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Hace justo ochenta años - en marzo de 1927 - los obreros de Shanghai (China) se alzaron en una insurrección triunfante que tomó el control de la ciudad, en un momento en que toda China se veía envuelta en la agitación. Un mes más tarde esa insurrección resultó completamente aplastada por las fuerzas del Kuomintang, el partido nacionalista dirigido por Chiang Kai-shek, a quien el Partido Comunista chino (PCCH) había elevado al rango de héroe de la “revolución nacional” china. Se ponía fin así a la última sacudida de la gran oleada revolucionaria que se inició en 1917 en Rusia y que acabó con el aplastamiento de las luchas proletarias que se desarrollaron en China entre 1925 y 1927. Esto, sumado a las derrotas decisivas del proletariado alemán en 1921 y 1923, acentuó el aislamiento internacional de la Rusia revolucionaria y aceleró la marcha hacia un largo periodo de contrarrevolución.
A partir de 1924, cuando ya se adueñó prácticamente de Rusia, la fracción estalinista se dedicó con todas sus fuerzas a tratar de derrotar la insurrección que se gestaba en China. Pero ya antes de esa fecha, la política de los bolcheviques en China había sembrado las semillas de esas futuras derrotas. En 1922 el representante del KOMINTERN en China, H. Maring (alias Sneevliet), estableció, tras una serie de negociaciones con Sun Yat-sen, las bases de una alianza entre el PCCH y el Kuomintang. Se trataba de crear una especie de “frente unido antiimperialista” con objeto de lograr la liberación nacional de China, combatiendo en primer lugar a los “señores de la guerra” que dominaban una gran parte del país, sobre todo en el Norte. Esta alianza implicaba, entre otras cosas, que los militantes del PCCH debían adherirse individualmente al Kuomintang, aunque aquél mantuviese una autonomía nominal. En la práctica esto significaba, sin embargo, la total sumisión del PCCH a los objetivos del Kuomintang.
El periodo revolucionario (1925-1927)
El 30 de mayo de 1925, obreros y estudiantes se manifestaron en Shangai en solidaridad con la huelga que tenía lugar en una fábrica de algodón de capital japonés. La policía municipal - dirigida por Gran Bretaña – acribilló a los manifestantes causando 12 víctimas. La respuesta obrera fue inmediata. En apenas dos semanas, Shangai, Cantón, y Hong Kong, estaban paralizados por una huelga general. En Shangai la huelga estaba dirigida por el Sindicato General del Trabajo (General Labour Union - GLU -), dominado por el PCCH; pero en Cantón y en Hong Kong la organización de la huelga recayó en un soviet embrionario, la “Conferencia de Delegados de los Huelguistas”, apoyada por 250.000 obreros que eligieron un delegado por cada 50 obreros. La Conferencia puso en pie dos mil piquetes de huelga, y tomó a su cargo los hospitales, las escuelas y la administración de justicia. Cómo cabía esperar, tal situación desató la histeria de las potencias imperialistas.
Pero esta patente confirmación de que el proletariado se estaba movilizando alertó también a la “burguesía nacionalista” organizada en el seno del Kuomintang. Este partido había sido siempre una abigarrada alianza de industriales, militares, estudiantes, e ilusos pequeño-burgueses; en fin, de todas las capas de la burguesía salvo aquellas más ligadas a los grandes terratenientes y a los señores de la guerra (la mayoría de estos acabarían entrando en el Kuomintang cuando ya las cosas se les pusieron demasiado feas). Bajo la dirección de SunYat-sen, el Kuomintang pretendió inicialmente aliarse con el PCCH para que este movilizara a los trabajadores de las ciudades para la “revolución nacional”. Mientras las luchas obreras se dirigían contra las empresas extranjeras y la dominación imperialista del extranjero, la burguesía del país estaba totalmente dispuesta a apoyarlas. Pero, cuando las huelgas comenzaron a extenderse a las empresas nacionales, esta misma burguesía descubrió que los obreros cometían «estúpidos excesos», y que «una cosa era aprovecharse de los obreros y otra, bien distinta, dejarse comer el terreno por ellos» (citado en la Revista semanal china de marzo-abril de 1926, y recogido en el libro de H. Isaacs: “La Tragedia de la Revolución china”). Rápidamente los capitalistas chinos comprendieron que tenían más cosas en común con los “imperialistas extranjeros” que con “sus” obreros.
