Al inicio del Siglo XXI - ¿Por qué el proletariado no ha acabado aún con el capitalismo? (II)

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El siglo que empieza será decisivo  para la historia de la humanidad. Si  el capitalismo prosigue su dominación sobre el planeta, lo sociedad se hundirá antes del 2100 en la barbarie más profunda, comparada con la cual la del siglo XX parecería una simple jaqueca, una barbarie que la hará volver a la edad de Piedra o que acabará, simplemente, destruyéndola. Por eso, si existe un porvenir para la especie humana, está totalmente en manos del proletariado mundial, cuya revolución es lo único que podrá derribar la dominación del modo de producción capitalista, responsable, a causa de sus crisis históricas, de toda la barbarie actual. Pero para ello el proletariado tendrá que ser capaz, en el porvenir, de encontrar en sí mismo la fuerza capaz de le ha faltado hasta ahora para realizar esa tarea.

En la primera parte de este artículo (Revista internacional no 103) intentamos comprender por qué el proletariado fracasó en sus intentos revolucionarios del pasado, sobre todo en el más importante de ellos, el que se inició en Rusia en 1917. En esa primera parte afirmábamos que la terrible derrota sufrida tras ese intento fue la causa de sus ausencias en las demás citas que no debía haber fallado en la historia: la gran crisis del capitalismo de los años 30 y la Segunda Guerra mundial. Subrayábamos en especial que al término de esta guerra: “El proletariado había tocado fondo. Lo que se le presenta, y que él interpreta, como su gran “victoria”, el triunfo de la democracia frente al fascismo, es en realidad su mayor derrota histórica. El sentimiento de victoria que experimenta, la creencia de que esa victoria viene de las “virtudes sagradas” de la democracia burguesa, esa misma democracia que le ha llevado a las dos‑carnicerías imperialistas y que aplastó la revolución a comienzos de los años 20, la euforia que lo embarga es la mejor garantía del orden capitalista”.

En Europa, es decir el principal campo de batalla de la revolución y también de la guerra mundial, la victoria aliada paralizó durante algunos años las luchas obreras. El vientre de los proletarios estaba vacío, pero sus mentes estaban llenas con la euforia de la “victoria”. Además, las políticas de capitalismo de Estado que instauran todos los gobiernos de Europa fue un medio suplementario de engaño de la clase obrera. Esas políticas correspondían básicamente a las necesidades del capitalismo europeo, cuya economía había salido destrozada por la guerra. Las nacionalizaciones, así como algunas medidas “sociales” (como la mayor toma a cargo por parte del Estado del sistema de salud) eran medidas perfectamente capitalistas. Permitían al Estado planificar mejor y coordinar la reconstrucción de un potencial productivo en ruinas y desorden total. Al mismo tiempo permitieron una gestión más eficaz de la fuerza de trabajo. Los capitalistas tenían, por ejemplo, el mayor interés en disponer de obreros en buena salud, sobre todo en un tiempo en que iba a pedírseles un esfuerzo excepcional de producción, en unas condiciones de vida de lo más precario y en situación de penuria de mano de obra. Esas medidas capitalistas serán, sin embargo, presentadas como “victorias obreras”, no sólo por los partidos estalinistas cuyo programa contiene la estatalización completa de la economía, sino también por los socialdemócratas  y especialmente el Partido laborista del Reino Unido. Esto explica por qué en todos los países de Europa, los partidos de izquierda, incluidos los estalinistas, forman parte de los gobiernos, ya sea en coalición con los partidos de la derecha “democrática” (como la Democracia cristiana en Italia) ya sea dirigiendo el gobierno (en el Reino Unido es el laborista Attlee quien sustituye a Churchill como Primer ministro, a pesar de la gran popularidad y el servicio inestimables que éste hizo a la burguesía británica).

Pero al cabo de dos años, al no haberse cumplido las promesas de un “porvenir mejor” que los partidos “obreros”, socialistas y estalinistas, les habían hecho para que aceptaran los sacrificios más insoportables, los obreros empezaron a llevar a cabo toda una serie de luchas. En Francia, por ejemplo, en la primavera de 1947, la huelga de la mayor factoría del país, Renault, obligó al partido estalinista, el PCF, cuyo jefe, Maurice Thorez, no había cesado de llamar a los obreros de todos los sectores a “trabajar primero, reivindicar después”, a salir del gobierno. A continuación, ese partido, mediante el sindicato que controla, la CGT, lanza toda una serie de huelgas para desahogar la cólera obrera antes de que ésta les tome la delantera, pero también, y sobre todo, para hacer presión sobre los demás sectores burgueses para que vuelvan a llamarlo a los ministerios. Los demás partidos burgueses, sin embargo, no hacen caso. No temen, ni mucho menos, que los estalinistas sean desleales en la defensa del capital nacional contra la clase obrera. Pero la Guerra fría ha empezado y en los países de Europa occidental, los sectores dominantes de la burguesía se han alineado detrás de Estados Unidos. En los demás países de Europa en los que los partidos estalinistas participaban en los gobiernos, una de dos: o echan mano del poder si pertenecen a la zona de ocupación rusa, o son expulsados de él si pertenecen a la zona de ocupación occidental.

A partir de entonces, en Europa occidental, las condiciones de vida de la clase obrera empiezan a conocer una ligera mejora. Esto nada tiene que ver, evidentemente, con una especia de generosidad de la burguesía. En realidad, los millones de dólares del plan Marshall han empezado a llegar para así vincular firmemente la burguesía de Europa occidental al bloque americano y minar la influencia de los partidos estalinistas, los cuales, desde entonces van a ponerse en cabeza de las luchas obreras.

