Crisis económica mundial - ¿Un poco más de Estado?

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Crisis económica mundial

¿Un poco más de Estado?

En lugar de vivir el «relanzamiento» tan cacareado, la economía mundial sigue hundiéndose en el marasmo. En el corazón del mundo industrializado, los estragos del capitalismo en crisis se plasman en millones de nuevos desempleados y en la degradación acelerada de las condiciones de vida de los proletarios que disponen todavía de un trabajo. Eso sí, ahora nos anuncian «novedades». Ante la impotencia de las antiguas recetas para relanzar la actividad productiva, los gobiernos de los grandes países industrializados (Clinton, en cabeza) han proclamado una «novísima» doctrina: el retorno a «más Estado». «Grandes obras», financiadas por los Estados nacionales, ésa sería la nueva poción mágica que debería dar nuevo impulso a la destartalada máquina de explotación capitalista. ¿Qué hay detrás de ese cambio de discurso de los gobiernos occidentales? ¿Qué expectativas de éxito van a tener políticas tan «originales»?

a deberíamos estar en plena reanudación de la economía mundial. Eso es al menos lo que desde hace dos años nos han venido prometiendo los «expertos» para «dentro de seis meses» ([1]). Sin embargo, el año 1992 termina en una situación catastrófica. En el centro del sistema, en esa parte del globo que hasta ahora ha podido librarse relativamente, la economía de los primeros países golpeados por la recesión desde 1990 (Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá) no logran salir realmente de ella ([2]), mientras se hunden las economías de las demás potencias, Japón y países europeos.

Desde 1990, la cantidad de desempleados se ha incrementado en EEUU en tres millones y medio. Un millón y medio en Gran Bretaña. En este país, que está viviendo la recesión más larga y profunda desde los años 30, la cantidad de quiebras durante este año de 1992 ha aumentado un 40 %. Japón acaba de entrar «oficialmente» en recesión, por primera vez desde hace 18 años ([3]). Y lo mismo ocurre con Alemania, en donde Kohl acaba de reconocer, también «oficialmente», la recesión. Las previsiones del gobierno anuncian para 1993 un aumento de medio millón de parados, a la vez que se calcula que en la ex Alemania del Este, el 40 % de la población activa no dispone de un empleo estable.

Pero, dejando de lado las previsiones oficiales, las perspectivas para los años venideros quedan muy claras con las supresiones masivas de empleos anunciadas en sectores de tanta importancia como la siderurgia y el automóvil y en sectores tan avanzados como la informática y la aeronáutica. Eurofer, organismo responsable de la siderurgia en la CEE, anuncia la supresión de 50 000 empleos en ese sector en los tres próximos años. General Motors, primera empresa industrial del mundo, que ya había anunciado el cierre de 21 de sus fábricas, acaba de anunciar que esta cantidad va a ser de 25. IBM, gigante de la informática mundial, ya suprimió 20 000 empleos en 1991 y había anunciado 20 000 más para principios del 92 y dice ahora que serán, en realidad, 60 000. Todos los grandes constructores de aviones civiles anuncian despidos (Boeing, uno de los más afectados por la crisis, tiene prevista la supresión de 9000 empleos sólo durante 1992).

En todos los países ([4]), en todos los sectores, antiguos o punteros, industriales o de servicios, por todas partes, la realidad de la crisis se impone brutalmente. El capitalismo mundial está viviendo una recesión sin precedentes por su profundidad, su extensión geográfica y su duración. Una recesión que, como ya lo hemos desarrollado en estas columnas, es cualitativamente diferente a las cuatro que la precedieron desde finales de los 60. Una recesión que expresa sin lugar a dudas la incapacidad crónica del capitalismo para superar sus propias contradicciones históricas (incapacidad para crear mercados suficientes para dar salida a su propia producción), y además dificultades nuevas engendradas por los «remedios» empleados durante dos décadas de huida ciega en el crédito y el endeudamiento masivo ([5]).

