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«¡El comunismo ha muerto! ¡El capitalismo ha vencido porque es el único sistema que puede funcionar. Es inútil y peligroso soñar con otro tipo de sociedad!». Estos mensajes forman parte de la gigantesca campaña con la que la burguesía nos atiza desde el hundimiento del bloque del Este y la caída de los regímenes supuestamente «comunistas». Al mismo tiempo, como colofón, la propaganda burguesa intenta, una vez más, desmoralizar a la clase obrera intentando persuadirla de que en lo sucesivo ya no será una fuerza en la sociedad, de que ya no tiene nada que decir, en definitiva de que ya no existe. Para ello, se apresura a poner de manifiesto la caída general de la combatividad en las filas obreras de estos últimos años, como resultado de la desorientación provocada entre los trabajadores por los grandes cambios históricos ocurridos. El resurgir de los combates de clase, que ya se anuncia, desmentirá en la práctica tales mentiras, pero aún así, la burguesía no cesará, incluso en el curso de grandes luchas obreras, de machacar la idea de que esas luchas en modo alguno podrán darse como objetivo el derrocamiento del capitalismo y la instauración de una sociedad que nos libre de las plagas que este sistema impone a la humanidad. Así las cosas, contra todas las mentiras de la burguesía, y también contra el escepticismo de algunos que pretenden ser combatientes de la revolución, la afirmación del carácter revolucionario del proletariado sigue siendo una responsabilidad de los comunistas. Es el objetivo de este artículo.
De entre las campañas que hemos sufrido en estos últimos años, uno de los temas mayores ha sido la «refutación» del marxismo. Según los ideólogos a sueldo de la burguesía el marxismo está en quiebra. Su puesta en práctica y su fracaso en los países del Este constituirían una ilustración mayor de esta quiebra. En nuestra Revista internacional, hemos puesto de manifiesto hasta qué punto el estalinismo no ha tenido nada que ver con el comunismo tal y como Marx y el conjunto del movimiento obrero lo han planteado([1]). Respecto a la capacidad revolucionaria de la clase obrera, la tarea de los comunistas es reafirmar la posición marxista sobre esta cuestión, y en primer lugar, recordar lo que el marxismo entiende por clase revolucionaria.
¿Que es una clase revolucionaria para el marxismo?
«La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases»([2]). Tal es el comienzo de uno de los textos más importantes del movimiento obrero: el Manifiesto comunista. Esta tesis no es propia del marxismo([3]), pero una de las aportaciones fundamentales de la teoría comunista es el haber establecido que el enfrentamiento de la clases en la sociedad capitalista tiene como perspectiva última al derrocamiento de la burguesía por el proletariado y la instauración del poder de este último sobre el conjunto de la sociedad, tesis que siempre ha sido rechazada, evidentemente, por los defensores del sistema capitalista. Sin embargo, si algunos burgueses del período ascendente de este sistema pudieron descubrir (de forma incompleta y mistificada, evidentemente) cierto numero de leyes de la sociedad([4]), este fenómeno no se va a reproducir hoy en día: la burguesía en la decadencia capitalista es totalmente incapaz de producir tales pensadores. Para los ideólogos de la clase dominante, la prioridad fundamental de todos sus esfuerzos de «pensamiento» es demostrar que la teoría marxista es errónea (incluso en el caso de reclamarse de tal o cual aportación de Marx). La piedra angular de sus «teorías» es la afirmación de que la lucha de clases no juega ningún papel en la historia, cuando no de negar, pura y simplemente, la existencia de tal lucha, o peor aún, la existencia de clases sociales.