En los países de Europa del Este, los cuales, por su parte, no se benefician del maná estadounidense, pues los partidos estalinianos lo han rechazado siguiendo órdenes de Moscú, la situación tarda bastante más tiempo en mejorar un poco. Sin embargo, en estos países, la cólera obrera no puede expresarse del mismo modo. En un primer tiempo, los obreros son llamados a apoyar a los partidos “comunistas” que les prometen el paraíso terrenal, tanto más por cuanto esos partidos no sólo participan en las gobiernos instalados desde la “Liberación” (como en la mayoría de los países occidentales), sino que además se ponen en cabeza de esos gobiernos gracias al apoyo del “Ejército rojo” y que eliminan a los partidos “burgueses”. La patraña que presentan a los obreros es la de la “edificación del socialismo”. Esta patraña alcanza cierto éxito, como en Checoslovaquia donde el “golpe de Praga” de febrero de 1948, o sea la toma de control del gobierno por los estalinistas se realiza con la simpatía de muchos obreros.

Pero muy rápidamente, en las “democracias populares”, el principal instrumento de control de la clase obrera es la fuerza bruta y la represión. Y así, el levantamiento obrero de junio de 1953 en Berlín Este y en numerosas ciudades de la zona de ocupación soviética es aplastado brutalmente por los tanques rusos ([1]). Aunque la cólera que empieza a expresarse en Polonia en la gran huelga de Poznan de junio de 1956 se reduce con la vuelta al poder de Gomulka (dirigente estalinista excluido del PC en 1949, acusado de “titismo”. Estuvo encarcelado de 1951 a 1955) el 21 de octubre de 1956, el levantamiento de los obreros húngaros, en cambio, que se inicia algunos días después fue reprimido bestialmente por los tanques rusos a partir del 4 de noviembre, provocando 25.000 muertos y 160.000 refugiados ([2]).

Las insurrecciones obreras de 1953 y 1956 en los países “socialistas” fueron la prueba evidente de que esos países de “obrero” no tenían nada. Y todos los sectores de la burguesía van a ir en el mismo sentido para impedir que los proletarios saquen las verdaderas lecciones de esos acontecimientos.

En los países del Este, la propaganda “comunista”, las referencias constantes al “marxismo”, al “internacionalismo proletario” de los dirigentes estalinistas son el mejor medio para desviar la cólera obrera de una perspectiva de clase e incrementar las ilusiones de los proletarios hacia la democracia burguesa y el nacionalismo. Y así, el 17 de junio de 1955, una inmensa manifestación de obreros de Berlín Este se dirige hacia el Oeste de la ciudad por la gran avenida Unter den Linden. El objetivo del cortejo era recabar la solidaridad de los obreros de Berlín Oeste, pero también expresaba la ingenuidad de que las autoridades occidentales podrían ayudar a los obreros del Este. Estas autoridades cerraron su sector, pero después, con ese cinismo que las caracteriza, cambiaron el nombre de Unter den Linden en “avenida del 17 de Junio”. De igual modo, las reivindicaciones de junio de 1956 de los obreros polacos, aunque tenían evidentemente aspectos económicos de clase, estaban fuertemente marcadas por las ilusiones democráticas y sobre todo nacionalistas y religiosas. Por eso Gomulka, que se presentaba como un “patriota” que se había opuesto a Rusia y que mandó, en cuanto llegó al poder, liberar al cardenal Wyszynski (ingresado en un monasterio desde septiembre de 1953) pudo recuperar el control de la situación a finales de 1956. De igual modo, en Hungría, la insurrección obrera, aunque fue capaz de organizarse en consejos obreros, estuvo muy marcada por las ilusiones democráticas y nacionalistas. Además, la insurrección se produjo como consecuencia de la represión sangrienta de una manifestación  convocada por los estudiantes que reivindicaban la puesta en marcha en Hungría de un rumbo “como el de Polonia”. De igual manera, la finalidad de las medidas decididas por Imre Nagy (viejo estalinista, retirado de su puesto de jefe del partido por la tendencia “dura” en abril de 1955), en su retorno, es la de aprovecharse de esas ilusiones para volver a apoderarse de las riendas: formación de un gobierno de coalición y anuncio de la retirada de Hungría del Pacto de Varsovia. Para la URSS esta última medida es inaceptable y decide enviar sus tanques.

La intervención de las tropas rusas es, evidentemente, más leña al fuego del nacionalismo en los países de Europa del Este. Y al mismo tiempo, es utilizada por la propaganda de los sectores “democráticos” y proamericanos de la burguesía de los países de Europa occidental, mientras que los partidos estalinistas de esos países utilizan esa misma propaganda para presentar la insurrección obrera en Hungría como un movimiento patriotero, hasta “fascista”, a sueldo del imperialismo americano.

