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En octubre de 1917, tras tres años de una carnicería indescriptible en los campos de batalla, una lumbre de esperanza se encendió en medio de la espesa niebla: los obreros rusos, tras haber derrocado al zar en febrero, echaban abajo el gobierno provisional burgués que lo había sustituido, pero que se había empeñado en proseguir la guerra “hasta la victoria”. Los Soviets (consejos obreros, de soldados y de campesinos), con el Partido Bolchevique en primera línea, exigían el fin inmediato de la guerra, llamando a todos los obreros del mundo a seguir su ejemplo revolucionario. No era un sueño absurdo: ya había habido movimientos de descontento en todos los países en guerra (huelgas en industrias de guerra, motines y confraternizaciones en el frente. En noviembre de 1918, la deflagración de la revolución alemana obligó a la clase dominante a llamar al cese de la guerra por miedo a que toda prolongación de la guerra atizara las ascuas de la revolución. Durante un breve periodo, el espectro du "bolchevismo" (que entonces era sinónimo de solidaridad de la clase obrera por encima de las fronteras, y conquista del poder político por los consejos obreros) recorrió en mundo. Para la clase dominante, todo eso no podía significar sino caos, anarquía, desmoronamiento de la civilización misma. En cambio, para los trabajadores y los revolucionarios que la apoyaban, la insurrección de Octubre llevaba en sí la promesa de un nuevo mundo. En 2017, la Revolución rusa sigue siendo un acontecimiento de la primera importancia en la historia del mundo, y su centenario trae recuerdos incómodos a las potencias que dirigen el mundo. En la propia Rusia, al régimen de Putin le cuesta mucho encontrar el tono justo para conmemorarla: al fin y al cabo, la poderosa URSS de Stalin, que el imperio de Putin, “educado” y entrenado por el KGB, sueña con restaurar, también se había proclamado heredera de la Revolución de Octubre. Por el otro lado, en cambio, diametralmente opuesta a esa interpretación nacionalista, está la visión internacionalista de Lenin y de los bolcheviques, la idea de que la lealtad de la clase obrera en Rusia no lo era hacia la “madre patria” sino hacia los trabajadores del mundo entero. En los países democráticos occidentales, lo que aparece es una mezcolanza de análisis y explicaciones, pero lo que es seguro es que si proceden de portavoces políticos, mediáticos o académicos del capitalismo, sólo sirven para deformar lo que significó la Revolución rusa.
¿Cuáles son los grandes ejes de esos ataques ideológicos, de esos intentos ya sea para enterrar en el olvido total, ya para pervertir la memoria de la clase obrera?
El principal ataque contra la experiencia de Octubre 1917 es la idea de que la lucha de clase no es sino historia antigua, sin valor real en el mundo moderno. Ya no vivimos, nos dicen, en aquellos tiempos que se ven en unas películas convulsivas en blanco y negro, en las que las cargas de caballería formaban parte de la guerra, en las que unos campesinos deslomados guiaban arados arrastrados por mulas (y eso cuando las tenían). Incluso las ingentes fábricas como la de Putilov en Petrogrado (hay San Petersburgo) en donde se explotaba al máximo a decenas de miles de obreros, han desparecido hoy en gran parte, al menos en la mayoría de los países occidentales. Cierto, hay muchos menos campesinos, pero ¿puede afirmarse realmente que la clase obrera, si existe, sigue siendo una clase explotada, ahora que es posible pedir la protección de un Estado benevolente y cuando muchos trabajadores pueden comprarse (a crédito incluso) cantidad de cosas inalcanzables para los obreros rusos de 1917? ¿No están más próximas a la realidad las súper compañías como Uber cuando se presentan como si estuvieran formadas por individuos auto-empleados y no por una fuerza de trabajo colectiva capaz de actuar conjuntamente por su propio interés? Sea cual sea el trabajo que hagamos cada uno, ¿no nos definiría mejor el hecho de ser ciudadanos de un gran orden democrático?
Y sin embargo, nos lo repiten cada día: el capitalismo (sobre todo bajo su forma actual la llamada "neoliberal") domina el planeta, ya se le defina como algo bueno o no. Y es verdad que el capitalismo domina el planeta como nunca antes; es, incontestablemente un sistema mundial, un modo global de producción que impera en cada país del mundo, incluidos los que, como Cuba, China y demás, se siguen autodenominándose "socialistas". Sí, pero eso significa que donde existe el capital hay una clase productora, que trabaja y que es explotada, puesto que el capital, por definición, se basa en el trabajo no pagado arrancado a quienes trabajan por un salario – trabajen en fábricas, oficinas, supermercados, hospitales, transportes o en casa. En resumen, como lo dijo Marx, en el folleto titulado precisamente: Trabajo asalariado y capital, "el capital presupone el trabajo asalariado, y éste, el capital.". Donde hay capital, hay una clase obrera.
Es evidente que el perfil de la clase obrera ha evolucionado enormemente desde 1917. Se han trasladado complejos industriales enteros a China, o Latinoamérica u otras partes de lo que antes se denominaba “Tercer Mundo”. En amplios sectores de la economía de los "países industrializados" de Europa occidental, ha habido muchos obreros que han dejado de producir bienes concretos en fábricas, y en su lugar trabajan ante ordenadores en "la economía del saber" o en sectores financieros, a menudo en lugares de trabajo más pequeños y, tras el desmantelamiento de los sectores industriales tradicionales como las minas, las fundiciones y los astilleros, también se han dispersado las concentraciones obreras. Todo eso ha contribuido en socavar los medios mediante los cuales la clase obrera se identificaba como clase, con una existencia e intereses distintos en la sociedad. Y eso ha debilitado la memoria histórica de la clase obrera. Pero no la ha hecho desaparecer.
La existencia objetiva de la clase obrera no significa que automáticamente en una parte significativa de ella exista, en todo momento, un proyecto político, la idea de que el sistema capitalista tenga que ser, y pueda serlo, derrocado y sustituido por una forma superior de sociedad. Por otra parte, hoy en 2017, es legítimo preguntarse: ¿dónde está hoy lo equivalente a las organizaciones marxistas, como los bolcheviques en Rusia o los espartaquistas en Alemania, capaces como fueron de desarrollar una presencia entre los trabajadores industriales y tener una gran influencia cuando se comprometían en movimientos de masas, en huelgas o levantamientos? En las últimas décadas que van desde el período del “desmoronamiento del comunismo” al del surgimiento del populismo, a quienes siguen hablando de revolución proletaria se les ve, en el mejor de los casos, como rarezas sin importancia, bichos raros, especies en vías de extinción, y eso no sólo por parte de los medios capitalistas hostiles. Para la gran mayoría de la clase obrera, 1917, la Revolución rusa, la Internacional Comunista, todo eso se ha olvidado, quizás escondido en algún entresijo del inconsciente, pero no es una tradición viva. Hoy hemos caído a un nivel tan bajo en la capacidad del movimiento obrero para recordar su propio pasado que los partidos de la derecha populista se permiten presentarse -y ser presentados por sus oponentes liberales- como partidos de la clase obrera, como los verdaderos herederos de la lucha contra las élites que gobiernan el mundo.
Ese olvido no es algo circunstancial. El capitalismo hoy, más que nunca antes, se basa en el culto a la novedad, en el trastorno permanente no solo de los medios de producción, sino también de los bienes de consumo, de modo que lo que ayer parecía novísimo, como los más recientes móviles que se vuelven viejos en dos años, hay que cambiarlos ya. Denigrar lo “trasnochado”, la experiencia histórica auténtica, es de lo más útil para la clase de los explotadores pues sirve para originar una especia de amnesia en los explotados. La clase obrera se encuentra ante el peligro de olvidar su propia tradición revolucionaria y así se estaría desprendiendo de las verdaderas lecciones de la historia a costa suya pues tendrá que aplicarlas en sus luchas futuras. Lo que la burguesía quiere, como clase reaccionaria que es, es que nos olvidemos del pasado, o ofrecernos (como hacen populistas y yihadistas) el espejismo de un pasado idealizado. El proletariado, a la inversa, es una clase con futuro, capaz, por esa misma razón, de integrar lo que hay de mejor en la humanidad en su lucha por el comunismo.
