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Anton Pannekoek
El parlamentarismo es un obstáculo para la autoactividad del proletariado
En estos momentos de crisis económica y mayores sacrificios impuestos a la clase trabajadora, la burguesía difunde a través de todos sus medios una y otra vez la consigna de que solamente participando dentro de los sindicatos –oficiales o de base– y en el marco de la democracia y el parlamento podrán los trabajadores obtener mejoras en sus condiciones de vida. Sin importar los matices el mensaje resulta ser el mismo: la única salida que tiene el proletariado está en la democracia y los sindicatos. Durante todo el siglo XX, sin embargo, esta mentira quedó expuesta.
Anton Pannekoek fue uno de los teóricos que, junto a Lenin y Rosa Luxemburg entre otros, supo distinguir el cambio en la situación histórica de la lucha de clases. Este cambio significaba que los tradicionales medios de lucha de la clase trabajadora que se habían venido dando durante décadas en el interior de los sindicatos y por reformas de las leyes en los parlamentos no eran más un instrumento efectivo para el proletariado, pues el capitalismo había llegado ya a la fase final de su desarrollo, esto es, a su decadencia.
En 1920, Pannekoek analizó a través del método marxista las consecuencias de la revolución de 1917 en su folleto Revolución mundial y táctica comunista. En dicho documento, Pannekoek alerta sobre la necesidad de extender la revolución so pena de sufrir una derrota por parte del proletariado mundial. De dicha obra proviene el texto que transcribimos abajo y que es el capítulo IV del documento mencionado donde se abordan de manera clara y sucinta las posiciones que la Izquierda Comunista continúa defendiendo actualmente y cuyas reflexiones se mantienen vigentes al permitir a los trabajadores la identificación de la falsa consigna democrática y sindical. Para la época en que Pannekoek redactó este folleto la socialdemocracia de los principales países capitalistas se había tornado en cómplice y verdugo ejecutor de la burguesía en su lucha contrarrevolucionaria. En esos años, León Trotski ([1]) también escribía:
“A medida que la socialdemocracia se ha hecho inerte y conservadora, y el proletariado, traicionado por ella, ha tenido que gastar fuerzas, sangre y vida, en sus ataques perseverantes contra la sociedad burguesa para forjarse, en el curso de esta lucha, una nueva organización capaz de conducirle a la victoria definitiva, [...]. La democracia, persistiendo, no resuelve ningún problema, no borra ninguna contradicción, no cura ninguna herida, no evita las insurrecciones de la derecha ni de la izquierda: es impotente, insignificante, falaz, y sólo sirve para engañar a las masas atrasadas de la población y especialmente a la pequeña burguesía.”
Por lo tanto, el texto de Pannekoek forma parte de un análisis que se estaba dando entre los grupos más consecuentes del marxismo y que adquiere relevancia ante los constantes embates ideológicos de la burguesía.
La actividad parlamentaria y el movimiento sindical fueron las dos formas principales de lucha en la época de la Segunda Internacional. Los congresos de la primera Asociación Internacional de Trabajadores pusieron la base de esta táctica, rebatieron concepciones primitivas pertenecientes al periodo precapitalista y pequeñoburgués y, de acuerdo con la teoría social de Marx, definieron el carácter de la lucha de clase proletaria como una lucha continua del proletariado contra el capitalismo por los medios de subsistencia, una lucha que conduciría a la conquista del poder político. Cuando el periodo de las revoluciones burguesas y de los levantamientos armados hubo llegado a su fin, esta lucha política sólo podía llevarse adelante dentro del marco de los viejos o recientemente creados Estados nacionales, y la lucha sindical estaba con frecuencia sujeta a restricciones aún más firmes. La Primera Internacional estaba, por consiguiente, predestinada a disolverse; y la lucha por las nuevas tácticas, que ella misma era incapaz de llevar a la práctica, la hizo estallar; entretanto, la tradición de las viejas concepciones y métodos de lucha permanecía viva entre los anarquistas. Las nuevas tácticas fueron legadas por la Internacional a aquellos que tendrían que ponerlas en práctica, los sindicatos y partidos socialdemócratas que estaban floreciendo por todas partes. Cuando la Segunda Internacional se elevó como una federación holgada de los últimos, todavía tenía, de hecho, que combatir la tradición en la forma del anarquismo; pero el legado de la Primera Internacional ya formaba su base táctica indiscutible. Hoy, todo comunista sabe por qué estos métodos de lucha eran necesarios y productivos en ese momento: cuando la clase obrera se está desarrollando dentro del capitalismo ascendente no es todavía capaz de crear órganos que le permitan controlar y ordenar la sociedad, ni puede aún concebir la necesidad de hacerlo. Debe primero orientarse mentalmente y aprender a entender el capitalismo y a su clase dominante. La vanguardia del proletariado, el partido socialdemócrata, debía revelar la naturaleza del sistema a través de su propaganda y mostrar a las masas cuáles son sus objetivos elevando las reivindicaciones de clase. Era, por consiguiente, necesario para sus portavoces entrar en los parlamentos, los centros de la dominación burguesa, con el propósito de elevar sus voces en las tribunas y tomar parte en los conflictos entre los partidos políticos.
