El proletariado ante la guerra

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La guerra del Golfo ha venido a recordar, y con qué brutalidad, que el capitalismo es la guerra. La responsabilidad histórica de la clase obrera mundial, única fuerza capaz de oponerse al capital, ha aparecido con mayor relieve todavía. Para asumir esa responsabilidad, sin embargo, la clase revolucionaria debe reapropiarse su propia experiencia teórica y práctica de lucha contra el capital y la guerra. En esta experiencia volverá a encontrar la confianza en su capacidad revolucionaria, volverá a encontrar los medios para llevar a cabo su combate.

El proletariado frente a la guerra del Golfo: el reto de la situación histórica

La clase obrera ha sufrido la guerra del Golfo como una matanza de una parte de sí misma, pero también como un brutal mazazo, como una bofetada monumental que la clase dominante le ha atizado.

Las relaciones de fuerza entre proletariado y clase dominante local no son las mismas en las dos partes beligerantes.

En Irak, el gobierno ha enviado al contingente, a los obreros, a los campesinos y a sus hijos (con 15 años a veces). La clase obrera es allí minoritaria, anegada en una población agrícola o medio marginal en los suburbios. No posee prácticamente ninguna experiencia histórica de lucha contra el capital. Y sobre todo, la ausencia de luchas lo suficientemente significativas por parte de los proletarios de los países más industrializados le impide imaginar la menor posibilidad de un verdadero combate internacionalista. Le ha sido así imposible resistir al alistamiento ideológico y militar que la ha obligado a ser la carne de cañón para las ansias imperialistas de su burguesía. La superación de los mitos nacionalistas o religiosos entre los trabajadores de esas regiones depende ante todo de la afirmación internacionalista, anticapitalista de los proletarios de los países centrales.

En las metrópolis imperialistas como Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia, la situación es diferente. La burguesía ha tenido que enviar a la carnicería un ejército de profesionales. ¿Por qué? Porque la relación de fuerzas entre las clases es diferente. La clase dominante sabe que los proletarios no están dispuestos a pagar, una vez más, el impuesto de la sangre. Desde los años 60, desde la reanudación de las luchas que se inició con las huelgas masivas en Francia en 1968, la clase obrera más antigua del mundo -que ha tenido que soportar ya dos guerras mundiales- ha ido albergando la mayor desconfianza hacia los políticos de la burguesía y sus promesas, así como hacia las organizaciones supuestamente «obreras» (partidos de izquierda y sindicatos) encargadas de su encuadramiento. Esa combatividad, esa separación respecto a la ideología dominante es lo que ha impedido que hasta ahora no se haya producido una tercera guerra mundial y que tampoco esta vez los proletarios fueran alistados en un conflicto imperialista.

Sin embargo, y los hechos lo demuestran, eso no basta para impedir que el capitalismo haga la guerra. Si la clase obrera tuviera que contentarse con esa especie de resistencia implícita, el capital acabaría poniendo a sangre y fuego el planeta entero hasta acabar sumiendo a los principales centros industriales.

Frente a la guerra imperialista, el proletariado demostró en el pasado, durante la ola revolucionaria de 1917-23 que puso fin a la Primera Guerra mundial, que era la única fuerza capaz de oponerse a la barbarie guerrera del capitalismo decadente. La burguesía hace todo lo posible para que aquél se olvide de lo que fue capaz de hacer, para que quede encerrado en un sentimiento de impotencia, en especial mediante la enorme campaña en torno al desmoronamiento del estalinismo en la URSS y en los países del Este y las mentiras que ha acarreado y que se resumen en dar a entender que la lucha obrera revolucionaria sólo puede terminar en el gulag y en el militarismo más totalitario.

Para el proletariado de hoy, «olvidarse» de quién es, de su naturaleza revolucionaria, es ir hacia el suicidio arrastrando consigo a la humanidad entera. En manos de la clase capitalista, la sociedad humana va al desastre definitivo. La barbarie tecnológica de la guerra del Golfo acaba de recordárnoslo. Si el proletariado, productor de lo esencial de las riquezas incluidas las armas más destructoras, se dejara embrutecer por las sirenas pacifistas y sus himnos hipócritas sobre la posibilidad de un capitalismo sin guerras, si se dejara devorar por ese ambiente viciado en el que predomina la mentalidad de «cada cual por su cuenta», si no consiguiera volver a encontrar el camino de su lucha revolucionaria contra el capitalismo como sistema, la especie humana está condenada definitivamente a la barbarie y a la destrucción. «Guerra o revolución. Socialismo o barbarie», más que nunca, es así como se plantea la cuestión.

