en todas las direcciones, antiguos fascistas y nazis, aventureros de toda calaña, en nombre de la sacrosanta alianza contra el “comunismo”. Los “vencidos” encuentran así una ocasión para rehacerse una virginidad a buen precio.

En Italia, la situación era particularmente delicada para los intereses occidentales. Existía el partido estalinista más fuerte de Europa Occidental que resurge tras la guerra con la aureola gloriosa de su papel determinante en la resistencia frente al fascismo. Mientras se preparan las elecciones de 1948, conforme a la nueva constitución instaurada con la Liberación, la inquietud crece entre los estrategas occidentales, ya que nadie puede asegurar los resultados y una victoria del PCI sería una catástrofe. En efecto, con Grecia sumergida en la guerra civil y el PC amenazando con tomar el poder por la fuerza, con Yugoslavia aún en la órbita rusa, la caída de Italia bajo la influencia de la URSS hubiera significado una catástrofe estratégica de primera magnitud para los intereses occidentales con riesgo de pérdida del control sobre el Mediterraneo y consiguientemente del acceso a Oriente Próximo.

Para hacer frente a esa amenaza, las divisiones de la guerra son pronto olvidadas por la burguesía italiana. En marzo de 1946 el Alto Comisariado para la represión del fascismo, encargado de depurar el Estado de aquellos elementos demasiado implicados en el apoyo a Mussolini, es disuelto. Los partisanos son desmovilizados. Las autoridades implantadas por los Comités de Liberación, especialmente a la cabeza de la policía, son reemplazadas por responsables antaño nombrados por Mussolini. Se estima que de 1944 a 1948, un 90 % del personal del aparato del Estado del régimen fascista se reincorpora a sus funciones.

La campaña electoral encargada de santificar a la nueva república democrática llega a su apogeo. El establishment financiero e industrial, el ejército y la policía que antes habían sido el principal sostén del régimen fascista, se movilizan frente al peligro “comunista” con aquello de la defensa de la democracia occidental, su antiguo enemigo. El Vaticano, fracción esencial de la burguesía italiana, que después de haber sostenido el régimen de Mussolini, había hecho doble juego durante la guerra, como es habitual en él, se lanza también a la campaña electoral y el Papa al frente de 300 000 fieles reunidos en la plaza de San Pedro declara que “aquel que ofrezca su ayuda a un partido que no reconoce a Dios será un traidor y un desertor”. La Mafia en el Sur de Italia se emplea activamente en la campaña electoral, financiando a la Democracia Cristiana, dando consignas de voto a su clientela.

Todo bajo la mirada benévola y el apoyo de EEUU. En efecto, el Estado americano no escatima esfuerzos. En los EEUU, una campaña, “lettere a Italia” (“cartas para Italia”), se pone en marcha para que los italo-americanos envíen a sus familias en Italia cartas recomendándoles el “buen” voto. La emisora de radio Voice of America (La Voz de América) que durante la guerra vilipendiaba las fechorías del régimen fascista, denuncia en lo sucesivo a los cuatro vientos los peligros del “comunismo”. Dos semanas antes de las elecciones es aprobado el plan Marshall, pero los EEUU no esperan a esto para inundar de dólares al gobierno italiano, algunas semanas antes una ayuda de 227 millones de dólares es votada por el Congreso. Los partidos y organizaciones hostiles al PCI y al Frente Democrático que éste federa reciben ayuda cantante y sonante; la prensa americana valoró entonces las sumas gastadas en aquellas circunstancias en 20 millones de dólares.

Pero por si acaso no era suficiente para hacer fracasar al Frente Democrático del PCI, EEUU puso en marcha una estrategia secreta destinada a enfrentar un eventual gobierno dominado por los estalinistas. Los diversos clanes de la burguesía italiana opuestos al PCI, responsables del aparato del Estado, ejército, policía, los grandes industriales y financieros, el Vaticano, los padrinos de la Mafia, son contactados por los servicios secretos americanos que coordinan su acción. Una red clandestina de resistencia a una eventual dominación “comunista” se estructura a través del reclutamiento de los “antiguos” fascistas, el ejército, la policía, el medio mafioso y de manera general a través de todos los “anticomunistas” convencidos. El resurgir de grupos fascistas es alentado en nombre de la defensa de las “libertades”. Se distribuyen armas clandestinamente. Es contemplada la eventualidad de un golpe de estado militar y no es ninguna casualidad si días antes de las elecciones 20 000 carabineros son movilizados en maniobras con material blindado y si el ministro del Interior, Mario Scelba, declara haber organizado una estructura capaz de hacer frente a una insurrección armada. En caso de victoria del PCI se prevé la secesión de Sicilia. Los EEUU pueden contar para ello con Cosa Nostra que apoya con esta intención la lucha “independentista” de Salvatore Giuliano, mientras que el estado mayor norteamericano prepara seriamente una ocupación de Sicilia y Cerdeña por sus fuerzas armadas.

Finalmente, el 16 de abril de 1948, con un 48 % de los votos, la Democracia Cristiana logra 40 escaños de diferencia. El PCI es devuelto a la oposición. Los intereses occidentales están salvados. Pero las primeras elecciones de la nueva república democrática italiana salida de la Liberación, no tienen nada de democráticas. Son producto de una gigantesca manipulación. Y de todas formas si el resultado hubiese sido desfavorable, las fuerzas “democráticas” de Occidente hubieran estado dispuestas a dar un golpe de estado, a sembrar el desorden, a suscitar una guerra civil para restaurar su control sobre Italia. Fue bajo esos auspicios y en esas condiciones tan «democráticas» como nació la república italiana. Hasta hoy lleva sus estigmas.

Para llegar a conseguir ese resultado electoral, lejos del marco oficial de funcionamiento “democrático”, una estructura clandestina que agrupa a los sectores de la burguesía más favorables a los intereses occidentales y que forman también el clan dominante en el seno del Estado italiano, ha sido puesta en marcha bajo la protección de los EEUU. Esta, más tarde denominada red Gladio, agrupa secretamente un cerebro político, la cumbre, un cuerpo económico, a los diferentes clanes de intereses y a aquellos que obtienen beneficios financiándola, y brazos armados, la soldadesca a sus órdenes, reclutada por servicios secretos de todo tipo, y encargada del trabajo sucio. Esta estructura mostró su eficacia y será mantenida. Con el desarrollo de los antagonismos imperialistas, del periodo llamado de “guerra fría”, con la presencia permanente de un PC muy potente en Italia, lo que era válido al final de la guerra desde el punto de vista de los intereses estratégicos occidentales seguía estando al orden del día.

Sin embargo, manipular los resultados electorales, a través de un estrecho control de los partidos políticos, de los principales órganos del Estado, de los medios de comunicación y del corazón de la economía, no es suficiente, el peligro de vuelta a una situación beneficiosa para el PCI subsiste. Para enfrentar la “subversión comunista”, la organización Gladio (o su equivalente, cualquiera que fuese su nombre) después del fin de la guerra prepara la eventualidad de un golpe de Estado militar a favor del bloque occidental:

  • En 1967, L’Expresso denuncia en sus columnas los preparativos golpistas organizados durante tres años por los carabineros y los servicios secretos. En la investigación que siguió, los jueces chocaron con el secreto de Estado, la ocultación de pruebas por los servicios secretos, la obstrucción de los ministerios y por parte de políticos influyentes y una serie de fallecimientos misteriosos entre los protagonistas del asunto.
  • En la noche del siete al ocho de diciembre de 1970, un comando de extrema derecha ocupa el Ministerio del Interior en Roma. Pero el compló es abortado y algunos centenares de hombres armados pasean por la noche romana para volver a sus casas al alba. ¿Aventurerismo de algunos elementos fascistas?. La instrucción que duró siete años mostrará que el compló fue organizado por el príncipe Valerio Borghese, beneficiario de complicidades militares al más alto nivel, de complicidades políticas en el seno de la Democracia Cristiana y del Partido Socialdemócrata, que el agregado militar de la Embajada de EEUU estaba en relación estrecha con los iniciadores del golpe. Con todo, la investigación será poco a poco silenciada, a pesar de que el Almirante Miceli, responsable de los servicios secretos, fuera destituido en 1974 con motivo de una orden de arresto que le inculpa “de haber promovido, constituido y organizado, con participación de otras personas, una asociación secreta de militares y civiles destinada a provocar una insurrección armada”.
  • En 1973 otro compló con vistas a fomentar un golpe de Estado es descubierto por la policía italiana, organizado esta vez por el antiguo embajador de Italia en Rangún, Edgardo Sogno. Una vez más, se impide instruir la investigación en nombre del “secreto de Estado”.

Sin embargo, si miramos detenidamente estos complós, más que reales tentativas golpistas fracasadas, parecen corresponder por el contrario a preparativos o en cualquier caso a maniobras políticas destinadas a fomentar una determinada atmósfera política. En efecto, en 1969, Italia es recorrida por una ola de huelgas, el “otoño caliente”, que marca el resurgir de la lucha de clases y aviva en la cabeza de los estrategas de la OTAN el miedo a que se desestabilice la situación social en Italia. A finales de 1969 se elabora una estrategia destinada a restablecer el orden y reforzar el Estado: la estrategia de la tensión.

La estrategia de la tensión: la provocación como método de gobierno

En 1974, Roberto Caballero, funcionario del sindicato fascista Cisnal declara en una entrevista a L’Europeo: “Cuando aparecen disturbios en el país (desórdenes, tensiones sindicales, violencia), la Organización se pone en marcha para crear las condiciones de un restablecimiento del orden; si los disturbios no se producen, son creados por la propia organización, con el concurso de todos esos grupos de extrema derecha (cuando no se trata de grupos de extrema izquierda) hoy implicados en el procedo de la subversión negra”, y precisa también que el grupo dirigente de esta organización “que incluye a los representantes de los servicios secretos italianos y americanos, así como a poderosas sociedades multinacionales, ha optado por una estrategia de desórdenes y tensión que justifique el restablecimiento del orden”.

En 1969, se contabilizan 145 atentados cometidos. El punto culminante ese año será el atentado del 12 de diciembre con dos explosiones mortales en Roma y Milán que producen 16 muertos y un centenar de heridos. La investigación de ese atentando se empantanó tres años siguiendo la pista anarquista hasta que se orientó, a pesar de todos los obstáculos puestos en su camino sobre la pista negra, la de la extrema derecha y los servicios secretos. El año 1974 está marcado por dos explosiones mortales en Brescia (7 muertos, 90 heridos) y en un tren, el Italicus (12 muertos, 48 heridos). Una vez más es la pista negra la que se manifiesta. Sin embargo, a partir de este año de 1974, el terrorismo “negro” de la extrema derecha cede el puesto al de las Brigadas Rojas que llegan a su cúspide con el secuestro y asesinato del ex-Primer ministro Aldo Moro. Pero en 1980 la extrema derecha hace su reaparición violenta con el sangriento atentado de la estación de Bolonia (90 muertos) que finalmente se le atribuye. Una vez más los servicios secretos son implicados por la investigación, de nuevo los generales responsables de esos servicios evitaron el proceso.

La “estrategia de la tensión” se puso en marcha con cinismo y eficacia para reforzar un clima de terror y justificar así el reforzamiento de los medios de represión y control de la sociedad por el Estado. El vínculo entre terrorismo de extrema derecha y servicios secretos fue claramente puesto en evidencia por las investigaciones que se llevaron a cabo, a pesar de que fueran en términos globales ahogadas. Por el contrario, en lo que concierne al terrorismo de extrema izquierda de grupos como Brigadas Rojas o Primera Línea, estos lazos no han sido demostrados claramente por las investigaciones policiales. Pero también, con el tiempo se acumulan testimonios y elementos que tienden a demostrar que el terrorismo “rojo” ha sido alentado, manipulado, utilizado, si no directamente impulsado por el Estado y sus servicios paralelos.

Se ha de hacer constar que los atentados de las Brigadas Rojas tuvieron finalmente el mismo resultado que los de los neofascistas: crear un clima de inseguridad propicio para las campañas ideológicas del Estado con vistas a justificar el reforzamiento de sus fuerzas represivas. En la segunda mitad de los años setenta, estuvieron a punto de hacer olvidar lo que las investigaciones comenzaban a poner en evidencia: que los atentados de 1969 a 1974 no eran obra de anarquistas, sino de elementos fascistas utilizados por los servicios secretos. Justificados por una fraseología revolucionaria, estos atentados “rojos” eran el mejor medio para sembrar la confusión en el proceso de clarificación de la conciencia que se estaba operando en la clase obrera, permitiendo hacer caer el peso de la represión sobre los elementos más avanzados del proletariado y sobre el medio revolucionario asimilado al terrorismo. En pocas palabras, desde el punto de vista del Estado, es tanto más útil que el terrorismo “negro”. Por eso, en un primer momento, los medios de comunicación de la burguesía al servicio del Estado atribuyen los primeros atentados de la extrema derecha a los anarquistas, pues tal era la meta de la maniobra: la provocación.

“Se puede llegar a una situación en la que frente a la subversión comunista los gobiernos de los países aliados den muestras de pasividad o indecisión. El espionaje militar de los Estados Unidos debe ser capaz de lanzar operaciones especiales capaces de convencer a los gobiernos aliados y a la opinión pública de la realidad del peligro de insurrección. El espionaje militar de los Estados Unidos debe buscar infiltrarse en los focos insurreccionales por medio de agentes en misión especial encargados de formar ciertos grupos de acción en el seno de los movimientos más radicales”. Esta cita ha sido extraída del US Intelligence Field Manual, manual de campaña de los espías estadounidenses, que los responsables de Washington pretenden sea falso. Sin embargo ha sido autentificado por el Coronel Oswald Le Winter[4], antiguo agente de la CIA y oficial de enlace según un documental televisivo dedicado a Gladio. Él le daba también un contenido concreto declarando en esta entrevista: “Las Brigadas Rojas habían sido infiltradas lo mismo que el grupo Baader-Meinhof y Acción Directa. Muchas de estas organizaciones terroristas de izquierda estaban infiltradas y bajo control”, y precisa que “las relaciones y documentos emitidos por nuestra oficina de Roma atestiguan que las Brigadas Rojas habían sido infiltradas y que su núcleo dirigente recibía sus órdenes de Santovito”. El general Santovito era en aquella época el jefe de los servicios secretos italianos (SISMI). Fuente más fiable, Frederico Umberto d’Amato, antiguo jefe de la policía política y ministro del Interior entre 1972 y 1974, contaba arrogantemente que: “Las Brigadas Rojas fueron infiltradas. Fue difícil porque estaban dotadas de una estructura muy firme y eficaz. Con todo, fueron infiltradas de modo notable, con resultados óptimos”.

Más que ningún otro atentado cometido por las Brigadas Rojas, el rapto de Aldo Moro, el asesinato de su escolta, su secuestro y su ejecución final en 1978 hacen suponer una maniobra de un clan dentro del Estado y los servicios secretos. Sorprende que las Brigadas Rojas, compuestas de jóvenes elementos airados, muy motivados y convencidos, pero sin gran experiencia en la guerra clandestina, hubieran podido llevar a su fin una operación de tal envergadura. La investigación dio luz sobre varios hechos desconcertantes: presencia de un miembro de los servicios secretos en el lugar de los hechos, las balas disparadas habían sufrido un tratamiento especial utilizado en los servicios especiales, etc. Cuando el escándalo suscitado por el descubrimiento de la mano del Estado en los atentados de 1969 a 1974, falsamente atribuidos a los anarquistas, comenzaba a olvidarse, la duda renació entre la opinión pública italiana sobre la existencia de una manipulación estatal tras los atentados de las Brigadas Rojas. De hecho Aldo Moro fue raptado en la víspera de la firma del “Compromiso Histórico” que debía sellar una alianza de gobierno entre la Democracia Cristiana y el PCI y en la que Moro oficiaba de maestro de ceremonias. Su viuda declaró: “Sabía por mi marido, o por otra persona, que hacia 1975 había sido advertido de que sus tentativas de llevar a todas las fuerzas políticas a gobernar juntas por el bien del país disgustaban a ciertos grupos y personas. Le dijeron que si persistía en llevar a cabo su proyecto político se arriesgaba a pagar su obstinación muy cara”. La opción del “Compromiso Histórico” habría tenido por resultado abrir las puertas del gobierno al PCI. Probablemente Moro, que estaba al corriente, en tanto que Primer ministro, de la existencia de Gladio, pensó que el trabajo de infiltración llevado durante años en el seno de este partido con vistas a substraerlo de la influencia del Este, el desarrollo de su alineamiento contra ciertas opciones políticas rusas, lo hacían aceptable a los ojos de sus aliados occidentales. Pero la manera en que el Estado lo abandonó durante su secuestro demuestra que no era así ni mucho menos. Finalmente el “Compromiso histórico” no se firmó. La muerte de Moro corresponde pues perfectamente a la lógica de los intereses defendidos por Gladio. ¿Cuando D’Amato hablaba de los “resultados óptimos” obtenidos de la infiltración de las Brigadas rojas, pensaba en el asesinato de Moro?

Las diversas investigaciones chocaban siempre contra la obstrucción de ciertos sectores del Estado, las maniobras dilatorias y el sacrosanto secreto de Estado, pero con el descubrimiento de la logia P2 en 1981, los jueces verían confirmadas sus sospechas en cuanto a la existencia de una estructura paralela, de un gobierno oculto que manejaba los hilos en la sombra y organizaba la “estrategia de la tensión”.

La LOGIA P2: el verdadero poder oculto del Estado

En 1981 la policia fiscal descubre la lista de 963 “hermanos” miembros de la logia P2. En esta lista figura la flor y nata de la burguesía italiana: 6 ministros en ejercicio, 63 altos funcionarios de ministerios, 60 políticos entre los cuales Andreotti y Cossiga, 18 jueces y procuradores, 83 grandes industriales como Agnelli, Pirelli, Falk, Crespi, banqueros como Calvi y Sindona, miembros del Vaticano tales como el cardenal Casaroli, grandes nombres de los medios de comunicación como Rizzoli, propietario del Corriere de la Sera o Berlusconi propietario de numerosas cadenas de televisión, casi todos los responsables de los servicios secretos como el General Allavena, jefe del SIFAR de junio del 65 a junio del 66, Miceli puesto a la cabeza de los servicios secretos en 1970, el Almirante Casardi que le sucedió, el General Santovito entonces patrón del SISMI, 14 generales del ejército, 9 almirantes, 9 generales de carabineros, 4 generales del ejército del aire y 4 de la policía fiscal por no citar más que a los oficiales de más alto rango, pero hay que citar también a profesores universitarios, a sindicalistas, a responsables de la extrema derecha. Quitando a los radicales, los izquierdistas y al PCI, todo el arco político italiano estaba representado. La lista no podía ser más completa. Se citaron otros muchos nombres en el momento del escándalo sin que se pudieran aportar pruebas. Corrieron rumores no verificables sobre la participación de miembros influyentes del PCI en la P2.

