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Revista internacional n° 78 - 3er trimestre de 1994

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Ruanda, Yemen, Bosnia, Corea - Tras las mentiras de «paz», la barbarie capitalista

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Ruanda, Yemen, Bosnia, Corea

Tras las mentiras de «paz», la barbarie capitalista

Bajo los auspicios de «la paz», de «la civilización», las grandes potencias militares del mundo acaban de celebrar a bombo y platillo el aniversario del desembarco aliado en las costas normandas de Francia. Los festejos organizados para esta ocasión, el repugnante «reality show» puesto en escena en los lugares mismos en que se produjo la carnicería de hace 50 años, las frases huecas de autobombo que se entrecruzaron los jefes de Estado más poderosos del planeta que no paraban de congratularse, todo ha contribuido a crear un impresionante montaje mediático a escala mundial. El mensaje ha sido repetido en todos los estilos: «nuestros grandes Estados industrializados y nuestras grandes instituciones democráticas, somos los herederos de los liberadores que expulsaron de Europa a la encarnación del mal que era el régimen nazi. Hoy como ayer somos los garantes de la “civilización”, de “la paz”, de lo “humanitario”, contra la opresión, el terror, la barbarie y el caos.»

Esa gente quiere hacernos creer que,  hoy como ayer, la barbarie son... los demás. La vieja patraña de que el único responsable de la espantosa carnicería de 1939-45, con sus 50 millones de muertos, su ristra de sufrimientos y atrocidades, habría sido la locura bestial de un Hitler y no el capitalismo como un todo, y no los sórdidos intereses imperialistas de todos los campos en presencia. Hace ya medio siglo que nos machacan con lo mismo con la esperanza de que una mentira mil veces repetida acabe por ser verdad. Y si hoy nos lo vuelven a servir en mundovisión es también para disculpar al capitalismo y en especial a las grandes potencias «democráticas», de la responsabilidad de las matanzas, de las guerras, de los genocidios y del creciente caos que hoy está destrozando el planeta.

Medio millón de hombres implicados en la operación, la mayor expedición militar de todos los tiempos, una carnicería sin nombre que lo dejó todo lleno de cadáveres en unas cuantas horas. Eso es lo que «en nombre de la paz» celebran a coro los dirigentes con corona, con galones o con sufragios, de la llamada «comunidad internacional» el 6 de junio de 1994. En su hipócrita recogimiento ante los camposantos llenos de cruces blancas hasta donde la vista alcanza, en las que está inscrita la edad de aquellos muchachos a quienes declararon «héroes», 20 años, 18 años, 16 años, la única emoción que embarga a esa ristra de canallas es la de echar de menos «aquel tiempo» de hace 50 años con una clase obrera sometida y con una carne de cañón abundante y sumisa[1].

«Paz», a todos ellos, a Clinton, Major, Mitterrand y compañía, es palabra que les llena la boca. Igual que cuando la caída del muro de Berlín, hace cinco años. La misma palabra, «paz», en cuyo nombre, la misma «comunidad internacional» desencadenó, unos meses más tarde, la «tempestad del desierto» en Irak con sus cientos de miles de víctimas. De esta nueva y científica matanza, nos prometieron que iba a surgir un «nuevo orden mundial». Desde entonces, y también como embajadores de la «paz» y de la «civilización» siguen presentándose en Yugoslavia, en Africa, en los Estados de la extinta URSS, en Oriente próximo y lejano. Cuanto más arrasadas están esas regiones por la guerra tanto más aparecen las grandes potencias cual defensoras de «la paz», tanto más, en realidad, están presentes y son activas en todos los conflictos guerreros para defender la única «causa justa» que conozcan todos los países capitalistas: sus intereses imperialistas.        

No hay paz posible bajo el capitalismo. El final de la segunda carnicería imperialista, si bien alejó la guerra de Europa y de los países más desarrollados, lo único que hizo fue trasladarla a la periferia del capitalismo. Desde hace 50 años, las potencias imperialistas, grandes o pequeñas, no han cesado un instante de enfrentarse militarmente en conflictos locales. Durande décadas las guerras locales incesantes no han sido otra cosa sino otros tantos momentos del enfrentamiento entre los dos grandes bloques imperialistas que se peleaban por el reparto del mundo. El desmoronamiento del bloque del Este y, por consiguiente, la explosión del bloque opuesto, el occidental, no puso ni mucho menos fin a la naturaleza guerrera e imperialista del capitalismo, sino todo lo contrario, fue la señal de su extrema agudización sin frenos y en todas las direcciones.

En un mundo en el que cada quien tira por su lado, son los aliados de ayer quienes se pelean hoy por mantener sus zonas de influencia por todas las esquinas del planeta. Los festejos del «día D» en que los mayores Estados se congratulan mutuamente de haber expulsado la guerra fuera de Europa hace 50 años, han ocurrido en un momento en que la guerra se ha vuelto a instalar en el continente, alimentada desde hace tres años por las rivalidades que oponen a esos mismos Estados «civilizados».

La raíz del caos guerrero que está destrozando el planeta no es ni mucho menos el repentino retorno de los «odios ancestrales» entre poblaciones atrasadas. Eso es lo afirman quienes pretenden hacer creer que la barbarie son los demás. Ese caos es mantenido y alimentado, y eso cuando no es directamente provocado, por las rivalidades y las ambiciones imperialistas de los mismos que nos apabullan con discursos sobre sus buenas intenciones «civilizadoras», «humanitarias» y «pacificadoras».

Ruanda. Las rivalidades entre Francia y Estados Unidos, responsables del horror

Un baño de sangre espantoso. Muchedumbres asesinadas a lo bestia, a machetazos y palos con puntas, niños degollados en sus cunas, familias perseguidas hasta donde creían encontrar refugio y asesinadas con una crueldad sin límites. Un país transformado en inmensa fosa. Sólo pensar en el lago Victoria arrastrando miles cadáveres da una idea del horror. ¿Cuántas víctimas? Medio millón, quizás más. La amplitud del genocidio será una incógnita. Nunca en la historia un éxodo de población semejante huyendo de las matanzas se había producido en tan poco tiempo.

Con la evocación de tal horror, la prensa y la televisión de la burguesía «democrática», que se ha regodeado en esas imágenes de fin del mundo, nos quieren meter en la cabeza el mensaje siguiente: mirad dónde desembocan los ancestrales odios raciales que están destrozando a los habitantes del África «salvaje» y frente a las cuales los Estados civilizados son impotentes. Estad satisfechos de vivir en nuestras regiones tan democráticas protegidos de un caos así. El desempleo y la miseria cotidiana que aquí tenéis que soportar es un paraíso comparados con las masacres que destruyen a esos pueblos.

La mentira es tanto más grosera por cuanto el pretendido conflicto étnico ancestral entre hutus y tutsis fue montado pieza a pieza por las potencias imperialistas en los tiempos de la colonización. La diferencia entre tutsis y hutus era más bien un problema de castas sociales que de diferencias «étnicas». Los tutsis eran la casta feudal en el poder en la que al principio se apoyaron las potencias coloniales. Heredera de la colonia ruandesa tras el reparto del imperio alemán entre los vencedores de la Primera Guerra mundial, fue Bélgica la que introdujo la mención étnica en los documentos de identidad de los ruandeses, a la vez que fomentaba el odio entre las dos castas apoyándose en la monarquía tutsi.

En 1959, Bruselas cambia de chaqueta apoyando a la mayoría hutu que acaba apoderándose del poder. Se mantiene el documento «étnico» de identidad y se refuerzan las discriminaciones entre tutsis y hutus en los diferentes ámbitos de la vida social.

Varios cientos de miles de tutsis huyen del país instalándose en Burundi o en Uganda. En este país, servirán de base al reclutamiento en favor de la camarilla del actual presidente ugandés Museveni, quien, gracias a su apoyo tomó el poder en Kampala en 1986. En pago de ello, el nuevo régimen ugandés favorece y arma a la guerrilla tutsi, lo cual va a concretarse en la creación del Frente patriótico ruandés (FPR), el cual penetra en Ruanda en octubre de 1990.

Mientras tanto, el control del imperialismo belga sobre Kigali ha dejado el sitio a Francia, país que aporta un apoyo militar y económico sin reservas al régimen hutu de Habyarimana, régimen que desencadena todavía más terror atizando los resentimientos étnicos contra los tutsis. Gracias al imperialismo francés, que le da armas sin contar y le manda constantes refuerzos militares, el régimen frenará el avance del FPR, apoyado éste discretamente por EEUU mediante una Uganda que lo arma y lo entrena.

A partir de entonces la guerra civil se dispara, se multiplican los pogromos contra los tutsis como también se multiplican las acciones llevadas a cabo por el FPR contra todos los sospechosos de «colaboración» con el régimen. Con la excusa de «proteger a sus nacionales», París refuerza más todavía su cuerpo expedicionario. En realidad, lo único que hace el Estado francés es defender su coto privado frente a la ofensiva de unos Estados Unidos que no han cesado, desde que se desmoronó el bloque del Este, de disputarle a Francia sus zonas de influencia en Africa. La guerrilla del FPR toma la forma de una verdadera ofensiva estadounidense para acabar con el régimen profrancés de Kigali.

Intentando salvar el régimen, Francia acaba por instaurar en agosto de 1993 un acuerdo de «paz» que prevé una nueva constitución más «democrática», en la que se otorgaría parte del poder a la minoría tutsi y a las diferentes camarillas de oposición.

Ese acuerdo va a resultar irrealizable. Y no porque los «odios ancestrales» serían insuperables, sino sencillamente porque no se adapta a lo que está en juego entre los imperialismos y a los cálculos estratégicos de las grandes potencias.

El asesinato el 6 de abril de 1994, en vísperas de la instauración de la nueva constitución, de los presidentes ruandés y burundés echa por los suelos el acuerdo encendiendo la mecha del polvorín, desencadenando el océano de sangre actual.

Las revelaciones publicadas por la prensa de Bélgica (cuyo resentimiento hacia su rival francés es comprensible) con la acusación directa a militares franceses en el atentado del 6 de abril, dan a entender que París ha organizado el atentado con la idea de que se acusara a los rebeldes del FPR y recabar así para el ejército gubernamental las justificaciones y la movilización necesarias para acabar con la rebelión tutsi. Si ése es el caso, la realidad ha superado con creces todas sus esperanzas. Poco importa, sin embargo, saber cuál de las dos pandillas, la gubernamental o la del FPR, y, por detrás de ellas quién, si Francia o Estados Unidos, tenía el mayor interés en transformar el conflicto ruandés de guerrilla larvada en guerra total. Así es la lógica misma del capitalismo: la «paz» no es más que un mito en el capitalismo, en el mejor de los casos es una pausa para preparar nuevos enfrentamientos, y, en última instancia la guerra es su única forma de vida, el único modo con el que intentar arreglar sus contradicciones.

Hoy los aprendices de brujo parecen conmoverse ante el gigantesco incendio que ellos mismos prendieron y atizaron. Sin embargo, toda esa gente ha dejado que la masacre prosiguiera, lamentándose de la «impotencia de la ONU». El principio adoptado a mediados de mayo por el Consejo de seguridad de la ONU –más de un mes después de iniciarse la guerra y con más de 500 000 muertos– de enviar a 5000 soldados en el marco de la MINUAR no tendría que iniciarse sino en el mes de julio. Aunque algunos Estados africanos de la región dicen estar dispuestos a proporcionar tropas, por parte de las grandes potencias, encargadas de asegurar el equipo y los medios financieros, lo que predomina es la lentitud y la apatía, lo cual ha llevado hasta la indignación al responsable de la MINUAR: «es como si nos hubiéramos vuelto totalmente insensibles, como si esto nos fuera indiferente». A lo cual respondían los diplomáticos del Consejo de seguridad: «de todas maneras, ahora ya ha pasado lo peor de las matanzas, así que esperemos». Las demás resoluciones de la ONU, que deberían poner fin a la guerra y a la entrega de armas a partir de Uganda y de Zaire no han tenido el más mínimo efecto. Y cómo van a tener efecto todas esas resoluciones, pues lo único que refleja esa pretendida «impotencia», la misma que en Bosnia, son las divergencias de intereses imperialistas que dividen a quienes pretenden ser las fuerzas de «mantenimiento de la paz».

En junio la reacción militar-humanitaria ha vuelto a surgir por boca esta vez del gobierno francés, después de haberse adoptado un alto el fuego inmediatamente violado. «No podemos seguir soportándolo» se ha puesto a gritar el ministro francés de Exteriores y, de inmediato, propone una intervención «en el marco de la ONU», pero a condición de que tal operación se lleve a cabo bajo mando del Estado francés. La iniciativa ha provocado evidentemente la reacción inmediata de los representantes del FPR, que se indignan de que «Francia pretenda atajar un genocidio que ha ayudado a organizar». Los demás «grandes» por su parte ponen toda clase de frenos y en primer lugar, Estados Unidos. Primero, porque es evidente que si Francia quiere organizar las operaciones es para mantener su papel de potencia dominante en la región y para poner freno con todas sus fuerzas a la progresión del FPR. Por otro lado, porque EEUU no sólo se apoya precisamente en el FPR en el terreno, sino que más en general, quieren dar claramente a entender que no aceptará que otra potencia pretenda arrogarse el papel de gendarme. Esos son los verdaderos resortes de esta nueva siniestra farsa que nos quieren montar los «humanitarios». El porvenir de una población mártir les importa un comino.

Yemen. Los cálculos estratégicos de las grandes potencias

Poco ha durado la nueva República de Yemen, nacida de la reunificación de los dos Yemen hace cuatro años, en medio de la euforia del hundimiento del bloque del Este que dejó repentinamente sin padrino a Adén y a su partido único dirigente el PSY. La secesión del Sur y el conflicto militar que opone de nuevo a ambas partes del país es una expresión más de lo que vale «el nuevo orden mundial» que nos habían prometido: un mundo de inestabilidad y caos, de Estados que se desgarran y estallan bajo la presión de la descomposición social. Pero al igual que en Ruanda, como en Yugoslavia, ese caos es alimentado por las potencias imperialistas de la región y por las más lejanas, que también allí están detrás del conflicto para intentar sacar tajada de él.

Regionalmente, el conflicto yemení está alimentado por un lado por Arabia Saudí, la cual reprocha las exageradas simpatías de las facciones islamistas del Norte por su amenazante vecino Irak y con el régimen sudanés. Es aquélla –y tras ella su poderoso aliado norteamericano– la que ha fomentado y apoyado la camarilla secesionista de Adén para así debilitar las facciones yemeníes favorables a Irak. Por otro lado, es también la zona que defiende Sudán para sí, especialmente contra su rival local Egipto, otra plataforma americana, apoyando la ofensiva nordista. Ofensiva cuyo objetivo es el control de la posición tan estratégica que es el puerto de Adén, frente a la plaza fuerte francesa de Yibuti. ¿Y quién está detrás del régimen militar-islamista de Sudán? Como por casualidad, el apoyo discreto de Francia, la cual quiere con ello atajar la ofensiva de Estados Unidos en Somalia, cuyo principal objetivo era amenazar a Francia en su coto privado de Yibuti.

El pulso que se está dirimiendo en el continente africano y en Oriente próximo entre las grandes potencias, especialmente entre Francia y Estados Unidos, se concreta en el siniestro cinismo de un Estado, el francés, que denuncia el oscurantismo islamista cuando éste amenaza Argelia y desestabiliza sus zonas de influencia con la bendición de los Estados Unidos, que desde ahora apoyan sin rodeos al FIS argelino. Y por otro lado, Washington, que se pone a denunciar el mismo islamismo cuando pone trabas a sus privilegios en la península arábiga, mientras que Francia, olvidándose de sus pruritos laicos, lo encuentra positivo cuando se trata de defender sus intereses imperialistas en la entrada del mar Rojo. Otras tantas justificaciones ideológicas que se esfuman ante la sórdida realidad del imperialismo.

Bosnia. Las misiones «pacificadoras» fomentan la guerra

El mismo cinismo, la misma hipocresía de las potencias «civilizadoras» se manifiesta en la situación de atasco de la guerra de Bosnia[2]. La reciente evolución del embrollo diplomático-militar de las principales potencias, mientras sigue abierta la veda de las masacres, viene a confirmar por si falta hiciera la inmunda patraña del carácter «humanitario» de sus acciones y el sordo enfrentamiento entre los «grandes» que hoy se está dirimiendo a través de las poblaciones serbias, croatas y musulmanas.

El escenario del conflicto bosnio, durante largo tiempo terreno privilegiado de la afirmación imperialista de las diferentes potencias europeas, se ha vuelto hoy la clave de la contraofensiva de Estados Unidos. Con el ultimátum de la OTAN y la amenaza de bombardeos aéreos sobre las fuerzas serbias, Washington ha logrado volver a tomar la iniciativa, acallando las nuevas pretensiones de Rusia de entrar en el conflicto, poniendo de relieve la impotencia total de Gran Bretaña y Francia, que han tenido que aceptar la injerencia norteamericana que hasta ahora habían rechazado y saboteado por todos los medios. Estados Unidos ha marcado unos cuantos tantos patrocinando la creación de una federación croato-musulmana. De este modo, ha tenido que echarse atrás Alemania en sus pretensiones de apoyarse en Croacia para abrirse a las costas mediterráneas. También en Bosnia, todas esas grandes maniobras militar diplomáticas poco tienen que ver con no se sabe qué «retorno de la paz».

Como decíamos en el anterior número de nuestra Revista Internacional «Aunque se realizara la alianza croata-musulmana que patrocina EEUU, aún va llevar más lejos todavía el enfrentamiento con Serbia. Las potencias europeas, que acaban de ser humilladas, van a echar leña al fuego». La votación por el Senado estadounidense en favor de la suspensión del embargo de las armas en Bosnia –que por cierto ha tenido el inesperado apoyo de unos cuantos intelectuales franceses militaristas de salón–, no hará sino animar al ejército bosnio, rearmado ya por Estados Unidos a retomar la ofensiva militar. Lo que desde luego no va a parar las masacres es el plan europeo de reparto de Bosnia, totalmente inaceptable para los musulmanes y que la Casa blanca –en aparente desacuerdo con su Congreso– quiere dar la impresión de aceptar. Su previsible fracaso, ahora que el apoyo de Washington al nuevo frente antiserbio de la colación de croatas y musulmanes, hace inevitable el incremento de la guerra, anunciando más masacres.

La carnicería que está llenado de muertos la antigua Yugoslavia desde hace ya tres años, no va a terminar pronto ni mucho menos. Demuestra hasta qué punto los conflictos guerreros y el caos nacidos de la descomposición del capitalismo se ven atizados por la actuación de los grandes imperialismos. En fin de cuentas, en nombre del «deber de injerencia humanitaria», la única alternativa que unos y otros son capaces de proponer es: o bombardear a las fuerzas serbias o enviar más armas a los bosnios. En otras palabras, frente al caos guerrero que provoca la descomposición del sistema capitalista, la única respuesta que éste pueda dar, por parte de los países más poderosos e industrializados, es más guerra todavía.

