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Con grandiosos oropeles está celebrando la clase dominante el 500º aniversario del descubrimiento de las Américas por Cristóbal Colón. La Exposición universal de Sevilla es el punto céntrico de estas celebraciones tan mediáticas. Pero el espectáculo no se para ahí. La mayor flota de veleros que haya atravesado nunca el Atlántico se ha lanzado al océano siguiendo los rumbos del augusto descubridor; se están filmando o se han filmado varias películas que refieren la epopeya de Colón; libros, novelas históricas y estudios universitarios han sido publicados sobre el descubrimiento, sus consecuencias y su significado; en las pantallas del mundo entero se dedican espacios a ese hecho histórico y la prensa ha publicado artículos en cantidad. Raras veces un acontecimiento histórico, que todos los niños estudian en las escuelas, habrá concentrado tantos medios para su celebración. No es casualidad.
La llegada de las tres carabelas a las costas del Nuevo Mundo abrió las puertas de un período que los historiadores de la clase dominante van a adornar con todas las virtudes, calificando ese período histórico que se inicia a mediados del siglo XV, como período de los descubrimientos, época del Renacimiento, pues es el período que verá al capitalismo imponerse en Europa e iniciar su conquista del mundo. Lo que celebra la clase dominante no es sólo el 500º aniversario de un hecho histórico de gran alcance; es también, simbólicamente, el de medio milenio de dominación del capitalismo.
Un descubrimiento hecho posible por el desarrollo del capitalismo
En el siglo xv, los vientos que hinchan las velas de las carabelas lanzándolas hacia nuevos horizontes son los del capitalismo mercantil en búsqueda de nuevos derroteros comerciales hacia la India y Asia para allí intercambiar especias y sederías, “más valiosas que el oro”. Tan cierto es eso que Colón, hasta su muerte en 1506 estará convencido de que las orillas a las que han arribado sus navíos son las de Asia, de la India, adonde estaba empeñado en llegar para abrir un nuevo derrotero occidental. El nuevo continente que había él descubierto sin saberlo no habría de llevar su nombre, sino el del navegante Amérigo Vespucci que sería uno de los primeros en establecer, en la relación de sus viajes publicada en 1507, que las tierras recién descubiertas eran un nuevo continente.
Hoy está comprobado que varios siglos antes, los vikingos ya habían arribado a las costas de América del Norte; es incluso probable que en otros momentos de la historia humana, esforzados navegantes hubieran ya llevado a cabo la travesía de la mar oceana de Este a Oeste. Pero esos “descubrimientos”, al no corresponder a las necesidades del desarrollo económico, quedaron en el mayor olvido. No ocurre lo mismo con la expedición colombina. El descubrimiento de América por Colón no es fruto de la casualidad, de una simple aventura extraordinaria de un puñado de hombres. Colón no es un aventurero aislado, sino que es un navegante entre otros muchos que se lanzan a surcar los océanos. Es el producto de las necesidades del capitalismo que se desarrolla en Europa, se integra en un movimiento de conjunto que empuja a los navegantes a la búsqueda de nuevas rutas comerciales.
Ese movimiento de conjunto tiene su origen en los cambios económicos, culturales y sociales que trastornan a Europa con la decadencia del feudalismo y el auge del capitalismo mercantil.
Desde el siglo xii, las actividades comerciales, de la banca y las finanzas han florecido en las repúblicas italianas, las cuales poseen el monopolio del comercio hacia Oriente. “Desde el siglo xv, los burgueses de las ciudades se habían hecho más indispensables para la sociedad que la nobleza feudal. (...) Se habían incrementado las necesidades de la nobleza misma, se habían transformado hasta el punto que, incluso para ella, las ciudades se habían vuelto indispensables; ¿no sacaba ella de las ciudades el único instrumento de su producción, su coraza y sus armas? Las telas, los muebles y las joyas indígenas, las sedas de Italia, los encajes de Brabante, las pieles del Norte, los perfumes de Arabia, las frutas de Levante, las especias de la India, todo lo compraba a los habitantes de las ciudades... Se había desarrollado un cierto comercio mundial; los italianos surcaban el Mediterráneo y, más allá, hacia las costas del Atlántico hasta Flandes; pese a la competencia holandesa e inglesa, los mercaderes de la Hansa dominaban todavía los mares del Norte y el Báltico. (...) Mientras que la nobleza se volvía cada día más superflua e impedía siempre más la evolución, los burgueses de las ciudades, en cambio, se estaban convirtiendo en la clase que personificaba el progreso de la producción y del comercio, de la cultura y de las instituciones políticas y sociales” ([1]).
El siglo xv está marcado por el impulso de los conocimientos, inicio del Renacimiento, caracterizado no sólo por el redescubrimiento de los textos de la Antigüedad, sino también por las maravillas de Oriente, como la pólvora que introducen en Europa los comerciantes, y los nuevos descubrimientos como la imprenta, los progresos en las técnicas metalúrgicas, o de los telares, que permitió el desarrollo de la economía. Uno de los sectores en el que habrá más cambios a causa del desarrollo de los conocimientos es el de la navegación, sector central para el comercio, al ser su principal vehículo, con la invención de nuevos tipos de embarcaciones, más sólidas, mayores, mejor adaptadas a la navegación oceánica de altura, y con el desarrollo de un mejor conocimiento de la geografía y de las técnicas de navegación. « Además, la navegación era una industria netamente burguesa, e imprimió su carácter antifeudal a todas las flotas moderna” ([2]).