Se podría pensar que no hay nada más normal. En efecto, es corriente encontrar en el seno de la masonería a numerosos notables que practican sus ritos y que encuentran así un buen medio para cultivar sus relaciones y tener al día su agenda. La personalidad del Gran Maestre Licio Gelli es, sin embargo, desconcertante.

A la cabeza de esta logia, Gelli era desconocido por el gran público, pero el desarrollo de la investigación y las revelaciones que le siguieron mostraron la influencia determinante que ejerció sobre la política italiana durante esos años. Personaje de historia edificante, Gelli comienza su carrera como miembro del partido fascista. A los 18 años se enrola en los Camisas negras para combatir como voluntario en la Guerra de España; durante la guerra mundial colabora activamente con los nazis a los que entrega decenas de partisanos y desertores. A partir de 1943 parece que comienza a hacer doble juego tomando contacto con la resistencia y los servicios secretos americanos. Después de la guerra se refugia en Argentina y vuelve sin problemas a Italia en 1948. A comienzos de los 60 se inscribe en la masonería, participa en la logia Propaganda Due en la que llega pronto a Gran Maestre, y donde se encuentra con los principales responsables de los servicios secretos. Su poder entonces es confirmado por numerosos testimonios. A la boda de uno de sus hijos, eminentes personalidades como el Primer ministro Amintore Fanfani e incluso, por lo visto, el Papa Pablo VI, envían regalos suntuosos. Según los investigadores, Agnelli, en símbolo de su amistad le habría ofrecido un teléfono de oro macizo. A comienzos de los 80 Gelli telefonea casi a diario al Primer ministro, al ministro de Comercio e Industria, al de Exteriores, a los dirigentes de los principales partidos políticos de la península (demócrata cristiano, socialdemócrata, socialista, republicano, liberal y neofascista). Por su residencia cerca de Florencia y en los salones privados del lujoso Hotel Excelsior, donde recibe, desfila la flor y nata del establishment italiano, en especial Andreotti, que es de hecho su representante político oficial, su alter ego.

La conclusión de la comisión de investigación sobre la Logia P2 no tiene desperdicio. Estima que Gelli “pertenece a los servicios secretos de los que es el jefe; la logia P2 y Gelli son la expresión de una influencia ejercida por la masonería americana y la CIA sobre el Palacio Giustiniani tras su reapertura después de la guerra; una influencia que testimonia la dependencia económica tanto de la Masonería americana como de su jefe Frank Gigliotti”. El mismo Gigliotti es agente de la CIA. En 1990, un ex agente de la CIA, Richard Brenneke, en una entrevista para la televisión que provocó escándalo, declaró: “El gobierno de los EEUU financió a la P2 hasta con 10 millones de dólares al mes”. Clarísimo. La P2 y Gladio no son más que uno. El acta de acusación del 14 de junio de 1986 corrobora “la existencia en Italia de una estructura secreta compuesta de militares y civiles que se da como finalidad última el condicionamiento de los equilibrios políticos existentes a través del control de la evolución democrática del país, intenta realizar esos objetivos sirviéndose de los métodos más diversos, entre ellos el recurso directo a atentados cometidos por organizaciones neofascistas” y habla de “una especie de gobierno invisible en la que la P2, los sectores desviados de los servicios secretos, el crimen organizado y el terrorismo están estrechamente ligados”.

Sin embargo, esta lúcida constatación de los jueces no cambió gran cosa en el funcionamiento del Estado italiano. Sospechoso de haber comandado el atentado de Bolonia, Gelli se exilia en el extranjero, arrestado en un banco suizo el 13 de septiembre de 1982 mientras saca 120 millones de dólares de una cuenta numerada, el anciano será el protagonista de una increíble evasión de su prisión ginebrina el 10 de agosto de 1983 y desaparecerá hasta que cuatro años más tarde se entregue a las autoridades suizas. Desde Suiza Gelli será extraditado a Italia. Pero aunque en su ausencia, en 1988, había sido condenado a 10 años de prisión, será vuelto a juzgar en 1990 y finalmente absuelto. El escándalo de la P2 será banalizado, olvidado. La logia P2 ha desaparecido, pero no nos cabe duda de que otra estructura oculta la ha sustituido, también eficazmente. Cossiga en 1990, ex miembro de la P2, a la sazón Presidente de la República podrá declarar con satisfacción a propósito de Gladio, “que es un orgullo que el secreto se haya podido guardar durante 45 años”. Olvidadas las decenas de víctimas muertas en atentados, olvidados los múltiples asesinatos. Nuevos escándalos llegan para hacer olvidar los antiguos.

Algunas lecciones

Todos esos acontecimientos en los que la Historia, con mayúscula, de Italia se codea con el crimen y la página de sucesos, no han tenido, en fin de cuentas, mucho eco fuera de la península. Todo ello aparecía como «cosas de Italia», sin relación alguna con lo que ocurría en las demás grandes democracias occidentales. En la propia Italia, el papel de la Mafia ha sido presentado sobre todo como una especie de producto regional del Sur, la «estrategia de la tensión» como la labor de sectores «descarriados» de los servicios secretos y los escándalos políticos como simple problema de corrupción de algunos políticos. En resumen, las verdaderas lecciones han sido ocultadas y entre escándalos y revelaciones, entre juicios mediatizados y ruidosas dimisiones de los responsables estatales, se ha ido manteniendo la ilusión de una lucha del Estado contra esas «afrentas al orden democrático». Sin embargo, la realidad que pone de relieve ese corto resumen histórico de los «casos» que han sacudido la república italiana desde los años 30, es muy diferente.

  • Esos «casos» no son un producto específico de Italia, sino el resultado de la actividad internacional de la burguesía, en un contexto de rivalidades imperialistas muy agudas. En esas condiciones, eso significa que Italia no es ni mucho menos una excepción. Es, al contrario, un ejemplo antológico de lo que existe por todas partes.
  • Los «casos» no son acciones de una minoría corrupta de la clase dominante, sino que expresan el funcionamiento totalitario del Estado del capitalismo decadente, por mucho que éste se oculte tras la careta de la democracia.

Tanto la historia de la promoción de Cosa Nostra como la existencia de las redes Gladio y Logia P2 muestran que no se trata de asuntos italianos sino de asuntos internacionales.

Eso es de lo más evidente con el asunto Gladio. La red Gladio era, por definición, una estructura secreta de la OTAN, por lo tanto transnacional a nivel de bloque. Era la correa de transmisión clandestina del control de EEUU sobre los países de su bloque, destinada a oponerse a las maniobras del imperialismo adverso y con riesgos de desestabilización social por todos los medios, incluidos los más inconfesables. Por eso era secreta. Y del mismo modo que existió y actuó en Italia, existió y actuó en los demás países del bloque occidental. No existe razón alguna para que no sea así: las mismas causas producen los mismos efectos.

Con ese enfoque puede entenderse mejor qué fuerzas estaban detrás del golpe de Estado de los coroneles en Grecia en 1967 y el de Pinochet en Chile, en 1973, o en todos los que se han sucedido en Latinoamérica durante los años 70. Y no sólo fue en Italia donde, a partir de finales de los años 60, se producen oleadas de atentados terroristas que ayudan al Estado a llevar a cabo campañas ideológicas destinadas a desorientar a una clase obrera que estaba volviendo al camino de la lucha, justificando así todo un arsenal represivo. En Alemania, en Francia, en Gran Bretaña, en Japón, en España, en Bélgica, en Estados Unidos, se puede, a la luz del ejemplo italiano, pensar razonablemente que detrás de los actos terroristas de grupos de extrema derecha, de extrema izquierda o nacionalistas está la mano del Estado y de sus servicios secretos, siendo la expresión de una estrategia internacional organizada bajo los auspicios del bloque.

Asimismo, el ejemplo edificante del papel de la Mafia pone de relieve que no es algo reciente ni un producto específicamente local. La integración de la Mafia en el centro del Estado italiano no es algo nuevo, sino que ya data de hace más de 50 años. No es el resultado de una simple y lenta gangrena de una mentalidad de traficante que sólo afectaría a políticos con inclinaciones corruptas. No, esa integración es el resultado del cambio de alianzas operado durante la IIa Guerra mundial. La Mafia, por cuenta de los Aliados, desempeñó un papel determinante en la caída del régimen mussoliniano y, en pago a sus servicios, se le otorgó un lugar central en el Estado. La alianza sellada en y por la guerra no va a romperse al término de ésta. La Mafia seguirá siendo, como clan del Estado italiano, el principal punto de apoyo de Estados Unidos. El peso y el papel importante de la Mafia en el seno del Estado italiano es pues, ante todo, el resultado de la estrategia imperialista estadounidense.

¿Alianza antinatural entre el campeón de la defensa de la democracia y el símbolo mismo del crimen, en nombre de los imperativos estratégicos mundiales? Alianza, desde luego, pero ni mucho menos antinatural. La realidad italiana pone en evidencia un fenómeno mundial del capitalismo decadente: en nombre de los sacrosantos imperativos de la razón de Estado y de los intereses imperialistas, las grandes potencias que, de puertas afuera, no hacen más que cacarear sus convicciones democráticas, establecen alianzas, en sus hediondos patios traseros, que desmienten con creces sus discursos oficiales. Ya es una banalidad decir que los múltiples dictadorzuelos que cometen sus desmanes en la periferia subdesarrollada del capitalismo sólo pueden mantenerse gracias al patrocinio interesado de esta o aquella potencia. Y lo mismo ocurre con los clanes mafiosos del mundo: sus actividades pueden desarrollarse impunemente porque saben hacer servicios muy valiosos a los diferentes imperialismos dominantes que se reparten el planeta.

Suelen incluso ser parte íntegra de las fracciones dominantes de la burguesía de los países en donde ejercen. Es evidente para toda una serie de países donde la producción y la exportación de drogas es la actividad económica esencial, favoreciendo en el seno de la clase dominante la promoción de cárteles que controlan un sector de la economía capitalista que tiene cada día mayor importancia. Pero esta realidad no es sólo lo propio de los países subdesarrollados. El ejemplo viene de lo más elevado de la jerarquía del capitalismo mundial. Así, la alianza entre el Estado americano y la Mafia italiana durante la IIa Guerra mundial, tiene su vertiente interior en EEUU, en donde, con la misma ocasión, la rama norteamericana de Cosa Nostra es invitada a participar con sus propios medios en los asuntos del Estado. También la situación de Japón recuerda la de Italia. Los recientes escándalos han sacado a la luz los vínculos omnipresentes entre los políticos y la Mafia local. En resumen, el ejemplo italiano es también válido para las dos primeras potencias económicas mundiales, en las que eso llama genéricamente Mafia ha conquistado un lugar de primera importancia en el aparato de Estado. Y eso no sólo a causa del peso económico debido al control de importantes sectores económicos muy lucrativos, como la droga, el juego, la prostitución, el racket, etc. sino también a causa de los servicios «muy especiales» que esas camarillas gangsteriles pueden prestar y que se ligan a la perfección con las necesidades del Estado del capitalismo decadente.

Hay que decir que la burguesía más «respetable» siempre ha sabido utilizar, cuando le es necesario, los servicios de agentes especiales, o de los de sus fracciones menos presentables, para actividades «no oficiales», o sea ilegales según sus propias leyes. En el siglo XIX, los ejemplos no faltan: el espionaje claro está, pero también la contrata de matones del hampa para romper las huelgas o el uso de mafias locales para favorecer la penetración colonial. Pero en esta época, ese aspecto de la vida del capitalismo era limitado y circunstancial. Desde su entrada en su fase de decadencia a principios de siglo, el capitalismo está en una situación de crisis permanente. Para asegurar su dominio ya no puede apoyarse en el progreso que aporta, pues este progreso no existe. Para perpetuar su poder tiene que recurrir cada vez más a la mentira y a la manipulación. Además, en este siglo, marcado por dos guerras mundiales, la agudización de las tensiones imperialistas se ha convertido en un factor preponderante en la vida del capitalismo. En el tugurio de navajeros en que se ha transformado el planeta, todos los golpes, incluso los más retorcidos, sirven para sobrevivir. El funcionamiento del Estado ha tenido que adaptarse a esas necesidades. En la medida en que la manipulación o la mentira, ya sea por necesidades de la defensa imperialista ya sea por las del control social, se han vuelto esenciales para su supervivencia, el secreto y su protección se han vuelto aspectos centrales de la vida del Estado capitalista, el funcionamiento democrático clásico de la burguesía y de su Estado, tal como éstos existían en el siglo XIX ya no son posibles. Sólo se mantienen como ilusión para encubrir la realidad de un funcionamiento estatal totalitario que de democrático no tiene nada. La realidad del poder y de sus manejos, al haberse hecho inconfesables, deben ocultarse. No sólo se ha concentrado el poder de hecho en el ejecutivo, a expensas del legislativo, cuya expresión, el parlamento, se ha convertido en simple pantalla donde proyectar campañas electorales o de otro tipo, sino que además, en el seno mismo del ejecutivo, el poder se ha concentrado entre las manos de especialistas del secreto y de la manipulación. En esas condiciones, el Estado no sólo ha tenido que reclutar una abundante mano de obra especializada, creando una multitud de servicios especializados, todos más secretos que los demás, pero, en su seno, se ha favorecido la promoción de las camarillas de la burguesía más experimentadas en el secreto y la actividad «ilegal». En ese proceso, el Estado totalitario ha extendido su dominio sobre el conjunto de la sociedad, incluida el hampa, para desembocar en una simbiosis extraordinaria en la que resulta difícil diferenciar a un representante político de un hombre de negocios, de un agente secreto o de un gángster y viceversa.

Esa es la razón de fondo del papel creciente de los sectores mafiosos en la vida del capital. Pero la Mafia no es el único ejemplo. El caso de la Logia P2 muestra que la masonería es un instrumento ideal, por su funcionamiento oculto y sus ramificaciones internacionales, para ser utilizado como red de influencia por los servicios secretos según las necesidades de la política imperialista. Ya hace mucho tiempo que las diferentes obediencias masónicas del mundo han sido penetradas por el Estado y puestas al servicio de las potencias imperialistas occidentales que las utilizan según sus planes. Es sin duda el caso de la mayor parte de las sociedades secretas de cierta importancia.

Pero la Logia P2 no sólo era una herramienta de la política imperialista norteamericana. Era ante todo una parte del capital italiano y muestra, detrás de la verborrea democrática, lo que es el funcionamiento del Estado y de su totalitarismo. Agrupaba en su seno a clanes de la burguesía que dominan de manera oculta el Estado desde hace años. Eso no quiere decir que agrupaba a toda la burguesía italiana. Ya, a priori, el PCI estaba excluido, al ser representante de otra fracción con una orientación de política exterior orientada hacia el Este. Es igualmente probable que otras camarillas existan en el seno del capital italiano, lo que podría explicar por qué estalló el escándalo. En el seno de la Logia P2 cohabitaban además varios clanes unidos por intereses convergentes bajo la batuta americana frente al enemigo común que era el imperialismo ruso y el peligro de subversión «comunista». La lista encontrada en la residencia de Gelli permite identificar algunos de esos clanes: los grandes industriales del Norte, el Vaticano, un sector importante del aparato de Estado, especialmente los estados mayores de los ejércitos y de los servicios secretos, y de manera más discreta, la Mafia. El vínculo de ésta con la Logia P2 se plasma en la presencia de los banqueros Sindona y Calvi, muerto envenenado aquél en la cárcel y éste curiosamente ahorcado bajo un puente londinense, implicados ambos en escándalos financieros cuando gestionaban a la vez fondos del Vaticano y de la Mafia. Extrañas alianzas muy significativas del capitalismo contemporáneo. La Logia P2 es una hedionda mezcolanza que muestra que la realidad supera con creces la ficción más descabellada: sociedades ocultas, servicios secretos, Vaticano, partidos políticos, mundo de los negocios, de la industria, de la finanza, Mafia, periodistas, sindicalistas, catedráticos, etc.

De hecho, con la Logia P2 quedó desvelado el verdadero centro de decisión oculto que dirigía los destinos del capitalismo italiano desde la guerra. Gelli se nombraba a sí mismo, con humor cínico, el «gran marionetista», el que, detrás del teatrillo manipula sus «marionetas» políticas. El gran juego democrático del Estado italiano no era más que una hábil puesta en escena. Las decisiones más importantes se tomaban fuera de las estructuras oficiales (Congreso, ministerios, presidencia del Consejo, etc.) del Estado italiano. Esa estructura secreta del poder se ha mantenido fuera cual fuera el resultado de las múltiples consultas electorales que ha habido durante todos estos años. Además la Logia P2 tenía en la manga todas las cartas para, como en 1948, manipular las elecciones y mantener fuera al PCI. Casi todos los líderes de los partidos democristiano, republicano, socialista estaban a sus órdenes, de modo que el juego «democrático» de la «alternancia» no era más que un espejismo. La realidad del poder no cambiaba. En los pasillos, Gelli y su Logia P2 seguían controlando el Estado.

Tampoco hay razón alguna para pensar que eso sea una especialidad italiana, por mucho que en otros países el centro oculto de las decisiones importantes no adopte necesariamente el aspecto un tanto folklórico de una logia masónica. Desde hace algunos años, la agravación brutal de la crisis y los trastornos habidos en los alineamientos imperialistas debidos a la desaparición del bloque del Este, están provocando un revoltijo de alianzas entre las camarillas existentes en el seno de cada capital nacional. Lejos de ser una expresión de no se sabe qué repentina voluntad de restaurar un funcionamiento democrático, las campañas actuales que se están montando en bastantes países con la pretensión de limpiar el Estado de sus elementos más podridos, lo único que expresan son los ajustes de cuentas entre las diferentes camarillas por el control central de dicho Estado. La manipulación de los medios de comunicación, el uso y abuso apropiados de papeles comprometedores, son las armas de una lucha en la que también se usan armas más contundentes y sanguinarias.

De hecho, todo eso muestra que, sabiendo tomar distancias, Italia, país en donde se suceden los escándalos políticos, no es ni mucho menos una excepción sino que ha sido el espejo edificante y precursor de lo que hoy ya está generalizado.

JJ


[1] Revista internacional nº 76.