Corea. Hacia nuevos enfrentamientos militares

Mientras se van multiplicando los focos de conflicto, otras cenizas vuelven a prender en Corea, cuya república del Norte pretende dotarse con un embrión de arsenal nuclear. La reacción de EEUU, que han iniciado un pulso con el régimen de Pyongyang amenazándolo con una escalada de sanciones, nos es presentada una vez más como la actitud responsable de potencias «civilizadas» preocupadas por la lucha contra la carrera de armamentos y la defensa de la paz. Esta crisis recuerda en realidad el pulso mantenido por EEUU también hace cuatro años frente a Irak y que desembocó en la guerra del Golfo. Como entonces, las pretensiones de Corea del Norte, que ya es uno de los países más militarizados del planeta, con un ejército de un millón de hombres, de aumentar su enorme arsenal con el suplemento nuclear, no son más que un pretexto.

La «crisis coreana» y la intoxicación mediática sobre los riesgos de agresión de Corea del Norte a su vecino del Sur, es sobre todo la reacción norteamericana a la amenaza sobre su hegemonía y su estatuto de gendarme del mundo que representa la alianza que se está estableciendo entre los dos grandes de la zona, China y Japón. La determinación «de ir hasta el final si hace falta» de que alardea EEUU en este asunto, va dirigida sobre todo contra esos dos países y no tanto contra el régimen de Pyongyang. Forma parte de la presión constante de la Casa blanca sobre China, dándole la mano por un lado con el mantenimiento de la «cláusula de la nación más favorecida» y por otro amenazándola con el ataque a su protectorado norcoreano.

El objetivo, haciendo subir voluntariamente la tensión con Corea, es obligar a China y a Japón a ponerse detrás de EEUU, obligando a Pekín a desolidarizarse de Corea del norte, entorpeciendo el eje chino-japonés y la menor veleidad de política independiente por parte de esos dos países. Exactamente como cuando la guerra del Golfo, en la que fueron los propios Estados Unidos quienes provocaron la crisis animando a Sadam Hussein a atacar a Kuwait con el único objetivo de obligar a las potencias europeas a cerrar filas tras EEUU y, en contra de sus propios intereses en Oriente próximo, hacer acto de obediencia ante la impresionante potencia militar norteamericana. La operación funcionó con el mayor éxito entonces. Las veleidades de afirmación imperialista de sus rivales europeos fueron ahogadas a costa de casi 500 000 muertos.

No es evidente que Estados Unidos vayan esta vez hasta las últimas consecuencias y que, volviendo a ejecutar su «hazaña» sangrienta, vuelvan a poner en marcha su enorme máquina guerrera con el único fin de doblegar las potencias asiáticas. Sea cual sea el final de esta nueva crisis, ya está mostrando lo que nos prepara el capitalismo.

El capitalismo es la guerra

Las ceremonias de conmemoración del día D tenía también la finalidad de recordar a todos aquellos que tuvieran ganas de desmandarse que quienes hacen la ley en el mundo tanto en 1944 como en 1994 son los Estados Unidos. Por ejemplo, el guantazo a Alemania, ostensiblemente excluida de las celebraciones, debía servir para recordarle que es el país vencido de la IIª Guerra mundial y que sería mal recibida su pretensión de obtener otro estatuto en la relación de fuerzas imperialista actual. La ausencia más notoria todavía de Rusia, la cual ha protestado contra ese olvido de su participación en la victoria de 1945 (gracias a los millones de proletarios que la burguesía estalinista sacrificó en la carnicería mundial) con la que EEUU ha querido cerrarle el pico a las pretensiones de Moscú de volver a ocupar un rango de primer plano entre las potencias mundiales. En cuanto a las sonrisitas hipócritas que se hicieron mutuamente los invitados al festejo, caracareando su voluntad común de actuar «por la paz», lo que intentaban ocultar con dificultad es la siniestra realidad de los conflictos que las enfrentan por todas las partes del planeta.

No habrá pausas en el ritmo de los focos guerreros del mundo. La guerra está inscrita desde su nacimiento en la historia del capitalismo. Se ha convertido en modo de vida permanente de ese sistema en plena descomposición. Quieren que nos creamos que todo eso es una fatalidad, que somos impotentes y que lo mejor que puede hacerse es confiar en la buena voluntad de las grandes potencias y de sus pretendidos esfuerzos por limitar los efectos más devastadores de la propia descomposición de su sistema. Nada más falso. Son las grandes potencias las primeras que fomentan la guerra por el mundo entero. Por una razón muy sencilla: el caos guerrero, el desencadenamiento del militarismo se arraigan en la propia bancarrota de la economía capitalista.

La respuesta está en manos del proletariado

La barbarie guerrera, que se extiende por las áreas más subdesarrolladas del planeta es la otra vertiente de la miseria y el desempleo masivo que tanto se han incrementado en el otro polo del mundo, los grandes países industrializados. Guerra permanente y hundimiento catastrófico en la crisis económica son manifestaciones de la misma quiebra total del sistema capitalista. Este no sólo es incapaz de resolver esas plagas, sino que, muy al contrario, al seguir pudriéndose de pie, el capitalismo no tiene otra cosa que ofrecer a la humanidad sino cada día más miseria, desempleo y guerras.

La alternativa al futuro siniestro que nos «ofrece» el capitalismo existe. Está entre las manos de la clase obrera internacional y de ella sola. Les incumbe a los proletarios de los países industrializados, que soportan de lleno las consecuencias dramáticas de la crisis del sistema, el dar una respuesta con y por la lucha, en su terreno de clase, de la manera más determinada, la más unida, la más consciente.

Contra el sentimiento de impotencia frente a la barbarie que quiere inyectarle la clase dominante, contra los intentos de arrastrarla tras las aventuras militares de la clase dominante, la clase obrera debe contestar con el desarrollo de su alternativa de clase contra los ataques capitalistas. Sólo la respuesta de la clase obrera puede ser una alternativa contra la barbarie del sistema. Sólo la clase obrera es portadora de la posibilidad de destruir el capitalismo antes de que la lógica asesina de éste desemboque en la destrucción de la humanidad. El porvenir de la especie humana está en manos del proletariado.

PE
19/6/1994

 

[1] Ver el artículo «50 años de mentiras imperialistas» en este mismo número.

[2] Ver el artículo «Las grandes potencias son las promotoras de las guerras en Yugoslavia como en el resto del mundo », Revista internacional nº 76.

Geografía: 

  • Ruanda [1]
  • Balcanes [2]

Crisis económica mundial -El informe de la OCDE sobre el empleo –

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Crisis económica mundial

El informe de la OCDE sobre el empleo –
El cinismo de la burguesía decadente

La burguesía tiene conciencia de que se  instala en la crisis. La momentánea debilidad de la clase obrera internacional le permite utilizar el lenguaje cínico de una clase históricamente moribunda y que sabe que para sobrevivir tiene que intensificar la explotación y la opresión.

Los médicos han hablado. Los “expertos” de la Secretaría de la OCDE[1], que acaban de pasar dos años reflexionando intensamente, declaran que han cumplido “el mandato que le confiaron los ministros en mayo de 1992”. El tema del Informe: el paro, hipócritamente llamado “el problema del empleo”.

¿Cual es diagnóstico? ¿Que remedios proponen?

El estudio empieza por tratar de medir los síntomas. “Hay 35 millones de personas en paro en los países de la OCDE. Quince millones más, quizá, o bien han renunciado a buscar trabajo, o bien han aceptado, porque no tenían otra posibilidad, un empleo a tiempo parcial”.

La medida misma de la enfermedad plantea problemas: la definición del paro difiere según los países y, en todos los casos, subestima la realidad por evidentes razones políticas. Pero aun con esas deformaciones, las cifras baten records: 50 millones de personas golpeadas directamente por el paro, la cifra equivale a la población activa de Alemania y Francia juntas.

¿Como explican los médicos “expertos” que se haya llegado a tal situación, ellos que dicen que el capitalismo es un sistema eterno y que se ha rejuvenecido con el derrumbe del estalinismo?

“El surgimiento de un desempleo a gran escala en Europa, en Canadá y en Australia y la multiplicación de empleos mediocres combinada con la aparición del paro en Estados Unidos tienen una misma y única causa profunda: la incapacidad de adaptación de manera satisfactoria al cambio”.

¿Qué cambio? “... Las nuevas tecnologías, la globalización y la intensa competencia que se desarrollan a nivel nacional e internacional. Las políticas y los sistemas imperantes han vuelto rígidas las economías y paralizado la capacidad, y hasta la voluntad, de adaptación.”

¿En qué consiste esa “inadaptación”, esa “rigidez”? Los cándidos que creen que los economistas son otra cosa que charlatanes de mala fe, responsables de la “justificación” ideológica de la existencia del capitalismo, hubieran podido esperar que se hable de la rigidez de las leyes que, por ejemplo, obligan a pagar a los campesinos para que no cultiven la tierra, o a cerrar miles de fábricas en perfecto estado de funcionamiento, mientras que la miseria se sigue expandiendo sobre todo el planeta. Pero, no. La “rigidez” de que hablan nuestros doctores es la que puede estorbar el libre y despiadado juego de las leyes capitalistas, esas mismas leyes que hunden a la humanidad en un creciente caos.

El Informe ilustra cínicamente este punto de vista a través de los remedios, las “recomendaciones” que formula:

“... Suprimir toda consonancia negativa, dentro de la opinión pública, en relación con el cierre de empresas...
Aumentar la flexibilidad del tiempo de trabajo...
Aumentar la flexibilidad de los sueldos...
Considerar de nuevo el papel de los sueldos mínimos legales... modulando (éstos) en función de la edad y de las regiones...
Introducir ‘cláusulas de renegociación’ que permitan negociar de nuevo a niveles inferiores convenios colectivos firmados a niveles superiores...
Reducir el coste no salarial de la mano de obra... aliviando los impuestos sobre el factor trabajo
(impuestos pagados por los patrones, NDLR) sustituyéndolos por otros impuestos, en particular sobre el consumo y el ingreso (impuestos pagados principalmente por los trabajadores -ndlr)...
Establecer las remuneraciones de empleos a un nivel inferior al que un beneficiario podría obtener en el mercado del trabajo para estimularlo a buscar un empleo regular...
Los sistemas (de seguro de empleo) han terminado por constituir una garantía de ingreso casi permanente en muchos países, lo que no incita a trabajar...
Limitar la duración del pago de prestaciones de paro en los países donde son largas...”

Raramente se había atrevido la burguesía a hablar con un lenguaje tan brutal y a un nivel tan importante. Sobre el fondo, las conclusiones de la OCDE difieren poco de las que han sido formuladas por los expertos de la Unión Europea o por el presidente estadounidense durante la última reunión del G7[2]. El Informe de la OCDE debe servir de base a los trabajos de la próxima reunión del G7, dedicada une vez más al problema del paro.

La clase dominante sabe qué fuerza le da el chantaje del paro sobre la clase explotada, sabe a qué dificultades se enfrenta la clase obrera en todos los países para volver a encontrar el camino de la lucha. Y eso le permite alzar el tono. Hablar un lenguaje sin matices.

En realidad, todos los gobiernos del mundo, a niveles diferentes, aplican políticas de este tipo. Lo que anuncia el documento de la OCDE es simplemente una agravación de esta orientación.

¿Qué eficacia pueden tener los “remedios” propuestos?

Una adaptación sana del capitalismo a los cambios que el mismo provoca, a nivel de la productividad técnica del trabajo y de la interdependencia de la economía mundial, es imposible.

La intensificación de la competencia entre capitalistas, agudizada por la crisis de sobreproducción y la falta de mercados solventes, conduce a una modernización sin límites del proceso de producción, remplazando hombres por máquinas, en una desenfrenada carrera por disminuir los costes. Esa misma competencia conduce a los capitalistas a transplantar una parte de la producción hacia países donde la mano de obra es más barata (China y Sureste asiático actualmente, por ejemplo).

Pero, con esto, los capitalistas no resuelven el problema crónico de la falta de mercados que afecta al conjunto de la economía mundial. En el mejor de los casos, se permite a algunos capitalistas sobrevivir a costa de los demás, pero, del punto de vista global, el problema no ha hecho sino agravarse.

La inadaptación no existe entre las necesidades del sistema capitalista y las políticas de los gobiernos (desde hace tiempo estos atacan sistemáticamente el nivel de vida de los explotados en todos los países, incluyendo los más industrializados). La inadaptación está entre las capacidades técnicas de la sociedad: productividad del trabajo, desarrollo de los medios de comunicación, internacionalización de la vida económica, por una parte, y, por otra, la subsistencia de las leyes capitalistas, las leyes del cambio, del salariado, de la propiedad privada o estatal. Es el capitalismo mismo que se ha vuelto totalmente inadaptado a las capacidades y necesidades de la humanidad. Como dice el Manifiesto comunista: “Las instituciones burguesas se han vuelto demasiado estrechas para contener las riquezas que han creado.”

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Lo único interesante en el “nuevo” discurso de la clase dominante reside en que reconoce que se enfrenta a una crisis que va a durar. Aunque los burgueses piensen siempre que su sistema es eterno, aunque hablen de una nueva reactivación de la economía mundial, hoy admiten que los años venideros se caracterizarán por la permanencia del paro masivo, que el proceso que ha conducido a un aumento ininterrumpido del número de parados en el planeta desde hace un cuarto de siglo no puede ser detenido.

El Informe demuestra cierta lucidez al encarar el futuro social: “Algunas personas no tendrán la capacidad de adaptarse a los imperativos de una economía que progresa... (hubieran debido haber dicho: de une economía cuya enfermedad mortal progresa). Su expulsión de movimiento general de las actividades económicas puede provocar tensiones sociales que podrían tener graves consecuencias en los planos humano y económico.”

Lo que ni ven, ni pueden ver los “expertos” es que esas “tensiones sociales” conllevan la única salida para la humanidad y que “las graves consecuencias en los planos humano y económico” pueden ser la revolución comunista mundial.

RV
18 de junio de 1994

 

[1] Organización de Cooperación y Desarrollo Económico. Reagrupa a los 24 países más industrializados del ex-bloque estadounidense (todos los países de Europa occidental, los Estados Unidos y Canadá, Japón, Australia y Nueva Zelanda. México está siendo integrado).

[2] Véase el artículo «La explosión del paro» en el número anterior de esta Revista.

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [3]

Hacia una nueva tormenta financiera

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Hacia una nueva tormenta financiera

El enorme esfuerzo de endeudamiento realizado por los Estados de las principales potencias para luchar contra la recesión está haciendo temblar el monstruoso e inestable sistema financiero internacional. La anémica “reactivación” anunciada, que tenía que venir a aliviar la agravación de las condiciones de existencia de los proletarios, se ve, una vez más, comprometida.

La recesión en que se hunde el capitalismo mundial desde principios de los años 90 ha hecho conocer a la clase obrera la peor degradación de sus condiciones de existencia desde la Segunda Guerra mundial. Los gobiernos anuncian sin embargo “el fin de la recesión”. Predicen, como siempre, nuevos sacrificios para los explotados, pero anuncian también un cambio de tendencia general en sentido positivo: el retorno del crecimiento económico, de los empleos, la prosperidad.

¿Que realidad hay en esto?

Es real que los gobiernos han hecho esfuerzos por limitar el desastre, frenar la hemorragia de empleos, reactivar algunos sectores. Los resultados son anémicos ahí donde mayor eficacia han tenido (Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña) y apenas perceptibles en Europa y Japón.

Pero los remedios utilizados por los gobiernos para tratar de tonificar un poco sus economías enfermas, en particular la medicina que consiste en  aumentar la deuda pública, se están transformando en un peligroso veneno para el sistema financiero.

Desde hace cuatro años, para financiar la lucha contra la recesión, para aliviar la falta de mercados solventes que paraliza el crecimiento, los gobiernos de las principales potencias han recurrido a aumentos masivos de la deuda pública (véanse los gráficos).

Pero este fenómeno ha tomado tales proporciones que se ha transformado en uno de los principales factores de desestabilización del aparato financiero.

Las autoridades monetarias multiplican las advertencias a los Estados y organizaciones gubernamentales... “que absorben cada vez más fondos y en cantidades cada vez más elevadas. Se corre el riesgo de que los demás candidatos a pedir préstamos se vean expulsados del mercado. Los gobiernos podrían terminar por ocupar casi todo el terreno y por ello prohibir prácticamente el acceso al mercado internacional a la mayoría de las empresas industriales y comerciales”[1].

La demanda de créditos a largo plazo se ve así fuertemente aumentada lo que acarrea un alza del coste de esos créditos, es decir de los tipos de interés a largo plazo.

A principios de junio 1994, el diario Le Monde constataba: “Desde finales de 1993 los tipos de interés a largo plazo alemanes se han incrementado fuertemente (de 5,54 a cerca de 7 %). El alza ha sido aún más fuerte en Francia (de 5,63 a 7,30 %) y aún peor en el Reino Unido (de 6,18 a 8,30 %)”[2]. En Estados Unidos los bonos del Tesoro a 30 años ha pasado de 6,4 % a principios de año a 7,3 % a mediados de junio.

La prensa se pone a hablar de pánico financiero. ¿Por qué? En el primer nivel, el de la especulación bursátil, porque el alza de los tipos de interés implica mecánicamente une correspondiente devaluación de una gran parte de las inversiones financieras: las obligaciones. Esta devaluación se repercute inevitablemente, tarde o temprano, en el valor de las acciones mismas, sólo fue por que los poseedores de obligaciones se ven obligados a vender acciones para cubrir sus pérdidas[3]. De manera general, la especulación se hace a crédito y toda alza de las tasas de interés, del coste del dinero para especular, sacude las bolsas.

Pero es a nivel de la economía real donde las consecuencias  del alza de los tipos de interés a largo plazo son más destructivas. Esos tipos son determinantes para las inversiones a largo plazo, es decir para las inversiones de las cuales depende fundamentalmente une reactivación económica: inversión en equipo industrial, construcción de alojamientos, etc. Mientras que lo gobiernos se esfuerzan en tratar de estimular ese tipo de inversiones para asegurar una reactivación de la economía, el alza de las tasas de interés se opone frontalmente a esa posibilidad. El efecto de freno viene ampliado por el hecho de que la inflación es relativamente baja y que por lo tanto el alza de las tasas en términos reales es tanto más importante.

