Submitted by Revista Interna... on
En el precedente artículo de esta serie, vimos cómo el futuro bolchevique Trotski no había entendido el significado del nacimiento del bolchevismo y salió en defensa de los mencheviques en contra de Lenin. Examinaremos en este artículo cómo otra gran figura del ala izquierda de la socialdemocracia, Rosa Luxemburg –la que luego afirmaría en 1918 que “el porvenir pertenece al bolchevismo”– también puso su gran talento polémico al servicio de los mencheviques en contra del pretendido “ultracentralismo” de Lenin.
La respuesta de Rosa Luxemburg al libro de Lenin Un paso hacia delante, dos pasos atrás fue publicada en Neue Zeit (y en la nueva Iskra) con el título “Cuestiones de organización en la socialdemocracia rusa”. Esta obra se publicará más tarde con el título Centralismo y democracia y ha sido una referencia (seleccionando a menudo las citas) para consejistas, anarquistas, socialdemócratas de izquierda y demás “anti-leninistas” durante decenios. Por fuertes que sean sus críticas, Rosa Luxemburg no tenía la menor intención de situar a Lenin fuera del marxismo o del movimiento obrero: hizo sus críticas animada por un espíritu de polémica vigorosa pero fraterna. El artículo no contiene el menor ataque personal contrariamente a los textos de Trotski del mismo período.
Además, Rosa Luxemburg empieza su artículo apoyando la contribución de Iskra antes del Congreso, en particular su defensa coherente de la necesidad de sobrepasar la fase de los círculos:
“La tarea en la que tropieza la socialdemocracia rusa desde hace varios años es la transición del tipo de organización de la fase preparatoria durante la cual la propaganda era la forma principal de actividad, manteniéndose los grupos locales y los pequeños círculos sin vínculos entre sí, a la unidad de una organización más amplia, tal como lo exige una acción política concertada en todo el Estado. Y al haber sido la autonomía total y el aislamiento los rasgos más acusados de la forma de organización ahora ya superada, era lógico que la consigna de la nueva tendencia que proponía una amplia unión fuese la del centralismo. La idea del centralismo ha sido el tema dominante de la brillante campaña llevada a cabo por lskra que desembocó en el congreso de agosto de 1903, el cual, aunque constara como Segundo congreso del partido socialdemócrata, ha sido, en realidad, su asamblea constituyente. La joven élite de la socialdemocracia en Rusia hizo suya esa misma idea”.
Sin embargo Luxemburg no duda, cuando se trató de tomar partido, en hacerlo a favor de los mencheviques en la controversia que surge en el Segundo congreso. Y así, el resto del texto es una crítica del “ala ultracentralista del partido” dirigida por Lenin. Varios factores se pueden invocar para explicar esto: existían ciertamente diferencias tanto de planteamiento como teóricas entre Luxemburg y Lenin, en particular sobre la cuestión central de la conciencia de clase, tema que trataremos más lejos. Luxemburg ya se había confrontado a Lenin sobre la cuestión nacional, lo que quizás la predispuso a cuestionar el método de éste, considerando aquélla que el pensamiento de Lenin era a menudo rígido y escolástico. Además, como lo demuestra su texto, empezaba ya en aquel entonces a examinar la cuestión de la huelga de masas y de la espontaneidad de la clase obrera. Las insistencias de Lenin sobre los límites de esta espontaneidad debían aparecerle como totalmente contraproducentes cuando ella estaba combatiendo duramente en el partido alemán para defender la acción espontánea de las masas en contra del enfoque burocrático y rígido del ala derecha de la socialdemocracia y de los dirigentes sindicales que temían más el levantamiento incontrolado de las masas que el propio capitalismo. Como veremos, ciertas polémicas de Luxemburg tienen tendencia a proyectar la experiencia del partido alemán en la situación en Rusia, lo que la condujo sin duda a interpretar mal el significado real de las divergencias en el Partido obrero socialdemócrata ruso (POSDR).