Y así, durante toda la Guerra fría, e incluso cuando ésta fue sustituida por la “coexistencia pacífica” después de 1956, la división del mundo en dos bloques fue un instrumento de primer orden para mistificar a la clase obrera. En los años 1930, como ya hemos visto en la primera parte de este artículo, la identificación del comunismo a la URSS estalinista provocó una profunda desmoralización en ciertos sectores de la clase obrera que rechazaban una sociedad al estilo “soviético”, reanudando con los partidos socialdemócratas. Al mismo tiempo, la mayoría de los obreros que esperaban todavía una revolución proletaria siguieron a los partidos estalinistas que se reivindicaban de ella en su defensa de la “patria socialista” y de lucha “antifascista”, lo que les permitió encuadrarlos en la Segunda Guerra mundial. En los años 50, el mismo tipo de política siguió dividiendo y desorientando a la clase obrera. Una parte de ella no quiso ni oír hablar más de comunismo, identificado a la URSS, mientras que la otra parte siguió soportando la dominación ideológica de los partidos estalinistas y de sus sindicatos. Así, desde la guerra de Corea, el enfrentamiento Este-Oeste se aprovechó para oponer a diferentes sectores de la clase obrera y a alistar a millones de obreros tras los estandartes del campo soviético en nombre de la “lucha contra el imperialismo”. Por ejemplo, el Partido comunista francés y el Movimiento de la paz controlado por él, organizan una gran manifestación en París contra la venida del general estadounidense Ridgway, comandante de las tropas americanas en Corea. Como Ridgway es acusado (sin razón, en realidad) de utilizar armas bacteriológicas, la manifestación que agrupa a varias decenas de miles de obreros (sobre todo militantes del PC) denuncia a “Ridgway-la-Peste”, exigiendo la salida de Francia de la OTAN. Se producen enfrentamientos muy violentos con la policía y el número 2 del PCF, Jacques Duclos, es arrestado. La determinación del PCF en su enfrentamiento con la policía y la detención de su dirigente “histórico” le dan una imagen “revolucionaria” a un partido que solo 5‑años antes ocupaba los palacetes y los ministerios de la República burguesa. En la misma época, las guerras coloniales son una ocasión más para desviar a los obreros de su terreno de clase, en nombre, una vez más, de la “lucha contra el imperialismo” (y no de lucha contra el capitalismo), contra el que la URSS es presentada como la campeona del “derecho y la libertad de los pueblos”.

Ese tipo de campañas va a proseguir en muchos países durante los años 50 y 60, sobre todo cuando la guerra de Vietnam, en la que EEUU se comprometió masivamente a partir de 1961.

Si ha habido un país en el que la división del mundo en dos bloques antagónicos ha tenido un gran peso, un país en el que la contrarrevolución tuvo una amplitud sin parangón, ese país es Alemania. El proletariado de ese país fue durante décadas la vanguardia del proletariado mundial. Los obreros del mundo entero eran conscientes de que el destino de la revolución se dirimía en Alemania. Y eso fue exactamente lo que ocurrió entre 1919 y 1923. La derrota del proletariado alemán determinó la del proletariado mundial. Y la terrible contrarrevolución que sobre él se abatió después, con el rostro infame del nazismo, fue, junto con el estalinismo, la expresión más patente de que la contrarrevolución que se precipitó sobre los obreros de todos los países.

Después de la Segunda Guerra mundial, la división de Alemania en dos, cada uno de los dos trozos perteneciente a uno de los dos grandes bloques imperialistas, permitió, en ambos lados del telón de acero, una destrucción masiva en las masas obreras, haciendo del proletariado alemán, durante varias décadas no ya la vanguardia, sino la retaguardia del proletariado de Europa en el plano de la combatividad y de la conciencia.

Sin embargo, el elemento esencial que paralizó a la clase obrera durante todo ese período, permitiendo su sumisión ideológica al capitalismo, fue la “prosperidad” que conoció el sistema con la reconstrucción de las economías destruidas por la guerra.

Entre el final de los años 40 y mediados los 60, el capitalismo mundial conoció lo que los economistas y políticos burgueses llaman los “treinta gloriosos”, pues cuentan el período que va de 1945 a 1975 (año marcado por una fuerte recesión mundial), sin contar las dificultades que aparecieron en 1967 y 1971.

No vamos a examinar aquí las causas ni el crecimiento económico rápido de esos años ni los años finales de ese crecimiento, análisis que ha sido objeto de muchos artículos en esta Revista ([3]). Lo que sí importa señalar es que la crisis abierta que empieza a desarrollarse a partir del año 1967 (freno de la economía mundial, recesión en Alemania, devaluación de la libra esterlina, incremento del desempleo) fue una confirmación del marxismo, el cual siempre:

– ha anunciado que el capitalismo era incapaz de superar definitivamente sus contradicciones económicas, responsables, en última instancia, de las convulsiones del siglo XX y, muy especialmente, de las dos guerras mundiales;

– ha considerado que los períodos de prosperidad del capitalismo eran aquellos en los que este sistema poseía los cimientos políticos y sociales más sólidos ([4]);

– ha basado la perspectiva de una revolución proletaria en la quiebra del modo de producción capitalista ([5]).

En ese sentido, la sumisión ideológica de la clase obrera al capitalismo, el conjunto de mistificaciones que han logrado mantener a las masas obreras alejadas de toda perspectiva de una puesta en entredicho del capitalismo sólo podían ser superadas con el final del “boom” de la posguerra.

Y eso fue precisamente lo que ocurrió en 1968.

La salida de la contrarrevolución

A finales de 1967, cuando todos los ideólogos de la burguesía seguían celebrando los esplendores de la economía capitalista, mientras que algunos, que se reivindicaban, sin embargo, del marxismo e incluso de la revolución sólo hablaban de la capacidad de la sociedad burguesa par “integrar” a la clase obrera ([6]), mientras que incluso los grupos surgidos de la Izquierda comunista que se habían separado de la IIIª Internacional en degeneración, no veían la menor salida del túnel, la pequeña revista Internacionalismo (después convertida en publicación de la CCI en Venezuela) publicaba un artículo titulado: “1968, se inicia una nueva convulsión del capitalismo”, artículo que concluía así: “Profetas no somos, y no pretendemos adivinar cómo se van a desarrollar los acontecimientos futuros. Pero de lo que sí estamos seguros y conscientes, sobre el proceso en el que se está hundiendo actualmente el capitalismo, es que no es posible frenarlo con reformas, devaluaciones, ni con ningún otro tipo de medidas económicas capitalistas y que lleva directamente a la crisis. Y también estamos seguros de que el proceso inverso de desarrollo de la combatividad de clase, que hoy se está viviendo de manera general, va a conducir a la clase obrera a una lucha sangrienta y directa por la destrucción del Estado burgués”.