Más que nunca antes, es indispensable, es urgente, que el proletariado vuelva a hacer suya su lucidez histórica y su experiencia resultantes de dos siglos de lucha contra el capital y sus guerras.

La lucha del proletariado contra la guerra

 Al ser la clase portadora del comunismo, el proletariado es la primera clase de la historia que puede considerar la guerra de otro modo que como una plaga inevitable. Desde su nacimiento, el movimiento obrero afirmó su oposición general a las guerras capitalistas. El Manifiesto Comunista, cuya aparición en 1848 corresponde a las primeras luchas en las que se afirma el proletariado como fuerza independiente en la historia, no deja ambigüedad al respecto: «Los trabajadores no tienen patria... ¡Proletarios de todos los países, uníos!».

 El proletariado y la guerra en el siglo XIX

La actitud de las organizaciones políticas proletarias respecto a la guerra ha sido, lógicamente, diferente según los períodos históricos. En el siglo XIX, ciertas guerras capitalistas tenían todavía un carácter progresista antifeudal o permitían, mediante la formación de nuevas naciones, el desarrollo de las condiciones necesarias para la futura revolución comunista. Es así como la corriente marxista, en varias ocasiones, optó por pronunciarse en favor de la victoria de tal o cual campo en alguna guerra nacional, o apoyar la lucha de liberación nacional de ciertas naciones (por ejemplo, la de Polonia contra el imperio ruso, baluarte del feudalismo en Europa).

En todos los casos, sin embargo, el movimiento obrero ha considerado la guerra como una plaga capitalista cuyas primeras víctimas son las clases explotadas. Hubo importantes confusiones a causa de la inmadurez de las condiciones históricas y, después, a causa del peso del reformismo en su seno. Así, en la época de la fundación de la Iª Internacional (1864) se creía haber encontrado un medio para suprimir las guerras exigiendo que se suprimieran los ejércitos permanentes y se sustituyeran por milicias populares. Esta posición fue criticada en el seno de la propia Internacional, la cual afirmaba ya en 1867: «no basta con suprimirlos ejércitos permanentes para acabar con la guerra, sino también es necesaria la transformación de todo el orden social». La Segunda Internacional, fundada en 1889, también se pronuncia sobre las guerras en general. Pero es entonces la época dorada del capitalismo y del desarrollo del reformismo. Su primer congreso retoma la antigua consigna de «sustitución de los ejércitos permanentes por milicias». En el congreso de Londres de 1896, una resolución sobre la guerra afirma que «la clase obrera de todos los países debe oponerse a la violencia provocada por las guerras ». En 1890, los partidos de la Internacional han crecido, habiendo obtenido incluso diputados en los parlamentos de las principales naciones. Se afirma solemnemente un principio: «los diputados socialistas de todos los países están obligados a votar contra todos los gastos militares, navales, y contra todas las expediciones coloniales».

 En realidad, la cuestión de la guerra no se plantea todavía con toda su fuerza. Aparte de las expediciones coloniales, el período entre ambos siglos está todavía marcado por la paz entre las principales naciones capitalistas. Son los buenos tiempos de la belle epoque. Cuando ya están madurando las condiciones que van a llevar a la Primera Guerra mundial, el movimiento obrero parece ir saltando de conquista social en triunfo parlamentario, apareciendo para muchos la cuestión de la guerra como algo puramente teórico.

 «Todo eso explica -y esto lo escribimos según una experiencia vivida- que nosotros, los de la generación que luchó antes de la guerra imperialista de 1914, hemos podido quizás considerar el problema de la guerra más como lucha ideológica que como peligro real e inminente: el desenlace de conflictos agudos, sin recurrir a las armas, como los de Fachoda o Agadir, había influido en nosotros en el sentido de creernos engañosamente que gracias a la "interdependencia" económica, a los lazos cada día más numerosos y estrechos entre países, se había formado así una defensa segura contra la aparición de guerras entre potencias europeas y que el aumento de los preparativos militares de los diferentes imperialismos, en lugar de llevar a la guerra, corroboraba el principio romano de "si vis pacem para bellum"; si quieres la paz; prepara la guerra» (Gatto Mamonne, en Bilan nº 21, 1935)[1]-

Las condiciones de aquel período de auge histórico del capitalismo, el desarrollo de los partidos de masas con sus parlamentarios y sus enormes aparatos sindicales, las re-formas reales arrancadas a la clase capitalista, todo ello favorecía el desarrollo de la ideología reformista en el movimiento obrero y de su corolario, el pacifismo. La ilusión de un capitalismo sin guerras se apodera de las organizaciones obreras.