Pero la defensa de tales ideas no sólo se limita a los defensores ciegos de la sociedad burguesa. Algunos «pensadores radicales», que hacen carrera de la contestación al orden establecido, se les han unido desde hace unas cuantas décadas. El gurú del grupo «Socialismo o Barbarie» (el inspirador del grupo Solidarity en Gran Bretaña), Cornelius Castoriadis, al mismo tiempo que preveía el recambio del capitalismo por un «tercer sistema», la «sociedad burocrática», anunció hace cerca de 40 años que el antagonismo entre burguesía y proletariado, entre explotadores y explotados, estaba destinado a ceder el lugar al antagonismo entre «dirigentes y dirigidos»([5]). Más recientemente, otros «pensadores» que conocieron su apogeo, como el profesor Marcuse, afirmaron que la clase obrera había sido «integrada» en la sociedad capitalista y que las únicas fuerzas de contestación a la misma se encontraban entre las categorías sociales marginadas tales como los negros en Estados Unidos, los estudiantes o los campesinos de los países subdesarrollados. Por tanto, las teorías sobre «el fin de la clase obrera» que vuelven a florecer hoy día, son en realidad muy viejas: una de las características del «pensamiento» de la burguesía decadente, que expresa muy bien la senilidad de esta clase social, es la incapacidad para producir la menor idea novedosa. Lo único que es capaz de hacer es rebuscar en la basura de la historia para sacar viejos tópicos que nos vende como «el descubrimiento del siglo».
Uno de los medios favoritos que utiliza hoy la burguesía para escamotear los antagonismos de clase, e incluso la realidad de las clases sociales, lo constituyen los «estudios» sociológicos. A golpe de estadísticas, han «demostrado» que las verdaderas separaciones sociales no tienen nada que ver con las diferencias de clase sino con criterios como el nivel de instrucción, el lugar donde se vive, la edad, el origen étnico, o la práctica religiosa([6]). En apoyo de este tipo de afirmaciones se empeñan en exhibir el hecho, por ejemplo, de que el voto «campesino» en favor de la derecha o de la izquierda depende menos de su situación económica que de otros criterios. En los Estados Unidos, la Nueva Inglaterra, los negros y los judíos votan tradicionalmente demócrata, en Francia, los católicos practicantes, los alsacianos y los habitantes de Lyón votan tradicionalmente a la derecha. Se olvidan, y no es por casualidad, de subrayar que la mayoría de los obreros americanos no vota jamás y que en las huelgas, los obreros franceses que van a la iglesia no son necesariamente los menos combativos. De manera general, la «ciencia» sociológica «olvida» siempre dar una dimensión histórica a sus afirmaciones. Así, se empeñan en olvidar que los mismos obreros rusos que se lanzaron a la primera revolución proletaria del siglo XX, la de 1905, comenzaron, el 9 de Enero (el «Domingo rojo») con una manifestación conducida por un sacerdote pidiendo benevolencia al zar para que los librara de la miseria([7]).
Cuando los expertos en sociología hacen referencia a la historia, es solo para afirmar que las cosas han cambiado radicalmente en el último siglo. En esa época, según ellos, el marxismo y la teoría de la lucha de clases podían tener cierto sentido cuando las condiciones de vida y trabajo de los asalariados de la industria eran efectivamente penosas. Pero, después, los obreros se han «aburguesado» y han accedido a la «sociedad de consumo» hasta el punto de perder su identidad. De la misma forma, los burgueses de alto nivel de vida y gruesas barrigas habrían cedido su lugar a los «directivos» asalariados. Todas estas consideraciones quieren ocultar que, fundamentalmente, las estructuras profundas de la sociedad no han cambiado. En realidad, las condiciones que en el siglo pasado dieron a la clase obrera su naturaleza revolucionaria, han estado y están siempre presentes. El hecho de que hoy en día el nivel de vida de los obreros sea superior al de sus hermanos de clase de generaciones pasadas no modifica en modo alguno su lugar en las relaciones de producción que dominan la sociedad capitalista. Las clases sociales siguen existiendo y la lucha entre ellas sigue siendo el motor fundamental del desarrollo histórico.
Es, ciertamente, una ironía de la historia que los ideólogos oficiales de la burguesía pretendan, de un lado, que las clases no juegan ningún papel específico (es decir que no existen) y reconozcan, por otra parte, que la situación económica del mundo es el problema esencial, crucial, al que se enfrenta esta misma burguesía.