Al mismo tiempo, se crearon y se reforzaron los grandes Estados feudales. Sin embargo, ese movimiento no se plasmó en un reforzamiento del feudalismo, sino en su regresión, crisis y decadencia. “Es evidente que (...) la realeza era un elemento de progreso. Representaba el orden en el desorden, la nación en formación frente a la disgregación en estados vasallos rivales. Todos los elementos revolucionarios que se estaban formando bajo la superficie del feudalismo estaban tan obligados a apoyarse en la realeza como ésta lo estaba a apoyarse en ellos” ([3]).
La expansión de la dominación otomana en Oriente medio y en el Este de Europa, concretada en la toma de Constantinopla en 1453 desemboca en la guerra con la república de Venecia a partir de 1463, cortando las rutas comerciales tan fructíferas con Asia a los mercaderes italianos que disfrutaban de un monopolio casi total de ellas. La necesidad económica de abrir nuevas rutas comerciales hacia los tesoros de las míticas Indias, Cathay (China) y Cipango (Japón) y la perspectiva de apropiarse de las fuentes de riqueza de Génova y Venecia va a ser el estimulante que va a animar a los reinos de Portugal primero y de España después a patrocinar y financiar expediciones marítimas.
Y es así como durante el siglo xv se fueron reuniendo en Europa las condiciones y los medios que habrían de permitir el desarrollo de la exploración marítima del mundo:
- desarrollo de una clase mercantil e industrial, la burguesía;
- desarrollo de los conocimientos y de las técnicas, que se concreta particularmente en la navegación;
- formación de los Estados que van a apoyar las expediciones marítimas;
- situación de bloqueo del comercio tradicional con Asia, lo cual va a animar la búsqueda de nuevos derroteros.
Desde principios del siglo xv, Enrique el Navegante, rey de Portugal, financia expediciones del litoral africano, estableciendo en el Norte las primeras plazas (Ceuta en 1415). Serán poco después, los archipiélagos atlánticos: Madeira en 1419, Azores en 1431, Cabo Verde en 1457. Más tarde, bajo el reinado de Juan II, los navegantes portugueses alcanzan la desembocadura del Congo en 1482 y el cabo de la Buena Esperanza es doblado por Bartolomé Días, abriendo así la ruta de las Indias y de las especias, que Vasco de Gama seguirá en 1498. La expedición de Colón es pues una más entre muchas otras. En un principio, Colón ofreció sus servicios a los portugueses para explorar una ruta occidental hacia las Indias, pero éstos que quizás habían avistado Terranova en 1474, se lo negaron pues preferían otro camino, el que doblaba África por el sur. Del mismo modo que Colón se benefició de la experiencia de los navegantes portugueses, su propia experiencia va a servirle a Juan Caboto, quien, al servicio de Inglaterra, llega al Labrador en 1496. Yáñez Pinzón y Diego de Lepe, por cuenta de Castilla, descubren en 1499 la desembocadura del Orinoco. El portugués Cabral, que intentaba contornear África, alcanza, en 1500, las costas del Brasil. En 1513, Balboa llegará al océano Pacífico. Y en 1519, Magallanes y Elcano soltarán amarras para el primer viaje de circunnavegación de la Tierra.
“Y esa necesidad de partir hacia lejanas aventuras, a pesar de las formas feudales o semifeudales en las que se realizó al principio, era, ya en sus propias raíces, incompatible con el feudalismo cuyas bases eran la agricultura, cuyas guerras de conquista tenían el objetivo esencial de apropiarse de tierras” ([4]).
No son pues los grandes descubrimientos los que traen consigo el desarrollo del capitalismo, sino, al revés, es el desarrollo del capitalismo en Europa lo que permite esos descubrimientos, ya sea en el plano geográfico, ya sea en el de las técnicas. Colón, como Gutenberg, es el producto del desarrollo histórico del capital. Sin embargo, esos descubrimientos serán un poderoso factor de aceleración del desarrollo del capitalismo y de la clase que lleva consigo, la burguesía.
“El descubrimiento de América, la circunnavegación de África ofrecieron a la burguesía naciente un nuevo campo de acción. Los mercados de las Indias orientales y de la China, la colonización de América, los intercambios con las colonias, el incremento de los medios de intercambio y de las mercancías en general, dieron al comercio, a la navegación y a la industria un ímpetu hasta entonces desconocido ; y por eso mismo, aceleraron el desarrollo de los factores revolucionarios en el seno de una sociedad feudal en descomposición” ([5]).
“No cabe la menor duda –y es cabalmente este hecho el que ha engendrado concepciones completamente falsas– de que en los siglos xvi y xvii las grandes revoluciones producidas en el comercio con los descubrimientos geográficos y que imprimieron un rápido impulso al desarrollo del capital comercial, constituyen un factor fundamental en la obra de estimular el tránsito del régimen feudal de producción al régimen capitalista. La súbita expansión del mercado mundial, la multiplicación de las mercancías circulantes, la rivalidad entre las naciones europeas, en su afán de apoderarse de los productos de Asia y los tesoros de América, el sistema colonial, contribuyeron esencialmente a derribar las barreras feudales que se alzaban ante la producción. Sin embargo, el moderno régimen de producción, en su primer período, el período de la manufactura, sólo se desarrolló allí donde se habían gestado ya las condiciones propicias dentro de la Edad Media. No hay más que comparar, por ejemplo, el caso de Holanda con el de Portugal. Y si en el siglo xvi y en parte todavía en el xvii la súbita expansión del comercio y la creación de un nuevo mercado mundial ejercieron una influencia predominante sobre el colapso del viejo régimen de producción y el auge del régimen capitalista, esto se produjo, por el contrario, a base del régimen capitalista de producción ya creado. El mercado mundial constituye de por sí la base de este régimen de producción. Por otra parte, la necesidad inmanente a él de producir en escala cada vez mayor contribuye a la expansión constante del mercado mundial, de tal modo que no es el comercio el que revoluciona la industria, sino a la inversa, ésta la que revoluciona el comercio” ([6]).
