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Franz Mehring, reputado autor de una biografía de Marx y de una historia de la socialdemocracia alemana, compañero de armas de Rosa Luxemburgo, insistía en 1896 -en Neue Zeit- sobre la importancia que tiene para el movimiento obrero la reapropiación de su propio pasado:
«El proletariado tiene la ventaja, en comparación con los demás partidos, de poder sacar sin cesar nuevas fuerzas de la historia de su propio pasado para dirigir su lucha del presente y alcanzar el nuevo mundo del futuro.»
La existencia de una verdadera «memoria obrera» traduce un esfuerzo constante del movimiento obrero, en su dimensión revolucionaria, para hacerse dueño de su propio pasado. Esta reapropiación va indisociablemente relacionada con el auto-desarrollo de la conciencia de clase, que se manifiesta plenamente en las luchas masivas del proletariado. Y Mehring escribía en el mismo artículo que «comprender es superar» (aufheben), en el sentido de conservar y asimilar los elementos de un pasado que llevan en germen el futuro de una clase histórica, de una clase que es la única clase histórica al ser portadora del «nuevo mundo del futuro». Por eso no se puede comprender la emergencia de la Revolución rusa de octubre 1917 sin las experiencias de la Comuna de Paris y de 1905.
Considerando que la historia del movimiento obrero no se puede reducir a una serie de estampitas recordatorios de un pasado acabado para siempre, ni menos aún a estudios académicos en los cuales «el pasado del movimiento queda miniaturizado en estudios minuciosos, pedantes, privados de la menor perspectiva general, aislados de su contexto, que sólo pueden suscitar un interés muy limitado» (G. Haupt, El Historiador y el movimiento social), hemos decidido abordar en nuestro trabajo la historia del movimiento obrero revolucionario germano-holandés en tanto que praxis. Hacemos nuestra la definición que dio G. Haupt. Considerada como la expresión de un «materialismo militante» (Plejanov), esta praxis se define como un «laboratorio de experiencias, de fracasos y de éxitos, terreno de elaboración teórica y estratégica, en donde se imponen rigor y examen crítico para asentar la realidad histórica y asimismo descubrir sus resortes escondidos, para inventar y por lo tanto innovar a partir de un momento histórico percibido en tanto que experiencia» (Haupt, idem).
Para el movimiento obrero revolucionario, la historia de su propio pasado no es «neutra». Implica una constante discusión y por consiguiente una asimilación crítica de su experiencia pasada.
A los cambios revolucionarios en la praxis del proletariado les corresponde en fin de cuentas unos cambios en profundidad de la conciencia de clase. Sólo el examen crítico del pasado, sin dogmas ni tabúes, puede darle de nuevo al movimiento obrero revolucionario esa dimensión histórica característica de una clase que tiene una finalidad, su liberación, así como la de la humanidad entera. Rosa Luxemburgo así definía el método de investigación por el movimiento obrero de su propio pasado:
«No existe ningún esquema previo, válido de una vez por todas, ninguna guía infalible para enseñarle (al proletariado) los caminos que ha de tomar. No tiene otra guía sino la experiencia histórica. El calvario de su liberación no sólo está lleno de sufrimientos sin limite, sino también de innumerables errores. Su meta, su liberación, la conseguirá si sabe sacar las lecciones de sus propios errores» (R. Luxemburgo, La Crisis de la socialdemocracia, citado por G. Haupt, El historiador y el movimiento social).
La historia del movimiento obrero, como praxis, se expresa en una discontinuidad teórica y práctica, pero también se presenta, al contacto de la nueva experiencia histórica, como una tradición que tiene una acción movilizadora en la conciencia obrera y alimenta la memoria colectiva. Si a menudo desempeña un papel conservador en la historia del proletariado, expresa más aún lo estable en las adquisiciones teóricas y organizativas del movimiento obrero. Así pues, la discontinuidad y la continuidad son las dos dimensiones indisociables de la historia política y social de este movimiento.