[2] P2 significa Propaganda Due.

[3] Testamento de Lucky Luciano.

[4] También para Lucio Gelli, jefe de la P2, en una entrevista para ese mismo documental televisado.

 

Series: 

  • ¿Cómo está organizada la burguesía? [4]

Noticias y actualidad: 

  • Democracia [5]

La burguesía mexicana en la historia del imperialismo

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La burguesía mexicana en la historia del imperialismo

Diferentes factores, como formar de hecho una reserva de materias primas (materiales, petróleo) y especialmente su situación geográfica -una larga frontera con Estados Unidos- le confieren a México una importancia particular dentro de las relaciones imperialistas: constituye una “prioridad” para la seguridad de la primera potencia mundial. En un artículo sobre el Tratado de Libre Comercio[1], ya señalábamos que el Tratado tiene como objetivo fundamental preservar la estabilidad de México (y más allá la estabilidad de toda América latina vía la “iniciativa de las Américas”), pues toda situación de conflictos sociales, caos o guerras, repercutiría sobre Estados Unidos. Al mismo tiempo se trata, para EE.UU., de evitar que alguna burguesía latinoamericana coquetee con alguna otra potencia, como Alemania o Japón. Pero aún más centralmente, garantizar un gobierno estable, sin demasiados desórdenes, un gobierno que sea además aliado incondicional, al sur de sus fronteras (y también al norte, con Canadá) es una prioridad para la burguesía de Estados Unidos. Es evidente que la clase capitalista de México se halla alineada con la de Estados Unidos. Sin embargo, a la vista de la situación en otros países, incluso de América Latina, donde los gobiernos cuestionan, en mayor o menos grado, su fidelidad hacia Estados Unidos, donde las burguesías se inclinan más hacia Alemania (o hacia Japón), o donde se desgarran internamente, provocando crisis políticas que cimbran la unidad del Estado capitalista, deberíamos preguntarnos: ¿podríamos en México llegar a presenciar una situación de desestabilización o aún de cuestionamiento al dominio estadudinense similar al que ocurre en otros países o, por el contrario, México es, para los Estados Unidos, un terreno cien por cien “asegurado”?.

El ascenso de los Estados Unidos, en las últimas décadas del siglo pasado, significó ir obteniendo sobre los países de América Latina un dominio económico y político completo. Pero este dominio no ha estado exento de disputas y dificultades. De hecho, la aplicación de la llamada “doctrina Monroe” según la cual “América es para los americanos” (esto es: América Latina es para la burguesía de Estados Unidos) significó, primero la liquidación, a principios de siglo, de la influencia de las viejas potencias que a lo largo del siglo XIX había sido predominante en América Latina, de Inglaterra en primer lugar. Posteriormente, en la primera mitad del siglo XX, la lucha contra quienes intentaban apoderarse de un pedazo del pastel americano, principalmente Alemania. Finalmente, después de la Segunda Guerra mundial, Estados Unidos tuvo que lidiar con los intentos desestabilizadores de la URSS. A lo largo del siglo, las crisis políticas que han sacudido a los países de América Latina: cambios violentos de gobiernos, asesinatos de gobernantes, golpes de Estado y guerras, han tenido como telón de fondo –cuando no como causa fundamental– esas rebatingas. La actitud de las burguesías de América Latina no puede calificarse en sentido alguno como pasiva, sino que, buscando sacar el mejor provecho, han tomado partido y en más de una ocasión, respaldadas por las demás grandes potencias, han cuestionado más o menos seriamente la supremacía estadounidense, aunque por supuesto sin alcanzar a sacudírsela nunca. México es una ilustración patente de esto que decimos.

La llamada “Revolución mexicana” o de dónde proviene la “fidelidad” de la burguesía mexicana

Uno de los resultados más importantes –por no decir el más importante– de la guerra de 1910-1920, la llamada “Revolución mexicana”, fue el debilitamiento definitivo de la burguesía nacional que había crecido a la sombra de las viejas potencias, y su sustitución por una “nueva burguesía” aliada incondicional y sumisa a los Estados Unidos. En efecto, durante la segunda mitad del siglo XIX, y especialmente durante la era de 30 años de Porfirio Díaz, se había desarrollado un agresivo y pujante capital nacional (en la minería, ferrocarriles, petróleo, textiles, etc., así como el comercio y las finanzas) bajo la influencia de países como Francia e Inglaterra. La burguesía mexicana de ese tiempo veía con preocupación el avance y las pretensiones de los Estados Unidos hacia América latina y México en particular, y trataba de contrarrestarlo abriendo las puertas a otras potencias, con la vana esperanza de que, al multiplicar las inversiones y las influencias políticas provenientes de Europa ninguna potencia pudiera predominar.

Sin embargo, a la vuelta del siglo, la feroz dictadura de Díaz empezaba a agrietarse. La forma de dictadura militar del Estado capitalista quedaba ya estrecha para el desarrollo económico alcanzado, y algunos factores empujaban hacia una modificación de ésta, lo que se expresaba en el fraccionamiento de la clase capitalista en una lucha por la sucesión del gobierno del ya viejo Díaz; en especial, una pujante fracción de capitalistas-terratenientes del norte aspiraba a ocupar un papel predominante, de acuerdo con su poder económico, en el gobierno. A la vez se agudizaba un profundo descontento entre las clases trabajadoras del campo (peones de hacienda por todo el país, rancheros del norte, comuneros del sur...) y entre el joven proletariado industrial, que no soportaban ya la despiadada explotación. Estos factores produjeron una conmoción social que llevó a 10 años de guerra interna, aunque, al contrario de lo que dice la historia oficial, ésta no constituyó una verdadera revolución social.

La guerra en México de 1910-20 no fue, en primer lugar, una revolución proletaria. El proletariado industrial, joven y disperso, no constituyó una clase decisiva durante ella. De hecho sus intentos de rebelión más importantes, la ola de huelgas de principio de siglo, había sido completamente aplastada en la víspera. En la medida en que algunos sectores proletarios participaron en la guerra, lo hicieron como furgón de cola de alguna fracción burguesa. En cuanto al proletariado agrícola, sin la guía de su hermano industrial y aún muy atado a la tierra, quedó integrado en la guerra campesina.

A su vez, la guerra campesina tampoco constituía una revolución. La guerra en México volvió a demostrar por enésima ocasión que el movimiento campesino se caracteriza por carecer de un proyecto histórico propio, y sólo puede terminar liquidado o ser integrado en el movimiento de las clases históricas (la burguesía o el proletariado). En México, fue en el sur donde el movimiento campesino adquirió su forma más “clásica”, donde las huestes campesinas, que aún conservaban sus antiguas tradiciones comunitarias, se lanzaron a la destrucción de las haciendas porfiristas, pero una vez que recuperaban la tierra abandonaban lar armas, y nunca lograron constituir un ejército regular ni un gobierno capaz de controlar por algún tiempo las ciudades que tomaban. Estas huestes fueron combatidas tanto por el viejo como por el nuevo régimen “revolucionario” que surgió de la guerra, y finalmente fueron cruelmente derrotadas. Destino parecido tuvo la guerra de rancheros del norte, cuya táctica de toma de ciudades mediante asaltos de caballería, propia del siglo anterior, fue efectiva contra el ejército federal porfirista, pero fracasó estrepitosamente frente a la moderna guerra de trincheras, alambre de púas y ametralladoras del ejército del nuevo régimen. La derrota de los campesinos (comuneros del sur y rancheros del norte) se saldó con la recuperación de las tierras por los antiguos hacendados y la formación de nuevos latifundios en los primeros años del nuevo régimen.

Finalmente, esa guerra no podría considerarse siquiera como una revolución burguesa. No dio lugar a la formación del Estado capitalista pues éste ya existía, y solamente sustituyó una forma de este Estado por otra. Su único mérito fue el haber sentado las bases para una adecuación de las relaciones capitalistas en el campo, con la eliminación del sistema de “tiendas de raya”, qua ataban a los peones a las haciendas e impedían, por tanto, el libre movimiento de la fuerza de trabajo (si bien, en general, las relaciones de producción capitalistas existían ya plenamente, se desarrollaban aceleradamente y eran predominantes desde antes de la guerra).

La mano de las grandes potencias en la Guerra de México

Pero la así llamada “revolución mexicana” no agota su contenido en el conflicto social interno. Queda inscrita también, de lleno, en los conflictos imperialistas que sacudieron al mundo a principios de siglo, que llevaron a la Primera Guerra mundial (1914-18), y a un cambio en la hegemonía de las grandes potencias, que llevó al frente de las potencias imperialistas a Estados Unidos. De hecho, la sucesión de gobernantes, que va desde la caída de Díaz, el gobierno y asesinato de Madero, el gobierno y expulsión de Huerta, y el gobierno y asesinato de Carranza, que son “explicados” por la historia oficial como una sucesión desventurada de hombres “malos” y “buenos”, “traidores” y “patriotas”, puede explicarse mucho más lógicamente por la lucha entre las grandes potencias por el predominio económico y político en México vía el control del gobierno, y por el partido que tomaron los diferentes gobernantes y sus virajes, a veces de vuelta entera respecto a esas pugnas. Más concretamente, detrás de esos trastrocamientos, encontramos a los Estados Unidos esforzándose por el establecimiento en México de un gobierno partidario y supeditado a sus intereses[2].

Así, el agrietamiento y la caída del gobierno de Díaz fue impulsada activamente por Estados Unidos, que apoyaba a las fracciones de capitalistas-hacendados norteños (encabezada por Madero), con miras a lograr concesiones económicas y políticas, y a debilitar la influencia de las potencias europeas. Sin embargo, Madero no buscaba, ni violentar en favor de los EE.UU. el “equilibrio” de fuerzas entre las diferentes potencias que Díaz siempre había buscado, ni mejorar realmente la situación de las clases explotadas... así que Madero, a la vez que prendió la chispa para el estallamiento de las rebeliones campesinas, se volvió un obstáculo a los ojos de EE.UU., que entonces respaldaron la conspiración de Huerta para asesinarlo y hacerse del poder.

Luego, Huerta trató, inútilmente, utilizar para su provecho las pugnas entre las grandes potencias, y terminó abandonado de la gracia de todas. Paralelamente, el movimiento campesino alcanzó su apogeo y Huerta también fue derrocado. Simultáneamente estalla, en Europa, la Primera Guerra mundial, y a partir de aquí empieza a influir en la situación en México el interés de otra potencia: Alemania.

Alemania disputa a las otras potencias un lugar en la arena imperialista por el reparto del mundo, a la que ella había llegado tarde. Respecto a México, tenía algunos intereses económicos, pero no era lo principal. Alemania entendió la importancia estratégica de México y trató de aprovechar al país como medio de obstaculizar a los Estados Unidos. Primero con Huerta y, posteriormente, con mayor decisión aún, con Carranza, los servicios diplomáticos y secretos alemanes actuaron tratando de provocar un conflicto armado entre Estados Unidos y México. Con ello Alemania intentaba desviar los esfuerzos guerreros de Estados Unidos que ya suministraba armas a las potencias “aliadas” y se preparaba para entrar en la guerra. En el extremo, la burguesía alemana llegó a soñar con una alianza Japón-México-Alemania, que pudiera enfrentar a Estados Unidos en América... pero en ese tiempo Japón se hallaba más preocupado en apoderarse de China, y no se sentía lo suficientemente fuerte para retar a los Estados Unidos. Finalmente, los “aliados” logran desbaratar las conjuras de Alemania. Posteriormente, al comprender la cercanía de su derrota, Alemania dio un viraje en su política y, mediante convenios económicos, intentó mantener una cierta influencia en México, a la espera de mejores tiempos.

Los principios de los años 20, terminada la Primera Guerra mundial y apagada la guerra interna, encontraron a México con una nueva burguesía en el poder, cuyos capitales “originarios” provenían de los botines de guerra. Con el dominio ascendente de los Estados Unidos por todo el continente y la influencia de las viejas potencias, Inglaterra y Francia, en franco retroceso, si bien no liquidada del todo. Por ejemplo, Inglaterra aún disputó por dos décadas más el control del petróleo a los EE.UU. Y los gobiernos “emanados de la revolución” posteriores al de Carranza (que, por cierto, también terminó asesinado) ya no volvieron a cuestionar la supremacía del vecino del norte.

Sin embargo, la vieja burguesía de la época porfirista, aunque profundamente debilitada, no fue destruida del todo. Y antes de aceptar que tenía que adaptarse a la nueva situación y que no tenía más remedio que convivir y aún fusionarse con la “nueva”, algunos de sus sectores aún tuvieron fuerzas para cuestionar el nuevo gobierno.

La Guerra de los “Cristeros”

El ajuste de cuentas no liquidado del todo entre las dos partes de la burguesía nacional que quedaron al final de la guerra de 1910-1920, significó una nueva y sangrienta guerra entre éstas, entre 1926 y 1929 que abarcó los Estados del Centro-Occidente de la república (Zacatecas, Guanajuato, Jalisco, Michoacán), en la que, nuevamente, los campesinos fueron la carne de cañón. Para el tema de la influencia que las grandes potencias han ejercido sobre México, es de lo más interesante constatar que la fracción “vieja” recibió nuevamente un apoyo, más o menos velado por parte de algunos sectores del capital europeo (de España, Francia y Alemania) vía... la Iglesia católica romana. De hecho, esta fracción tenía como consigna la “libertad religiosa” que supuestamente conculcaba el “régimen revolucionario” (en realidad lo que hacía éste era seguir arrebatando cotos de poder económico a la fracción “vieja”, dentro de la que se incluía la iglesia católica). Y detrás de esa consigna se hallaba la ideología del sinarquismo. Detrás del grito de “Viva Cristo Rey” (de allí proviene el mote despectivo de “cristeros”) del ejército irregular de la vieja fracción burguesa, se hallaba toda la concepción de la búsqueda de un nuevo “reino mundial” encabezado por las viejas potencias (Francia, Alemania, Italia, España...), antecedente ideológico, como se podrá ver del... fascismo europeo de los años 30. Así nuevamente encontramos detrás de un conflicto interno un intento de desestabilizar el país por parte de capitales (o al menos sectores de éstos) europeos que, años más tarde, volverían a enfrentar en el terreno militar a los EE.UU. Los cristeros fueron derrotados, y la fracción “vieja” del capital no tuvo más remedio que mimetizarse, fundirse con la otra, y enterrar sus aspiraciones “proeuropeas”. Los gobiernos de los años 30-40 sirvieron la mesa a los Estados Unidos, haciendo de México un proveedor de materias primas durante la Segunda Guerra mundial. Tal fue el sentido no sólo del gobierno de Avila Camacho quien llegó a “declarar la guerra” contra las Potencias del Eje, sino también del gobierno de su antecesor y elector (en México, el presidente es decisivo en la elección de su sucesor) : Lázaro Cárdenas, general destacado en la guerra contra los cristeros, cuya mítica “expropiación del petróleo” en 1938 condujo, fundamentalmente, a la expulsión definitiva de las compañías petroleras inglesas y a que México se convirtiera en una reserva del energético exclusiva de los Estados Unidos.

El paréntesis del bloque imperialista estalinista

El final de la Segunda Guerra mundial (1945) abrió lo que podríamos llamar un “paréntesis” histórico en la disputa del mundo que han sostenido Estados Unidos y Alemania a lo largo del siglo. Durante más de 40 años, el imperialismo ruso disputó la supremacía mundial al imperialismo estadounidense[3]. La formación de un nuevo juego de bloques encontró a los viejos enemigos del mismo lado, a Alemania del mismo lado que los Estados Unidos.

Respecto a América Latina, Estados Unidos reforzó su dominación económica y política, a pesar de los intentos de intervención de la URSS en la región (vía algunas guerrillas y el coqueteo con gobiernos “socialistas”), los cuales, sin embargo, dada la debilidad relativa de la URSS no fueron, excepción hecha de Cuba[4], más allá de intentos de desestabilizar la región, muy semejantes, por lo demás, a los intentados en otras épocas por Alemania.

Sin embargo, este paréntesis se cerró, a la vuelta de la presente década, con el derrumbe del bloque imperialista del Este, la disolución del bloque occidental y el despedazamiento de la URSS. Y, al contrario de lo que dice la propaganda de los medios de difusión, este acontecimiento no marcó el fin de las pugnas entre las grandes potencias, el “fin de la historia”, o algo parecido.

Las relaciones imperialistas constituyen hoy una maraña de desestabilización, caos y guerras que cubre absolutamente todo el mundo. Ningún país, por grande o pequeño que sea, escapa al siniestro juego de las pugnas imperialistas, y especialmente a la que gira en torno a las dos grandes potencias, rivales de todo el siglo : Estados Unidos y Alemania. En medio del “nuevo desorden mundial”, despuntan las tendencias a la formación de un nuevo par de bloques imperialistas, teniendo como eje a esas dos potencias, alrededor de las cuales se polarizan todos los demás países, en la que los aliados de ayer vuelven a ser hoy enemigos, en un torbellino sin freno donde el caos no hace sino alimentar dichas tendencias, mientras éstas multiplican a su vez el caos. Y México no escapa, en modo alguno, a esta dinámica de las relaciones capitalistas mundiales.

México ¿“Siempre fiel”?

Tratemos de responder ahora la pregunta que nos hacíamos al principio de este artículo respecto a “fidelidad” que ofrece la clase capitalista mexicana a la estadounidense. La burguesía de Estados Unidos se ha asegurado de la fidelidad de la burguesía mexicana a lo largo de siete décadas, y seguramente lo seguirá haciendo, en términos generales.

Subsiste, no obstante, no digamos una “fracción” (lo que implicaría ya una grieta profunda en el capital, lo que no es el caso), pero sí algunos sectores del capital mexicano que tradicionalmente nunca se conformaron con el dominio casi exclusivo de Estados Unidos. Estos sectores, si bien relativamente minoritarios, fueron aún capaces de llevar a uno de sus hombres a la silla presidencial, como fue el caso, en los años 60, del presidente Díaz Ordaz. Claro que esto fue posible sólo en una época en que las rivalidades entre “proeuropeos” y “proamericanos” se hallaban en un plano secundario ante el “enemigo principal” que constituía el imperialismo ruso, y existía una alianza entre Europa Occidental y Estados Unidos.

En adelante, ya no ocurrirá algo semejante. Estados Unidos buscará la garantía de una fidelidad absoluta por parte del ejecutivo mexicano, de evitar cualquier “error” que pudiera llevar al poder a un representante de los sectores más inclinados hacia las potencias del Viejo Continente.