El único y gran mérito de nuestros camaradas que publicaron ese artículo fue el haber permanecido fieles a las enseñanzas del marxismo, unas lecciones que iban a verificarse magistralmente unos meses después. En efecto, en mayo de 1968, estalló en Francia la mayor huelga de la historia, la huelga en la que mayor número de obreros (casi 10 millones) cesaron simultáneamente el trabajo.

Un acontecimiento de esa amplitud fue la señal de un cambio fundamental en la vida de la sociedad: la terrible contrarrevolución que había aplastado a la clase obrera a finales de los años 20 y que prosiguió durante dos décadas después de la Segunda Guerra mundial había llegado a su fin. Y esto se confirmó rápidamente por todas las partes del mundo en una serie de luchas de una amplitud desconocida desde hacía décadas:

  • el otoño caliente italiano de 1969, con sus luchas masivas en los principales centros industriales y una puesta en entredicho explícita del encuadramiento sindical;
  • el levantamiento de los obreros de Córdoba, en Argentina, ese mismo año;
  • las huelgas masivas de los obreros del Báltico en Polonia, durante el invierno de 1970-71;
  • y otras muchas luchas en los años siguientes en prácticamente todos los países europeos, en Inglaterra en particular (el más antiguo país capitalista del mundo), en Alemania (país más poderoso de Europa y país faro del movimiento obrero desde la segunda mitad del siglo XIX) e incluso en España, país sometido todavía en aquel entonces a la feroz dictadura franquista.

Al mismo tiempo que se producía el despertar de las luchas obreras, podía asistirse a un retorno de la idea misma de revolución, en discusiones entre numerosos obreros en lucha, especialmente en Francia e Italia, países que habían vivido los movimientos más masivos. También, ese despertar del proletariado se manifestó por un interés creciente por el pensamiento revolucionario, los textos de Marx, Engels, los escritos marxistas en general, Lenin, Trotski, Rosa Luxemburg, pero también de los militantes de la Izquierda comunista, Bordiga, Görter, Pannekoek. Este interés se concretó en el surgimiento de toda una serie de pequeños grupos que intentaban acercarse a las posiciones de la Izquierda comunista y de inspirarse de su experiencia.

No vamos aquí a hacer un cuadro de la evolución las luchas obreras desde 1968 ni de los grupos que se reivindican de la Izquierda comunista ([7]). Lo que sí vamos a intentar es explicar por qué no se ha hecho realidad todavía lo que preveían nuestros camaradas de Venezuela en 1967: la “lucha sangrienta y directa por la destrucción del estado burgués”.

Los obstáculos encontrados por el proletariado a lo largo de estos treinta últimos años han sido analizados por nuestra organización. Así la parte que sigue es un resumen de lo que ya hemos ido diciendo en otras ocasiones.

La primera causa del largo camino de la revolución comunista es objetiva. La ola revolucionaria que se inició en 1917 y se extendió después a muchos países era una respuesta a la agravación repentina y terrible de las condiciones de vida de la clase obrera: la guerra mundial. Menos de tres años bastaron para que el proletariado, que había entrado en la guerra con “la flor en el fusil”, totalmente cegado por las mentiras burguesas, empezara a abrir los ojos y a levantar cabeza frente a la barbarie que se vivía en las trincheras y la explotación despiadada que sufría en retaguardia.

La causa objetiva del desarrollo de las luchas obreras a partir de 1968 es la agravación de la situación económica del capitalismo, cuya crisis abierta le obliga a atacar cada día más las condiciones de vida de los trabajadores. Pero, contrariamente a los años 30, en que la burguesía perdió totalmente el control de la situación, la crisis abierta actual no se incrementa en un período de unos cuantos años sino en un proceso de varias décadas. El ritmo lento de la crisis se debe a que la clase dominante ha sabido sacar las lecciones de su pasada experiencia y que ha instaurado una serie de medidas que le permiten “gestionar” la caída en el abismo ([8]). Esto no pone ni mucho menos en entredicho el carácter insoluble de la crisis capitalista, pero sí permite a la clase dominante extender en el espacio y en el tiempo sus ataques contra la clase obrera a la vez que puede ocultar durante cierto tiempo, incluso para ella, el hecho de que esta crisis no tiene salida.

El segundo factor que permite explicar el largo camino hacia la revolución para la clase obrera es el despliegue por parte de la clase dominante de toda una serie de maniobras políticas para acabar agotando las luchas y atajar la toma de conciencia.

A grandes rasgos, pueden resumirse así las diferentes estrategias de la burguesía desde 1968:

  • frente al primer surgimiento de luchas obreras que la sorprendieron, la burguesía avanzó la baza de “la alternativa de izquierdas”, llamando a los obreros a renunciar a sus luchas para permitir a los partidos de izquierda instaurar otra política económica que tenía la pretensión de superar la crisis;
  • después de que esa política paralizara durante cierto tiempo la combatividad obrera, una nueva oleada de luchas a partir de 1978 (por ejemplo, en 1979, Gran Bretaña conoce, con 29 millones de jornadas de huelga, la mayor combatividad obrera desde 1926) lleva a la burguesía de los principales países avanzados (especialmente en el Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, Italia) a jugar la baza de la izquierda en la oposición, en la que los partidos que se pretenden obreros y los sindicatos por ellos controlados se ponen a hablar un lenguaje más radical para sabotear desde dentro las luchas obreras;
  • esta política explica en gran parte el retroceso de las luchas obreras desde 1981, pero no puede impedir que se reanuden combates de envergadura desde el otoño de 1983 (sector público en Bélgica, después en Holanda, huelga de los mineros británicos en 1984, huelga general en Dinamarca, en 1985, huelgas masivas en Bélgica en 1986, huelgas ferroviarias en Francia a finales del 86, serie de huelgas en Italia en 1987, sobre todo en la Educación, etc.)

