III - 1918: el programa del Partido comunista de Alemania

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La clase dominante no puede enterrar totalmente la memoria de la Revolución de octubre 1917 en Rusia, donde por primera vez en la historia la clase explotada tomó el poder en un inmenso país. En lugar de ello, como hemos tenido ocasión de mostrar en esta Revista en numerosas ocasiones ([1]) utiliza los considerables medios de que dispone para distorsionar el significado de ese acontecimiento histórico echando mano de una gigantesca artillería de mentiras y calumnias.

Las cosas son completamente diferentes respecto a la revolución en Alemania acontecida entre 1918-23. Sobre ella aplica una política de completa censura. Así por ejemplo, si tomamos una muestra de lo que se enseña en las escuelas en los libros de historia encontraremos que la Revolución de octubre tiene al menos un apartado (eso sí, insistiendo fuertemente en sus peculiaridades rusas). Sin embargo, la Revolución alemana se la restringe a unas poquitas líneas y es despachada como unas «revueltas del hambre» al final de la Primera Guerra mundial o, a lo sumo, nos hablan de los esfuerzos de una oscura banda llamada «los espartaquistas» para tomar el poder aquí y allá. El silencio será probablemente más espeso cuando este año se cumpla el 80º aniversario del derrocamiento del Káiser alemán por la revolución el 8 de noviembre. La mayoría de la clase obrera mundial jamás habrá oído que en Alemania hubo por esas fechas una revolución de la clase obrera y la burguesía está muy interesada en mantenerla en la ignorancia. Sin embargo, los comunistas no tenemos la menor duda en afirmar, como herederos de los «fanáticos espartaquistas», que esos acontecimientos «desconocidos» fueron muy importantes y determinaron de forma crucial la historia subsiguiente del siglo XX.

Escondida en la historia: la revolución alemana

Cuando los bolcheviques animaron a la clase obrera rusa a tomar el poder en octubre de 1917 no fue con la intención de hacer únicamente la revolución en Rusia. Ellos entendían que la revolución sería posible en Rusia únicamente como producto de un movimiento mundial de la clase obrera contra la guerra imperialista que abriría una época de revolución social a escala mundial. La insurrección en Rusia se consideró únicamente como el primer acto de la revolución proletaria mundial.

Lejos de ser una vaga perspectiva para un futuro distante, la revolución mundial se vio como inminente, madurando palpablemente en una Europa desgarrada por la guerra. Alemania fue vista desde el principio como la clave en la extensión de la revolución desde Rusia a la industrializada Europa occidental. Alemania era la nación industrial más poderosa de Europa. Su proletariado era el más concentrado. Las tradiciones políticas del movimiento obrero en Alemania estaban entre las más avanzadas del mundo. Era también el país donde el proletariado había sufrido más duramente los estragos de la guerra y donde, junto a Rusia, se habían producido las protestas más importantes desde las revueltas proletarias de 1916. No era por tanto un deseo piadoso que los bolcheviques vieran en la extensión de la revolución a Alemania la salvación de la revolución en Rusia. Cuando la revolución estalló en Alemania a partir de la revuelta de los marineros en la ciudad norteña de Kiel y la rápida formación de Consejos de obreros y soldados en numerosas ciudades, los obreros rusos lo celebraron con enorme entusiasmo, plenamente conscientes de que ello sería lo único que podía librarles del terrible asedio que todo el capitalismo mundial había organizado desde el momento mismo en que tomaron el poder.

La revolución en Alemania fue, por tanto, la prueba de que la revolución proletaria solo podía ser una revolución mundial. La clase dominante lo entendió muy bien: si Alemania caía en el «bolchevismo» la terrible epidemia se extendería por toda Europa. Fue la prueba de que la lucha de la clase obrera no conoce los límites impuestos por las fronteras nacionales y que es el mejor antídoto contra el nacionalismo y el frenesí imperialista que impone la burguesía.

El logro «mínimo» de la revolución en Alemania fue que acabó con la horrible carnicería que estaba constituyendo la Primera Guerra mundial, porque tan pronto como estalló el movimiento revolucionario, el conjunto de la burguesía mundial reconoció que era el momento de parar la guerra y unirse contra un enemigo mucho más peligroso, la clase obrera revolucionaria. La burguesía alemana detuvo rápidamente la guerra – aceptando a regañadientes los duros términos impuestos por el tratado de paz – obtuvo de las demás burguesías todos los medios para enfrentar a su enemigo dentro de casa.

Y al contrario, la derrota de la revolución en Alemania acreditó la tesis marxista –defendida de la forma más lúcida por los comunistas alemanes, tales como Rosa Luxemburgo– que en ausencia de una alternativa proletaria, el capitalismo decadente solo puede conducir a la humanidad a la barbarie. Todos los horrores que se abalanzaron sobre el mundo en las décadas siguientes fueron el resultado directo de la derrota en Alemania, la cual propició por un lado la degeneración de la revolución en Rusia y, de otro lado, el que la acción internacional de las fuerzas combinadas de la burguesía hiciera que el bastión proletario en Rusia fuera sustituido por un régimen contrarrevolucionario de nuevo tipo –el cual ahogó en sangre la revolución en nombre de la revolución, construyó una economía de guerra capitalista en nombre del socialismo y desarrolló una guerra imperialista en nombre del internacionalismo proletario. En Alemania la ferocidad de la contrarrevolución, encarnada por el terror nazi, estuvo a la altura, como en Rusia, de la amenaza revolucionaria que la había precedido. Tanto estalinismo como nazismo, con su militarización extrema de la vida social, fueron la expresión más obvia de que la derrota del proletariado abre la vía a la guerra imperialista mundial.