El gobierno de EEUU lo ha hecho todo desde hace dos años para volver a relanzar la máquina económica aplicando la conocida política de dar facilidades de crédito bajando los tipos de interés. Los tipos de interés del Banco federal ya han bajado 20 veces, hasta llegar a una situación en la que, debido a la inflación, un banco privado puede pedir préstamos sin pagar casi intereses en términos reales. Y a pesar de semejantes «novedades», el electrocardiograma del crecimiento sigue tan liso como antes. El estado de endeudamiento de la economía de EEUU es tal que los préstamos «gratuitos» han sido utilizados por la banca privada y las empresas no ya para invertir sino para... reembolsar sus deudas anteriores ([6]).

Las perspectivas económicas nunca habían sido antes tan sombrías para el capitalismo. Nunca antes la impotencia había aparecido tan evidente. Los milagritos de la «Reaganomics» (así se ha llamado a la economía de la década de Reagan en EEUU), los malabarismos del retorno al capitalismo «puro», un capitalismo triunfante sobre las ruinas del «comunismo», están terminado en bancarrota total.

¿Más Estado?

Y mire Vd. por donde, el nuevo y juvenil candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos se saca de la manga una nueva solución para este país y para el mundo entero.

«La única solución para el presidente Clinton es la que él ha mencionado a grandes rasgos durante toda su campaña. O sea, relanzamiento de la economía mediante el aumento del gasto público en las infraestructuras (red viaria, puertos, puentes), la investigación y la educación. Así se crearán empleos. Y lo que es tan importante, esos gastos contribuirán a la aceleración del crecimiento de la productividad a largo plazo y de los salarios reales» (Lester Thurow, uno de los consejeros económicos más escuchados por el partido demócrata de EEUU) ([7]). Clinton promete que el Estado inyectará entre 30 y 40 mil millones de $ en la economía.

En Gran Bretaña, el conservador Major, enfrentado a las primicias de la reanudación de la combatividad obrera, enfrentado también él a la bancarrota económica, abandona del día a la mañana su catecismo liberal, «antiestatal» y se pone a entonar también el himno keynesiano anunciando una «estrategia para el crecimiento» y la inyección de 1500 millones de dólares. Le toca luego a Delors, presidente de la Comisión de la Comunidad europea, insistir en la necesidad de acompañar la nueva política con una fuerte dosis de «cooperación entre los Estados»: «Esta iniciativa de crecimiento no es un relanzamiento keynesiano clásico. No se trata únicamente de inyectar dinero en el circuito. Queremos sobre todo dar la señal de que ha llegado la hora de la cooperación entre Estados» ([8]).

El gobierno japonés, por su parte, decide hacer entrega de una ayuda masiva a los principales sectores de la economía (90 000 millones de $, o sea lo equivalente del 2,5 % del PIB).

¿De qué se trata en realidad?

La propaganda demócrata en EEUU, al igual que la de algunos partidos de izquierda de Europa, presentan la cosa como un cambio respecto a las políticas demasiado «liberales» de la época de la «reaganomics». Tras el «menos Estado», le tocaría ahora el turno a una mayor justicia dejando que la institución estatal, supuesta representante de «los intereses comunes de toda la nación» actúe más todavía.

En realidad se trata de la continuación de la tendencia, propia del capitalismo decadente, de recurrir a la fuerza del Estado para hacer que funcione la máquina económica, la cual, si se la dejara actuar por libre y espontáneamente, estaría condenada a la parálisis a causa de sus propias contradicciones internas.

Propagandas burguesas aparte, desde la Primera Guerra mundial, desde que la supervivencia de cada nación depende de su capacidad para hacerse un sitio por la fuerza en un mercado mundial ya definitivamente limitado, la economía capitalista no ha hecho otra cosa sino estatalizarse permanentemente. En el capitalismo decadente, la tendencia al capitalismo de Estado es una tendencia universal. Según los países, según los períodos históricos, esa tendencia se ha ido concretando con ritmos y formas más o menos agudas. Pero no ha cesado de progresar hasta el punto de hacer de la máquina estatal el corazón mismo de la vida social y económica de todas las naciones.