Lo más característico de esos movimientos, que expresa una toma de conciencia en profundidad en la clase obrera, es la dificultad creciente de los aparatos sindicales clásicos para controlar las luchas lo que se plasma en el uso cada vez más frecuente de órganos que se presentan no ya como sindicatos sino incluso antisindicales (como las “coordinadoras” en Francia y en Italia en 1986-88), y que no son sino las estructuras de base del sindicalismo.

A lo largo de ese período, la burguesía desplegó una cantidad considerable de maniobras destinadas a limitar la combatividad obrera y retrasar la toma de conciencia del proletariado. Pero en esta política antiobrera, se vio poderosamente ayudada por el desarrollo de un fenómeno, la descomposición de la sociedad capitalista. Esta es el resultado de que, aunque el surgimiento histórico del proletariado a finales de los años 60 impidió a la burguesía dar su propia respuesta a la crisis de su sistema (o sea una guerra mundial, como la crisis del 29 que desembocó en la Segunda Guerra mundial), no podía impedir, mientras no hubiera echado abajo el capitalismo, que todos los aspectos de la decadencia se desplegaran cada día más:

“Hay bloqueo momentáneo de la situación mundial, pero no por ello se para la historia. Durante dos décadas, la sociedad ha seguido soportando la acumulación de todas las características de la decadencia agudizadas por el hundimiento en la crisis económica, mientras que, cada día más, la clase dominante da prueba de su incapacidad para superarla. El único proyecto que esta clase sea capaz de proponer a la sociedad es el de resistir día a día, golpe a golpe y sin esperanza de éxito, al hundimiento irremediable del modo de producción capitalista.

“Privado del menor proyecto histórico capaz de movilizar sus fuerzas, incluso del más suicida, la guerra mundial por ejemplo, la clase capitalista lo único que ha podido hacer es pudrirse sobre sí misma cada día más, hundirse en la descomposición social avanzada, la desesperanza general” ([9]).

La entrada del capitalismo decadente en su última fase, la de la descomposición, ha sido un creciente peso negativo sobre la clase obrera a lo largo de los años 80:

“La descomposición ideológica afecta, evidentemente, en primer lugar a la clase capitalista misma y de rebote, a las capas pequeño burguesas, que carecen de la menor autonomía. Puede incluso decirse que estas capas se identifican muy bien con la descomposición, pues al dejarlas su propia situación sin la menor posibilidad de porvenir, se amoldan a la causa principal de la descomposición ideológica: la ausencia de toda perspectiva inmediata para el conjunto de la sociedad. Únicamente el proletariado lleva en sí una perspectiva para la humanidad, y por eso es en sus filas en donde existen las mayores capacidades de resistencia a la descomposición. Pero también le afecta ésta, sobre todo porque la pequeña burguesía con la que convive es uno de sus principales vehículos. Los diferentes factores que son la fuerza del proletariado chocan directamente con las diferentes facetas de la descomposición ideológica:

  • la acción colectiva, la solidaridad, encuentran frente a ellas la atomización, el “salvase quien pueda”, el “arreglárselas por su cuenta”;
  • la necesidad de organización choca contra la descomposición social, la dislocación de las relaciones en que se basa cualquier vida en sociedad;
  • la confianza en el porvenir y en sus propias fuerzas se ve minada constantemente por la desesperanza general que invade la sociedad, el nihilismo, el “no future”;
  • la conciencia, la clarividencia, la coherencia y unidad de pensamiento, el gusto por la teoría, deben abrirse un difícil camino en medio de la huida hacia quimeras, drogas, sectas, misticismos, rechazo de la reflexión y destrucción del pensamiento que están definiendo a nuestra época.

“Uno de los factores que está agravando esa situación es evidentemente que una gran proporción de jóvenes generaciones obreras está recibiendo en pleno rostro el latigazo del desempleo, incluso ants de que muchos hayan podido tener ocasión, en los lugares de producción, en compañía de los compañeros de trabajo y lucha, de hacer la experiencia de una vida colectiva de clase. De hecho, el desempleo, resultado directo de la crisis económica, aunque en si no es una expresión de la descomposición, acaba teniendo, en esta fase particular de la decadencia, consecuencias que lo transforman en aspecto singular de la descomposición. Aunque en general sirva para poner al desnudo la incapacidad del capitalismo para asegurar un futuro a los proletarios, también es, hoy, un poderoso factor de “lumpenización” de ciertos sectores de la clase obrera, sobre todo entre los más jóvenes, lo que debilita de otro tanto las capacidades políticas actuales y futuras de ella, lo cual ha implicado, a lo largo de los años 80, que han conocido un aumento considerable del desempleo, una ausencia de movimientos significativos o de intentos reales de organización por parte de obreros sin empleo. El que en pleno período de contrarrevolución, cuando la crisis de los años 30, el proletariado, en especial en Estados Unidos, hubiera sido capaz de darse formas de lucha da una idea, por contraste, del peso de las dificultades que hoy acarrea el desempleo en la toma de conciencia del proletariado, debido a la descomposición” ([10]).