La inquietud creciente de los medios financieros y gubernamentales no es de fachada. Es elocuente la reciente proposición formulada por Jacques Delors de constituir un Consejo de Seguridad económico, para enfrentar crisis financieras mundiales, del mismo modo que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se encarga de las crisis militares internacionales.

El mundo financiero no es más que la superficie de la realidad económica. Pero es en esta superficie donde el capital aparece en su forma más abstracta. Es ahí donde encuentra toda su especificidad histórica. Es ahí donde el capital se orienta, se invierte y se arruina.

Las dificultades financieras del capitalismo mundial son tan sólo manifestaciones de las contradicciones profundas que desgarran al capitalismo mismo. El capitalismo sobrevive desde hace un cuarto de siglo haciendo trampa con sus propias leyes, en particular en el plano financiero. Desde el derrumbe del bloque del Este, esa tendencia no ha hecho sino desarrollarse[4]. La especulación ha alcanzado dimensiones sin precedentes históricos y ha transformado una parte de la máquina financiera en un inextricable casino electrónico que ya nadie parece poder controlar verdaderamente. La deuda de los Estados, la deuda de los agentes supuestos mantenedores del “orden” se ha transformado en une de los principales factores de desorden.

No. El “cambio de tendencia general” que prometen los gobiernos a los explotados para justificar los sacrificios impuestos, no tendrá lugar. La tendencia fundamental de la economía capitalista mundial hacia el marasmo y la miseria sólo puede ir confirmándose y anunciando nuevas convulsiones a todos los niveles.

RV

 

[1] Le Monde, 29 de mayo de 1994.

[2] Le Monde, 12 de junio de 1994.

[3] La bolsa de Paris, que ha vivido un verdadero krach lento en los últimos meses, ha sido víctima de ese mecanismo.

[4] Aunque el juego financiero se concentra en las grandes potencias occidentales, la situación financiera tampoco es sana en el resto del mundo. La evolución de la situación en Rusia constituye por si sola una verdadera bomba de relojería: “... en el conjunto de Rusia, los préstamos a menos de tres meses representan 96 % del total de créditos otorgados. Los tipos de interés son astronómicos: 25 % por mes, mínimo. Y los equilibrios de balances alcanzan la locura: 513 mil millones de rublos de capitales propios, para el conjunto de bancos comerciales... contra 16 billones de créditos distribuidos. O sea una relación de 1 a 31. En el conjunto de Rusia los impagados han aumentado en 559 % entre enero y septiembre; hoy representan 21 % de la masa de crédito otorgada. Así se preparan las catástrofes financieras.” Libération, 9 de diciembre de 1993.

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [3]

Las conmemoraciones de 1944 (I) - 50 años de mentiras imperialistas

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Hasta la fecha nunca el aniversario del desembarco del 6 de Junio de 1944 había tenido tanta intensidad. La victoria de los imperialistas «Aliados» nunca había despertado tal matraca periodística. Este espectáculo tiene por objeto ocultar el carácter imperialista del segundo holocausto mundial, así como ya hicieron con el primero. La burguesía agita de nuevo el espantajo fascista sirviéndose de los miasmas de la sociedad en descomposición. Así, en Alemania, poco antes de la caída del muro de Berlín se daba una publicidad enorme a los partidarios del retorno del «pan-germanismo» aprovechando las acciones de las bandas de cabezas rapadas. Los asesinatos e incendios de locales turcos han sido el telón de fondo para dar un carácter diabólico a estos enemigos de la «democracia» herederos de la «bestia negra». La burguesía ha azuzado las peleas callejeras de los energúmenos neonazis contra los obreros inmigrados. La prensa han utilizado a fondo las «escenas de caza de extranjeros» en Magdeburgo identificándolas con las acciones de las huestes hitlerianas, enemigos de la democracia, en los años 30. Los políticos burgueses chillan histéricos cuando el demagogo Berlusconi incluye en su gobierno a 5 ministros de extrema derecha y, poco después, cuando el Ayuntamiento de Vicenza autoriza una manifestación de unos cientos de «neonazis» con cruces gamadas, lo presentan como una nueva «marcha sobre Roma». El 25 de Abril la Izquierda de la burguesía ha logrado hacer desfilar a 300 000 personas tras la bandera antifascista, pese a la lluvia.

En Francia los dirigentes del PC y PS, tras años de estancia en el Gobierno, agitan el espantajo de Le Pen (político francés de extrema derecha) y la visita a Normandía de una decena de veteranos de las SS, para alertar que la «bestia inmunda» resurge y es cada vez mayor el fortalecimiento de los enemigos de la democracia.

Los cerca de 50 millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial son presentados como víctimas exclusivas de la «barbarie nazi». Desde la CNN (gran cadena televisiva americana) hasta el más insignificante periodicucho local han puesto su grano de arena. ¡Cuanto mayor es la mentira más cierta parece!. En la mayoría de los países europeos, al menor gesto por parte de esos grupúsculos de gamberros se le da un relieve apocalíptico. Hasta Hollywood aporta su grano de arena con la película sobre la masacre de judíos en Europa y la muerte de millares de bravos soldados de la democracia muertos en las playas de Normandía en nombre de la «libertad».

Todos estas conmemoraciones militaristas ocultan los crímenes de las grandes «democracias victoriosas»[1] que son de la misma envergadura de los cometidos por Hitler, Mussolini o Hirohito. Pero decir esto no basta, es hacer aún una concesión a la mentira que atribuye los «crímenes de guerra» a la personalidad de sus protagonistas. El verdadero criminal de guerra es la burguesía en su conjunto, como clase social. Las dictaduras no son más que sus subalternos. El siniestro Goebbels (ministro de Propaganda de Hitler) decía que una mentira mil veces repetida acaba por convertirse en verdad, pero el cínico Churchill (premier británico) iba aún más lejos diciendo que «En tiempos de guerra la verdad es tan valiosa que siempre debe preservarse bajo un manto de mentiras»[2].

La victoria de Hitler

La mayoría de los combatientes enrolados en ambos bandos no se fueron a la guerra con una flor en el fusil, sino atenazados aún por el recuerdo de la muerte de sus padres 25 años antes. En la propaganda oficial no se dice ni una palabra sobre el éxodo masivo en Francia, las deportaciones masivas del Estado capitalista estalinista o el terror del Estado Nazi contra la población alemana. Lo único que aparece en los grandes titulares, comentarios «objetivos» y películas es el abyecto Hitler. En la Edad Media la peste se veía como la cólera de dios. En plena mitad de la decadencia del capitalismo la burguesía ha encontrado el equivalente para el Dios «democracia»: la peste negra, fascista. Las clases dominantes que se han sucedido en la historia de la humanidad siempre han recurrido a invocar un «mal supremo» para fabricar un interés común entre las clases oprimidas y sus explotadores. Un proverbio chino resume muy bien las cosas: «cuando el sabio señala la luna el imbécil mira el dedo». Personificar los acontecimientos de hace 50 años en los dictadores o los generales aliados es muy útil para ocultar la idea de que solo eran representantes de su burguesía respectiva, haciendo desaparecer como por ensalmo toda idea de clases en aquel periodo: todo el mundo unido en la cruzada contra el mal.

1933, el año de la subida al poder del elegido por la burguesía  alemana –Hitler–, fue un año crucial como señalaron los revolucionarios que publicaban Bilan, y no porque significara la «derrota de la democracia» sino porque manifestaba la victoria decisiva de la contrarrevolución, en particular en el país donde el proletariado tiene un mayor peso tradicional en el movimiento obrero. Lo que explica la llegada de Hitler al poder no es el humillante Tratado de Versalles de 1918 con su exigencia de «reparaciones de guerra» que ponía de rodillas a Alemania, sino la desaparición en la escena social del proletariado como una amenaza para la burguesía. En Rusia empiezan a cobrar amplitud las masacres de bolcheviques y de obreros revolucionarios perpetradas por el Estado ruso con la aprobación muda de las democracias occidentales, que tanto había hecho para armar a los ejércitos blancos. En Alemania el régimen socialdemócrata de la República de Weirmar dio paso con toda naturalidad a los hitlerianos vencedores de las elecciones. Los jerarcas «socialistas» alemanes, los Noske, Scheidemann, y demás compinches que masacraron a los obreros revolucionarios alemanes, no sufrieron la más mínima incomodidad personal durante los 5 años que duró el régimen hitleriano.

Las luchas en Francia y España durante los años 30 no pudieron ser más que coletazos de huelgas ante la amplitud de la derrota internacional de la clase obrera. La victoria electoral del fascismo en Italia y Alemania no fue la causa sino la consecuencia de la derrota del proletariado en el terreno social. La burguesía al secretar el fascismo no produjo un régimen original sino una forma de capitalismo de Estado en la misma onda del Welfare State de Roosevelt y del capitalismo estalinista. En los períodos de guerra, las facciones de la burguesía se unen naturalmente a nivel nacional porque han eliminado mundialmente la amenaza del proletariado, y esta unificación puede tomar la forma de un partido estalinista o nazi.

La mayoría de los PC, sometidos al nuevo imperialismo ruso, compinches de la burguesía rusa y de Stalin, utilizan la «escalada del peligro fascista» con la cobertura ideológica de los Frentes Populares para mantener a los obreros desorientados tras los programas de unión nacional y contribuir a la preparación de la guerra imperialista.

El PC francés se viste con la bandera tricolor desde el pacto Laval-Stalin en 1935 y se compromete a preparar la masacre de los obreros: «Si Hitler, pese a todo, desencadena la guerra, sabe que encontrará frente a él al pueblo de Francia unido, con los comunistas en primera fila para defender la seguridad del país, la libertad y la independencia de los pueblos». El PC es quien acaba con las últimas huelgas, y con la ayuda de la policía política estalinista dispara contra los obreros españoles antes de que los franquistas acaben su sucia faena. Después los dirigentes estalinistas se refugian en Francia y Moscú, ejemplo que seguirán después los De Gaulle y Thorez, uno en Londres y otro en Moscú.

El camino hacia la guerra imperialista

Entre 1918 y 1935 no cesaron de haber guerras en el mundo, pero se trataba de guerras limitadas, lejanas a Europa, o guerras de «pacificación» al estilo del colonialismo francés (Siria, Marruecos, Indochina). Para los revolucionarios que publicaban Bilan, la primera señal grave de alerta la ven en la guerra de Etiopía donde están directamente implicados el imperialismo británico y el ejército de Mussolini. Esto le sirve a una parte de los aliados para identificar fascismo a guerra. Así el fascismo se convierte en el principal promotor de la próxima guerra mundial. El espantajo fascista queda confirmado con la victoria del ejército franquista en 1939. La batalla ideológica tiene su concreción sangrienta en la exhibición de los centenares de miles de victimas del franquismo. A esto le sigue un período de statu quo en nombre de la «paz» cuando Alemania se anexiona Renania, luego Austria en 1938 y más tarde Bohemia en 1939. Cuando es invadida Checoslovaquia el 27 de septiembre de 1938 por el ejército alemán, los futuros aliados no cambian ni una coma en su discurso de «paz a toda costa». El 1º de Octubre se celebra la Conferencia de Munich a la que Checoslovaquia no es invitada... Al regreso de esa siniestra parodia de conferencia de paz, el Primer Ministro francés Daladier, calurosamente acogido por la muchedumbre, no se llama a engaño y sabe que lo que ha hecho cada es el alarde de sus propias capacidades. Los historiadores oficiales no saben más que citar el retraso en el rearme de los Estados francés e inglés, cuando, en realidad, no estaba todavía claramente delimitado el juego de alianzas y la burguesía alemana aún se hacía la idea de hacer frente común con Francia e Inglaterra. Por aquellos tiempos las masas son engañadas tanto en Alemania como en Inglaterra o Francia: « (...) Los alemanes aclaman a Chamberlain, en quien ven al hombre que los va a salvar de la guerra. Hay más gente para verle de la que había para ver a Mussolini (...) Munich se engalana con banderas inglesas, es el delirio. En el aeropuerto de Heston se recibe a Chamberlain como al mesías. En París se abre una suscripción popular para hacerle un regalo al Primer ministro inglés»[3].

En 1937 el inicio de la guerra chino-japonesa amenaza la hegemonía americana en el Pacífico. El 24 de Agosto de 1939 se produce la tormenta que precipita al abismo. El pacto Hitler-Stalin deja las manos libre al Estado alemán para arremeter contra la Europa del Oeste. Entre tanto Polonia es invadida el 1° de Septiembre por el ejército alemán, pero también en una parte por el ejército ruso. A los Estados inglés y francés no les queda otro remedio que declarar la guerra a Alemania dos días más tarde. El ejército italiano se apodera de Albania. Sin mediar declaración de guerra, el ejército de Stalin invade Finlandia el 30 de noviembre. Entre tanto el ejército alemán desembarca en Noruega en Abril de 1940.

El ejército francés comienza su ofensiva en el Sarre quedando bloqueado al precio de un millar de muertos entre los dos bandos. Esto permite a Stalin, desmintiendo a sus partidarios patrioteros franceses que decían que el pacto con la burguesía alemana era un pacto con el diablo para evitar que se apoderase de Europa, declarar: «No es Alemania quien ha atacado a Francia e Inglaterra, sino que son Francia e Inglaterra las que han atacado a Alemania. (...) Con la apertura de hostilidades Alemania ha hecho propuestas de paz a Francia e Inglaterra, y la Unión Soviética apoya abiertamente estas propuesta de Alemania. Los círculos dirigentes de Francia e Inglaterra han respondido brutalmente tanto contra las propuestas de paz de Alemania como contra las tentativas de la Unión Soviética de poner rápidamente fin a la guerra».

Nadie quiere aparecer ante los proletariados como responsable de la guerra. Después de la «liberación» ya no habrá ministros de «la Guerra» sino ministros de «Defensa». Es curioso constatar como incluso en Alemania el Estado nazi, que tiende a aparecer como el agresor, el alto dirigente nazi Albert Speer relata en sus memorias una declaración personal de Hitler: «Nosotros no debemos cometer nuevamente el error de 1914. Hoy se trata de hacer recaer la culpa en el adversario». En vísperas de la confrontación con Japón, Roosevelt dirá lo mismo: «Las democracias no deben aparecer jamás como los agresores». Los nueve meses de enfrentamiento armado, conocidos como la «Drôle de guerre» (la extraña guerra) confirman esa actitud de todos los beligerantes. El historiador Pierre Miquel explica que Hitler había retirado la orden de ataque al Oeste en 14 ocasiones por lo menos, por razones de falta de preparación del ejército alemán o por las condiciones atmosféricas.

El 22 de Junio de 1941 Alemania se volverá contra Rusia sorprendiendo totalmente al «genial estratega», Stalin. El 8 de Diciembre después de que el imperialismo americano dejase masacrar a sus propios soldados en Pearl Harbour (los servicios secretos estaban enterados de la inminencia del ataque japonés) los Estados Unidos «victimas» de la barbarie japonesa, declaran la guerra a Japón. En fin, Alemania e Italia lanzan su declaración de guerra a Estados Unidos el 11 de Diciembre de 1941.

Se imponen algunas observaciones tras este rápido resumen del trayecto diplomático que desembocó en la guerra mundial en una situación en que el proletariado mundial estaba amordazado. Dos guerras locales (Etiopía y España) acaban dando por sentado que el fascismo es «promotor de guerras» tras varios años de excitación de los medios de comunicación europeos contra los desfiles y concentraciones hitlerianos y mussolinianos, más ordenados que los del 14 de Julio francés o las conmemoraciones nacionalistas inglesas y americanas pero no menos ridículos. Dos guerras locales más, pero en el corazón de Europa (Checoslovaquia y Polonia) provocan la rapidísima derrota de los dos países «democráticos» concernidos. La «vergonzosa» no intervención para ayudar a Checoslovaquia (y España) ha hecho de la «defensa de la democracia» y la concepción de la libertad burguesa algo incuestionable tras la invasión de Polonia por los dos países «totalitarios». Las maniobras diplomáticas pueden durar años, mientras que el conflicto militar zanja parcialmente las cosas, en pocas horas, al precio de una masacre inaudita. La guerra no se convierte en verdaderamente mundial hasta un año después de que el ejército alemán haya conquistado Europa. Durante más de 4 años, Estados Unidos no intentará ninguna operación decisiva para controlar a los «invasores», dejando que la burguesía alemana campase por sus respetos en Europa. Los Estados Unidos, lejanos geográficamente de Europa, están más preocupados inicialmente por la amenaza japonesa en el Pacífico. La guerra mundial va a ser más larga que las guerras locales, pero no solo por la potencia militar alemana ni por los imponderables de los pactos imperialistas; es conocida la preferencia de una parte de la burguesía americana por aliarse con la burguesía alemana antes que con el régimen «comunista» estalinista, al igual que la burguesía alemana intentó y esperó en vano aliarse con Francia e Inglaterra antes que con los «rojos». En 1940 y 41, la burguesía inglesa fue objeto de varias propuestas de paz por parte del gobierno de Hitler en los inicios de la operación «Barbarrossa» contra Rusia, y en el momento de la derrota del ejército de Mussolini en Africa del Norte. Inglaterra dudó sobre si podía dejar que las dos potencias «totalitarias» se destruyeran mutuamente. Pero quedarse ahí, seria razonar como si la principal clase enemiga de todas las burguesías, el proletariado, hubiera desaparecido de las preocupaciones de los jefes imperialistas en liza, reduciendo la guerra a algo «unificador» y... «simplificador».

Los marxistas no podemos razonar sobre la guerra por sí sola, independientemente de los periodos históricos. La guerra durante el capitalismo joven del siglo XIX fue un medio indispensable que permitía posibilidades de desarrollo ulterior al abrir nuevos mercados a cañonazos. Y es precisamente esto lo que en 1945 demostró la Izquierda comunista de Francia, uno de los pocos grupos que mantuvo el estandarte del internacionalismo proletario durante la IIª Guerra mundial, cuando señalaba que, muy al contrario, «... En su fase de decadencia, el hundimiento del mundo capitalista que ha agotado históricamente toda posibilidad de desarrollo, encuentra en la guerra moderna, la guerra imperialista, la expresión de ese hundimiento, que, sin abrir ninguna posibilidad de desarrollo posterior para la producción, no hace más que precipitar en el abismo las fuerzas productivas y acumular a un ritmo acelerado ruinas sobre ruinas. (...) A medida que se estrecha el mercado, la lucha por la posesión de las fuentes de materias primas y por el dominio del mercado mundial se hace más áspera. La lucha económica entre los distintos grupos capitalistas se concentra cada vez más y toma la forma, más acabada, de la lucha entre Estados. La lucha exacerbada entre Estados al final sólo puede resolverse por la fuerza militar. La guerra se convierte en el único medio, que no solución, por el que cada imperialismo nacional tiende a liberarse de las dificultades en las que está atrapado a expensas de los Estados imperialistas rivales»[4].