Para terminar, también se ha de tomar en cuenta cierta forma de conservadurismo con respecto a la autoridad. Ya lo pudimos observar en las reacciones de Trotski con la escisión. En efecto, los mencheviques llevaron muy rápidamente a cabo una campaña personalizada en contra de Lenin para ganar a su causa al partido alemán: “La cuestión es de saber cómo triunfar sobre Lenin... Ante todo, hemos de movilizar contra él a autoridades como Kautsky y Rosa Luxemburg” (citado por P. Nettl). Y no cabe la menor duda de que Kautsky y demás “jefes” alemanes tenían tendencia a pensar que Lenin no era sino un ambicioso advenedizo. Cuando Liadov viajó a Alemania para explicar la situación de los bolcheviques, Kautsky le dijo:
“No conocemos a vuestro Lenin. Nos es desconocido, pero conocemos muy bien a Plejánov y a Axelrod. Ellos son los que nos han permitido conocer un poco lo que ocurre en Rusia. Sencillamente, no podemos aceptar vuestra declaración que afirma que Plejánov y Axelrod se habrían transformado de repente en oportunistas” (Ibid).
En aquel entonces, Luxemburg había orientado principalmente su polémica en el partido alemán contra el ala abiertamente revisionista de Bernstein; a pesar de que quizás tuviese dudas en cuanto a la dirección “ortodoxa”, seguía confiando en ella para luchar contre la derecha; quizás todo eso influyó en ella sobre la escisión en Rusia, y su visión se basaba más en una falsa “confianza” en la vieja guardia del POSDR que en un verdadero análisis político. Será más tarde cuando comprenderá la deriva de la dirección alemana hacia el oportunismo, nada menos que sobre la cuestión de la huelga de masas y de la espontaneidad de la clase.
Sea como sea, Luxemburg al igual que Trotski, echó mano de las fórmulas de Lenin en Un paso adelante, dos pasos atrás sobre el jacobinismo (el revolucionario socialdemócrata, escribía Lenin, es “el jacobino indisolublemente vinculado a la organización del proletariado consciente de sus intereses de clase “) para argumentar que su “ultracentralismo” era una regresión hacia un método superado de la actividad revolucionaria, heredado de una fase todavía inmadura del movimiento obrero:
“Establecer el centralismo basado en esos dos principios: la subordinación ciega de todas las organizaciones hasta el menor detalle respecto al centro, el único que piensa, trabaja y decide por todos, y la separación rigurosa del núcleo organizado respecto al entorno revolucionario, tal como lo entiende Lenin — nos parece trasponer mecánicamente los principios de organización blanquistas y sus círculos de conjurados, al movimiento socialista de las masas obreras”.
Como Trotski, ella también rechaza el llamamiento de Lenin a la disciplina proletaria de fábrica, para atajar el anarquismo de “gran señor” de los intelectuales:
“La disciplina en la que piensa Lenin le ha sido inculcada al proletariado no solo por la fábrica, sino también por el cuartel y por la burocracia actual, o sea por todo el mecanismo del Estado burgués centralizado.”
Luxemburg se opone a la visión de Lenin sobre las relaciones entre el partido y la clase en el pasaje siguiente, sobre cuyo significado volveremos más adelante:
“En verdad, la socialdemocracia no es que esté vinculada a la organización de la clase obrera, sino que es el propio movimiento de la clase obrera. El centralismo de la socialdemocracia debe pues ser de una naturaleza esencialmente diferente a la del centralismo blanquista. No podrá ser otra cosa sino la concentración imperiosa de la voluntad de la vanguardia consciente y militante de la clase obrera respecto a sus grupos e individuos. Es, por decirlo así, un “autocentralismo” de la capa dirigente del proletariado, es el reino de la mayoría dentro de su propio partido “.
El combate contra el oportunismo
Rosa Luxemburg expresa también su desacuerdo con la explicación de Lenin sobre el oportunismo y los métodos que él propone que se apliquen en contra. Dice ella que él da demasiada importancia a los intelectuales como origen principal de las tendencias oportunistas en la socialdemocracia y, por lo tanto, plantea la cuestión fuera del contexto histórico. Luxemburg está de acuerdo con que el oportunismo puede ser fuerte entre los intelectuales de los partidos occidentales, pero lo ve como algo inseparable de las influencias del parlamentarismo y la lucha por reformas y, más en general, por la condiciones históricas en las que trabaja la socialdemocracia en occidente. Apunta ella también que el oportunismo no está necesariamente vinculado a las formas, centralizadas o descentralizadas, de organización, porque lo que lo define es precisamente la ausencia de principios. Rosa Luxemburg va incluso más lejos, subrayando que en las primeras fases de su existencia, ante las condiciones de atraso político y económico, la tendencia oportunista en el partido alemán, el ala lassalliana estaba a favor de un ultracentralismo contrario a la tendencia marxista de Eisenach, lo cual venía a significar que en la atrasada Rusia, el oportunismo debía sin duda identificarse con ese mismo afán ultracentralista.