En ese contexto de dificultades encontradas por la clase obrera en el desarrollo de su toma de conciencia iba a intervenir a finales de 1989 un acontecimiento histórico considerable, expresión también de la descomposición del capitalismo, el hundimiento de los regímenes estalinistas de Europa del Este, de esos regímenes que todos los sectores de la burguesía habían presentado como “socialistas”:

“Los acontecimientos que hoy están agitando a los países llamados “socialistas”, la desaparición de hecho del bloque ruso, la bancarrota patente y definitiva del estalinismo a nivel económico, político e ideológico, constituyen el hecho histórico más importante desde la Segunda Guerra mundial, junto con el resurgimiento internacional del proletariado a finales de los años 60. Un acontecimiento de esa envergadura tendrá repercusiones, y ha empezado ya a tenerlas, en la conciencia de la clase obrera, y más todavía por tratarse de una ideología y un sistema político presentados durante más de medio siglo y por todos los sectores de la burguesía como “socialistas” y “obreros”. Con el estalinismo desaparece el símbolo y la punta de lanza de la más terrible contrarrevolución de la historia. Pero eso no significa que el desarrollo de la conciencia del proletariado mundial tenga ahora ante sí un camino más fácil, sino‑al contrario. Hasta en su muerte, el estalinismo está prestando un último servicio a la dominación capitalista: al descomponerse, su cadáver sigue contaminando la atmósfera que respira el proletariado. Para los sectores dominantes de la burguesía, el desmoronamiento definitivo de la ideología estalinista, los movimientos “democráticos”, “liberales” y nacionalistas que están zarandeando a los países del Este, son una ocasión pintiparada para desatar e intensificar aún más sus campañas mistificadoras. La identificación establecida sistemáticamente entre comunismo y estalinismo, la mentira repetida miles y miles de veces, machacada hoy todavía más que antes, de que la revolución proletaria no puede conducir más que a la bancarrota, va a tener con el hundimiento del estalinismo, y durante todo un período, un impacto creciente en las filas de la clase obrera. Cabe pues esperarse a un retroceso momentáneo de la conciencia del proletariado, cuyas manifestaciones se advierten ya, en especial, en el retorno a bombo y platillo de los sindicatos en el ruedo social. Aunque el capitalismo no dejará de llevar a cabo sus incesantes ataques cada vez más duros contra los obreros, lo cual les obligará a entrar en lucha, no por ello el resultado va ser, en un primer tiempo, el de una mayor capacidad de clase para avanzar en su toma de conciencia. En especial, la ideología reformista habrá de pesar fuertemente en las luchas del período venidero, lo cual va a favorecer la acción de los sindicatos” ([11]).

Habíamos hecho esta previsión en octubre de 1989 y se verificó plenamente durante todos los años 90. El retroceso de la conciencia en la clase obrera se ha manifestado en una pérdida de confianza en sus propias fuerzas que ha provocado el retroceso general de su combatividad cuyos efectos se siguen notando hoy.

En 1989 definimos las condiciones para que la clase obrera saliera de ese retroceso:

“En vista de la importancia histórica de los hechos que lo determinan, el retroceso actual del proletariado, aunque no ponga en tela de juicio el curso histórico – la perspectiva general hacia enfrentamientos de clase –, aparece como más importante que el que había acarreado la derrota en 1981 del proletariado en Polonia. Sin embargo, no se puede prever de antemano su amplitud real ni su duración. En particular, el ritmo del hundimiento del capitalismo occidental, en el cual se percibe actualmente una aceleración con la perspectiva de una nueva recesión abierta y patente, va a determinar el plazo de la próxima reanudación de la marcha del proletariado hacia su conciencia revolucionaria. Al barrer las ilusiones sobre la “reactivación” de la economía mundial, al poner al desnudo la mentira que presenta al “capitalismo liberal” como una solución a la bancarrota del pretendido “socialismo”, al revelar la quiebra histórica del conjunto del modo de producción capitalista y no sólo de sus retoños estalinistas, la intensificación de la crisis capitalista obligará al proletariado a dirigirse de nuevo hacia la perspectiva de otra sociedad, a inscribir de manera creciente sus combates en esa perspectiva” ([12]).

Y precisamente, los años 90 han estado marcados por la capacidad de la burguesía mundial, especialmente por su parte principal, la de Estados Unidos, para frenar el ritmo de la crisis y dar la ilusión de una “salida del túnel”. Una de las causas profundas del grado débil de combatividad actual de la clase obrera, a la vez que sus dificultades para desarrollar su confianza en sí misma estriba sin lugar a dudas en las ilusiones que el capitalismo ha logrado crear sobre la “prosperidad” de su economía.

Pero también hay otro factor más general que explica las dificultades actuales para la politización del proletariado, una politización que permitiría comprender, aunque fuera de forma embrionaria, lo que está hoy en juego en los combates que está llevando a cabo para fecundarlos y ampliarlos:

“Para entender todos los datos del período actual y el venidero, hay que también tener en cuenta las características del proletariado que hoy está llevando a cabo el combate: está formado por generaciones obreras que no han vivido la derrota, como así ocurrió con las que habían llegado a su madurez en los años 30 y durante la Segunda Guerra mundial; por eso, en ausencia de derrotas sucesivas que la burguesía no ha conseguido asestarle hasta ahora, mantienen intactas sus reservas de combatividad.

“Estas generaciones se benefician de un desgaste irreversible de los grandes temas mistificadores (la patria, la civilización, la democracia, el antifascismo, la defensa de la URSS), que en su día habían servido para enrolar al proletariado en la guerra imperialista.

