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Euro
La agudización de las rivalidades capitalistas
La cumbre de jefes de Estado de la Unión europea (UE) de principios de mayo del 98 tenía el objetivo de coronar dignamente la introducción de la moneda común, el euro. Fueron a Bruselas para celebrar su victoria sobre «el egoísmo nacionalista», nada menos. Anteriormente, el canciller alemán Kohl había asegurado que la nueva moneda encarna sobre todo la paz en Europa para el siglo que viene y, especialmente, la superación de la destructora rivalidad histórica entre Alemania y Francia.
Pero los hechos son tozudos y, en las ocasiones más inesperadas, hacen saltar por los aires las ideas falsas que las clases explotadoras inventan para encandilarse a sí mismas y sobre todo engañar a quienes explotan. En lugar de haber sido una demostración de confianza mutua y de colaboración pacífica entre Estados europeos, la cumbre de Bruselas y la celebración en ella del nacimiento del euro pronto acabó en pugilato en torno a un problema aparentemente secundario: cuándo tendría que sustituir el francés Trichet al holandés Duisenberg como presidente del nuevo Banco central europeo; y esto, dicho sea de paso, conculcando el propio tratado sobre el euro tan solemnemente adoptado.
Una vez acallados los ruidos de la batalla, una vez que el Presidente francés Chirac hubo terminado de alardear de la manera con la que había impuesto la sustitución de Duisenberg por Trichet dentro de cuatro años y el ministro de Finanzas alemán, Weigel, dejara de contestarle que el holandés, preferido por Bonn, podría quedarse los ocho años «si así lo deseaba», un silencio embarazoso cayó sobre las capitales europeas. ¿Cómo explicar esa repentina recaída en el espíritu nacionalista «de prestigio», tan anacrónico según dicen? ¿Por qué Chirac puso en peligro la ceremonia de introducción de la moneda común sin más razón que la de poner a un compatriota suyo en la dirección de un banco, un compatriota que tiene además fama de ser un «clónico» de Tietmeyer, presidente del Bundesbank?
¿Por qué tardó tanto Kolh en hacer una pequeña concesión sobre semejante problema? ¿Por qué lo han criticado tanto en Alemania por el compromiso que ha aceptado? ¿Y por qué las demás naciones presentes, las cuales, por lo visto, habían apoyado unánimemente a Duisenberg, aceptaron esa agria pendencia?
Tras haberse devanado los sesos, la prensa burguesa ha llegado a una explicación o más bien a varias explicaciones. En Francia, la responsabilidad del contratiempo de Bruselas se atribuye a la arrogancia de los alemanes. En Alemania se achaca al ego nacional abotargado de los franceses; en Gran Bretaña se imputa a la locura de los continentales, incapaces de contentarse con su sus buenas monedas de siempre.
¿No serán ya esas excusas y «explicaciones» la prueba de que lo que se jugaba en la cumbre Bruselas era un verdadero conflicto de intereses nacionales? La introducción de la moneda única no significa, ni mucho menos, que se vaya a limitar la competencia económica entre los capitales nacionales que participan en ella. Al contrario, se van a intensificar las rivalidades. El conflicto entre «esos grandes amigos» que son Kohl y Chirac expresa sobre todo la inquietud de la burguesía francesa ente el reforzamiento económico y político, frente a la agresividad del «compadre» alemán. El auge económico e imperialista de Alemania es una realidad brutal que no puede sino alarmar al «socio» francés, por muy prudente que sea la diplomacia de Kohl. En efecto, éste, previendo su probable retiro de canciller, ha hecho pasar el mensaje siguiente a sus sucesores: «La expresión «liderazgo alemán» en Europa debe ser evitada, pues podía llevar a la acusación de que estamos intentando ser hegemónicos» ([1]).
La agresividad creciente del capitalismo alemán
Mayo de 1998 ha sido testigo, de hecho, de dos concreciones importantes de la voluntad de Alemania de imponer medidas económicas con las que asegurar la posición dominante del capitalismo alemán a expensas de sus rivales más débiles.
La primera ha sido la organización de la moneda europea. El euro fue en su origen un proyecto francés impuesto a Kohl por Mitterrand a cambio del consentimiento francés a la unificación alemana. En aquella época, la burguesía francesa temía, con razón, que el Banco federal de Francfort no utilizara el papel dominante del marco, mediante una política de tipos de interés altos, para obligar a toda Europa a participar en la financiación de la unificación alemana. Pero cuando Alemania puso finalmente todo su peso en ese proyecto (y sin él, el euro no habría existido nunca), lo que surgió fue una moneda europea que corresponde a los conceptos y a los intereses de Alemania y no a los de Francia.