Como un eco a una intervención de Trotski durante el IIº congreso, Luxemburg defiende que aunque las reglas y los estatutos precisos son imprescindibles, no por ello son una garantía contra el desarrollo del oportunismo, el cual es producto de las condiciones mismas en las que se desarrolla la lucha de clases: la tensión entre la necesidad de luchar día a día para defenderse y los fines históricos del movimiento. Tras haber planteado así el problema en un contexto histórico más amplio, Luxemburg se burla sin contemplaciones de la idea de Lenin de que “unos rigurosos párrafos puestos en el papel” podrían, en la batalla contra el oportunismo, sustituir la ausencia de una mayoría revolucionaria en el partido. En última instancia, nada, ni unos órganos centrales estrictos, ni la mejor constitución (estatutos) del partido, podrá sustituir la creatividad de las masas cuando se trata de mantener un curso revolucionario contra los embates del oportunismo. De ahí la tantas veces citada conclusión de su artículo:
“…digámoslo sin rodeos: los errores cometidos por un movimiento obrero verdaderamente revolucionario son históricamente mucho más fecundos y valiosos que la infalibilidad del mejor ‘comité central’.”
La respuesta de Lenin a Luxemburg
Lenin contestó a Luxemburg en el artículo “Un paso adelante, dos pasos atrás, respuesta de N. Lenin a Rosa Luxemburg”, escrito en septiembre de 1904 y propuesto al Neue Zeit. Kautsky, sin embargo, se negó a publicarlo. Hasta 1930 no se publicaría. Lenin saluda en él la intervención de los camaradas alemanes en el debate, pero lamenta que el artículo de Luxemburg “no dé a conocer mi libro al lector y hable en realidad de otra cosa”. Al considerar que Rosa Luxemburg se enzarzó en una polémica totalmente fuera de lugar, Lenin no discute sobre los temas generales que aquélla plantea, sino que se limita a recordar los hechos principales que ocasionaron la escisión. Tranquilamente le agradece a Rosa que “haya explicado la idea profunda de que la sumisión servil es dañina para el partido”, subrayando que él no defiende una forma particular de centralismo, sino, sencillamente, “los principios elementales de cualquier sistema de partido concebible”, pues lo que en el congreso del POSDR se planteó no fue la sumisión servil a un órgano central, sino la dominación de una minoría, de un círculo en el seno de partido sobre lo que debería haber sido un congreso soberano. También afirma que su analogía con el jacobinismo es perfectamente válida y que, de todas maneras, ya había sido empleada a menudo por Iskra y Axelrod en particular. Comparar las divisiones en el partido proletario y las que hubo entre la derecha y la izquierda en la revolución francesa, insistía Lenin, no significa que se establezca una identidad entre la socialdemocracia y el jacobinismo. Lenin rechaza también la acusación de que su modelo de partido se basara en la fábrica capitalista:
“La camarada Luxemburg declara que yo ensalzo la influencia educadora de la fábrica. No es así. Son mis adversarios quienes dicen que yo describo el partido como si fuera una fábrica. Los he ridiculizado mostrando con sus propias palabras que mezclaban dos aspectos diferentes de la disciplina de fábrica, y esto, lamentablemente, le ocurre también a la camarada Luxemburg”.
En realidad, el que Trotski y Luxemburg se escandalizaran por la expresión “disciplina de fábrica” ocultó un importante elemento de verdad en el uso que Lenin hizo de esa expresión. Para Lenin, lo positivo de lo que el proletariado aprende a través de la “disciplina” de la producción en la fábrica, es precisamente la superioridad de lo colectivo sobre lo individual, la necesidad, de hecho, de la asociación de los obreros, la imposibilidad para los obreros de defenderse como individuos cada uno por su lado. Ese es el aspecto de la “la disciplina de fábrica” que debe reflejarse no solo en las organizaciones generales de la clase obrera sino también en sus organizaciones políticas, gracias al triunfo del espíritu de partido sobre el de círculo y el anarquismo de “gran señor” de los intelectuales.