La clase obrera necesita sacar las lecciones del pasado al ser el capitalismo un sistema social condenado par sus propias contradicciones internas; y las contradicciones que sumieron al mundo en los horrores de la Primera Guerra Mundial en 1914 son las mismas que hoy amenazan al mundo con un hundimiento acelerado en la barbarie. La contradicción entre la necesidad de planificar la producción y la distribución a escala planetaria y la división del mundo en Estados-nación en competencia, es la base de las grandes guerras imperialistas y de los conflictos del siglo XX; sigue siendo la base de los enfrentamientos bélicos caóticos que asolan regiones enteras de Oriente Medio, África y otras zonas. La misma contradicción – que no es sino una expresión de la incompatibilidad entre producción socializada y su apropiación privada – es a la vez inseparable de las convulsiones económicas que han sacudido el capitalismo mundial en 1929, 1973 y 2008 y de la destrucción ecológica acelerada que amenaza la vida misma en la Tierra.
En 1919, los revolucionarios que se reunieron en Moscú para fundar la tercera Internacional Comunista afirmaron que la guerra imperialista de 1914-18 había significado la entrada del capitalismo mundial en su época de declive y de obsolescencia, una época en la que la humanidad se vería ante la alternativa entre socialismo o barbarie. Previeron entonces que, si el capitalismo no era derrocado por la revolución proletaria mundial, habría guerras más devastadoras todavía que la 1914-1918, formas de dominación capitalistas más monstruosas que lo conocido hasta entonces. Tras la derrota de la oleada revolucionaria internacional, cuyas consecuencias fueron, entre otras, el aislamiento y la degeneración de la revolución en Rusia, aquellos revolucionarios tuvieron, por desgracia, razón de sobra: los horrores del nazismo, del estalinismo, y la Segunda Guerra Mundial alcanzaron unas cotas de pesadilla mucho peores que las precedentes.
Cierto es que el capitalismo ha sorprendido repetidas veces a los revolucionarios por su resiliencia, su capacidad de inventar nuevos modos de supervivencia e incluso de prosperar. A la Segunda Guerra mundial le siguieron más de dos décadas de "boom económico" en los países capitalistas centrales, aunque eso venía acompañado de la amenaza de aniquilamiento nuclear a disposición de los dos bloques imperialistas que dominaban el mundo. Ese boom acabó desembocando en una nueva y prolongada crisis económica a finales de los años 1960, pero desde los años 1980, el capitalismo se sobrepuso de nuevo mediante nuevas fórmulas, no sólo ya para seguir viviendo, sino incluso para extenderse por zonas antes "subdesarrolladas", como India y China. Pero este mismo desarrollo, alimentado en gran medida con inyecciones colosales de créditos, ha ido acumulando enormes problemas económicos para el futuro (de los que el crac financiero de 2008 fue ya una advertencia). Al mismo tiempo, el crecimiento de las últimas décadas está pesando enormemente cobre el medio ambiente natural y, además, el peligro de conflictos bélicos no ha disminuido ni mucho menos. Podrá haber retrocedido la amenaza de una guerra mundial entre dos bloques gigantes, pero, hoy, hay todavía más países que poseen armas nucleares, y las guerras “por delegación” entre las grandes potencias, que en otras épocas solían quedar restringidas a las regiones menos desarrolladas, tienen un impacto directo en los países centrales mismos, con la multiplicación des atentados terroristas en Europa y en Norteamérica y las oleadas de refugiados que huyen desesperados de las aterradoras guerras de Oriente Medio y África. Más que nunca, la supervivencia del capitalismo es incompatible con la supervivencia de la humanidad.
En resumen, la revolución es aún más necesaria de lo que fue en 1917; es la última y mejor esperanza de la humanidad frente a un sistema social en completa descomposición. Y eso sólo puede significar una revolución global, una revolución que barra el sistema capitalista del planeta y lo sustituya por una comunidad humana mundial que transforme a la Tierra en "tesoro común" y libere la producción y la distribución de las inhumanas exigencias del mercado y de la ganancia. Ese era ya el secreto de la revolución de 1917, que no fue simplemente "rusa" sino que fue comprendida por sus protagonistas como sólo la primera manifestación de la revolución mundial; y desde luego fue un factor indispensable, factor activo en las huelgas de masas y los levantamientos que se extendieron por el mundo entero en una gran oleada entre 1917 y 1923.
Queda por responder a lo siguiente: si una nueva sociedad es necesaria, ¿es realmente posible? De hecho, la segunda línea de ataque a la memoria de octubre de 1917 es que la revolución sólo puede empeorar las cosas.
¿La prueba?: la Revolución rusa acabó en el Gulag estalinista: en terror masivo, persecuciones, falsificación de la historia, supresión de la opinión disidente; creó economías que podían producir ingentes arsenales militares, pero que eran incapaces de ofrecer bienes de consumo dignos; que estableció una "dictadura del proletariado" que utilizó tanques para aplastar las revueltas proletarias, como en Alemania Oriental en 1953, Hungría en 1956, o Polonia en 1981.
Y todo esto no fue algo que llegó de la nada después de la muerte de Lenin en 1924 y con la subida de Stalin al poder. Incluso el día de la muerte de Lenin, rebeliones y huelgas de los trabajadores se enfrentaron con la fuerza armada y la violencia incontrolada de la Cheka se cobró muchas víctimas en la clase obrera y el campesinado. Incluso en vida de Lenin, los soviets ya habían dejado paulatinamente de ejercer todo tipo de control real sobre el Estado, y la dictadura del proletariado había sido sustituida en gran parte por una dictadura del Partido Bolchevique.
Quienes son serios acerca de la posibilidad de revolución no tienen interés alguno en ocultar la verdad, o en minimizar la inmensidad de la tarea que ante sí se encuentra una clase trabajadora que tenga la audacia de enfrentar y derribar el sistema capitalista. Hacer una revolución es deshacerse de la mugre del pasado, de todos los delirios y hábitos nocivos heredados no sólo de la sociedad capitalista y su ideología sino de miles de años de dominación de clase. Requiere un gran esfuerzo físico, moral e intelectual con el objetivo no sólo del desmantelamiento del antiguo régimen, su Estado y su economía, sino de crear nuevas relaciones sociales basadas ya no en la competencia y la exclusión, sino en la solidaridad y cooperación, y todo eso a nivel del planeta entero. La escala misma del proyecto, su aparente imposibilidad, se ha convertido en un factor más en las actuales dificultades de la clase trabajadora. Es mucho más fácil retirarse a la pasividad, o, para aquellos que siguen convencidos de que el sistema actual es profundamente defectuoso, es mucho más fácil buscar alternativas "más fáciles" ofrecidas por caudillos populistas, por el terrorismo nihilista que aparece con la forma de "yihad" o por los partidos de "izquierda" que afirman que el Estado capitalista existente puede llevar a una sociedad socialista.