El comunismo era necesario y posible en 1917. Si el movimiento comunista hubiera triunfado entonces, no cabe la menor duda de que el proletariado mundial hubiera tenido ante sí gigantescas tareas que cumplir en la construcción de la nueva sociedad. Sin duda habría cometido errores que las posteriores generaciones proletarias habrían evitado a costa de su amarga experiencia. Sin embargo, se hubiera evitado vivir bajo los efectos acumulativos del capitalismo decadente, con su espantoso legado de terror y destrucción, de envenenamiento material e ideológico.

Una nueva sociedad humana habría podido emerger de las ruinas de la Primera Guerra mundial; en su lugar, la derrota de la revolución engendró un siglo de monstruosidades y pesadillas. Alemania fue el punto clave. Hace ahora 80 años, un lapso muy corto si se habla en términos históricos, obreros armados tomaron las calles de Berlín, Hamburgo, Bremen, Munich, proclamando su solidaridad con los obreros rusos y expresando su intención de seguir su ejemplo. Por unos breves pero gloriosos años, la clase dominante tembló de la cabeza a los pies ante el espectro del comunismo. Por ello no cabe cuestionarse por qué la burguesía se afana tanto en enterrar la memoria de aquellos hechos, en impedir a las actuales generaciones de proletarios comprender que forman parte de una clase internacional cuya lucha determina el curso de la historia; que la revolución proletaria mundial no es una utopía sino una posibilidad concreta que surge de la desintegración interna del modo capitalista de producción.

En el Congreso fundacional del KPD la cuestión era revolución sí, reforma no

La grandeza y la tragedia de la revolución alemana se resumen en el discurso de Rosa Luxemburgo ante el Congreso de fundación del Partido comunista de Alemania (KPD) celebrado a finales de diciembre de 1918.

En nuestra serie sobre la revolución en Alemania ([2]), hemos escrito sobre la importancia de este congreso sobre las cuestiones de organización que tenía que abordar el nuevo partido – sobre todo, la necesidad de una organización centralizada capaz de hablar con una sola voz en toda Alemania. También abordamos algunas cuestiones programáticas que fueron acaloradamente debatidas en el congreso, notablemente las cuestiones parlamentaria y sindical. También vimos que si bien Rosa Luxemburgo y el grupo Espartaco –el verdadero núcleo del KPD– no defendieron la posición más clara en esas cuestiones, seguían sin embargo una posición marxista en materia de organización, en oposición a las tendencias más de izquierdas que expresaban una postura de desconfianza hacia la centralización.

En el discurso de Rosa Luxemburgo –a propósito de la adopción del programa del partido– aparece esa misma claridad pese a debilidades secundarias que podemos encontrar en él. El contenido más profundo de su discurso es una reflexión sobre la fuerza del proletariado en Alemania como vanguardia de un movimiento mundial de su clase. Al mismo tiempo, el hecho de que ese magnífico discurso fuera el último que pronunciara y que el joven partido se viera decapitado como resultado del fracaso de la insurrección de Berlín apenas dos semanas después, también expresa la tragedia del proletariado alemán, su incapacidad para asumir la gigantesca tarea histórica que recaía sobre sus hombros.

Las razones de dicha tragedia no corresponden al objetivo de este artículo. Lo que pretendemos en esta serie es mostrar cómo la experiencia histórica de nuestra clase ha profundizado su comprensión tanto de la naturaleza del comunismo como del camino para alcanzarlo. En otras palabras, el propósito de la serie es trazar una historia del programa comunista. El programa del KPD, más generalmente conocido como Programa de Espartaco, desde que fuera originalmente publicado bajo el título de «¿Qué quiere la Liga Espartaquista?» en el periódico Die Rote Fahne (la bandera roja) el 4 de diciembre de 1918 ([3]) fue un hito muy significativo en esta historia y no fue accidental que la tarea de presentarlo al congreso fuera confiada a Rosa Luxemburgo dada su trayectoria como teórica marxista. Sus palabras iniciales afirman plenamente la importancia para el nuevo partido de adoptar un programa revolucionario claro en una coyuntura histórica que era claramente revolucionaria: «¡Camaradas! Hoy tenemos la tarea de discutir y aprobar un programa. Al emprender esta tarea no nos motiva únicamente el hecho de que ayer fundamos un partido nuevo y que un partido nuevo debe formular un programa. En la base de las deliberaciones de hoy están grandes acontecimientos históricos. Ha llegado el momento de fundar todo el programa socialista del proletariado sobre bases nuevas» ([4]).