Como escribía el diario Frankfurter Allgemeine, portavoz de la burguesía alemana, tras la cumbre de Bruselas: «La independencia del Banco central europeo, su instalación en Francfort, el pacto de estabilidad de apoyo a la unión monetaria, el rechazo al “gobierno económico” como contrapeso político al Banco central... en última instancia, Francia ha sido incapaz de imponer ni una sola de sus exigencias. Hasta el nombre de la moneda única inscrito en el Tratado de Maastricht, el “ecu” –que recuerda el nombre de una moneda histórica de Francia– ha sido abandonado en el camino de Bruselas por el más neutro de “euro”. (...) Francia se encuentra así, en lo que a sus conceptos y prestigio políticos se refiere, con las manos vacías. Chirac ha hecho de malo en Bruselas para intentar borrar, al menos parcialmente, esa impresión» (5/05/98).
La segunda manifestación importante reciente de la agresividad de la expansión económica alemana está demostrada por las operaciones internacionales de compra de empresas realizadas por los principales constructores de automóviles alemanes. La fusión de Daimler-Benz y Chrysler va a hacer de ellos el tercer gigante mundial del automóvil. Incapaz de sobrevivir como tercer constructor americano independiente frente a General Motors y Ford, habiendo ya sido salvado de la quiebra por el Estado americano durante la presidencia de Carter, a Chrysler no le quedaba otra opción que la de aceptar la oferta alemana, incluso a sabiendas de que eso proporciona a Daimler, que ya es la empresa principal alemana de armamento y aeronáutica, un acceso a los intereses de Chrysler en el armamento de EEUU y en los proyectos de la NASA. No estaba seca la tinta de esa firma cuando ya Daimler anunciaba su intención de comprar Nippon Trucks. Aunque Daimler es el primer constructor mundial de camiones, sólo posee el 8 % del importante mercado asiático. También aquí está la burguesía alemana en posición de fuerza. En efecto, aunque el Estado japonés sabe que el gigante de Stuttgart tiene la intención de utilizar esa compra para incrementar su parte en el mercado asiático de camiones hasta 25 % y... a expensas de Japón, le es difícil impedir ese acuerdo a causa de la quiebra irremediable que golpea a la que fue orgullosa compañía Nippon Trucks.
Y para completar ese cuadro, la pelea sobre la compra del británico Rolls Royce de Vickers lo es exclusivamente entre dos empresas alemanas, lo cual pone, sin duda, a los honorables accionistas de Vickers ante una «dolorosa» alternativa histórica. Venderse a BMW es casi casi un sacrilegio si se recuerda la batalla de Inglaterra de 1940, en la que la Royal Air Force, equipada con motores Rolls Royce, repelió la Luftwaffe alemana cuyo proveedor era ese mismo BMW. «La idea de que BMW posea Rolls Royce me rompe el alma» ha declarado uno de esos venerables gentlemen a la prensa alemana. Por desgracia, la otra opción era Volkswagen, empresa creada por los nazis, lo cual obligaría a la Reina de Inglaterra a desplazarse en el «coche del pueblo».
Todo eso no es más que el inicio de un proceso que no va a limitarse a la industria automovilística. El Gobierno francés y la Comisión europea de Bruselas acaban de ponerse de acuerdo sobre un plan de salvamento del Crédit lyonnais, uno de los primeros bancos franceses. Uno de los objetivos principales de ese plan es impedir que las partes más lucrativas de ese banco caigan en manos alemanas ([2]).
Durante la guerra fría, Alemania, nación capitalista importante, estaba dividida, ocupada militarmente y poseía una soberanía estatal parcial. No tenía la posibilidad política de desarrollar una presencia internacional de sus bancos y sus empresas, una presencia que hubiera correspondido a su poderío industrial. Con el desmoronamiento en 1989 del orden mundial surgido de Yalta, la burguesía alemana no vio ninguna razón para seguir soportando esa situación en todo lo referente a finanzas y negocios. Los acontecimientos recientes han confirmado que los tan demócratas sucesores de Alfred Krupp y Adolf Hitler son tan capaces como sus predecesores de abrirse paso a codazos entre sus rivales. No es de extrañar que sus «amigos» y «socios» capitalistas estén tan furiosos.