En realidad la importancia fundamental de las clases sociales se desprende justamente del lugar preponderante que ocupa la actividad económica de los hombres. Una de las afirmaciones de base del materialismo histórico es que, en última instancia, la economía determina las otras esferas de la sociedad: las relaciones jurídicas, las formas de gobierno, los modos de pensar. Esta visión materialista de la historia da el traste con las filosofías que ven los acontecimientos históricos como el resultado del fruto del azar, la expresión de la voluntad divina, o el simple resultado de las pasiones y los pensamientos de los hombres. Pero como ya decía Marx en sus tiempos, «la crisis se encarga de hacer entrar la dialéctica en la cabeza de los burgueses». El hecho, hoy evidente, de esta preponderancia de la economía en la vida de la sociedad se encuentra justamente en la base de la importancia de las clases sociales porque éstas están determinadas, contrariamente a otras clasificaciones sociológicas, por el lugar que ocupan respecto de las relaciones económicas. Esto siempre ha sido cierto desde que existen sociedades de clase, pero en el capitalismo es una realidad que se expresa con mayor claridad.
En la sociedad feudal, por ejemplo, la diferenciación social estaba consignada en las leyes. Existía una diferencia jurídica fundamental entre los explotadores y los explotados: los nobles tenían, por ley, un estatuto oficial de privilegiados (dispensa de pagar impuestos, recepción de un tributo pagado por sus siervos, por ejemplo) mientras que los campesinos que estaban ligados a su tierra, estaban obligados a ceder una parte de sus ganancias al señor (o bien trabajar gratuitamente las tierras de éste). En tal sociedad, la explotación, que era fácilmente medible (por ejemplo bajo la forma de tributo pagado por el siervo) parecía desprenderse del estatuto jurídico. Sin embargo, en la sociedad capitalista, la abolición de los privilegios, la introducción del sufragio universal, la Igualdad y la Libertad proclamadas por sus constituciones, no permite a la explotación y a la división en clases esconderse tras las diferencias de estatuto jurídico. Es la posesión, o la no posesión, de los medios de producción([8]), así como el modo de su puesta en práctica, lo que determina, en esencia, el lugar en la sociedad de sus miembros y su acceso a las riquezas, es decir, la pertenencia a una clase social y la existencia de intereses comunes con otros miembros de la misma clase. De forma general, el hecho de poseer medios de producción y ponerlos a trabajar individualmente determina la pertenencia a la pequeña-burguesía (artesanos, explotaciones agrícolas, profesiones liberales, etc.)([9]). El hecho de estar privado de medios de producción y de estar obligado, para vivir, a vender su fuerza de trabajo a los que los detentan y los utilizan en su provecho para apropiarse de una plusvalía, determina la pertenencia a la clase obrera. En fin, forman parte de la burguesía, los que detentan (en el sentido jurídico o en el sentido global de su control, de manera colectiva o individual) medios de producción que para ponerlos en marcha utilizan el trabajo asalariado y que viven de la explotación de este último bajo la forma de la plusvalía que éste produce. En esencia, esta división en clases es hoy día tan presente como lo era en el siglo pasado. Del mismo modo que han subsistido los intereses de cada clase y los conflictos entre estos intereses. Por esta razón los antagonismos entre los principales componentes de la sociedad determinados por lo que constituye el armazón de la misma, la economía, continúan encontrándose en el centro de la vida social.
Dicho esto, hay que señalar que si bien los antagonismos entre explotadores y explotados constituyen uno de los motores principales de la historia de las sociedades, esto no se expresa de idéntica forma para todas ellas. En la sociedad feudal, las luchas, a menudo feroces y de gran envergadura, entre los siervos y los señores feudales no llevaron jamás a un cambio radical de la misma. El antagonismo de clase que condujo al derrocamiento del antiguo régimen, y abolió los privilegios de la nobleza, no fue el que oponía a esta y a la clase que explotaba, la población sierva, sino el enfrentamiento entre esta nobleza y otra clase explotadora, la burguesía (revolución inglesa de mitad del siglo XVII, revolución francesa a finales del siglo XVIII). Del mismo modo, la sociedad esclavista de la antigüedad romana no fue abolida por las clases de esclavos (a pesar de haber llevado a cabo algunos combates formidables, como la revuelta de Espartaco y su gente en el año 73 antes de Jesucristo), sino por la nobleza que llegó a dominar el Occidente cristiano durante más de un milenio.