Para establecer cómo deben ser esas «bases nuevas», Rosa Luxemburgo examina los esfuerzos anteriores del movimiento obrero para establecer dicho programa. Argumentando que «nos encontramos en una situación similar a la de Marx y Engels cuando escribieron el Manifiesto comunista hace 70 años» (ídem), recuerda que, en ese momento, los fundadores del socialismo científico habían considerado que la revolución proletaria era inminente pero que el desarrollo y expansión posteriores del capitalismo habían demostrado que tal pronóstico era erróneo y que, dado que se habían equivocado y que su socialismo era científico, Marx y Engels habían comprendido que un largo período de organización, de educación, de lucha por reformas, de construcción del ejército proletario, era necesario antes de que la revolución comunista pudiera estar a la orden del día de la historia. De esa comprensión vino el período de la socialdemocracia, en el cual se estableció una distinción entre el programa máximo de revolución social y el programa mínimo de reformas alcanzables dentro de la sociedad capitalista. Sin embargo, como la socialdemocracia se fue acomodando a una situación que aparecía como de ascenso perpetuo de la sociedad burguesa, el programa mínimo se separó primeramente del programa máximo y cada vez más se convirtió para la socialdemocracia en el único programa. Este divorcio entre los objetivos inmediatos e históricos del proletariado tuvo una expresión dentro del Programa de Erfurt de 1891 y –precisamente cuando las posibilidades de obtención de reformas dentro de la sociedad capitalista se iban reduciendo cada vez más– las ilusiones reformistas fueron ganando un espacio cada vez mayor dentro del partido obrero. Así, como hemos puesto de manifiesto en un artículo anterior de esta serie ([5]), en su discurso Rosa Luxemburgo demuestra que el mismo Engels no fue inmune a esa creciente tentación consistente en pensar que la conquista del sufragio universal supondría para la clase obrera la posibilidad de tomar el poder a través del proceso electoral burgués.

La guerra imperialista y el estallido de la revolución proletaria en Rusia y Alemania habían puesto fin a todas esas ilusiones sobre una transición gradual y pacífica entre el capitalismo y el socialismo. Esos fueron los «grandes acontecimientos históricos» que exigían que el programa socialista se estableciera sobre «nuevas bases». La rueda había dado una vuelta completa: «Permítaseme repetir que la evolución del proceso histórico nos ha conducido de vuelta a la ubicación de Marx y Engels en 1848, cuando enarbolaron por primera vez la bandera del socialismo internacional. Estamos donde estuvieron ellos, pero con la ventaja adicional de setenta años de desarrollo capitalista a nuestras espaldas. Hace setenta años, para quienes revisaron los errores e ilusiones de 1848, parecía que al proletariado le aguardaba un camino interminable por recorrer antes de tener la esperanza, siquiera, de realizar el socialismo. Casi no es necesario que diga que a ningún pensador serio se le ha ocurrido jamás ponerle fecha a la caída del capitalismo; pero después de las derrotas de 1848 esta caída parecía estar en un futuro distante... Estamos ahora en condiciones de hacer el balance y podemos ver que el lapso ha sido breve si lo comparamos con el curso de la lucha de clases a través de la historia. El desarrollo capitalista en gran escala ha llegado tan lejos en setenta años, que hoy podemos seriamente liquidar el capitalismo de una vez por todas. No sólo estamos en condiciones de cumplir esta tarea, no solo es un deber para el proletariado, sino que nuestra solución le ofrece a la humanidad la única vía para escapar a la destrucción... Las cosas han llegado a un punto tal que a la humanidad sólo se le plantean dos alternativas: perecer en el caos o encontrar su salvación en el socialismo. El resultado de la Gran guerra es que a las clases capitalistas les es imposible salir de sus dificultades mientras sigan en el poder. Comprendemos ahora la verdad que encerraba la frase que formularon por primera vez Marx y Engels como base científica del socialismo en la gran carta de nuestro movimiento, el Manifiesto comunista. El socialismo, dijeron, se volverá una necesidad histórica. El socialismo es inevitable, no solo porque los proletarios ya no están dispuestos a vivir bajo las condiciones que les impone la clase capitalista, sino también porque si el proletariado no cumple con sus deberes de clase, si no construye el socialismo, nos hundiremos todos juntos» ([6]).

El comienzo del capitalismo decadente, señalado por la gran guerra imperialista y por la respuesta del proletariado contra la misma, necesitaba una ruptura definitiva con el viejo programa de la socialdemocracia: «Nuestro programa se opone deliberadamente al principio rector del Programa de Erfurt: se opone tajantemente a la separación entre consignas inmediatas, llamadas mínimas, formuladas para la lucha económica y política, del objetivo socialista formulado como programa máximo. En oposición deliberada al Programa de Erfurt liquidamos los resultados de un proceso de 70 años, liquidamos, sobre todo, los resultados primarios de la guerra, declarando que no conocemos los programas máximos y mínimos; sólo conocemos una cosa, el socialismo; esto es lo mínimo que vamos a conseguir» (ídem).

En el resto de su discurso, Rosa Luxemburgo no entra en detalles acerca de las medidas a adoptar en el proyecto de programa. En vez de ello, se focaliza sobre la tarea más urgente de analizar: cómo el proletariado puede rellenar el lapso que hay entre la revuelta espontánea inicial contra las privaciones de la guerra y la elaboración consciente de un programa comunista. Ello requiere por encima de todo una crítica despiadada de las debilidades del movimiento revolucionario de masas de noviembre 1918.

