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No existe ni una organización internacional de la burguesía, OMC, Banco mundial, OCDE o FMI, que no haga alarde de sus preocupaciones de hacerlo todo por un “desarrollo duradero”, preocupada por el porvenir de las generaciones futuras. No existe ni un solo Estado que no proclame su preocupación de respetar el medio ambiente. No existe ni una sola organización no gubernamental (ONG) con vocación ecologista que no se entregue a fondo en manifestaciones, peticiones, memorándums de todo tipo. Y tampoco existe un periódico de la burguesía que no se descuelgue con su artículo pseudocientífico sobre el calentamiento global del planeta. Todo ese personal – ¡no dudemos de sus buenas intenciones! – se dio cita en La Haya del 13 al 25 de noviembre del 2000 para definir las modalidades de aplicación del protocolo de Kioto ([1]). Nada menos que 2000 delegados representantes de 180 países, rodeados de 4000 observadores y periodistas, tenían supuestamente la responsabilidad de elaborar por fin la milagrosa receta para acabar con los desarreglos climáticos. ¿Resultado? ¡Nada! Menos que nada, sino una prueba más de que para la burguesía, las consideraciones sobre la supervivencia de la humanidad pasan, muy lejos, por detrás de la defensa de cada capital nacional.
Hace ya diez años, publicamos un artículo “Ecología: Es el capitalismo quien contamina el planeta” (Revista internacional no 63, 1990) que afirmaba: “el desastre ecológico es ahora una amenaza tangible para el ecosistema del planeta”. Debemos afirmar que hoy el capitalismo ha concretado esa amenaza. A lo largo de los años 90, el saqueo del planeta ha proseguido con ritmo acelerado: deforestación, erosión del suelo, contaminación tóxica del aire que respiramos, de las corrientes subterráneas y de los mares y océanos, saqueo de los recursos fósiles naturales, diseminación de materias químicas o nucleares, destrucción de especies animales y vegetales, explosión de enfermedades infecciosas, y, en fin, subida continua del promedio de temperatura en la superficie del globo (7 de los años más cálidos ¡ del milenio ! pertenecen a la década de los 90). Los desastres ecológicos se combinan entre sí cada día más, son más globales, tomando a menudo un carácter irreversible, cuyas consecuencias a largo plazo son difícilmente previsibles.
Si la burguesía ha demostrado ampliamente que era totalmente incapaz de ni siquiera frenar un poco esa demencia destructora, sí ha demostrado, sin embargo, su capacidad para ocultar sus propias responsabilidades tras una multitud de tapaderas ideológicas. Se trata para ella – cuando no las ignora pura y simplemente – de presentar las calamidades ecológicas como ajenas a la esfera de las relaciones sociales capitalistas, ajenas a la lucha de clases. De ahí todas esas falsas alternativas, desde las medidas gubernamentales hasta los discursos “antimundialización” de las ONG, que tienen como objetivo oscurecer la única perspectiva que puede permitir a la humanidad salir de esta pesadilla: el derrocamiento revolucionario por la clase obrera del modo de producción capitalista.
Resulta claro para los revolucionarios que la causa está en la lógica productivista propia del capitalismo, como ya lo analizó Carlos Marx en El Capital: “Acumular para seguir acumulando, producir para seguir produciendo, ésa es la consigna de la economía política que proclama la misión histórica del periodo burgués. Y‑no se ha hecho la menor ilusión en‑cuanto a los dolores del parto de la‑riqueza: pero ¿ para qué sirven esos‑lamentos que no cambian nada a las‑fatalidades históricas ?” (Libro I – Cap.‑XXIV). Ahí están la lógica y el cinismo sin límites del capitalismo: la verdadera finalidad de la producción capitalista está en la acumulación del capital y no en la satisfacción de las necesidades humanas. Importa poco entonces el destino del planeta, de la humanidad y menos aún el de la clase obrera. Con la saturación global de los mercados, que se hizo efectiva en 1914, el capitalismo entró en su fase de decadencia. O sea que la acumulación del capital se ha vuelto cada día más conflictiva, más convulsiva. Desde entonces, “la destrucción del medio ambiente adquiere otra dimensión y otra cualidad […] Estamos en una época en la que todas las naciones capitalistas están obligadas a competir entre sí dentro de un mercado supersaturado, una época, en consecuencia, de permanente economía de guerra, con un crecimiento desproporcionado de la industria pesada. Una época caracterizada por la irracionalidad, por la multiplicación inútil de complejos industriales en cada unidad nacional, […] la aparición de megalópolis […] el desarrollo de tipos de agricultura que han sido tan dañinas ecológicamente como la mayoría de los tipos de industria” (Revista internacional no 63). Esta tendencia ha dado un salto al entrar el capitalismo en la fase terminal de su decadencia, la de la descomposición, que caracteriza desde hace unos veinte años la putrefacción de raíz del sistema en la medida en que ni el proletariado ni la burguesía han logrado hasta ahora imponer su solución, o sea, revolución proletaria o guerra generalizada.