Las corrientes comunistas de izquierdas, surgidas de la IIIª Internacional, como la Izquierda Italiana «bordiguista», por un lado, y, por otro, la Izquierda comunista holandesa de Gorter y Pannekoek, no se libraron de la tentación de situarse unilateralmente en la continuidad o en la discontinuidad del movimiento obrero. La corriente «bordiguista» escogió decididamente afirmar una «invariación» del marxismo y del movimiento obrero desde 1848, una «invariación» de la teoría comunista desde Lenin. La corriente «consejista» de los anos 30, en Holanda, escogió, al contrario, la negación de toda continuidad en el movimiento obrero y revolucionario. Su teoría del Nuevo Movimiento obrero precipitaba en la nada al «antiguo» movimiento obrero cuya experiencia se consideraba como negativa para el porvenir.
Entre esas dos posturas extremas se situaban el KAPD de Berlin, y sobre todo Bilan, la revista de la Fracción italiana exiliada en Francia y Bélgica en los años 30. Los dos corrientes, aquélla alemana y ésta italiana, aún innovando teóricamente y marcando la discontinuidad entre el nuevo movimiento revolucionario de los anos 20 y 30 y el anterior a la guerra de 1914-18 en la socialdemocracia, se orientaron en la continuidad con el movimiento marxista original. Todas estas vacilaciones muestran la dificultad para comprender la corriente de la izquierda comunista en su continuidad y su discontinuidad, es decir la conservación y la superación de su actual patrimonio.
Las dificultades de una historia del movimiento revolucionario comunista de izquierda y comunista de consejos no vienen únicamente de la superación crítica de su propia historia. Son sobre todo el producto de una historia, trágica, que desde hace unos sesenta años se ha plasmado en la desaparición de las tradiciones revolucionarias del movimiento obrero que habían culminado en la Revolución rusa y la Revolución en Alemania. Una especie de amnesia colectiva parecía haberse instalado en la clase obrera, bajo el efecto de derrotas sucesivas y repetidas que culminaron en la IIª guerra mundial. Esta destruyó generaciones que mantenían en vida las experiencias vivas de una lucha revolucionaria y el fruto de décadas de educación socialista. Pero ante todo, fue el estalinismo, la contrarrevolución mas profunda que haya conocido el movimiento obrero, con la degeneración de la Revolución rusa, el que mejor consiguió borrar esa memoria colectiva, indisociable de una conciencia de clase. La historia del movimiento obrero, y sobre todo la de la corriente revolucionaria de izquierdas de la IIIª Internacional, se convirtió en un intento gigantesco de falsificaciones ideológicas al servicio del capitalismo de Estado ruso, y, más tarde, de los Estados que se edificaron con el mismo modelo después de 1945. Aquella historia se convirtió en la cínica glorificación del Partido único en el poder y de su aparato de Estado y policiaco. So pretexto de «internacionalismo», la historia oficial, «revisada» en función de los sucesivos ajustes de cuentas y de los diferentes «giros» y sinuosidades se convirtió en un discurso de Estado, en un discurso nacionalista, justificador de guerras imperialistas, justificador del terror y de los instintos más bajos y mórbidos cultivados en el suelo podrido por la contrarrevolución y la guerra.