Esta crítica no pretendía en modo alguno desconsiderar los esfuerzos heroicos de obreros y soldados que habían logrado paralizar la máquina guerrera imperialista. Rosa Luxemburgo reconoce la importancia crucial de la formación de Consejos de obreros y soldados a lo largo y lo ancho del territorio alemán en noviembre de 1918. Este hecho basta por sí mismo para incluir la Revolución de noviembre entre «las más destacadas entre las revoluciones socialistas del proletariado». El llamamiento a la formación de consejos de obreros y soldados fue tomado de los obreros rusos, su naturaleza internacional e internacionalista quedó patente porque «la Revolución rusa creó las primeras llamas de la revolución mundial». Contrariamente a lo que dicen muchos de sus críticos, incluso entre los camaradas que le eran más próximos, Rosa Luxemburgo distaba mucho de ser una adoradora de la espontaneidad instintiva de las masas. Sin una conciencia de clase clara, la resistencia espontánea inicial puede sucumbir bajo las maniobras y vilezas de la clase enemiga: «Pero es característico de los rasgos contradictorios de nuestra revolución, característico de las contradicciones que acompañan a toda revolución, que en el momento de lanzarse este poderoso, conmovedor e instintivo grito, la revolución era tan insuficiente, tan débil, tan falta de iniciativa, tan falta de claridad sobre sus propios objetivos, que el 10 de noviembre nuestros revolucionarios permitieron que escaparan de sus manos casi la mitad de los instrumentos de poder que habían tomado el 9 de noviembre» (idem).

Rosa Luxemburgo critica sobre todo las ilusiones obreras sobre la consigna de la «unidad socialista». Una idea según la cual el SPD, los Independientes y el KPD deberían enterrar sus divergencias para trabajar juntos por la causa común. Esta ideología oscurecía el hecho de que el SPD había sido colocado en el gobierno por la burguesía alemana precisamente porque había demostrado su lealtad al capitalismo durante la Primera Guerra mundial y era en realidad el único partido capaz de encarar el peligro revolucionario. También oscurecía el pérfido papel de los Independientes que servían en realidad como escudo radical del SPD y hacían todo lo posible para evitar una ruptura de las masas con este último. El resultado neto de esas ilusiones es que los consejos se vieron dominados por sus peores enemigos, los Ebert, Noske y Scheidemann, que se habían vestido con los rojos ropajes del socialismo y se habían proclamado como los más seguros defensores de los Consejos.

La clase obrera tenía que despertarse frente a tales ilusiones y aprender a distinguir entre sus amigos y sus enemigos. La política represiva y rompehuelgas del nuevo gobierno «socialista» resultó ser muy pedagógica en ese aspecto y dio paso a un conflicto abierto entre la clase obrera y el gobierno pretendidamente «obrero». Pero sería igualmente ilusorio pensar que el mero derrocamiento de ese gobierno aseguraba automáticamente la victoria de la revolución socialista. La clase obrera no estaba todavía preparada para asumir el poder político y tenía que pasar por un intenso proceso de autoeducación a través de su propia experiencia, a través de una tenaz defensa de sus intereses económicos, de movimientos masivos de huelga, de la movilización de las masas rurales, de la regeneración y la extensión de los Consejos obreros, de un tenaz y paciente combate para ganar a los obreros que creían en la nefasta influencia de la socialdemocracia y pensaban que era un instrumento del poder proletario. El desarrollo de esa maduración revolucionaria sería tan fuerte que: «la caída del gobierno Ebert-Schedidemann o de cualquier otro gobierno similar será el último acto del drama» (idem).

La parte del discurso de Rosa Luxemburgo sobre la perspectiva de la revolución en Alemania ha sido frecuentemente criticada por hacer concesiones al economicismo y al gradualismo. Estas críticas no carecen enteramente de fundamento. El economicismo –la subordinación de las tareas políticas a la lucha por los intereses económicos inmediatos– se evidenció como una debilidad real del movimiento comunista en Alemania ([7]) y puede verse su influencia en algunos pasajes del discurso de Rosa Luxemburgo, como por ejemplo cuando alega que en el desarrollo del movimiento revolucionario «las huelgas pasarán a ser el rasgo central y el factor decisivo de la revolución y las cuestiones puramente políticas pasarán a segundo plano» ([8]). Rosa Luxemburgo tiene razón cuando señala que la politización inmediata de las luchas de noviembre no había garantizado una auténtica maduración del proletariado y que su lucha debía retomar el terreno económico antes de alcanzar un nivel más alto en el terreno político. Sin embargo, la experiencia de la Revolución rusa había demostrado precisamente que cuando la cuestión de la toma del poder político se plantea claramente para los batallones más importantes del proletariado las huelgas «pasaban a un segundo plano» a favor de las cuestiones «puramente políticas». En este caso, Rosa Luxemburgo olvida su propio análisis sobre la dinámica de la huelga de masas, análisis según el cual el movimiento pasa del terreno político al económico y viceversa en un constante flujo y reflujo.

Más seria es la crítica que se le hace de gradualismo. En su texto Alemania: de 1800 a 1917-23, los años rojos, publicado en diciembre de 1997, Robert Camoin escribe que «el programa del KPD elude gravemente la cuestión de la insurrección; la destrucción del Estado es formulada en términos localistas. La conquista del poder es presentada como resultado de una acción gradual, poco a poco se irían ganando parcelas del poder de Estado». Y para ello cita una parte del discurso de Rosa Luxemburgo, quien señala que «para nosotros, la conquista del poder no será fruto de un solo golpe. Será un acto progresivo porque iremos ocupando progresivamente las instituciones del Estado burgués defendiendo con uñas y dientes las que tomemos» (ídem).