“La expansión del comercio, tras el descubrimiento de América y de la ruta marítima de las Indias orientales, dio un impulso prodigioso a la manufactura y, de una manera general, al movimiento de la producción. Los nuevos productos importados de aquellas regiones y, en especial, las masas de oro y de plata puestas en circulación, modificaron radicalmente la posición mutua de las clases y asestaron un duro golpe a la propiedad rústica feudal y a los trabajadores; las expediciones de aventureros, la colonización y, ante todo, la posibilidad para los mercados de extenderse cada día, hasta alcanzar la amplitud de mercado mundial abrieron una nueva fase de la evolución histórica” ([7]).
De hecho, en 1492, con el descubrimiento de América una página de la historia de la humanidad es, simbólicamente, pasada. Una nueva época se abre, la época en que el capitalismo incia su marcha triunfal hacia la dominación del mundo. “El comercio mundial y el mercado mundial inauguran en el siglo xvi la biografía moderna del capitalismo”. “La historia moderna del capital data de la creación del comercio y del mercado de dos mundos en el siglo xvi”. “Aunque los primeros indicios de la producción capitalista se presentan ya, esporádicamente, en algunas ciudades del Mediterráneo durante los siglos xiv y xv, la era capitalista sólo data del siglo xvi” ([8]). La apertura de esta era nueva, la de su dominación, la del inicio de la construcción del marcado mundial capitalista, eso es lo que la burguesía celebra con tanta fastuosidad. “La gran industria ha hecho surgir un mercado mundial que el descubrimiento de América preparó. El mercado mundial ha dado un impulso enorme al comercio, a la navegación, a las vías de comunicación. Y ese desarrollo, a su vez, ha dado un nuevo impulso a la industria. Conforme fueron tomando amplitud el comercio, la navegación, el ferrocarril, la burguesía se fue desarrollando, multiplicando sus capitales y arrinconando a todos las clases heredadas de la Edad Media” ([9]).
Antes de los descubrimientos del xv y del xvi, no se conoce, evidentemente, ni a los Incas ni a los Aztecas, pero apenas si se conocen un poco más las civilizaciones de la China, del Japón, sino es rodeadas de toda una mitología en la que predomina la fábula y no lo real. El descubrimiento de América es el final de un período de la historia marcado por el desarrollo multipolar de civilizaciones que se ignoran o apenas si se comunican mediante un comercio muy restringido. No sólo serán exploradas nuevas rutas marítimas, sino que se abren a los mercaderes europeos nuevas vías comerciales. El desarrollo del comercio acabará acarreando el final de civilizaciones milenarias que habían florecido fuera de Europa. “Como consecuencia del perfeccionamiento rápido de los instrumentos de producción y gracias a la mejora incesante de las comunicaciones, la burguesía precipita en la civilización incluso a las civilizaciones más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías es la artillería pesada con la que destruye todas las murallas de China y logra la capitulación de los xenófobos más impenitentes” ([10]). “Explotando el mercado mundial, la burguesía ha dado una forma cosmopolita a la producción y el consumo de todos los países. (...) Los productos industriales no sólo se consumen en el propio país, sino por todas partes en el mundo. Las necesidades antiguas, satisfechas por los productos indígenas, dejan el sitio a otras nuevas que exigen satisfacerse con productos de los países y los climas más lejanos. El antiguo aislamiento y la autarquía local y nacional dejan el sitio a un tráfico universal, una interdependencia universal de las naciones. Y lo que es cierto en cuanto a la producción material, lo es tanto respecto a las producciones del espíritu. Las obras espirituales de las diferentes naciones se transforman en bien común. Las limitaciones y los particularismos nacionales se vuelven cada día menos posibles y las numerosas literaturas nacionales y locales hacen surgir una literatura universal” ([11]). Ése es el papel revolucionario que la burguesía desempeñó: la unificación del mundo. Al celebrar como lo hace hoy el descubrimiento de las Américas por Colón, primer paso significativo de esta unificación por la creación del mercado mundial, está celebrándose a sí misma.
La burguesía se complace en honrar ese siglo xvi que fue el de su afirmación en Europa, anunciador de su predominio mundial, siglo del Renacimiento, de los grandes descubrimientos, del florecimiento de las Artes y de los conocimientos. La clase dominante se complace en reconocerse en aquellos hombres del Renacimiento, símbolos anunciadores del prodigioso auge de una técnica que se plasmará en un tumultuoso desarrollo de las fuerzas productivas que el capitalismo va a permitir. En ellos, la burguesía honra la búsqueda de universalidad, su propia característica que ella impondrá a un mundo que conformará a su imagen. Y es, sin duda, una de las mejores imágenes que la clase dominante pueda dar de sí misma. Una de las que mejor define el progreso que ella encarnó en su tiempo para la humanidad.
Pero toda medalla tiene su revés, y en el reverso de la hermosa aventura de Colón descubridor del Nuevo Mundo, está la colonización bestial, el despiadado sometimiento de los indios, la realidad del capitalismo como sistema de explotación y de opresión. Los tesoros procedentes de las colonias que llegan a la metrópoli para en ella funcionar como capital, son extraídos “con el trabajo forzado de los indígenas reducidos a la esclavitud, la concusión, el saqueo y el asesinato” ([12]).
Colonización de América: la barbarie capitalista en funcionamiento
El capitalismo no sólo creó los medios técnicos y acumuló los conocimientos que hicieron posible el viaje de Colón y el descubrimiento de América. También proporcionó el nuevo dios, la ideología que iba a empujar hacia adelante a los aventureros que se lanzaron a la conquista de los mares.