La unión nacional durante la guerra

Los historiadores burgueses no insisten en un hecho: la rápida derrota de la antigua gran potencia continental francesa. No fueron solo las condiciones atmosféricas lo que retrasó el ataque del ejército alemán. El aparato estatal alemán no eligió a Hitler por error ni estaba formado por una banda de cretinos dispuestos a ir detrás del primero que se lo ordenase. La razón principal está nuevamente en el juego de las consultas diplomáticas secretas. Incluso en plena guerra se podían trastocar las alianzas. Por añadidura pesaba en la cabeza de la burguesía alemana el recuerdo de la insubordinación de los soldados alemanes en 1918, y la lección de que los soldados no debían pasar hambre... En 1938 la burguesía alemana es la heredera de la Primera república de Weimar, que ahogó en sangre el intento revolucionario del proletariado en 1919, los batallones de las SS se nutren de los antiguos «cuerpos francos» democráticos que habían masacrado a los obreros insurrectos. No habían caído en el olvido ni la erupción de la Comuna de París en 1870, ni la revolución de Octubre de 1917, ni la insurrección espartakista de 1919. Aunque derrotada políticamente, la clase obrera seguía siendo la única clase que hubiera podido ser un peligro para la prolongación de la guerra burguesa.

La rápida victoria del imperialismo alemán sobre Checoslovaquia fue resultado de la guerra de nervios, del bluff, de las refinadas maniobras, y sobre todo de la especulación sobre el miedo de todos los gobiernos a las consecuencias de lanzarse con demasiada precipitación a una guerra generalizada sin contar con la plena adhesión del proletariado. El Estado Mayor alemán, más avezado que los generales franceses aferrados a las viejas ideas de la «guerra de posición» de 1914, había «modernizado» su estrategia en favor de la «Blitzkrieg» (guerra relámpago). Según esta teoría militarista (muy apreciada en nuestros días, baste recordar la Guerra del Golfo) avanzar lentamente sin atacar con ferocidad es apostar por la derrota. Peor aún, mientras siga siendo frágil la adhesión de la población, entretenerse, dar tiempo a que los contendientes se interpelen desde las trincheras, acarrea el riesgo de motines y explosiones sociales. En el siglo XX la clase obrera es inevitablemente el único batallón capaz de luchar contra la guerra imperialista. El propio Hitler lo confesará un día a su secuaz Albert Speer: «la industria es un factor que favorece el comunismo». Hitler declarará a ese mismo confidente que tras la imposición del trabajo obligatorio en Francia en 1943 existía la eventualidad de que surgieran disturbios y huelgas que frenaran la producción, y que se trata de un riesgo propio de los tiempos de guerra. La burguesía alemana tenía un reflejo «bismarkiano». Bismark tuvo que enfrentarse a la insurrección de los obreros parisinos contra su propia burguesía, bloqueando así la acción del invasor alemán, e inquietándolo ante el peligro de propagación de una revolución así entre los soldados y obreros alemanes. Pero ara sobre todo la reacción de los obreros alemanes frente a la guerra contra la Rusia revolucionaria, iniciando la guerra civil contra su propia burguesía lo que tenía en mente la burguesía hitleriana.

Durante más de un año, tras el parón que siguió a la primera ofensiva militar alemana, se produce una verdadera guerra de desgaste. Alemania necesita, sobre todo, abrir una «espacio vital» hacia el Este, y para ello hubiera preferido aliarse con las dos democracias occidentales en lugar de hipotecar una parte de su potencial militar en invadirlas. Alemania apoyaba al «Partido de la guerra» de Laval y Doriot, antiguos pacifistas que se habían reivindicado del socialismo. Estas fracciones pro fascistas que militaban por una alianza franco-alemana, eran minoritarias. El conjunto de la burguesía desconfiaba de la no movilización del proletariado francés. En Francia, el proletariado no había sido vencido frontalmente a golpe de bayonetas y lanzallamas como en 1918 y 1923 lo había sido el proletariado alemán.

Así, la burguesía alemana se da un segundo margen de tiempo para avanzar con prudencia en un país frágil tanto en lo militar como en lo social. De hecho, se conforma con observar la lenta descomposición de la burguesía francesa entre sus cobardes militares y sus pacifistas futuros colaboracionistas con el régimen de ocupación, que mantendrán en la impotencia a los obreros.

Los Frentes populares habían contribuido de forma importante al esfuerzo de rearme (desarmando políticamente a los obreros) pero no llegaron a realizar completamente la Unión Nacional. La policía había roto muchas huelgas y había encarcelado a cientos de militantes que no sabían muy bien cómo oponerse a la guerra. La izquierda de la burguesía francesa calmó a los obreros con los bombones envenenados del Frente Popular que había otorgado las «vacaciones pagadas» a los obreros, obreros que fueron movilizados precisamente durante esas mismas vacaciones. Pero fue el trabajo de zapa de las fracciones pacifistas de extrema izquierda lo que permitió acabar con toda alternativa de clase. Completando el trabajo de los estalinistas, los anarquistas que mantenían aún una gran influencia en los sindicatos, publicaron el panfleto Paz inmediata en septiembre de 1939, firmado por una ristra de intelectuales: «(...) Nada de flores en los fusiles, nada de cantos heroicos, nada de ¡bravos! a la marcha de los soldados. Nos aseguran que es así entre todos los beligerantes. La guerra ha sido, pues, condenada desde el primer día por la mayor parte de los participantes de vanguardia y retaguardia. Hagamos, pues, rápidamente la paz (...)».

La «paz» no puede ser la alternativa a la guerra en el capitalismo decadente. Tales resoluciones no servían más que para alentar el “sálvese quien pueda”, las soluciones individuales de irse al extranjero para los más afortunados. El desconcierto de los trabajadores era muy fuerte, su inquietud y su impotencia se articulaban con desbandada general de partidos y grupúsculos de izquierda que los había metido por el «buen camino» antifascista y que se presentaban como defensores de sus intereses.

El desmoronamiento de la sociedad francesa es tal que la «extraña guerra» de un lado y «komischer Krieg» del otro, no fueron más que un interregno que permitió al Ejército alemán, poco después del primer gran bombardeo criminal de Rotterdam (40 000 muertos), romper sin resistencia el 10 de mayo de 1940 la Línea Maginot francesa. Los oficiales de la armada francesa fueron los primeros en dejar abandonadas a sus tropas. Las poblaciones de Holanda, Bélgica, Luxemburgo y del norte de Francia, incluidos Paris y el gobierno, huyeron de forma masiva, irracional e incontrolable hacia el centro y sur de Francia. Se produjo así uno de los mayores éxodos contemporáneos. Esta ausencia de «resistencia» de la población, fue reprochada durante largo tiempo por los ideólogos del «maquis» (muchos de ellos, como Mitterrand y los jefes «socialistas» belgas o italianos, cambiaron de chaqueta a partir de 1942), y después de la guerra, fue utilizada para dar autoridad a todos los sacrificios que la clase obrera debía aceptar en aras la reconstrucción.

La Blitzkrieg «tan solo» causó 90 000 muertos y 120 000 heridos del lado francés y 27 000 muertos del alemán. La debâcle habría arrastrado consigo a diez millones de personas en condiciones espantosas. Un millón y medio de prisioneros fueron enviados a Alemania. Y todo ello, es poco, comparado con los 50 millones de muertos del holocausto.

En Europa la población civil sufrió las perdidas más importantes que la humanidad ha conocido jamás en período de guerra. Nunca antes se habían unido tantas mujeres y tantos niños en la muerte con los soldados. Las víctimas civiles fueron por primera vez en la historia mundial más numerosas que las bajas militares.

Con su reflejo «bismarquiano» la burguesía alemana dividió Francia en dos: una zona ocupada, el norte y la capital, para vigilar directamente las costas de Inglaterra; y una zona libre, el sur, legitimada por el Gobierno del general de Verdún, la marioneta Petain, y el antiguo «socialista» Laval parta mantener la honorabilidad internacional. Este Estado colaborador apoyará por un tiempo el esfuerzo de guerra nazi, hasta que el avance de los Aliados obligó al imperialismo alemán a dejarlo caer.

El temor permanente de un levantamiento de los obreros, por muy debilitados que estuvieran, contra la guerra estaba presente incluso entre aquello que la izquierda presentaba como los «antisociales». Un periódico colaboracionista, L’Oeuvre, hablaba claramente de la necesidad de la acción sindical –esa pretendida conquista del Frente popular– para el ocupante, y decía en los mismos términos que cualquier grupo de izquierda o trotskista: «Los ocupantes tienen la gran preocupación de no poner en su contra a los elementos obreros, por no perder el contacto, por integrarlos en un movimiento social bien organizado (...). Los alemanes desearían que todos los obreros estuvieran interesados en el corporativismo y para ello, consideran que se necesitan mandos que tengan la confianza de los trabajadores (...). Para obtener hombres que tengan autoridad y que sean verdaderamente escuchados (...)»[5].

Desde 1941, una parte del Gobierno francés colaboracionista estaba inquieto por el carácter provisional de la ocupación y de las garantías de orden que eran necesarias. La burguesía con Petain, lo mismo que su fracción emigrada, la «Francia libre» de De Gaulle, que mantenían contactos más o menos discreto, tenían como principal preocupación la necesidad del mantenimiento del orden social y político entre una época y la otra. Creadas por la fracción liberal establecida en Inglaterra y por los estalinistas franceses, la ideología de las bandas armadas de la resistencia -de pobre impacto- tuvieron de entrada grandes dificultades para arrastrar a los obreros a la Unión nacional una vez vislumbrada la «Liberación». La burguesía alemana, prestó apoyo firme, a su pesar, con «el relevo» -la obligación para todo obrero de ir a trabajar a Alemania a cambio del retorno de un prisionero de guerra- de tal modo que, repentinamente, en 1943, se fortalecieron las filas de la acción «terrorista» contra el «ocupante». Pero, fundamentalmente, fueron los partidos de izquierda y de extrema izquierda los que consiguieron controlar a los trabajadores apoyándose en «la victoria de Stalingrado».

Los bruscos virajes en las alianzas imperialistas y las posibles reacciones del proletariado constituyeron las líneas de orientación de la burguesía en plena guerra. Formalmente el viraje de la guerra contra Alemania tuvo lugar en 1942 con el freno a la expansión de Japón y la victoria de El Alamein que liberó los campos petrolíferos. El mismo año comenzó la batalla de Stalingrado cuya victoria debió el Estado estalinista a la ayuda y los envíos militares norteamericanos (tanques y armas sofisticadas que Rusia no podía producir para hacer frente a los modernos ejércitos alemanes). En el transcurso de las negociaciones secretas, el Estado estalinista puso en la balanza de los acuerdos, la declaración de guerra a Japón. Desde entonces la guerra habría podido caminar rápidamente hacia su fin en la medida en que existían deseos no ocultos de una parte de la burguesía alemana para deshacerse de Hitler, que se concretaron en un atentado contra el dictador en Julio de 1944. Pero los conjurados fueron abandonados por los Aliados y masacrados por el Estado nazi (el Plan Walkiria del Almirante Canaris).

Pero nadie contaba con el despertar del proletariado italiano. Fue necesario prolongar dos años la guerra para terminar aplastando las fuerzas vivas del proletariado y evitar una nueva paz precipitada como en 1918, con la revolución en los talones.

1943 dio un giro a la guerra como consecuencia de la erupción del proletariado italiano. A nivel mundial, la burguesía se sirvió del aislamiento y la derrota de los obreros italianos para desarrollar la estrategia de la «resistencia» en los países ocupados con el fin de hacer adherir a las poblaciones del «interior» a la futura paz capitalista. Mientras que hasta entonces la mayor parte de las bandas estaban esencialmente animadas por ínfimas minorías de elementos de capas pequeño burguesas nacionalistas y de métodos terroristas, la burguesía anglo-americana glorificó la ideología de la resistencia mucho más pragmáticamente tras la «victoria de Stalingrado» y del giro prooccidental de los Partidos «comunistas». Los obreros no prisioneros no veían la diferencia entre ser explotados por un patrón alemán o por uno francés. No tenían ningún interés por morir en nombre de una alianza anglo-francesa para apoyar a Polonia, y no habían hecho ningún esfuerzo por implicarse en una guerra que les resultaba ajena. Para movilizarlos en nombre de defender la «democracia» era necesario darles una perspectiva que les pareciera válida desde un punto de vista de clase. La gran propaganda organizada en torno a la victoria de Stalingrado, presentada como el giro de la guerra, y por tanto la posibilidad de poner fin a todo tipo de desmanes militares de los ocupantes, de encontrar la «libertad», incluso teniendo que soportar a los policías autóctonos, provocó unas ilusiones que se unieron a las del «comunismo liberador», representado por Stalin. Sin la ayuda de esta mentira, los obreros habrían seguido siendo hostiles a las bandas de resistentes armados ya que sus acciones no hacían más que redoblar el terror nazi. Sin el apoyo sobre el terreno de los estalinistas y los trotskistas, la burguesía de Londres y Washintong, no habría tenido ninguna posibilidad de arrastrar a los obreros a la guerra. Contrariamente a 1914, no se trataba de poner firmes a los obreros en el frente para enviarlos a la carnicería, sino de obtener su adhesión y encuadrarlos en el terreno civil en las redes del orden resistente, tras el culto a la gloriosa batalla de Stalingrado.

En efecto, en Italia como en Francia, muchos obreros se unieron al maquis en esa época, empujados por la ilusión de haber encontrado de nuevo el combate de clase, y el partido estalinista y los trotskistas les ponían el ejemplo fraudulentamente deformado de la Comuna de Paris (¿no deben alzarse los obreros contra su propia burguesía dirigida por el nuevo Thiers, Pétain, mientras los alemanes ocupan Francia?). En medio de una población aterrorizada e impotente ante el desencadenamiento de la guerra, muchos obreros franceses y europeos, alistados en las partidas de resistentes, fueron abatidos creyendo luchar por la «liberación socialista» –de Francia o de Italia, en suma en una nueva «guerra civil contra su propia burguesía»– del mismo modo en que habían sido enviados los proletarios de cada lado del frente en 1914, en nombre de una Francia y una Alemania que eran los países «inventores» del socialismo. Las partidas de resistentes stalinistas y trotskistas concentraron particularmente su chantaje para que los obreros estuvieran «en primera línea para luchar por la independencia de los pueblos» en un sector clave para paralizar la economía, el de los ferroviarios.

En el mismo momento, la preeminencia de las facciones de derecha pro aliadas en las bandas armadas, favorables a la restauración del mismo orden capitalista en la paz, fue objeto de un áspero combate, sin que los trabajadores se enteraran de nada. Equipos de agentes secretos norteamericanos del AMGOT (Allied Military Government Of Occupied Territories) fueron enviados a Francia e Italia (es el origen de la logia P2 en total complicidad con la Mafia) para vigilar que los stalinistas no acapararan todo el poder que les hubiera permitido alinearse con el imperialismo ruso. Desde el principio hasta el final, los stalinistas sabían perfectamente cuál era su función, especialmente la que ellos prefieren, la de sabotear la lucha obrera, desarmar a los resistentes utopistas e iluminados, atacar a los obreros hostiles a las exigencias de la reconstrucción. Tras la «Liberación» y como prueba de la unidad de la burguesía contra el proletariado, la burguesía occidental –aunque condenando a un puñado de «criminales de guerra»– reclutó a cierta cantidad de antiguos torturadores nazis y estalinistas para hacerlos agentes secretos eficaces en la mayor parte de las capitales europeas. Estos asesinos recuperados tenían la tarea, en primer lugar, de frenar a los secuaces del imperialismo ruso, pero sobre todo luchar «contra el comunismo», es decir hacer frente al objetivo natural de toda lucha autónoma generalizada de los obreros, que amenazaban inevitablemente tras el horror de la guerra y con la carestía y el hambre en los inicios de la paz capitalista.

La destrucción masiva del proletariado

Dejamos para la discusión entre burgueses el número respectivo de masacres según qué poblaciones[6], pero es incontestable que hay que empezar por destacar lo principal: 20 millones de rusos murieron en el frente europeo. Es uno de los grandes «olvidos» de las celebraciones del cincuentenario del desembarco de junio de 1944. Los actuales historiadores rusos siguen acusando a los Estados Unidos de haber retrasado deliberadamente el desembarco en Normandía con el único fin de sacar ventajas a la URSS en previsión de las condiciones de la guerra fría: «El desembarco tuvo lugar cuando la suerte de Alemania estaba echada gracias a las contraofensivas soviéticas en el frente del Este»[7].

Los burgueses liberales se pusieron con el pope Solzhenitsin a la cabeza, una vez terminada  la reconstrucción, a denunciar los millones de muertos de los gulags de Stalin, pareciendo olvidar que la verdadera masacre de la contrarrevolución fue efectuada con la total complicidad de Occidente... durante la guerra. De sobra sabemos lo despiadada que es la burguesía tras una derrota del proletariado (decenas de miles de comuneros y de mujeres y niños fueron masacrados o deportados en 1871). Su forma de llevar a cabo la 2ª Guerra mundial le permitió multiplicar por diez la matanza de la clase que la había hecho temblar en 1917. Los rusos soportaron solos el peso de cuatro años de guerra en Europa. Sólo a principios de 1945 los americanos pusieron los pies en Alemania, ahorrándose, por decirlo así, cantidad de muertos, y preservando su paz social. Trágico «heroísmo» el de los millones de víctimas rusas, ya que sin la ayuda militar americana, el atrasado régimen estalinista habría sucumbido ante la Alemania industrializada.

Tras semejante matanza y gracias a la paz de los cementerios, en la Rusia estalinista, el poder del Estado no tenía ninguna necesidad de sutilezas democráticas para hacer reinar su orden. Los Aliados permitieron a la soldadesca rusa que se vengara en miles de alemanes, elevando así a Rusia al rango de potencia «victoriosa», estatuto que como sabemos por la experiencia de 1914, es generador de paz social y de admiración burguesa. Del mismo modo que habían dejado que el régimen nazi aplastara al proletariado de Varsovia, el gobierno ruso y su dictador dejaron masacrar y morir de hambre, clara e impunemente, a cientos de miles de civiles de Stalingrado y Leningrado.

Para que los imperialismos victoriosos quedaran satisfechos (expolio de fábricas en Europa del Este para el régimen estalinista y reconstrucción en el Oeste en beneficio de Estados Unidos) hacía falta que al proletariado ni se le ocurriera «robarle» a la burguesía su «Liberación».