El militarismo alemán de principios de siglo, el estalinismo, el fascismo de los años 30, las grandes obras del New Deal en los Estados Unidos tras la depresión económica de 1929, o el Frente popular en Francia en la misma época son otras tantas manifestaciones de un mismo movimiento de estatificación de la vida social. Y esa tendencia no dejó de evolucionar tras la Segunda Guerra. Muy al contrario. Y la economía al estilo Reagan o Thatcher, que pretendían ser una vuelta al «capitalismo liberal», menos estatal, no han interrumpido, ni mucho menos, esa tendencia. El «milagro» de la reanudación americana durante los años 80 no se ha basado en otra cosa sino en un déficit duplicado del Estado y en el aumento espectacular de los gastos de armamento. Y es así como, a principios de los 90, después de tres presidencias republicanas, la deuda pública bruta representa cerca del 60 % del PIB estadounidense (a principios de los 80 era de 40 %). Ya sólo financiar esa deuda cuesta la mitad del ahorro nacional ([9]).

Las políticas de «desregulación» y de «privatizaciones», aplicadas durante los 80 en los países industrializados, no significan ni mucho menos que el Estado haya retrocedido en la gestión de la economía ([10]). Han servido sobre todo de justificación para reorientar las ayudas del Estado hacia sectores más competitivos, para eliminar empresas menos rentables mediante la reducción de subvenciones públicas y llevar a cabo una concentración impresionante de capitales, lo cual ha acarreado inevitablemente una creciente fusión, en lo que a gestión se refiere, entre el Estado y el gran capital «privado».

En lo social, esas políticas han facilitado el recurso a los despidos, la sistematización del trabajo precario así como la reducción de los gastos llamados «sociales». Al cabo de una década de «liberalismo antiestatal», el control del Estado sobre la vida económica no ha disminuido, sino que se ha reforzado haciéndose todavía más eficaz.

O sea que el actual «más Estado» no es, desde luego, un cambio sino un fortalecimiento de la tendencia.

¿En qué consiste entonces el cambio propuesto?

La economía capitalista acaba de vivir, a lo largo de los años 80, el mayor delirio especulativo de su historia. Ahora que se está deshinchando «la burbuja» que tal delirio ha engendrado, esa economía necesita que se aprieten las tuercas burocráticas para intentar limitar los efectos de la resaca especulativa ([11]).

Pero también necesita que los Estados recurran más todavía a la máquina de billetes. Puesto que el sistema financiero «privado» no puede seguir asegurando la expansión del crédito a causa de su exagerado endeudamiento y del desinflamiento de los valores especulativos adquiridos por ese sector, el Estado se propone relanzar la máquina inyectando dinero, creando un mercado artificial. El Estado compraría «infraestructuras: red viaria, puertos, puentes, etc.», lo cual orientaría la actividad económica hacia sectores más productivos que la especulación. Y el Estado pagaría esas infraestructuras con... papel, con la moneda emitida por los bancos centrales sin ninguna cobertura.

De hecho, la política de «grandes obras» que hoy se propone es, en gran medida, la que lleva aplicando Alemania desde hace dos años en su esfuerzo por «reconstruir» la ex RDA. Nos podemos hacer así una idea de las consecuencias de semejante política fijándonos en lo que ha ocurrido en ese país. Son significativas en dos ámbitos: el de la inflación y el del comercio exterior. En 1989, Alemania federal tenía una de las tasas de inflación más bajas del mundo, en cabeza de los países industrializados. Hoy, la inflación en Alemania es la más alta de los siete grandes ([12]), exceptuando Italia. Hace dos años, la RFA tenía el mayor excedente comercial del mundo, superando incluso a Japón. Hoy se ha ido derritiendo bajo el peso de sus importaciones, incrementadas en un 50 %.