No es el gusto del descubrimiento lo que anima a Colón, sino el afán de lucro, el cual declara que el oro es lo mejor del mundo y que puede incluso llevar las almas al paraíso o cuando Cortés afirmaba que los españoles sufrían de una enfermedad del corazón que sólo el oro podía curar.
“Era el oro lo que buscaban los portugueses en las costas africanas, en las Indias, en todo Extremo Oriente ; fue el oro la palabra mágica que empujó a los españoles a atravesar el Atlántico ; oro era lo primero que requería el blanco en cuanto pisaba una orilla recién descubierta” ([13]).
“Según la Relación de Colón, el Consejo de Castilla resolvió tomar posesión de un territorio cuyos habitantes eran incapaces de defenderse. El piadoso objetivo de convertir ese territorio santificó la injusticia del proyecto. Pero la esperanza de sacar tesoros de él fue el verdadero motivo de la empresa. (...) Todas las demás empresas de los españoles en el Nuevo Mundo posteriores a la de Colón parecen haber tenido el mismo motivo. Era la sed sacrílega del oro (...)” ([14]).
La gran obra civilizadora del capitalismo tomó primero la forma de un genocidio. En nombre de esa sed sacrílega del oro, las poblaciones indígenas se vieron sometidas al saqueo, al trabajo forzado, a la esclavitud en las minas, diezmadas por las enfermedades importadas por los conquistadores, sífilis, tuberculosis y demás. Bartolomé de Las Casas estimaba que entre 1495 y 1503, más de tres millones de hombres habían desaparecido en las islas, aplastados en las guerras, hechos esclavos, agotados en las minas o en otras labores : “¿Quién entre las generaciones futuras se creerá lo que está ocurriendo? Yo mismo que escribo estas líneas, que lo he visto con mis propios ojos y que de todo ello soy sabedor, difícilmente puedo creer que semejante cosa haya sido posible”. En poco más de un siglo, la población india va a reducirse 90 % en México, cayendo de 25 millones a 1 y medio, y 95 % en Perú. El tráfico de esclavos, va a desarrollarse para compensar la falta de mano de obra resultante de la masacre. A todo lo largo del siglo xvi, cientos de miles de negros van a ser deportados para repoblar las Américas. Y en los siglos siguientes va a intensificarse el movimiento. A ello hay que añadir el envío de miles de europeos condenados a trabajos forzados en las minas y plantaciones de América. “El descubrimiento de de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos “idílicos” representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de acumulación originaria” ([15]).
Los miles de toneladas de oro y plata que se vierten en Europa procedentes de las colonias americanas, que van a servir a financiar el gigantesco auge del capitalismo europeo están manchados de la sangre de millones de esclavos. Esta violencia característica de la empresa colonial capitalista no se reserva, sin embargo, a la conquista de las tierras lejanas, sino que caracteriza al capitalismo en todos los aspectos de su desarrollo, incluida su tierra de elección, Europa.
En Europa, el capitalismo se impone con la misma violencia
Los mismos métodos usados sin freno en la explotación brutal de los indígenas de las colonias de América, África o Asia son empleados en Europa para arrancar a los campesinos de la tierra, y transformarlos en esclavos asalariados que la industria manufacturera en pleno auge necesita. El período del Renacimiento, y los siguientes, que tanto le gusta a la burguesía presentar bajo la hermosa luz de la multiplicación de los descubrimientos y del florecer artístico, es, para millones de campesinos y de trabajadores, el del terror y de la miseria.
El desarrollo del capitalismo se caracteriza en Europa por el proceso de expropiación de las tierras; millones de campesinos van a verse tirados a los caminos. “La expropiación del productor inmediato se lleva a cabo con el más despiadado vandalismo y bajo el acicate de las pasiones más infames, más sucias, más mezquinas y más odiosas” ([16]). Marx, en el capítulo sobre la “Acumulación originaria” describe magistralmente ese proceso tan violento y cruel, de latrocinios descarados, atrocidades sin cuento y sufrimientos que acompañaron la brutal expropiación de los campesinos desde el siglo xv hasta el siglo xviii, ese proceso que “abrió paso a la agricultura capitalista, se incorporó el capital a la tierra y se crearon los contingentes de proletarios libres y privados de medios de vida que necesitaba la industria de las ciudades” ([17]), mediante “la enajenación fraudulenta de las tierras del dominio público de los terrenos comunales, la metamorfosis, llevada a cabo por la usurpación y el terrorismo más inhumano, de la propiedad feudal y del patrimonio del clan en la moderna propiedad privada” ([18]).
“Y así ocurre que un glotón ansioso e insaciable, verdadera peste de su comarca, puede juntar miles de acres de tierra y cercarlos con una empalizada o un vallado, o mortificar de tal modo, a fuerza de violencias e injusticias, a sus poseedores, que éstos se vean obligados a vendérselo todo de un modo u otro, doblen o quiebren, no tienen más remedio que abandonar el campo, ¡pobres almas cándidas y míseras!. Hombres, mujeres, maridos, esposas, huérfanos, viudas llorosas con sus niños de pecho en brazos, pues la agricultura reclama muchos. Allá van, digo, arrastrándose lejos de los lugares familiares y acostumbrados, sin encontrar reposo en parte alguna; la venta de todo su ajuar, aunque su valor no sea grande, algo habría dado en otras circunstancias; pero, lanzados de pronto al arroyo, ¿qué han de hacer sino malbaratarlo todo?. Y después que han vagado hasta comer el último céntimo, ¿qué remedio sino robar para luego ser colgados, ¡vive Dios!, con todas las de la ley, o echarse a pedir limosna? Mas también, en este caso van a dar con sus huesos en la cárcel, como vagabundos, por andar por esos mundos de Dios rondando sin trabajar; ellos, a quienes nadie da trabajo, por mucho que se esfuercen en buscarlo” ([19]).