A pesar de ello, podemos esperar que esos sectores minoritarios, ilusionados con el empuje de Alemania, empiecen a asomar la cabeza, a agitarse, “protestar” y “exigir”, creándole algunos problemas adicionales al gobierno proamericano. Y asimismo, podemos esperar que los rivales de Estados Unidos aprovechen a esos sectores no para disputarle México, pero sí para crearle inestabilidad social en su “patio trasero”, bajo el principio que de todo lo que obstaculice y obligue a desviar recursos (económicos, políticos, militares) a los Estados Unidos, es un paso que le pueden sacar de ventaja.

Signos de lo que decimos podemos ya observarlos, por ejemplo:
– en la reanimación en los últimos meses de los herederos del sinarquismo (el Partido Demócrata Mexicano, y otras agrupaciones afines);
– en la escisión del Partido Acción Nacional –nada menos que la segunda fuerza electoral del país–, une parte de la cual decidió aliarse al gobierno de Salinas, mientras la otra, en la que por cierto quedaron sus “líderes históricos”, decidió formar otro partido, que se acerca ideológicamente a los sinarquiítas;
– es significativa también, la pugna en el interior de la Iglesia Católica, entre una parte que busca conciliar con el gobierno y otra que le ataca constantemente desde los púlpitos;
– y, en fin, como remate, no es casual el resurgimiento, impulsado desde el Vaticano (el cual, según los indicios, se acerca a Alemania), de los actos de reivindicación a “Cristo Rey” y los “cristeros” : manifestación religiosa en Guanajuato en el cerro que simboliza el movimiento cristero, presidida por el gobernador (miembro del PAN) ; manifestación en la Ciudad de México para celebrar la beatificación reciente por el Papa de una treintena de mártires de la guerra de los cristeros...

Remarquemos: Los sectores minoritarios del capital partidarios de una actitud “antinorteamericana” y por ello “proeuropa” no pueden cuestionar la supremacía de Estados Unidos en México, pero seguramente sí podrán crear problemas, de menor o mayor gravedad. Con el tiempo lo veremos.

¿Debe el proletariado tomar partido por una u otra parte de la burguesía?

Para la clase obrera es vital comprender que sus intereses nada tienen que ver con las pugnas imperialistas. Que no tiene nada que ganar apoyando a una fracción burguesa contra otra y sí todo que perder. Dos guerras mundiales por el reparto del mundo entre los diferentes bandidos imperialistas no han dejado para la clase obrera más que decenas de millones de muertos. En México, también, la guerras burguesas de 1910-1920 y de 1926-1929, sólo han dejado para los clases trabajadores un saldo de millones de muertos y un reforzamiento de las cadenas de opresión.

El proletariado debe estar conciente de que, tras los llamados a defender la “patria” o la “religión”, se oculta la intención de arrastrar a los trabajadores a defender intereses que no son los suyos, incluso a matarse entre sí, en aras de los intereses de sus propios explotadores.

Estos llamados seguramente irán aumentando de tono, hasta volverse aturdidores, a medida que la burguesía se vea cada vez más urgida de carne de cañón para sus pugnas y guerras.

El proletariado debe rechazar esos llamados, y por el contrario, debe oponerse a la continuación de las pugnas imperialistas, levantando su lucha de clase, única vía para llegar a terminar definitivamente con el sistema capitalista, el cual no ofrece ya más que caos y guerras a la humanidad.

Leonardo
Julio 1993


 

[1] Revolución mundial, no 12 : «TLC: el gendarme del mundo asegura su traspatio».

[2] El libro de F. Katz, La guerra secreta en México, es un estudio muy completo y revelador del grado de injerencia de las grandes potencias en la “revolución mexicana”. De éste tomamos gran parte de la información que presentamos.

[3] No podemos aquí volver sobre nuestra concepción acerca del estalinismo. Al respecto, recomendamos la lectura de nuestro Manifiesto del Noveno Congreso de la CCI y nuestra Revista internacional.

[4] Respecto a Cuba puede leerse Revolución mundial, nos 9 y 10.

Geografía: 

  • Mexico [6]

Polémica con “Programme communiste” sobre la guerra imperialista - Negar la noción de decadencia equivale a desmovilizar al proletariado frente a la guerra

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En los números 90, 91 y 92 de la revista Programme communiste que publica el Partido Comunista Internacional (PCInt), grupo que publica también Il Comunista en italiano y Le Prolétaire en francés[1], se encuentra un amplio estudio sobre «La guerra imperialista en el ciclo burgués y en el análisis marxista». Dicho estudio hace balance de los conceptos del PC Int sobre un problema de la mayor importancia para el movimiento obrero. Las políticas fundamentales afirmadas en esos artículos son una defensa clara de los principios proletarios frente a todas las mentiras propaladas por todos los agentes de la clase dominante. Sin embargo, algunos argumentos teóricos en los que se basan esos principios y lo que de ello se deduce no siempre están a la altura de los principios afirmados, corriéndose así el riego de debilitarlos en lugar de reforzarlos. Este artículo se propone someter a la crítica esos conceptos teóricos erróneos para así despejar las bases teóricas más sólidas por la defensa del internacionalismo proletario.

La Corriente Comunista Internacional, contrariamente a otras organizaciones que como ella se reivindican de la Izquierda comunista (en especial, los diferentes PCInt que pertenecen a la corriente «bordiguista»), siempre ha establecido una distinción muy clara entre las formaciones políticas que pertenecen al campo proletario y las que pertenecen al campo burgués (tales como los diferentes representantes de la corriente trotskista, por ejemplo). Ningún debate político es posible con estas últimas: la responsabilidad de los revolucionarios es denunciarlos por lo que son: instrumentos de la clase dominante destinados, gracias a su verborrea más o menos obrerista o «revolucionaria» a sacar al proletariado de su terreno de clase para que quede sometido a los intereses del capital. En cambio, entre las organizaciones del campo proletario, el debate político no sólo es una posibilidad, sino un deber. Un debate así no tiene nada que ver con un intercambio de ideas al estilo de lo que puede encontrarse en un seminario universitario, sino que es un combate por la defensa de la claridad de las posiciones comunistas. Y puede tomar la forma de una viva polémica precisamente porque los problemas tratados son de la mayor importancia para el movimiento de la clase y que cada comunista sabe bien que el más mínimo error teórico o político puede tener consecuencias dramáticas para el proletariado. Sin embargo, incluso en las polémicas, es necesario saber reconocer lo que es correcto en las posiciones de la organización que se critica.

Una defensa firme de las posiciones de clase

El PCInt (Il Comunista) se reivindica de la tradición de la Izquierda comunista italiana, o sea de una de las corrientes internacionales que mantuvieron las posiciones de clase cuando degeneró la Internacional comunista durante los años 20. En el artículo publicado por Programme communiste (PC) puede comprobarse que en toda una serie de cuestiones, esa organización no ha perdido de vista las posiciones de aquella corriente. En especial, el artículo contiene una afirmación clara de lo que cimienta la postura de los comunistas frente a la guerra imperialista. La denuncia de ésta, una denuncia que no tiene nada que ver con la de los pacifistas o los anarquistas:

«El marxismo es completamente ajeno a esas fórmulas vacuas y abstractas que hacen del “antibelicismo” un principio suprahistórico y que ven de manera metafísica en las guerras el Mal absoluto. Nuestra actitud se basa en un análisis histórico y dialéctico de las crisis guerreras en relación con el nacimiento, el desarrollo y la muerte de las formas sociales.

Así pues, nosotros distinguimos:
a) las guerras de progreso (o de desarrollo) burgués en el área europea entre 1792 a 1871;
b) las guerras imperialistas, caracterizadas por el choque recíproco entre naciones de capitalismo ultra desarrollado...
c) las guerras revolucionarias proletarias» (
PC, nº 90, p. 19).

«La orientación fundamental es tomar posición a favor de las guerras que llevan adelante el desarrollo general de la sociedad y contra las guerras que son un obstáculo o que retrasan ese desarrollo. Por consiguiente estamos a favor del sabotaje de las guerras imperialistas no porque sean más crueles y espantosas que las precedentes, sino porque entorpecen el porvenir histórico de la humanidad; porque la burguesía imperialista y el capitalismo mundial ya no desempeñan ningún papel “progresista”, sino que, al contrario, se han convertido en obstáculo para el desarrollo general de la sociedad...» (PC, nº 90, p. 22).

La CCI podría rubricar esas frases que van en la misma dirección de lo que hemos escrito en múltiples ocasiones en nuestra prensa territorial y en esta revista[2]. Del mismo modo, la denuncia del pacifismo que el PCInt hace es muy clara e incisiva:

«... el capitalismo no es “la víctima” de la guerra provocada por tal o cual energúmeno, o por no se sabe qué “espíritus malignos” reliquias de épocas bárbaras contra los cuales habría que defenderse periódicamente. (...) el pacifismo burgués desemboca necesariamente en belicismo. La idílica ensoñación de un capitalismo pacífico no es inocente. Es un sueño manchado de sangre. Si se admite que capitalismo y paz podrían ir juntos de manera permanente y no contingente y momentánea, se está obligado, cuando empiezan a oírse los gritos de guerra, a reconocer que hay algo ajeno a la civilización que amenaza el desarrollo pacífico, humanitario del capitalismo; y que éste debe por lo tanto defenderse, incluso con las armas si los demás medios no son suficientes agrupando en torno a sí a los hombres de buena voluntad y a los “amantes de la paz”. El pacifismo realiza entonces su pirueta final convirtiéndose en belicismo, en factor activo y agente directo de la movilización guerrera. Se trata pues de un proceso obligado, que procede de la propia dinámica interna del pacifismo. Éste tiende naturalmente a transformarse en belicismo...» (PC, nº 90, p. 22).

De este análisis del pacifismo, el PCInt deduce una orientación justa en cuanto a los pretendidos movimientos contra la guerra que florecen periódicamente en estos tiempos. Con el PCInt estamos evidentemente de acuerdo en que puede existir un antimilitarismo de clase (como el surgido durante la Primera Guerra mundial y que desembocó en la revolución en Rusia y Alemania). Pero este antimilitarismo no podrá nunca desarrollarse a partir de movilizaciones orquestadas por todas esas almas buenas de la burguesía:

«En relación con los “movimientos por la paz” actuales, nuestra consigna “positiva” es la de una intervención desde fuera de tipo propagandista y de proselitismo hacia los elementos proletarios capturados por el pacifismo y enrolados en movilizaciones pequeño burguesas para sacarlos de ese tipo de encuadramiento y de acción política. Nosotros decimos a esos elementos que no es en los desfiles pacifistas de hoy donde se prepara el antimilitarismo de mañana, sino en la lucha intransigente de defensa de las condiciones de vida y de trabajo de los proletarios en ruptura con los intereses de la empresa y de la economía nacional. Del mismo modo que la disciplina del trabajo y la defensa de la economía nacional preparan la de las trincheras y la defensa de la patria, la negativa a defender y respetar hoy los intereses de la empresa y de la economía nacional preparan el militarismo y el derrotismo de mañana» (PC, nº 92, p. 61). Como veremos más lejos, el derrotismo no es la consigna más adaptada a la situación actual o venidera. Debemos sin embargo, subrayar la validez del análisis.

En fin, el artículo de Programme communiste es también muy claro en lo que se refiere al papel de la democracia burguesa en la preparación y la dirección de la guerra imperialista:

«... en “nuestros” Estados civilizados, el capitalismo reina gracias a la democracia (...) cuando el capitalismo pone delante del escenario a sus cañones y a sus generales lo hace apoyándose en la democracia, en sus mecanismos y en sus ritos hipnóticos» (PC nº 9, p. 38). «La existencia de un régimen democrático permite al Estado una mayor eficacia militar puesto que permite potenciar al máximo tanto la preparación de la guerra como la capacidad de resistencia del país en guerra» (Ídem).

«... el fascismo casi sólo puede invocar el sentimiento nacional, llevado hasta la histeria racista, para cimentar la “Unión nacional”, mientras que la democracia posee unos recursos mucho más poderosos para soldar el conjunto de las poblaciones a la guerra imperialista: el que la guerra emane directamente de la voluntad popular libremente expresada durante las elecciones y que aparezca así, gracias a las mistificaciones de las consultas electorales, como guerra de defensa de los intereses y de las esperanzas de las masas populares y de las clases laboriosas en particular» (PC nº 91, p. 41).

Hemos reproducido estas largas citas de Programme communiste (y podríamos haberlo hecho con otras, especialmente las que ilustran históricamente las posiciones presentadas) porque son exactamente nuestras propias posiciones sobre los problemas tratados. Mejor que reafirmar nuestros principios sobre la guerra imperialista con nuestras propias palabras, nos ha parecido más útil poner de relieve la profunda unidad de enfoque que existe sobre esa cuestión en el seno de la Izquierda comunista, unidad que es la de nuestro patrimonio común.

Sin embargo, del mismo modo que hay que subrayar esa unidad de principios, también es deber de los revolucionarios poner de relieve las inconsecuencias e incoherencias teóricas de la corriente «bordiguista» que debilitan tanto su capacidad para proponer una brújula eficaz al proletariado. Y la primera de esas inconsecuencias estriba en la negativa de esa corriente a reconocer la decadencia del modo de producción capitalista.

La «no decadencia» al modo bordiguista

Reconocer que desde principios de siglo y sobre todo desde la Primera Guerra mundial, la sociedad capitalista entró en su fase de decadencia es una de las piedras angulares sobre las que se construye la perspectiva comunista. Durante el primer holocausto imperialista, los revolucionarios como Lenin se basan en ese análisis para defender la negativa a participar en él y «transformar la guerra imperialista en guerra civil» (ver en especial El imperialismo fase suprema del capitalismo). Asimismo, la entrada del capitalismo en su período de decadencia es el centro de las posiciones políticas de la Internacional comunista en su fundación en 1919. Es precisamente porque el capitalismo se había vuelto un sistema decadente por lo que ya era imposible luchar en su seno para obtener reformas, como así lo preconizaban los partidos obreros de la IIª Internacional, sino que la única tarea histórica que pudiera darse el proletariado es la de realizar la revolución mundial. Gracias a esa base firme y sólida podría la Izquierda comunista internacional y, en especial, su fracción italiana, elaborar más tarde el conjunto de sus posiciones políticas[3].

La «originalidad» de Bordiga y de la corriente de la que fue inspirador es la de negar que el capitalismo hubiera entrado en su período de decadencia[4]. Y sin embargo, la corriente bordiguista, especialmente el PCInt (Il Comunista) está obligada a reconocer que algo ha cambiado a principios de este siglo tanto en la naturaleza de las crisis económicas como en la de la guerra.

Sobre la naturaleza de la guerra, las citas de Programme que hemos reproducido arriba hablan por sí solas: existe en verdad una diferencia fundamental entre las guerras que podían llevar a cabo los Estados capitalistas en el siglo pasado y las de este siglo. Seis décadas separan, por ejemplo, las guerras napoleónicas contra Prusia de la guerra franco-prusiana de 1870, mientras que ésta sólo dista 4 décadas de la de 1914. Sin embargo, la guerra de 1914 entre Francia y Alemania es fundamentalmente diferente de todas las anteriores entre las dos naciones; Marx podía llamar a los obreros alemanes a participar en la guerra de 1870 (ver el Primer manifiesto del Consejo general de la AIT sobre la guerra franco-alemana) situándose plenamente en el campo proletario, mientras que los socialdemócratas alemanes que llamaban a esos mismos obreros a la «defensa nacional» en 1914 se situaban claramente en el campo de la burguesía. Eso es exactamente lo que los revolucionarios como Lenin o Rosa Luxemburg defendieron con uñas y dientes contra los socialpatrioteros que pretendían basarse en las posiciones del Marx de 1870: esta posición había dejado de ser válida porque la guerra había cambiado de naturaleza y ese cambio era a su vez resultado del cambio fundamental habido en la vida del conjunto del modo de producción capitalista.

Programme communiste no dice, por cierto, otra cosa cuando afirma (como vimos antes) que las guerras imperialistas «entorpecen el porvenir histórico de la humanidad; porque la burguesía imperialista y el capitalismo mundial ya no desempeñan ningún papel “progresista”, sino que, al contrario, se han convertido en obstáculo para el desarrollo general de la sociedad...». Igualmente, citando a Bordiga, Programme considera que «las guerras imperialistas mundiales demuestran que la crisis de disgregación del capitalismo es inevitable a causa de la apertura de un período en el que su expansión ya no provoca el aumento de las fuerzas productivas, sino que hace depender su acumulación de una destrucción todavía mayor de ellas» (PC nº 90, p. 25). Encerrado, sin embargo, en los viejos dogmas bordiguistas, el PCInt es incapaz de sacar la consecuencia lógica desde el enfoque del materialismo histórico: el que el capitalismo se haya vuelto una traba para el desarrollo general de la sociedad significa sencillamente que ese modo de producción ha entrado en su fase de decadencia. Cuando Lenin y Rosa Luxemburg lo hicieron constar en 1914, no andaban sacando ideas bonitas de sus molleras, lo único que hacían era aplicar escrupulosamente la teoría marxista a la comprensión de los hechos históricos de su época. El PCInt como los demás PCInts que pertenecen a la corriente «bordiguista» se reivindica del marxismo. Muy bien, pero hoy únicamente las organizaciones que basan sus posiciones programáticas en las enseñanzas del marxismo pueden pretender defender la perspectiva revolucionaria del proletariado. Lamentablemente, el PCInt nos da la prueba de que le cuesta bastante comprender ese método. Le gusta muy especialmente usar en abundancia el término «dialéctica», pero nos da la prueba de que le ocurre como al ignorante que quiere disimular empleando palabras muy cultas sin saber de qué habla.