Y el ejemplo de Alemania es el de una de las economías más poderosas y, financieramente «sanas» del planeta ([13]). O sea que en países como EEUU, en especial, la misma política va a tener, a corto, a medio y al plazo que sea, efectos mucho más estragadores ([14]). El déficit del Estado y el déficit comercial, esas dos enfermedades crónicas de la economía norteamericana desde hace dos décadas, han alcanzado cotas mucho más altas que en Alemania. Aunque esos déficits son relativamente inferiores hoy a los del principio de las políticas «reaganianas», aumentarlos tendría repercusiones dramáticas no sólo para EEUU sino para toda la economía mundial, en especial en inflación y en aumento de la anarquía en los tipos de cambio de las monedas. Por otro lado, la fragilidad del aparato financiero norteamericano es tal que un aumento de los déficits estatales puede acabar de hundirlo del todo. Pues ha sido, en efecto, el Estado quien se ha hecho cargo sistemáticamente de las bancarrotas cada día más importantes y numerosas de las cajas de ahorro y de los bancos, incapaces de reembolsar sus deudas. Al relanzar una política de déficits del Estado, el gobierno va a debilitar el último y ya débil garantizador de un orden financiero que todo el mundo sabe que está resquebrajado por todas partes.

¿Mayor cooperación entre los Estados?

No es por casualidad si Delors ha expresado tantas veces su deseo de que esas políticas de grandes obras vengan acompañadas de una mayor «cooperación entre los Estados». Como lo ha demostrado la experiencia alemana, unos nuevos gastos del Estado acarrean inevitablemente un incremento de las importaciones y por tanto, una agravación de los desequilibrios comerciales. Durante los años 30, las políticas de grandes obras vinieron acompañadas de un brusco reforzamiento del proteccionismo, llegando incluso hasta la autarquía de la Alemania hitleriana. Ningún país tiene ganas de que aumenten sus déficits para relanzar la economía de sus vecinos y competidores. El lenguaje del presidente electo, Clinton, y de sus consejeros exigiendo un poderoso reforzamiento del proteccionismo americano es de lo más explícito al respecto.

El llamamiento de Delors es un deseo piadoso. Ante la agravación de la crisis económica mundial lo que está al orden del día, no es una mayor «cooperación entre Estados», sino, al contrario, la guerra de todos contra todos. Todas las políticas de cooperación, construidas en principio para establecer alianzas parciales para ser más capaces de enfrentar a otros competidores, chocan permanentemente contra fuerzas centrífugas internas. De esto son testimonio las convulsiones crecientes que desgarran la CEE y de las que la reciente explosión del Sistema monetario europeo ha sido una espectacular expresión. Lo mismo ocurre con las tensiones en el Tratado de libre cambio entre EEUU, Canadá y México o los abortados intentos de marcado común entre los países del cono Sur o de los países del «Pacto andino» en América del Sur.

El proteccionismo no ha cesado de propagarse a lo largo de los años 80. Por muchos discursos sobre «la libre circulación de las mercancías» principio en el que el capitalismo occidental defiende como más alta expresión de los «derechos humanos» (los humanos... burgueses, se supone), las trabas al comercio mundial no han cesado de multiplicarse ([15]). La guerra despiadada que enfrenta a las grandes potencias comerciales, y de las «negociaciones» del GATT no son sino un botón de muestra, no va a atenuarse sino todo lo contrario. Las tendencias al capitalismo de Estado van a fortalecerse y agudizarse estimuladas por las políticas de «grandes obras».