“Los contingentes expulsados de sus tierras al disolverse las huestes feudales y ser expropiados a empellones y por la fuerza de lo que poseían, formaban un proletariado libre y privado de medios de existencia, que no podía ser absorbido por las manufacturas con la misma rapidez con que se le arrojaba al arroyo (...) Y así, una masa de ellos fueron convirtiéndose en mendigos, salteadores y vagabundos (...) de aquí que, a fines del siglo xv y durante todo el xvi, se dictasen en toda Europa occidental una serie de leyes persiguiendo a sangre y fuego el vagabundaje. De este modo, los padres de la clase obrera moderna empezaron viéndose castigados por algo de lo que ellos mismos eran víctimas, por verse reducidos a vagabundos y mendigos” ([20]). Castigados, ¡y de qué modo! En Inglaterra, bajo el reinado de Enrique VIII (1509-1547), “para los vagabundos jóvenes y fuertes, azotes y reclusión (...) En caso de reincidencia, deberá azotarse de nuevo al culpable y cortarle media oreja”. A la tercera vez se le ahorcará como criminal peligroso y enemigo del Estado. Bajo ese reinado, 72.000 pobres de solemnidad fueron ejecutados. Bajo su sucesor, Eduardo VII, en 1547, un estatuto ordena que todo individuo refractario al trabajo sea asignado como esclavo a la persona que lo haya denunciado. Si el esclavo desparece durante 15 días o más, se le marcará a fuego en la frente o en un carrillo con una S y será esclavo de por vida. Si vuelve a escaparse, será ahorcado. En el reinado “tan virginal como materno de Isabel”, los vagabundos eran atados en fila; sin embargo, apenas pasaba un año sin que muriesen en la horca 300 ó 400.
En Francia, “todavía en los primeros años del reinado de Luis XVI (Ordenanza del 13 de julio de 1777), disponía la ley que se mandase a galeras a todas las personas de dieciséis a sesenta años que, gozando de salud, careciesen de medios de vida y no ejerciesen ninguna profesión. Normas semejantes se contenían en el estatuto dado por Carlos V, en octubre de 1537, para los Países Bajos, en el primer edicto de los Estados y ciudades de Holanda (19 de marzo de 1624), en el bando de las provincias unidas (1649), etc.”.
“Véase, pues, cómo después de ser violentamente expropiados y expulsados de sus tierras y convertidos en vagabundos, se encajaba a los antiguos campesinos, mediante leyes grotescamente terroristas, a fuerza de palos, de marcas a fuego y de tormentos, en la disciplina que exigía el sistema de trabajo asalariado” ([21]).
“En todos los países desarrollados, nunca había sido tan elevada la cantidad de vagabundos como en la primera mitad del siglo xvi. Unos se alistaban durante los períodos de guerra, en los ejércitos; otros recorrían el país mendigando; otros, en fin, se esforzaban por ganar miserablemente sus vidas en las ciudades con trabajos por jornada y empleos no acaparados por los gremios” ([22]). Los campesinos expoliados de sus tierras, tirados a los caminos no sólo se van a ver reducidos a la mendicidad u obligados a someterse a la esclavitud asalariada. Van a ser también empleados en abundancia como carne de cañón. Cañones, arcabuces y escopetas muchísimo más destructores que las espadas, lanzas, arcos y ballestas de las guerras feudales anteriores, y que exigen una masa cada día mayor de soldados que sacrificar en aras del apetito sangriento del capitalismo naciente; los progresos científicos y tecnológicos del Renacimiento van a ser utilizados ampliamente en el perfeccionamiento de las armas y de su producción cada día más masiva. El siglo xvi es un siglo de guerras constantes: “las guerras y las devastaciones eran algo cotidiano en la época” ([23]). Guerras de conquista colonial, pero también, y sobre todo, guerras en Europa misma: guerras “italianas” del rey de Francia Francisco Iº; la de los Habsburgo contra los turcos que sitian Viena en 1529 y serán derrotados por la armada española en la batalla de Lepanto en 1571; guerra de independencia de los Países Bajos contra la dominación española a partir de 1568; guerra entre España e Inglaterra que acaba con la destrucción por la marina inglesa de la Armada “Invencible” española, la mayor flota de guerra reunida hasta entonces ; guerras múltiples entre príncipes alemanes ; guerras de religión, etc. Esas guerras son el producto de los trastornos que sacuden a Europa con el desarrollo del capitalismo.
“Incluso en lo que se ha dado en llamar las guerras de religión del siglo xvi, se trataba ante todo de evidentes intereses materiales de clase, y esas guerras eran luchas de clases tanto como los enfrentamientos internos que se producirían más tarde en Inglaterra y Francia” ([24]). El encarnizamiento con que los Estados nacionales, recién salidos de la Edad Media, los príncipes feudales y las nuevas camarillas burguesas van a enfrentarse tras los estandartes de las religiones, sabrán dejarlo de lado cuando se trate de reprimir con la mayor ferocidad las revueltas campesinas que la miseria provoca. Frente a la guerra de los campesinos en Alemania, “burgueses y príncipes, nobleza y clero, Lutero y el Papa se unirán contra “las cuadrillas campesinas, saqueadoras y asesinas” ([25]). “¡Hay que hacerlos trizas, estrangularlos, en secreto y públicamente, como se remata a los perros rabiosos!”, clamaba Lutero”. “Por eso, muy señores míos, ¡pasadlos a cuchillo, abatidlos, estranguladlos, liberad acá, salvad allá! Y si sucumbís en la lucha, nunca habríais de obtener muerte más santa!” ([26]).
