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El «Informe 2006» de la fundación del Abad Pierre sobre “el mal de la vivienda” es demoledor: Francia se encamina a una “crisis sin precedentes”. Igualmente los llamados «Restos du coeur» (comedores de caridad) se ven desbordados, año tras año, por crecientes necesidades de ayudas alimentarias[1]. Lo mismo señalan los «Compagnons d’Emmaüs» que reconocen su propia impotencia para enfrentar las demandas que les inundan. Estas son, entre otras, muestras más que claras del largo cortejo de desposeídos, de seres humanos sin techo ni cobijo, de desnutridos que no deja de ampliarse por todo el mundo como una interminable muralla china. La larga sombra de los tentaculares barrios de chabolas de Río, de Nairobi, de Puerto Príncipe o Bombay, ya planea ostensiblemente sobre las cabezas de los trabajadores de los países más ricos. Por ejemplo, un inventario encargado por el gobierno británico acaba de hacer la siniestra constatación de que en Londres existen más de sesenta mil familias sin domicilio fijo, obligadas a vivir en míseros hoteles, en Casas de caridad, o en centros sociales de acogida.
Es verdad que este fenómeno no es nuevo. El término “slum” (barrio de chabolas) apareció por primera vez en Londres en el siglo XIX, cuando los proletarios recién llegados del campo se hacinaban en las ciudades en las que fábricas y talleres que, como monstruosos alquimistas, transformaban en oro su sudor y su sangre. Más tarde la clase obrera se organizó y acometió un duro combate para mejorar sus condiciones de vida. Aquella época, de plena vitalidad del sistema capitalista, todavía lo permitía y la perspectiva posibilitaba la transformación de los sórdidos suburbios de Manchester, magistralmente descritos por F. Engels, en barrios con condiciones bastante más humanas o si no, menos indignas y atroces. Hoy, en cambio, vemos todo lo contrario. La entrada del capitalismo en su período de decadencia histórica desde el siglo XX, ha invertido esa dinámica, y hoy, ese sistema que no sabe reproducir y propagar otra cosa que la miseria, condena a la humanidad a un único porvenir: …!el planeta chabola!
Desde este punto de vista la situación de los obreros en Francia es de las más representativas de lo que le ocurre al conjunto de la clase obrera.
Lejos del refractario y marginal Espinal de «Arquímedes el vagabundo», interpretado por Jean Gabin a finales de los años cincuenta; o de su opuesto Diógenes - el filósofo griego que eligió como domicilio un tonel en el que vivía dichoso-; la realidad es más bien la de una masa creciente de obreros, parados o no, que se ven imposibilitados de encontrar un alojamiento decente. Jubilados, estudiantes, jóvenes trabajadores, desempleados, asalariados de “las grandes cadenas de distribución”, funcionarios de la Educación Nacional o de las administraciones territoriales,…, es decir sectores enteros de la clase obrera, incapaces de hacer frente al gasto que representa una necesidad vital como es la vivienda.
La elección que oferta el capitalismo a una cada vez más ingente cantidad de proletarios es o bien perecer en el incendio de un cuchitril insalubre (recordemos lo que sucedió en París el pasado invierno) o morir ateridos de frío en una escuálida tienda de campaña.
Y el Abad Pierre clama al cielo: «Dios mío… ¿Por qué?». Pero es totalmente inútil inquirir al cielo una respuesta improbable, cuando aquí, en la tierra, ésta salta a la vista.
En los últimos 20 años, el número de contratos eventuales se han multiplicado por seis, y la temporalidad en el empleo no deja de aumentar año tras año. Dos terceras partes de los jóvenes acceden al trabajo a través de contratos precarios (de aprendizaje, indefinido, de relevo, interino, de sustitución,…) y una quinta parte están en paro. Entre empleo precario y paro hay en Francia entre quince y veinte millones de personas que sobreviven a duras penas.
No es necesario ir con el Abad Pierre a buscar respuestas en la bóveda celestial, para darse cuenta de que el capitalismo sólo puede garantizar a sus esclavos una existencia basada en salarios de miseria y la mayor de las precariedades.