El capitalismo ha puesto el caos y la destrucción en el orden del día de la historia. Las consecuencias para el medio ambiente son catastróficas. Es lo que vamos a ilustrar (aunque muy parcialmente porque innumerables son los destrozos), mostrando cómo la burguesía enciende sistemáticamente contrafuegos ideológicos para se extravíen hacia callejones sin salida todos aquellos que se plantean legítimamente qué habría que hacer para acabar con este bestial ciclo de destrucción.
El capitalismo estropea el ecosistema...
Tanto su carácter mundial como la dimensión de sus implicaciones dan a la cuestión de los trastornos climáticos una importancia de primer orden. No es por casualidad si la burguesía ha hecho de esta cuestión uno de los ejes mayores de sus campañas mediáticas. Pueden seguir pretendiendo los pedantes que “en lo que toca a la meteorología o la climatología, el hombre es de poca memoria” (le Monde, 10/9/2000) o ir acusando de terrores milenaristas; este tipo de actitud, al que nunca renuncia totalmente la burguesía, defiende implícitamente el statu quo, su posición dominante, el sentimiento de estar “protegido”. Pero no puede el proletariado permitirse semejante lujo. Físicamente, siempre son los obreros y las capas más miserables de la población mundial las que sufren en sus carnes las consecuencias espeluznantes de las perturbaciones globales en el ciclo de vida terrestre que son provocadas por el aprendiz de brujo capitalista.
El IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change), encargado de hacer la síntesis de los trabajos científicos sobre cuestiones climáticas, recuerda en su “Informe para responsables” del 22 de octubre del 2000, los datos fundamentales observados, que expresan todos ellos una ruptura cualitativa en la evolución del clima: “La temperatura media de la superficie ha subido de 0,6 ºC desde 1860 [...]. Recientes análisis indican que el siglo XX ha sufrido probablemente en el hemisferio Norte el recalentamiento más importante de todos los siglos desde hace mil años [...]. La superficie del manto de nieve ha disminuido un 10 % desde finales de los 60 y el período de hielo de lagos y ríos ha disminuido en el hemisferio Norte en unas dos semanas durante el siglo XX [...]. Disminución de la capa de hielo en el Ártico en un 40 % [...]. El nivel de los mares ha subido un promedio de 10 a 20‑centímetros durante el siglo XX [...]. El ritmo de aumento del nivel de los mares durante el siglo XX ha sido diez veces más importante que durante los pasados 3000 años [...]. Las precipitaciones han aumentado entre 0,5 y 1 % por década durante el siglo XX para la mayoría de los continentes de latitud media o alta en el hemisferio Norte. Las lluvias han disminuido en la mayoría de tierras intertropicales”.
La ruptura aun es más patente si se toman en consideración las concentraciones de gases llamados “de efecto invernadero” ([2]), puesto que “desde el principio de la era industrial, la composición química del planeta ha sufrido una evolución sin precedentes” ([3]), lo que no puede negar el informe del IPCC: “Desde 1750, la concentración atmosférica de gases carbónicos (CO2) ha subido un tercio. La concentración actual nunca había sido superada desde hace cuatrocientos veinte mil años y probablemente tampoco durante los veinte millones de años pasados [...]. El nivel de concentración de metano (CH4) en la atmósfera se ha multiplicado por 2,5 desde 1750 y sigue creciendo”. O sea que ha sido esencialmente durante el siglo XX, y más particularmente en las décadas pasadas y no desde 1750 cuando han sido observados estos cambios.