No puede negarse que se trata de una manera errónea de presentar la conquista del poder. Es evidente que los consejos obreros para romper la influencia y la autoridad del Estado no pueden realizar la toma del poder sin focalizarla en un momento clave planeado y organizado de una forma centralizada. De la misma forma, el desmantelamiento del Estado burgués no puede prescindir en manera alguna del momento crucial de la insurrección.

Sin embargo, Camoin y otros críticos de Rosa Luxemburgo se equivocan cuando alegan que ella «lo basaba todo en el concepto de espontaneidad de las masas» y que ignoraba el papel del partido. Si Rosa Luxemburgo va demasiado lejos en su insistencia sobre que la revolución no es un acto único sino que es un proceso, su intención fundamental es perfectamente válida: es necesario para la revolución que exista una maduración del movimiento de clase, es necesario que emerja una situación de «doble poder», es necesario que la conciencia revolucionaria se generalice. Sin esos requisitos el movimiento puede ser conducido a la derrota. Los acontecimientos probaron trágicamente que ella tenía razón. El fracaso de la insurrección de Berlín –que arrastró consigo el asesinato de Rosa Luxemburgo– fue precisamente el producto de la ilusión de que existían condiciones suficientes para derribar al gobierno en la capital sin haber construido primero la confianza, la autoorganización y la conciencia de las masas. Esta ilusión afectó poderosamente a la vanguardia misma, especialmente a un revolucionario de entre los primeros como Karl Liebchneck, quien cayó de lleno en la trampa tendida por la burguesía de empujar a los obreros a un enfrentamiento prematuro. Rosa Luxemburgo se opuso desde el principio a esta aventura y sus críticas a Liebchneck nada tienen que ver con el «espontaneismo». Todo lo contrario, ella había sacado lecciones de la experiencia de los bolcheviques que habían mostrado en la práctica cual es el papel del partido comunista en el proceso revolucionario: mantener sólidamente la brújula política del movimiento en sus diferentes etapas, actuando dentro de los órganos proletarios de masas con el propósito de ganarlos para el programa revolucionario, alertando a los obreros para no caer en las provocaciones burguesas, identificando el momento más apropiado para dar el golpe insurreccional. En la cumbre de la oleada revolucionaria, entre Rosa Luxemburgo y Lenin lo que destaca no son las diferencias sino una profunda convergencia.

Lo que Espartaco quería

Un partido revolucionario necesita un programa revolucionario. Un pequeño grupo comunista o una fracción, que no tienen un impacto decisivo en la lucha de clases, pueden definirse en torno a una plataforma que resume las posiciones generales de su clase. Aunque el partido necesita esos principios como cimiento de su política, le es necesario también un programa que traduzca esos principios generales en propuestas prácticas para el derrocamiento de la burguesía, el establecimiento de la dictadura del proletariado y los primeros pasos hacia la nueva sociedad. En una situación revolucionaria las medidas inmediatas del poder proletario adquieren una importancia primordial. Como Lenin escribió en su Saludo a la República soviética de Baviera en abril de 1919:

«Expresamos nuestro agradecimiento por el saludo recibido y, por nuestra parte, saludamos de todo corazón a la República de los consejos de Baviera. Les rogamos encarecidamente que nos comuniquen más a menudo y de modo más concreto qué medidas han adoptado para luchar contra los sicarios burgueses Scheidemann y cia, si han formado los Consejos de obreros, soldados y criados en los diferentes sectores de la ciudad, si han armado a los obreros, si han desarmado a la burguesía, si han aprovechado los almacenes de ropa y otros artículos y productos para ayudar inmediata y ampliamente a los obreros, sobre todo a los braceros y a los campesinos pobres, si han expropiado las fábricas y las riquezas a los capitalistas en Munich, asimismo las haciendas agrícolas de los alrededores, si han abolido las hipotecas y el pago de los arriendos para los pequeños campesinos, si han duplicado o triplicado los salarios de los braceros y los peones, si han confiscado todo el papel y todas las imprentas con objeto de editar octavillas populares y periódicos para las masas, si han implantado la jornada de seis horas para que los obreros dediquen dos o tres a la gestión pública, si han estrechado a la burguesía de Munich para alojar inmediatamente a los obreros en las casas ricas, si han tomado en sus manos todos los bancos, si han tomado rehenes de la burguesía, si han fijado una ración de comestibles más elevada para los obreros que para la burguesía, si han movilizado totalmente a los obreros para la defensa y para hacer propaganda ideológica por las aldeas de los contornos. La aplicación con la mayor prontitud y en la mayor escala, de estas y otras medidas semejantes, conservando los consejos de obreros y braceros y, en organismos aparte, los de los pequeños campesinos, su iniciativa propia, debe reforzar su situación. Es necesario establecer un impuesto extraordinario para la burguesía y conceder a los obreros, a los braceros y a los pequeños campesinos, enseguida y a toda costa, una mejoría real de su situación» ([9]).