En realidad, en las sociedades del pasado, las clases revolucionarias no fueron jamás clases explotadas sino nuevas clases explotadoras. Este hecho no se debe en modo alguno al azar, evidentemente. El marxismo distingue a las clases revolucionarias (que llama igualmente clases «históricas») de otras clases de la sociedad por el hecho de que, contrariamente a estas últimas, éstas tienen la capacidad de tomar la dirección de la sociedad. Y en tanto que el desarrollo de las fuerzas productivas era insuficiente para asegurar una abundancia de bienes al conjunto de la sociedad, imponía a éstas el mantenimiento de desigualdades económicas y por tanto de relaciones de explotación, solo una clase explotadora estaba en condiciones de imponerse a la cabeza del cuerpo social. Su papel histórico era el de favorecer la eclosión y el desarrollo de las relaciones de producción de las que era portadora y que tenía como vocación, suplantando las antiguas relaciones de producción vueltas caducas, resolver las contradicciones hasta entonces insuperables engendradas por estas últimas.
Así, la sociedad esclavista romana en decadencia estaba socavada por el hecho de que el «aprovisionamiento» de esclavos, basado en la conquista de nuevos territorios, chocaba con la dificultad que tenía Roma para controlar fronteras cada vez más alejadas y por la incapacidad de obtener de parte de los esclavos la capacidad exigida por la puesta en práctica de nuevas tecnologías agrícolas. En tal situación, las relaciones feudales, en las que los explotados no tenían un estatuto idéntico al del ganado (como era el caso de los esclavos)([10]), y estaban estrechamente interesados en una gran productividad del suelo que trabajaban porque de él vivían, se impusieron como las más aptas para hacer salir a la sociedad del marasmo en que vivía. Es por esto que estas relaciones se desarrollaron, fundamentalmente por una liberación creciente de los esclavos (lo que fue acelerado, en ciertos lugares, por la llegada de los «bárbaros» de entre los cuales ya algunos vivían desde hacia tiempo bajo una forma de sociedad feudal).
Del mismo modo, el marxismo (empezando por el Manifiesto comunista) ha insistido sobre el papel eminentemente revolucionario desempeñado por la burguesía a lo largo de la historia. Esta clase, que aparece y se desarrolla en el seno de la sociedad feudal, vio crecer su poder respecto a la nobleza y a una monarquía, cada vez más dependiente de ella tanto en lo que se refiere a sus fortunas en bienes de toda clase (telas, muebles, especias, armas) como a la financiación de sus gastos. Al agotarse las posibilidades de roturar los montes y extender las tierras cultivadas se fue secando una de las fuentes de la dinámica de las relaciones de producción feudales que, junto a la constitución de grandes reinos, el papel protector de las poblaciones -que había sido inicialmente la vocación principal de la nobleza- pierde su razón de ser, así el control de la sociedad por esta clase pierde sentido y se convierte en una traba al desarrollo de dicha sociedad. Esto se amplifica por el hecho de que ese desarrollo es cada vez más tributario del crecimiento del comercio, la banca y el artesanado de las grandes ciudades que logra un progreso considerable de las fuerzas productivas.
Así la burguesía, poniéndose a la cabeza del cuerpo social, primero en la esfera económica y después en la esfera política, libera a la sociedad de las trabas que la habían hundido en el marasmo y crea la condiciones de un crecimiento de las riquezas más formidable que la humanidad haya conocido. Y al mismo tiempo sustituye una forma de explotación, la servidumbre, por otra forma de explotación, el trabajo asalariado. Para ello, durante el período que Marx llama la acumulación primitiva, toma medidas de una barbarie tal que bien podían compararse a las impuestas a los esclavos, para que los campesinos se vieran obligados a vender su fuerza de trabajo en las ciudades (ver, a este respecto, las páginas admirables del libro Iº de El Capital). Esa barbarie es el anuncio de la barbarie que empleará el capital para explotar al proletariado (trabajo de niños pequeños, trabajo nocturno de mujeres y niños, jornadas de trabajo de hasta 18 horas, encierro a los trabajadores en las «Work-houses», etc.) hasta que las luchas de éste no logren obligar a los capitalistas a atenuar la brutalidad de sus métodos.