Contra el reformismo surge una izquierda que mantiene los principios revolucionarios, que comprende que el capitalismo está entrando en su fase de decadencia imperialista. Rosa Luxemburgo y la fracción bolchevique del partido socialdemócrata ruso mantienen y desarrollan las posiciones revolucionarias sobre la cuestión de la guerra. En 1907, en el congreso de la Internacional, en Stuttgart, logran que se adopte una enmienda que cierra la puerta a los conceptos pacifistas. Tal enmienda dice que no basta luchar contra la posibilidad de una guerra o hacer que cese lo más rápidamente posible, sino que además, durante tal guerra, se trata de «sacar a toda costa partido de la crisis económica y política para que se subleve el pueblo y precipitar así la caída de la dominación capitalista».

En 1912, bajo la presión de esa misma minoría, el congreso de Basilea denuncia la futura guerra europea como «criminal» y «reaccionaria», la cual no podía sino «acelerar la caída del capitalismo acarreando obligatoriamente la revolución proletaria».

A pesar de todas esas tomas de posición, dos años más tarde, cuando estalla la Primera Guerra mundial, la Internacional se desmorona. Profundamente carcomidas por el reformismo y el pacifismo, las direcciones de los diferentes partidos nacionales se alinearon con sus burguesías en nombre de la «defensa contra el agresor». Los parlamentarios socialdemócratas votan los créditos de guerra.

Sólo ya las minorías, presentes en los principales partidos, agrupadas en particular en torno a los espartaquistas alemanes y los bolcheviques rusos, van a seguir el combate contra la guerra.

La lucha revolucionaria pone fin a la Primera Guerra mundial

Las fuerzas revolucionarias se ven reducidas a la más simple expresión. Cuando se encuentran por vez primera en la conferencia internacional de Zimmerwald (1915), Trotski puede bromear diciendo que los representantes revolucionarios del proletariado cabían en unos cuantos taxis. Lo cual no quitó que su posición internacionalista intransigente, su perspectiva de que la revolución habría de surgir de la guerra, y que sólo la revolución podría acabar con la barbarie desencadenada, se vio corroborada por los acontecimientos. Ya en 1915 estallan las primeras huelgas obreras contra las privaciones impuestas por la guerra, en especial en Inglaterra. En 1916, en Alemania y Rusia, pese a la represión implacable, se oyen los combates de la clase obrera. En febrero de 1917, a partir de una manifestación de mujeres obreras contra las dificultades para abastecerse, se inicia en Rusia la primera ola revolucionaria internacional del proletariado.

No se trata aquí de contar, ni siquiera a grandes rasgos, la historia de los combates que lograron poner fin a la carnicería imperialista gracias a la toma del poder por los soviets obreros en Octubre de 1917 en Rusia y la insurrección del proletariado alemán en 1918-19. Nos importa ahora poner de relieve dos enseñanzas fundamentales de aquella experiencia.

La primera es que, contra todo lo que destila la burda propaganda de la burguesía, las clases explotadas no son impotentes ni están desarmadas frente al capital y su guerra. Si el proletariado logra unificarse conscientemente, si consigue recobrar la enorme fuerza que en sí mismo lleva, entonces sí que es capaz, no sólo de impedir la guerra capitalista, sino también de desarmar el poder del capital y desintegrar su fuerza armada. La oleada revolucionaria internacional que marcó el final de la Primera Guerra mundial fue la prueba práctica de que los combates de la clase obrera son la única fuerza capaz de impedir la barbarie guerrera del capitalismo decadente, son la única fuerza revolucionaria en esta sociedad.

La segunda enseñanza concierne a la relación entre la lucha del proletariado en los lugares de trabajo y la de los soldados en los cuarteles y en el frente. Por importante que hubiera sido el papel de los soldados en el frente y en los cuarteles, por significativas que fueran las confraternizaciones entre soldados alemanes y rusos en las trincheras de la Primera Guerra mundial, no por ello fueron el cogollo de la revolución que acabó con la guerra; fueron un momento de ella. Estas acciones estuvieron precedidas por toda una fermentación en las fábricas con huelgas y manifestaciones contra las consecuencias de la guerra. Las deserciones de soldados no llegaron a ser verdaderamente masivas y las acciones contra los oficiales verdaderamente determinantes más que cuando se inscribieron en el movimiento proletario que estaba sacudiendo el poder de la burguesía en sus centros políticos y económicos. Sin lucha política masiva, revolucionaria, de la clase obrera, no puede haber verdadera lucha contra la guerra capitalista.