Sobre este punto vale la pena citar al historiador Georges Haupt, fallecido en 1980, reconocido por la probidad de su obra sobre la IIª y la IIIª Internacionales:
«Mediante increíbles falsificaciones, pisoteando y despreciando las realidades históricas más elementales, el estalinismo ha ido borrando metódicamente, mutilando y reajustando el espacio del pasado para poner en su lugar su propia representación, sus mitos, su autoglorificación. La historia del movimiento obrero internacional queda también inmovilizada en una colección de imágenes muertas, falsificadas, vaciadas de toda sustancia, sustituidas por copias recompuestas en las cuales se reconoce apenas el pasado. La función asignada por el estalinismo a lo que considera y declara ser la historia, cuya validez impondrá con el desprecio más absoluto de la verosimilitud, expresa un profundo temor de la realidad histórica que procura ocultar, truncar, deformar sistemáticamente para convertirla en conformismo y docilidad. Con la ayuda de un pasado imaginario, fetichizado, privado de elementos que recuerden la realidad, el poder no sólo trata de cegar la visión lo real, sino también de anular por completo la facultad e percepción misma. De ahí la necesidad permanente de anestesiar, pervertir la memoria colectiva, cuyo control se vuelve total al tratar el pasado como un secreto de Estado y prohibir el acceso a los documentos».
Llegó, en fin, el período de mayo de 1968; el surgimiento de un movimiento social tan amplio, que recorrió el mundo de Francia a Gran Bretaña, de Bélgica a Suecia, de Italia a Argentina, de Polonia a Alemania. Sin duda alguna el período de despertares obreros del 1968 al 74, favoreció la investigación histórica sobre el movimiento revolucionario. Se publicó cantidad de libros sobre la historia de los movimientos revolucionarios del siglo XX, en Alemania, Italia, Francia, Gran Bretaña. El hilo rojo de una continuidad histórica, entre el lejano pasado de los años 20 y el periodo de mayo del 68, apareció evidente a los que no se dejaban engañar por lo espectacular de la revuelta estudiantil. Muy pocos fueron, sin embargo, los que vieron la existencia de un movimiento obrero renaciente de sus cenizas, cuyo efecto fue el despertar de una memoria histórica colectiva, anestesiada desde hacía más de 40 años. A pesar de todo, en un entusiasmo confuso salían espontáneamente y con alegre profusión referencias históricas revolucionarias de la boca de los obreros mientras recorrían las calles de Paris y frecuentaban los Comités de acción antisindicales. Y estas referencias no se las soplaban al oído los estudiantes «izquierdistas», historiadores y sociólogos. La memoria colectiva obrera evocaba -a menudo de manera confusa, y en el desorden de los acontecimientos- toda la historia del movimiento obrero, sus principales etapas: 1848, La Comuna de Paris, 1905, 1917, pero también 1936 que fue la antítesis de lo anterior con la constitución del Frente popular. Apenas si era evocada la experiencia decisiva de la Revolución alemana (1918-1923). La idea de los consejos obreros, preferida a la de los soviets menos puramente proletarios con su masa de soldados y campesinos, iba apareciendo cada vez más en las discusiones de la calle y en los comités de acción nacidos de la oleada de huelga generalizada.
El resurgir del proletariado en la escena histórica, de una clase que había sido declarada «integrada» y «aburguesada» por algunos sociólogos, creó condiciones favorables para una investigación sobre la historia de los movimientos revolucionarios de los años 20 y 30. Se han consagrado estudios, aunque demasiado escasos (ver bibliografía), a las izquierdas de la IIª y IIIª Internacionales. Los nombres de Gorter y Pannekoek, las siglas KAPD y GIC, junto a los de Bordiga y Damen, se hicieron más corrientes a los elementos que se declaraban de «ultraizquierdas» o «comunistas internacionalistas». Se empezaba a levantar la pesada losa del estalinismo. Pero con el ocaso del estalinismo aparecieron otras formas más insidiosas de truncamiento y de deformación de la historia del movimiento revolucionario. Apareció una historiografía de tipo socialdemócrata, troskista, o puramente universitario -según la moda del día-, cuyos efectos son tan