Por ejemplo, refiriéndose a la naturaleza de las crisis, puede leerse lo siguiente en Programme:

«Las crisis decenales del joven capitalismo sólo tuvieron incidencias mínimas; tenían más el carácter de crisis del comercio internacional que de la máquina industrial. No mermaban las posibilidades de la estructura industrial (...). Eran crisis de desempleo, o sea de cierres de industrias. Las crisis modernas son crisis de disgregación del sistema, que luego tiene que reconstruir con dificultades sus diferentes estructuras» (PC nº 90, p. 28). Sigue después toda una serie de estadísticas que demuestran la amplitud considerable de las crisis del s. XX, sin comparación con las del siglo pasado. En esto, al no darse cuenta de que la diferencia de amplitud entre los dos tipos de crisis no sólo pone de relieve la diferencia fundamental entre ellas sino también el modo de vida del sistema afectado por las crisis, el PCInt menosprecia olímpicamente uno de los elementos básicos de la dialéctica marxista: la transformación de la cantidad en calidad. En efecto, para el PCInt, la diferencia entre los dos tipos de crisis pertenece a lo cuantitativo y no afecta a los mecanismos fundamentales. Eso es lo que pone de relieve cuando escribe: «En el siglo pasado se registraron ocho crisis mundiales: 1836, 1848, 1856, 1883, 1886 y 1894. La duración media del ciclo según los trabajos de Marx era de 10 años. A ese ritmo “juvenil” le sigue, en el período que va desde principios de siglo al estallido del segundo conflicto mundial, una sucesión más rápida de las crisis: 1901, 1908, 1914, 1920, 1929. A un capitalismo desmesuradamente incrementado corresponde un aumento de la composición orgánica (...) lo que lleva a un crecimiento de la tasa de acumulación: la duración media del ciclo se reduce por esa razón a siete años» (PC nº 90, p. 27). Esa aritmética de la duración de los ciclos es la prueba de que el PCInt pone en el mismo plano las convulsiones económicas del siglo pasado y las de este siglo, sin comprender que la naturaleza misma de la noción de ciclo ha cambiado fundamentalmente. Cegado por su fidelidad a la palabra divina de Bordiga, el PCInt no es capaz de ver que, como decía Trotski, las crisis del s. XIX eran los latidos del corazón del capitalismo mientras que las del XX son los estertores de su agonía.

La misma ceguera manifiesta el PCInt cuando intenta poner en evidencia el vínculo entre crisis y guerra. De manera muy argumentada y sistemática, a falta de ser rigurosa (hemos de volver sobre esto), Programme intenta establecer que, en el período actual, la crisis capitalista desemboca necesariamente en guerra mundial. Es una preocupación digna de elogio pues tiene el mérito de querer rebatir los discursos ilusorios y criminales del pacifismo. Sin embargo, a Programme ni se le pasa por la cabeza preguntarse si el hecho de que las crisis del XIX no desembocaran en guerra mundial, ni siquiera en guerras localizadas, no se deberá a una diferencia de fondo con las del siglo XX. En esto también, el PCInt da muestras de un «marxismo» un tanto limitado: ya no se trata de una incomprensión de lo que quiere decir la palabra dialéctica, se trata de una negativa, o de una incapacidad, a examinar en profundidad, más allá de las aparentes analogías que puedan existir entre ciclos económicos del pasado y hoy, los fenómenos de mayor importancia, determinantes en la vida del modo de producción capitalista.

Así, el PCInt aparece incapaz, sobre una cuestión tan esencial como la de la guerra imperialista, de aplicar satisfactoriamente la teoría marxista, comprendiendo la diferencia fundamental que existe entre la fase ascendente del capitalismo y su fase de decadencia. Y la concreción lamentable de esa incapacidad es el hecho de que el PCInt pretende atribuir a las guerras del período actual una racionalidad económica similar a la que podían tener las guerras del siglo pasado.

Racionalidad e irracionalidad de la guerra

Nuestra Revista Internacional ya ha publicado bastantes artículos sobre la cuestión de la irracionalidad de la guerra en el período de decadencia del capitalismo[5]. Nuestra postura nada tiene que ver con no se sabe qué «descubrimiento originalísimo» de nuestra organización. Se basa en las adquisiciones fundamentales del marxismo desde principios del siglo XX, expresadas especialmente por Lenin y Rosa Luxemburg. Esas adquisiciones fueron formuladas con la mayor claridad en 1945 por la Izquierda comunista de Francia contra la teoría revisionista planteada por Vercesi en vísperas de la Segunda Guerra mundial, teoría que había llevado a su organización, la Fracción italiana de la Izquierda comunista a una parálisis total en el momento del estallido del conflicto imperialista:

«En la época del capitalismo ascendente las guerras (...) expresaron la marcha adelante, de ampliación y extensión del sistema económico capitalista (...). Cada guerra se justificaba y pagaba sus gastos abriendo un nuevo campo para una mayor expansión, asegurando el desarrollo de una mayor producción capitalista.(...) La guerra fue un medio indispensable al capitalismo para abrir nuevas posibilidades de desarrollo posterior, en la época en que estas posibilidades existían y no podían ser abiertas más que por la violencia. Del mismo modo, el hundimiento del mundo capitalista que ha agotado históricamente toda posibilidad de desarrollo, encuentra en la guerra moderna, la guerra imperialista, la expresión de este hundimiento, que, sin abrir ninguna posibilidad de desarrollo posterior para la producción, no hace más que precipitar en el abismo a las fuerzas productivas y acumular a un ritmo acelerado ruinas sobre ruinas.» («Informe sobre la situación internacional» para la Conferencia de julio de 1945 de la Izquierda Comunista de Francia, reproducido en la Revista Internacional nº 59).

Esa distinción entre las guerras del siglo pasado y las de este siglo también la hace PC como ya hemos visto. Pero no saca las consecuencias de ello y, tras haber dado un paso en la buena dirección, vuelve a desandarlo al buscar una racionalidad económica a las guerras imperialistas que dominan el siglo XX.

Esa racionalidad, «la demostración de las razones económicas fundamentales que empujan a todos los Estados a la guerra» (PC nº 92, p. 54) Programme communiste intenta encontrarla citando a Marx: «una destrucción periódica de capital se ha vuelto una condición necesaria para la existencia de cualquier tasa de interés corriente. (...) Desde ese punto de vista, las horribles calamidades que estamos acostumbrados a esperar con tanta inquietud y aprehensión (...) no son probablemente sino la corrección natural y necesaria a una opulencia excesiva y exagerada, la “vis medicatrix” gracias a la cual nuestro sistema social tal como está hoy configurado, tiene la posibilidad de liberarse de vez en cuando de una abundancia siempre renaciente cuya existencia amenaza, volviendo así a un estado sano y sólido» (Grundisse). En realidad, la destrucción de capital evocada por Marx en ese extracto es la provocada por las crisis cíclicas de su época (y no por la guerra), en un momento, precisamente, en el que las crisis son los latidos del corazón del sistema capitalista, aunque ya dibujen la perspectiva de los límites históricos de ese sistema. En muchos pasajes de su obra, Marx demuestra que la manera con la que el capitalismo supera sus crisis no sólo es destruyendo capital momentáneamente excedentario (o más bien desvalorándolo), sino también y sobre todo, mediante la conquista de nuevos mercados, especialmente en el exterior de la esfera de las relaciones de producción capitalista[6]. Y como el mercado no se puede extender indefinidamente, como los sectores extracapitalistas se van encogiendo necesariamente hasta desparecer por completo a medida que el capital somete el planeta a sus leyes, el capitalismo está condenado a convulsiones cada vez más catastróficas.

Es una idea que será desarrollada mucho más sistemáticamente por Rosa Luxemburgo en La acumulación del capital, pero que en absoluto «inventó», como algunos ignorantes pretenden. Esa idea aparece incluso en filigrana en algunos pasajes del texto de Programme communiste, pero cuando hacen referencia a Rosa Luxemburg no es para apoyarse en la notable labor teórica de la revolucionaria y en sus diáfanas explicaciones sobre los mecanismos de las crisis del capitalismo, y en especial por qué las leyes mismas del sistema lo condenan históricamente. Cuando se refieren a ella es para recoger por cuenta propia la única idea discutible que encontrarse pueda en La acumulación del capital, la de la tesis de que el militarismo podría ser un «campo de acumulación» que aliviaría parcialmente al capitalismo de sus contradicciones internas (ver PC nº 91, pp. 31 a 33). Fue lamentablemente esa idea la que perdió a Vercesi a finales de los años 30, la que le llevó a pensar que el impresionante desarrollo de la producción armamentística a partir de 1933, al haber permitido el relanzamiento de la producción capitalista, iba a alejar por lo tanto la perspectiva de una guerra mundial. En cambio, cuando PC quiere dar una explicación sistemática del mecanismo de las crisis para así dejar patente el vínculo existente entre ella y la guerra imperialista, adopta un enfoque unilateral basado fundamentalmente en la tesis de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia.

«Desde que el modo de producción burgués se hizo dominante, la guerra está vinculada de manera determinista a la ley establecida por Marx de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, que es la clave de la tendencia del capitalismo a la catástrofe final» (PC nº 90, p. 23). Sigue un resumen que PC recoge de Bordiga (Diálogo con Stalin), de la tesis de Marx según la cual el aumento constante, en el valor de las mercancías a causa de los progresos constantes de las técnicas productivas, de la parte correspondiente a las máquinas y a las materias primas en relación con la correspondiente al trabajo de los asalariados, lleva a una tendencia histórica a la baja de la cuota de ganancia, en la medida en que únicamente el trabajo del obrero es capaz de producir beneficios, o sea producir más que el valor que cuesta.

Hay que señalar que en su análisis, PC (y Bordiga a quien cita en abundancia) no ignora la cuestión de los mercados y que la guerra imperialista es la consecuencia de la competencia entre Estados capitalistas:

«La progresión geométrica de la producción impone a cada capitalismo nacional el exportar, conquistar en los mercados exteriores salidas idóneas a su producción. Y como cada polo nacional de acumulación está sometido a las mismas reglas, la guerra entre Estados capitalistas es inevitable. De la guerra económica y comercial, de los conflictos financieros, de las peleas por las materias primas, de los enfrentamientos político-diplomáticos resultantes, se llega finalmente a la guerra abierta. El conflicto latente entre Estados estalla primero con la forma de conflictos militares limitados a ciertas zonas geográficas, la forma de guerras locales en las que las grandes potencias no se enfrentan directamente sino por países interpuestos; pero acaba desembocando en guerra general que se caracteriza por el choque directo entre los grandes monstruos estatales del imperialismo, lanzados unos contra los otros por la violencia de sus contradicciones internas. Todos los Estados menores son arrastrados a un conflicto cuyo escenario se amplía necesariamente a todo el planeta. Acumulación-Crisis-Guerras locales-Guerra mundial» (PC nº 90, p. 24).

Compartimos plenamente ese análisis, que es en realidad el que los marxistas han defendido desde la primera guerra mundial. Sin embargo, el problema es que PC sólo ve la búsqueda de mercados exteriores como consecuencia de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, cuando, en realidad, el capitalismo como un todo, más allá de ese aspecto, necesita permanentemente mercados fuera de su propia esfera de dominación, como magistralmente lo demostró Rosa Luxemburg, para realizar la parte de plusvalía destinada a ser invertida en un ciclo posterior para una mayor acumulación de capital. A partir de esa visión unilateral, PC atribuye a la guerra imperialista mundial una función precisa, otorgándole una verdadera racionalidad en el funcionamiento del capitalismo:

«La crisis tiene su origen en la imposibilidad de proseguir la acumulación, imposibilidad que se manifiesta cuando el crecimiento de la masa de producción no logra compensar la caída de la cuota de ganancia. La masa de sobretrabajo total ya no es capaz de asegurar beneficios al capital avanzado, de reproducir las condiciones de rentabilidad de las inversiones. Destruyendo el capital constante (trabajo muerto) a gran escala, la guerra ejerce entonces una función económica fundamental: gracias a las espantosas destrucciones del aparato productivo, permite, en efecto, una futura expansión gigantesca de la producción para sustituir lo destruido, y una expansión paralela de los beneficios, de la plusvalía total, o sea del sobretrabajo que tanto necesita el capital. Las condiciones de recuperación del proceso de acumulación quedan restablecidas. El ciclo económico vuelve a arrancar. (...) El sistema capitalista mundial, viejo al iniciarse la guerra, encuentra el manantial de la juventud en el baño de sangre que le proporciona nuevas fuerzas y una vitalidad de recién nacido.» (PC nº 90, p. 24)

La tesis de Programme no es nueva. Ya la había defendido y sistematizado Grossman en los años 20, retomada por Mattick, uno de los teóricos del movimiento consejista. Puede resumirse de manera sencilla en las siguientes palabras: al destruir capital cons­tante, la guerra hace bajar la composición orgánica del capital, permitiendo por ello un incremento de la cuota o tasa de ganancia. El problema está en que nunca se ha demostrado que durante las recuperaciones que siguieron a las dos guerras mundiales, la composición orgánica del capital fuera inferior a lo que había sido en vísperas de la guerra. Todo lo contrario. Si se toma el caso de la IIa Guerra mundial es evidente que en los países afectados por las destrucciones de la guerra, la productividad media del trabajo, y por lo tanto la relación entre el capital constante y el capital variable, alcanzó rápidamente, desde los primeros años 50, lo que había sido en 1939. De hecho, el potencial productivo que se reconstituyó ha sido considerablemente más moderno que el destruido. ¡El colmo es que el propio PC lo hace constar presentando ese hecho muy acertadamente como una de las causas del boom de posguerra! : «La economía de guerra trasmite además al capitalismo tanto los progresos tecnológicos y científicos realizados por las industrias militares como las instalaciones industriales creadas para la producción de armamento. Estas no fueron todas destruidas por los bombardeos, ni –en el caso alemán– desmanteladas por los aliados. (...) La destrucción a gran escala de equipos, instalaciones, edificios, medios de transporte, etc., y la reutilización de medios de producción de alta composición tecnológica procedentes de la industria de guerra... todo eso creó el milagro» (PC nº 92, p. 38).

En cuanto a Estados Unidos, al no haber sufrido destrucciones en su propio suelo, la composición orgánica de su capital era muy superior en 1945 a lo que había sido 6 años antes. Y sin embargo, el período de «prosperidad» que acompaña la reconstrucción se prolonga más allá (de hecho hasta mediados de los años 60) del momento en que el potencial productivo de antes de la guerra quedó reconstituido y la composición orgánica del capital volvió a encontrar su valor precedente[7].

Ya hemos dedicado bastantes textos para criticar las ideas de Grossmann y Mattick, ideas que recoge PC siguiendo a Bordiga. No volveremos aquí sobre ello. Es, sin embargo, importante señalar las aberraciones teóricas (aberraciones a secas en realidad) a que llevan las ideas de Bordiga que el PCInt retoma.

Las aberraciones de la visión del PCInt

La preocupación central del PCInt es muy correcta: demostrar el carácter ineluctable de la guerra. Quiere, en especial, refutar la idea del «superimperialismo» desarrollada en particular por Kautsky durante la Ia Guerra mundial y destinada a «demostrar» que las grandes potencias podrían ponerse de acuerdo entre sí para establecer una dominación común y pacífica del mundo. Semejante idea era, claro está, una de las puntas de lanza de las mentiras pacifistas con las que quería hacer creer a los obreros que se podría acabar con las guerras sin necesidad de destruir el capitalismo. Para contestar a una visión así, PC da el siguiente argumento:

«Un superimperialismo es imposible; si por algo extraordinario el imperialismo consiguiera suprimir los conflictos entre los Estados, sus contradicciones internas lo obligarían a dividirse de nuevo en polos nacionales de acumulación en competencia y por lo tanto en bloques estatales en conflicto. La necesidad de destruir enormes masas de trabajo muerto no puede satisfacerse únicamente gracias a las catástrofes naturales» (PC nº 90, p. 26).

En suma, la función fundamental de los bloques imperialistas, o de la tendencia a su formación, sería la de crear las condiciones que permitan destrucciones a gran escala. Con semejante visión, no se entiende por qué los estados capitalistas no podrían precisamente llegar a entenderse entre sí para provocar, cuando fuera necesario, esas destrucciones que permitieran un relanzamiento de la cuota de ganancia y de la producción. Disponen de los medios suficientes para llevar a cabo esas destrucciones aún manteniendo el control sobre ellas para así preservar lo mejor posible sus intereses respectivos. Lo que PC se niega a tener en cuenta es que la división en bloques imperialistas es el resultado lógico de la competencia a muerte que tienen entablada los diferentes sectores nacionales del capitalismo, es una competencia que forma parte de la esencia misma de ese sistema y que se agudiza cuando la crisis golpea con toda su violencia. Por eso, la formación de bloques imperialistas no es el resultado de no se sabe qué tendencia, todavía por acabar, hacia la unificación de los Estados capitalistas, sino, todo lo contrario, es el resultado de la necesidad en la que se encuentran de formar alianzas militares en la medida en que ninguno de entre ellos podría hacer la guerra a todos los demás. Lo más importante en la existencia de bloques no es, ni mucho menos, la convergencia de intereses que existan entre los Estados aliados (convergencia que, por cierto, puede ser cuestionada como lo demuestran los cambios de alianza que se han visto a lo largo del siglo XX), sino el antagonismo fundamental entre los bloques, expresión al más alto nivel de las rivalidades insuperables que existen entre todos los sectores nacionales del capital. Por eso es por lo que la idea de un «superimperialismo» es un absurdo en sus propios términos.

Con ese uso de argumentos tan débiles o discutibles, el rechazo del PCInt de la idea de «superimperialismo» pierde mucha fuerza, lo cual no es el mejor medio para combatir las mentiras de la burguesía. Eso es muy evidente cuando, después del pasaje citado arriba, PC continua así: «Son voluntades humanas, masas humanas las que deben hacer las cosas, masas humanas levantadas unas contra otras, energías e inteligencias preparadas para destruir lo que defienden otras energías y otras inteligencias». Puede comprobarse ahí toda la debilidad de la tesis del PCInt: francamente, con los medios de que disponen hoy los Estados capitalistas, y especialmente el arma nuclear, ¿por qué son indispensables las «voluntades humanas» y sobre todo las «masas humanas» para provocar un grado suficiente de destrucción, si tal es la función económica de la guerra imperialista según el PCInt?

En fin de cuentas, la corriente «bordiguista» sólo con graves desvaríos teóricos y políticos podía pagar la debilidad de los análisis en los que basa su posición sobre la guerra y los bloques imperialistas. Y es así como, tras haber expulsado por la puerta la noción de un superimperialismo, lo deja volver a entrar por la ventana con la noción de un «condominio ruso-americano» sobre el mundo:

«La IIa Guerra mundial dio nacimiento a un equilibrio correctamente descrito con la fórmula de “condominio ruso-americano” (...) si la paz ha reinado hasta ahora en las metrópolis imperialistas ha sido precisamente a causa de esa dominación de EEUU y de la URSS...» (PC nº 91, p. 47).

«En realidad, la “guerra fría” de los años 50 expresaba la insolente seguridad de los dos vencedores del conflicto y la estabilidad de los equilibrios mundiales de Yalta; respondía, en ese marco, a exigencias de movilización ideológica y de control de las tensiones sociales existentes dentro de cada bloque. La nueva “guerra fría” que sustituye a la distensión en la segunda mitad de los años 70 responde a una exigencia de control de los antagonismos no ya (o no todavía) entre las clases, sino entre Estados que soportan cada vez con mayor dificultad los viejos sistemas de alianzas. La respuesta rusa y americana a las presiones crecientes consiste en orientar hacia el campo contrario la agresividad imperialista de los aliados» (PC nº 92, p. 47).