El proletariado no pudo impedir la Segunda Guerra mundial

Durante la Segunda Guerra mundial, por muchas que fueran las esperanzas de las minorías revolucionarias, pese a las luchas obreras que marcaron su final en especial en Italia, Alemania y Grecia, el proletariado no logró reanudar su lucha revolucionaria. La razón fundamental fue que la clase obrera no había sido capaz de recuperarse de la derrota física y política que hubo de soportar entre la contrarrevolución socialdemócrata y estalinista de los años 20 y 30.

La derrota de la revolución alemana en 1919-23, el aislamiento y su consiguiente degeneración de la revolución rusa tuvieron consecuencias trágicas para el movimiento obrero entero. La forma misma de la contrarrevolución en Rusia en los años 20-30, el estalinismo, fue una muy especial fuente de confusión inextricable. La contrarrevolución triunfó vestida de revolución.

Las luchas de los obreros de España en 1936, pese a una combatividad ejemplar, fueron desviadas al terreno del antifascismo y de defensa de la república burguesa. A escala internacional, el fascismo y el antifascismo (sobre todo los Frentes populares de los partidos de izquierda) se repartieron la faena del enrolamiento de los proletarios con el terror o con las mentiras que presentaban a la democracia burguesa como una conquista de los obreros que éstos debían defender en detrimento de sus intereses de clase. Cuando estalla la guerra mundial, el proletariado está ideológicamente encuadrado por la burguesía. Ésta, una vez más, lo transforma en carne de cañón, sin que aquél tenga los medios para recuperar su conciencia de clase y su capacidad para resistir y organizarse. Los horrores de la guerra no serán suficientes para que vuelva a abrir los ojos y vuelva a encontrar el camino del combate revolucionario.

También hubo la experiencia adquirida por la burguesía desde la Primera Guerra mundial. En 1917-18, la burguesía europea había sido «sorprendida» por la lucha revolucionaria del proletariado. Esta vez, tiene en la mente, desde el principio y sobre todo al final del conflicto, el recuerdo del pánico que había pasado 25 años antes. Es con la más cínica de las conciencias que Churchill, en 1943, deja que el gobierno fascista, apoyado por el ejército alemán, reprima los levantamientos obreros en Italia; que Stalin, inmovilizando a sus ejércitos a las puertas de Varsovia, deja que los nazis aplasten el levantamiento de la población de la ciudad; que las fuerzas aliadas, tras la capitulación de la burguesía alemana y en estrecha colaboración con ella, guardan a los prisioneros alemanes fuera de Alemania para evitar la mezcla explosiva que hubiera provocado su encuentro con la población civil. El exterminio sistemático de la población de los barrios obreros con los bombardeos aliados en Alemania (Hamburgo, Dresde, dos veces más muertos que en Hiroshima) al final de la guerra, lo que menos tenían era objetivos militares.

Durante la Segunda Guerra mundial, la burguesía se las vio con generaciones proletarias cuya fuerza revolucionaria había quedado profundamente quebrada por la más honda de las contrarrevoluciones de su historia. Y además se las arregló para evitar el mínimo riesgo.

La guerra tuvo en el proletariado mundial el efecto de un nuevo aplastamiento, una aniquilación de la que tardará años en levantar cabeza.

La reanudación de la lucha de clases desde 1968

Desde la Segunda Guerra mundial, el mundo no ha conocido un minuto de paz. En conflictos locales fundamentalmente, guerra de Corea, guerras árabe-israelí, y también las pretendidas luchas de no se sabe qué liberación nacional (Indochina, Argelia, Vietnam, etc.), las principales potencias imperialistas han continuado enfrentándose militarmente. La clase obrera no ha podido hacer otra cosa que soportar esas guerras al igual que los demás aspectos de la vida del capitalismo.

Pero con las huelgas masivas de 1968 en Francia y las luchas que le siguieron en Italia, en 1969, en Polonia, en 1970, y en la mayoría de los países, el proletariado ha vuelto al ruedo de la historia. Al encontrar la vía del combate masivo en su terreno de clase, se ha ido quitando de encima el peso de la contrarrevolución. En el momento mismo en el que la crisis capitalista, provocada por el final de la reconstrucción, empujaba al capital mundial hacia su salida de una tercera guerra mundial, la clase obrera se desgaja lenta pero suficientemente de la ideología dominante, haciendo imposible el alistamiento inmediato para una tercera guerra mundial.