El euro, instrumento contra la tendencia a «cada uno para sí»
Kohl entendió antes que sus colegas alemanes que el hundimiento de los bloques imperialistas, pero también la inquietud producida por la unificación alemana podrían provocar una oleada de proteccionismo que había sido contenida gracias a la disciplina impuesta en el bloque occidental. Estaba claro que Alemania, principal potencia industrial de Europa y campeona de la exportación, corría el riesgo de volverse una de las principales víctimas de aquella posible tendencia.
Lo que hizo adherirse a la posición de Kohl a la mayoría de la burguesía alemana –tan orgullosa de su marco alemán y tan asustada por la inflación ([3])– fue la crisis monetaria europea de agosto de 1993, que, de hecho, ya se había iniciado un año antes cuando Gran Bretaña e Italia abandonaron el Sistema monetario europeo (SME). La crisis vino provocada por una importante especulación internacional sobre las monedas, la cual no es sino la expresión de la crisis de sobreproducción crónica y general del capitalismo. Esto casi desemboca en la explosión del SME que había sido instaurado por Helmut Schmidt y Giscard d'Estaing para impedir las fluctuaciones incontroladas e imprevisibles de las monedas con el riesgo de paralizar el comercio en Europa. Ese sistema apareció entonces como algo inadecuado ante el avance de la crisis. Además, en 1993, la burguesía francesa –a menudo más capaz de determinación que de sentido común– propuso, a espaldas de Alemania, sustituir el marco por el franco francés como moneda de referencia de Europa. Esta propuesta era, evidentemente, descabellada y obtuvo un sonado rechazo por parte de sus «socios», especialmente por parte de Holanda (o sea de... Duisenberg). Todo ese montaje convenció a la burguesía alemana del peligro que contenía la tendencia incontrolada de «cada uno para sí». Esto hizo que se pusiera del lado de su Canciller. La moneda común fue pues concebida como algo que hiciera imposibles las fluctuaciones monetarias entre los diferentes «socios comerciales» europeos y poder así atajar la tendencia hacia el proteccionismo y el hundimiento del comercio mundial. En fin de cuentas, Europa es, con EEUU, el centro principal del comercio mundial. Pero, contrariamente a Estados Unidos, Europa está dividida en múltiples capitales nacionales. Y como tal es, potencialmente, un eslabón débil del comercio mundial. Hoy, incluso los mejores abogados de la «Europa unida» como la CDU y el SPD en Alemania, admiten que «no existe alternativa a la Europa de las patrias» ([4]). Y sin embargo, se instaura el euro para limitar los riesgos a nivel del comercio mundial. Por eso es por lo que el euro es apoyado por la mayoría de los fracciones de la burguesía, y eso no sólo en Europa, sino también en Norteamérica.
Entonces, si ese apoyo general al euro existe ¿de dónde viene ese agudizamiento de la competencia capitalista? ¿Dónde estaría ese interés particular de la burguesía alemana? ¿Por qué la visión alemana del euro sería la expresión de su autodefensa agresiva a expensas de sus rivales? En otras palabras ¿por qué disgusta tanto a Chirac?
Euro: los más fuertes imponen sus reglas a los más débiles
Es un hecho de sobras conocido que en los últimos treinta años, la crisis ha afectado a la periferia del capitalismo más rápida y brutalmente que al corazón del sistema. No hay, sin embargo, nada de natural ni de automático en ese curso de los acontecimientos. La acumulación más importante y explosiva de las contradicciones capitalistas, se encuentra, precisamente, en el centro del sistema. Por eso, el que los dos países capitalistas más desarrollados, Estados Unidos y Alemania, fueran, tras lo de 1929, las primeras víctimas y las más brutalmente afectadas por la crisis mundial, es algo que se corresponde mucho más con el curso espontáneo y natural del capitalismo decadente. Durante las décadas pasadas, hemos podido ver, uno tras otro, el hundimiento económico de Africa, de Latinoamérica, de Europa de Este y Rusia y, más recientemente, del Sudeste asiático. El mismo Japón empieza a tambalearse. Norteamérica y Europa del Oeste, especialmente EEUU y Alemania, han sido, a pesar de todo, los más capaces en resistir. Y lo han sido porque, en cierta medida, han sido capaces de impedir la tendencia a «cada uno para sí», tendencia dominante en los años 30. Han resistido mejor porque han sido capaces de imponer sus reglas de conducta en la competencia capitalista, y esas reglas existen para asegurar la supervivencia de los más fuertes. En el naufragio actual del capitalismo, esas reglas permiten empezar a tirar por la borda a los «piratas» más débiles. La burguesía presenta esas reglas como la receta que permitirá civilizar, pacificar y hasta eliminar la competencia entre las naciones, cuando en realidad son los medios más brutales para organizar la competencia en beneficio de los más fuertes. Mientras existía su bloque imperialista, sólo EEUU imponía las reglas. Hoy, aunque Estados Unidos sigue dominando económicamente a nivel mundial, en Europa es Alemania la que dicta cada día más la ley, imponiéndose a expensas de Francia y de los demás. A largo plazo, esta situación llevará a Alemania a encontrarse frente a los propios Estados Unidos.