Una intensa campaña ideológica, común a Occidente y a la Rusia «totalitaria», puso de relieve el genocidio de los judíos, del que los aliados estaban al corriente desde el inicio de la guerra. Como han reconocido los historiadores más serios, el genocidio de los judíos no encuentra su explicación en... la Edad Media, sino en el contexto mismo de la guerra mundial. La masacre toma unas dimensiones dantescas en el momento en que se desencadena la guerra contra Rusia porque era necesario «resolver» lo antes posible el problema que originaban las masas enormes de refugiados y de prisioneros detenidos, en especial en Polonia. La preocupación mayor del Estado nazi es, una vez más, la de alimentar ante todo a sus tropas y por tanto deshacerse como fuere de una población que pesa en exceso sobre el esfuerzo de guerra (había que economizar las balas para su uso en el frente ruso y simplificar el trabajo de los verdugos, pues la matanza individuo por individuo, además de ser larga, podía desmoralizar hasta a los propios verdugos).

En la Conferencia de los Aliados en las Bermudas en 1943, se decidió no hacer nada por los judíos, eligiendo así el exterminio antes que asumir los gastos del éxodo inmenso que los nazis habrían creado si los hubieran expulsado. Hubo, sobre este asunto, muchos regateos por parte de Rumanía y Hungría. Todas los intentos se encontraron con la negativa política de Roosevelt so pretexto de no favorecer al enemigo. La propuesta más conocida, pero ocultada hoy detrás de la acción humanista muy limitada de Schindler, puso frente a frente a los Aliados y a Eichmann para intercambiar 100 000 Judíos por 10 000 camiones, intercambio que los Aliados rechazaron explícitamente por boca del Estado británico: «transportar tanta gente pondría en peligro el necesario esfuerzo de guerra»[8].

El genocidio de los Judíos, «purificación étnica» de los nazis, iba a servir con creces para justificar una «victoria» aliada obtenida gracias a la barbaries más criminal. De hecho la apertura de los campos de concentración se hizo con la mayor publicidad posible.

A el amparo de esta situación y diabolizando consciente y cínicamente las acciones del enemigo vencido, los Aliados pudieron ocultar los interrogantes que planteaban obligatoriamente los criminales bombardeos que los Aliados utilizaron para «pacificar» ante todo al proletariado mundial. Las cifras solo nos dan una idea aproximada del horror de sus acciones:
– Julio de 1943, bombardeo de Hamburgo, 50 000 muertos,
– en 1944 bombardeo de Darsmtadt, Könisgberg, Heilbronn, 24 000 víctimas,
– en Braunschwieg, 23 000 muertos,
– en Dresde, ciudad de refugiados de todos los países, el bombadeo intensivo de los aviones democráticos del 13 y 14 de Febrero de 1945 causó 250 000 víctimas, siendo con mucho uno de los mayores crímenes de la guerra,
– en 18 meses, 45 de las 60 principales ciudades de Alemania fueron prácticamente destruidas y 650 000 personas perecieron,
– en Marzo de 1945, el bombardeo de Tokio ocasiono más de 80 000 muertos,
– en Francia, como en otras partes, fueron los barrios obreros el objetivo de los bombardeos de los Aliados: en Le Havre, en Marsella, se sumaron miles de cadáveres asesinados sin miramientos ni distingos. Las poblaciones civiles de los lugares del desembarco como Caen (e incluso en el Pas-de-Calais) vivieron el terror de la masacre (más de 20 000 muertos de uno y otro bandos en lucha) del desembarco, cuando no eran directamente las víctimas,
– cuatro meses después de la rendición del Reich, cuando Japón estaba prácticamente de rodillas, en nombre de la voluntad de limitar las pérdidas americanas, la aviación democrática bombardeó, con el arma más terrorífica y mortal de todos los tiempos, Hiroshima y Nagasaki; el proletariado tenía que recordar por mucho tiempo, que la burguesía es una clase todopoderosa...

En un próximo artículo, volveremos sobre las reacciones obreras durante la guerra, ocultadas en los libros de historia oficiales, y trataremos sobre la acción y las posiciones de las minorías revolucionarias de la época.

Damien


[1] Ver en Revista internacional nº 66 «Las masacres y los crímenes de las grandes democracias».

[2] La guerra secreta, A. C. Brown.

[3] Michel Ragon, 1934-1939, L’avant-guerre.

[4] Ver en Revista Internacional nº 59 « Informe sobre la situación internacional - Las verdaderas causas de la 2ª Guerra mundial, Izquierda comunista de Francia».

[5]L’Oeuvre, 29 de agosto de 1940.

[6] Ver nota 1, así como el Manifiesto del IXº Congreso de la CCI: «Revolución comunista o destrucción de la humanidad».

[7]Le Figaro, 6 de Junio de 1994.

[8] Ver La historia de Jöel Brand de Alex Weissberg. Medio siglo después el problema de los refugiados es objeto de las mismas reacciones vergonzantes de la burguesía: «Por razones económicas y políticas (cada refugiado cuesta de mantener 7000 dólares) Washintong no quiere que el aumento de refugiados judíos se haga en detrimento de otros exiliados –de América Latina, Asia o Africa– que no disponen de ningún apoyo y son probablemente los más perseguidos» (Le Monde, 4 de octubre de 1989, «Los judíos soviéticos serán los más afectados por las restricciones a la inmigración»). La Europa de Maastrich no se queda atrás: «... para Europa, la mayoría de los demandantes de asilo no son “verdaderos” refugiados, sino emigrantes económicos. Esto es intolerable para un mercado de trabajo saturado» (Liberation, 9 de Octubre 1989 «Europa quiere elegir a los refugiados»). En eso ha desembocado el capitalismo en decadencia. Como no puede permitir el desarrollo de las fuerzas productivas, prefiere, en tiempos de guerra como en tiempos de paz, dejar reventar con una muerte lenta a la mayor parte de la humanidad. La impotencia hipócrita demostrada ante la «purificación étnica» de millares de seres humanos en la ex-Yugoslavia y la masacre de más de UN MILLON de personas en Ruanda en muy pocos días, algo nunca visto, son las últimas pruebas de lo que es capaz de hacer el capitalismo HOY EN DIA. Dejando producirse estas masacres, como dejaron hacer con los judíos, las democracias occidentales pretender no tener nada que ver con el horror, pero en realidad son cómplices, e incluso más parte activa que en tiempos de los nazis.

Series: 

  • Las conmemoraciones de 1944 [4]

Acontecimientos históricos: 

  • IIª Guerra mundial [5]

Cuestiones teóricas: 

  • Fascismo [6]
  • Guerra [7]

Polémica con Battaglia communista sobre la guerra imperialista II - El rechazo de la noción de decadencia lleva a la desmovilización del proletariado frente a la guerra

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La corriente bordiguista forma parte, sin lugar a dudas, del campo proletario. Sobre varias cuestiones esenciales, defiende firmemente los principios políticos de la Izquierda comunista, que luchó contra la degeneración de la IIIª Internacional en los años 20 y que, tras su exclusión de ésta, prosiguió su combate en defensa de los intereses históricos de la clase obrera durante las terribles condiciones de la contrarrevolución. Esto se verifica particularmente en lo que se refiere a guerra imperialista. En la primera parte de este artículo, pusimos de relieve este hecho por lo que se refiere a una organización de esta corriente, que publica Il Comunista en Italia y la revista Programme communiste en Francia (PC). Sin embargo, apoyándonos en los textos de esta organización, también demostramos de qué forma la ignorancia de la noción de decadencia del capitalismo por parte de la corriente bordiguista la lleva a aberraciones teóricas sobre la cuestión de la guerra imperialista. Pero lo más grave de los errores teóricos de los grupos “bordiguistas” está en que acaban desarmando políticamente a la clase obrera. Es lo que vamos a demostrar en esta segunda parte.

Al final de la primera parte, citábamos una frase del PCI (PC no 92) particularmente significativa del peligro contenido por su visión: «El resultado (de la guerra como manifestación de una racionalidad económica) es también que la lucha interimperialista y el enfrentamiento entre potencias rivales jamás podrá provocar la destrucción del planeta, porque no se trata de cualquier tipo de avidez excesiva, sino precisamente de la necesidad de evitar la sobreproducción. Destruido el excedente se para la máquina guerrera, sea cual sea el potencial destructor de las armas utilizadas, porque desaparecen las causas de la guerra». Poniendo al mismo nivel las guerras del siglo pasado (que efectivamente tenían una racionalidad económica), y las de este siglo (que han perdido la menor racionalidad), esta visión deriva directamente de la incapacidad de la corriente bordiguista a entender que el capitalismo, tal como lo dijo ya en sus tiempos la Internacional comunista, entró en su fase de decadencia con la Primera Guerra mundial. Sin embargo, resulta importante volver a este tema, no solo porque vuelve la espalda a la historia real de las guerras mundiales, sino porque además desmoviliza totalmente a la clase obrera.

Imaginación bordiguista e historia real

Es falso decir que ambas guerras mundiales acabaron porque desaparecieron las causas económicas que las habían hecho estallar. Aquí ya tendríamos que ponernos de acuerdo sobre las verdaderas causas económicas de las guerras. Sin embargo, y aun poniéndonos desde el punto de vista del PCI (que la guerra tiene como objetivo el destruir suficiente capital constante para poder recuperar una cuota suficiente de ganancias), ya podemos constatar que la historia real contradice la concepción imaginaria que de ella tiene esta organización.

Tomando como ejemplo el caso de la Primera Guerra mundial, afirmar tal barbaridad es una traición vergonzosa del combate que llevaron en aquel entonces Lenin y los internacionalistas, a no ser que se trate de una ignorancia profunda de los hechos históricos. Efectivamente, Lenin luchó desde agosto del 1914, en conformidad con la resolución adoptada en Stuttgart por el congreso de 1907 de la IIa Internacional –particularmente clara gracias a una enmienda presentada por Lenin y Rosa Luxemburgo– en conformidad también con el Manifiesto adoptado por el congreso de Basilea en 1912, para que los revolucionarios «utilicen con todas sus fuerzas la crisis económica y política provocada por la guerra para remover las capas populares más profundas y precipitar la caída de la dominación capitalista» (Resolución del congreso de Stuttgart). No iba diciendo a los obreros: «de cualquier modo, se acabará la guerra cuando se estanquen las causas económicas que la provocaron». Al contrario, insistía en que la única forma de acabar con la guerra imperialista, antes de que ésta provoque una hecatombe catastrófica para el proletariado y el conjunto de la civilización, era transformar la guerra imperialista en guerra civil. Battaglia está evidentemente de acuerdo con esta consigna, y también con la política de los internacionalistas durante aquella guerra. Pero a la vez, es incapaz de comprender que el guión que se ha montado sobre cómo termina una guerra imperialista generalizada no se realizó precisamente en 1917-18. La Primera Guerra mundial se acabó muy rápidamente porque el proletariado más poderoso del mundo, el proletariado alemán, se sublevó en 1918 contra ella y encauzó un proceso revolucionario tal como ya lo habían hecho un año antes los obreros rusos. Los hechos hablan: el día 9 de noviembre de 1918, tras varios meses de huelgas obreras en toda Alemania, se amotinan contra sus oficiales los marinos de Kiehl de la “Kriegmarine”, mientras que al mismo tiempo se desarrolla un proceso insurreccional en el proletariado: el día 11 del mismo mes, las autoridades alemanas firman el armisticio con los países de la Entente. La burguesía había entendido muy claramente la lección rusa, pues la decisión del gobierno provisional (surgido de la revolución de febrero del 17) de proseguir la guerra había sido el principal factor de movilización del proletariado hacia la salida revolucionaria de Octubre y la toma del poder por los soviets. La historia les daba razón a Lenin y los bolcheviques: fue la lucha revolucionaria del proletariado la que acabó con la guerra imperialista y no una no se sabe qué destrucción de excedentes mercantiles.

Contrariamente a la Primera Guerra mundial y desilusionando a muchos revolucionarios, la Segunda no abrió paso a una nueva oleada revolucionaria. Y por desgracia, tampoco fue la acción de la clase obrera la que acabó con ella. Sin embargo, no por eso se ha de deducir que se haya verificado aquí la visión abstracta de Battaglia. Si nos dedicamos a estudiar seriamente los hechos históricos, sin referirnos a los enfoques deformantes de los dogmas “invariantes” del bordiguismo, comprobaremos sin dificultades que el final de la guerra no tuvo nada que ver con una «destrucción suficiente del excedente». La guerra imperialista se acabó al ser destruido totalmente el potencial militar de los vencidos, y por la ocupación de su territorio por los vencedores. Una vez más, es Alemania quien nos da el ejemplo más explícito. Si los Aliados ocuparon cada pulgada del territorio alemán, repartiéndoselo en cuatro partes, las razones no fueron económicas sino sociales: la burguesía se acordaba de la Primera Guerra mundial. Sabía muy bien que no podía confiar en un gobierno vencido para mantener el orden social en las enormes concentraciones obreras de Alemania. Esto también lo afirma por cierto PC, de modo  que podemos una vez más dejar constancia de su incoherencia: «Durante los tres años 45-48, una crisis económica grave se desarrolla en todos los países europeos afectados por la guerra (¡anda! sin embargo, estos son los países en donde más capital constante había sido destruido –NDLR) (...) Se nota entonces que el marasmo de posguerra no hace diferencias entre vencedores y vencidos. Pero fuerte de su experiencia del primer posguerra, sabe muy bien la burguesía mundial que este marasmo puede hacer surgir llamaradas clasistas y revolucionarias. Esta ocupación no empezará a atenuarse en el sector occidental más que a partir de 1949, cuando se alejó el espectro del “desorden social”» (PC, no 91, p. 43).

Aquí, en nombre del “marxismo” y hasta de la dialéctica, PC nos hace la demostración de la visión materialista vulgar y mecanicista del estallido y del final de la guerra imperialista mundial.

Una visión esquemática del estallido de la guerra imperialista

El marxismo afirma que, en última instancia, son las infraestructuras de la sociedad las que determinan las superestructuras. Del mismo modo, el conjunto de hechos históricos, se refieran éstos a lo político, a lo militar o a lo social, tienen raíces económicas. Sin embargo, una vez más, esta determinación económica no se ejerce más que en última instancia, de forma dialéctica y no mecánica. Particularmente desde el principio del capitalismo, las guerras siempre han tenido un origen económico. Pero el vínculo entre los factores económicos y la guerra siempre ha sido presentado a través de una serie de factores históricos, políticos, diplomáticos, que han sido utilizados por la burguesía precisamente para ocultar a los proletarios el verdadero carácter de la guerra. Esto ya era verdad durante el siglo pasado, cuando la guerra aún tenía cierta racionalidad económica para el capital. Este es por ejemplo el caso de la guerra franco-prusiana de 1870.

Esta guerra no tiene meta económica inmediata para los prusianos (aunque claro está, el vencedor se permite cobrar del vencido 6 millones de francos-oro a cambio de que se marchen las tropas de ocupación). Fundamentalmente, la guerra de 1870 permite a Prusia realizar en torno a ella la unidad alemana (tras haber vencido a su rival austriaco en la batalla de Sadowa, en 1866). La anexión de Alsacia y Lorena no tiene ningún interés económico decisivo, no es sino el regalo de la boda entre diversas las entidades políticas alemanas. Y es precisamente a partir de esa unidad desde la que puede desarrollarse impetuosamente la nación capitalista que rápidamente alcanzará el nivel de mayor potencia económica europea, y que sigue manteniendo.

Por parte francesa, la opción de Napoleón III de lanzarse a la guerra está todavía menos determinada por una cuestión económica directa. Como lo denuncia Marx en aquel entonces, no se trata fundamentalmente para el monarca más que de llevar a cabo una guerra «dinástica» que permita al Segundo Imperio, si es victorioso, reforzar mucho más solidamente su posición dominante en la burguesía francesa (la cual, en su mayoría, sea republicana o monárquica, no tiene el menor apego por Napoleón III) y permitir que el hijo de Napoleón le suceda. Precisamente por esto Thiers, represente más lúcido de la clase capitalista, estaba opuesto a la guerra.

Cuando se examinan las causas del desencadenamiento de la Primera Guerra mundial, también se puede constatar hasta que punto el factor económico, que es evidentemente fundamental, sólo desempeña un papel indirecto. En el marco de este artículo no podemos extendernos sobre el conjunto de las ambiciones imperialistas de los diferentes protagonistas de esta guerra (los revolucionarios de principios de siglo dedicaron bastantes trabajos al tema). Baste recordar que lo principal que estaba en juego para los dos países de la Entente, Francia y Gran Bretaña, era la conservación de su imperio colonial frente a las ambiciones de Alemania, potencia en ascenso, cuyo potencial industrial carecía prácticamente de salidas mercantiles de tipo colonial. Por eso es por lo que, en última instancia, la guerra es para Alemania, que es el país que más empuja hacia el conflicto, como una especie de lucha por un nuevo reparto de mercados en un momento en que éstos están ya en manos de las potencias más antiguas. La crisis económica que empieza a despuntar a partir de 1913 es, evidentemente, un factor muy importante en la agudización de las rivalidades imperialistas, desembocando en el 4 de agosto de 1914. Sería, sin embargo, totalmente falso pretender (ningún marxista de aquel entonces lo pretendió) que la crisis había alcanzado tales cotas que el capital no podía hacer otra cosa para superarla sino desencadenar la guerra mundial con sus inmensas destrucciones.

En realidad, la guerra bien hubiera podido estallar ya en 1912, cuando la crisis de los Balcanes. Pero precisamente en aquel momento, la Internacional socialista había sabido movilizarse y movilizar a las masas obreras contra la amenaza de la guerra, sobre todo en el Congreso de Basilea, para que la burguesía renunciara a seguir avanzando por la senda del enfrentamiento generalizado. En cambio, en 1914, la razón principal por la que la burguesía puede desencadenar la guerra mundial no es tanto el nivel alcanzado por la crisis de sobreproducción, que distaba mucho del alcanzado hoy, por ejemplo. La razón principal es que el proletariado, endormecido por la idea de que la guerra había dejado de ser una amenaza, y, más en general, por la ideología reformista (propagada por el ala derecha de los partidos socialistas, que dirigía la mayoría de los partidos), no opuso la menor movilización seria frente a la amenaza que se cernía cada día más a partir del atentado de Sarajevo el 20 de junio de 1914. Durante un mes y medio, la burguesía de los principales países pudo comprobar sin problemas que tenía las manos libres para dar rienda suelta a la matanza. En especial, tanto en Alemania como en Francia, los gobiernos pudieron tomar contacto directo con los jefes de los partidos socialistas quienes les dieron muestras de su fidelidad y de su capacidad para arrastrar a los obreros a la carnicería. Esto no nos lo inventamos nosotros: son hechos que los revolucionarios de entonces, Rosa Luxemburg o Lenin, evidenciaron y denunciaron.