Hoy, 20 años después de aquella situación bloqueada en la que la burguesía no pudo provocar su «solución» apocalíptica generalizada, pero en la que el proletariado tampoco ha tenido la fuerza suficiente para imponer su solución revolucionaria, el capitalismo está viviendo su descomposición engendrando un nuevo tipo de conflicto, cuya primera gran concreción ha sido la guerra del Golfo.

Para la clase obrera mundial, y la de los principales países industrializados en especial, la advertencia es diáfana: o consigue desarrollar sus combates hasta su resultado revolucionario o, si no, la dinámica guerrera del capitalismo en descomposición, de guerra «local» en guerra «local», acabará poniendo en peligro la supervivencia misma de la humanidad.

¿Cómo luchar hoy contra la guerra?

Y para empezar, hablemos de lo que debe rechazar la clase obrera.

El pacifismo es igual a impotencia

Antes de la guerra del Golfo, como antes de la Primera y Segunda guerras mundiales, junto a la preparación de su armamento material, junto al descerebramiento belicista, la burguesía también afiló esa otra arma que es el pacifismo.

Lo que define al «pacifismo» no es la reivindicación de la paz. Todo quisque quiere paz. Los propios matachines proguerra no paran de cacarear que si quieren guerra es para mejor restablecer la paz. Lo que define al pacifismo es que pretende luchar por la paz, en sí, sin tocar los cimientos mismos del poder capitalista. Los proletarios que, con su lucha revolucionaria en Rusia y en Alemania, acabaron con la Primera Guerra mundial, también querían la paz. Pero si consiguieron llevar a cabo su combate fue porque lo plantearon no junto con los «pacifistas» sino a pesar de ellos y contra ellos. En cuanto resultó evidente que únicamente lucha revolucionaria permitía hacer cesar la carnicería imperialista, los trabajadores de Rusia y Alemania se vieron enfrentados no sólo a los «halcones» de la burguesía sino también, y sobre todo, a toda la ralea de pacifistas de la primera hora, a los «mencheviques», a los «socialistas revolucionarios», a los socialdemócratas que, con las armas en la mano, defendían lo que más amaban: el orden capitalista.

La guerra no existe «en sí», fuera de las relaciones sociales, fuera de las relaciones entre las clases. En el capitalismo decadente, la guerra no es sino un momento de la vida del sistema y no puede haber lucha contra la guerra que no sea lucha contra el capitalismo. Pretender luchar contra la guerra sin luchar contra el capitalismo es condenarse a la impotencia. Hacer inofensiva para el capital la revuelta de los explotados contra la guerra, ésa ha sido siempre la finalidad del pacifismo.

Sobre los manejos del pacifismo, la historia nos da ejemplos de lo más edificante. La misma faena que hoy estamos viendo, ya la denunciaban los revolucionarios hace más de 50 años con la mayor de las energías: «La burguesía necesita precisamente que, con frases hipócritas sobre la paz, los obreros abandonen la lucha revolucionaria», decía Lenin en marzo de 1916. El uso del pacifismo no ha cambiado: «En eso estriba la unidad de principios de los social-patriotas (Plejánov, Scheidemann) y de los social-pacifistas (Turati, Kautsky): tanto unos como los otros, objetivamente hablando, son los servidores del imperialismo: aquéllos lo sirven presentando la guerra imperialista como "defensa de la patria", éstos sirven al mismo imperialismo disfrazando, con frases sobre la paz democrática, la paz imperialista que hoy se anuncia. La burguesía imperialista necesita lacayos de ambas cataduras, de uno y otro matiz: necesita a los Plejánov para que animen a las pueblos a degollarse gritando: "Abajo los invasores”; necesita a Kautsky para consolar y calmar a las masas irritadas con himnos y alabanzas en honor de la paz» (Lenin, enero de 1917).