No ocultamos la realidad de la Revolución rusa, sus terribles dificultades y sus errores trágicos. Volveremos a tratar algunos de esos errores más adelante. Pero antes de llegar a las conclusiones ofrecidas por la historia convencional –que el bolchevismo no fue desde el principio diferente al estalinismo, que cualquier intento de derrocar el estado de cosas existente terminará inevitablemente en terror total y represión, o que la naturaleza humana está hecha de tal manera que la sociedad capitalista actual es lo mejor que podemos esperar. Recordemos que en 1917 la clase dominante no pensó nunca que bastaría con confiar en el pretendido egoísmo de la naturaleza humana, no esperó hasta que todo saliera mal para poder ironizar con aquello de “Ya lo habíamos avisado”. No, ya en 1917 y durante los años siguientes, la clase dirigente de todo el mundo se tomó muy en serio la amenaza de la revolución e hizo todo lo posible por suprimirla. Ante el estallido de la revolución alemana en 1918, se apresuraron a finalizar la guerra, con el objetivo de eliminar, así, una de las principales fuerzas impulsoras de las huelgas de masas y de motines. Además, los aliados acudieron en ayuda de su antiguo enemigo -la clase dominante alemana- en su último esfuerzo por acabar con los revolucionarios, trabajadores, marineros y soldados, que habían intentado seguir el ejemplo de la insurrección de Octubre. Enfrentados al poder soviético en Rusia, ambos adversarios en la guerra imperialista intervinieron con el fin de extinguir el peligro bolchevique de raíz. Quienes defendían el poder soviético en la guerra civil desatada por las fuerzas contrarrevolucionarias en Rusia no sólo tenían que luchar contra los ejércitos "blancos" de su territorio, sino también contra las fuerzas expedicionarias enviadas allí por británicos, norteamericanos, japoneses, alemanes y por otros gobiernos, que también enviaron armas y asesores a los ejércitos blancos. La guerra civil, reforzada por un bloqueo económico impuesto por los aliados occidentales tras la retirada de los Soviets de la guerra, redujo rápidamente la economía rusa -ya agotada por tres años de guerra- a la ruina, acarreando una escasez extrema e incluso el hambre. Las condiciones de la guerra civil debilitaron también los bastiones de la clase obrera industrial que había sido la fuerza más activa en la revolución, ya que muchos de sus militantes más entregados a la causa revolucionaria se alistaron voluntarios para ir a los frentes militares donde cantidad incontable de ellos perdieron la vida, a la vez que a muchos otros obreros no les quedaba más remedio que huir del hambre en las urbes y buscar alimento y trabajo en el campo. Dentro y fuera de Rusia, un flujo constante de propaganda fue dirigida contra los bolcheviques, retratándolos como asesinos de niños y violadores de mujeres, a menudo empleando temas antisemíticos de que el bolchevismo era una mera herramienta de una conspiración judía mundial.
De hecho, para muchos de los políticos de las potencias "democráticas" –incluyendo a Winston Churchill en Gran Bretaña- el régimen fascista en Italia (y más adelante el de Alemania) fue visto como un mal necesario si se podía confiar en él para detener la marea bolchevique. Del mismo modo, cuando la URSS bajo Stalin intentó ingresar en la "Sociedad de Naciones", un gran número de Estados y políticos burgueses fueron capaces de ver que Stalin era "un hombre con el que se podía hacer negocios" y entendieron que su política de "socialismo en un solo país" significaba que ya no estaba interesado por la revolución mundial -y que en verdad estaba opuesto a ella. Esa aceptación de la URSS en el concierto imperialista fue confirmada por su participación en la Segunda Guerra Mundial en el campo aliado.
Todo eso fue la demostración más elocuente de que el estalinismo no era la continuación del bolchevismo sino su sepulturero. En 1914-18 el bolchevismo representaba la oposición revolucionaria a la guerra imperialista, por la lucha de clases y contra el sistema de todos los Estados beligerantes. En 1941, la URSS estalinista –tras un pacto temporal con la Alemania nazi– izó la bandera de la "Gran Guerra Patriótica" y participó en el nuevo reparto imperialista mundial en la etapa final de dicha guerra.
El estalinismo, no fue pues el producto de la revolución, sino de su aislamiento y derrota. En 1923, la conflagración revolucionaria internacional desencadenada por la insurrección de Octubre había muerto, proporcionando la munición que necesitaba la capa burocrática que iba ganando fuerza en el Partido Bolchevique para argumentar que la prioridad ya no era la revolución mundial, sino la construcción del socialismo en la URSS. Eso significó abandonar la idea marxista elemental de que el socialismo sólo puede construirse a escala mundial, que los baluartes de socialismo aislados son una imposibilidad, de modo que lo que planificaron la despiadados Planes Quinquenales de la burocracia estalinista no era, ni mucho menos, socialismo, sino una forma de capitalismo en la que los capitalistas individuales fueron sustituidos por un solo patrón, el Estado. La tendencia hacia el capitalismo de Estado no ha sido algo exclusivo a la URSS: fue la respuesta universal del capitalismo a la guerra y la crisis económica, bajo diversas formas: fascismo en Italia y Alemania, el New Deal en Estados Unidos, el Estado de bienestar keynesiano después de la Segunda Guerra Mundial, dictaduras militares en muchos de los países capitalistas más débiles. Lo particular de la URSS fue que el impulso hacia el capitalismo de Estado alcanzó su forma más concentrada, más extrema, resultante de la eliminación virtual (ya fuera por la huida o por expropiación) de los capitalistas privados durante la revolución; y como la contrarrevolución había crecido desde dentro del Estado que surgió de la revolución y había absorbido a un partido bolchevique que había acabado por ser prácticamente idéntico al Estado, el régimen estalinista pudo reivindicar, por el resto de sus días, la continuidad de la Revolución de Octubre, a la que había enterrado bajo pilas de cadáveres.
Semejante falsa identificación dio una apariencia radical a los partidos estalinistas fuera de Rusia, que también podían enmascarar su compromiso total con el capitalismo y el interés nacional de sus respectivos países, con el disfraz del Octubre Rojo. Pero, sobre todo, proporcionó a las principales facciones de la clase dominante del Oeste una licencia para publicar la mayor mentira de la historia: que el régimen estalinista era igual al "comunismo".
La inmensidad de esta mentira se puede medir comparando el sistema estalinista con la comprensión de lo que realmente significa el comunismo y que se había defendido dentro del movimiento obrero desde al menos los días de Marx y Engels. Para ellos, como para los que le siguieron, el comunismo significa la superación de milenios de alienación humana, de cualquier orden social en el que las propias creaciones de la humanidad han acabado por transformarse en fuerzas hostiles que dominan su vida. En el plano político, significa una sociedad sin Estado, ya que el Estado es precisamente la expresión del dominio de una clase sobre otra, y por lo tanto de un aparato político sobre el cual la gran mayoría no posee el menor control. Y así, el régimen estalinista fue el epítome de la dominación total del Estado sobre el individuo, sobre la sociedad y, sobre todo, sobre la clase obrera. En el plano económico, el comunismo significa que la humanidad ya no está sometida a leyes económicas inhumanas, a las demandas despiadadas de la ganancia y del mercado. Y esto significa que en el comunismo no hay lugar para el dinero, el mercado o el trabajo asalariado. En cambio, el poder totalitario del Estado estalinista, todo el edificio económico dominado por la producción para la guerra se construyó sobre la plusvalía extraída a la clase de trabajadores asalariados. El capital es, en esencia, una relación social, no simplemente una forma de propiedad legal. Para el trabajador asalariado, no importa si su fuerza de trabajo se vende a un empresario privado o a un burócrata estatal: los fundamentos de la explotación capitalista se mantienen. Y mientras que el comunismo significa el fin de la separación de la humanidad en diferentes naciones, la abolición de las fronteras, los regímenes estalinistas eran fanáticos proveedores de ideología nacionalista, enteramente dedicada a la defensa de sus fronteras nacionales y al logro de sus intereses nacionales y de sus intereses imperialistas en la rueda mundial.