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Los gobiernos, claro está, no van a quedarse de brazos cruzados ante la situación catastrófica de su economía. Mientras el proletariado no haya logrado destruir para siempre el poder político de la burguesía mundial, ésta gestionará de un modo u otro la máquina de explotación capitalista por muy decadente que ésta sea, por muy descompuesta que esté. Las clases explotadoras no se suicidan. Pero las «soluciones» que encuentren tendrán inevitablemente dos características de primera importancia. La primera es que no les queda más remedio que recurrir cada día más a la acción del Estado, fuerza organizada del poder de la clase dominante, única capaz de imponer por la violencia la supervivencia de los mecanismos que espontáneamente tienden a la parálisis y a la autodestrucción. Ése es el «más Estado» que hoy proponen. La segunda característica es que esas «soluciones» siempre conllevan una parte, cada día mayor, de aberración y de absurdo. Y es así como hoy podemos ver a las diferentes fracciones del capital mundial enfrentarse en las negociaciones del GATT, agrupadas en torno a sus Estados respectivos, para decidir cuántas hectáreas de tierras cultivables deberán quedar baldías en Europa. Ésta es la «solución» al problema de «sobreproducción» agrícola que han encontrado, mientras, en el mismo momento, en todas las pantallas del mundo y a todas horas, nos muestran una de las tantas hambrunas que están asolando a las gentes africanas, la de Somalia, y todo ello por las necesidades de su indecente propaganda guerrera.

Durante décadas, las ideologías estalinistas y «socialistas» han inculcado entre los trabajadores la mentira de que la estatificación de la economía era sinónimo de mejora de la condición obrera. El Estado en una sociedad capitalista sólo puede ser el Estado del capital, el Estado de los capitalistas, sean éstos ricos propietarios o grandes burócratas. El inevitable reforzamiento del Estado que hoy nos anuncian no aportará nada a los proletarios, si no es más miseria, más represión y más guerras.

RV 

 

[1] En diciembre de 1991, podía leerse en el nº 50 de Perspectivas económicas de la OCDE: «Cada país debería comprobar cómo su demanda progresa ya que una expansión comparable tendrá lugar más o menos simultáneamente en los demás países: una reanudación del comercio mundial está despuntando... la aceleración de la actividad debería confirmarse en la primavera de 1992... Esta evolución traerá consigo un crecimiento progresivo del empleo y una reanudación de las inversiones de las empresas...». Cabe señalar que ya en esas fechas, los mismos «expertos» habían tenido que hacer constar que «el crecimiento de la actividad en la zona de la OCDE en el segundo semestre de 1991 aparece más floja de lo que había previsto el Perspectivas económicas de julio...».

[2] Los pocos signos de reanudación que han aparecido hasta ahora en los Estados Unidos son muy frágiles, y aparecen más como un freno momentáneo de la caída, efecto de los esfuerzos desesperados de Bush durante la campaña electoral, que como anuncio de un verdadero cambio de tendencia.

[3] La definición técnica de entrada en recesión, según los criterios estadounidenses, es de dos trimestres consecutivos de crecimiento negativo del PIB (Producto Interior Bruto: el conjunto de la producción, incluidos los salarios de la burocracia estatal supuesta productora de lo equivalente de su salario). En el 2o y 3er trimestres de 1992, el PIB japonés bajó 0,2 y 0,4 %. Pero, durante ese mismo período, la caída de la producción industrial con relación al año anterior fue de 6 %.

[4] No vamos a recordar aquí la evolución de la situación en los países del llamado Tercer mundo cuyas economías no han cesado de desmoronarse desde principios de los 80. Son, sin embargo, significativos algunos elementos de lo que ha sido la evolución en los países que antes se denominaban «comunistas» (o sea, para que nos entendamos, se trata de los países en los que dominaba la forma estalinista de capitalismo de Estado), esos países que han accedido a una «economía de mercado» que los iba a hacer prósperos, transformándolos en pingues mercados para las economías occidentales. La dislocación de la ex URSS ha venido acompañada de un desastre económico sin igual en la historia. A finales de este año de 1992, la cantidad de desempleados alcanza ya los 10 millones y la inflación avanza a un ritmo anual de 14 000 %. Sin comentarios. En cuanto a los demás países de Europa del Este, sus economías están todas en recesión y el más adelantado de ellos, Hungría, el primero en iniciar «las reformas capitalistas» y que con más facilidad debía ya estar disfrutando del maná del liberalismo, está siendo zarandeado por un terremoto de quiebras. La tasa de desempleo ya ha alcanzado oficialmente el 11 % y está previsto que se duplique de aquí a finales del año que viene. En cuanto al último bastión del pretendido «socialismo real», Cuba, la producción industrial ha descendido a la mitad de la de 1989. Únicamente China parece una excepción: partiendo de un nivel bajísimo (la producción industrial de la China popular es apenas superior a la de Bélgica) está conociendo ahora tasas de crecimiento relativamente altas debidas a la expansión de las «áreas abiertas a la economía capitalista» en las que se están consumiendo a toda máquina las masas de créditos que en ellas invierte Japón.