Esto nos lleva a la tesis central de Lenin: la crítica al oportunismo por parte de Rosa es demasiado abstracta y general. Tiene mucha razón cuando explica las raíces del oportunismo en las condiciones históricas de la lucha de clases; pero el oportunismo adopta muchas formas y las formas propiamente rusas que aparecieron en el congreso eran las de la revuelta anarquista contra la centralización, un retorno de una parte de la antigua Iskra a unas ideas con las que el Congreso quería, precisamente, acabar. En primer lugar, acabar con la expresión propiamente rusa, o sea el economicismo, de las posiciones del estilo Bernstein como “el movimiento lo es todo, el objetivo final no es nada”. Es de notar que Rosa no dijo nada sobre estos temas, y por eso Lenin dedica la segunda parte de su artículo a dar concisa cuenta de cómo se produjo en el Congreso esa vuelta atrás.
Lenin da un escobazo a las “declamaciones grandilocuentes” de Luxemburg sobre la imposibilidad de combatir el oportunismo con reglas y reglamentos “por sí solos”; los estatutos no pueden tener una existencia autónoma; son, sin embargo, un arma indispensable para luchar contra las expresiones concretas del oportunismo. “Nunca, en ningún sitio, he afirmado una absurdez como que las reglas del partido serían armas ‘por sí solas’”. Lo que sí afirma Lenin es, en cambio, la defensa consciente de las reglas organizativas del partido y la necesidad de codificarlas en unos estatutos sin ambigüedad. Los llamamientos abstractos a la lucha creativa de las masas para superar el peligro oportunista no pueden sustituir esa tarea específica que es propia de los revolucionarios.
La conciencia de clase y el partido
Como ya hemos dicho, Lenin prefirió no entrar en otros temas más profundos planteados por Rosa en su texto: sus errores sobre la conciencia de clase y la identificación que hace ella entre partido y clase. Aunque brevemente, es necesario hablar aquí de esto.
En los argumentos de Luxemburg, las cuestiones de la conciencia de clase, del centralismo y de las relaciones entre el partido y la clase están inextricablemente relacionadas.
“Es evidente que la ausencia de las condiciones más imprescindibles para la realización completa del centralismo en le movimiento ruso podrían ser un gran obstáculo. Nos parece, sin embargo, que sería un error grosero creer que el poder absoluto de un comité central, que actuaría en cierto modo por “delegación” tácita, podría “provisionalmente” sustituir la dominación en el partido, todavía irrealizable, de la mayoría de los obreros conscientes, sustituir el control público que las masas obreras deben ejercer sobre los órganos del partido por el control inverso por parte de un comité central sobre la actividad del proletariado revolucionario. La historia misma del movimiento obrero en Rusia nos ofrece cantidad de pruebas del valor problemático de un centralismo así. Un centro todopoderoso, investido con un derecho sin límites de control y de ingerencia según el ideal de Lenin, acabaría en lo absurdo si sus competencias quedaran reducidas a las funciones puramente técnicas como la administración de la caja, el reparto del trabajo entre propagandistas y agitadores, el transporte clandestino de lo impreso, la difusión de la prensa, las circulares, los carteles. No se entendería el objetivo político de una institución con tales poderes si sus fuerzas estuvieran dedicadas a la elaboración de una táctica de combate uniforme y si asumiera la iniciativa de una amplia acción revolucionaria. Pero ¿qué nos enseñan las vicisitudes por las que ha pasado hasta hoy el movimiento socialista en Rusia? Los cambios de táctica más importantes y fecundos no han sido inventos de unos cuantos dirigentes y menos todavía de órganos centrales, sino que han sido cada vez el fruto espontáneo del movimiento en efervescencia.
“Así ocurrió con la primera etapa del movimiento auténticamente proletario en Rusia al que podemos fechar en 1896 con la huelga general espontánea de San Petersburgo que inició toda una era de luchas económicas entabladas por las masas obreras. Lo mismo fue con la segunda fase de la lucha, la de las manifestaciones callejeras, cuya señal fue dada por la agitación espontánea de los estudiantes de San Petersburgo en marzo de 1901. El siguiente gran giro de una táctica que abrió nuevos horizontes lo marcó, en 1903, la huelga general de Rostov del Don: una explosión espontánea una vez más, pues la huelga se transformó “desde sí misma” en manifestaciones políticas con agitación callejera, grandes mítines populares al aire libre y discursos públicos, algo que ni el más entusiasta de los revolucionarios hubiera soñado unos años antes.