Pero si la afirmación de que estalinismo igual a comunismo es una mentira tan descomunal, ¿por qué ha podido durar durante tanto tiempo? En primer lugar, porque mantenerla era el interés de ambos campos de la clase dominante, la del Este y la del Oeste. La burguesía estatal estalinista dependía de proclamar su "continuidad" con la Revolución de Octubre, del uso de tal mentira, para todos sus crímenes contra la humanidad y la clase obrera en particular. La idea de que aquellos Estados fueran "socialistas" en transición hacia el comunismo proporcionó a sus regímenes su justificación ideológica. En esto, los estalinistas fueron aplaudidos desde la "izquierda" por los trotskistas que siguieron argumentando que esos regímenes, por muy degenerados o deformados que fueran, eran en realidad estados obreros que los trabajadores debían defender. De la misma manera, para muchos trabajadores en occidente, para aquellos que no estaban totalmente convencidos de las ventajas del capitalismo en su forma "democrática", la idea de que había, en algún lugar del planeta, una alternativa real al capitalismo seguía siendo una fuente importante de esperanza. Los regímenes estalinistas eran efectivamente capitalistas, pero como eran una forma tan distorsionada del capitalismo, podían parecer a mucha gente como representantes de un tipo de sociedad completamente diferente.
Pero para una parte mucho mayor de la población occidental -y de hecho para la mayoría de la clase obrera dentro de los propios regímenes estalinistas- la idea de que la URSS y sus satélites fueran socialistas o comunistas era la prueba definitiva de que la variedad occidental del capitalismo era el único sistema posible, un sistema que debía ser defendido o que había que alcanzar. En otras palabras, la miseria, la austeridad y la represión que caracterizaron a los regímenes estalinistas demostraron la imposibilidad de sustituir el capitalismo por una forma superior de sociedad. La competencia capitalista, el deseo de acumular riquezas ilimitadas, fueron reivindicadas como esenciales para la naturaleza humana. Por eso la clase dominante en occidente insistía tanto en describir a su enemigo del Este como socialista o comunista, y cuando los regímenes del Este se derrumbaron a finales de los años 80, la mentira de que eso era la prueba final del fracaso del marxismo y el comunismo fue amplificada por el mundo entero mediante campañas políticas ensordecedoras cuyo eco dista mucho de haber desaparecido hoy. Esas campañas han causado una considerable confusión y desorden en las filas de la clase obrera, que ya en los años 1980 encontraba enormes dificultades para desarrollar una perspectiva, un proyecto histórico, que pudieran alzar sus luchas inmediatas a un nivel mayor y más unificado. La idea ampliamente extendida de que no hay nada más allá de esta sociedad actual, ha sido un golpe muy duro contra la capacidad de la clase obrera para politizar sus luchas y enfrentar al sistema capitalista en su conjunto.
Un componente clave en la denigración de la Revolución rusa es la idea de que la insurrección de octubre no fue más que un golpe de Estado por parte de un Partido Bolchevique sediento de poder, que estableció rápidamente un Estado totalitario, precursor del régimen estalinista. Por supuesto, esa versión de la historia podrá mostrar una gran simpatía y comprensión por los trabajadores que, en febrero de 1917, participaron en huelgas de masas espontáneas y formaron los soviets "democráticos". Este movimiento había derribado a la autocracia zarista y, a juicio de eminentes historiadores liberales como Orlando Figes, podría haber preparado el terreno para el surgimiento de un Estado parlamentario genuinamente democrático, que a su vez posiblemente habría podido salvar a Rusia de décadas de sufrimiento y terror. Pero, ¡ay!, resulta que esos conspiradores bolcheviques sabotearon tales magníficas esperanzas engañando a las masas con sus consignas demagógicas.
Pero ¿qué ocurrió realmente entre febrero y octubre de 1917? En primer lugar, hubo un profundo despertar político de la clase obrera y de todas las capas oprimidas -un proceso captado muy bien por John Reed en su libro Diez días que estremecieron al mundo.
“Rusia entera aprendía a leer: leía asuntos de política, de economía, de historia, porque el pueblo tenía necesidad de saber. (…) En cada ciudad, casi en cada aldea, en el frente, cada fracción política tenía su periódico y, La sed de instrucción, tan largo tiempo refrenada, convirtióse con la revolución en un verdadero delirio. Sólo del Instituto Smolny salieron cada día, durante los seis primeros meses, toneladas de literatura, que, ya en carros, ya en vagones, iban a saturar el país. Rusia absorbía, insaciable, como la arena caliente absorbe el agua. (…)¡Y qué papel jugaba la palabra! Los «torrentes de elocuencia» de que habla Carlyle a propósito de Francia eran una bagatela al lado de las conferencias, de los debates, de los discursos que se pronunciaban en los teatros, en los circos, en las escuelas, en los clubs, en las salas de reunión de los Soviets, en los locales de los sindicatos, en los cuarteles. Se celebraban mítines en las trincheras, en las plazas de las aldeas, en las fábricas. ¡Qué admirable espectáculo el de los cuarenta mil obreros de Putilov acudiendo a escuchar a oradores socialdemócratas, socialrevolucionarios, anarquistas y otros, igualmente atentos a todos ellos e indifesentes a la duración de los discursos! En Petrogrado y en toda Rusia, la esquina de cada calle fue, durante meses, una tribuna pública. En los trenes, en los tranvías, en todas partes brotaba de improviso la discusión. (...)En todas las reuniones se rechazaba, por lo regular, la proposición de limitar el tiempo a los oradores; cada uno podía expresar libremente su pensamiento...”. (https://www.biblioteca.org.ar/libros/142524.pdf [2])
Esto es lo que significa la politización de la lucha de clases. Los trabajadores, impulsados por una necesidad económica extrema, se ven obligados a plantear la cuestión de cómo se gestiona la sociedad en su conjunto. Y no mediante la falsa democracia del sistema parlamentario, que "da el poder" a los trabajadores cada pocos años para entregar este poder a expertos y políticos profesionales para gobernar "en su nombre", sino con los métodos proletarios de asociación, de debate y de autoorganización –a través de toda una red de asambleas en los lugares de trabajo, en los barrios, en los regimientos, en las aldeas, asambleas que podían enviar delegados mandatados y revocables a consejos más centrales, los soviets. En 1917, esta red surgió en toda Rusia y en un año o menos había inspirado la formación de órganos similares en todo el mundo. Fue en esas asambleas y en esos consejos donde se produjo un profundo proceso de maduración, de confrontación entre aquellos que dentro de ellos permanecían atados a partidos e ideologías del antiguo sistema (incluyendo a muchos que todavía se llamaban socialistas) y a los que llevaban la revolución hasta su conclusión lógica: no confiarla a un parlamento dominado por partidos burgueses sino resolver una situación intrínsecamente inestable de "dualidad de poder" mediante la asunción del poder político por los soviets. Las consignas de los bolcheviques -sobre todo la necesidad de poner fin a la guerra, que era la causa de terribles penurias para la clase obrera y los campesinos- resonaban con la creciente conciencia de la mayoría de la población, de que los políticos y partidos burgueses no lo harían ni querían romper con la política de "defensa nacional"; y que, frente a la amenaza desde abajo, esas fracciones preferirían una dictadura abierta de la burguesía, aunque esto significara la supresión de los soviets. La complicidad de los "demócratas" con el intento de golpe de Kornilov en agosto de 1917 y los posteriores intentos del Gobierno Provisional de "restaurar el orden", convencieron a muchos de que la única opción era o la dictadura de la burguesía o dictadura del proletariado.