El simple hecho de poder poner en paralelo la duración del periodo de decadencia del capitalismo con periodos que cubren centenas de miles cuando no millones de años, ya es de por sí la más poderosa acta de acusación que se pueda lanzar a la cara de la dejadez e irresponsabilidad demencial del capitalismo como modo de producción, puesto que resulta incontestable que las alteraciones son el resultado directo de la actividad salvaje y anárquica de la industria y de los transportes de combustión fósil. No hace falta recordar aquí que, aunque durante este mismo periodo el capitalismo ha desarrollado considerablemente sus capacidades productivas, ni la clase obrera ni la mayoría de la población del planeta han disfrutado de esos progresos. Desde este punto de vista, el balance social y humano de la decadencia capitalista, hecho de guerras y de miseria, es peor aún que el balance “climático”, y en nada puede servirle a la burguesía como circunstancia atenuante ([4]).
Por otra parte, el que el Informe del IPCC señale que “las pruebas de una influencia humana sobre el clima global son mayores ahora que cuando el segundo Informe” de 1995 sólo sirve para disculpar a la burguesía, la cual no ha hecho más que manipular el discurso científico durante los años 90, planteando voluntariamente las malas preguntas. Así es como, tras haber admitido el recalentamiento (y con mucho retraso respecto a los estudios científicos), la pregunta de la burguesía fue: ¿qué prueba formal tenemos de que ese recalentamiento se debe a la actividad industrial y no a un ciclo natural?. Planteado así, resulta muy difícil contestar científicamente. Pero lo que siempre ha sido particularmente flagrante es la ruptura cualitativa en la evolución observada del clima descrita más arriba, cuando las tendencias cíclicas del clima (perfectamente conocidas y modeladas al estar dirigidas con parámetros astronómicos tales como las variaciones de la órbita terrestre, la inclinación del eje de rotación de la Tierra, etc.) nos colocan precisamente en un periodo de glaciación relativa iniciado hace mil años y que todavía debe durar unos 5000. Y por si no es suficiente, dos parámetros más van en el sentido del enfriamiento: el ciclo de actividad solar y el aumento de partículas en la atmósfera... aumento también debido a la contaminación industrial (y a las erupciones volcánicas...). Así queda patente la hipocresía de‑la burguesía que exige “pruebas”. Ahora que resulta difícil negar el origen capitalista del recalentamiento, la nueva pregunta que preocupa a los medios
burgueses es: ¿puede demostrarse formalmente el vínculo entre este recalentamiento y fenómenos observados recientemente (ciclón Mitch y Eline, tormentas en Francia, inundaciones en Venezuela, Gran Bretaña, etc.)? Una vez más, la comunidad científica tiene dificultades para contestar a esa pregunta tan poco... científica, cuyo único objetivo es sembrar la idea de que en fin de cuentas, el recalentamiento no tendría consecuencias sensibles: organismos oficiales como la Meteorología nacional francesa contestan con fórmulas jesuíticas de lo más alambicado: “No está demostrado que los recientes incidentes extremos sean la manifestación de un cambio climático, pero cuando éste sea plenamente perceptible es verosímil que pueda venir acompañado de un aumento de incidentes extremos.”
Y los cambios climáticos venideros son de lo más inquietante, también según el IPCC: “el aumento promedio de la temperatura de la superficie se supone que será un 1,5 a 6 °C [...] este aumento no tendría ningún precedente durante los 10 000 años pasados”, mientras la subida de los mares alcanzaría unos 0,47 metros de promedio, “o sea entre 2 y 4 veces el aumento de nivel observado durante el siglo XX”. Hemos de añadir que estas previsiones no toman en cuenta el ritmo real de la deforestación (siguiendo con el ritmo actual, todos los bosques habrán desaparecido en 600 años). Por terribles y mortíferas que fueran las probables consecuencias de estas variaciones climáticas en términos de inundaciones, ciclones en ciertas áreas y sequía en otras, como también en términos de penuria de agua potable, de desaparición de especies animales, etc., para el director del Instituto francés de investigaciones médicas “ése no es el peligro principal. Es la dependencia del hombre respecto a su entorno. Las migraciones, la superconcentración humana en un ámbito urbano, la disminución de las reservas de agua, la contaminación y la pobreza siempre han sido condiciones propicias para la difusión de microorganismos infecciosos [pero ¡si es el capitalismo quien ha desarrollado las grandes concentraciones, la pobreza y la contaminación!]