“Sea como sea, nuestra causa ha hecho progresos inmensos. La iniciativa y la dirección consciente de las organizaciones socialdemócratas no han tenido en ellos sino un papel insignificante. Esto no se explica porque esas organizaciones no estuvieran especialmente preparadas para tales acontecimientos (aunque este hecho habrá contado sin duda alguna); menos todavía porque no hubiera aparato central y todopoderoso como lo preconiza Lenin. Al contrario, es de lo más probable que la existencia de tal centro de dirección habría aumentado el desconcierto de los comités locales acentuando el contraste entre el asalto impetuoso de las masas y la postura prudente de la socialdemocracia. Puede afirmarse en realidad que ese mismo fenómeno –el papel insignificante de la iniciativa consciente de los órganos centrales en al elaboración de la táctica- es observable en Alemania también y en todas partes. En sus grandes líneas, la táctica de la lucha de la socialdemocracia no está, en general, “por inventar”, sino que es el resultado de una serie interrumpida de grandes momentos creadores de la lucha de clases, a menudo espontánea, que busca su camino.“El inconsciente precede el consciente y la lógica del proceso histórico objetivo precede la lógica subjetiva de sus protagonistas. El papel de los órganos directores del partido socialista tiene en gran medida un carácter conservador: como la experiencia lo ha demostrado, cada vez que le movimiento obrero conquista un nuevo espacio, esos órganos lo labran hasta sus límites más extremos, pero también lo transforman en un bastión contra progresos posteriores de mayor envergadura “.
El desarrollo histórico del programa comunista ha pasado muy a menudo por la polémica entre revolucionarios, por unos debates porfiados entre diferentes corrientes en el seno del movimiento. Y así fue sin duda en los debates entre Lenin y Luxemburg.
Si observamos el debate sobre la organización de principios del siglo XX, podemos comprobar esas idas y vueltas de la dialéctica. El largo pasaje citado arriba contiene gran parte del armazón del brillante texto de Rosa Luxemburg Huelga de masas, partido y sindicatos en el que analiza las condiciones de la lucha de clases al iniciarse el nuevo período. Luxemburg, mucho antes que ningún otro revolucionario de entonces, vislumbró que en este período, el proletariado se vería obligado a desarrollar una táctica, unos métodos y unas formas organizativas en el fuego mismo de la lucha de clases; y no podrían preverse de antemano, ni ser organizadas en su menor detalle por la minoría revolucionaria, ni ningún otro organismo preexistente. En 1904, Rosa Luxemburg avanzaba ya hacia esas conclusiones mediante la observación de los movimientos de masas recientes en Rusia; las huelgas y los levantamientos de 1905 le darían definitivamente la razón. Siguiendo el diagnóstico de Luxemburg, el movimiento de 1905 fue una explosión social general durante la cual la clase obrera pasó de la noche a la mañana de una situación en la que dirigía con la “debida humildad” peticiones al Zar a la huelga de masas y la insurrección armada; igualmente, en coherencia con su enfoque, la vanguardia revolucionaria se encontró a menudo a la cola del movimiento. Especialmente cuando el proletariado descubrió espontáneamente la forma de organización idónea para la época de la revolución proletaria –los consejos obreros, los soviets– muchos de quienes pensaban aplicar la teoría de Lenin empezaron exigiendo que esas creaciones no previstas de la espontaneidad obrera o adoptaran el programa bolchevique, o se disolvieran, lo cual llevó al propio Lenin a alzarse contra el formalismo rígido de sus camaradas bolcheviques, defendiendo una cosa y la otra, o sea, los soviets y el partido. ¿Qué otro ejemplo podría darse de la tendencia de la “la dirección revolucionaria” a desempeñar un papel conservador? Recordemos que la controversia llevada a cabo por Luxemburg para convencer a la socialdemocracia alemana de la importancia de la espontaneidad, iba sobre todo dirigida contra el ala derechista del partido, concentrada en la fracción parlamentaria y en la jerarquía sindical, que no podían ni imaginarse siquiera una lucha que no estuviera rígidamente planificada y dirigida por el centro del partido y de los sindicatos. Casi no es de extrañar que Luxemburg tendiera a considerar el centralismo de Lenin como una variante “rusa” de esa visión burocrática de la guerra de clases.