El documento «¿Qué quiere la Liga Espartaco?», ofrece un proyecto de programa para el nuevo KPD y va en la misma dirección que las recomendaciones de Lenin. Es presentado por un Preámbulo que reafirma el análisis marxista de la situación histórica ante la clase obrera: la guerra imperialista obliga a la humanidad a elegir entre la revolución proletaria mundial, la abolición del trabajo asalariado y la creación del nuevo orden comunista, o el descenso hacia el caos y la barbarie. El texto no subestima la magnitud de la tarea que tiene ante sí el proletariado: «el establecimiento del orden socialista es la tarea más grande que jamás haya recaído sobre una clase y sobre una revolución en el curso de la historia humana. Esta tarea supone una completa reconstrucción del Estado y una reorganización de los fundamentos económicos y políticos de la sociedad». Este cambio no se puede realizar «por decretos emitidos por algunos políticos, comités o parlamentos». Las revoluciones anteriores en la historia podían ser conducidas por una minoría, pero «la revolución socialista es la primera que solo puede asegurar su victoria a través de la gran mayoría de los trabajadores mismos». Los trabajadores, organizados en consejos, han de tomar en sus propias manos esta inmensa transformación política, económica y social.

Además, aunque llama a actuar con «mano de hierro» a una clase obrera autoorganizada y en armas para abortar los complots y la resistencia de la contrarrevolución, el preámbulo señala que el terror es un método ajeno al proletariado: «La revolución proletaria no requiere el terror para la realización de sus objetivos: ve las carnicerías humanas con odio y aversión, no necesita semejantes medios porque su lucha no va dirigida contra los individuos sino contra las instituciones». Esta crítica del «Terror rojo» había sido muy criticada a su vez por otros comunistas y ahora, Rosa Luxemburgo, que escribió el proyecto de programa, realiza críticas similares al Terror rojo que en ese momento imperaba en Rusia, viéndose acusada de pacifismo, de abogar por unas políticas que podrían desarmar al proletariado frente a la contrarrevolución. Sin embargo, el Preámbulo no se hace la menor ilusión sobre la posibilidad de realizar la revolución sin enfrentar y, consiguientemente, suprimir, la feroz resistencia de la vieja clase dominante, la cual «preferiría convertir el país en un montón de ruinas humeantes antes de entregar voluntariamente el poder que detenta a la clase trabajadora». El proyecto de programa nos proporciona una clara distinción entre la violencia de clase –basada en la autoorganización masiva del proletariado– y el terror estatal, el cual necesariamente es ejecutado por cuerpos especializados minoritarios que, como tales, contienen siempre el peligro de volverse contra el proletariado. Volveremos sobre esta cuestión más adelante, pero lo que aquí queremos decir, en coherencia con los argumentos desarrollados en nuestro texto «Terrorismo, terror y violencia de clase» ([10]), es que la experiencia de la Revolución rusa ha confirmado la validez de esta distinción.

Las medidas inmediatas que siguen al Preámbulo son la concreción de esa perspectiva. Los publicamos en su integridad:

«I. Medidas inmediatas para asegurar la revolución:

1. Desarme de todas las fuerzas de policía, de todos los oficiales y soldados no proletarios

2. Expropiación de todos los depósitos de armas y municiones, así como de todas las industrias de guerra, por parte de los Consejos de obreros y soldados.

3. Armamento de toda la población masculina en una Milicia obrera. Formación de una Guardia roja de trabajadores como una parte activa de dicha milicia, para proporcionar una protección efectiva de la revolución contra los complots y amenazas;

4. Abolición del poder de mando de los oficiales y suboficiales. Sustitución de la brutal disciplina cuartelera por la disciplina voluntaria de los soldados. Elección de todos los jefes por la base, con el derecho incluido de revocarlos en cualquier momento. Abolición de las cortes marciales.

5. Expulsión de todos los oficiales y ex oficiales de los consejos de soldados

6. Sustitución de todos los órganos políticos y autoridades del viejo régimen por los representantes autorizados de los Consejos de obreros y soldados

7. Creación de un Tribunal revolucionario que investigue y determine los altos responsables de la guerra y su prolongación, entre otros, los dos Hohenzollerns, Ludendorff, Hindenberg, Tirpits y sus criminales compañeros de armas, así como todos los conspiradores de la contrarrevolución.

8. Inmediato control de los medios de subsistencia para asegurar el abastecimiento a toda la población.

II. Medidas en el campo político y social:

1. Abolición de todos los Estados regionales, creación de una República socialista alemana

2. Destitución de todos los parlamentos y ayuntamientos. Sus poderes deben ser ejercidos por los Consejos de obreros y soldados y por comités y órganos emanados de estos cuerpos;

3. Elección de Consejos obreros en toda Alemania a través de la participación de toda la población adulta de la clase trabajadora de ambos sexos, en todas las ciudades y distritos rurales, de todos los sectores industriales y elección de Consejos de soldados, excluyendo oficiales y ex oficiales. Derecho de todos los trabajadores y soldados a revocar a sus delegados en todo momento.