perversos como los del estalinismo. La historiografía socialdemócrata, al igual que la estalinista, ha tratado de anestesiar y borrar todo lo revolucionario del movimiento comunista de izquierdas, para reducirlo a «cosa muerta» del pasado. A menudo las críticas de la Izquierda comunista para con la socialdemocracia han sido cuidadosamente borradas para transformar la historia en algo totalmente inofensivo. La historiografía izquierdista, la trotskista en particular, ha practicado por su lado la mentira por omisión evitando con cuidado mencionar demasiado las corrientes revolucionarias situadas a la izquierda del trotskismo. Cuando no tenían más remedio que mencionarlas, muchos de ellos lo hacían de paso poniéndoles con voluntad infamante la etiqueta de corrientes de ultraizquierdas, «sectarias», remitiendo a la crítica del «infantilismo de izquierdas» de Lenin. Método ampliamente practicado ya por la historiografía estalinista. La historia se convertía así en la de su propia autojustificación, en instrumento de legitimación. Citemos una vez más al historiador Georges Haupt, quien, sin ser ni mucho menos un revolucionario, escribía respecto de la historiografía de esta «nueva izquierda»:
«Hace apenas una década, la «nueva izquierda» antireformista y antiestalinista, severo censor de la historia universitaria a la que rechazaba como burguesa, tenía una actitud «tradicional» con respecto a la historia, metiéndose por los mismos caminos trillados que estalinistas y socialdemócratas y fundiendo el pasado en los mismos moldes. Así pues los ideólogos de la oposición extraparlamentaria (que ya no lo es desde hace mucho tiempo, Ndle.) de los años sesenta en Alemania, «se han dedicado ellos también a buscar su legitimidad en el pasado. Han tratado la historia como un gran pastel del que cada cual podía cortarse un trozo según su gusto o su apetito». Erigida en fuente de legitimidad y utilizada como instrumento de legitimización, la historia obrera aparece como una especie de desván de disfraces, en donde cada fracción, cada grupo encuentra su referencia justificadora utilizable para las necesidades del momento ».
(Haupt, Obra citada)
Corrientes revolucionarias, como el «bordiguismo» o el «consejismo», al no haber conseguido evitar el peligro del sectarismo, han convertido también la historia del movimiento revolucionario en una fuente de legitimación de sus ideas. Al precio de una deformación de la historia real, han efectuado un cuidadoso recorte, apartando todos los componentes del movimiento obrero revolucionario que no les convenían. La historia de la Izquierda comunista dejaba de ser la de la unidad y heterogeneidad de sus componentes, una historia difícil de escribir en su complejidad, globalidad y en su dimensión internacional, para así poner mejor de relieve su unidad, sino que se convertía en la de corrientes antagónicas y rivales. Los «bordiguistas» ignoraban con altanería la historia de la Izquierdas comunistas holandesa y alemana. Cuando las mencionaban, siempre con mucho desprecio, remitían, como los trotskistas, a la crítica «definitiva» de Lenin sobre el infantilismo de izquierdas. Borraban cuidadosamente el hecho de que en 1920 Bordiga, así como Gorter y Pannekoek, había sido condenado por Lenin como «infantil», tras el mismo rechazo del parlamentarismo y de la entrada del PC británico en el Partido Laborista. La historiografía «consejista» ha tenido una postura similar. Glorificaba la historia del KAPD, de las Uniones -reduciéndolas las más de las veces a sus corrientes «antiautoritarias» y anarquizantes, como la de Rühle- y sobre todo la historia de la GIC, ignoraba con soberbia la existencia de la corriente de Bordiga, la de la Fracción italiana en tomo a Bilan en los años 30. Y a esta corriente la metían en el mismo saco que al «leninismo». También borraba con tanto celo como los bordiguistas las enormes diferencias entre la Izquierda Holandesa de 1907 a 1927, que reivindicaba una organización política, y el consejismo de los años 30. El itinerario de Pannekoek anterior a 1921 como el posterior a 1927 se convertía para el «consejismo» en un camino perfectamente recto. El comunista de izquierdas Pannekoek de antes de 1921 fue «revisado» a la luz de su evolución consejista.