Estos acontecimientos provocaron una ruptura, en el seno del Kuomintang, entre el ala izquierda y el ala derecha. La derecha representaba los intereses de la gran burguesía que quería liquidar la lucha obrera, desembarazarse de los comunistas, y llegar a un compromiso con los imperialismos establecidos en el país. La izquierda, animada principalmente por intelectuales y mandos intermedios del ejército, aspiraba a mantener la alianza con Rusia y el PCCH. No es casualidad que quien se convirtió en el más brutal carnicero del proletariado chino, el general Chiang Kai-shek, se postulara a si mismo como representante de ese ala izquierda. En realidad, y aunque siempre actuó buscando ante todo su insaciable ambición personal (se le conocía como “Chiang-quiere-cheque”), Chiang simbolizaba los tejemanejes que se traía entre manos la burguesía china en este periodo. Por un lado, adulaba al régimen soviético y hacía proclamas “incendiarias” en pro de la revolución mundial; por otro, multiplicaba en secreto los acuerdos con las fuerzas reaccionarias. Al igual que hacían los nuevos dirigentes de Rusia, se preparaba para aprovecharse de la clase obrera como ariete para derribar a sus enemigos inmediatos, pero al mismo tiempo se dedicaba a erradicar cualquier «exceso» (léase cualquier vestigio de lucha autónoma de la clase obrera).
En marzo de 1926, Chiang desató la primera ofensiva de envergadura contra el proletariado de Cantón, procediendo a detener a los comunistas y otros militantes de la clase obrera, y a asaltar los cuarteles generales de los comités de huelga en Cantón y Hong Kong. La huelga que se había mantenido durante meses cedió ante esta inesperada represión. Y ¿Cuál fue la respuesta de la IC ante este súbito cambio de actitud de Chiang? El silencio. Peor aún, pues insistía en negar la existencia de la más mínima represión contra la clase obrera china.
Chiang había organizado el golpe militar de Cantón como los prolegómenos de una expedición militar clave contra los señores de la guerra del Norte; pero también, como la primera etapa del camino que habría de llevar a los sangrientos sucesos de Shangai. Las tropas de Chiang consiguieron espectaculares avances contra los militares norteños, en gran parte gracias a las oleadas de huelgas obreras y a las revueltas campesinas que ayudaron a desorganizar la retaguardia de las fuerzas del Norte. El proletariado y los campesinos pobres luchaban contra unas condiciones de vida miserables, con la confianza puesta en que la victoria del Kuomintang mejoraría su existencia material. El PCCH no sólo no combatió esas ilusiones sino que contribuyó a alimentarlas llamando a los obreros a luchar por la victoria del Kuomintang, y frenando las huelgas obreras y las ocupaciones de tierras por parte de los campesinos, cuando amenazaban con ir demasiado lejos.
Y así mientras el PCCH y la IC se dedicaban a impedir los «excesos» de la lucha de la clase obrera, Chiang se afanaba en aplastar a esas mismas fuerzas proletarias y campesinas que tanto habían contribuido a sus victorias. Así, por ejemplo, prohibió cualquier reivindicación obrera mientras durara la campaña del Norte, y contestó con la represión los movimientos obreros que tuvieron lugar en Cantón, Kiangsi y otras ciudades a medida que avanzaba. En la provincia de Guangdong, el movimiento campesino contra los señores de la guerra fue violentamente masacrado. La tragedia de Shanghai supuso el punto culminante de esta masacre.
El aplastamiento de la insurrección de Shanghai y la política criminal del Komintern
Shanghai, con su puerto y sus industrias, albergaba la flor y nata del proletariado chino, aunque se hallaba aún en la zona bajo control de los señores de la guerra. Cuando se inició el avance del ejército del Kuomintang hacia la ciudad, el sindicato GLU, dirigido por el PCCH, convocó una huelga general con objeto de echar a la camarilla del gobierno y «apoyar así al ejército de la expedición del Norte» y «aclamar a Chiang Kai-shek». Hay que decir que esta primera tentativa fue aplastada tras duros combates callejeros, pero aunque las autoridades impusieron un reinado de terror contra la población obrera, lo cierto es que la combatividad de esta se mantuvo intacta. Tan es así que el 21 de Marzo, los trabajadores volvieron a levantarse, esta vez mejor organizados, con una potente milicia compuesta de 5000 obreros, y con 500 – 800 mil trabajadores participando en la huelga general y en la sublevación. Se asaltaron las comisarías de policía y los cuarteles, y las armas que se requisaron en ellas se distribuyeron entre los obreros. A la mañana siguiente toda la ciudad estaba en manos del proletariado.