4. Elección en toda Alemania de delegados de los Consejos de obreros y soldados para la formación de un Consejo general de todos los Consejos de obreros y soldados; el Consejo central debe elegir un Consejo ejecutivo constituido como el órgano más elevado del poder ejecutivo y legislativo. Por el momento dicho Consejo central debe convocarse al menos cada 3 meses siendo los delegados reelegidos cada vez para asegurar el control constante de la actividad del Consejo ejecutivo y establecer un contacto vivo del conjunto de los Consejos de obreros y soldados con sus órganos más elevados de gobierno. Los Consejos de obreros y soldados tienen derecho a revocar a cualquiera de sus delegados si juzgan que no actúan de acuerdo a sus decisiones y a enviar nuevos delegados. Del mismo modo, el Consejo ejecutivo tiene derecho a confirmar o a destituir a los representantes del pueblo como autoridades centrales del territorio.

5. Abolición de todas las distinciones de clase, títulos y órdenes, completa igualdad legal y social de sexos

6. Legislación social radical, reducción de las horas de trabajo para evitar el desempleo y aliviar el agotamiento físico de los trabajadores ocasionado por la guerra; limitación de la jornada laboral a 6 horas.

7. Cambio inmediato de la política de alimentación, vivienda, salud y educación adecuándola al espíritu de la revolución.

III. Otras medidas económicas

1. Confiscación de todas las rentas de la corona en beneficio del pueblo

2. Anulación de todas las deudas del Estado y otras formas de deuda pública así como los arrendamientos de tierras, excepto aquellos suscritos con límites determinados, los cuales deben ser determinados por el Consejo central de los Consejos de obreros y soldados

3. Expropiación de la tierra detentada por los grandes y medianos propietarios; establecimiento de Cooperativas socialistas agrícolas bajo una administración central uniforme en todo el país. Los pequeños agricultores podrán conservar sus propiedades agrarias hasta que voluntariamente decidan adscribirse a las cooperativas socialistas.

4. Nacionalización por la República de los Consejos de todos los bancos, minas de oro así como de los grandes establecimientos industriales y comerciales

5. Confiscación de todas las propiedades que excedan un cierto límite, el cual deberá ser determinado por el Consejo Central

6. La República de los Consejos debe tomar en sus manos todos los medios públicos de transporte y comunicación

7. Elección de Consejos administrativos en las empresas. Estos consejos regularán los asuntos internos de las empresas de acuerdo con los Consejos obreros: condiciones de trabajo, control de la producción y, finalmente, control de la administración de la empresa

8. Establecimiento del Comité central de huelga quien, en constante cooperación con los consejos industriales, asegurará al movimiento de huelga en todo el país una administración uniforme, una dirección socialista y efectivo apoyo de los Consejos de obreros y soldados

IV. Problemas internacionales

   Establecimiento inmediato de cone-xiones con los partidos hermanos del extranjero con vistas a colocar la revolución socialista sobre bases internacionales y asegurar el mantenimiento de la paz a través de la fraternidad internacional y el impulso revolucionario de la clase obrera internacional».

Estas medidas, en lo esencial, son guías adecuadas para los períodos revolucionarios del futuro, cuando el proletariado se plantee de nuevo la toma del poder. El programa es perfectamente correcto al enfatizar la prioridad de las tareas políticas de la revolución y, entre ellas, el armamento de los trabajadores y el desarme de la contrarrevolución. Igualmente importante es la insistencia en el papel fundamental de los Consejos obreros como órganos del poder político proletario y en el carácter centralizado de dicho poder. Al llamar al poder de los Consejos y al desmantelamiento del poder burgués, el programa es el fruto directo de la gigantesca experiencia proletaria en Rusia; al mismo tiempo, en la cuestión del parlamento y los ayuntamientos, el KPD va más lejos que los bolcheviques en 1917, cuando existía dentro del partido una confusión sobre la posible coexistencia de los sóviets y la Asamblea constituyente y las «dumas» municipales. En el programa del KPD tales órganos del Estado burgués deben ser desmantelados sin dilación. Del mismo modo, el programa del KPD no adjudica ningún papel a los sindicatos, pues junto a los Consejos de obreros y soldados solo concibe la Guardia roja y los Comités de fábrica. Aunque dentro del partido existirán diferencias sobre esas dos cuestiones, el programa de 1918 era una emanación directa del impulso revolucionario que animaba el movimiento de clase en ese momento.

El programa es también muy claro sobre las medidas inmediatas sociales y económicas del poder proletario: expropiación del aparato básico de producción, distribución y comunicación; organización del abastecimiento de la población; reducción de la jornada de trabajo etc. Aunque estas tareas son eminentemente políticas, el proletariado victorioso es capaz de ir directamente al terreno económico y social para salvar a la sociedad de la desintegración y el caos que resultan del colapso del capitalismo.

Inevitablemente, algunos de los elementos del programa respondían a la forma específica que dicho colapso tomó en 1918: la guerra imperialista y la posguerra. Por ello tienen una importancia crucial las cuestiones de los Consejos de soldados y la reorganización del ejército etc. Estas cuestiones no tendrán el mismo significado en una situación en la que el movimiento revolucionario es resultado de la crisis económica.

De todas formas, era inevitable que el programa, formulado en los comienzos de una gran experiencia revolucionaria, tuviera debilidades y lagunas, precisamente porque muchas de las lecciones más cruciales podían ser aprendidas a través de la propia experiencia y, por otra parte, muchas de esas debilidades eran comunes al conjunto del movimiento internacional de los trabajadores y no, como muy frecuentemente se atribuye, limitadas al partido bolchevique, el cual se vio solo en la confrontación con los problemas concretos de organización de la dictadura del proletariado, sufriendo cruelmente las consecuencias de dichas debilidades.