En estas condiciones, acceder a un alojamiento, pagar el alquiler y los servicios de agua, gas, electricidad,… se ha convertido en un problema irresoluble, revelador de la gangrena del sistema. Los gastos de la vivienda se llevan tal cantidad del presupuesto doméstico que, muy a menudo, obligan a apretarse el cinturón en alimentación y en gastos médico-sanitarios. Y cuando eso no es posible porque lo que queda en el bolsillo es irrisorio, no hay más remedio que renunciar a las formas “tradicionales” de acceso a una vivienda y buscarse la vida en los llamados alojamientos “atípicos” desde seguir viviendo con la familia a la “ocupación” de inmuebles destartalados, hacinarse en un piso varias familias como sardinas en lata, o construirse una cabaña con cuatro tablas y una lona en los descampados llenos de maleza y escombros de los suburbios de París (donde se refugian, por ejemplo, jubilados con pensiones tan miserables que no les permiten pagar regularmente un alquiler), e incluso vivir todo el año en una caravana en un camping como se ve a muchos asalariados con contratos precarios en Toulouse y otras regiones. También existen los camping “salvajes” bajo los puentes, en las zonas de interconexión de las vías de acceso a las grandes ciudades, donde se instalan familias enteras de trabajadores emigrantes (búlgaros, rumanos,…), con una imagen muy similar a la de los campos de refugiados del tercer mundo. Hasta los responsables de las grandes factorías de automoción como la Peugot de la región de Ile-de-France, o la Citroën de Rennes, reconocen sin tapujos que las remuneraciones de buen número de sus asalariados, no permiten a estos alojarse cerca del lugar de trabajo, y deben, por el contrario, hacerlo en míseras fondas, en alojamientos improvisados, o incluso ¡vivir en los coches! Así reaparecen poco a poco los barrios de chabolas.
La situación de los jóvenes trabajadores es particularmente sintomática de esta sociedad cuyo porvenir es de lo más sombrío. Es verdad que, tradicionalmente, cuando el joven proletario se estrenaba en la vida laboral rara vez lo hacía en una situación acomodada. Se trataba, sin embargo, de una situación transitoria hacia una mayor estabilidad. Pero hoy las cosas ya no son así. Los jóvenes ya no logran salir de esa situación de alojamiento también precario, sino que se ven condenados a ella de por vida. El informe de la fundación Abbé Pierre lo expone con mucha lucidez: «la juventud se ha convertido en un periodo de aprendizaje de la precariedad», que marcará el resto de la existencia con el hierro de la incertidumbre. De ahí que un proyecto tan simple como formar una familia, tener hijos,… se ve irremediablemente comprometido.
Evidentemente la burguesía procura hacernos creer que hará todo lo que pueda para neutralizar lo que ella misma llama “la crisis de la vivienda”. Pero lo que los hechos muestran es que quiere liarnos, echándole las culpas a “la avaricia de los caseros” que piden alquileres cada vez más prohibitivos. La solución ¡al fín encontrada! sería la intervención del Estado “justiciero” para que frenara la avidez de esos “insaciables chupasangres”, y para que hiciera cumplir a los ayuntamientos su obligación de dedicar el 20% de la construcción a viviendas sociales. ¡Más patrañas! La única política de vivienda llevada a cabo por la clase dominante, forzada por la crisis de su sistema, consiste pura y simplemente en suprimir lo que queda de las ayudas que se dan en concepto de alojamiento. Hoy tales ayudas permiten salir del paso a más de seis millones de familias en Francia que de otra forma se verían directamente desahuciadas. Pero lo cierto es que tales ayudas se han venido recortando desde el año 2000, y decenas de miles de familias se han visto ya privadas de ellas. Tan es así que una revista Habitat et Société se preguntaba en su nº 39, si no estaremos metidos en un proceso que lleva a pasar «de l’aide à la personne à l’aide à personne» (o sea “de ayudar a las personas a ayudar a nadie”)…
En última instancia la “crisis de la vivienda” queda resumida al hecho de que cada vez más trabajadores no disponen de los ingresos suficientes para escapar de la pobreza. «El trabajador se depaupera y el pauperismo crece (…) Se pone así de manifiesto que la burguesía ya no puede seguir cumpliendo su papel de clase dirigente (…) Ya no puede gobernar pues es incapaz de asegurar a sus esclavos la existencia ni aún dentro de su esclavitud» ( Manifiesto Comunista).
El llamamiento del Abad Pierre a la “insurrección de la Bondad”, variante cristiana de la cantinela izquierdista “repartamos las riquezas pero no toquemos las sacrosantas relaciones de explotación capitalistas”, no nos servirá de ayuda. El derrocamiento del capitalismo y la revolución del proletariado a escala mundial son los únicos medios capaces de abrir un porvenir a la humanidad y de fundar nuevas relaciones sociales que permitan a cada uno vivir con arreglo a sus necesidades.
Jude (17 diciembre 2006)
[1] En los últimos veinte años la miseria se ha multiplicado. Las Casas de caridad (Restos du coeur) que en 1985 distribuyeron 8,5 millones de raciones, han repartido este año ¡más de 66,5 millones!