Lo que era cierto cuando la Primera Guerra mundial se ha confirmado invariablemente desde entonces. Hoy tam­bién, ante la guerra del Golfo, en todas las potencias beligerantes, la burguesía ha puesto en marcha la máquina pacifista. Partidos o fracciones de partidos políticos «responsables», o sea que han dado buenas pruebas de fidelidad absoluta al orden burgués (participando en gobiernos, saboteando huelgas y otras formas de lucha de las clases explotadas, o que han hecho la función de banderines de enganche en guerras pasadas), se han encargado de encabezar los movimientos pacifistas. «¡Pidamos, exijamos, impongamos!»... un capitalismo pacifico. Desde Ramsey Clark (antiguo consejero del presidente Johnson) en EEUU hasta la socialdemocracia alemana, la misma que mandó al proletariado alemán a las trincheras de la Primera Guerra mundial, la misma que se encargó de los asesinatos de las principales figuras del movimiento revolucionario de 1918-19, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, desde las fracciones pacifistas del Partido Laborista británico a las de Chevenement y Cheysson del PS francés, pasando por los PC estalinistas de Francia, Italia y España, junto con sus inevitables acólitos trotskistas, especialistas desde hace lustros en el arte de reclutar carne de cañón, todo ese mundillo se ha puesto a la cabeza de las grandes manifestaciones pacifistas de enero de 1991 en Washington, Londres, Bonn, Roma, París o Madrid. Todos esos patriotas (que defiendan patrias grandes o pequeñas, como Irak por ejemplo, no cambia nada) no creen hoy en la paz ni más ni menos que ayer. Sencillamente hacen el papel del pacifismo: canalizar el descontento y la revuelta provocados por la guerra hacia el callejón sin salida de la impotencia

Tras las firmas de infinitas «peticiones», tras los paseos callejeros, junto a las «buenas conciencias» de la clase dominante, junto a los curas progresistas, a los famosos del espectáculo y demás «amantes de la paz»...capitalista, ¿qué queda en la mente de quienes, sinceramente, se creyeron que ése era un medio para oponerse a la guerra, si no es un sentimiento de inutilidad y amarga impotencia? El pacifismo no ha impedido nunca las guerras imperialistas. No ha hecho sino prepararlas y acompañarlas.

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Y el pacifismo viene casi siempre acompañado de su hermano «radical»: el antimilitarismo. Este se caracteriza en general por el rechazo total o parcial del pacifismo «pacífico». Para luchar contra la guerra, preconiza métodos más radicales, directamente orientados contra la fuerza militar: deserción individual y «ejecución de oficiales» son sus más características consignas. En vísperas de la Primera Guerra mundial, un tal Gustave Hervé fue, en Francia, su representante más conocido. Frente al blando pacifismo reinante en la socialdemocracia reformista, obtuvo cierto eco. Hubo incluso en Tolón, en Francia, un pobre soldado influenciado por el lenguaje «radical» de aquél, que acabó disparando contra su coronel. Todo eso no sirvió para nada... menos para Hervé, el cual acabó siendo, durante la guerra, un asqueroso patriota, apoyando a Clemenceau.

Es evidente que la revolución se concreta en deserciones de soldados de los ejércitos y en lucha contra los oficiales. Pero se trata entonces, como así ocurrió en las revoluciones rusa y alemana, de acciones masivas de soldados que se fundían en la masa de proletarios en lucha. Es absurdo que pueda haber una solución individualista a un problema tan eminentemente social como la guerra capitalista. Se trata en el mejor de los casos de la expresión de la desesperanza suicida de la pequeña burguesía incapaz de comprender el papel revolucionario de la clase obrera, y en el peor de los casos de un atolladero montado a sabiendas por las fuerzas policiacas para reforzar el sentimiento de impotencia frente al problema del militarismo y de la guerra. La disolución de los ejércitos capitalistas no será nunca el resultado de acciones individuales de rebelión nihilista; será el resultado de la acción revolucionaria, consciente, masiva y colectiva del proletariado.

Las condiciones de la lucha obrera hoy

La lucha contra la guerra no puede ser sino lucha contra el capital. Pero las condiciones de esta lucha hoy son radicalmente diferentes de las de los movimientos revolucionarios del pasado. Más o menos directamente, las revoluciones proletarias del pasado estuvieron relacionadas con guerras: la Comuna de París fue el resultado de las condiciones creadas por la Guerra franco-prusiana de 1870; la de 1905 en Rusia respondía a la Guerra ruso-japonesa; la oleada revolucionaria de 1917-23 a la Primera Guerra mundial. Algunos revolucionarios han sacado de ello la conclusión de que la guerra capitalista es una condición necesaria, o al menos muy favorable, para la revolución comunista. Eso era sólo parcialmente verdadero en el pasado. La guerra creaba condiciones que empujaban efectivamente al prole­tariado a actuar revolucionariamente. Pero hay que considerar que eso sólo se produjo en los países vencidos. El proletariado de los países vencedores queda generalmente mucho más sometido ideológicamente a sus clases dirigentes, lo cual contrarresta la indispensable extensión mundial que la supervivencia del poder revolucionario exige. Y además, cuando la lucha logra imponer la paz a la burguesía, se priva con ello de las condiciones extraordinarias que la hicieron surgir[2]. En Alemania, por ejemplo, el movimiento revolucionario después del armisticio se resintió mucho de la tendencia de toda una parte de los soldados que volvían del frente y que no tenían otro deseo que el de disfrutar de una paz tan deseada y tan duramente adquirida.