Y, sin embargo, exactamente como ya lo vimos en la polémica con Trotski, a pesar de la gran perspicacia de Luxemburg, hay dos grandes defectos en el pasaje citado, defectos que confirman que sobre la cuestión de la organización revolucionaria, de su papel y de su posición en los levantamientos masivos del nuevo período, fue Lenin y no Luxemburg quien captó lo esencial.
El primer defecto se relaciona con una frase de ese pasaje citada a menudo: “El inconsciente precede el consciente y la lógica del proceso histórico objetivo precede la lógica subjetiva de sus protagonistas”. Como planteamiento histórico general es, claro está, de lo más justo; como decía Marx, son los hombres quienes hacen la historia, pero en condiciones no escogidas por ellos. Hasta hoy, han vivido a la merced de fuerzas inconscientes de la naturaleza y de la economía que han dominado su voluntad consciente y han hecho que los planes mejor diseñados acaben dando resultados muy diferentes de lo que se esperaba. Por esas mismas razones, la comprensión de la humanidad de su lugar en el mundo sigue sometida al imperio de la ideología – los mitos, evasiones, ilusiones constantemente reproducidas por sus propias divisiones tanto en el plano individual como en el colectivo. En resumen, el inconsciente precede y domina necesariamente el consciente. Pero esa manera de ver ignora una característica fundamental de la actividad consciente del hombre: su capacidad para prever, construir el porvenir, someter las fuerzas inconscientes a su control deliberado. Y con el proletariado y la revolución proletaria, esa característica humana fundamental puede y debe darle la vuelta a la fórmula de Luxemburg sometiendo el conjunto de la vida social a su control consciente. Es cierto que solo bajo el comunismo podrá realizarse plenamente, una vez que el propio proletariado se haya disuelto; es cierto que en sus luchas elementales de defensa, su conciencia también es elemental. Ello no quita, sin embargo, de que tiende a ser cada vez más consciente de sus fines históricos, lo cual implica el desarrollo de una conciencia capaz de prever y dar forma al futuro. Este dominio del consciente sobre el inconsciente sólo en el comunismo podrá florecer plenamente, pero la revolución es ya un paso cualitativo hacia ese dominio. De ahí el papel totalmente indispensable de la organización revolucionaria, pues su tarea específica es analizar las lecciones del pasado y desarrollar la capacidad de prever, como así lo dijeron Marx et Engels en el Manifiesto comunista, “la marcha general del movimiento”, en resumen, mostrar la vía hacia el futuro.
Luxemburg, enmarañada en una argumentación que la llevaba a insistir en el domino del inconsciente, ve el papel de la organización como algo esencialmente conservador: preservar lo adquirido del pasado, actuar como memoria de la clase obrera. Pero por muy vital que sea esta función, su objetivo final no deja de ser “conservador”: la anticipación de la verdadera dirección del movimiento futuro y la influencia activa sobre el proceso que lleva a él. Los ejemplos no faltan en la historia del movimiento revolucionario. Fue esa capacidad lo que permitió a Marx, por ejemplo, vislumbrar en unas cuantas modestas escaramuzas, limitadas y aparentemente anacrónicas, de los tejedores de Silesia en una Alemania semifeudal, la señal de una futura guerra de clases, la primera evidencia tangible de la naturaleza revolucionaria del proletariado. Podemos también citar igualmente la intervención decisiva de Lenin en abril de 1917, el cual, incluso en contra de los elementos conservadores que “dirigían” su propio partido, fue capaz de anunciar y por lo tanto preparar el enfrentamiento revolucionario venidero entre la clase obrera rusa y el gobierno provisional “democrático”. Fue esa tendencia en Luxemburg a reducir la conciencia a un reflejo pasivo de un movimiento objetivo, lo que llevó a la Izquierda comunista de Francia –la cual, por otra parte, no tuvo ningún reparo en tomar el partido de Luxemburg contre Lenin sobre otras cuestiones cruciales como el imperialismo y la cuestión nacional- a defender que el método de Lenin sobre el problema de la conciencia de clase era más acertado que el de Rosa :
“La tesis de Lenin sobre la “conciencia socialista inyectada en el partido” en oposición a la tesis de Rosa sobre la “espontaneidad” de la toma de conciencia, engendrada durante un movimiento que surge de las luchas económicas y culmina en una lucha socialista revolucionaria es sin duda más precisa. La tesis de la “espontaneidad” con su apariencia democrática, hace aparecer, en su base, una tendencia mecanicista con un riguroso determinismo económico. Está basada en la relación de causa-efecto, como si la conciencia fuera solo un efecto, el resultado de un movimiento inicial, o sea de la lucha económica de los obreros que la haría emerger. En esa visión, la conciencia es básicamente pasiva comparada con las luchas económicas, vistas como factor activo. El concepto de Lenin da a la conciencia socialista y al partido que la concreta su carácter de factor y de principio esencialmente activos. No está separada de la vida y del movimiento, sino que está incluida dentro de éste” (Internationalisme n° 38, “Sobre la naturaleza y la función del partido político del proletariado”).