O sea que la primera «guerra fría» no tenía más motivo que el ideológico para «controlar los antagonismos entre las clases». Es el mundo al revés: si tras la I Guerra mundial, se asistió a un auténtico retroceso de los antagonismos imperialistas y a un retroceso paralelo de la economía de guerra, fue porque la burguesía tenía como primera preocupación la de hacer frente a la oleada revolucionaria ini­ ciada en 1917 en Rusia, establecer un frente común contra la amenaza del enemigo común y mortal de todos los sectores de la burguesía: el proletariado mundial. Y si la IIa Guerra mundial desembocó inmediatamente en incremento de los antagonismos imperialistas entre los dos vencedores, con un mantenimiento muy elevado de la economía de guerra, fue precisamente porque la amenaza que pudiera representar un proletariado, profundamente afectado ya por la contrarrevolución, había sido totalmente aniquilada durante la guerra misma y en inmediata posguerra por un burguesía conocedora de su propia experiencia histórica (Cf. «Las luchas obreras en Italia 1943» en la Revista internacional nº 75). De hecho, según la visión de PC, la guerra de Corea, la de Indochina y más tarde la de Vietnam, sin contar todas las de Oriente Próximo y el enfrentamiento entre Israel, firmemente apoyada por EEUU, y unos países árabes que recibían la ayuda masiva de la URSS, por no hablar de otras muchas hasta la guerra de Afganistán que se prolongó hasta finales de los años 80, todas esas guerras no tendrían nada que ver con el antagonismo fundamental entre los dos grandes monstruos imperialistas, sino que habrían sido una especie de montaje que habría servido ya sea de simple campaña ideológica, ya sea para mantener el orden en el patio trasero de cada uno de los dos supergrandes.

Esta última idea la contradice, por cierto, el propio Programme communiste cuando atribuye a la «distensión» entre los dos bloques, entre finales de los 50 y mediados de los 70, la misma función que la guerra fría: «En realidad, la distensión sólo fue la respuesta de las dos superpotencias a las líneas de fractura que aparecían con cada vez mayor claridad en sus esferas de influencia respectivas. Lo que significaba era una presión mayor de Moscú y Washington sobre sus aliados para contener sus tendencias centrífugas» (PC nº 92, p. 43).

Es cierto que los comunistas no deben tomar al pie de la letra lo que cuenta la burguesía, sus periodistas y sus historiadores. Pero pretender que detrás de la mayoría de las guerras (más de cien) que han asolado el mundo desde 1945 hasta finales de los años 80 no estaba la mano de las grandes potencias es dar la espalda a una realidad observable por cualquiera que no tenga los ojos llenos de legañas; es también poner en tela de juicio lo que PC mismo afirma muy acertadamente en lo citado más arriba: «El conflicto latente entre estados estalla primero con la forma de conflictos militares limitados a ciertas zonas geográficas, la forma de guerras locales en las que las grandes potencias no se enfrentan directamente sino por países interpuestos».

El PCInt podrá explicar «dialécticamente» la contradicción entre lo que cuenta y la realidad o entre sus diferentes argumentos. Lo que sí nos prueba es su falta de rigor y que a veces cuenta lo primero que se le ocurre, lo cual no es la mejor forma de combatir eficazmente las mentiras de la burguesía y reforzar la conciencia del proletariado.

Pues de eso es de lo que se trata. El PCInt hace una caricatura cuando, para combatir las mentiras del pacifismo, se apoya en un artículo de Bordiga de 1950, que hace de la evolución de la producción de acero el índice principal, e incluso uno de los factores de la evolución del capitalismo mismo: «La guerra en la época capitalista, o sea el tipo de guerra más feroz, es la crisis producida inevitablemente por la necesidad de consumir el acero producido, y de luchar por el derecho al monopolio de la producción suplementaria de acero» («Su majestad el acero», Battaglia comunista nº 18, 1950).

Obsesionado por su voluntad de atribuirle una racionalidad a la guerra, PC acaba dando a entender que la guerra imperialista no sólo es algo bueno para el capitalismo sino para el conjunto de la humanidad y por lo tanto para el proletariado, cuando afirma que: «... la prolongación de la paz burguesa más allá de los límites definidos por un ciclo económico que exige la guerra, incluso si fuera posible, sólo podría desembocar en situaciones peores que la de la guerra». Sigue después una cita del artículo de Bordiga, una cita que, podría decirse, vale todo su peso en... acero:

«Pongámonos a suponer... que en lugar de las dos guerras [mundiales]... hubiéramos tenido la paz burguesa, la paz industrial. En más o menos treinta años, la producción se había multiplicado por 20; y se habrían vuelto a multiplicar por veinte los 70 millones de 1915, llegando hoy [1950, NDLR] a 1400 millones. Pero todo ese acero no se come, no se consume, no se destruye si no es matando a la gente. Los dos mil millones de habitantes del planeta pesan más o menos 140 millones de toneladas; producirían en un sólo año diez veces su propio peso en acero. Los dioses castigaron a Midas transformándolo en una masa de oro; el capital transformaría a los hombres en una masa de acero, la tierra, el agua, el aire en donde viven en una prisión de metal. La paz burguesa tiene pues unas perspectivas más bestiales que la guerra».

Es ése uno de los delirios de Bordiga, delirios que, por desgracia, afectaban muy a menudo al revolucionario. Pero en lugar de tomar distancias hacia semejantes extravagancias, el PCInt, al contrario, va más lejos:

«Sobre todo si se considera que la tierra, transformada en ataúd de acero, no sería más que un lugar de putrefacción en la que mercancías y hombres excedentarios se descompondrían pacíficamente. ¡Ése, señores pacifistas, podría ser el fruto del “retorno a la razón” de los gobiernos, su conversión a una “cultura de paz”!. Por eso es precisamente por lo que no es la Locura, sino la Razón –claro está, la Razón de la sociedad burguesa– la que empuja a todos los gobiernos hacia la guerra, hacia la saludable e higiénica guerra» (PC nº 92, p. 54).

Bordiga, cuando escribía las líneas de las que se reivindica el PCInt, daba la espalda a una de las bases mismas del análisis marxista: el capitalismo produce mercancías, y quien dice mercancías dice posibilidad de satisfacer una necesidad, por muy pervertida que esté esa necesidad, como la «necesidad» de instrumentos de muerte y de destrucción por parte de los estados capitalistas. Si produce acero en grandes cantidades, es, efectivamente y en buena parte, para satisfacer la demanda de armamento pesado para hacer la guerra por parte de los estados. Esa producción no puede superar, sin embargo, la demanda de los Estados: si los industriales de la siderurgia no consiguen vender su acero a los militares, porque éstos ya han consumido cantidades suficientes, no se les va a ocurrir proseguir durante largo tiempo una producción que no logran vender a riesgo de quiebra; locos no están. En cambio, Bordiga parecía estarlo un poco cuando se imaginaba que la producción de acero iba a continuar indefinidamente sin más límites que los impuestos por las destrucciones de la guerra imperialista.

Afortunadamente para el PCInt el ridículo no mata (Bordiga, por su parte, tampoco se murió de eso), pues seguro que sería a carcajadas como los obreros acogerían sus elucubraciones y las de su inspirador. Es en cambio muy lamentable para la causa que el PCInt se esfuerza por defender: al utilizar argumentos estúpidos y ridículos contra el pacifismo, lo que único que hace es, involuntariamente, hacerle el juego a ese enemigo del proletariado.

Pero, en fin, no hay mal que por bien no venga: con sus estrafalarios argumentos para justificar la «racionalidad» de la guerra, lo único que el PCInt hace es destruir tal idea. Y como esa idea a lo único que conduce es a desmovilizar al proletariado haciéndole subestimar los peligros con los que el capitalismo amenaza a la humanidad, mejor es que se caiga de ridícula. Esa idea se encuentra ejemplarmente resumida en esta afirmación:

«De ello se deduce [de la guerra como expresión de una racionalidad económica] que la lucha interimperialista y el enfrentamiento entre potencias rivales nunca conducirá a la destrucción del planeta, pues se trata precisamente, no de la avidez excesiva, sino de la necesidad de evitar la sobreproducción. Cuando el excedente es destruido, se para la máquina de guerra, sea cual sea el potencial destructor de las armas en juego, pues desaparecerían por ello mismo las causas de la guerra» (PC nº 92, p. 55).

En la segunda parte de este artículo hemos de volver sobre esta cuestión de la dramática subestimación de la amenaza de guerra imperialista a la que lleva el análisis del PCInt, y más concretamente sobre el factor de desmovilización que son para la clase obrera las consignas de esa organización.

FM


[1]Es necesario hacer esa precisión pues existen actualmente tres organizaciones denominadas «Partido comunista internacional»: dos de ellas proceden de la antigua organización del mismo nombre que estalló en 1982 y que publicaba en italiano Il Programma Comunista; hoy esas dos escisiones publican, una el título mencionado y la otra Il Comunista. El tercer PCInt, que se formó de una escisión más antigua, publica Il Partito Comunista.

[2] Ver en especial los artículos publicados en la Revista internacional nos 52 y 53 «Guerra y militarismo en la decadencia».

[3] Sobre esta cuestión, ver en especial (entre los numerosos textos dedicados a la defensa de la noción de decadencia del capitalismo) nuestro estudio «Comprender la decadencia del capitalismo» en Revista internacional, nos 48, 49, 50, 52, 54, 55, 56 y 58. El vínculo entre el análisis de la decadencia y las posiciones políticas está tratado en la nº 49.

[4] «Comprender la decadencia del capitalismo». La crítica de las ideas de Bordiga se aborda en los nos 48, 54 y 55 de la Revista internacional.

[5] «La guerra en el capitalismo» (no 41) y «Guerra y militarismo en la decadencia» (nos 52 y 53).

[6] Ver el folleto La decadencia del capitalismo y otros muchos artículos en esta Revista, especialmente en la nº 13 «Marxismo y teoría de las crisis» y en la nº 76 «El comunismo no es un bello ideal sino una necesidad material».

[7] Sobre el estudio de los mecanismos económicos de la reconstrucción pueden leerse las partes Vª y VIª del estudio «Comprender la decadencia del capitalismo» (Revista internacional nº 55 y 56).

 

Series: 

  • Polémica en el medio político: sobre la guerra [7]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Bordiguismo [8]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • La decadencia del capitalismo [9]

VIII - 1871: la primera dictadura del proletariado

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El comunismo: una sociedad sin Estado

La mayoría de la gente tiene la creencia equivocada, sistemáticamente propagada por todos los portavoces de la burguesía desde la prensa a los profesores universitarios, de que el comunismo equivale a una sociedad en la que todo está bajo el control del Estado. En esta superchería esta basada la identificación completa entre el comunismo y los regímenes estalinistas del Este.

Sin embargo esto es completamente falso. Es justamente todo lo contrario. Para Marx y Engels, para todos los revolucionaros que siguieron sus pasos, el comunismo significa una sociedad sin Estado, una sociedad en la que los seres humanos controlan sus asuntos sin que exista por encima de ellos, ningún poder coercitivo, sin gobiernos, sin ejércitos, cárceles o fronteras nacionales.

Por descontado, la visión burguesa del mundo replica a esta concepción del comunismo: sí, sí, pero eso no es más que una utopía que jamás puede suceder; la sociedad moderna es demasiado grande y compleja; los hombres apenas son de fiar, son demasiado violentos, demasiado codiciosos de poder y privilegios. Los más sofisticados (como por ejemplo el profesor J. Talmon, autor de The Origins of Totalitarian Democracy) nos advierten incluso que el mero intento de crear una sociedad sin Estado, conduce necesariamente al tipo monstruoso de Estado que creció en Rusia bajo Stalin.

Pero... ¡un momento! Si el comunismo sin Estado es una utopía, un sueño vano ¿por qué los actuales mandamases del Estado gastan tanto tiempo y tanta energía en repetir la mentira de que comunismo = control del Estado sobre la sociedad? ¿y no será que la auténtica versión del comunismo es realmente un desafío subversivo al orden existente? ¿no corresponde esta versión a las necesidades de un movimiento real que ha de enfrentarse al Estado y a la sociedad que éste protege?

Dado que el marxismo es la visión teórica y el método de este movimiento de la clase obrera internacional, es fácil comprender por qué la ideología burguesa en todas sus formas –incluso las que se autodefinen como “marxistas”– ha buscado siempre enterrar la teoría marxista sobre el Estado, bajo un gigantesco montón de falsificaciones. Cuando Lenin escribió El Estado y la Revolución en 1917, señalo la necesidad de “rescatar” la verdadera posición marxista sobre el Estado, de debajo de los escombros del reformismo. Hoy, tras las campañas burguesas de identificación del capitalismo de Estado estalinista con el comunismo, este trabajo de rescate es todavía necesario. De ahí que dediquemos el presente artículo a un acontecimiento extraordinario como fue la Comuna de París, la primera revolución proletaria de la historia, que legó a la clase obrera las lecciones más valiosas, precisamente sobre esta cuestión.

La Primera Internacional: una vez más la lucha política

En 1864 Marx, tras dedicar 10 años a una intensa profundización teórica, volvió a la práctica política. En la década siguiente concentró sus energías en dos cuestiones políticas por excelencia: la formación de un partido internacional de los trabajadores y la conquista del poder por la clase obrera.

Tras el largo reflujo de la lucha de clases que siguió a la derrota de las grandes convulsiones sociales de 1848, el proletariado europeo comenzó a dar muestras de un nuevo despertar de la conciencia y la militancia: huelgas por reivindicaciones económicas y políticas, formación de sindicatos y cooperativas obreras, movilizaciones de los trabajadores en torno a cuestiones de “política exterior”, como el apoyo a la independencia de Polonia o a las fuerzas antiesclavistas en la Guerra civil de Norteamérica... Todo ello convenció a Marx de que el periodo de derrota había finalizado, y por ello apoyó activamente la iniciativa de los sindicalistas ingleses y franceses que daría lugar, en Septiembre de 1864, a la Asociación internacional de los trabajadores[1]. Como señaló Marx en el Informe del Consejo general al Congreso de Bruselas de la Internacional, en 1868: “esta asociación no ha sido tramada por una secta o una teoría. Es el desarrollo espontáneo del movimiento proletario que es, a su vez, el resultado de las tendencia naturales e incontenibles de la sociedad moderna”. Así pues, aunque las motivaciones inmediatas de muchos de los que formaron la Internacional, tuvieran muy poco que ver con el pensamiento de Marx (especialmente, por ejemplo, los sindicalistas ingleses que querían utilizar la Internacional como un medio para prevenir la importación de esquiroles extranjeros), esto no le arredró para desempeñar en ella un papel dirigente como miembro del Consejo general, consagrándole una parte muy importante de su vida y escribiendo muchos de sus mejores documentos. La Iª Internacional fue el producto del movimiento obrero en un momento dado, en una fase de su desarrollo histórico en el que aún estaba formándose como una fuerza dentro de la sociedad burguesa. Por ello, para la fracción marxista, todavía tenía sentido trabajar en el seno de la Internacional junto a otras tendencias obreras, participar en sus actividades inmediatas en torno al combate cotidiano de los trabajadores; y, al mismo tiempo, tratando de liberar a la organización de los prejuicios burgueses y pequeño burgueses, proporcionándole el máximo de claridad política y teórica que necesitaba para actuar como vanguardia revolucionaria de la clase revolucionaria.

No es este el lugar para adentrarnos en la historia de todos los combates políticos y doctrinales que la fracción marxista libró dentro de la Internacional. Nos limitaremos a reseñar que tales combates estuvieron basados en ciertos principios ya enunciados en el Manifiesto Comunista y confirmados por las experiencias de las revoluciones de 1848, en particular:

  • que “la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos” (Primera frase de los Estatutos provisionales de la AIT). De ahí se desprende la necesidad de una organización “establecida por los propios trabajadores y para ellos mismos” (Discurso en el VIIº Aniversario de la Internacional, Londres 1871) y liberada de la influencia de los burgueses liberales y reformistas. En resumen, que obrara para el proletariado con una política independiente, incluso en ese periodo en el todavía eran posibles las alianzas con fracciones progresistas de la burguesía. En el seno de la propia Internacional, la defensa de este principio llevó a la ruptura con Mazzini y sus seguidores, los burgueses nacionalistas.
  • que en consecuencia, “la clase obrera no puede actuar, como clase, si no se constituye a sí misma en partido político, distinto y opuesto, a todos los partidos constituidos por las clases poseedoras” y que “esta constitución de la clase obrera en partido político es indispensable para asegurar el triunfo de la revolución social y su fin último: la abolición de las clases” (Resolución de la Conferencia de Londres de la Internacional sobre la Acción política de la clase obrera, septiembre de 1871). Esta concepción del partido de clase –una organización internacional, centralizada, de los proletarios más avanzados[2]– fue defendida en contra de todos aquellos elementos federalistas, “antiautoritarios”, anarquistas, especialmente los seguidores de Proudhon y Bakunin, que consideraban inherentemente despótica cualquier forma de centralización; y que, en ningún caso, ni en la fase defensiva del movimiento obrero, ni en la fase revolucionaria, la Internacional nada tenía que ver con la política. El Manifiesto inaugural de Marx a la Internacional en 1864 ya había señalado que “la conquista del poder político se ha convertido ya en el primer deber de las clases trabajadoras”. La Resolución de 1871 reiteraba pues este principio fundacional en contra de todos aquellos que creían que la revolución social podría desarrollarse sin que los trabajadores se tomaran la molestia de formar un partido político y lucharan por el poder político como clase.

Entre 1864 y 1871, este debate sobre “la política” estuvo sobre todo centrado en si la clase obrera debía o no entrar en el ámbito de la política burguesa (reivindicación del sufragio universal, participación de los partidos obreros en las elecciones y el Parlamento, lucha por derechos democráticos, etc.) como un medio de obtener reformas y reforzar su posición dentro de la sociedad burguesa. Los bakuninistas y los blanquistas[3], adalides de la omnipotente voluntad revolucionaria, se negaban a analizar las condiciones materiales objetivas en las que se desarrollaba el movimiento obrero, y rechazaban tales tácticas por ser distracciones de la revolución social. La fracción materialista de Marx, en cambio, se daba cuenta de que el capitalismo, como sistema global, al no haber completado aún su misión histórica, no había sentado todas las condiciones para una transformación revolucionaria de la sociedad; y que por tanto, para el proletariado, aún era necesaria la lucha por reformas tanto a nivel económico como político. Así no sólo mejoraría su situación material inmediata, sino que además se prepararía y se organizaría para el enfrentamiento revolucionario que inevitablemente habría de producirse por la trayectoria histórica del capitalismo hacia la crisis y el colapso.