En cuanto a la Segunda Guerra mundial, puede naturalmente ponerse de relieve cómo, a partir de la crisis económica de 1929, se van poniendo en su sitio todos los factores que van llevar a la guerra en septiembre de 1939: subida al poder de Hitler en 1933, ascenso, en 1936, a los gobiernos de «Frentes populares» en Francia y en España, guerra civil en este país a partir de julio del mismo año. El que la crisis abierta de la economía capitalista desemboque finalmente en guerra imperialista es perfectamente percibido por los dirigentes de la burguesía. Como así lo dijo Cordell Hull, colaborador del presidente de EEUU Roosvelt, «Cuando circulan las mercancías, los soldados no avanzan». Hitler, por su parte, en vísperas de la guerra, decía claramente respecto a la Alemania «este país debe exportar o morir» No se puede, sin embargo, dar cuenta del momento en que se desencadena la guerra mundial únicamente en los términos en que lo hace PC: «Después de 1929, se intentó superar la crisis en los USA mediante una especie de “nuevo modelo de desarrollo”. El Estado interviene masivamente en la economía... lanzando gigantescos planes de inversión pública. Hoy se reconoce que todo eso apenas si tuvo efectos secundarios en una economía que, en 1937-38 volvía a hundirse en la crisis: únicamente los créditos en 1938 para el rearme pudieron relanzar “vigorosamente” y hacer que se alcanzaran máximos históricos de producción. Sin embargo, el endeudamiento público y la producción de armas lo más que podrán hacer es frenar pero nunca eliminar la tendencia a las crisis. Hagamos constar el hecho de que en 1939 la guerra estalla para evitar la caída en una crisis todavía más ruinosa...La crisis de antes de la guerra había durado tres años y vino seguida, después de 1933, por una reactivación que llevó directamente a la guerra» (PC nº 90, p. 29). Esta explicación no es falsa en sí misma, aunque ya haya que rechazar la idea de que la guerra sería menos ruinosa que la crisis: cuando se considera en qué estado se encontró Europa después de la Segunda Guerra mundial, puede uno darse cuenta de lo poco seria que es esa afirmación. Además, esa explicación acaba siendo falsa si se la considera como la única que permite comprender por qué la guerra se declaró en 1939 y no a principios de los años 30, cuando el mundo, y especialmente Alemania y Estados Unidos, se hundía en la recesión más profunda de la historia.

Para poner de relieve el obtuso esquematismo del análisis de PC, basta con citar el siguiente pasaje: «Es el curso de la economía imperialista el que, en cierto momento, “hace” la guerra. Y aunque es cierto que el enfrentamiento militar resuelve provisionalmente los problemas planteados por la crisis, cabe sin embargo señalar que el enfrentamiento militar no resulta de la recesión, sino de la reanudación artificial que la sigue. Drogada por la intervención estatal, financiada por la deuda pública (en gran parte de la industria militar), la producción vuelve a alzarse; la consecuencia inmediata es, sin embargo, el atasco de un mercado mundial ya saturado, la reproducción de una forma agudizada del enfrentamiento interimperialista y por lo tanto de la guerra. En ese momento, los Estados se lanzan unos contra otros, deben hacerse la guerra, y la harían si falta hiciera a golpes de palas mecánicas, de cosechadoras o de todas las máquinas pacíficas que pueda uno imaginarse...el poder de desencadenar la guerra no pertenece a los fusiles sino a las masas de mercancías no vendidas» (PC nº 91, p. 37).

Un planteamiento así deja de lado las condiciones concretas a través de las cuales la crisis económica desemboca en guerra. Para PC, las cosas se reducen a al mecanismo: recesión, reactivación «drogada», guerra. Y nada más. Podemos ya decir que este esquema no se aplica en absoluto a la Iª Guerra mundial. En cuanto a la Segunda Guerra mundial, debe hacerse constar que PC no sólo no habla de la forma tomada por la reactivación «drogada» en Alemania a partir de 1933, la instaurada mediante el gigantesco esfuerzo llevado a cabo en armamento por el régimen nazi, sino tampoco de lo que significó la subida al poder de tal régimen. Asimismo, la llegada al poder del Frente popular en Francia, por ejemplo, no da lugar al más mínimo examen por parte de PC. Y, en fin, PC ignora acontecimientos internacionales de la importancia de la expedición italiana en Etiopía, de la guerra de España en el 36, de la guerra entre Japón y China un año después.

En realidad, ninguna guerra ha ocurrido jamás a golpe de cosechadora. Sea cual sea la presión que la crisis ejerce, la guerra no puede desencadenarse mientras no estén dadas las condiciones militares, diplomáticas, políticas y sociales necesarias. Y precisamente, la historia de los años 30 es la historia de los preparativos de esas condiciones. Sin volver ahora largamente a lo que ya hemos dicho en otros números de esta Revista, puede decirse que una de las funciones del régimen nazi fue la de impulsar el esfuerzo de reconstrucción a gran escala y «a un ritmo que incluso sorprende a los propios generales»[1] del potencial militar alemán, un potencial hasta entonces frenado por las cláusulas del Tratado de Versalles de 1919. En Francia, igualmente, al Frente popular le incumbió la responsabilidad de reactivar el esfuerzo bélico a una escala desconocida desde la Primera Guerra mundial. Del mismo modo, las guerras mencionadas antes se inscribían en los preparativos militares y diplomáticos del enfrentamiento generalizado. Debe mencionarse especialmente la guerra de España, que fue el campo de pruebas donde las dos potencias del Eje, Italia y Alemania, no sólo probaron de manera directa las armas para la guerra venidera sino que además reforzaron su alianza con vistas a ella. Pero no sólo fue eso la guerra de España: significó sobre todo el remate del aplastamiento físico y político del proletariado mundial tras la gran oleada revolucionaria iniciada en 1917 en Rusia y cuyas últimas chispas se apagaron en 1927 en China. Entre 1936 y 1939 no sólo es el proletariado de España el derrotado, primero por el Frente popular y después por Franco. La guerra de España fue uno de los medios esenciales con los que la burguesía de los países «democráticos», especialmente la europea, logró que los obreros se adhirieran a la ideología antifascista, la ideología que permitió que fueran nuevamente utilizados como carne de cañón para la Segunda Guerra mundial. De este modo, la aceptación de la guerra imperialista por parte de los obreros, que los regímenes fascista y nazi habían impuesto con el terror, fue obtenida en los demás países en nombre de la «defensa de la democracia» con la participación activa, evidentemente, de los partidos de izquierda del capital, los llamados «socialistas» y «comunistas».

El esquema del mecanismo que lleva a la Segunda Guerra mundial tal como PC nos lo propone, coincide con la realidad. Pero si así es, lo es por las condiciones tan específicas de ese período y ni mucho menos basándose únicamente en el esquema. En lo que a Alemania respecta sobre todo, pero también a otros países como Francia y Gran Bretaña, el esfuerzo de armamento es uno de los factores que alimentan la reactivación tras la crisis del 29. Pero eso sólo fue posible porque los principales Estados capitalistas habían reducido considerablemente sus medios bélicos tras la Primera Guerra mundial, pues la preocupación principal de la burguesía era la de atajar la oleada revolucionaria del proletariado. Y por lo tanto, gracias a su experiencia adquirida durante la Primera Guerra mundial, la burguesía sabía perfectamente que no podía lanzarse a una guerra imperialista sin antes haber sometido totalmente al proletariado y evitar así su posible resurgir revolucionario durante la guerra misma.

El método de PC consiste en establecer como ley histórica un esquema que sólo sirve para una vez en la historia, pues, como hemos visto, tampoco sirve para el período anterior a la Primera Guerra mundial. Para ser válido en la época actual sería necesario que las condiciones fueran básicamente las mismas que las de los años 30. Y no lo son, ni mucho menos: nunca antes se habían desarrollado tanto las armas y el proletariado, por su parte, no acaba de sufrir ninguna derrota profunda como así ocurrió en los años 20. Al contrario, a finales de los años 60 el proletariado salió de la profunda contrarrevolución en que se hallaba sumido desde principios de los años 30.

Las consecuencias de la visión esquemática de Programme comuniste

La visión esquemática de PC desemboca en un análisis muy peligroso en el período actual. Cierto es que PC parece encontrar en su estudio un enfoque más marxista del proceso que lleva a la guerra mundial. Así ocurre cuando escribe: «Para que tales masas humanas puedan ser arrastradas a la masacre se necesita que las poblaciones hayan sido preparadas con tiempo para la guerra; y para que pueden aguantar durante una guerra a ultranza, se necesita que ese trabajo de preparación venga seguido de un trabajo de movilización constante de las energías y de las conciencias de la nación, de toda la nación, en favor de la guerra. (...) Sin cohesión de todo el cuerpo social, sin la solidaridad de todas las clases hacia una guerra por la que se sacrifica su propia existencia y sus propias esperanzas, incluso las tropas mejor pertrechadas están condenadas a disgregarse bajo el peso de las privaciones y de la bestialidad cotidiana del conflicto» (PC nº 91, p. 41). Pero esas afirmaciones, perfectamente acertadas, entran en contradicción flagrante con el método adoptado por PC cuando intenta hacer previsiones para los años venideros. Apoyándose en su esquema recesión, reactivación «drogada», guerra, PC se pone a hacer cálculos de sabiondo, con los que no abrumaremos al lector, para acabar concluyendo que: «Debemos ahora rechazar la tesis de la inminencia de la tercera guerra mundial» (PC nº 90, p. 27). «Habría que situar la fecha posible de la madurez política del conflicto en torno a la mitad de la primera década del próximo milenio (o el próximo siglo si se prefiere)» (ídem, p. 29). Cabe señalar que PC basa semejante previsión en el hecho de que «El proceso de reactivación drogada típica de la economía de guerra, que sigue a la crisis, no se vislumbra todavía y esto en una situación económica que, de recesión en recesión, dista mucho de haber agotado la tendencia a la depresión iniciada en 1974-75» (ídem). Podríamos nosotros demostrar evidentemente (ver todos nuestros análisis sobre las características de la crisis actual en la Revista internacional) cómo, desde hace más de una década, las «reactivaciones» de la economía mundial son reactivaciones totalmente «drogadas». Pero es PC quien lo dice algunas líneas más abajo: «Queremos sencillamente subrayar que el sistema capitalista ha utilizado, para prevenir la crisis, los mismos medios de los que se sirvió después del krach de 1929 para salir de ella». La coherencia no es precisamente la virtud de PC y de los bordiguistas; quizás sea ése su concepto de la «dialéctica», ellos que se las dan de ser unos «especialistas en el manejo de la dialéctica» (PC nº 91, p. 56)[2].

Dicho lo cual, más allá de las contradicciones de PC, debemos subrayar el carácter desmovilizador de las previsiones con que PC parece jugar en cuanto a la fecha del próximo conflicto mundial. Desde su fundación, la CCI ha puesto en evidencia que desde el momento en que el capitalismo agotó los efectos de la reconstrucción de la segunda posguerra mundial, desde el momento en que la crisis histórica del modo de producción capitalista se plasmó una vez más en su forma de crisis abierta (y ello desde finales de los años 60 y no 1974-75 como pretenden los bordiguistas intentando así probar una vieja «previsión» de Bordiga), las condiciones económicas de una nueva guerra mundial estaban reunidas. También ha puesto de relieve nuestra Corriente que las condiciones militares y diplomáticas de esa guerra estaban totalmente maduras con la formación desde hace décadas de dos grandes bloques imperialistas agrupados en la OTAN y en el Pacto de Varsovia detrás de las dos principales potencias militares del mundo. Si el callejón sin salida económico en que se encontraba el capitalismo mundial no acabó provocando una nueva carnicería general ello se debió a que la burguesía no tenía las manos libres en el terreno social. En efecto, en cuanto la crisis empezó a morder, la clase obrera mundial –en mayo de 1968 en Francia, en otoño de 1969 en Italia y en todos los países desarrollados después– levantó la cabeza saliendo de la profunda contrarrevolución que había tenido que soportar durante años. Explicando las cosas así, porque basaba su propaganda en esa idea, la CCI ha participado (a su modesta medida evidentemente, teniendo en cuenta sus actuales fuerzas) en la recuperación de la confianza en sí misma de la clase obrera contra las campañas burguesas que continuamente intentan quebrarle esa confianza. En cambio, siguiendo esa idea de que el proletariado ha estado totalmente ausente del ruedo histórico (como cuando era «medianoche en el siglo»), la corriente bordiguista ha aportado su contribución, involuntaria sin duda pero eso no cambia nada, a las campañas burguesas. Peor todavía, al dar a entender que de todas maneras, las condiciones materiales de una tercera guerra mundial no estaban todavía reunidas, esa corriente ha colaborado en la desmovilización de la clase obrera contra esa amenaza, desempeñando, a su pequeña escala, el papel de los reformistas en vísperas de la Primera Guerra mundial cuando habían convencido a los obreros de que la guerra ya no era una amenaza. Así, ya no sólo es, como lo vimos en la primera parte de este artículo, al afirmar que una tercera guerra mundial seguramente no destruyera la humanidad la manera con la que PC contribuye a ocultar lo que de verdad está en juego en los combates de clase de hoy, es también haciendo creer que esos combates no tienen nada que ver con el hecho de que la guerra mundial no haya ocurrido desde principios de los años 70.

El desmoronamiento del bloque del Este a finales de los 80, ha hecho desaparecer momentáneamente las condiciones bélicas y diplomáticas de una nueva guerra mundial. Sin embargo, la visión errónea de PC sigue debilitando la capacidad política del proletariado. En efecto, la desaparición de los bloques no ha puesto ni mucho menos fin a los conflictos bélicos, conflictos en los que las grandes y medianas potencias siguen enfrentándose a través de Estados pequeños e incluso de etnias. La razón por la que esas potencias no se comprometen más directamente en el terreno, o la razón, cuando se comprometen efectivamente como en la guerra del Golfo en 1991, por la que únicamente mandan a soldados profesionales o voluntarios, es el temor que sigue embargando a la burguesía de que el envío del contingente, o sea de proletarios en uniforme, provoque reacciones y una movilización de la clase obrera. Así, en el momento actual, el que la burguesía sea incapaz de encuadrar al proletariado tras sus objetivos bélicos es un factor de la primera importancia que limita el alcance de las matanzas imperialistas. Y cuanto más capaz sea la clase obrera de profundizar sus combates tanto más entorpecida estará la burguesía para llevar acabo sus sombríos proyectos. Eso es lo que los revolucionarios deben decir a su clase para que ésta logre tomar conciencia de sus capacidades reales y de sus responsabilidades. Y eso es lo que, desgraciadamente, no hace la corriente bordiguista, y PC en particular, a pesar de su denuncia perfectamente válida de las mentiras burguesas sobre la guerra imperialista, y especialmente el pacifismo.

Como conclusión de esta crítica de los análisis de PC sobre la cuestión de la guerra imperialista, debemos poner de relieve algunos de los «argumentos» empleados por esa revista cuando pretende estigmatizar las posiciones de la CCI. Para PC somos «social-pacifistas de extrema izquierda» en el mismo rango que los trotskistas (PC nº 92, p. 61). Nuestra postura sería «emblemática de la impotencia del pequeño burgués en cólera» (ídem, p. 57). ¿Por qué?; pues, así razona PC, porque «si el estallido de la guerra excluye definitivamente la revolución, la paz, entonces, esta paz burguesa, se transforma, a pesar de todo, en un “bien” que el proletariado, mientras no tenga la fuerza para hacer la revolución, debe proteger como la niña de sus ojos. Despunta así la vieja “lucha por la paz”... en nombre de la revolución. El eje fundamental de la propaganda de la CCI durante la guerra del Golfo ¿no era, por casualidad, la denuncia de los “viva la guerra” de toda índole y los lamentos sobre el “caos”, la “sangre” y los “horrores” de la guerra?. Cierto que la guerra es horrible, pero la paz burguesa lo es tanto y los “viva la paz” deben ser denunciados tan severamente como los “viva la guerra”; en cuanto al “caos” creciente del mundo burgués, sólo favorablemente debe ser acogido por los comunistas verdaderos pues significa que se está acercando la hora en la que la violencia revolucionaria debe oponerse a la violencia burguesa» (ídem).

Los «argumentos» de PC son ridículos además de mentirosos. Cuando los revolucionarios de principios de siglo, Luxemburg o Lenin, ponían en guardia a los obreros en cada congreso de la Internacional socialista, en su propaganda cotidiana, contra la amenaza de la guerra imperialista, cuando denunciaban sus preparativos, no estaban haciendo ni mucho menos lo mismo que los pacifistas. Por lo visto, PC sigue reivindicándose de esos revolucionarios. De igual modo, cuando, en plena guerra, denunciaban con la mayor energía tanto la bestialidad imperialista como los ultras de la guerra y demás social patriotas, no por ello andaban mezclando sus voces con las de pacifistas como Romain Rolland en Francia. Y es exactamente del mismo combate de esos revolucionarios del que se reivindica la CCI, sin la menor concesión a cualquier tipo de pacifismo al cual la CCI denuncia con la misma fuerza que denuncia los discursos belicistas, por mucho que PC diga lo contrario, pues una de dos, o PC no lee nuestra prensa o no sabe leer. En realidad, el que PC se vea obligado a mentir sobre los que de verdad decimos lo que sí demuestra es la falta de consistencia de sus propios análisis.

Para concluir quisiéramos decir a los camaradas de Programa comunista que de nada sirve dedicar tanta energía a prever casi el año preciso de la futura guerra mundial para acabar en una «previsión» del período venidero que contiene al menos cuatro guiones posibles (ver PC nº 92, p. 57 a 60). El proletariado, para armarse políticamente, espera de los revolucionarios perspectivas claras. Para trazar esas perspectivas no basta con la «estricta repetición de las posiciones clásicas» como quiere hacerlo el PCInt (PC nº 92, p. 31). Aunque el marxismo debe apoyarse en el estricto respeto de los principios proletarios, especialmente en lo que se refiere a la guerra imperialista, como así lo afirman tanto el PCInt como la CCI, no por eso el marxismo sería una teoría muerta, incapaz de explicar las diferentes circunstancias históricas en las que la clase obrera ha desarrollado su combate, tanto en la defensa de sus intereses inmediatos como por el comunismo, pues ambos forman parte de un mismo todo.

El marxismo debe permitir, como lo decía Lenin, «el análisis concreto de una situación concreta». De lo contrario no sirve para nada, y por ello mismo no sería marxismo, si no es a sembrar mayor confusión todavía en las filas de la clase obrera. Eso es por desgracia lo que le ocurre al «marxismo» al uso del PCInt.

FM


[1] Pierre Renouvin, Histoire des relations internationales, tomo 8, p.142, París, 1972.

