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La caída de la monarquía, aunque ocurrió tranquilamente y de manera “caballeresca” en un ambiente festivo y carente de luchas, inicia la crisis revolucionaria en España. Sin olvidar que la dictadura de Primo de Rivera fue, también, un síntoma de esa crisis.
La estructura económica y política de España está totalmente construida sobre el andamiaje feudal de un Estado que vivió parasitando y expoliando, durante cuatro siglos, un inmenso imperio colonial lleno de riquezas inagotables. A finales del siglo XIX, con la pérdida de las últimas posiciones coloniales, el papel de España quedó reducido al de país de tercer orden que vegetaba gracias a la exportación de su producción agraria. La crisis mundial que siguió a la Guerra y que restringe considerablemente los mercados a la vez que reduce las reservas acumuladas durante la Contienda - debido a la neutralidad del país - plantea el problema de la transformación económica. El estimulante del desarrollo de fuerzas productivas tendentes a crear un aparato industrial moderno, a suscitar un mercado interno para la producción industrial y a transformar los sistemas de producción en el campo, choca con el conservadurismo de las viejas capas feudales privilegiadas.
Cinco años de gobiernos sucesivos de izquierdas y de derechas no son capaces de resolver ni siquiera el problema político de la forma constitucional; la república misma está amenazada por un partido monárquico decidido. Tampoco resuelven el problema económico, al cual solo se puede dar una solución definitiva rompiendo violentamente las relaciones sociales en el campo. La cuestión agraria es de importancia primordial y no puede ser resuelta en el marco de las instituciones burguesas. Sólo es posible por la vía revolucionaria: expropiando sin indemnización latifundios y dominios señoriales.
En un país de medio millón de kilómetros cuadrados de superficie, dos tercios de las tierras cultivadas pertenecen a veinte mil propietarios. El resto se reparte entre veinte millones de seres que viven su miseria en el embrutecimiento y la ignorancia seculares.
La tentativa de reforma agraria de Azaña sólo dio resultados negativos: a la confiscación, con indemnización, de los propietarios, siguió un reparto de tierras que resultó de lo más oneroso para el campesino quien tuvo que empezar a cultivar una tierra, las más de las veces árida y abandonada, con deudas y sin ningún capital de circulación. En los sitios donde ha habido reparto, ha habido también irritación entre los campesinos quienes no han conseguido sacar ninguna ventaja con la posesión de las tierras. Esta situación de descontento podría explicar el que los “rebeldes” hayan encontrado, en algunas provincias agrarias, un apoyo por parte de las poblaciones locales.
La amenaza de un ataque reaccionario a fondo, tras dos años de gobierno de las derechas, determina la formación de una coalición de partidos republicanos y obreros que acarrea la victoria electoral del dieciséis de febrero. La presión de las masas, que abre las puertas de las cárceles a los treinta mil presos políticos, antes incluso de promulgarse el decreto de amnistía, desplaza la relación de fuerzas; pero las esperanzas de las masas han sido defraudadas. A lo largo de los cinco meses de gobierno del Frente Popular no ha habido ningún cambio radical en la situación política. La situación económica entre tanto sigue siendo tan grave como hasta ahora. Nada se hace para dar la solución definitiva. Esto se explica por el carácter burgués del nuevo Gobierno, que se limita a una actitud defensiva respecto al partido monárquico destinando a Marruecos a cierto número de oficiales infieles al gobierno republicano. Esto explica que Marruecos haya sido la cuna de la rebelión militar la cual ha podido contar en pocos días con un ejército de cuarenta mil hombres totalmente pertrechados y a cubierto de cualquier amenaza represiva. La Legión Extranjera que es la base de ese Ejército, cuenta de hecho con muy pocos extranjeros (10-15 %). La mayoría de los alistados son españoles: parados, desclasados, criminales; es decir, auténticos mercenarios fácilmente atraídos por el espejismo de la soldada y el rancho.
Al asesinato del teniente Castillo, socialista, le siguió, como represalia, el de Calvo Sotelo, jefe monárquico (9 y 10 de julio) y fue utilizado como pretexto para actuar por parte de la derecha. El diecisiete de julio empieza la insurrección. Esta insurrección no tiene las características típicas del pronunciamiento militar el cual cuenta con la sorpresa, la rapidez y tiene siempre objetivos limitados, generalmente, cambios del personal gubernamental.
La duración y la intensidad de la lucha dan prueba de que nos encontramos ante un amplio movimiento social que está removiendo hasta las raíces a la sociedad española. La prueba está en que el gobierno democrático, modificado por dos veces en algunas horas, en lugar de replegarse o precipitarse en llegar a un compromiso con los jefes militares sublevados, prefiere aliarse con las organizaciones obreras, sin que con eso entregue las armas a la clase obrera.
Este suceso tiene una importancia enorme. La lucha, aunque siga estando formalmente encerrada en el marco de la competencia entre grupos burgueses y aunque ponga como pretexto la defensa de la república democrática contra la amenaza de la dictadura fascista, alcanza hoy una significación más amplia, un valor profundo de clase; se está convirtiendo en levadura, en fermento propulsor de una verdadera guerra social.
La autoridad del Gobierno está hecha trizas. En pocos días el control de las operaciones militares ha pasado a manos de la milicia obrera. Los servicios de logística, lo que en general se refiere a la dirección de la guerra, la circulación, la producción, la distribución, todo se pone en manos de las organizaciones obreras. El verdadero gobierno está en manos de ellas. El otro, el gobierno legal, es una cáscara vacía, un simulacro aprisionado por la situación.