Este debate continuó a lo largo de décadas en la historia del movimiento obrero, en diferentes coyunturas y con distintos protagonistas. Pero en 1871, los acontecimientos en la Europa continental contribuyeron a dar una nueva dimensión global a este debate sobre la acción política del proletariado. Ese fue el año de la primera revolución proletaria de la historia, la verdadera conquista del poder político por la clase obrera, el año de la Comuna de Paris.

La Comuna y la concepción materialista de la historia

“Cada paso del movimiento real es más importante que una docena de programas” (Carta de Marx a Bracke, 1875).

El drama y la tragedia de la Comuna de París fueron brillantemente descritos y analizados por Marx en La Guerra civil en Francia, publicada en el verano de 1871 como Manifiesto oficial de la Internacional. En esta apasionada diatriba, Marx muestra cómo una guerra entre naciones, Francia y Prusia, se transformó en una guerra entre clases. Tras el desastroso colapso militar de Francia, el gobierno de Thiers asentado en Versalles firmó una paz impopular que trató de imponer a París, lo que sólo podía hacerse desarmando a los trabajadores agrupados en la Guardia nacional. El 18 de Marzo de 1871, las tropas enviadas desde Versalles intentaron arrebatar los cañones que la Guardía tenía bajo su control. Esto sería el preludio de una masiva represión contra los trabajadores y las minorías revolucionarias. Los trabajadores de París respondieron tomando las calles y confraternizando con las tropas de Versalles. Días después proclamaron la Comuna.

El nombre de la Comuna de 1871, evocaba la Comuna revolucionaria de 1793, el órgano de los Sans culottes durante las fases más radicales de la revolución burguesa. Pero esta segunda Comuna tenía un sentido muy diferente pues ya no miraba hacia el pasado, sino hacia el futuro: hacia la revolución comunista de la clase obrera.

Si bien Marx alertó, ya durante el sitio de París, que un levantamiento en condiciones de guerra sería una “locura desesperada” (Segundo manifiesto del Consejo general de la Asociación internacional de los trabajadores sobre la Guerra franco-prusiana); cuando este alzamiento tuvo lugar no dudó un instante en comprometerse él mismo y la Internacional en expresar la más inquebrantable solidaridad con los Communards –entre los cuales jugaban un papel destacado los miembros de la Internacional en París, aún cuando no tuvieran una opinión política “marxista”. No podía reaccionar de otra forma ante el cúmulo de viles calumnias que el mundo burgués arrojó sobre la Comuna, y frente a la despiadada venganza que la clase dominante exigía contra el proletariado de París, por haber osado desafiar su “civilización”: después de masacrar a miles de combatientes en las barricadas, miles más –hombres mujeres y niños– fueron fusilados en masa, encarcelados en las más abyectas condiciones, o deportados a trabajos forzados en las colonias. Desde los tiempos de la antigua Roma, los explotadores no habían desatado una orgía de sangre así.

Pero junto a una cuestión elemental de solidaridad proletaria, Marx tenía otra razón para reconocer el significado fundamental de la Comuna: si bien la Comuna fue “históricamente” prematura, es decir que se dio cuando aún no habían madurado las condiciones materiales para una revolución proletaria a escala mundial; no es menos cierto que la Comuna fue ¡y de que modo! un suceso de importancia histórica mundial, un paso crucial en el camino de esa revolución, un auténtico tesoro de lecciones para el futuro, para la clarificación del programa comunista. Ya antes de la Comuna, la fracción más avanzada de la clase obrera –los comunistas– comprendían que los obreros debían tomar el poder político, como primer paso para la construcción de la comunidad humana sin clases. Pero faltaba por clarificar cómo el proletariado establecería su dictadura, pues tal posición teórica sólo podía establecerse a partir de las experiencias vividas por la clase obrera. La Comuna de Paris fue esa experiencia, y por ello quizá la prueba más fehaciente de que el programa comunista no es un dogma fijado de antemano y estático, sino algo que evoluciona y se amplía, en estrecha relación con la práctica de la clase obrera. No es una utopía, sino un gran experimento científico, cuyo laboratorio es el movimiento real de la sociedad. Es de sobra conocido como Engels, en su último prefacio al Manifiesto comunista de 1848, señaló concretamente que la Comuna de París había dejado obsoletas aquellas formulaciones del texto original que expresaban la idea de apoderarse de la máquina estatal existente. Las conclusiones que Marx y Engels sacaron de la Comuna son, en otras palabras, una demostración y una defensa del método del materialismo histórico. Como formuló Lenin en El Estado y la Revolución:

“En Marx no hay ni rastro de utopismo, pues no inventa ni saca de su fantasía una ‘nueva’ sociedad. No, Marx estudia cómo un proceso histórico-natural, como nace la nueva sociedad de la vieja, estudia las formas de transición de la segunda a la primera. Toma la experiencia real del movimiento proletario de masas y se esfuerza por sacar las enseñanzas prácticas de ella. ‘Aprende’ de la Comuna como no temieron aprender todos los grandes pensadores revolucionarios de la experiencia de los grandes movimientos de la clase oprimida...”

No pretendemos volver a contar aquí la historia de la Comuna. Los principales acontecimientos están descritos en La Guerra civil en Francia, y en otros trabajos de revolucionarios como Lissagaray, que luchó personalmente en las barricadas. Lo que trataremos de analizar en este artículo es, precisamente, lo que Marx aprendió de la Comuna. En próximos artículos veremos cómo defendió estas lecciones contra las confusiones reinantes en el movimiento obrero de aquella época.

Marx contra la veneración del Estado

“Fue... una revolución no contra tal o cual forma de poder estatal: legitimista, constitucional o imperialista. Fue una revolución contra el Estado mismo, ese aborto sobrenatural de la sociedad; una reanudación por el pueblo y para el pueblo de su propia vida social” (Marx, primer borrador de La Guerra civil en Francia).

Las conclusiones que Marx sacó de la Comuna de París tampoco fueron, por otro lado, un producto automático de la experiencia directa de los trabajadores. Fueron más bien una confirmación y un enriquecimiento de un aspecto del pensamiento de Marx, que reitera constantemente desde que rompió con el hegelianismo y se orientó hacia la causa del proletariado.

Antes incluso de ser claramente comunista, Marx ya había empezado a criticar la idealización que Hegel hacía del Estado. Para éste (cuyo pensamiento era una contradictoria amalgama del radicalismo derivado del ímpetu de la revolución burguesa, y el conservadurismo heredado de la sofocante atmósfera del absolutismo prusiano), el Estado –y para más inri, el Estado prusiano entonces existente– se definía como la encarnación del Espíritu absoluto, la forma perfecta de existencia social. En su crítica a Hegel, Marx, en cambio, muestra que lejos de ser el más alto y noble producto de la humanidad, el sujeto racional de la existencia social, el Estado (y el estado burocrático prusiano, más que ningún otro) era un aspecto de la alienación del hombre, de su pérdida de control sobre sus propias facultades sociales. El pensamiento de Hegel ponía las cosas al revés: “Hegel parte del Estado y concibe al hombre como el estado subjetivizado, la democracia parte del hombre y concibe al Estado como el hombre objetivizado” (Crítica de la doctrina del Estado de Hegel, 1843). En aquel momento, el punto de vista de Marx es aún el de la democracia burguesa radical (aunque, por cierto, muy radical pues ya argumentaba que la verdadera democracia debía conducir a la desaparición del Estado), una visión que consideraba la emancipación de la humanidad, ante todo, en el ámbito de lo político. Pero rápidamente, en cuanto empezó a ver las cosas desde la perspectiva de la clase obrera, Marx se dio cuenta de que si el Estado se alienaba de la sociedad, era porque el Estado era el producto de una sociedad basada en la propiedad privada y los privilegios de clase. En sus escritos sobre la Ley acerca del Robo de Leña, por ejemplo, Marx empezó a ver al Estado como el guardián de la desigualdad social, de los intereses de clase de unos pocos; en La Cuestión judía comenzó a reconocer que la verdadera emancipación de la humanidad no podía quedar restringida en una dimensión política sino que exigía una forma diferente de vida social. Así pues, ya desde sus comienzos, el comunismo de Marx se preocupó de desmitificar el Estado, y jamás se desvió de ese camino.

Como ya hemos visto en los artículos dedicados al Manifiesto comunista y las revoluciones de 1848 (ver Revista internacional nº 72 y 73), la emergencia del comunismo como una corriente con un programa político definido y una organización va en ese mismo sentido. El Manifiesto comunista, escrito antes de los grandes estallidos sociales de 1848, aspiraba no sólo a la toma del poder político por el proletariado, sino también a la definitiva extinción del Estado, una vez que sus raíces (una sociedad dividida en clases) hubieran sido desenterradas y destruidas. Después las experiencias de los movimientos de 1848 permitieron a la minoría revolucionaria organizada en la Liga comunista, clarificar muchas cuestiones sobre el camino del proletariado al poder, subrayando la necesidad de que, en cada tentativa revolucionaria, el proletariado conservase bajo su control sus armas y órganos de clase, e incluso (en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte) sugiriendo, por vez primera, que la tarea de la insurrección proletaria no era la de perfeccionar la máquina del Estado burgués sino destruirla.

Así pues la fracción marxista partía ya para interpretar la experiencia de la Comuna, de un patrimonio teórico. Es cierto que las lecciones de la historia no se dan “espontáneamente”, sino que requieren que las vanguardias comunistas las integran en un marco de pensamiento ya existente. Pero también es verdad que esas mismas ideas deben ser constantemente examinadas y contrastadas a la luz de las experiencias de la clase obrera. A los proletarios de París, les cupo el honor de ofrecer pruebas convincentes de que la clase obrera no puede hacer su revolución tomando a cargo una máquina, cuya verdadera estructura y modo de funcionamiento está adaptado a la perpetuación de la explotación y la opresión. Si el primer paso de la revolución proletaria es la conquista del poder político, éste sólo puede tener lugar a través de la destrucción violenta del Estado burgués imperante.

El armamento de los trabajadores

El hecho de que la Comuna estallara a raíz de un intento del Gobierno de Versalles de desarmar a los trabajadores, es altamente significativo, pues muestra cómo la burguesía no puede tolerar a un proletariado armado. En cambio, el proletariado sólo puede tomar el poder con las armas en la mano. La clase dominante más violenta y despiadada de la historia jamás permitirá ser desalojada pacíficamente del poder. Sólo podrá hacerse por la fuerza, y la clase obrera sólo puede defender su revolución frente a las tentativas de contrarrestarla, manteniendo su propia fuerza armada. En efecto, dos de las críticas más severas que Marx hizo a la Comuna fueron que no usó esa fuerza como era necesario, deteniéndose, presos de “un temor reverencial” a las puertas del Banco de Francia, en vez de ocuparlo y utilizarlo como medio de presión contra la burguesía; y, por otro lado, que no consiguiera lanzar una ofensiva contra Versalles, cuando estos todavía carecían de los recursos necesarios para ejecutar su ataque contrarrevolucionario contra la capital.

Pero a pesar de estas debilidades, la Comuna realizó un avance histórico decisivo cuando, en uno de sus primeros decretos, disolvió el ejército permanente e inició el armamento general de la población en la Guardia nacional que se transformó, de hecho, en una milicia popular. Con ello la Comuna dio el primer paso del desmantelamiento de la vieja máquina estatal, que encuentra su expresión por excelencia en el ejército, en unas fuerzas armadas que vigilan a la población, obedeciendo únicamente a los más altos cargos de la máquina estatal, totalmente desvinculados de cualquier control desde abajo.

El desmantelamiento de la burocracia mediante la democracia obrera

Junto al ejército, y en realidad profundamente interpenetrado con él, la institución que más claramente identifica al Estado como una “excrescencia parásita” es la burocracia, que se aliena a sí misma de la sociedad, y que constituye esa red bizantina de altos funcionarios permanentes, que ven al Estado casi como si fuera su propiedad privada. Y también la Comuna tomó inmediatamente medidas para liberarse de este cuerpo parásito. Engels, en su “Introducción” a La Guerra civil en Francia, resumió sucintamente tales medidas:

“Contra esta transformación del Estado y de los órganos del Estado, de servidores de la sociedad en señores de ella, transformación inevitable en todos los Estados anteriores; empleó la Comuna dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y de enseñanza por elección, mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, todos los funcionarios, altos y bajos, estaban retribuidos como los demás trabajadores. El sueldo máximo abonado por la Comuna era de 6000 francos. Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y a la caza de cargos, y esto sin contar con los mandatos imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los cuerpos representativos”.

Marx señaló igualmente que al combinar funciones legislativas y ejecutivas, “la Comuna no había de ser un organismo parlamentario sino una corporación de trabajo”. En otros términos, una forma de democracia mucho más elevada que el parlamentarismo burgués. Incluso en los mejores momentos de éste, la división entre el legislativo y el ejecutivo significa que éste último tiende a escapar del control del primero, engendrando así una creciente burocracia. Esta tendencia se ha visto plenamente confirmada en la decadencia capitalista, en la que los órganos ejecutivos del Estado han dejado al legislativo como un simple adorno.

Pero quizás la demostración más palpable, de que la democracia proletaria encarnada en la Comuna era mucho más avanzada que cualquier forma de democracia burguesa, fue el principio de la revocabilidad de los delegados.

“En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante han de representar y aplastar al pueblo en el parlamento, el sufragio universal había de servir al pueblo organizado en comunas...” (La Guerra civil...). Las elecciones burguesas se basan en el principio del sufragio del ciudadano atomizado en la cabina electoral, que otorga su voto pero sin que ello le de un control real sobre sus “representantes”. La concepción proletaria de los delegados elegidos y revocables, en cambio, sólo puede funcionar sobre la base de una movilización permanente y colectiva de los trabajadores y oprimidos. Recuperando la tradición histórica de las secciones revolucionarias de las que emanó la Comuna de 1793 (por no mencionar los “agitadores” radicales del “Nuevo Ejército” de Cromwell, en la revolución inglesa); los delegados del Consejo de la Comuna eran elegidos en las asambleas públicas celebradas en cada distrito de París. Formalmente, estas asambleas electorales tenían la facultad de formular instrucciones a sus delegados, y de revocarlos si era necesario. En la práctica, sucedió que gran parte del trabajo de supervisar y presionar a los delegados comunales fue llevado a cabo por varios “Comités de Vigilancia” y clubes revolucionarios que surgieron en las barriadas obreras, y que fueron lugares de una intensa vida de discusiones políticas, tanto sobre las cuestiones generales que se planteaban al proletariado, como sobre cuestiones inmediatas de supervivencia, organización y defensa. La declaración de principios del Club comunal que se reunía en la iglesia de Saint-Nicolas-des-Champs, en el distrito tercero, nos permite apreciar el nivel de conciencia política que alcanzaron los obreros de París durante los dos meses de agitada existencia de la Comuna:

“Los propósitos del Club comunal son los siguientes:
Luchar contra los enemigos de nuestros derechos comunales, de nuestras libertades y de la República. Defender los derechos del pueblo, educarle políticamente de manera que pueda gobernarse por sí mismo.
Recordar a nuestros mandatados cuáles son sus principios, si se alejan de ellos, y apoyarlos en todos sus esfuerzos por salvar la República. Sobre todo, sin embargo, apoyar la soberanía del pueblo, que jamás debe renunciar a su derecho a supervisar las acciones de sus mandatados.
Pueblo: ¡Gobiérnate directamente por ti mismo, a través de las reuniones políticas, a través de vuestra prensa; poned vuestro empeño en apoyo de los que os representan. Sin ese apoyo no podrán marchar lo suficiente en sentido revolucionario!
¡Viva la Comuna!”.

Del semi Estado al sin Estado

Precisamente por el hecho de estar basada en una movilización permanente del proletariado en armas, la Comuna “ya no era un Estado en el sentido estricto del término” (carta de Engels a Bebel, 1875). Lenin en El Estado y la revolución, entresacó esta cita y añadió de su puño y letra:

“La Comuna iba dejando de ser un Estado, toda vez que su papel no consistía en reprimir a la mayoría de la población, sino a la minoría (a los explotadores); había roto la máquina del Estado burgués; en vez de una fuerza especial para la represión, entró en escena la población misma. Todo esto significa apartarse del Estado en su sentido estricto. Y si la Comuna se hubiera consolidado, habrían ido ‘extinguiéndose’ en ella, por sí mismas, las huellas del Estado, no habría sido necesario ‘suprimir’ sus instituciones: éstas habrían dejado de funcionar a medida que no tuviesen nada que hacer”.

Así pues el antiestatalismo de la clase obrera actúa a dos niveles, o mejor dicho en dos fases; primeramente la destrucción violenta del Estado burgués, en segundo lugar su sustitución por un nuevo tipo de poder político, que en la medida de lo posible, evita “los peores aspectos” de todos los Estados anteriores y que finalmente permite al proletariado deshacerse completamente del Estado, enviándolo, como decía Engels “al Museo de Antiguedades, junto a la rueca y la espada de bronce” (El Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado).

De la Comuna al comunismo: la cuestión de la transformación social

La extinción del Estado se basa en la transformación de la infraestructura social y económica, en la eliminación de las relaciones de producción capitalista y en el movimiento hacia una comunidad humana sin clases. Como ya hemos señalado, las condiciones materiales para tal transformación no estaban presentes, a nivel mundial, en 1871; además la Comuna apenas pudo durar dos meses y localizada únicamente en una ciudad asediada, si bien su ejemplo inspiró otras tentativas revolucionarias en otras ciudades de Francia (Marsella, Lyón, Toulouse, Narbona...).

Cuando los historiadores burgueses intentan desacreditar a Marx sobre la naturaleza revolucionaria de la Comuna, señalan que muchas de las medidas sociales y económicas tomadas por la Comuna, difícilmente pasarían por socialistas: la separación de la Iglesia del Estado, por ejemplo, es algo completamente asumible por el republicanismo burgués radical. Incluso aquellas medidas que tuvieron un impacto más directo sobre el proletariado, como la abolición del trabajo nocturno de los panaderos, la asistencia social con la formación de sindicatos... fueron impulsadas más para defender a los trabajadores de la explotación, que para acabar con esa misma explotación... Todo eso ha llevado a algunos “expertos” en la Comuna, a argumentar que, en realidad, se trató más bien de los estertores de la tradición jacobina, que de los primeros avisos de la revolución proletaria. Otros, como ya Marx mismo señaló, toman la Comuna como “una reproducción de las comunas medievales que primero precedieron y luego sirvieron de base a ese... poder estatal moderno” (La Guerra civil...).