[2] En el ámbito de las incoherencias del PCInt, podemos también dar la siguiente cita: «si la paz ha reinado hasta ahora en las metrópolis imperialistas es precisamente a causa de esa dominación de los USA y de la URSS, y si la guerra es inevitable...es por la sencilla razón de que cuarenta años de “paz” han permitido que maduren las fuerzas que tienden a poner en entredicho el equilibrio resultante del último conflicto mundial» (PC nº 91, p. 47). El PCInt debería ponerse de una vez de acuerdo consigo mismo. ¿Por qué la guerra no ha ocurrido todavía?. ¿A causa, exclusivamente, de que las condiciones económicas no estaban todavía maduras, como pretende demostrar PC a lo largo de páginas y páginas, o bien por el hecho de que sus preparativos diplomáticos no se han realizado todavía?. Quien pueda que lo entienda.

Series: 

  • Polémica en el medio político: sobre la guerra [8]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Battaglia Comunista [9]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • La decadencia del capitalismo [10]

Cuestiones teóricas: 

  • Economía [11]

IX - Comunismo contra «socialismo de Estado»

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La conciencia de clase es algo vivo. El hecho de que una parte del movimiento proletario haya alcanzado un cierto nivel de claridad no significa que el conjunto del movimiento tenga esa misma claridad, e incluso las fracciones más claras pueden no ver, en ciertas circunstancias, todas las implicaciones de lo que habían planteado, e incluso perder convicción respecto a un nivel previo de comprensión.

Esto es realmente cierto respecto a la cuestión del Estado y las lecciones que Marx y Engels sacaron de la Comuna de París, que analizamos en el último artículo de esta serie (Revista internacional no 77). En las décadas que siguieron a la derrota de la Comuna, el auge del reformismo y el oportunismo en el movimiento obrero llevó a la situación absurda, a finales de siglo, de que la posición marxista «ortodoxa» sobre el Estado, tal y como predicaron Karl Kautsky y sus acólitos, era la que afirmaba que la clase obrera podía llegar al poder a través de las elecciones parlamentarias, es decir, tomando el Estado existente. Así que, cuando Lenin en El Estado y la Revolución, escrito durante los sucesos revolucionarios de 1917, emprendió la tarea de «desenterrar» la verdadera herencia de Marx y Engels sobre esta cuestión, los «ortodoxos» le acusaron de ¡volver al anarquismo bakuninista!.

De hecho, la lucha por difundir las verdaderas lecciones de la Comuna de París, para mantener al movimiento proletario en la buena senda de la revolución comunista, ya se había emprendido tras la insurrección de los obreros franceses. En este combate contra la influencia hedionda de la ideología burguesa y pequeñoburguesa en el movimiento proletario, el marxismo entabló una batalla en dos frentes: contra los «socialistas de Estado» y los reformistas, que eran particularmente fuertes en el partido alemán, y contra la tendencia anarquista de Bakunin, que tenía una influyente presencia en los países capitalistas menos desarrollados.

En este conflicto a tres bandas había muchas cuestiones en debate, se estaban echando las semillas de futuros debates. En el partido alemán existía ya la confusión entre la necesaria lucha por reformas y la ideología del reformismo, en la que se olvidaban completamente los objetivos finales revolucionarios del movimiento. La cuestión de las reformas también la planteaban los bakuninistas, pero desde el punto de vista contrario: no sentían sino desprecio por las luchas defensivas inmediatas de la clase, y querían saltar por encima de ellas para dirigirse directamente a la gran «liquidación social». Con estos últimos –los bakuninistas–, la cuestión del papel de la Internacional y su funcionamiento, también se convirtió en una confrontación de extrema agudeza, acelerando la muerte de la Internacional.

Los dos próximos artículos tratarán esencialmente de la forma en que esos conflictos se relacionan con la concepción de la revolución y de la sociedad futura, aunque hay inevitablemente muchos puntos de contacto con las cuestiones mencionadas.

El socialismo de Estado es el capitalismo de Estado

En el siglo XX, la identificación entre socialismo y capitalismo de Estado ha sido uno de los obstáculos más persistentes al desarrollo de la conciencia de clase. Los regímenes estalinistas, donde un Estado totalitario brutal asumió violentamente el control de casi todo el aparato económico, se autodeterminaron «socialistas», y el resto del mundo burgués, dio su complaciente acuerdo a ese término. Y todos los parientes más «democráticos», o «revolucionarios» del estalinismo –de la socialdemocracia por su derecha, al trotskismo por su izquierda–, se han dedicado a propalar la misma falsedad básica.

No menos perniciosa que la versión estalinista de esta mentira es la idea socialdemócrata de que la clase obrera puede beneficiarse de la actividad e intervención del Estado incluso en aquellos regímenes que se definen explícitamente como «capitalistas»: en esta visión, los ayuntamientos, los gobiernos centrales controlados por los partidos socialdemócratas, las instituciones de «bienestar social», las industrias nacionalizadas, se podrían usar en provecho de los obreros, e incluso serían etapas que marcan el camino hacia una sociedad socialista.

Una de las razones por las que esas mistificaciones están arraigadas tan profundamente, es que las corrientes que abogan por ellas fueron alguna vez parte del movimiento obrero. Y muchas de las estafas ideológicas que venden hoy, tienen su origen en confusiones propias del movimiento que existieron en fases anteriores. La visión marxista del mundo emerge de un verdadero combate contra la ideología burguesa en las filas del movimiento proletario, y por esa misma razón se confronta a una interminable lucha por liberarse de las sutiles influencias de la ideología de la clase dominante. En el marxismo del periodo ascendente del capitalismo, podemos discernir una dificultad recurrente para separarse de la ilusión de que la estatalización del capital equivale a su supresión.

En gran medida, tales ilusiones eran resultado de las condiciones del momento, cuando el capitalismo se percibía todavía esencialmente a través de la personalidad de los capitalistas individuales, y la concentración y centralización del capital todavía estaban en una fase temprana. Ante la evidente anarquía generada por una plétora de empresas individuales que competían entre ellas, era bastante fácil caer en la idea de que la centralización del capital en manos del Estado nacional podría ser un paso adelante. En realidad, muchas de las medidas de control estatal que se exponen en El Manifiesto comunista (un banco estatal, nacionalización de la tierra, etc. –ver artículo de esta serie en la Revista internacional no 72), se plantean con el objetivo explícito de desarrollar la producción capitalista en un periodo en el que todavía tenía un papel progresivo que desempeñar. Aparte de eso, el asunto quedaba confuso, incluso en los escritos más maduros de Marx y Engels. En el artículo previo de esta serie, por ejemplo, citamos uno de los comentarios de Marx sobre las medidas económicas de la Comuna de París, donde parece decir que si las cooperativas obreras centralizaran y planificaran la producción a escala nacional, eso sería el comunismo. En otras partes, Marx parece abogar, como una medida de transición al comunismo, por la administración estatal de operaciones típicamente capitalistas como el crédito (ver El Capital, vol. 3, cap. XXXVI).

Al señalar esos errores, no estamos haciendo ningún juicio moral sobre nuestros antepasados políticos. Sólo el movimiento revolucionario del siglo XX ha alcanzado la clarificación de tales cuestiones, después de muchas décadas de dolorosas experiencias: particularmente la contrarrevolución estalinista en Rusia, y de forma más general, el papel creciente del Estado como el agente que organiza la vida económica en la época de la decadencia capitalista. Y la clarificación que se ha operado hoy, depende enteramente del método de análisis elaborado por los fundadores del marxismo, y de ciertas visiones proféticas sobre el papel que el Estado tendría, o podría asumir, en la evolución del capital.

Lo que permitió a las generaciones posteriores de marxistas corregir algunos de los errores «capitalistas de Estado» de las anteriores, fue sobre todo la insistencia de Marx de que el capital es una relación social, y no se puede definir de forma puramente jurídica. Todo el progreso del trabajo de Marx estriba en definir al capitalismo como un sistema de explotación basado en el trabajo asalariado, en la extracción y realización de plusvalía. Desde ese punto de vista, es totalmente irrelevante si el agente que extrae plusvalía de los trabajadores, que realiza ese valor en el mercado para aumentar el beneficio y ampliar su capital, es un individuo burgués, una corporación, o un Estado nacional. En un momento en el que estaba cobrando importancia gradualmente el papel económico del Estado, alimentando así algunas ilusorias expectativas de partes del movimiento obrero, fue ese rigor teórico lo que permitió a Engels formular ese pasaje olvidado que pone el énfasis en que «ni la transformación en sociedades anónimas ni la transformación en propiedad del estado suprimen la propiedad del capital sobre las fuerzas productivas. En el caso de las sociedades anónimas, la cosa es obvia. Y el Estado moderno, por su parte, no es más que la organización que se da la sociedad burguesa para sostener las condiciones generales externas del modo de producción capitalista contra ataques de los trabajadores o de los capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, un estado de los capitalistas: el capitalista total ideal. Cuantas más fuerzas productivas asume en propio, tanto más se hace capitalista total, y tantos más ciudadanos explota. Los obreros siguen siendo asalariados, proletarios. No se supera la relación capitalista, sino que más bien, se exacerba.» (Anti-Dühring, Engels, ed. Grijalbo, 1977, p. 289-90)[1]

Entre los apologistas más sofisticados del estalinismo hay que mencionar esas corrientes, normalmente trotskistas o sus vástagos, que han argumentado que, si es cierto que la monstruosa pesadilla burocrática de la desaparecida URSS y los regímenes similares no podía llamarse socialista, tampoco podía llamarse capitalista, porque cuando hay una nacionalización total de la economía (aunque de hecho ninguno de los regímenes estalinistas llegó nunca a ese punto), la producción y la fuerza de trabajo pierden su carácter de mercancía. Marx, al contrario, fue capaz de prever teóricamente la posibilidad de un país en el que todo el capital social estuviera en manos de un sólo agente, sin que ese país dejara de ser capitalista: «Si el capital puede crecer aquí hasta convertirse en una masa imponente controlada por una sola mano, es porque a muchas manos se las despoja de su capital. En un ramo dado de los negocios la centralización alcanzaría su límite extremo cuando todos los capitales invertidos en aquel se confundieran en un capital singular. En una sociedad dada, ese límite sólo se alcanzaría en el momento en que el capital social global se unificara en las manos, ya sea de un capitalista singular, ya sea de una sociedad capitalista única.» (El Capital, libro primero, vol. 3, Cáp. XXIII, Pág. 779-80, nota b, ED. s XXI, Madrid 1975)[2]

Desde el punto de vista del mercado mundial, las «naciones» no son en ningún caso más que capitalistas particulares o compañías, y las relaciones sociales en su interior están enteramente dictadas por las leyes globales de la acumulación capitalista. Poco importa si se compra o se vende dentro de tal o cual frontera nacional: tales países no son «islotes de no-capitalismo» en medio de la economía capitalista mundial, como tampoco las granjas cooperativas de Israel (kibutzim) son islas de socialismo.

Así, la teoría marxista contiene todas las premisas necesarias para negar la identificación entre el capitalismo y el socialismo. Más aún, Marx y Engels ya se confrontaron en su tiempo a la necesidad de tratar esa desviación «socialista de Estado».

El «socialismo alemán»

Alemania nunca pasó por una fase de capitalismo liberal. La debilidad de la burguesía alemana significó que el desarrollo del capitalismo en Alemania en gran medida fue asumido por una poderosa burocracia estatal dominada por elementos semifeudales. Como resultado de ello, lo que Engels llamó «la creencia supersticiosa en el Estado» («Introducción» a La Guerra Civil en Francia) fue particularmente marcada en Alemania, e infectó fuertemente al emergente movimiento obrero allí. Ferdinand Lasalle tipificó esta tendencia, cuya fe en la posibilidad de usar el estado existente en beneficio de los trabajadores, llegó hasta el punto de hacer una alianza con el régimen de Bismarck contra los capitalistas. Pero el problema no se limitó al «socialismo de Estado bismarckiano» de Lasalle. Había una corriente marxista en el movimiento obrero alemán, dirigida por Liebknecht y Bebel. Pero esta tendencia cayó a menudo en ese tipo de marxismo que llevó a Marx a declarar que él no era marxista: mecanicismo, esquematismo, y sobre todo, falta de audacia revolucionaria. El propio hecho de que esta corriente se describiera como «socialdemócrata» era en sí mismo un paso atrás: en la década de los 40 del siglo pasado, socialdemocracia había sido sinónimo de «socialismo» reformista de la pequeña burguesía, y Marx y Engels se definieron deliberadamente como comunistas para enfatizar el carácter proletario y revolucionario de la política que defendían.

La debilidad de la corriente Liebknecht-Bebel se reveló claramente en 1875, cuando se fusionó con el grupo de Lasalle para formar el Partido Socialdemócrata obrero (SDAP, después SDP). El documento fundacional del nuevo partido, el «Programa de Gotha», hacía varias concesiones al Lasallanismo. Esto fue lo que impulsó a Marx a escribir su Crítica al Programa de Gotha el mismo año.

Este incisivo ataque a las profundas confusiones que contenía el programa del nuevo partido quedó como un documento «interno» hasta 1891: hasta entonces, Marx y Engels habían temido que su publicación más amplia provocara una escisión prematura en el SDP. Retrospectivamente se puede discutir sobre lo acertado de esa decisión, pero la lógica que había detrás de ella es bastante clara: a pesar de todos sus errores, el SDP era una expresión real del movimiento proletario -esto se había demostrado en particular por la posición internacionalista que Liebknecht y su corriente, e incluso muchos lasallianos, habían tomado durante la guerra franco-prusiana y la Comuna de París. Lo que es más, el rápido desarrollo del partido alemán ya había demostrado la creciente importancia del movimiento en Alemania para el conjunto de la clase obrera internacional. Marx y Engels reconocieron la necesidad de emprender un largo y paciente combate contra los errores ideológicos del SDP, y lo hicieron en varios documentos importantes escritos después de la Crítica. Pero ese combate estaba motivado por el esfuerzo por construir un partido, no por destruirlo. Este fue siempre el método que impregnó la lucha de la Izquierda marxista contra el ascenso del oportunismo en el partido de clase: la lucha estaba a favor del partido, mientras siguiera existiendo vida obrera en él.

En la crítica de Marx y Engels al partido alemán, podemos ver esbozados ya muchos de los temas que posteriormente retomarían sus sucesores, cuestiones que llegarían a ser de vida o muerte, en los grandes acontecimientos históricos de principios del siglo XX. Y no es en absoluto casualidad, que todas ellas se centraran en torno a la concepción marxista de la revolución proletaria, que fue siempre la clave para distinguir en el movimiento obrero, los revolucionarios de los reformistas y utópicos.

Reforma o Revolución

El capitalismo conoció, en la segunda mitad del siglo XIX, su periodo de mayor aceleración de su desarrollo y extensión mundial. En este contexto, la clase obrera fue capaz de arrancar a la burguesía, concesiones significativas, sobre todo respecto a las terribles condiciones que soportaba en las anteriores fases del capitalismo (limitación de la jornada laboral, del trabajo infantil, aumento de los salarios reales...). Y junto a éstas, logró también mejoras de naturaleza más política -derecho de asociación, formación de sindicatos, participación en elecciones– que permitieron al proletariado organizarse y expresarse por sí mismo en la batalla por mejorar su situación en la sociedad burguesa.

Marx y su tendencia insistieron siempre en la necesidad de luchar por reformas, rechazando los argumentos sectarios de quienes como Proudhon, y posteriormente Bakunin, argumentaban que tales luchas eran inútiles o que distraían al proletariado del camino de la revolución. Contra tales ideas, Marx afirmó que una clase que no es capaz de organizarse para defender sus intereses más inmediatos, nunca sería capaz de organizar una nueva sociedad.

Pero los logros de las luchas por reformas, comportaron igualmente consecuencias negativas: el desarrollo de corrientes que desviaron su lucha hacia la ideología del reformismo, que rechazaron abiertamente el objetivo final comunista, para concentrarse en cambio, en mejoras inmediatas, o bien mezclando ambas en una confusa amalgama desconcertante. Marx y Engels, quizás no alcanzaron a comprender todo el peligro que representaba el desarrollo de tales corrientes (por ejemplo, que acabarían arrastrando a la mayoría de las organizaciones de la clase obrera al servicio de la burguesía y su Estado), pero es innegable que son ellos quienes comienzan en serio una lucha contra el reformismo como una especie de ideología burguesa en el movimiento obrero, un combate en el que más tarde se emplearían a fondo revolucionarios como Lenin y Luxemburg.

Así, en la Crítica del Programa de Gotha, Marx señala que las reivindicaciones inmediatas que contiene (por ejemplo sobre educación, o trabajo infantil) no sólo están formuladas de manera confusa, sino que, lo que es aun más importante, el recién formado partido erraba completamente en la distinción entre tales reivindicaciones inmediatas y el objetivo revolucionario final. Esto se pone especialmente de manifiesto en la reivindicación de «cooperativas de producción con ayuda estatal y bajo el control democrático del pueblo trabajador» de las que supuestamente surgiría la «organización socialista de todo el trabajo». Marx criticó despiadadamente tal «panacea de profeta» de Lassalle: «La “organización socialista de todo el trabajo” ahora resulta que “surge” no de los procesos de transformación revolucionaria de la sociedad, sino de la “ayuda estatal” proporcionada por el Estado a cooperativas de producción, “organizadas” por él, no por los trabajadores. Esto es verdaderamente digno de la imaginación de Lassalle, para quién, con los créditos estatales lo mismo se podría construir la nueva sociedad como una nueva línea férrea». Sirva esto de alerta para desoír a aquellos que propugnan que el Estado capitalista existente puede ser utilizado, de alguna manera, como instrumento en la creación del socialismo, aún cuando lo presenten en términos más sofisticados que los del Programa de Gotha.

A finales de los años 1870, los abogados del reformismo en el partido alemán se habían hecho incluso más descarados, llegando al extremo de cuestionarse si el partido podría siquiera presentarse como una organización de la clase obrera. En su Carta circular a Bebel, Liebknecht, Bracke y otros escrita en septiembre de 1879, Marx y Engels lanzaron el que probablemente sería su más lúcido ataque a los elementos oportunistas que cada vez se infiltraban más en el movimiento:

«Los hombres que en 1848 se presentaron como demócratas burgueses, pueden hoy llamarse igualmente socialdemócratas. Al igual que para aquellos la república democrática, para éstos el derrumbamiento del orden capitalista se ve tan alejado que es inalcanzable, y no tiene sentido en absoluto para la práctica política actual; se puede mediar, hacer compromisos, ser filántropos a gusto. Lo mismo ocurre con la lucha de clase entre proletariado y burguesía. La reconocen sobre el papel porque ya no lo pueden negar, pero en la práctica la ocultan, la diluyen o la suavizan. Para ellos, el partido socialdemócrata no debe ser ningún partido de trabajadores, ni atraer el odio de la burguesía ni de nadie en realidad; debe, sobre todo, hacer una propaganda enérgica entre la burguesía, en vez de insistir en metas que la asustan y que de todos modos no están al alcance de nuestra generación. Para ellos, mejor sería que el partido dedicara toda su fuerza y energía a reformas pequeño-burgueses, remiendos que consoliden el viejo orden social y que de esa forma quizás puedan convertir la catástrofe final en un proceso de disolución progresivo, parte por parte, y si es posible pacífico».