Hemos visto también cómo, durante la Segunda Guerra mundial, la burguesía supo sacar las lecciones de la Primera y actuar a modo de evitar explosiones sociales revolucionarias.

Pero, sobre todo, y más allá de todas esas consideraciones, si el curso histórico actual se invirtiera, si llegara a haber un día una guerra en la que serían enrolados masivamente los proletarios de las metrópolis imperialistas, se usarían en ella medios de destrucción tan terribles que sería muy difícil, y hasta imposible, la menor confraternización y acción revolucionarias.

Si una lección debe ser retenida por los proletarios de su experiencia pasada es que para luchar contra la guerra hoy, deberán actuar antes de una guerra mundial. Durante ésta sería demasiado tarde.

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El análisis de la situación histórica actual permite afirmar que las condiciones de una nueva situación revolucionaria internacional podrán surgir sin que el capitalismo haya podido enrolar al proletariado de los países centrales en una carnicería generalizada.

El proceso que lleva a una respuesta revolucionaria del proletariado no es ni fácil ni rápido. Quienes hoy se lamentan al no ver al proletariado de los países industrializados responder inmediatamente a la guerra, se olvidan de que se necesitaron tres años de indescriptibles sufrimientos, entre 1914 y 1917, para que consiguiera dar su respuesta revolucionaria. Nadie puede hoy decir cuándo y cómo podrá la clase obrera llevar esta vez su combate a la altura de sus tareas históricas. Lo que sí sabemos es que se enfrenta a dificultades enormes, y entre éstas, no es la menos importante este ambiente de venenosa descomposición que la decadencia avanzada del capitalismo está engendrando, extendiéndose esa mentalidad de «cada uno a lo suyo» y en medio del fétido olor del estalinismo putrefacto. Pero también sabemos que, contrariamente al período de la crisis económica de los años 30, contrariamente a la época de la Segunda Guerra mundial, el proletariado de los países centrales no está ni aplastado físicamente ni derrotado en su conciencia.

El hecho mismo que el proletariado de las grandes potencias no haya podido ser alistado en la guerra del Golfo, obligando a los gobiernos a recurrir a profesionales, las múltiples precauciones que han tenido que usar esos gobiernos para justificar la guerra, son expresión de esa relación de fuerzas.

En cuanto a los efectos de esta guerra en la conciencia de clase, aunque han sido relativamente paralizantes para la combatividad en lo inmediato, también se han plasmado en una reflexión inquieta y profunda sobre los retos históricos.

En esto, la guerra del Golfo se distingue de las guerras mundiales del pasado en algo fundamental: las guerras mundiales ocultaron, ante los proletarios, la crisis económica que las había originado. Durante la guerra, los desempleados desaparecían bajo el uniforme de soldados, las fábricas cerradas volvían a reactivarse para fabricar las armas y las mercancías necesarias para una guerra total, la crisis económica parecía haber desaparecido. Hoy, es muy diferente. En el momento mismo en que la burguesía desencadenaba su infierno en Oriente Medio, su economía, en el corazón de las áreas más industrializadas, se hundía en una recesión sin precedentes... y sin esperanzas de un nuevo Plan Marshall. Hemos asistido simultáneamente a una guerra que ha hecho aparecer claramente la perspectiva apocalíptica que el capitalismo ofrece y a la profundización de la crisis económica. La guerra da la medida del reto histórico que el proletariado tiene ante sí; la crisis crea y seguirá creando las condiciones para que el proletariado, obligado a responder a los ataques, se afirme como clase y se reconozca como tal.

La situación actual es para las generaciones proletarias de hoy un nuevo reto de la historia. Y podrán aceptarlo si saben sacar provecho de los veinte últimos años de luchas reivindicativas en las que han podido enterarse de lo que valen las promesas de los capitalistas sobre el futuro de su sistema; si saben llevar hasta sus últimas consecuencias la desconfianza y el odio que han tenido que desarrollar contra las organizaciones supuestamente obreras (sindicatos, partidos de izquierda) que han saboteado sistemáticamente todos los combates importantes; si saben comprender que su lucha no es sino la continuación de dos siglos de combates de la clase revolucionaria de nuestra era.