. Ahora bien, la capacidad reproductora e infecciosa de varios insectos y roedores, vectores de parásitos o de virus, depende de la temperatura y humedad del medio. En otros términos, una subida de la temperatura, por pequeña que sea, abre las puertas a una expansión de numerosos agentes patógenos tanto para el animal como para el hombre. Y así, enfermedades parasitarias tales como el paludismo, la esquistosomiasis o la enfermedad del sueño, infecciones vírales como el dengue, ciertas encefalitis y fiebres hemorrágicas, han ido ganando terreno estos años pasados. Han vuelto a zonas en que habían desaparecido, pero también afectan ahora a regiones que nunca habían estado afectadas [...]. Las proyecciones para el año 2050 muestran que 3 mil millones de seres humanos vivirán amenazados por el paludismo [...]. También del mismo modo se multiplican las enfermedades transmitidas por el agua. El recalentamiento de las aguas dulces favorece la proliferación de microbios. El de las aguas saladas – en particular cuando están enriquecidas por corrientes humanas – permite al fitoplancton, auténtico vivero de bacilos, reproducirse de forma acelerada. El cólera, que había desaparecido prácticamente de Latinoamérica a partir de los 60, mató a 1 368 053 personas entre 1991 y 1996. Al mismo tiempo, surgen nuevas infecciones o van más allá de los nidos ecológicos en que habían quedado relegadas [...]. La medicina está desarmada, a pesar de sus progresos, ante la explosión de varias patologías. La epidemiología de enfermedades infecciosas [...] puede tomar nuevos aspectos durante el siglo XXI, con la expansión en particular de zoonosis, infecciones transmisibles del animal vertebrado al hombre y viceversa” (Manière de Voir n°50, p. 77).
... y lo hace todo para disculparse
A tal nivel de responsabilidad histórica, la respuesta ideológica de la burguesía ha sido organizar descomunales verbenas hipermediatizadas, desde la Conferencia de la Tierra en Río en 1992 hasta La Haya, pasando por Kioto y Berlín, para hacernos tragar que la clase dominante habría tomado por fin conciencia de los peligros que amenazan el Planeta. El fraude funciona a varios niveles.
Para empezar, darnos la ilusión de que si se alcanzaran los objetivos decididos en Kioto sería un primer paso significativo. Ahora bien, no solo es evidente que no se alcanzarán esos objetivos, sino que, aunque así fuese, es tan ridículo el ritmo decidido que no disminuiría en nada la actual tendencia al recalentamiento. Esto deja patente que todas las ONG, al igual que todos los partidos ecologistas, que se comprometen a fondo en esas discusiones sobre la aplicación del protocolo de Kioto, forman parte de esta mistificación. En nada puede tratarse de un paso hacia adelante, en el mejor de los casos sería un paso de lado.
En segundo lugar, hacernos creer que si los Estados no siempre logran ponerse de acuerdo, es porque tienen una visión diferente de los medios para alcanzar el objetivo común de disminución de las emisiones de gases de efecto invernadero. En realidad, cada capital nacional defiende sus intereses e intenta imponer en las negociaciones normas de producción que estén lo más cerca posible de las suyas propias, con sus capacidades tecnológicas, con su modo de abastecimiento energético, etc. Por ejemplo, ni Francia ni Estados Unidos respetan los compromisos de Kioto (las emisiones de gas carbónico han aumentado un 11 % en EEUU y un 6,5 % en Francia); sin embargo cuando el presidente francés Chirac declara que “la esperanza de una limitación eficaz de los gases de efecto invernadero está ahora en manos americanas” (le Monde, 20/11/2000), ha de traducirse: “en la guerra comercial que nos opone, nos gustaría ponerles unos grillos atados a los pies”. Lo mismo ocurre con la puesta en marcha de un sistema de “observación” exigido por la Unión Europea para multar a quienes sobrepasaran sus cuotas de contaminación (o sea que no se trata en absoluto, dicho sea una vez más, de impedirla). Ya puestos a ello, ¡que pidan a EEUU que financie Airbus y limite la producción de Boeing ! La cosa es todavía más sencilla para los países del Tercer mundo: el peso de la crisis, de la deuda y de la miseria han sistematizado el saqueo de los recursos naturales, dejando hacer lo que les dé la gana a las grandes compañías occidentales que alimentan la corrupción local. Se trata de una realidad que el capitalismo es incapaz, por definición, de superar. En el marco capitalista, todo apoyo a unas medidas con respecto a otras implica favorecer a unos Estados contra otros.