Los camaradas de la Izquierda comunista de Francia (GCF) evitan aquí criticar las exageraciones polémicas de los argumentos de Lenin –el kautskysmo con el que presenta explícitamente la conciencia socialista como una creación de los intelectuales (la llamada intelligentsia). A pesar de que la mayor parte de ese artículo esté dedicado a rechazar el concepto sustitucionista-militarista del partido, la crítica de los errores de Lenin sobre la conciencia de clase era, para la GCF, algo secundario en ese aspecto. Pues de lo que se trataba era sobre todo de insistir en el papel activo de la conciencia de clase contra toda tendencia a reducirla a un reflejo pasivo de las luchas de resistencia inmediata de los obreros.
Otro error en las ideas expuestas por Rosa Luxemburg sobre la tendencia conservadora por esencia de la dirección del partido es que, al no situar esa tendencia en un contexto histórico, la transforma en una especie de pecado original propio de todas las organizaciones centralizadas (un sentimiento plenamente compartido por los anarquistas). Como hemos dicho antes, Luxemburg argumentó con mucha razón que había que buscar las raíces del oportunismo en las condiciones mismas de la vida del proletariado en la sociedad burguesa. De ello deduce que puesto que todas las organizaciones políticas proletarias deben actuar en esta sociedad, están por lo tanto sometidas a la presión constante de la ideología dominante, hay un peligro “invariable” de conservadurismo, de adaptación oportunista a lo inmediato, de resistencia a enfrentarse a los retos que requiere la evolución del movimiento real. Pero quedarse en eso es algo insuficiente. Para empezar, hay que decir que esos peligros en ningún caso amenazan únicamente a los órganos centrales, pues pueden aparecer perfectamente en las ramas locales (del partido). Así ocurrió en el caso del SPD alemán, que fue, en algunas regiones (Baviera, por ejemplo) de lo más “permeable” a las más variadas expresiones de revisionismo. Además, la amenaza oportunista, aún siendo permanente, es, en unas condiciones históricas, más fuerte que en otras. En el caso de la Internacional Comunista, fue sin lugar a dudas, el aislamiento del régimen proletario en Rusia lo que reforzó esa amenaza hasta el punto de condenar irreversiblemente a esos partidos a la degeneración y la traición. Y en el período en que Luxemburg elabora su polémica contra Lenin, el creciente conservadurismo de los partidos socialdemócratas era precisamente el reflejo de condiciones históricas precisas: el paso del capitalismo de su período ascendente a su fase de decadencia que, aún no estando totalmente rematada, revelaba ya la inadaptación de las antiguas formas de las organizaciones de la clase, a la vez las generales (los sindicatos) y las políticas (el partido “de masas”). En esas circunstancias, toda crítica seria a las tendencias conservadoras de la socialdemocracia tenía que estar acompañada de un nuevo concepto del partido. Lo irónico del caso es que el análisis de Luxemburg de las nuevas formas y métodos de la lucha de clases estaba preparando el terreno para el nuevo concepto, como ya señalábamos en el primer artículo de esta serie. Esto es particularmente cierto en el folleto sobre La Huelga de masas, en el que Rosa subraya el papel de dirección política que el partido debe desempeñar en el movimiento de masas. De hecho, la hostilidad total que provocó ese texto en el centro “ortodoxo” del partido, ya es por sí sola la prueba de que las antiguas formas socialdemócratas estaban relacionadas con métodos de lucha que se habían vuelto inadaptados para la época nueva. Fue, sin embargo, Lenin quien puso la pieza que faltaba en el puzzle al insistir en la necesidad de un “partido revolucionario de nuevo tipo”. Este salto teórico de Lenin no quedó plenamente elaborado y bien sabemos que los antiguos conceptos socialdemócratas siguieron contaminando el movimiento obrero mucho más tarde, en la “época de guerras y de revoluciones”. Lo cual no quita que la brillante intuición de Lenin surgió de las entrañas mismas de la realidad nueva: los antiguos partidos de masas ya no podían, por definición, ejercer la función de orientación política de la lucha revolucionaria de la clase obrera, como tampoco los sindicatos podían proporcionarle un marco organizativo global.