El conflicto europeo sobre el euro
Es cierto que la moneda común europea sirve los intereses de todos sus participantes. Pero eso es sólo una parte de la realidad. Para los países más débiles, la protección que ofrece el euro puede compararse a la generosa protección que la Mafia ofrece a sus víctimas. Frente a la potencia de exportación superior de Alemania, la mayoría de sus rivales europeos han solido recurrir, en los últimos treinta años, a devaluaciones monetarias, como así ocurrió con Italia, Gran Bretaña o Suecia, o, cuando menos, a una política de estímulo económico y de moneda débil como ha ocurrido con Francia. En este país, el concepto de política monetaria «al servicio de la expansión económica» no ha sido una doctrina de Estado de menor entidad que el «monetarismo» del Bundesbank. A principios de los años 30, esas políticas, especialmente las devaluaciones bruscas, estaban entre las armas favoritas de las diferentes naciones europeas a expensas de Alemania. Bajo la nueva ley germánica del euro esas políticas ya no son posibles. En el centro de ese sistema hay un principio que a Francia le cuesta mucho digerir. Es el principio de la independencia del Banco central europeo, lo cual significa dependencia de la política y del apoyo de Alemania.
Los países más débiles –Italia es un ejemplo clásico– tienen escasos medios para mantener un mínimo de estabilidad fuera de la zona Euro, sin acceso a los capitales, a los mercados o a los tipos de interés más baratos que ofrece el mercado. Gran Bretaña y Suecia, relativamente más competitivas que Italia, y menos dependientes de la economía alemana que Francia y Holanda, son capaces de mantenerse más tiempo fuera del euro. En el interior de las murallas protectoras del euro, los demás han perdido algunas de sus armas en beneficio de Alemania.
Alemania podía llegar a un compromiso sobre lo de Trichet y la presidencia del Banco central europeo. Pero sobre la organización del euro o sobre la expansión internacional de sus bancos y su industria, no ha aceptado ningún compromiso. Y no podía ser de otra manera. Alemania es el motor de la economía europea. Pero después de treinta años de crisis abierta, incluso Alemania es un «hombre enfermo» de la economía mundial. Su dependencia del mercado mundial es enorme ([5]). Su importante masa de desempleados se está acercando a la de los años 30. Y le queda un arduo problema más por resolver: los astronómicos costes, económicos y sociales, de la unificación. Es la crisis de sobreproducción irreversible del capitalismo decadente lo que está zarandeando el corazón mismo de la economía alemana, obligándola, como a los demás gigantes del capitalismo, a combatir despiadadamente por su propia supervivencia.
Kr, 25/05/1998
[1] Declaraciones de Kohl en una reunión de la comisión parlamentaria de la Bundestag sobre finanzas y negocios de la Unión europea, del 21/04/97.
[2] Vale la pena recordar el papel importante desempeñado por el tan respetable Trichet en el asunto del Crédit lyonnais: ocultar al público la bancarrota de ese banco durante varios años.
[3] La burguesía alemana no ha olvidado 1929, ni tampoco 1923 cuando el Reichsmark (el marco de entonces) no valía ni siquiera «un trozo de papel higiénico».
[4] La división del mundo en capitales nacionales competidores sólo podrá ser superada por la revolución proletaria mundial.
[5] Alemania ha exportado por valor de 511 mil millones de $ en 1997, segundo detrás de EEUU (688 mil millones) y bastante más que Japón con 421 mil millones de $ (OCDE).