La clase obrera, desde su aparición, ha protagonizado revueltas contra la explotación. Asimismo, estas revueltas han puesto en evidencia un proyecto de cambio de la sociedad, de abolición de las desigualdades, de compartir los bienes sociales. En eso no se diferencia fundamentalmente de las clases explotadas precedentes, particularmente los siervos quienes, en algunas de sus revueltas, podían adherir a un proyecto de transformación social. Ese fue el caso durante la guerra de los campesinos en el siglo XVI, en Alemania, cuando los explotados adoptaron como portavoz a Tomas Münzer que preconizaba una forma de comunismo (ver el primer artículo de nuestra serie sobre el comunismo). Sin embargo, contrariamente al proyecto de transformación social de otras clases explotadas, el del proletariado no es una simple utopía irrealizable. El sueño de una sociedad igualitaria, sin amos y sin explotación, que podían albergar los esclavos o los siervos, era una quimera porque el grado de desarrollo económico alcanzado por la sociedad en aquel tiempo no permitía la abolición de la explotación. En cambio, el proyecto comunista del proletariado es perfectamente realizable, no solo porque el capitalismo ha creado las premisas para tal sociedad, sino porque es el único proyecto que puede sacar a la humanidad del marasmo en el que se hunde.
Por qué el proletariado es la clase revolucionaria de nuestra época
Desde que el proletariado empezó a proponer su propio proyecto, la burguesía lo ha despreciado considerándolo elucubraciones de profetas sin público. Cuando se toman la molestia de ir más allá del simple desprecio, lo único que pueden imaginar es que los obreros serían como las demás clases explotadas de épocas pasadas: que solo pueden soñar utopías imposibles. Evidentemente la historia parece dar la razón a la burguesía, cuya filosofía se reduce al «siempre ha habido pobres y ricos, y siempre los habrá. Los pobres no ganan nada rebelándose: lo que hay que hacer es que los ricos no abusen de su riqueza y se preocupen de aliviar la miseria de los más pobres». Los sacerdotes y las damas de caridad son de hecho los portavoces, y los practicantes, de esta «filosofía». Lo que la burguesía no quiere reconocer es que su sistema económico y social, ni más ni menos que los precedentes, no puede ser eterno, y que, al mismo nivel que el esclavismo o el feudalismo, está condenado a dejar su lugar a otro tipo de sociedad. Y del mismo modo que las características del capitalismo permitieron resolver las contradicciones que habían atenazado a la sociedad feudal (como había sido el caso de ésta ultima frente a la antigua sociedad), las característica de la sociedad llamada a resolver las mortales contradicciones del capitalismo se derivan del mismo tipo de necesidad. Por tanto, es posible definir las características de la futura sociedad partiendo de estas contradicciones.
No podemos, por razones obvias, en el contexto de este artículo tratar en detalle estas contradicciones. Hace más de un siglo que el marxismo de forma sistemática ha tratado sobre ellas, y nuestra propia organización le ha dedicado numerosos textos([11]). Sin embargo, podemos resumir las grandes líneas de los orígenes de esas contradicciones. Residen en las características esenciales del sistema capitalista: es un modo de producción que ha generalizado el intercambio mercantil a todos los bienes producidos, mientras que en las sociedades del pasado, solo una parte, a menudo muy pequeña, de estos bienes era transformados en mercancías. Esta colonización de la economía por la mercancía ha afectado incluso, en el capitalismo, a la fuerza de trabajo puesta en marcha por los hombres en su actividad productiva. Privado de medios de producción, el productor no tiene otra posibilidad para sobrevivir que vender su fuerza de trabajo a quienes detentan los medios de producción: la clase capitalista, mientras que en la sociedad feudal, por ejemplo, donde existía ya una economía mercantil, lo que vendían el artesano o el campesino era fruto de su trabajo. Es ciertamente esta generalización de la mercancía lo que está en la base de las contradicciones del capitalismo: la crisis de sobreproducción encuentra sus raíces en el hecho de que el sistema no produce valores de uso, sino valores de cambio que deben encontrar sus compradores. Es la incapacidad de la sociedad para comprar la totalidad de las mercancías producidas (mientras que las necesidades están muy lejos de satisfacerse) donde reside esta calamidad que aparece como un verdadero absurdo: el capitalismo se hunde no porque produce poco, sino porque produce demasiado([12]).