Y para terminar, la última falsificación tan del gusto de los reformistas de todo jaez: la idea de que hay que luchar a favor de un capitalismo limpio, respetuoso del medio ambiente, sin competencia, un capitalismo de ensueño. Esta santa cruzada se hace en nombre de la antimundialización y dirige sus súplicas desgarradas al Estado para que éste legisle, imponga tasas, presione a las malditas multinacionales. Ocurre como con la legislación del trabajo, la cual no cambia para nada ni la explotación capitalista, ni el desempleo, ni la miseria y ni siquiera impide no ser respetada cuando le interesa a la burguesía. No existe legislación, obligación fiscal o cualquiera que sea la medida con pretensiones ecologistas que no sea perfectamente asimilable por el capitalismo, y hasta favorable a la modernización del aparato productivo, cuando no se trata pura y sencillamente de una forma disfrazada de proteccionismo o de una justificación cómoda de medidas antiobreras (despidos por cierre en empresas contaminadoras, bajada de sueldos para absorber los costos de la normalización, etc.). Desde este punto de vista, los llamados “impuestos ecológicos” (contamino pero pago... un poquito) y el mercado de los permisos para emitir gases cuyo principio ha sido admitido, ¡demuestran el camino por el que va el realismo capitalista en materia de lucha contra la contaminación y el recalentamiento global!
Por eso los partidarios de la ecología política y las ONG más coherentes acaban justificando las medidas necesarias desde el punto de vista de la rentabilidad misma del capital y no es extraño verlos integrar, con función de consultantes, los centros de decisión de la burguesía. Resulta evidente en lo que concierne los partidos “verdes”, presentes en varios gobiernos de Europa (Francia, Alemania), pero también lo es para las ONG como el World Conservation Monitoring Centre, que se ha convertido en verdadera antena de Naciones Unidas, defendiendo que “las políticas y medidas referentes al cambio climático han de tener una relación eficacia/gastos para garantizar beneficios globales al menor costo posible”. En este mismo sentido, el distribuidor de la ideología antimundialización (o sea anti-EEUU) en Francia, le Monde diplomatique, se indigna de que “el impacto combinado de los costos sociales del transporte automóvil – ruido, contaminación del aire, consumo de espacio y ausencia de seguridad – podría alcanzar hasta el 5 % del producto nacional bruto (PNB)” (Manière de voir, no 50, p. 70). Esta conversión al realismo ecológico también puede manifestarse como una ayuda efectiva al Estado, como lo hemos podido ver con Greenpace que ofreció sus servicios tras el naufragio del carguero Ievoli-Sun frente a las costas francesas en noviembre del 2000.
Es una característica de todas las corrientes ecológicas, sean ONG o partidos, el hacer del Estado capitalista el garantizador de los intereses comunes. Su modo de acción es fundamentalmente a-clasista (puesto que todos estamos concernidos) y democrático (también son los campeones de la democracia local): sería la presión popular, la reacción ciudadana, la que debe imponer al Estado (lo suponemos sinceramente emocionado por semejante movilización) tomar las medidas a favor del medio ambiente. Ni falta hace decir que esa contestación, que ni cuestiona los fundamentos del modo de producción capitalista ni el poder político de la clase dominante, es totalmente asimilable por la burguesía. Y en cuanto a muchos que no se creen estos cuentos de hadas, pero que se desmoralizan también esto acaba siendo una victoria para la burguesía.
Ya hemos visto que es totalmente ilusorio pensar que puedan existir mecanismos integrados al capitalismo que permitan acabar con los desastres ecológicos ([5]), tanto más cuando estos son el resultado del funcionamiento más propio del capitalismo. Son las relaciones sociales capitalistas lo que hay que destruir para imponer una sociedad en la que la satisfacción de las necesidades del hombre, en el mismo cogollo del modo de producción, no se haga a costa del entorno natural, puesto que ambos, hombre y naturaleza, están indisociablemente vinculados. Solo el proletariado podrá llevar a cabo la instauración de esa sociedad, la sociedad comunista, pues es la única fuerza social capaz de desarrollar una conciencia y una práctica que tienden a “revolucionar el mundo existente” y a “trasformar prácticamente el estado de las cosas” (Marx, La Ideología alemana).