El partido no es la clase
En varias ocasiones, la polémica de Luxemburg contra Lenin vuelve borrosa la distinción entre la dirección del partido, el partido en su conjunto, y la clase. En particular, el argumento de que son las masas mismas (o las “masas” dentro del partido) las que deben llevar a cabo la lucha contra el conservadurismo y el oportunismo es una generalización que elude el papel indispensable que en esa lucha debe desempeñar la vanguardia política organizada. En la raíz de tal argumento está la falsa equivalencia entre partido y clase, evocada ya antes:
“En verdad, la socialdemocracia no es que esté vinculada a la organización de la clase obrera, sino que, en realidad, es el movimiento propio de la clase obrera”.
Es cierto que la socialdemocracia, la fracción, el grupo o el partido político del proletariado, no están fuera del movimiento de la clase, es un producto orgánico del proletariado. Pero es un producto particular y único; toda tendencia a identificarlo con “el movimiento en general” es perjudicial tanto para la minoría política como para el movimiento como un todo. En ciertas circunstancias, la identificación errónea entre partido y clase puede servir para justificar las teorías y la práctica substitucionistas: fue una tendencia muy acentuada en la fase de declive de la Revolución en Rusia, cuando algunos bolcheviques se pusieron a teorizar la idea de que la clase debía someterse incondicionalmente a las directivas del partido (del partido-Estado, en realidad) porque el partido no podía ser otra cosa sino el representante de los intereses del proletariado en toda circunstancia y condición. Pero en la polémica de Luxemburg contra Lenin, vemos el error simétrico, la vida y las tareas particulares de la organización política están anegadas en el movimiento de masas- a lo que precisamente Lenin se oponía en su lucha contra el economicismo y el menchevismo. En realidad, la oposición de Luxemburg a “la separación rigurosa entre el núcleo organizado y el ámbito revolucionario como así lo entiende Lenin”, la insistencia de aquélla en que “no puede haber compartimentos estancos entre el núcleo proletario consciente, sólidamente encuadrado en el partido, y las capas del proletariado del entorno, que ya han sido atraídas a la lucha de clases” eso, en las circunstancias del momento, no hacía más que apuntalar los argumentos de Martov que decía que sería todo perfecto si “cada huelguista se declaraba socialdemócrata”. Como ya vimos en el artículo precedente, el peligro mayor al que se enfrentaban los revolucionarios de entonces no era, como creía Trotski, el substitucionismo, sino su hermano gemelo anarquista, “democratista” y economicista.
Y así Rosa Luxemburg –que había sido acusada repetidas veces de “autoritarismo” en el SPD y en la socialdemocracia polaca precisamente por su defensa de la centralización– se dejaba, en ese momento particular de la historia, influir por el contragolpe “democrático”, en contra de la defensa rigurosa por parte de Lenin de la centralización organizativa. Rosa, que había estado en el centro de la lucha contra el oportunismo dentro de su propio partido, se iba a equivocar al identificar mal el origen del peligro oportunista en el partido ruso. La historia no iba a hacerse esperar largo tiempo –menos de un año en realidad- para demostrar que Lenin tenía razón al ver a los mencheviques como la cristalización del oportunismo en el POSDR y el bolchevismo como la expresión de la “tendencia revolucionaria” en el partido.
Amos