Además del sectarismo de estas historiografías, la bordiguista y la consejista, que se proclaman «revolucionarias» -cuando sólo la verdad lo es- se ha de destacar el punto de vista obtusamente nacional de estas corrientes. Al reducir la historia de la corriente revolucionaria a una componente nacional, escogida en función de su «terruño» de origen, estas corrientes han expresado unos enfoques nacionales muy estrechos, una mentalidad «casera» de lo más pueblerina. Así quedaba borrada la dimensión internacional de la Izquierda comunista. El sectarismo de esas corrientes no se puede separar de su propio localismo que deja transparentar la sumisión inconsciente a características nacionales hoy día totalmente desfasadas para un verdadero movimiento revolucionario internacional.
Veinte años después de Mayo del 68, el mayor peligro que acecha a los intentos de escribir una historia del movimiento revolucionario consiste menos en la deformación o la «desinformación» que en la enorme presión ideológica que se ha notado en estos últimos años. Esta presión se ejerce en el sentido de una notable disminución de los estudios e investigaciones, en el campo universitario, sobre la historia del movimiento obrero. Para darse cuenta de ello, basta con citar las conclusiones de la revista Le Mouvement social (nº 142, enero-marzo de 1988), revista francesa conocida por sus investigaciones sobre la historia del movimiento obrero. Un historiador hace notar la sensible disminución en esta revista de los artículos consagrados al movimiento obrero y a los partidos y organizaciones políticas que de él se reivindican. Hace constar una «tendencia a la baja en la historia política «pura»: 60 % de los artículos al principio, 10-15 % hoy», y sobre todo «una tendencia al declinar del estudio del movimiento obrero: 80 % de los artículos hace 20 años, 20 % hoy ». Desde 1981, sin duda con la erosión de la «ilusión lírica» sobre la izquierda en el poder, asistimos a una sensible disminución de los estudios sobre el comunismo en general. Esta «ruptura» ha sido brutal desde 1985-86. Signo más alarmante de la presión ideológica -la de la burguesía ante la creciente incertidumbre con que la crisis mundial va quebrantando sus cimientos económicos-, el autor nota que «el alza de la burguesía (en la revista mencionada) va reduciendo poco a poco la preponderancia obrera». Y concluye con un aumento de los estudios consagrados a la historia de la burguesía y de las capas no obreras. La historia del movimiento obrero va cediendo cada vez más sitio a la de la burguesía y a la historia económica a secas.
Así pues, tras un período durante el cual se escribieron estudios sobre el movimiento obrero y revolucionario cuyos límites en el mundo universitario eran las semiverdades y las casimentiras repetidas, borrando la dimensión revolucionaria de la historia del movimiento, asistimos a un período de reacción. Incluso «neutral» y adobada al gusto del día, incluso anestésica, la historia del movimiento obrero, todavía más cuando es revolucionaria, resulta «peligrosa» para la ideología dominante. Y es que la historia política e ideológica del movimiento revolucionario resulta explosiva: Al ser una praxis, va cargada de lecciones revolucionarias para el futuro. Pone en entredicho todas las ideologías de la izquierda oficial. En tanto que lección crítica del pasado, va también cargada de una crítica del presente. Es pues «un arma de la crítica» que -como lo afirmaba Marx- puede convertirse en una «crítica de las armas». Sobre este punto se puede volver a citar a G. Haupt:
«... la historia es un terreno explosivo, precisamente porque la realidad de los hechos o las experiencias de un pasado a menudo ocultado, pueden poner en tela de juicio cualquier pretensión de representación única de la clase obrera; pues la historia del mundo obrero afecta el fundamento ideológico en que se basan todos los partidos con vocación de vanguardia para mantener sus pretensiones hegemónicas» (p. 38, idem).