Desde su aparición como teoría revolucionaria del proletariado, el marxismo se afirmó opuesto a la ideología burguesa, incluso contra sus concepciones materialistas más avanzadas, que no veían en la naturaleza más que un objeto exterior al hombre y no una naturaleza histórica. El dominio de la naturaleza jamás ha tenido para el proletariado el sentido saqueo de la naturaleza: “A cada paso se nos recuerda que no reinamos en absoluto sobre la naturaleza como un conquistador sobre un pueblo extranjero, como alguien ajeno a la naturaleza – sino que nosotros, con nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la naturaleza, existimos en ella, y que toda nuestra superioridad estriba en que tenemos la ventaja sobre las demás criaturas de ser capaces de entender sus leyes y aplicarlas correctamente” (Engels, Dialéctica de la naturaleza).
Sin embargo, es evidente que la toma de conciencia de la gravedad de los problemas ecológicos no puede ser por sí mismo un factor de movilización en las luchas que la clase obrera tendrá que librar hasta el triunfo de la revolución comunista. Como ya lo afirmábamos en la Revista internacional no 63, y los 10 años pasados no han hecho sino confirmarlo, “la cuestión como tal no le permite al proletariado afirmarse como fuerza social distinta. Al contrario, […] le ofrece a la burguesía un pretexto ideal para sus campañas interclasistas […]. La clase obrera no podrá dedicarse a solucionar la cuestión ecológica hasta que no se haya hecho con el poder político en todo el mundo”.
Sin embargo, las aberraciones del sistema capitalista en descomposición también afectan a los proletarios (salud, alimentación, vivienda...) y de esta forma pueden convertirse en factor de radicalización en la luchas económicas venideras.
Para todos aquellos que, aun no perteneciendo a la clase obrera pero sinceramente opuestos e indignados por la destrucción del planeta, la única perspectiva constructiva para su indignación es la de hacer la crítica de la ideología ecologista, y responder a la invitación del Manifiesto comunista alzándose hasta la comprensión general de la historia de la lucha de clases, incorporándose al combate del proletariado en sus organizaciones revolucionarias.
La destrucción del entorno no es un problema técnico sino político: el capitalismo es hoy más que nunca un verdadero peligro mortal para la humanidad, y hoy más que nunca el porvenir está en manos del proletariado. No se trata de una visión mesiánica o abstracta. Es una necesidad que tiene sus raíces en la misma realidad del modo de producción capitalista. Al proletariado no le queda mucho tiempo para cortar el nudo histórico entre socialismo o barbarie. Cuanto más pasa el tiempo, más apocalíptica será la herencia que dejará la descomposición acelerada de la sociedad capitalista y que la sociedad comunista tendrá que solucionar.
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[1] El protocolo de Kioto (diciembre de 1997) es la petición de principio de los Estados que firmaron la convención sobre los cambios climáticos de Río de Janeiro (1992), comprometiéndose a reducir un 5,2 % de aquí a 2010 las emanaciones de gases de efecto invernadero respecto a 1990.
[2] El efecto invernadero es un “proceso [que] da‑una función considerable a los gases minoritarios de la atmósfera (vapor de agua, dióxido de carbono, metano, ozono): al impedir que salgan libremente del planeta las radiaciones infrarrojas terrestres, éstas mantienen suficiente calor cerca del suelo para que el planeta sea habitable (si no, el promedio de temperatura sería –18 °C)” (Hervé Le Trent, director de investigaciones al laboratorio de Meteorología dinámica de París, le Monde, 7‑de agosto del 2000).
3) Hervé Le Trent, idem.
[3] Hervé Le Trent, idem.
[4] Véase el artículo “El siglo más sanguinario de la historia”, Revista internacional nº 101.
[5] No es aquí el lugar para desarrollar las otras caras del desastre ecológico: desertificación y deforestación incontroladas, desaparición de especies animales con todas las pérdidas medicinales potenciales que ello conlleva (de aquí a 2010, 20 % de las especies conocidas habrán desaparecido, una tercera parte de ellas animales domésticos), envenenamiento permanente por la dioxina, utilización masiva de pesticidas tóxicos, penuria de agua potable (cada 8 segundos se muere un niño por falta de agua o debido a su mala calidad), contaminación nuclear militar y civil, saqueo de regiones enteras por la explotación petrolera, agotamiento de los recursos oceánicos, guerras locales, etc. Así como para la cuestión del recalentamiento global, las “soluciones” de la burguesía consisten en disfrazar la realidad tanto como puede y en cualquier caso seguir agravándola.