Así, aunque el programa habla de «nacionalización» y el discurso introductorio de Rosa Luxemburgo da a entender que ese aspecto del Manifiesto comunista sigue siendo válido para el arranque de la transformación socialista ([11]), ello es ciertamente porque la amarga experiencia de la Revolución rusa aún no había desmentido la ilusión de que con el capitalismo de Estado se pudiera dar un paso válido hacia el socialismo. Tampoco el programa podía resolver el problema de la relación entre los Consejos obreros y los órganos del Estado en el período de transición. La necesidad de establecer una clara distinción entre ambos fue el producto de una reflexión de las fracciones comunistas de izquierda ante las lecciones de la degeneración de la revolución. Lo mismo en lo concerniente a la cuestión del partido. Contrariamente al aserto de Robert Camoin citado más arriba, el programa no ignora el papel del partido. Para empezar desde el lado más positivo se trata de un documento político del partido desde el principio hasta el fin, expresando un entendimiento real, práctico, del papel del partido en la revolución. Y desde el lado negativo, pese a que el programa repite con énfasis que la dictadura del proletariado y la construcción del socialismo solo pueden ser obra de las masas mismas, la sección final del programa muestra que el KPD, como pasaba también con los bolcheviques, no había superado la noción parlamentaria según la cual el partido toma el poder en nombre de la clase: «La Liga Espartaco se niega a compartir el gobierno con los lacayos de la clase capitalista, los Scheidemann-Ebert y cía... La Liga Espartaco rechazará igualmente tomar el poder porque los Scheidemann-Ebert y cía se han desacreditado ellos mismos completamente y el Partido socialista independiente al cooperar con ellos se ha convertido en su más ciego aliado. La Liga Espartaco no tomará el poder más que a través de una clara manifestación de la incuestionable voluntad de la gran mayoría de la masa proletaria de Alemania. Solo tomará el poder bajo la consciente aprobación de la masa de los trabajadores de los principios, objetivos y tácticas de la Liga Espartaco».

Este pasaje está imbuido del mismo espíritu proletario que el que expresa Lenin entre abril y octubre de 1917: rechazo del golpismo, insistencia absoluta en que el partido no puede tomar el poder sin que las masas hayan sido convencidas por su programa. Pero tanto bolcheviques como espartaquistas comparten el mismo punto de vista erróneo según el cual cuando el partido gana la mayoría en los consejos se convierte en un partido de gobierno – una concepción que tiene graves consecuencias cuando la ola revolucionaria entre en un reflujo. Sin embargo, lo más sorprendente es la pobreza de la parte que aborda los «Problemas internacionales» casi tratada de pasada y extremadamente vaga acerca de la actitud del proletariado frente a la guerra imperialista y ante la extensión internacional de la revolución, dado que sin esa extensión todo avance revolucionario en un país es condenado a la derrota ([12]).

Pese a su importancia ninguna de esas debilidades era crítica y podía haber sido subsanada por la dinámica revolucionaria y su avance. Lo que fue crítico fue la inmadurez de la revolución en Alemania, el que fuera vulnerable a los cantos de sirena de la socialdemocracia y que cayera en una serie de insurrecciones aisladas en lugar de concentrar sus fuerzas en un asalto centralizado al poder burgués. Pero esta cuestión debe abordarse en otros documentos.

El próximo artículo de la serie abordará el año 1919, el cenit de la revolución mundial y examinará la plataforma de la Internacional comunista y el programa del Partido comunista de Rusia donde la dictadura del proletariado no era simplemente una aspiración sino una realidad.

CDW

 


[1] Ver, por ejemplo, «La gran mentira: comunismo = estalinismo = nazismo» en Revista internacional nº 92.

[2] Ver la serie «La Revolución alemana» en nuestra Revista internacional nºs 81, 82, 83, 85, 86, 88, 89, 90 y en este mismo número.

[3] El texto fue presentado como proyecto al congreso de fundación y adoptado formalmente por el de Berlín de diciembre de 1919.

[4] «Discurso ante el Congreso de fundación del Partido comunista alemán» en Obras escogidas de Rosa Luxemburgo, tomo II, edición en español.

[5] Ver «1895-1905: las ilusiones parlamentarias oscurecen la perspectiva de la revolución» en la Revista internacional nº 88.

[6] «Discurso ante el Congreso de fundación del Partido comunista alemán» en Obras escogidas de Rosa Luxemburgo, tomo II.

[7] Ver por ejemplo el libro que hemos escrito sobre la Izquierda comunista germano-holandesa (en francés e inglés).

[8] «Discurso ante el Congreso de fundación del Partido comunista alemán» en Obras escogidas de Rosa Luxemburgo, tomo II.

[9] Lenin, Obras completas, tomo 38, edición en español.

[10] Revista internacional nº 15.

[11] Para un análisis de las limitaciones, impuestas por la situación histórica, en ambos aspectos del Manifiesto comunista ver Revista internacional nº 72 el artículo de esta serie.

[12] Hay que subrayar que esa debilidad y otras fueron subsanadas en el programa de 1920 elaborado por el KAPD: su sección de medidas revolucionarias comienza con una propuesta de que la República de consejos de Alemania se fusione inmediatamente con la Rusia soviética.

 

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