El siglo xvi no es el de una libertad naciente como pretende hacer creer la burguesía. Es el de una nueva opresión que se instala sobre los escombros de un feudalismo en decadencia, es el de las persecuciones religiosas y el de la represión sangrienta de las revueltas plebeyas. No es casualidad si fue en el mismo año en que es descubierto el Nuevo Mundo, en 1492, cuando toma su auge en España la Inquisición. Miles de judíos y de musulmanes serán cristianizados a la fuerza u obligados al éxodo para huir de las persecuciones cuando no de la hoguera. Pero esto no es típico de una España todavía marcada por el espíritu medieval y de reconquista, exaltada por un cristianismo intransigente renovado por la conquista del reino moro de Granada; en toda Europa, las matanzas religiosas, los pogromos son corrientes, la persecución de las minorías religiosas o raciales algo permanente y la opresión de las masas, la regla. Al horror de la Inquisición le responde como un eco, la rabia de Lutero contra los campesinos insurgentes de Alemania: “Los campesinos tienen la cabeza llena de paja de avena; no oyen la palabra de Dios, son unos estúpidos; por eso hay que hacerles oír el látigo, el arcabuz y eso les está bien merecido. Roguemos por ellos para que obedezcan. Si no, ¡sus y a ellos, sin piedad!”. Así hablaba el padre de la Reforma, la nueva ideología tras la cual avanzaba la burguesía en su lucha contra el catolicismo feudal.
A ese precio, por esos medios, impone el capitalismo su ley que le permite, minando las bases del orden feudal, liberar las fuerzas productivas, producir unas riquezas como nunca las había soñado la humanidad. Pero si bien el siglo xvi es un período de enriquecimiento gigantesco para los burgueses comerciantes y sus Estados, no ocurre lo mismo para los obreros. “En el siglo xvi, la situación de los obreros, como ya se sabe, había empeorado notablemente. El salario nominal había subido, pero en absoluto en relación con la desvalorización del dinero y del alza correspondiente de las mercancías. En realidad había bajado” ([27]).
En España, los precios se multiplicaron por tres o cuatro entre 1500 y 1600; en Italia, el precio del trigo se multiplicó por 3,3 entre 1550 y 1599; entre el primero y el último cuarto del siglo xvi, los precios se multiplicaron por 2,6 en Inglaterra y 2,2 en Francia. La baja del salario real resultante es estimada en ¡50 %! La burguesía mercantil y los príncipes reinantes se había encargado de concretar la idea de Maquiavelo según la cual “En un gobierno bien organizado, el Estado debe ser rico y el ciudadano pobre” ([28]).
“Tanta molis erat (Cuántas penas ha costado) dar rienda suelta a las “leyes naturales y eternas” del régimen de producción capitalista, para consumar el proceso de divorcio entre los obreros y las condiciones de trabajo, para transformar en uno de los polos, los medios sociales de producción y de vida en capital, y en el polo contrario la masa del pueblo en obreros asalariados, en “pobres trabajadores” y libres, este producto artificial de la historia moderna. Si el dinero, según Augier, “nace con manchas naturales de sangre en un carrillo”, el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza” ([29]).
“Las diversas etapas de la acumulación originaria tienen su centro, por orden cronológico más o menos preciso, en España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra. Es aquí, donde a fines del siglo xvii se resumen y sintetizan sistemáticamente en el sistema colonial, el sistema de la deuda pública, el moderno sistema tributario y el sistema proteccionista. En parte, estos métodos se basan, como ocurre en el sistema colonial, en la más avasalladora de las fuerzas. Pero todos ellos se valen del poder del Estado, de la fuerza concentrada y organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el proceso de transformación del régimen feudal de producción en el régimen capitalista y acortar los intervalos. La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva. es, por sí misma, una potencia económica” ([30]).
Rosa Luxemburg, a propósito de las relaciones entre el capital y los modos de producción no capitalistas, relaciones que tienen “al mundo entero por escenario”, constata: “Los métodos empleados son la política colonial, el sistema de empréstitos internacionales, la política de esferas de intereses, la guerra. La violencia, la estafa, la opresión, el saqueo se despliegan abiertamente, sin careta, y es difícil reconocer las leyes rigurosas del proceso económico en la maraña de violencias y de brutalidades políticas. La teología liberal burguesa sólo tiene en consideración el aspecto único de la “competencia pacífica”, de las maravillas de la técnica y del intercambio puro de mercancías; separa el dominio económico del capital del otro aspecto, el de los golpes de fuerza considerados como incidentes más o menos fortuitos de la política exterior. En realidad, la violencia política es, también ella, el instrumento y el vehículo del proceso económico: la dualidad de los aspectos de la acumulación cubre un mismo fenómeno orgánico, surgido de las condiciones de la reproducción capitalista. La carrera histórica del capital sólo puede ser apreciada en función de esos dos aspectos. El capital no sólo nace “chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza”, sino durante toda su marcha a través del mundo; y así es como prepara, en medio de convulsiones cada vez más violentas, su propio hundimiento” ([31]).
Los humanistas burgueses de hoy, que celebran con fervor y entusiasmo el descubrimiento de América, quisieran hacer creer que la brutalidad misma de la colonización que siguió sólo sería un exceso del capitalismo naciente, marcado por su forma mercantil y enmarañado en las redes del feudalismo brutal de un país como España, una especie de pecado juvenil. Esa violencia no fue ni mucho menos la especialidad de españoles y portugueses. Lo que iniciaron los conquistadores, los holandeses, los franceses, los ingleses, y la joven democracia norteamericana que nace de la guerra de la independencia contra el colonialismo inglés a finales del xviii, van a continuarlo: la esclavitud durará hasta mediados del siglo xix, y hasta finales del siglo pasado la matanza de indios en Norteamérica. Y como hemos visto, esa violencia no queda reservada a los dominios coloniales, sino que fue general, marcando con su hierro indeleble toda la vida del capital. Se perpetuó más allá de la fase mercantil del capitalismo en el desarrollo brutal de la gran industria. Los métodos experimentados en las colonias van a servir para intensificar la explotación en las metrópolis. “A la par que se implantaba en Inglaterra la esclavitud infantil, la industria algodonera servía de acicate para convertir el régimen más o menos patriarcal de esclavitud de los Estados Unidos en un régimen comercial de explotación. En general, la esclavitud encubierta de los obreros asalariados en Europa exigía, como pedestal, la esclavitud sin frases en el Nuevo Mundo” ([32]).