Las cosas cambian cuando la lucha del proletariado entra en una fase revolucionaria. No nos concierne aquí la cuestión de por qué el sistema parlamentario es inadecuado como sistema de gobierno para las masas, y por qué debe dejar paso al sistema de soviets, sino la cuestión de la utilización del parlamento como un medio de lucha por el proletariado. Como tal, la actividad parlamentaria es el paradigma de luchas en las cuales sólo están involucrados activamente los dirigentes y en las que las masas mismas juegan un papel subordinado. Consiste en diputados individuales que sostienen la batalla principal, lo que está ligado al despertar entre las masas de la ilusión de que otros pueden realizar su lucha en su lugar. La gente solía creer que los dirigentes podían obtener importantes reformas para los obreros en el parlamento; e incluso surgió la ilusión de que los parlamentarios podrían llevar a cabo la transformación al socialismo mediante los actos del parlamento. Ahora que el parlamentarismo se ha vuelto más modesto en sus demandas, uno oye el argumento de que los diputados en el parlamento podrían hacer una importante contribución a la propaganda comunista. Pero esto siempre significa que el énfasis principal recae en los dirigentes, y se toma por algo dado el que los especialistas determinarán la política –aun si esto se hace bajo el velo democrático de los debates y resoluciones, a través de congresos–; la historia de la socialdemocracia es una serie de infructuosos intentos de inducir a los miembros mismos a determinar la política. Todo esto es inevitable mientras el proletariado está sosteniendo una lucha parlamentaria, mientras las masas tienen todavía que crear los órganos de su autoactividad, es decir, mientras la revolución tiene todavía que realizarse; y tan pronto como las masas empiezan a intervenir, a actuar y a tomar las decisiones en su propio nombre, las desventajas de la lucha parlamentaria se vuelven abrumadoras.
Como argumentábamos anteriormente, el problema táctico es cómo vamos a erradicar la tradicional mentalidad burguesa que paraliza la fuerza de las masas proletarias; todo lo que proporciona nuevo poder a las concepciones establecidas es nocivo.
El elemento más tenaz y obstinado de esta mentalidad es la dependencia de los dirigentes, a quienes las masas dejan determinar las cuestiones generales y manejar sus asuntos de clase. El parlamentarismo tiende inevitablemente a inhibir la actividad autónoma de las masas que es necesaria para la revolución. Pueden hacerse finos discursos en el parlamento exhortando al proletariado a la acción revolucionaria; no obstante, esta última no se origina por tales palabras, sino por la dura necesidad de que no haya otra alternativa.
La revolución también exige algo más que el ataque masivo que derriba a un gobierno y que, como sabemos, no puede ser convocado por los dirigentes, sino que sólo puede brotar del impulso profundo de las masas. La revolución requiere que sea emprendida la reconstrucción social, tomadas las decisiones difíciles, envuelta la totalidad del proletariado en la acción creativa –y esto sólo es posible si primero la vanguardia, luego un número más y más grande, toman los asuntos en sus propias manos, conocen sus propias responsabilidades, investigan, agitan, luchan, se esfuerzan, reflexionan, evalúan, se dan cuenta de las ocasiones y actúan en ellas–. Pero todo esto es difícil y laborioso; así, en tanto la clase obrera ve una salida más fácil a través de la actuación de otros en su nombre, dirigiendo la agitación desde una alta plataforma, tomando las decisiones, dando las señales para la acción, haciendo leyes –los viejos hábitos de pensamiento y las viejas debilidades le harán dudar y permanecerá pasiva.