“Son esas dos características esenciales las que explican que el curso histórico actual va hacia enfrentamientos de clase y no hacia la guerra imperialista. Sin embargo, lo que da la fuerza al proletariado actual, ocasiona también su debilidad. El hecho mismo de que sólo las generaciones que no han conocido la derrota puedan volver a encontrar el camino de los combates de clase implica que existe entre estas generaciones y las que realizaron los últimos combates decisivos, en los años 20, un abismo enorme, que el proletariado de hoy está pagando caro:

  • con la ignorancia considerable de su propio pasado y de las enseñanzas de éste;
  • con el retraso en la formación de su partido revolucionario.

“Esos factores explican ese carácter que tiene el curso actual de las luchas obreras de “ir a trompicones” y permiten entender por qué hay momentos de falta de confianza en si mismo por parte de un proletariado que no tiene clara conciencia de la fuerza que él representa frente a la burguesía. Esos factores nos dicen también el largo camino que espera al proletariado, el cual sólo será capaz de llevar a cabo su revolución si asimila las experiencias del pasado y si se da su partido de clase.

“Con el resurgir histórico del proletariado a finales de los 60, se ha puesto a la orden del día la formación del partido de clase, pero sin que haya podido realizarse a causa:

  • del vacío de medio siglo que nos separa de los antiguos partidos revolucionarios;
  • de la desaparición o de la atrofia más o menos avanzada de las fracciones de izquierda que se salieron de aquellos;
  • de la desconfianza de muchos obreros para con cualquier organización política (sea ésta burguesa o proletaria), lo cual es una expresión del peligro consejista, tal como la CCI lo ha identificado, expresión de una debilidad histórica del proletariado frente a la necesaria politización de su combate” ([13]).

Puede así comprobarse cuán largo es para el proletariado el camino que lleva a la revolución comunista. Profunda y larga contrarrevolución, desaparición casi total de sus organizaciones comunistas, descomposición del capitalismo, hundimiento del estalinismo, capacidad de la clase dominante  para controlar la caída de su economía y sembrar ilusiones sobre ella. Parece como si todo, desde hace 30 años, e incluso desde los años 20, hubiera sido hecho contra la clase obrera en su progresión por ese camino.

La naturaleza profunda de las dificultades del proletariado
en el camino de la revolución

Al final de la primera parte de este artículo, evocábamos las diferentes citas con la historia falladas por el proletariado durante el siglo XX: la oleada revolucionaria que puso fin a la Primera Guerra mundial y que acabó en derrota, el hundimiento de la economía mundial a partir de 1929, la Segunda Guerra mundial. Veíamos que el proletariado no falló a la cita con la historia a partir de finales de los años 60, pero también hemos podido medir la cantidad de obstáculos que ante sí ha tenido y que han frenado su progresión en el camino hacia la revolución proletaria.

Los revolucionarios del siglo pasado, empezando por Marx y Engels, pensaban que la revolución podría verificarse durante su siglo. Se engañaron y fueron ellos los primeros en reconocerlo. En realidad solo sería al iniciarse el siglo XX cuando se reunieron las condiciones materiales de la revolución proletaria, lo que quedó confirmado  en la primera carnicería imperialista mundial. A su vez, los revolucionarios de principios del XX creyeron que merced a esas condiciones objetivas ya presentes, la revolución comunista tendría lugar en el siglo XX. También ellos se engañaron. Cuando se pasa revista a los acontecimientos históricos que han impedido que la revolución se haya verificado hasta hoy, podría albergarse el sentimiento de que “el proletariado no tiene suerte”, que ha estado enfrentado a una serie de catástrofes y hechos desfavorables, aunque no ineluctables cada uno en sí. Es cierto que ninguno de esos hechos estaba escrito de antemano y la historia podría haber evolucionado de otra manera. Por ejemplo, en Rusia, la revolución habría podido ser aplastada por los ejércitos blancos, lo cual habría evitado el desarrollo de la monstruosidad estalinista, el peor enemigo del proletariado en el siglo XX, punta de lanza de la peor contrarrevolución  de la historia, cuyos efectos negativos se siguen notando treinta años después de su término. De igual modo, tampoco estaba escrito que los Aliados ganaran la Segunda Guerra mundial, relanzando por largo tiempo la fuerza de la ideología democrática, que es, en los países más desarrollados, uno de los venenos más eficaces contra la conciencia comunista del proletariado. De igual modo, en otra configuración de la guerra, el régimen estalinista podría no haber sobrevivido al conflicto, lo cual habría evitado que el antagonismo entre los bloques apareciera como enfrentamiento entre capitalismo y socialismo. Tampoco habríamos conocido entonces el desmoronamiento del bloque “socialista” cuyas consecuencias ideológicas tanto pesan hoy en las espaldas de la clase obrera.

Sí, pero la acumulación de todos esos obstáculos ante el proletariado a lo largo del siglo XX no podrán nunca ser considerados como una simple sucesión de “infortunios”, sino que son básicamente la expresión de la inmensa dificultad que representa la revolución proletaria.