No son evidentemente esas hazañas, aquellas matanzas despiadadas, aquella criminal rapacidad, lo que la burguesía quiere celebrar en este año del 500 aniversario del descubrimiento de América. Esa realidad brutal del capitalismo, esa huella de “lodo y sangre” que marca al capitalismo desde sus orígenes, prefiere que quede en los desvanes de la historia, que se borre para que sólo aparezca la imagen más presentable de los grandes progresos, de los descubrimientos geográficos, tecnológicos y científicos, de la explosión artística y de los hermosos sonetos del Renacimiento.
Medio milenio después de Colón: el capitalismo en su crisis de decadencia
Hoy, la clase dominante, al celebrar el descubrimiento de América, está entonando un himno a su propia gloria, usa ese hecho histórico para su propaganda ideológica, para justificar su propia existencia. Pero ¡ha llovido mucho y mucho han cambiado las cosas desde del descubrimiento de América, desde la época del Renacimiento!
La burguesía ya no es una clase revolucionaria que esté postulando para sustituir a un feudalismo decadente. Ya impuso hace mucho tiempo su poder en todos los rincones del planeta. Lo que anunciaba el descubrimiento de América por Colón, la creación del mercado mundial capitalista, quedó terminado desde finales del siglo xix. La dinámica de la colonización inaugurada en el Nuevo Mundo se extendió a la Tierra entera, las civilizaciones precapitalistas de Asia se desmoronaron, como las precolombinas de las Américas, bajo los golpes de ariete del intercambio capitalista. Desde principios del siglo xx ya no existe mercado precapitalista que no esté controlado o metido en las redes de una u otra potencia capitalista. La dinámica de colonización que permitió, con el saqueo y la explotación brutal de los indígenas, el enriquecimiento de la Europa mercantil y abrió nuevas salidas mercantiles a la industria capitalista, permitiendo así su tumultuoso desarrollo, acabó chocando contra los límites mismos del planeta. “Desde el punto de vista geográfico, el mercado es limitado : el mercado interno está restringido con relación a un mercado interno y externo, el cual lo está con relación al mercado mundial, el cual, aunque susceptible de extensión, lo está también en el tiempo” ([33]). Confrontado a ese límite objetivo del mercado desde hace cerca de un siglo, el capitalismo no logra ya encontrar salidas solventes a la medida de sus capacidades de producción y se hunde en una crisis inexorable de sobreproducción. “La sobreproducción es una consecuencia particular de la ley de la producción general del capital: producir en proporción de las fuerzas productivas (o sea según la posibilidad de explotar, con una masa de capital determinado, al máximo de masa de trabajo) sin tener en cuenta los límites reales del mercado ni de las necesidades solventes...” ([34]).
“En determinado grado de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad chocan contra las relaciones de producción existentes, o con las relaciones de propiedad en cuyo seno se habían movido hasta entonces y que no son otra cosa sino su expresión jurídica. Ayer aún formas de desarrollo de las fuerzas productivas, esas condiciones se convierten en pesadas trabas” ([35]). Esta realidad, que en su tiempo determinó el final del sistema feudal y el necesario desarrollo del capitalismo como factor progresivo de liberación de las fuerzas productivas, se impone hoy al sistema capitalista mismo. Ya ha dejado de ser fuente de progreso, se ha convertido en traba para el desarrollo de las fuerzas productivas, ha entrado a su vez, en decadencia.
Las consecuencias de este estado de hecho son dramáticas para el conjunto de la humanidad. En la época de Colón, en la época del Renacimiento, y después hasta la terminación de la construcción del mercado mundial, a pesar de la barbarie y de la extrema violencia que caracterizaron en permanencia su desarrollo, el capitalismo es sinónimo de progreso pues se identifica con el crecimiento de las fuerzas productivas, con la increíble explosión de descubrimientos que de ella resultaron. Hoy, todo eso se ha terminado, el capitalismo se ha convertido en traba, en freno al desarrollo de las fuerzas productivas. Ya no es portador de progreso, ya sólo puede presentar su rostro bárbaro y cruel.
El siglo xx muestra ampliamente esa siniestra realidad: conflictos imperialistas permanentes con dos guerras mundiales, represiones masivas, hambrunas como nunca antes las había conocido la humanidad, han provocado más muertos en 80 años que varios siglos de desarrollo brutal. La crisis permanente ha hundido a la humanidad en la penuria alimenticia. Por todas partes en el mundo, la población está sufriendo un proceso de pauperización acelerada, una degradación trágica de sus condiciones de vida.
Es característico el hecho de que, mientras que el siglo xix estuvo marcado por el desarrollo de la medicina, el reflujo de las grandes epidemias, el aumento de la esperanza de vida, el último cuarto de nuestro siglo está viviendo el retorno virulento de las grandes epidemias : cólera, paludismo, y el SIDA. El incremento del cáncer es el símbolo de la impotencia del capitalismo. Como las grandes epidemias de peste de la Edad Media que eran síntomas de la decadencia del feudalismo, de la crisis de ese sistema, aquellas epidemias expresan hoy, dramáticamente, la decadencia del capitalismo, su incapacidad para hacer frente a las calamidades que hunden a la humanidad en el sufrimiento. En cuanto a la esperanza de vida, su crecimiento se ha frenado, está ahora estancándose en los países desarrollados y está retrocediendo desde hace años en los subdesarrollados.