Mientras crecía la tensión. Chiang llegó a las puertas de Shangai, pero al ver que la ciudad estaba tomada por la clase obrera armada en plena revuelta, contactó inmediatamente con los capitalistas locales , los imperialistas y las bandas criminales, para poder organizar la represión, tal y como había hecho ya en todas las ciudades anteriormente “liberadas”. Sus intenciones seguían estando meridianamente claras y, sin embargo, la IC y el PCCH seguían exhortando a los obreros a que confiaran en el ejército nacional y que salieran a dar la bienvenida a Chiang el “libertador”.
Esta vez, sin embargo, el recuerdo de las carnicerías que había cometido contra el proletariado, alertó a un grupo de revolucionarios de la necesidad de que el proletariado combatiese tanto a Chiang como a los señores de la guerra. En Rusia, Trotsky reclamaba la formación en China de soviets de obreros, de soldados y de campesinos como base para una lucha armada contra Chiang y para el establecimiento de la dictadura del proletariado. Y en el propio territorio chino, un grupo de disidentes – Albrecht, Nassonov y Fokkine - que se formó en el seno de la propia legación de la IC, mantuvo la misma posición. Cada día que pasaba, en las propias filas del PCCH aumentaba el número de quienes pensaban que había que romper con el Kuomintang. Sin embargo, la dirección del partido se mantuvo fiel a la línea del la IC estalinizada, y en vez de impulsar la formación de Consejos Obreros –soviets -, el PCCH organizó un “gobierno municipal provisional” en el que se incluyó, ¡además en minoría!, junto a los representantes de la burguesía local. En lugar de alertar a los trabajadores sobre las intenciones de Chiang, el PCCH llamó a salir a recibir a sus tropas con los brazos abiertos. En vez de acentuar la lucha de clases, único medio defensivo y ofensivo del proletariado, el GLU se opuso a las huelgas que estallaban espontáneamente, y se dedicó a cercenar el poder de los piquetes obreros armados que tenían el control efectivo de las calles. Chiang pudo así preparar concienzudamente su contra-ataque, y el 12 de Abril lanzó a sus mercenarios y a sus bandas de criminales (en su gran mayoría camuflados de “obreros” pues figuraban como representantes de los recientemente creados sindicatos “moderados” – la Alianza Sindical de los Obreros -), contra unas masas obreras completamente desprevenidas. Pese al coraje y a la valiente resistencia de los obreros, Chiang pudo restablecer rabiosamente su “orden” en medio de un baño de sangre con frecuentes decapitaciones de obreros en plena calle. La columna vertebral de la clase obrera china había sido quebrada.
Algún tiempo después de esta tragedia, Stalin y sus matones admitieron que la revolución había tropezado con «el obstáculo», aunque insistieron una y otra vez en que la política seguida por el PCCH y la IC ¡había sido la correcta!
Las derrotas de 1927 allanaron el camino de un nuevo episodio de la guerra imperialista en China; al igual que la derrota de la oleada internacional de la clase obrera abrió la vía hacia la segunda carnicería imperialista mundial. En todos esos conflictos el PCCH se mostró como un fiel servidor del capital nacional, movilizando a las masas para la guerra contra el Japón en los años 30, y, después, para la guerra mundial de 1939-1945. Ganó así la legitimidad para acabar siendo, a partir de 1949, el jefe supremo del Estado capitalista chino y sepulturero mayor del proletariado chino.
El proletariado chino, como el conjunto del proletariado mundial, pagó un alto precio por su inmadurez y sus ilusiones. La política criminal y desastrosa del PCCH reflejaba, en parte, la falta de experiencia del proletariado chino para romper el estrangulamiento ideológico al que la sometía el Kuomintang y el nacionalismo. Tampoco pudo afirmarse como clase autónoma, llamada a desempeñar un papel histórico particular y determinante, con sus propios objetivos revolucionarios; ni dotarse de los órganos políticos y unitarios necesarios para cumplir esta tarea (la vanguardia revolucionaria y los consejos obreros). En última instancia, sin embargo, la suerte de la Revolución en China, se había jugado ya en las calles de Petrogrado, de Berlín, de Budapest y de Turín. El fracaso de la revolución mundial significaba para los obreros chinos quedar en el aislamiento y la confusión.
Por ello sus luchas masivas y espontáneas que constituían ya las sacudidas finales de la marejada revolucionaria del proletariado mundial pudieron ser desviadas a un terreno de lucha entre fracciones de la burguesía y, consecuentemente, masacradas.
CDW
Adaptado de Revolution Internationale (publicación de la CCI en Francia) nº 377.