Por todo ello, lejos del mundo interclasista del pacifismo y otras trampas nacionalistas, al proletariado no le queda más camino que el de desarrollar sus luchas contra el capital, en su propio terreno de clase.

Un terreno que se define simple y tajantemente como una manera de concebir cada momento de la lucha: batirse como clase, poniendo por delante los intereses comunes a todos los obreros; defender esos intereses de modo intransigente contra los del capital. No es el terreno sindicalista, que divide a los obreros por naciones, regiones, corporaciones...; no es el terreno de sindicatos y partidos de izquierda, los cuales pretenden que la «defensa de los intereses obreros es la mejor defensa de la nación» concluyendo de ello que las obreros deben tener en cuenta, en sus luchas, los intereses de la nación y, por lo tanto, del capital nacional. El terreno de clase se define por la imposible conciliación entre los intereses de la clase explotada los del sistema capitalista moribundo.

El terreno de la clase no tiene fronteras nacionales, sino fronteras de clase. Es de por sí la negación de la base misma de las guerras capitalistas. Es el terreno fértil en el que se desarrolla la dinámica que lleva al proletariado a asumir, a partir de la defensa de sus intereses «inmediatos», la defensa de sus intereses históricos, o sea, la revolución comunista mundial.

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Como tampoco lo son las aberraciones del capitalismo en descomposición, la guerra capitalista no es una fatalidad. Como tampoco lo fueron la sociedad antigua esclavista ni la sociedad feudal, el capitalismo no es un modo de producción eterno. Sólo la lucha por el cambio de esta sociedad, por la construcción de una sociedad verdaderamente comunista, sin explotación ni naciones, podrá librar a la humanidad de la amenaza de desaparecer en medio del fuego y el hierro de la guerra capitalista.

La única manera de luchar contra la guerra es luchar contra el capitalismo. Es ésta la única «guerra» que vale  la pena llevar a cabo.

R. V.


[1] Los trabajadores que como Gatto Mamonne creían ver en la cuestión de la guerra, antes de 1914, un problema «ideológico», se olvidaban (como quienes hace poco se dejaban adormecer por los himnos al «fin de la guerra fría» y a la Europa unida de 1992) de que el desarrollo de la «interdependencia» económica lejos de resolver los antagonismos interimperialistas lo único que hace es agudizarlos más. Se olvidaban de uno de los descubrimientos básicos del marxismo: la contradicción irremediable entra el carácter cada vez más internacional de la producción capitalista y la naturaleza privada, nacional, de la apropiación de esa producción por los capitalistas.

La búsqueda de abastecimientos y de mercados solventes para su producción, lleva inevitablemente a cada capital nacional, sometido a la presión de la competencia, a desarrollar de modo irreversible la división internacional del trabajo. Se desarrolla así, en permanencia, una interdependencia económica internacional de todos los capitales nacionales respecto a otros. Esta tendencia, efectiva desde los primeros tiempos del capitalismo, quedó reforzada con la organización del mundo en bloques tras la Segunda Guerra mundial así como con el desarrollo de empresas llamadas «multinacionales». El capitalismo no puede, sin embargo, abandonar la base de su existencia: la propiedad privada y su organización en naciones. Es más, la decadencia del capitalismo ha estado simultáneamente acompañada del reforzamiento de la tendencia al capitalismo de Estado, o sea, a la dependencia de cada capital nacional respecto al aparato de Estado nacional, convertido en controlador de toda la vida social. Esa contradicción esencial entre producción organizada internacionalmente y mantenimiento de la apropiación por naciones es una de las bases objetivas de la necesidad y de la posibilidad de una sociedad comunista sin propiedad privada ni naciones. Para el capitalismo, en cambio, es un callejón sin salida, sino es la salida del caos y la barbarie guerrera.

[2] «La guerra, sin lugar a dudas, ha desempeñado un papel enorme en el desarrollo de nuestra revolución, desorganizando materialmente al absolutismo; ha dislocado al ejército; ha dado audacia a la masa de quienes dudaban. Pero felizmente no creó la revolución y ha sido una suerte, pues la revolución surgida de la guerra es impotente: es el producto de circunstancias extraordinarias, descansa en una fuerza exterior a ella y, en definitiva, se muestra Incapaz de conservar las posiciones adquiridas» (Trotski, en Nuestra revolución, hablando del papel de la guerra ruso-Japonesa en el estallido de la Revolución de 1905 en Rusia).

 

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