Los descubrimientos, las innovaciones que sería necesario movilizar para hacer frente a esos males están cada día más frenados por las contradicciones de un sistema en crisis, con créditos reducidos al máximo bajo los recortes de presupuestos de austeridad que se imponen por todas partes. Lo esencial del potencial inventivo se pone a disposición de la investigación militar, se sacrifica en aras de la carrera de armamentos, se dedica a la fabricación de armas de destrucción cada día más sofisticadas, cada día más criminales. Las fuerzas de la vida son desviadas en beneficio de las fuerzas de la muerte.
Esta realidad de un capitalismo vuelto decadente, convertido en freno al progreso, se ilustra en todos los planos de la vida social. Y eso, la clase dominante lo debe ocultar a toda costa. Durante siglos, la demostración espectacular y concreta que hacía la burguesía de los progresos, las invenciones, de las realizaciones maravillosas que era capaz de realizar el sistema, era la base de su dominación ideológica sobre la masa de los explotados que ella sometía a la férrea y brutal ley de la ganancia. Hoy ya no logra realizar tales hazañas. Por ejemplo, por sólo tomar uno significativo, la conquista de la Luna, presentada hace 20 años como la moderna repetición de la aventura colombina, se ha quedado en nada, y la conquista espacial, nueva frontera que iba a hacer soñar a las generaciones actuales haciéndoles creer en las posibilidades siempre nuevas de la expansión capitalista, se ha ido apagando bajo el peso de la crisis económica y de los fracasos tecnológicos. Ahora aparece como utopía imposible. Las esperanzas de viajes hacia otros planetas y lejanos sistemas astrales, aquel gran proyecto, ha quedado reducido al rutinario y trabajoso uso mercantil y sobre todo militar, de la alta atmósfera terrestre. Aquel salto de la humanidad fuera de su terrestre jardín, el capitalismo es incapaz de realizarlo, pues, en el cercano espacio que nos rodea no hay ningún mercado que conquistar ni indígena alguno que reducir a la esclavitud. Ya no quedan Américas ni Colones.
El Nuevo Mundo se ha hecho viejísimo. Argentina, por ejemplo, tierra de emigración para los pobres del mundo mediterráneo, hogar libre para los perseguidos, está gangrenada por la hiperinflación, la deuda externa y el desempleo crónico, la miseria y la corrupción. América del Norte, que durante los últimos siglos fue para los oprimidos del mundo entero el mundo nuevo, la meta de quienes huían de la miseria y de las persecuciones, en donde todo parecía posible, aunque en gran parte fueran espejismos, se ha convertido ahora en símbolo de la putrefacta descomposición del mundo capitalista, de sus aberrantes contradicciones. América, América, símbolo por excelencia del capitalismo, es hoy un anhelo roto, un sueño que ha dejado paso a la pesadilla más espantosa.
La burguesía no tiene ya, en ninguna parte del mundo, la más mínima realización que presentar para justificar su dominación infame. Sólo puede, para justificar su barbarie actual, invocar ritualmente el pasado. Ése es el sentido de todo el ruido en torno al viaje de Colón de hace cinco siglos. Para dar lustre a su oxidado blasón, a la clase dominante no le queda por ofrecer sino el recuerdo de sus pasadas glorias, y, como ese pasado tampoco es tan magnífico, se dedica a embellecerlo y adornarlo con todas las virtudes. Cual anciano senil y chocho, la clase dominante vuelve la cara hacia sus recuerdos para olvidarse ella misma, y hacer olvidar que el presente la aterra, pues ya no tiene porvenir.
JJ, 1/6/1992
[1] Engels, “La decadencia del feudalismo y el auge de la burguesía”, en Las guerras campesinas.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] Marx-Engels, El Manifiesto comunista.
[6] Marx, El Capital, Tomo III, pág. 321, FCE, México.
[7] Marx-Engels, La ideología alemana.
[8] Marx, El Capital, Tomo I, “La llamada acumulación originaria”, FCE, México.
[9] Marx-Engels, El Manifiesto comunista.
[10] Ibíd.
[11] Ibíd.
[12] Marx, El Capital, Tomo I, “La llamada acumulación originaria”, FCE, México.
[13] Engels, La decadencia del feudalismo y el auge de la burguesía.
[14] Adam Smith, citado por Engels, ibidem.
[15] Marx, El Capital, Tomo I, “La llamada acumulación originaria”, FCE, México.
[16] Ibíd.
[17] Ibíd.
[18] Ibíd.
[19] Tomás Moro, Utopía (1516), citado por Marx en El Capital, Tomo I, “La llamada acumulación originaria”, FCE, México.
[20] Marx, El Capital, ibídem.
[21] Ibíd.
[22] Engels, La guerras campesinas, I.
[23] Ibíd., VII.
[24] Ibíd., II.
[25] Título de un panfleto de Lutero publicado en 1525 en plenas guerras campesinas, nota de Engels, ibíd.
[26] Engels, La guerras campesinas, I.
[27] Marx, El Capital, Tomo I, “La llamada acumulación originaria”, FCE, México.
[28] Maquiavelo, El Príncipe, 1514.
[29] Marx, El Capital, Tomo I, “La llamada acumulación originaria”, FCE, México.
[30] Ibíd.
[31] Rosa Luxemburg, La acumulación del capital.
[32] Marx, El Capital, Tomo I, “La llamada acumulación originaria”, FCE, México.
[33] Marx, Materiales para la economía, “Límites del mercado y crecimiento del consumo”.
[34] Ibid.
[35] Marx, Prólogo a la crítica de la economía política.