Aquí aparece bosquejada la crítica marxista de todas las variantes posteriores del reformismo, que tan desastrosos efectos causaron en las filas de la clase obrera internacional.

Dictadura del proletariado contra “Estado popular”

La incapacidad del Programa de Gotha para definir la verdadera conexión entre las fases defensiva y ofensiva del movimiento proletario, cristalizó también en su absoluta confusión sobre la cuestión del Estado. Marx fustigó la reivindicación inscrita en el Programa de un «Estado popular libre y una sociedad socialista» como una frase sin sentido, ya que Estado y libertad son dos principios contrapuestos: «La libertad consiste en hacer del Estado, un órgano situado por encima de la sociedad, un órgano completamente subordinado a ésta» (Crítica). En una sociedad socialista completamente desarrollada no habrá Estado. Pero lo más importante es cómo Marx sabe ver en esa reivindicación de «Estado popular» –que deberá ser realizado mediante la concesión de reformas «democráticas», que en un cierto número de países capitalistas ya habían sido otorgadas– una manera de eludir la cuestión crucial de la dictadura del proletariado. En ese contexto, precisamente, Marx suscita la cuestión: «¿Qué transformaciones experimentará el Estado en una sociedad comunista? En otras palabras: ¿qué funciones sociales quedarán en pie en esa sociedad que sean análogas a las funciones actuales del Estado? Esta pregunta sólo puede contestarse científicamente y no nos acercaremos ni un milímetro al verdadero problema por más que combinemos de mil maneras distintas la palabra pueblo con la palabra Estado.

Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista se sitúa el periodo de transformación revolucionaria de la una en la otra. A éste le corresponde también un periodo político de transición cuyo Estado no puede ser sino la dictadura del proletariado.

El programa, sin embargo, no dice nada ni de esta última ni del Estado futuro de la sociedad comunista.» (ídem)(3).

Como vimos en el último artículo de esta serie, esta idea de la dictadura del proletariado era, en 1875, muy importante para Marx y su tendencia: la Comuna de París, apenas cuatro años antes, había sido el primer episodio vivo de la clase obrera en el poder, y había mostrado cómo las transformaciones tanto políticas como sociales, sólo podrían tener lugar cuando los trabajadores hubieran destruido la máquina estatal existente, reemplazándola por su propios órganos de poder. El Programa de Gotha mostraba cómo esta lección aún no había sido completamente asimilada por el conjunto del movimiento obrero, y si la corriente reformista seguía creciendo dentro del movimiento, sería cada vez más olvidada.

En aras del rigor histórico, es necesario añadir, sin embargo, que incluso los mismos Marx y Engels, tampoco habían asimilado totalmente esta lección. En un discurso al Congreso de la Internacional en La Haya, en septiembre de 1872, Marx aún argumentaba que: «debemos prestar atención a las instituciones, costumbres y tradiciones de los diferentes países, y no podemos negar que hay países tales como Norteamérica e Inglaterra, y por lo que conozco de sus instituciones Holanda, en los que los trabajadores pueden lograr sus objetivos por medios pacíficos. Pero aún así, debemos reconocer que en la mayoría de los países del continente, la palanca de la revolución deberá ser la fuerza; algún día será necesario recurrir a la fuerza para establecer la dominación del trabajo».

Hay que decir que esta idea fue una ilusión por parte de Marx -una medida del peso de la ideología democrática incluso en los pensadores más avanzados del movimiento obrero. En los años siguientes, oportunistas de toda clase se aprovecharon de tales ilusiones, para hacer de Marx un marchamo valedor de sus esfuerzos por abandonar toda idea de revolución violenta y adormecer a la clase obrera con los cuentos de que podría deshacerse del capitalismo, legal y pacíficamente, utilizando los órganos de la democracia burguesa. No podemos confundir a los reformistas con la auténtica tradición marxista, que en realidad sí se continúa con Pannekoek, Bujarin y Lenin, que retomaron los elementos más avanzados y audaces del pensamiento marxista sobre la cuestión, lo que les condujo inexorablemente a la conclusión de que para establecer la dominación del trabajo en cualquier país, la clase obrera deberá utilizar la palanca de la fuerza, y sobre todo frente a la máquina estatal existente, por muy democráticas que sean sus formas. Por lo demás, la propia evolución del Estado democrático ha confirmado las conclusiones de estos revolucionarios. Tal y como señaló Lenin en El Estado y la Revolución:

   «Hoy, en 1917, en la época de la primera gran guerra imperialista, esta limitación hecha por Marx no tiene razón de ser. Inglaterra y Norteamérica, los más grandes y los últimos representantes –en el mundo entero– de la “libertad” anglosajona, en el sentido de ausencia de militarismo y burocratismo, han ido rodando hasta caer en el inmundo y sangriento pantano, común a toda Europa, de las instituciones burocrático-militares que todo lo someten y lo aplastan. Hoy, también en Inglaterra y Norteamérica, es “condición previa de toda verdadera revolución popular” el romper, el destruir, la “máquina estatal existente”».

La crítica del sustitucionismo

La Asociación Internacional de Trabajadores, había proclamado que «la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los trabajadores mismos». Y aunque, en el movimiento obrero del siglo XIX, aún no fuera posible clarificar todos los elementos de la relación entre el proletariado y sus minorías revolucionarias, esta afirmación es una premisa básica para todas las clarificaciones subsiguientes. Ya en las polémicas en el movimiento, tras 1871, la fracción marxista tendría multitud de ocasiones para desarrollar más esta afirmación de la Ia Internacional. Sobre todo en el combate contra los cada vez más numerosos reformistas que infestaban el partido alemán. Marx y Engels hubieron de demostrar cómo la visión jerárquica y elitista de las relaciones entre el partido y la clase, eran el resultado de la penetración en el movimiento obrero de las ideologías burguesa y pequeño burguesa, que transmitían sobre todo los intelectuales de clase media, que veían en la clase obrera un simple instrumento de sus propios esquemas de mejora de la sociedad.

La respuesta marxista a este peligro, no fue la retirada hacia el obrerismo, a la idea de una organización formada exclusivamente por obreros industriales, como mejor garantía para prevenir la penetración de ideas de otras clases. «Es un fenómeno inevitable, inherente a la marcha de la evolución, que individuos pertenecientes a la clase dominante se sumen al proletariado en lucha y le aporten elementos educativos. Ya lo dijimos en el Manifiesto Comunista, pero debemos hacer aquí dos precisiones:

En primer lugar, estos individuos, para ser útiles al movimiento obrero deben aportarle verdaderamente elementos educativos de un valor real, lo que, sin embargo, no es el caso en la mayoría de los burgueses alemanes conversos... En segundo lugar cuando estos individuos, procedentes de otras clases, se unan al movimiento obrero, lo primero que ha de exigírseles es que no introduzcan los residuos de sus prejuicios burgueses, pequeñoburgueses, etc., sino que hagan suyas, sin reserva alguna, las concepciones proletarias. Estos caballeros, sin embargo, tal y como ha sido demostrado, están hundidos hasta el cogote de ideas burguesas y pequeño burguesas... No podemos pues, de ninguna manera, compartir el camino con quienes declaran abiertamente que los obreros son demasiados incultos para liberarse por sí mismos, y que deben ser liberados “desde arriba”, es decir, por los grandes y pequeños burgueses filántropos» (Carta circular a Bebel...).

La idea de que los trabajadores sólo pueden ser emancipados por las acciones benevolentes de un todopoderoso Estado, se da la mano con la idea del partido de los “benefactores” caidos del cielo para liberar a los pobres y zafios obreros de su ignorancia y servidumbre. Ambas son expresiones de una misma concepción reformista y socialista de Estado, que Marx y su corriente combatieron con todas sus fuerzas. Debemos decir, sin embargo que la aberración de que una pequeña élite pudiera actuar en nombre o en lugar de la clase, no se limita a estos elementos reformistas, sino que fue y es sustentada por corrientes auténticamente proletarias y revolucionarias. Los blanquistas fueron el primer ejemplo de esto. La versión blanquista del susticionismo fue un vestigio de las más remotas fases del movimiento revolucionario. En su «Introducción» a La Guerra Civil en Francia, Engels mostró cómo la experiencia viva de la Comuna de París había refutado en la práctica la concepción blanquista de la revolución: «educados en la escuela de la conspiración y cohesionados por la rígida disciplina que esta escuela supone, los blanquistas partían de la idea de que un grupo relativamente pequeño de hombres decididos y bien organizados estaría en condiciones no solo de adueñarse en un momento favorable del timón del Estado, sino que, desplegando una acción enérgica e incansable, sería capaz de sostenerse hasta lograr arrastrar a la revolución a las masas del pueblo y congregarlas en torno al puñado de caudillos. Esto llevaba consigo, sobre todo, la más rígida y dictatorial centralización de todos los poderes en manos del nuevo gobierno revolucionario. ¿Y qué hizo la Comuna compuesta en su mayoría precisamente por blanquistas?. En todas las proclamas dirigidas a los franceses de provincias, la Comuna les invita a crear una Federación libre de todas las Comunas de Francia con París, una organización nacional que, por primera vez, iba a ser creada realmente por la misma nación. Precisamente el poder opresor del antiguo gobierno centralizado –el ejército, la policía política y la burocracia–, creado por Napoleón en 1798 y que desde entonces había sido heredado por todos los nuevos gobiernos como un instrumento grato, empleándolo contra sus enemigos, precisamente éste debía ser derrumbado en toda Francia, como había sido derrumbado ya en París» (pág. 470 de Obras Escogidas, tomo I).

Que lo mejor del blanquismo se viera obligado a saltarse su propia ideología, se vio confirmado por los debates dentro del órgano central de la Comuna: cuando un elemento significado del Consejo de la Comuna quiso suspender las normas democráticas de la Comuna para establecer un “Comité de Salud Pública” basado en el modelo de la Revolución Francesa, muchos de los que se opusieron eran blanquistas, lo que prueba que una corriente genuinamente proletaria puede ser influenciada por el desarrollo del movimiento real de la clase, algo que raramente ocurre en el caso de los reformistas, que representan un tendencia muy material de la organización de la clase a caer en las manos del enemigo de clase.

El contenido económico de la transformación comunista

Aunque el Programa de Ghota habla de “la abolición del sistema salarial”, su visión de la futura sociedad era la del “socialismo de Estado”. Hemos visto cómo contenía la visión absurda de un movimiento hacia el socialismo a través de un Estado protector de las cooperativas de trabajadores. Pero, incluso cuando habla más directamente de la futura sociedad socialista (en la cual el “Estado libre” existe todavía), es incapaz de ir más allá de la perspectiva de una sociedad capitalista movida por un Estado en beneficio de todos. Marx es capaz de detectar eso bajo la cobertura de las finas frases del Programa, en particular en las secciones que hablan de la necesidad de “la regulación cooperativa del trabajo social para obtener una justa distribución de los frutos del trabajo”, y “la abolición del sistema salarial y de la ley de bronce de los salarios”. Estas frases reflejan la contribución lasalliana a la teoría económica, lo cual constituye un abandono completo del punto de vista de Marx del origen de la plusvalía basado en el tiempo de trabajo no pagado extraído de los trabajadores. Las palabras vacías sobre la “justa distribución” esconden el hecho de que en la situación actual no hay nada en los mecanismos de producción del valor que permita satisfacer ese deseo, lo cual es un fuente infalible de toda la “injusticia” en la distribución de los frutos de trabajo.

Contra estas confusiones, Marx afirma que «en el seno de una sociedad colectivista, basada en la propiedad común de los medios de producción, los productores no cambian sus productos; el trabajo invertido en los productos no se presenta aquí, tampoco, como valor de estos productos, como una cualidad material, poseída por ellos, pues aquí, por oposición a lo que sucede en la sociedad capitalista, los trabajos individuales no forman ya parte integrante del trabajo común mediante un rodeo, sino directamente. La expresión ‘el fruto del trabajo’ ya hoy recusable por su ambigüedad, pierde así todo sentido» (Marx, Crítica del Programa de Gotha, pag.14, tomo II, Obras Escogidas).

Sin embargo, más que ofrecer una visión utópica de la abolición inmediata de todas las categorías de la producción capitalista, Marx subraya la necesidad de distinguir la fase baja de la fase alta del comunismo: “De lo que aquí se trata no es de una sociedad comunista que se ha desarrollado sobre su propia base, sino de una que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede” (ídem, pag. 15).

En esta fase, hay todavía escasez y todavía pesan los vestigios de la “normalidad” capitalista. En el nivel económico, el viejo sistema salarial es reemplazado por un sistema de bonos de trabajo: “el productor individual obtiene de la sociedad... exactamente lo que ha dado. Lo que el productor ha dado a la sociedad es su cuota individual de trabajo... La sociedad le entrega un bono consignando que ha rendido tal o cual cantidad de trabajo (después de descontar lo que ha trabajado para el fondo común), y con este bono saca de los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente a la cantidad de trabajo que rindió”. Como Marx enfatiza en El Capital, estos bonos no son dinero en el sentido de que no pueden circular ni pueden ser acumulados; ellos solo pueden “comprar” medios individuales de consumo. Sin embargo, no están libres de los principios del cambio de mercancías: “Aquí reina evidentemente el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por cuanto este es intercambio de equivalentes. Han variado la forma y el contenido, porque bajo las nuevas condiciones nadie puede dar sino su trabajo, y porque, por otra parte, ahora nada puede pasar a ser propiedad del individuo, fuera de los medios individuales de consumo. Pero en lo que se refiere a la distribución de éstos entre los distintos productores, rige el mismo principio que en el intercambio de equivalentes: se cambia una cantidad de trabajo, bajo una forma, por otra cantidad igual de trabajo, bajo una forma distinta. Por eso, el derecho igual sigue siendo aquí, en principio, el derecho burgués” (ídem, pag. 15), porque, como explica Marx, los trabajadores tienen necesidades y capacidades muy diferentes. Solamente en la fase alta de la sociedad comunista cuando “corran a chorros los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués, y la sociedad podrá escribir en su bandera: ¡De cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad!” (ídem, pag. 16).

¿Cual es el blanco exacto de la polémica? Detrás de ella yace la concepción clásica del comunismo, no como un estado a imponer, sino como “el movimiento real que revoca el presente estado de cosas”, como decía Marx en la Ideología alemana 30 años antes. Marx elabora la visión de la dictadura proletaria iniciando un movimiento hacia el comunismo, de una sociedad comunista que emerge del colapso del capitalismo y de la revolución proletaria. Contra la visión socialista de Estado según la cual la sociedad capitalista se transforma ella misma en comunismo a través de la acción del Estado como único y benevolente empleador, Marx se plantea una dinámica hacia el comunismo fundada en bases comunistas.

La idea de los bonos de trabajo debe ser considerada bajo este prisma. En primera instancia se concibe como un ataque contra la producción de valor, como un medio para eliminar el dinero como mercancía universal, para detener la dinámica de acumulación. Se ve no como un fin en si mismo sino como un medio para alcanzar un fin, una medida que podría ser introducida inmediatamente por la dictadura del proletariado como el primer paso hacia la sociedad de la abundancia la cual no tendrá necesidad de determinar el consumo individual según el producto individual.

Dentro del movimiento revolucionario, ha habido y continua habiendo un debate para determinar cuál es el sistema más apropiado por alcanzar ese fin. Por una serie de razones podemos argumentar que los bonos de trabajo no lo son. Para empezar, la socialización “objetiva” de muchos aspectos del consumo (electricidad, gas, vivienda, transporte etc.) podría hacer en el futuro posible suministrar de forma rápida y equitativa muchos bienes y servicios libres de carga, limitado solo por las reservas totales controladas por los trabajadores; como, igualmente, establecer para muchos productos de consumo, un sistema de racionamiento controlado por los Consejos obreros que tendría la ventaja de ser más “colectivo”, menos dominado por las convenciones del valor de cambio. Volveremos a estos y otros problemas en un próximo artículo. Nuestra mayor preocupación aquí es poner al descubierto el método básico de Marx: para él, el sistema de bonos de trabajo tiene validez como medio para atacar los fundamentos del sistema de trabajo asalariado y solo puede ser juzgado desde este nivel; al mismo tiempo, reconoce claramente sus limitaciones, porque el comunismo integral no puede ser introducido de la noche a la mañana, sino solo después de un período de transición más o menos largo. En este sentido, el mismo Marx es el más severo crítico del sistema de bonos de trabajo, insistiendo en que con ellos no puede evitarse el “estrecho horizonte del derecho burgués” pues son la concreción de la persistencia de la ley del valor. De hecho, cualquiera que sea el método de distribución que el proletariado introduzca al día siguiente de la revolución, seguirá estando marcado por los vestigios de la ley del valor. Aquí todo falso radicalismo es fatal (y, de hecho, conservador en la práctica) porque podría llevar al proletariado a confundir una medida temporal y contingente con el objetivo real. Esto, como veremos, es un error que muchos revolucionarios cometieron durante el llamado “Comunismo de guerra” en la Revolución rusa. Para Marx, el objetivo final del comunismo siempre debe mantenerse por delante, de lo contrario el movimiento hacia el comunismo podría desviarse y sería capturado, una vez más, por la órbita del planeta Capital.

El próximo artículo de esta serie examinará el combate de Marx contra la principal versión de ese falso radicalismo: la corriente anarquista en torno a Bakunin.

CDW

[1] Pierre Renouvin, Histoire des relations internationales, tomo 8, p.142, París, 1972.

[2] En el ámbito de las incoherencias del PCInt, podemos también dar la siguiente cita: «si la paz ha reinado hasta ahora en las metrópolis imperialistas es precisamente a causa de esa dominación de los USA y de la URSS, y si la guerra es inevitable... es por la sencilla razón de que cuarenta años de “paz” han permitido que maduren las fuerzas que tienden a poner en entredicho el equilibrio resultante del último conflicto mundial» (PC nº 91, p. 47). El PCInt debería ponerse de una vez de acuerdo consigo mismo. ¿Por qué la guerra no ha ocurrido todavía?. ¿A causa, exclusivamente, de que las condiciones económicas no estaban todavía maduras, como pretende demostrar PC a lo largo de páginas y páginas, o bien por el hecho de que sus preparativos diplomáticos no se han realizado todavía?. Quien pueda que lo entienda.

 

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  • El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material [12]

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  • Comunismo [14]

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