La insurrección de Octubre fue, en verdad, el punto álgido de todo ese proceso de politización. Correspondía a una creciente influencia de los bolcheviques y otros grupos revolucionarios dentro de los soviets por toda Rusia, una creciente demanda de que el Gobierno provisional fuera derribado y reemplazado por el poder soviético. Pero también reflejó un auténtico desarrollo de la autoorganización y centralización. El que la insurrección fuera una acción planificada y coordinada que, en particular en Petrogrado, se desarrollara con un mínimo de violencia y fuera en su mayoría llevada a cabo por destacamentos bien organizados de obreros y marineros, que estuviera bajo el amplio control de un órgano del Soviet de Petrogrado -el Comité Militar Revolucionario- y que rápidamente permitiera que el Congreso de los Soviets de toda Rusia se declarara el poder supremo en toda Rusia, todo ello demostró que la insurrección no fue un golpe de Estado y, por el contrario, que la clase obrera rusa había aprendido la verdad práctica de Marx diciendo que "la insurrección es un arte".
"Casi no hubo manifestaciones, combates callejeros, barricadas, todo lo que se entiende normalmente por "insurrección"; la revolución no necesitaba resolver un problema ya resuelto. La toma del aparato gubernamental podía efectuarse a través de un plan, con ayuda de destacamentos armados poco numerosos, a partir de un centro único (…) En Octubre, la calma en las calles, la ausencia de multitudes, la falta de combates dieron pretexto a los adversarios para hablar de la conspiración de una minoría insignificante, de la aventura de un puñado de bolcheviques (...) En realidad, ‘‘Si los bolcheviques consiguieron reducir en el último momento la lucha por el poder a un "complot", no se debió a que fueran una pequeña minoría, sino, al contrario, al hecho de que tenían tras ellos, en los barrios obreros y en los cuarteles, a una aplastante mayoría, fuertemente agrupada, organizada y disciplinada." (Trotsky, “La insurrección de Octubre” en Historia de la Revolución rusa, https://www.marxists.org/espanol/trotsky/1932/histrev/tomo2/index.htm [3]).
Al haber derribado el gobierno de la burguesía en Rusia, la clase obrera pudo aprovecharse de una clase capitalista bastante débil, dividida e inexperta. La burguesía alemana demostró rápidamente que era un oponente mucho más temible; y así será también en cualquier otra revolución futura: la clase obrera enfrentará a una clase dominante aún más sofisticada con un Estado y un aparato ideológico altamente organizados a su disposición. Sin embargo, la insurrección de Octubre es hasta hoy el punto más alto alcanzado por la lucha de clases proletaria –una expresión de su capacidad para organizarse a escala masiva, consciente de sus objetivos, con la confianza para tomar las riendas de la vida social. Fue la anticipación de lo que Marx llamó "el fin de la prehistoria", de todas las condiciones en que la humanidad está a merced de unas fuerzas sociales inconscientes; la anticipación de un futuro en el que, por primera vez, la humanidad hará su propia historia según sus propias necesidades y propósitos.
En los debates dentro del partido bolchevique en el período inmediatamente anterior a la insurrección, Lenin, impaciente por las vacilaciones dentro de los soviets (e incluso dentro del propio partido), planteó la posibilidad de que el levantamiento pudiera llevarse a cabo en nombre del Partido Bolchevique, que para entonces había ganado una mayoría efectiva dentro de los principales soviets. Pero Trotsky estaba en desacuerdo, insistiendo en que la insurrección debería verse claramente como la obra de un órgano responsable ante los soviets, es decir, de las organizaciones de la clase obrera en su conjunto. En este debate estaba el inicio de la comprensión de que la toma del poder político no es tarea del partido. Volveremos a esto. Pero lo que sí demostró el desarrollo ardoroso de la conciencia de clase entre febrero y octubre, fue que una revolución proletaria no puede tener éxito sin la decidida intervención y dirección políticas aportadas por un partido comunista.
Como clase explotada en la sociedad burguesa, la conciencia de clase nunca puede ser homogénea. Siempre habrá quienes sean más combativos, más resistentes a la penetración de la ideología dominante, más conscientes de la lucha histórica de la clase y sus lecciones. Es tarea específica de una organización comunista la de agrupar a los elementos más clarividentes de la clase en torno a un programa sólido, para defender ese programa sea cual sea el nivel inmediato de conciencia en la clase como un todo. Esto no significa que la organización comunista posea una verdad infalible: el programa comunista se basa en la elaboración teórica de las verdaderas lecciones de la historia y se enriquece constantemente con nuevas experiencias y debates dentro del movimiento obrero. Y puede haber momentos -como durante la propia Revolución rusa, cuando el propio Lenin afirmó que los obreros más avanzados ya eran la izquierda del partido, en que el partido puede quedarse atrás de los nuevos avances en la conciencia de la clase.
Pero eso no significa, sino que el combate contra la influencia de la ideología de la clase dominante debe llevarse a cabo en la organización comunista al igual que en la clase en su conjunto, pues es precisamente en esos momentos cuando la organización comunista revela su papel de laboratorio vital para la elaboración de la conciencia de clase.
Tal momento se produjo en el seno del partido bolchevique como consecuencia de la revolución de febrero. La mayoría de los "viejos bolcheviques" dentro de Rusia, arrastrados por la euforia democrática que siguió a la abdicación del zar, tomaron una posición francamente oportunista de apoyo crítico al Gobierno provisional y a la continuación de la participación en la guerra, definida a partir de entonces como guerra “defensiva” y ya no imperialista por parte de Rusia. Esta posición ponía en entredicho tres años de una decidida oposición internacionalista contra la guerra, que había puesto a los bolcheviques en la vanguardia de todo el movimiento socialista internacional. Pero la vida proletaria del partido, aunque amenazada, no estaba agotada ni mucho menos. A su regreso a Rusia en abril, Lenin -contando con la radicalización de los sectores más militantes de la clase- zarandeó al partido desde sus cimientos tras publicar las Tesis de abril que negaban todo apoyo al Gobierno provisional burgués, cualquier participación en la guerra imperialista y llamaba a los obreros y campesinos pobres a prepararse para el siguiente paso inevitable en el proceso revolucionario: la transferencia del poder a los soviets, que sería la señal de la revolución mundial contra el sistema imperialista mundial. Esta posición, así lo comprendía Lenin, tendría que ser defendida dentro del partido y por el partido dentro de los soviets y la clase en su conjunto, no mediante acciones aventureras, sino con una explicación paciente, mediante una batalla política por la claridad.
“Mientras estemos en minoría, desarrollaremos una labor de crítica y esclarecimiento de los errores, propugnando al mismo tiempo, la necesidad de que todo el poder del Estado pase a los Soviets de diputados obreros, a fin de que, sobre la base de la experiencia, las masas corrijan sus errores.”. (Tesis 4)
Al llevar a cabo este trabajo de "explicar pacientemente" cuando la crisis en Rusia estaba madurando y la masa de obreros y campesinos se desilusionaban cada vez más con las falsas promesas del Gobierno provisional, el Partido Bolchevique (una vez que éste hizo suya la posición de Lenin) fue capaz de acelerar decisivamente el desarrollo de la conciencia de clase. La paciencia del partido resultó especialmente significativa en los días de julio, cuando una minoría de obreros y marineros de Petrogrado se expuso a caer en las provocaciones burguesas animando a la toma del poder en un momento en que la mayoría la clase en Rusia no les habría sido seguido los pasos. Esto habría acabado en una masacre totalmente desmoralizadora para los trabajadores más avanzados -una trampa que, menos de dos años después, los trabajadores berlineses y los espartaquistas no fueron capaces de evitar. En aquel momento, los bolcheviques no se pusieron a resguardo, sino que participaron en las manifestaciones obreras explicando por qué el momento no estaba maduro para la toma del poder, una posición que no era nada popular. Inmediatamente después de aquellos acontecimientos, el partido fue objeto de una perseverante campaña de calumnias, acusado de ser agente a sueldo del imperialismo alemán, exponiéndose a la represión directa por parte del gobierno. Pero el partido no sólo sobrevivió a ese revés temporal, sino que además fue capaz de recuperar su influencia en la clase a través de su papel dirigente en la lucha contra el intento de golpe por el general Kornilov en agosto, y de fortalecer su presencia en los soviets en todo el país, preparando así el terreno para el momento en que, lejos de contener a la clase, fuera necesario defender una acción determinada: la insurrección de octubre.
