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Basta ver cualquier telediario o abrir cualquier periódico para recibir la bofetada de una interminable sucesión de desgracias a cual más mortífera e inhumana. Ni siquiera el período estival, convencionalmente publicitado como una especie de paréntesis en el que “desconectar” de la terrible cotidianidad del sinfín de problemas que padecemos, concede tregua alguna, y en el de este año hemos visto amontonarse las escalofriantes imágenes de los atentados de Londres, de las matanzas en masa en Irak, de la devastación de regiones enteras por las inundaciones en Europa Central, los incendios en la Península Ibérica, la sucesión de accidentes aéreos con cientos de víctimas y, como terrible remate, la catástrofe del Katrina,… A la “vuelta” a la normalidad, los trabajadores se encuentran con amenazas cada vez más palpables de degradación de sus ya deterioradas condiciones de vida: en Alemania gane quien gane las elecciones los planes de austeridad y de recortes de prestaciones van a continuar; en Estados Unidos se suceden las quiebras (Delta Airlines), y las reducciones de plantillas; en España las tres principales factorías automovilísticas (SEAT, Ford y Opel), anuncian despidos en el caso de que los trabajadores no acepten recortes de salarios, sometimiento a las necesidades de la empresa en cuanto a jornada laboral, vacaciones etc.
¿Qué está pasando? No podemos caer en “explicaciones” simplistas y circunstanciales que atribuyen cada una de estas desgracias a la torpeza del político de turno. La causa última, la raíz común que conecta la proliferación de guerras y de terror; el aumento de la miseria no sólo en el Tercer Mundo sino también en los países más adelantados; el creciente desastre medioambiental y la sucesión de catástrofes “naturales” convertidas en auténticas catástrofes sociales, etc., es la agravación de la crisis histórica de este sistema de explotación, cuyas leyes (la concurrencia entre capitales nacionales, la necesidad de la acumulación de capital, la explotación de la fuerza de trabajo como base de la existencia del sistema,…) lo hacen cada vez más incompatible con la supervivencia de la humanidad y del planeta mismo.
¿Dónde vamos a ir a parar? Tal sucesión de desgracias muestra una aceleración de esa agravación de la crisis histórica del capitalismo, que se manifiesta, sobre todo, en la extensión al corazón mismo del mundo capitalista de las matanzas y los actos de guerra (tras el 11-S, y el 11-M, ahora el 7-J en Londres); de la miseria, los campos de refugiados y las oleadas de desplazados (como se ha visto recientemente en Nueva Orleans), de las catástrofes ecológicas bien repentinas (terremotos, tifones, incendios,…) o de una permanente degradación (sequías, calentamiento de los mares, cambios climáticos,…). Por mucho que sus políticos se llenen la boca de discursos hipócritas y promesas demagógicas, lo cierto es que el capitalismo no puede ofrecer más futuro que la destrucción de la humanidad.
Esclavo de sus propias leyes y de sus propias contradicciones, el sistema capitalista está forzosamente abocado a sacrificar cada vez más víctimas en la guerra imperialista en que diferentes fracciones de la clase explotadora pugnan por mantener sus intereses en el escenario internacional o meramente local. Presos de una irrefrenable carrera por el mantenimiento de sus posiciones en el mercado mundial, los sucesivos planes de “salvación” de las empresas plantean miles de despidos o el chantaje de evitarlos a costa de salarios de pobreza o prolongaciones de la jornada laboral cada vez más extenuantes. Obligados a mantener la cabeza por encima del marasmo económico mundial, todos los capitales nacionales se han convertido al “fanatismo religioso” de la reducción de costes, sacrificando por un lado el llamado Estado del bienestar (recortes de pensiones y subsidios, disminución de los gastos sanitarios,…), y por otro disminuyendo las dotaciones presupuestarias destinadas al mantenimiento de las infraestructuras, como se ha visto este mismo verano en los medios destinados a combatir los incendios en Portugal y España, las inundaciones no ya en Rumanía sino en Austria o Suiza, o las consecuencias de los huracanes, no ya en el Sudeste Asiático, sino en el país más poderoso de la Tierra.
¿Qué podemos hacer? Esta tendencia irrefrenable a la destrucción de las bases mismas de la supervivencia de la humanidad no nace de tal o cual fracción de la clase explotadora, sino de las necesidades mismas de supervivencia del sistema de explotación. Nada se arregla por tanto cambiando al equipo gobernante, como tampoco podemos ilusionarnos en que “presionando” a las autoridades; haciéndoles ver que la “opinión pública” está en contra de ellos; etc., el Estado capitalista va a dejar de servir a su función de mantener este sistema en pie a toda costa. No hay más solución que acabar con el capitalismo.
Sólo la lucha del proletariado mundial puede llevar a cabo esta titánica misión que constituye sin embargo la única esperanza para el género humano. A través del desarrollo de sus luchas contra la explotación donde se oponen irreconciliablemente las necesidades humanas contra las necesidades del sistema capitalista. Mediante el desarrollo de su solidaridad y la unión por encima de divisiones de categorías o sectores como se ha visto recientemente en las luchas de Heathrow y Argentina, pero también en la reacción contra el desastre social del Katrina donde se ha visto que sí es posible anteponer a el sentimiento de comunidad humana al “sálvese quién pueda” que promulga, y practica, la clase dominante. Desarrollando, por último, su conciencia de que sí es posible una alternativa revolucionaria al mundo, una sociedad diferente en que los recursos de la humanidad estén a su servcio y no a los de una minoría explotadora.
Etsoem. 18/09/2005.