Esta historia de la Izquierda comunista germano-holandesa va a contracorriente de la actual historiografía. No aspira a ser una historia puramente social de esta corriente. Quiere ser una historia política, dando vida de nuevo y actualidad a todos los debates político-teóricos que en ella tuvieron lugar. Quiere volver a situar a dicha Izquierda en su marco internacional sin el cual su existencia se vuelve incomprensible. Sobre todo quiere ser una historia crítica para demostrar sin apriorismos ni anatemas sus líneas de fuerza y sus debilidades. No es ni una apología ni una negación de la corriente comunista germano-holandesa. Quiere mostrar la raíces de la corriente consejista para mejor poner de relieve sus debilidades intrínsecas y explicar las razones de su desaparición. También quiere demostrar que la ideología del consejismo expresa el alejamiento de los conceptos del marxismo revolucionario, que en los años 20 y 30 eran defendidos por la corriente bordiguista y el KAPD. Esta ideología como tal, cercana al anarquismo por su rechazo de la organización revolucionaria y de la Revolución rusa, por su rechazo al fin y al cabo de toda la experiencia adquirida por el movimiento obrero y revolucionario del pasado, puede resultar particularmente perniciosa para el movimiento revolucionario del futuro.
Es una ideología que desarma a la clase revolucionaria y a sus organizaciones.
A pesar de haber sido escrita en un marco universitario, esta historia es, pues, un arma para la lucha. Recogiendo de nuevo la expresión de Mehring, es una historia-praxis, una historia «para llevarla lucha del presente y alcanzar el nuevo mundo del futuro».
Esta historia no puede ser «imparcial». Es una obra comprometida, pues la verdad histórica, cuando se trata de la historia del movimiento revolucionario, exige un compromiso revolucionario. La verdad de los acontecimientos, su interpretación en un sentido proletario, no puede ser más que revolucionaria.
Para este trabajo, hemos hecho nuestras las reflexiones de Trotsky en el Prefacio de su Historia de la Revolución rusa sobre la objetividad en la labor de una historia revolucionaria:
«Claro está, el lector no está obligado a compartir los puntos de vista políticos del autor, que éste no tiene por qué ocultar. Pero el lector tiene derecho a exigir que una obra de historia no sea la apología de una posición política, sino una representación íntimamente fundada del proceso real de la revolución. Una obra de historia sólo corresponde plenamente a su finalidad si los acontecimientos se desarrollan, página tras página, con toda la naturalidad de su necesidad. »
«El lector serio y con sentido crítico no necesita imparcialidades falaces que le tiendan la copa del espíritu conciliador, rebosante de una buena dosis de veneno, con un poso de odio reaccionario, sino que necesita la buena fe científica que para expresar sus simpatías, sus antipatías, francas y sin disimulo, trate de basarse en un estudio honrado de los hechos, en la demostración de las verdaderas relaciones entre los hechos, en la manifestación de lo racional en el desarrollo de los acontecimientos. Sólo así es posible la objetividad histórica, y así resulta verdaderamente suficiente, pues no se verifica y certifica sólo con las buenas intenciones del historiador, sino con la revelación de la ley íntima del proceso histórico».
El lector podrá juzgar por la abundancia de los materiales utilizados, que hemos aspirado a esta buena fe científica, sin ocultar en modo alguno nuestras simpatías y antipatías.
Ch.
1. La Gauche communiste d'Italie (1981) (La Izquierda Comunista de Italia), 220 páginas; precio del ejemplar: 50 FF o su contravalor + gastos de envío. La Gauche communiste d'Italie (complément) (1988), 60 páginas, 13 FF o su contravalor + gastos de envío.
2. Suscripción para publicación de Histoire de la gauche communiste germano-hollandaise (Historia de la izquierda comunista germano-holandesa). Aparecerá en el 2° semestre de 1989. 250 páginas. Precio de suscripción: 120 FF o su contravalor + gastos de envío. Se remitirá en cuanto salga. Para estos pedidos escríbase a: RI, BP 581, 75027 PARIS Cedex 01, Francia.