Esta capacidad de defender un análisis coherente y sostenido sobre principios de clase, incluso en tiempos de adversidad -justo como lo habían hecho durante la guerra, cuando muchos trabajadores habían sucumbido a la fiebre de patrioterismo- desmiente las calumnias pregonadas de que los bolcheviques no eran más que un puñado de conspiradores maquiavélicos cuya única preocupación era echar mano del poder para sí mismos.
A raíz de la derrota de la revolución, algunas de las corrientes políticas revolucionarias que inicialmente habían apoyado a los bolcheviques y la Revolución de Octubre -partes de la Izquierda Comunista Alemana y anarquistas internacionalistas- que habían percibido tempranamente los signos de la degeneración de la revolución, comenzaron a dar credibilidad a esa idea de un Octubre mero golpe de Estado de unos bolcheviques sedientos de poder. La idea surgió en sus filas de que los bolcheviques eran en el mejor de los casos "burgueses revolucionarios" y no tenían nada que ver con el movimiento proletario. Pero de esta manera, esa idea eliminaba el problema real al que se enfrentaban los revolucionarios al intentar comprender lo que sucedía en Rusia: la necesidad de entender que las organizaciones proletarias pueden degenerar e incluso traicionar bajo la enorme presión del orden social existente y su ideología.
Por nuestra parte, el mejor enfoque para comprender los altibajos de la Revolución rusa fue el de la espartaquista Rosa Luxemburgo, quien, en su folleto sobre la Revolución rusa, escrito en 1918, cuando todavía estaba encarcelada, expresó su solidaridad total con los bolcheviques contra toda la propaganda sedienta de sangre de la clase dominante. Para ella, al tomar una acción decisiva en favor de la revolución proletaria y en contra de la guerra imperialista, los bolcheviques habían restablecido el honor del socialismo internacional, profundamente mancillado por la traición del ala oportunista de la socialdemocracia que se había declarado a favor de la guerra en 1914 y que ahora se oponía a la revolución con todas sus fuerzas. El futuro, escribió, pertenecía al bolchevismo porque el bolchevismo, como así lo entendió rápidamente clase gobernante, se había alzado por la revolución mundial. Esta postura no impidió en modo alguno que Luxemburgo criticara agudamente y con gran lucidez los muy graves errores que había observado en la política bolchevique después de la toma del poder político: la tendencia a restringir, e incluso suprimir, el libre debate y la organización política en los soviets y otros organismos; el recurso al “terror rojo” frente a conspiraciones contrarrevolucionarias; las concesiones al nacionalismo en la política de la "autodeterminación nacional" para los pueblos sometidos del antiguo imperio ruso y así sucesivamente. Pero ella nunca perdió de vista el hecho de que esos errores tenían que examinarse en el contexto del aislamiento de la Revolución rusa, un contexto en el cual el bloqueo capitalista y la invasión habían reducido muy rápidamente la Rusia Soviética a la condición de una fortaleza sitiada. La superación de esa situación estaba exclusivamente en las manos de la clase trabajadora internacional, sobre todo la clase obrera de Europa occidental, que sólo podría aliviar el asedio luchando por el derrocamiento revolucionario del capitalismo fuera de Rusia. Más tarde, a partir del enfoque de solidaridad crítica de Rosa Luxemburgo, otras corrientes, sobre todo la Izquierda Comunista Italiana, fueron capaces de llevar más lejos las tajantes críticas de Luxemburgo a la vez que rechazaban las erróneas (como la de su defensa de la Asamblea Constituyente en Rusia). En particular, la Izquierda Italiana insistió en que era tarea de los revolucionarios que se mantuvieron tras la derrota, desarrollar una comprensión de todas las lecciones que sólo podían haberse generado gracias a la experiencia real y viva: los bolcheviques mismos, como sus contemporáneos en el resto del movimiento revolucionario, no pudieron tener de antemano una comprensión clara de todo lo que no se había planteado en la realidad misma, como la relación entre el partido y el Estado de transición.
La experiencia del fracaso de la Revolución rusa pertenece a la clase obrera y depende de nuestra clase y de sus organizaciones políticas el extraer sus principales lecciones, para que, en un futuro movimiento revolucionario, no se repitan los mismos errores. Hemos escrito mucho y ampliamente sobre estas lecciones (ver la lista de lecturas), pero podemos destacar las más significativas:
1. No solamente una sociedad socialista en un solo país es imposible, un poder político proletario aislado no puede sobrevivir mucho tiempo frente a un mundo capitalista hostil. Cuando el proletariado toma el poder en un país, todas sus orientaciones y acciones políticas y económicas deben estar subordinadas a la imperiosa necesidad de extender la revolución por el mundo. Limitada a un país o región, la revolución sucumbirá inevitablemente ya sea frente el ataque exterior o debido a la degeneración interna.
2. El papel del partido proletario no es ejercer el poder en nombre de la clase obrera. Esta es la tarea de los consejos obreros y otras organizaciones de masas. El método de los consejos, de delegados elegidos y revocables en todo momento, no es compatible con el método del parlamentarismo burgués en el que el poder gubernamental se asume durante varios años por partidos que tienen una mayoría del voto nacional. Además, si un partido proletario asume el poder político, sacrifica de inmediato su función principal que es ser la voz más radical y crítica dentro de las organizaciones de masas de la clase. El intento bolchevique de aferrarse al poder a toda costa después de 1917 no sólo acabó sustituyendo a los soviets, sino que acabó también declinando y, al final, destruyendo al propio partido, que se transformó gradualmente en una máquina burocrática del Estado.
3. La revolución proletaria utiliza necesariamente la violencia contra la antigua clase dominante la cual luchará a muerte para mantener sus privilegios. Pero la violencia de clase del proletariado no puede utilizar los mismos métodos que usa el terror de Estado de la clase dominante. La violencia de clase está dirigida sobre todo contra una relación social y no contra las personas; aborrece el espíritu de venganza; debe, en todo momento, subordinarse al control general de los consejos de trabajadores; y debe ser guiada por el principio básico de la moral proletaria, o sea que los medios que utilice deben ser compatibles con el objetivo final, la creación de una sociedad basada en la solidaridad humana, en contraposición a la noción burguesa de que "el fin justifica los medios". En este sentido, Rosa Luxemburgo tenía plena razón de rechazar la noción del terror rojo. A pesar de que era necesario responder con firmeza a los planes contrarrevolucionarios de la vieja clase dirigente, y crear una organización especial para su supresión, la Cheka, esta organización se liberó rápidamente del control de los soviets, tendiendo a ser infectada por la corrupción moral y material del viejo orden social. Sobre todo, su violencia empezó muy pronto a dirigirse no sólo contra la clase dominante, sino contra secciones disidentes de la clase obrera: contra trabajadores en huelga contra la miseria real económica durante la guerra civil, contra las organizaciones políticas proletarias como los anarquistas que criticaban la política bolchevique. La culminación de este proceso fue el aplastamiento de los trabajadores y marineros de Kronstadt en 1921, que fueron denunciados como contrarrevolucionarios, por mucho que, en realidad, izaran la bandera de la revolución mundial y reclamaran la regeneración de los soviets. Esto fue una expresión real de la "revolución devorando a sus propios hijos", un momento clave en la destrucción interna del poder soviético. Su impacto profundamente desmoralizador en la clase obrera en Rusia subrayó enfáticamente que las relaciones de violencia dentro de la clase obrera deben ser rechazadas en todo momento.