Todas estas interpretaciones se basan en una incomprensión absoluta de la naturaleza de la revolución proletaria. Las lecciones de la Comuna de París son esencialmente lecciones políticas, lecciones sobre la forma y las funciones del poder proletario, por la sencilla razón de que la revolución proletaria solo puede empezar como acto político. El proletariado que carece de cualquier poder económico en el sistema capitalista, no puede emprender un proceso de transformación de la sociedad, hasta haber tomado las riendas del poder político, y esto necesariamente ha de ser a escala mundial. La Revolución rusa de 1917 tuvo lugar en un momento histórico en el que el comunismo mundial era ya una posibilidad, llegando incluso a triunfar en un vasto país; y, sin embargo, el legado fundamental que nos ha dejado atañe, como veremos más adelante en esta serie, al problema del poder político de la clase obrera.

Pretender que la Comuna hubiera instaurado el comunismo en una sola ciudad, es lo mismo que esperar un milagro, y como ya señaló Marx: “La clase obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. Los obreros no tienen ninguna utopía lista para implantarla ‘par décret du peuple’. Saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen que realizar ningunos ideales, sino simplemente dar suelta a los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno” (La Guerra civil...).

En contra de todas las falsas interpretaciones de la Comuna, Marx insistió en que se trataba “esencialmente de un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo” (ídem).

En estos pasajes, Marx reconoce que la Comuna fue, ante todo, una forma política, y que no era la misión de este gobierno poner en marcha utopía alguna, pero, al mismo tiempo, afirma que una vez que el proletariado detenta el poder, puede y debe inaugurar, o mejor dicho “dar suelta”, a una dinámica hacia la “emancipación económica del trabajo”, a pesar de todas las limitaciones objetivas que encuentra esa dinámica. Por todo ello tanto la Comuna como la Revolución rusa, contienen lecciones muy valiosas sobre la futura transformación social.

Como ejemplo de esta dinámica, esta marcha lógica hacia la transformación social, Marx destaca la expropiación de las fábricas cerradas por los capitalistas en su huída, y que pasaban a manos de cooperativas obreras agrupadas en una Unión. Para Marx esto era una expresión a nivel inmediato, de los objetivos finales de la Comuna, la expropiación general de los expropiadores:

“Quería (la Comuna) convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción, la tierra y el capital, que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es el comunismo, el “irrealizable” comunismo! Sin embargo, los individuos de las clases dominantes que son lo bastante inteligentes para darse cuenta de la imposibilidad de que el actual sistema continúe -y no son pocos- se han erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción cooperativa. Ahora bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un engaño; si ha de sustituir al sistema capitalista; si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional de acuerdo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción capitalista, ¿que será eso entonces, caballeros, más que comunismo, comunismo “realizable”? (ídem).

La clase obrera, vanguardia de los oprimidos

La Comuna nos proporciona también importantes enseñanzas para comprender la relación entre la clase obrera, una vez adueñada del poder, y otras capas no explotadoras de la sociedad, en este caso la pequeña burguesía urbana y el campesinado. La clase obrera mostró, actuando como vanguardia decidida del conjunto de la población oprimida, su capacidad de ganarse la confianza de esas otras capas, que son menos capaces de actuar como una fuerza social unificada. Para conservar estas capas del lado de la revolución, la Comuna adoptó una serie de medidas económicas que aligeraban sus cargas: abolición de toda clase de deudas e impuestos, transformando a quienes encarnaban más de cerca la opresión del campesino, “a los que hoy son sus vampiros –el notario, el abogado, el agente ejecutivo– y otros dignatarios judiciales que le chupan la sangre en empleados comunales asalariados, elegidos por él y responsables ante él mismo” (ídem). En el caso de los campesinos, estas medidas quedaron en un terreno más bien hipotético ya que la autoridad de la Comuna no se extendió a las zonas agrícolas. Pero los trabajadores de París lograron un amplio apoyo de la pequeña burguesía urbana, sobre todo al posponer el pago de las deudas y la cancelación de los intereses.

El Estado como un “mal necesario”

Las estructuras electorales de la Comuna permitieron también a las otras capas no explotadoras participar políticamente en el proceso revolucionario. Era inevitable y necesario, y lo mismo se repitió en la Revolución rusa. Pero, vistas las cosas desde nuestra época, uno de los aspectos que fundamentalmente nos permite comprender cómo la Comuna fue una expresión “inmadura” de la dictadura proletaria, la creación de una clase obrera que aún no había alcanzado su desarrollo completo, es precisamente el hecho de que los obreros carecieran de una organización específica e independiente dentro de la Comuna, o que tuviera un papel predominante en los mecanismos electorales. La Comuna se eligió exclusivamente desde las unidades territoriales (los distritos) que aunque poblados mayoritariamente por trabajadores, no garantizaban al proletariado imponerse como una fuerza claramente autónoma (sobre todo si la Comuna se hubiera extendido a las masas campesinas, fuera de París). En cambio, los Consejos obreros de 1905 y 1917-21, elegidos por asambleas obreras, y que se desarrollaron en los principales centros industriales, representaron un avance respecto a la Comuna, como forma de dictadura proletaria. Es más, la forma Comuna corresponde en realidad, al Estado compuesto por todos los Soviets (de obreros, de soldados, de campesinos, de habitantes de las ciudades) que surge de la Revolución rusa.

La experiencia rusa permitió clarificar las relaciones entre los órganos específicos de la clase, los consejos obreros, y el Estado soviético en su totalidad. Mostró especialmente que la clase obrera no puede identificarse directamente con éste, sino que debe ejercer una vigilancia permanente sobre él, controlándolo a través de sus propias organizaciones de clase, que si bien participan en él, no se diluyen en el seno de dicho Estado. Abordaremos esta cuestión más adelante en esta serie, aunque ya ha sido tratada extensamente en nuestras publicaciones (ver en particular nuestro folleto El Estado en el periodo de transición del capitalismo al comunismo –en francés e inglés). Pero merece la pena destacar cómo el propio Marx vislumbró el problema. La primera redacción de La Guerra civil en Francia, contenía el siguiente pasaje:

“... la Comuna no es el movimiento social de la clase obrera y por lo tanto de una regeneración general de la mentalidad de los hombres, sino más bien los medios organizados de acción. La Comuna no se deshizo de la lucha de clases, a través de la cual la clase obrera empuja hacia la abolición de todas las clases, y por tanto de todas las dominaciones de clase... pero puede permitir los medios racionales para que la lucha de clases discurra, a través de sus diferentes etapas, de la manera más racional y humana”.

He aquí una clara intuición de que la dinámica real hacia la transformación comunista no puede venir del Estado post-revolucionario, ya que la función de éste es, como la de todos los Estados, la de amortiguar los antagonismos de clase, impidiendo que estos desgarren la sociedad. De ahí ese aspecto conservador respecto al verdadero movimiento social del proletariado. Incluso en la efímera vida de la Comuna, se pueden observar estas tendencias. La Historia de la Comuna de París de Lissagaray, incluye muchas críticas de las dudas y confusiones y, en algunos casos, de las poses afectadas de algunos de los miembros del Consejo de la Comuna, muchos de los cuales, encarnaban efectivamente un radicalismo pequeño burgués obsoleto, y que fueron frecuentemente dados de lado por las asambleas de los barrios obreros. Al menos uno de los clubes revolucionarios declaró disuelta la Comuna ¡porque no era lo bastante revolucionaria!

En uno de sus más celebras pasajes, Engels, abunda desde luego en esta misma cuestión, cuando afirma que el Estado, incluso el semi Estado del período de transición al comunismo es “en el mejor de los casos, un mal que se transmite hereditariamente al proletariado triunfante en su lucha por la dominación de clase. El proletariado victorioso, lo mismo que hizo la Comuna, no podrá por menos que amputar inmediatamente los peores aspectos de este mal, hasta que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo ese trasto viejo del Estado” (“Introducción” a La Guerra civil en Francia). Una prueba más de que, para el marxismo, la fuerza del Estado da la medida de la esclavitud del hombre.

De la guerra nacional a la guerra de clases

Esta es otra lección vital de la Comuna, que si bien no se refiere al problema de la dictadura del proletariado, afecta a una cuestión que ha sido particularmente espinosa en la historia del movimiento obrero: la cuestión nacional.

Ya hemos dicho que Marx, y su tendencia en la Iª Internacional, reconocían que el capitalismo aún no había alcanzado el apogeo de su desarrollo, pues en efecto aún debía enfrentar los residuos de la sociedad feudal y otros remanentes arcaicos. Por esa razón, Marx apoyó ciertos movimientos nacionales en tanto representaban la democracia burguesa frente al absolutismo, la unificación nacional contra la fragmentación feudal. El apoyo que la Internacional dio a la independencia de Polonia contra el zarismo ruso, a la unificación de Italia y Alemania, o a los nordistas contra los esclavistas en la Guerra civil americana, estaba basado en esta lógica materialista. Igualmente por ello, movilizó la solidaridad y la simpatía activa de la clase obrera por estas causas: en Gran Bretaña, por ejemplo, se convocaron mítines masivos en apoyo de la independencia de Polonia o manifestaciones multitudinarias contra la intervención británica en apoyo del Sur en Norteamérica, aún a costa de que la escasez de algodón resultante de la guerra, se pagase en privaciones muy duras para los obreros textiles británicos.

En este contexto, cuando aún la burguesía no había agotado su tarea histórica progresista, el problema de las guerras de defensa nacional era tan importante que debía ser considerado seriamente por los revolucionarios en cada guerra entre estados, y como tal se planteó con suma crudeza cuando estalló la guerra franco-prusiana. La política de la Internacional hacia esta guerra quedó resumida en el Primer manifiesto del Consejo general de la Asociación internacional de trabajadores sobre la guerra franco-prusiana. Se trataba, sustancialmente, de declaración de internacionalismo proletario básico contra las guerras “dinásticas” de la clase dominante. Este texto cita un manifiesto escrito, en el momento de estallar la guerra, por la sección francesa de la Internacional: “Una vez más, bajo el pretexto del equilibrio europeo y del honor nacional, la paz del mundo se ve amenazada por las ambiciones políticas. ¡Obreros de Francia, de Alemania, de España! ¡Unamos nuestras voces en un grito unánime de reprobación contra la guerra!... ¡Guerrear por una cuestión de preponderancia o por una dinastía tiene que ser forzosamente considerado por los obreros como un absurdo criminal!...”. Tales sentimientos eran compartidos no solo por la minoría socialista. Marx cuenta en el Primer manifiesto, cómo los obreros internacionalistas franceses increpaban a los chovinistas partidarios de la guerra, en las calles de París.

Al mismo tiempo, la Internacional mantenía que “por parte de Alemania, la guerra es defensiva” aunque esto no significaba en modo alguno, envenenar a los trabajadores alemanes con el chovinismo. En respuesta a la declaración de la sección francesa, los afiliados alemanes de la Internacional, aunque aceptaban pesarosos que una guerra defensiva era un mal ineludible, declaraban igualmente que “la guerra actual es una guerra exclusivamente dinástica... Nos congratulamos en estrechar la mano fraternal que nos tienden los obreros de Francia... Fieles a la consigna de la Asociación Internacional de los Trabajadores: ‘¡Proletarios de todos los países, uníos!’, jamás olvidaremos que los obreros de todos los países son nuestros amigos, y los déspotas de todos los países, nuestros enemigos” (Resolución de una asamblea en Chemnitz, de delegados que representaban a 50 mil obreros de Sajonia).

El Primer manifiesto ponía en guardia también a los obreros alemanes contra la transformación de esta guerra, por parte de Alemania, en una guerra de agresión; y daba cuenta de la complicidad de Bismarck en la guerra, aún antes de la revelación del telegrama de Ems que probaba que en realidad Bismarck había tendido una trampa a Bonaparte y su “Segundo Imperio” para que entrara en guerra. En todo caso, tras el colapso del ejército francés en Sedán, la guerra paso a ser una guerra de conquista por parte de Prusia. Paris fue sitiado y la Comuna misma surgió como un asunto de defensa nacional. El régimen de Bonaparte fue sustituido por una República en 1870, ya que el Imperio se había mostrado incapaz de defender París; del mismo modo, posteriormente la República mostraría que prefería entregar París a los prusianos que dejarla en manos del proletariado armado.

Por mucho que en sus acciones iniciales los obreros de París razonaran según un modelo de patriotismo defensivo, de preservación del honor nacional ultrajado por la burguesía misma, la proclamación de la Comuna marcó de hecho, un momento de inflexión histórico. Ante la perspectiva de una revolución obrera, las burguesías francesa y prusiana cerraron filas para aplastarla: el ejército prusiano liberó a los prisioneros de guerra para nutrir las fuerzas contrarrevolucionarias francesas que mandaba Thiers, permitiendo incluso que éstas atravesaran sus líneas, en su asalto final a la Comuna. De estos acontecimientos, Marx extrajo una conclusión de significación histórica:

“El hecho sin precedente de que después de la guerra más tremenda de los tiempos modernos, el ejército vencedor y el vencido confraternicen en la matanza común del proletariado, no representa, como cree Bismarck, el aplastamiento definitivo de la nueva sociedad que avanza, sino el desmoronamiento completo de la sociedad burguesa. La empresa más heroica que aún puede acometer la vieja sociedad es la guerra nacional. Y ahora viene a demostrarse que esto no es más que una añagaza de los gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases, y de la que se prescinde tan pronto como esta lucha estalla en forma de guerra civil. La dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional; todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado” (La Guerra Civil...).

Por su parte, el proletariado revolucionario de París había empezado ya a distanciarse de su postura inicialmente patriótica; de ahí por ejemplo el decreto que permitía a los extranjeros servir a la Comuna, “ya que la bandera de la Comuna es la bandera de la República Universal”, o la destrucción de la Columna de Vendome, símbolo del honor castrense de Francia... La lógica histórica de la Comuna de París era la de impulsar la Comuna universal, aunque eso no fuera posible en aquel momento. Y esto explica por qué el levantamiento de los obreros parisinos durante la guerra franco-prusiana fue en realidad, a pesar de las frases patrióticas que la acompañaron, el antecesor de las insurrecciones explícitamente antibélicas de 1917-18 y de la oleada revolucionaria internacional que las siguió.

Las conclusiones de Marx también apuntan hacia el futuro. Quizás se adelantó al decir que la sociedad burguesa se desmoronaba en 1871, aunque puede que ese sea el año que marque el fin de la cuestión nacional en Europa, como señala Lenin en El imperialismo, fase superior del capitalismo, pero continuó siendo un problema en las colonias al entrar el capitalismo en su última fase de expansión. Pero, en un sentido más profundo, la denuncia que Marx hace de la añagaza de la guerra nacional, es todo un anticipo de lo que se hará realidad, una vez el capitalismo entre en su fase de decadencia. A partir de ese momento todas las guerras son imperialistas y ya no puede haber, para el proletariado, ningún planteamiento de defensa nacional. Los levantamientos revolucionarios de 1917-18 vinieron a confirmar igualmente, lo que Marx demostró respecto a la capacidad de la burguesía para unirse contra la amenaza del proletariado: frente a la posibilidad de una revolución obrera mundial, las burguesías de Europa, que durante cuatro años se habían enfrentado unas a otras, se dieron cuenta repentinamente, que debían firmar la paz para sofocar el desafío proletario a su “orden” sangriento. Una vez más, los gobiernos de todos los países fueron “uno solo contra el proletariado”.

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Dedicaremos el próximo artículo a la lucha que sostuvieron Marx y su tendencia contra aquellos elementos del movimiento obrero, especialmente los socialdemócratas de Alemania y los anarquistas de Bakunin, que no alcanzaron a comprender, o incluso que pretendieron enterrar las lecciones de la Comuna.

CDW


[1] El nombre dado en inglés fue el de International Workingmen's Association, y no Workers; era, por supuesto, un reflejo de la inmadurez del movimiento de la clase, ya que el proletariado no tiene ningún interés en institucionalizar divisiones sexuales en sus filas. Como en todos los grandes estallidos sociales, en la Comuna de París se pudo ver una extraordinaria actividad de las mujeres trabajadoras, que no solo desafiaron abiertamente su papel “tradicional” sino que, frecuentemente, se contaron entre las más valientes y radicales defensoras de la Comuna, tanto en los clubes revolucionarios como en las barricadas. Esta agitación dio lugar a la formación de secciones de trabajadoras de la Internacional, lo que en aquel tiempo constituyó un avance, si bien tales formas carezcan de sentido en el movimiento revolucionario actual.

[2] La frase “constitución del proletariado en un partido” refleja ciertas ambigüedades sobre el papel del partido que son también el producto de las limitaciones históricas del período. La Internacional contenía alguno de los rasgos de una organización unitaria de la clase. Durante todo el siglo pasado las ideas de que el partido representaba a la clase, o bien que el partido era la clase, tenían aún un gran peso en el movimiento obrero. Ha habido que esperar a este siglo para que tales ideas pudieran ser descartadas, y sólo después de dolorosas experiencias. No obstante, ya entonces existía una intuición básica de que el partido es la organización, no del conjunto de la clase, sino de sus elementos más avanzados. Tal definición se destaca ya desde el mismo Manifiesto comunista, y la Iª Internacional también se comprendió a sí misma en esos términos, cuando afirmaba que el partido de los trabajadores era “la sección de la clase obrera que ha llegado a ser consciente de los intereses comunes de la clase” (La cuestión militar de Prusia y el Partido de los trabajadores de Alemania, escrito por Engels en 1865).

[3] Los blanquistas tenían en común con los bakuninistas el voluntarismo y la impaciencia, pero siempre tuvieron claro que el proletariado debía establecer su dictadura para crear una sociedad comunista. Esto explica porqué Marx, en determinadas ocasiones trascendentales, se alió con los blanquistas contra los bakuninistas, sobre la cuestión de la acción política de la clase obrera.

 

Series: 

  • El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material [10]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Anarquismo "Oficial" [11]

Historia del Movimiento obrero: 

  • 1871 - La Comuna de Paris [12]

desarrollo de la conciencia y la organización proletaria: 

  • Primera Internacional [13]

Cuestiones teóricas: 

  • Comunismo [14]

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