Los cuatro dragoncitos «capitalistas» de Asia (Corea el Sur, Taiwan, Hongkong y Singapur), por su parte, empiezan a comprobar que sus crecimientos excepcionales están bajando a su vez.

[5] Ver, en especial, «Una recesión peor que las anteriores» y «Catástrofe económica en el corazón del mundo capitalista» en Revista internacional, nº 70 y 71.

[6] La deuda total de la economía de EEUU (Gobierno, más empresas, más particulares) equivale a más de dos años de producción nacional.

[7] Del diario francés le Monde, 17/11/92.

[8] Del diario francés Libération, 24/11/92.

[9] Hablando concretamente, el desarrollo de la deuda pública, fenómeno que ha marcado esta década, quiere decir que el Estado toma a su cargo la responsabilidad de proporcionar una renta regular, una parte de la plusvalía social, en forma de intereses, a una cantidad creciente de capitales que se invierten en «Bonos del Tesoro». Eso quiere decir que una cantidad creciente de capitalistas saca sus rentas no ya de los resultados de la explotación de las empresas que le pertenecen sino de los impuestos que el Estado extrae.

Cabe señalar que en la CEE, el monto de la deuda pública, en porcentaje del PIB, es superior al de Estados Unidos (62 %).

[10] Incluso desde un enfoque puramente cuantitativo, si se mide el peso del Estado en la economía por el porcentaje que representan las administraciones públicas en el producto interior bruto, esa tasa es más alta a principios de los años 90 que lo era a principios de los 80. Cuando salió elegido Reagan, esa cifra era de unos 32 % y ahora que Bush deja la presidencia ya supera el 37 %.

[11] Las quiebras de cajas de ahorro y de bancos norteamericanos, las dificultades de los bancos japoneses, el hundimiento de la bolsa de Tokio (equivalente ya hoy al krach de 1929), la quiebra de una cantidad creciente de compañías gestoras de capitales en la bolsa, etc., son las primeras consecuencias directas de la resaca tras el delirio especulativo. Únicamente los Estados pueden pretender hacer frente a los desastres financieros resultantes.

[12] Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña y Canadá.

[13] Además, el gobierno ha financiado el déficit del Estado recurriendo a préstamos internacionales a la vez que se esforzaba en mantener controlada la inflación limitando, con cada vez menos eficacia, el incremento de la masa monetaria y manteniendo tipos de interés muy altos.

[14] En países como Italia, España o Bélgica, la deuda del Estado ha alcanzado tales cotas (más del 100 % del PIB en Italia, 120 % en Bélgica) que semejantes políticas son impensables.

[15] Esas trabas al comercio no se concretan en aranceles, sino claramente en restricciones: cuotas de importaciones, acuerdos de autorestricción, leyes «anti-dumping», reglamentos sobre calidad de los productos, etc., «...la parte de los intercambios que provoca medidas no arancelarias se ha incrementado no sólo en EEUU sino también en la Comunidad europea, bloques que representan juntos cerca del 75 % de las importaciones de la zona OCDE (excepto combustibles)» (OCDE, Progreso de la reforma estructural: visión de conjunto, 1992).

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