4. La crítica de la noción de terror rojo está relacionada con el problema del Estado en el período de transición. La Revolución rusa no sólo hizo surgir órganos como los consejos obreros, sino también toda una red de soviets que agrupaba a otras clases y estratos, así como a organizaciones como la Cheka y el Ejército rojo formados para llevar a cabo la guerra civil. Este aparato de Estado general, por las condiciones terriblemente difíciles en las que se encontraba la revolución, tendía a reforzarse a sí mismo a expensas de las organizaciones específicamente proletarias -Consejos, comités de fábrica, milicias de trabajadores- así como tendía a absorber y anular al propio Partido Bolchevique. Como Lenin observó amargamente en 1922, era como un vehículo que se hubiera escapado del control del conductor. Mientras que un Estado de transición es una necesidad inevitable cuando aún existen clases sociales, la Revolución rusa nos ha enseñado que las instituciones del Estado tienen un carácter inevitablemente conservador y deben estar constantemente supervisadas y controladas por los órganos surgidos directamente de la clase revolucionaria. A través de sus consejos obreros, el proletariado ejercerá su dictadura sobre el Estado de transición.
5. Si el comunismo es un movimiento para la abolición del Estado y de la economía capitalista basada en el trabajo asalariado y la producción de mercancías, es un error verlo como producto de una etapa en la que ya sea el Estado ya sea una red de consejos obreros mantienen y fortalecen las relaciones capitalistas. En otras palabras, ni el capitalismo de Estado ni "la autogestión de los trabajadores" (que en Rusia fue defendida por los anarcosindicalistas) son pasos hacia el comunismo, sino más bien métodos para la preservación del capital. Esto no quiere decir que el auténtico comunismo pueda implantarse de un día para otro, sobre todo cuando la revolución todavía no ha conquistado todo el mundo. Pero sí significa que es el producto de una lucha consciente y organizada contra las relaciones capitalistas y que sólo un proletariado autoorganizado y políticamente dominante, puede realizar esa lucha; y que, en lo posible, las medidas económicas inmediatas tomadas por un poder proletario no deben ser incompatibles con la meta del comunismo. Pero en Rusia, la mayoría del Partido Bolchevique fue incapaz de romper con la idea de que capitalismo de Estado era una etapa necesaria en el camino al socialismo. Y esto, en la práctica, e incluso antes de la victoria del estalinismo, significó que la creciente explotación y el empobrecimiento de la clase obrera fue justificado en nombre del "desarrollo de las fuerzas productivas" hacia una sociedad comunista futura. La idea de que mientras el Partido Bolchevique se aferrara al poder existiría la dictadura del proletariado, tuvo las mismas consecuencias desastrosas y trágicas que la identificación del capitalismo de Estado con el socialismo o como un paso hacia él: la derrota real de la revolución, el triunfo de la contrarrevolución capitalista en la "Rusia Soviética" realizada desde el interior, disfrazada con la careta de que era la continuación de Octubre, y, como lo hemos visto, eso creó las confusiones más dañinas dentro de la clase trabajadora en todo el mundo. Fue la base objetiva para la gran mentira según la cual estalinismo es igual a comunismo.
Una cosa es sacar las lecciones de la derrota de la revolución. ¿Pero puede haber una nueva revolución en la que se pueden poner en práctica? De nuevo insistimos en la crisis económica insoluble, en el peligro de guerra y autodestrucción, en la devastación del medio ambiente, en el crecimiento desenfrenado de la delincuencia y de la corrosión moral de las relaciones sociales, y podemos pues repetir con firmeza que el comunismo es más que nunca una necesidad objetiva. Más aún: podemos subrayar la existencia cada vez más planetaria de la clase obrera, la creciente interdependencia de la economía mundial y décadas de desarrollo vertiginoso en los medios de comunicación, e insistir en las posibilidades objetivas de la unificación del proletariado mundial en defensa de sus intereses comunes contra la explotación capitalista. Pero la revolución proletaria es la primera revolución en la historia que no sólo depende del desarrollo de necesidades y posibilidades objetivas, sino sobre todo de la capacidad subjetiva de una clase explotada para comprender los orígenes de su explotación, y no sólo para defenderse, sino para desarrollar un proyecto, una perspectiva, un programa para la abolición de toda explotación. Y mientras que mucha de esa dimensión subjetiva, puede desarrollarse sin ser vista, subterráneamente, en pequeñas minorías de proletarios, no puede ser sostenida, alimentada y extendida sin el desarrollo de movimientos masivos del proletariado.
Cierto es que esos movimientos han surgido en el escenario mundial en los últimos 50 años. Las cumbres que alcanzó la oleada revolucionaria de 1917-23 fue seguida por muchas décadas de contrarrevolución, que mostró su cara más brutal en los países donde la revolución había alcanzado sus más altos niveles: en Rusia con la victoria del estalinismo, en Italia y Alemania con el advenimiento del fascismo y el nazismo. Y ese triángulo mortal se completó con el surgimiento de los Frentes Populares y el antifascismo democrático. La combinación de esas fuerzas logró sofocar los últimos brotes de resistencia proletaria (como en España 1936-37) y el proletariado acabó desangrado entre las garras de la Segunda Guerra imperialista Mundial y, para rematar durante las dos décadas que siguieron a la guerra, los conflictos de clase fueron puestos en jaque por el auge económico y la red de seguridad tejida por el Estado del bienestar, así como por la nueva falsa opción entre "democracia" occidental y "socialismo" oriental.
Pero hacia el final de la década de los 60, cuando el auge de la posguerra se desvaneció, cuando la vida cotidiana bajo el capitalismo tanto en el Oeste como en el Este reveló su pobreza real y su hipocresía, a la vez que las guerras entre los dos bloques imperialistas seguían causando estragos en Vietnam y África, una nueva generación de proletarios, que no había vivido las derrotas y los traumas de sus padres, comenzó a cuestionar la permanencia de la sociedad capitalista. Este cuestionamiento, que contagió también a otras capas de la población, estallaría para abrirse paso con la gran huelga general en Francia en mayo-junio de 1968, un movimiento que marcó el final del período de la contrarrevolución y que fue la señal para una oleada internacional de luchas obreras en todos los continentes. En su punto álgido, el movimiento de Mayo del 68 en Francia vio señales de los mismos intensos debates políticos, en las esquinas de las calles, las escuelas, las universidades y los lugares de trabajo, que John Reed había observado en Rusia antes de octubre de 1917. Por primera vez en décadas, la idea de sustituir el capitalismo por una nueva sociedad se debatió seriamente entre significativas minorías de trabajadores y estudiantes, y uno de los frutos más importantes de aquel fermento fue una nueva generación de organizaciones políticas revolucionarias.
El movimiento en Francia sólo podría plantear la cuestión de la revolución en el plano teórico. El capitalismo estaba justo al inicio de su crisis abierta y la clase dirigente todavía tenía muchos trucos políticos en la manga para los años siguientes, no menos importante fue el uso de sus sindicatos y partidos de izquierda como una falsa "oposición" al sistema. Pero las oleadas de luchas que comenzaron en 1968 continuaron durante las dos décadas siguientes. Su punto más alto fue probablemente el movimiento en Polonia en 1980, una genuina huelga de masas que dio lugar a formas de organización -los comités de huelga interfábricas- que trajo a la mente los consejos de trabajadores de los años revolucionarios. Pero a pesar del nivel muy avanzado de autoorganización, los trabajadores polacos nunca plantearon la posibilidad de derrocar el sistema capitalista. Al contrario, fueron lastrados por la ilusión de que ya estaban viviendo bajo un sistema comunista y que sus mejores esperanzas radicaban en las formas democráticas del occidente capitalista, con sus parlamentos y sindicatos "libres". Los trabajadores en el Oeste tienen una experiencia mayor de lo vacío de esas formas, pero el problema fundamental que encaraban no era diferente al de sus hermanos y hermanas de clase en el bloque oriental: la dificultad de elevar la lucha desde el nivel de defensa económica a la de una ofensiva política contra el capitalismo.