Mientras por un lado el parlamentarismo tiene el efecto contrarrevolucionario de fortalecer la dominación de los dirigentes sobre las masas, por el otro tiene una tendencia a corromper a esos mismos dirigentes. Cuando la habilidad política personal tiene que compensar las carencias del poder activo de las masas, se desarrolla la pequeña diplomacia; cualesquiera intentos que el partido pueda haber puesto en marcha, tienen que verificar y adquirir una base legal, una posición de poder parlamentario; y de este modo, finalmente, la relación entre los medios y los fines se invierte; ya no hay ningún parlamento que sirva como medio hacia el comunismo, sino el comunismo el que se pone en pie como consigna anunciadora para la política parlamentaria. En el proceso, sin embargo, el propio partido comunista asume un carácter diferente. En lugar de una vanguardia que agrupa la clase entera detrás suyo con el propósito de la acción revolucionaria, se convierte en un partido parlamentario con el mismo status legal que los otros, uniéndose a sus disputas; una nueva edición de la vieja socialdemocracia bajo los nuevos sloganes radicales. Siendo así que puede haber un antagonismo no esencial, un conflicto no interno entre la clase obrera revolucionaria y el partido comunista –puesto que el partido encarna una forma de síntesis entre la conciencia de clase proletaria más lúcida y su creciente unidad–, la actividad parlamentaria hace pedazos esta unidad y crea la posibilidad de tal conflicto: en lugar de unificar a la clase, el comunismo se convierte en un nuevo partido con sus propios jefes de partido, un partido que cae en lo que los otros y que perpetúa así la división política de la clase. Todas estas tendencias se atajarán sin duda, una vez más, por el desarrollo de la economía en un sentido revolucionario; pero incluso en los primeros inicios de este proceso sólo pueden dañar al movimiento revolucionario, inhibiendo el desarrollo de una lúcida conciencia de clase; y cuando la situación económica favorece temporalmente la contrarrevolución, esta política allanará el camino para una desviación de la revolución al terreno de la reacción.
Lo grande y verdaderamente comunista de la Revolución rusa es, por encima de todo, el hecho de que ha despertado la autoactividad de las masas, y ha puesto en ignición su energía espiritual y física para construir y sostener una nueva sociedad. Abrir a las masas a esta conciencia de su propio poder es algo que no puede lograrse súbitamente, todo de una vez, sino únicamente en fases; una fase en este camino a la independencia es el rechazo del parlamentarismo. Cuando, en diciembre de 1918, el Partido Comunista de Alemania, recientemente formado, resolvió boicotear la Asamblea Nacional, esta decisión no procedía de una ilusión inmadura en una victoria rápida y fácil, sino de la necesidad del proletariado de emanciparse de su dependencia psicológica de los representantes parlamentarios -una reacción necesaria contra la tradición de la socialdemocracia- porque el camino a la autoactividad podía ahora verse ubicado en la construcción del sistema de consejos. No obstante, la mitad de los componentes en ese momento, aquellos que hubieron de permanecer en el KPD, readoptaron el parlamentarismo con el reflujo de la revolución: con qué consecuencias está por verse, pero en parte ya se ha demostrado. También en otros países la opinión está dividida entre los comunistas, y muchos grupos quieren abstenerse de la actividad parlamentaria incluso antes del estallido de la revolución. La disputa internacional sobre el uso del parlamento como método de lucha será, de este modo, claramente uno de los principales problemas tácticos dentro de la Tercera Internacional durante los próximos años.
De cualquier modo, todo el mundo está de acuerdo en que la actividad parlamentaria sólo constituye un aspecto subsidiario de nuestras tácticas. La Segunda Internacional fue capaz de desarrollarse hasta el punto de que había sacado a la luz y puesto al desnudo la esencia de las nuevas tácticas: que el proletariado sólo puede vencer sobre el imperialismo con las armas de acción de masas. La Segunda Internacional misma no era ya capaz de emplearlas; estaba constreñida a derrumbarse cuando la guerra mundial situó la lucha de clase revolucionaria en un plano internacional. El legado de los primeros internacionalistas era la fundación natural de la nueva internacional: la acción de masas del proletariado hasta el punto de la huelga general y la guerra civil constituye la plataforma táctica común de los comunistas. En la actividad parlamentaria el proletariado está dividido en naciones, y no es posible una intervención genuinamente internacional; en la acción de masas contra el capital internacional las divisiones nacionales se desvanecen, y cada movimiento, a cualquiera de los países que se extienda o esté limitado, es parte de una sola lucha mundial.
Anton Pannekoek
[1]) León Trotski, Terrorismo y Comunismo, 1920.