Un aspecto de esa dificultad viene de la capacidad de la clase burguesa para sacar provecho de las diferentes situaciones que ante ella se presentan, para volverlas sistemáticamente contra la clase obrera. Es la prueba de que la burguesía, a pesar de la prolongada agonía de su modo de producción, a pesar de la barbarie que está obligada a agravar cada día más por el mundo entero, a pesar de la putrefacción de raíz de su sociedad y la descomposición de su ideología, se mantiene vigilante y da pruebas de su inteligencia política cuando se trata de impedir que el proletariado avance hacia la revolución. Una de las razones por las cuales no se realizaron las previsiones de los revolucionarios del pasado sobre el advenimiento de la revolución fue que subestimaron la fuerza de la clase dirigente, especialmente su inteligencia política. Hoy, los revolucionarios no podrán contribuir de verdad al combate del proletariado por la revolución si no saben reconocer esa fuerza política de la burguesía, especialmente ese maquiavelismo que despliega cuando es necesario, si no saben prevenir a los obreros contra todas las trampas que les tiende la clase enemiga.

Pero también hay otra razón más fundamental todavía de la gran dificultad del proletariado para alcanzar la revolución. Es una razón que ya mostró Marx en un pasaje a menudo citado de El 18 de Brumario de Luís Bonaparte: “Las revoluciones proletarias… se critican a sí mismas constantemente, interrumpen a cada instante su propio andar, vuelven hacia atrás constantemente ante la infinita inmensidad de sus propios fines, y eso hasta que por fin se haya fraguado la situación que haga imposible toda vuelta atrás, y que las circunstancias mismas clamen: ¡Hic Rhodus, hic salta!”.

Efectivamente, una de las causas de la gran dificultad de la gran mayoría de los obreros para inclinarse hacia la revolución es el vértigo que les embarga cuando piensan que la tarea es imposible por lo inmensa que es. Efectivamente, la tarea que consiste en derrocar a la clase más poderosa que la historia haya conocido, el sistema que ha hecho dar a la humanidad pasos de gigante en la producción material y el dominio de la naturaleza, aparece como algo imposible. Pero lo que más vértigo produce en la clase obrera es la inmensidad de una tarea que consiste en edificar una sociedad totalmente nueva, por fin liberada de los males que abruman a la sociedad humana desde sus orígenes, la penuria, la explotación, la opresión, las guerras.

Cuando los prisioneros o los esclavos llevaban permanentemente cadenas en los pies, tanto se acostumbraban a esa traba que acababan teniendo el sentimiento que no podrían volver a andar sin sus cadenas y a veces se negaban a que les fueran retiradas. Es un poco lo que le ocurre al proletariado. Aun cuando lleva en sí la capacidad de liberar a la humanidad, todavía le falta la confianza para encaminar sus pasos conscientemente hacia ese objetivo.

Pero se acercará el momento en que “las circunstancias mismas clamen: ¡Hic Rhodus, hic salta!”. Si queda en manos de la burguesía, la sociedad humana no alcanzará el próximo siglo, si no es hecha trizas y ya sin nada que pueda llamarse humano. Mientras este extremo no se haya alcanzado, mientras haya un sistema capitalista, incluso hundido en la más profunda de sus crisis, habrá necesariamente una clase explotada, el proletariado. Y permanecerá por consiguiente la posibilidad de que éste, acuciado por la quiebra económica total del capitalismo, supere al fin sus vacilaciones para lanzarse a la tarea inmensa que la historia le ha confiado, la revolución comunista.

Fabienne.


[1] Ver nuestro artículo: “Alemania del Este: la insurrección obrera de junio de 1953” en la Revista internacional nº 15.

[2] Ver nuestro artículo: “Lucha de clases en Europa del Este (1920-1970)” en la Revista internacional nº 27.

[3] Puede también leerse nuestro folleto La Decadencia del capitalismo.

[4]  “Así, de los hechos mismos, él [Marx] extrajo un enfoque perfectamente claro de lo que hasta entonces no había hecho sino deducir, un poco a priori, materiales insuficientes: a saber, que la crisis comercial mundial de 1847 había sido la verdadera madre de las revoluciones de Febrero [París] y de Marzo [Viena y Berlín] y que la prosperidad industrial vuelta poco a poco desde mediados de 1848 y llegada a su apogeo en 1849 y 1850, fue la fuerza vivificadora en la que la reacción europea encontró un nuevo vigor” (Engels, “Prefacio” de 1895 a Las Luchas de clases en Francia).

[5] Ese fue, en particular, el caso del ideólogo de las revueltas estudiantiles de los años 1960, Herbert Marcuse, el cual consideraba que la clase obrera ya no podía ser una fuerza revolucionaria y que la única esperanza de trastorno de la sociedad venía de sectores marginales de ella, como los negros o los estudiantes en Estados Unidos o los campesinos pobres del Tercer mundo.

[6] Ese cuadro ha sido objeto de numerosos artículos de esta Revista internacional. Señalemos, en particular, la parte del “Informe sobre la lucha de clases del XIII congreso de la CCI”, publicado en la Revista nº 99.

[7] Ese cuadro ha sido objeto de numerosos artículos de esta Revista internacional. Señalemos, en particular, la parte del “Informe sobre la lucha de clases del XIII congreso de la CCI”, publicado en la Revista nº 99.

[8] Ver nuestra serie de artículos: “Treinta años de crisis abierta del capitalismo”, en los números 96, 97 y 98 de esta Revista internacional.

[9] “Revolución comunista o destrucción de la humanidad”, Manifiesto del IXo Congreso de la CCI.

[10] “La descomposición, fase última de la decadencia del capitalismo”, Revista internacional nº‑62, 1990.

[11] “Tesis sobre la crisis económica y política en los países del Este”, y “Dificultades en aumento para el proletariado”, Revista internacional nº 60 (1990).

 [12] “Tesis sobre la crisis económica y política en los países del Este” Revista internacional nº 60, 1990.

[13] “Resolución sobre la situación internacional del VIº congreso de la CCI”, Revista internacional nº 44, 1986. 

 

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