Sin embargo, los movimientos de la clase trabajadora en los años 70 y 80 tuvieron un impacto muy significativo sobre la evolución de la sociedad capitalista. En la década de los años 30, cuando el estallido de una crisis económica abierta encontró una clase obrera en medio de una profunda derrota histórica, no hubo, así, ningún obstáculo para que el capitalismo se dirigiera hacia la guerra. Por el contrario, en los años 70 y 80, a pesar de que el impulso hacia la guerra mundial era muy fuerte, la negativa de la clase obrera a sacrificarse por los intereses de la economía nacional también significó que no estaría dispuesta a dejarse alistar para otra guerra. Los expertos de la burguesía nos dicen que si una tercera guerra mundial nunca ocurrió, es porque el capitalismo ha aprendido las lecciones de las guerras anteriores y ha establecido organismos internacionales como la UE o la ONU para mantener controladas las rivalidades nacionales. O que la existencia misma de armas atómicas era la "disuasión" más segura que evitaría la guerra mundial. La idea de que la lucha de la clase obrera podría ser la disuasión real para ir a la guerra es algo que no cabe en las entendederas políticas de la burguesía.
Sin embargo, la barrera erigida por el proletariado contra la guerra no se construyó, sino raras veces, de una manera consciente. La incapacidad de la burguesía para movilizar a la clase trabajadora para la guerra era una cosa, pero también la clase obrera fue incapaz de desarrollar su propia alternativa política: la revolución mundial. El resultado ha sido que desde finales de los años 80 hemos estado viviendo en una especie de bloqueo en la evolución de la sociedad; ésta es incapaz de evolucionar hacia una u otra salida: guerra o revolución. En el contexto de una crisis económica insoluble e interminable, esta situación está condenando al capitalismo a pudrirse desde sus raíces. Con el desmoronamiento de los dos bloques imperialistas, la perspectiva de guerra mundial se ha ido alejando, por ahora, pero la tendencia capitalista a la guerra continúa y se acelera en una dinámica más caótica, pero no menos peligrosa.
Esta última fase en la larga decadencia del sistema capitalista, la fase de descomposición del capitalismo, ha creado dificultades adicionales a la clase obrera. Las campañas sobre la "muerte del comunismo" fueron una de las expresiones más evidentes de la capacidad de la clase dominante para aprovechar la descomposición de su propio sistema contra la conciencia de la clase explotada. Su tema central -el triunfo de la democracia sobre el totalitarismo- demostró una vez más que la idea de que vivimos bajo el reinado de la democracia es una de las patrañas más poderosas segregada por la sociedad capitalista y que la clase dominante cultiva sin cesar. Y esa campaña acaba de recibir una transfusión de sangre fresca con las campañas más recientes sobre populismo y antipopulismo, una batalla en la que ambos bandos se venden como la expresión de la "verdadera voluntad del pueblo".
Mientras tanto, los mismos procesos sociales de esta fase de descomposición seguirán funcionando de manera aún más insidiosa: la tendencia de la sociedad capitalista a fragmentarse en camarillas y pandillas a todos los niveles, el auge de todo tipo de miedos irracionales y de fanatismos, la búsqueda obsesiva de chivos expiatorios...
Estas tendencias son profundamente hostiles al desarrollo de la solidaridad de la clase obrera internacional y al tipo de pensamiento global e histórico necesario para comprender los procesos reales de la sociedad capitalista. Pero a pesar del reflujo total en la lucha de clases desde finales de los años 80, seguimos viendo importantes resurgimientos del proletariado, incluso si a menudo los participantes en esos movimientos no se reconocen como proletarios. En 2006, el movimiento estudiantil en Francia eludió el control de los sindicatos oficiales y debido a que amenazó con extenderse al sector trabajador, la burguesía se vio obligada a retirar el CPE (Contrato de Primer Empleo), la ley con la que se incrementaba la inseguridad en la contratación. En 2011, tras las revueltas en África del norte, Israel y Grecia, el movimiento de "los indignados" en España, como el movimiento de los estudiantes franceses en el año 2006, revivió la memoria del 68, estimulando debates masivos sobre la naturaleza de la sociedad capitalista y su total falta de perspectiva. Fue un movimiento muy claro sobre su naturaleza internacional y en el cual el lema de "revolución mundial" se estaba volviendo cada vez más relevante entre algunas pequeñas minorías de la clase trabajadora. Y otra vez, como en el movimiento del 2006, la forma de organización adoptada por el movimiento fue la asamblea general en las calles y barrios, fuera de las instituciones oficiales de la sociedad burguesa. En otras palabras, un eco leve pero definido de la forma de organización del soviet. Por supuesto estos movimientos fueron de breve duración y sufrieron de innumerables debilidades y confusiones importantes como la ideología de la democracia y la ciudadanía, que fue hábilmente explotada por partidos izquierdistas como Syriza y Podemos, con su consigna: "Asambleas, sí, pero hay que utilizarlas para regenerar nuestra vida democrática, aumentar la participación en el parlamento y las elecciones…” Sanders y Corbyn están vendiendo el mismo fraude. Pero lo que es esencial de estos movimientos es que demuestran que el proletariado no está muerto, todavía es capaz de levantar cabeza, y que cuando lo hace, retoma las tradiciones revolucionarias de su propio pasado.
El proletariado no ha dicho su última palabra. Los cambios en la composición de la clase trabajadora, a pesar de sus efectos negativos hasta ahora, también oculta elementos mucho más favorables para la perspectiva de la revolución. Las jóvenes generaciones proletarias que viven en una situación que combina el empleo inseguro con el desempleo crónico pueden, con el tiempo, reconocerse como parte de una clase que, como el Manifiesto Comunista dice, comparte la miseria de los esclavos sin la seguridad del esclavo, que “no tiene nada que perder sino sus cadenas y todo un mundo que ganar”. La situación presente y futura del proletariado mundial revela cada vez más lo que Marx identificó como los cimientos de su naturaleza revolucionaria, de su capacidad para destruir el capitalismo y crear el comunismo:
- Una clase de la sociedad burguesa que es ajena a la sociedad burguesa,
- una clase cuyas cadenas y sufrimiento universal la empujan hacia una revolución radical y universal,
- una clase que concentra en sí todos los sufrimientos de las otras capas de la sociedad sin poder beneficiarse de ninguna de sus ventajas, y que sólo puede emanciparse emancipando a toda la humanidad,
- una clase que produce de manera asociada y que puede organizar la sociedad sobre el principio de la asociación, contrario al reino capitalista de la mercantilización universal,
- una clase que puede liberar la moral humana de su prisión capitalista al emancipar el cuerpo humano de la servidumbre de la mercancía y el trabajo asalariado.
La memoria de la revolución de octubre nunca podrá borrarse realmente, de igual modo que tampoco podrá existir un capitalismo sin lucha de clases. En 1917, la humanidad tuvo que enfrentar la elección entre socialismo o barbarie: la revolución proletaria mundial, o la destrucción de la civilización, tal vez la destrucción de la humanidad misma. En 2017 nos enfrentamos al mismo dilema. El capitalismo no puede ser reformado, ni volverse “verde”, ni darse un rostro humano. Su derrocamiento lleva retrasándose desde hace mucho tiempo y cualquier revolución futura no podrá tener éxito sin sacar todas las lecciones de la experiencia extraordinaria que nuestra clase vivió en Rusia, así como en Alemania, Hungría, Italia y el resto del mundo hace ahora cien años. Es tarea y responsabilidad de la minoría de revolucionarios, de las organizaciones políticas proletarias, estudiar, elaborar y difundir esas lecciones tan profunda y ampliamente como sea posible.
Corriente Comunista Internacional, septiembre de 2017