Incendio de iglesias, confiscación de bienes, ocupación de casas y propiedades, requisa de periódicos, condenas y ejecuciones sumarias - extranjeros incluidos -; estas son las formidables y ardientes expresiones del profundo cambio en las relaciones de clase; las cuales el gobierno burgués ya no puede parar. Mientras tanto, el Gobierno interviene no para aniquilar sino para legalizar “lo arbitrario”. Echan mano a los bancos y a las fábricas abandonadas por los patronos y nacionalizan las fábricas que producen para la guerra. Se adoptan medidas sociales: semana de 40 horas, aumento del 15% en los salarios, reducción del 50% en los alquileres.
El seis de agosto tiene lugar un reajuste ministerial en Cataluña bajo la presión de la CNT. Dicen que Companys, presidente de la Generalitat, se ve obligado por las organizaciones obreras a permanecer en su puesto para evitar complicaciones internacionales que, de todas maneras, acabarán por producirse en el transcurso de los acontecimientos.
El gobierno burgués se sigue manteniendo. No cabe duda que, una vez apartado el peligro, intentará desesperadamente recuperar la autoridad perdida. Empezará entonces una nueva fase de la lucha para la clase obrera.
Cierto es que se desencadenó la lucha por razones de competencia entre dos fracciones burguesas. La clase obrera se alió con la fracción dominada por la ideología del Frente Popular. El gobierno democrático da armas al proletariado, último recurso para su propia defensa. Pero el estado de disolución de la economía burguesa excluye cualquier posibilidad de reajuste, sea con la victoria del fascismo, sea con la victoria de la democracia. Únicamente una intervención sucesiva y autónoma del proletariado podrá resolver la crisis de régimen de la sociedad española. Pero el resultado de dicha intervención está condicionado por la situación internacional. La revolución española está estrictamente ligada a la problemática de la revolución mundial.
La victoria de un grupo o del otro no podrá resolver el problema general que no es otro que el del cambio fundamental en las relaciones de clase a escala internacional y en el del grado de intoxicación de las masas hipnotizadas por esa serpiente que es el Frente Popular. Sin embargo la victoria de un grupo y no del otro tiene unas repercusiones políticas y psicológicas que hay que tener en cuenta para analizar la situación. La victoria de los militares no sólo significaría una victoria sobre el método democrático de la burguesía sino que significaría también la victoria brutal y despiadada sobre la clase obrera que se entregó totalmente y como tal a la lucha. La clase obrera sería clavada en la cruz de la derrota, de manera irremisible y total, como pasó en Italia y en Alemania. Además, toda la situación internacional se ajustaría sobre la victoria del fascismo español y caería sobre los trabajadores una ráfaga de violenta represión en el mundo entero.
Ni siquiera discutiremos la concepción según la cual después de la victoria de los reaccionarios el proletariado recobraría con más ímpetu su conciencia de clase.
Seguramente la victoria gubernamental crearía unos cambios muy importantes en la situación internacional al darle otra vez conciencia y ánimo al proletariado en los diferentes países. Pero también es probable que esas ventajas serían neutralizadas en parte por la influencia nefasta de una intensa propaganda nacionalista y antifascista, banderín de enganche de guerra de los partidos del Frente Popular y en primer lugar del Partido Comunista.
Es imposible que la derrota de los militares tenga como consecuencia ineluctable el refuerzo del gobierno democrático. En cambio, es cierto que las masas aun armadas, orgullosas de una victoria dolorosa y discutida pero seguras de una experiencia adquirida en la violencia de la batalla, pedirían cuentas al gobierno. Los polvorines ideológicos que el Frente Popular entregó a las masas para confundirlas bien podrían estallarle en las manos a la propia burguesía.
Solo una gran desconfianza en la inteligencia de clase de las masas puede dar lugar a admitir que la desmovilización de millones de obreros, después de un combate duro y largo, puede hacerse sin tropiezos ni tempestades.
Pero, aun suponiendo que suceda a la victoria del gobierno, sin roces, el desarme material y espiritual del proletariado, no hay que negar la posibilidad de un cambio en las relaciones de clase. Nuevas y potentes energías podrían surgir de esta amplia conflagración social y la evolución hacia la formación del partido de clase se vería acelerada.
La lucha no es una cera blanda que se moldea según nuestros esquemas y nuestras preferencias. Se determina dialécticamente. En política, lo previsto representa siempre una aproximación a la realidad.
Cerrar los ojos ante la realidad, únicamente porque no corresponde al esquema mental que nos hemos fabricado, significa ponerse fuera del movimiento y marginarse definitivamente del dinamismo de la situación.
La corrupción ideológica del Frente Popular y la ausencia del partido de clase son dos elementos negativos y de una aplastante importancia. Y por eso precisamente, hoy en día, nuestros esfuerzos deben ir dirigidos hacia los obreros españoles.
Decirles: “ese peligro os amenaza”; y no intervenir para luchar contra él es dar muestras de insensibilidad y de diletantismo. Nuestro abstencionismo en el asunto español significa la liquidación de nuestra Fracción, una especie de suicidio por indigestión de fórmulas doctrinarias.
Muy pagados de nosotros mismos, como Narciso, nos ahogamos en las aguas de las abstracciones en que nos complacemos; mientras, “la bella nínfa Eco” languidece y muere por amarnos.
TITO (Bilan nº 35. Setiembre/Octubre 1936)