La primera característica del comunismo será pues la abolición de la mercancía, el desarrollo de la producción de valores de uso en lugar de valores de cambio.
Además el marxismo, y particularmente Rosa Luxemburgo, ha puesto en evidencia que el origen de la sobreproducción reside en la necesidad para el capital, considerado como un todo, de realizarse, por la venta fuera de sus propia esfera, de la parte de valores producidos correspondiente a la plusvalía extraída a los obreros y destinada a su acumulación. A medida que esta esfera extra-capitalista se reduce, la convulsiones de la economía toman formas cada vez más catastróficas.
Así, el único medio de superar las contradicciones del capitalismo reside en la abolición, al mismo tiempo que de todas las otras formas de mercancía, de la mercancía fuerza de trabajo, es decir del salariado.
La abolición del intercambio mercantil implica que sea abolida igualmente lo que constituye su base: la propiedad privada. Solo si las riquezas de la sociedad son apropiadas de forma colectiva podrá desaparecer la compra y la venta de estas riquezas (lo que ya existía, de forma embrionaria, en la comunidad primitiva). Tal apropiación colectiva por la sociedad de las riquezas que ella produce, y en primer lugar, de los medios de producción, significa que ya no es posible que una parte de esta sociedad, cualquier clase social (incluso bajo la forma de burocracia de Estado), pueda disponer de medios con los que explotar a otra parte. Así, la abolición del salariado no puede realizarse sobre la base de introducir otra forma de explotación. Únicamente puede darse bajo la abolición de la explotación en todas sus formas. Contrariamente al pasado el tipo de transformación que puede hoy salvar a la sociedad no puede basarse en nuevas relaciones de explotación. Es más, el capitalismo ha creado realmente las premisas materiales de una abundancia que permite la superación de la explotación. Estas condiciones de abundancia también las pone de manifiesto la existencia de crisis de sobreproducción (como lo señaló el Manifiesto comunista).
La cuestión planteada es ¿qué fuerza en la sociedad está en condiciones de operar esta transformación, de abolir la propiedad privada y de poner fin a toda forma de explotación?.
La primera característica de esta clase es ser explotada, porque solo una clase así está interesada en la abolición de la explotación. En las revoluciones del pasado la clase revolucionaria no podía ser, en modo alguno, una clase explotada, en la medida en que las nuevas relaciones de producción eran necesariamente relaciones de explotación, justo lo contrario de lo que pasa hoy. En su tiempo los socialistas utópicos (Fourier, Saint-Simon, Owen)([13]) albergaron la ilusión de que elementos de la propia burguesía podrían tomar a su cargo la revolución. Confiaban en que de la propia clase dominante, surgirían filántropos esclarecidos y adinerados que, al darse cuenta de la superioridad del comunismo sobre el capitalismo, estarían dispuestos a financiar proyectos de comunidades ideales, y que el ejemplo de estos «benefactores» se extendería como una mancha de aceite.
Pero no son los hombres los que hacen la historia, sino las clases, por lo que estas esperanzas quedaron prontamente defraudadas. Es verdad que existieron algunos escasísimos burgueses que simpatizaron con las ideas de los utopistas([14]), pero el conjunto de la clase dominante, como tal, se opuso, cuando no combatió abiertamente, esas tentativas que tenían como proyecto su desaparición.
Ser una clase explotada no basta pues -como hemos visto- para ser una clase revolucionaria. Existen, por ejemplo, aún hoy en el mundo, y especialmente en los países subdesarrollados, una multitud de campesinos pobres que sufren el expolio de una parte del fruto de su trabajo, que va a enriquecer a una parte de la clase dominante bien directamente o bien a través de los impuestos, o de los intereses que deben reembolsar a los bancos y usureros con los que han de endeudarse. Sobre esta miseria, a menudo insoportable de estas capas campesinas, se han levantado todas las mistificaciones de los tercermundistas, maoístas, guevaristas... Cuando esos campesinos han sido empujados a tomar las armas, lo han hecho como carne de cañón de tal o cual banda de la burguesía, que una vez llegada al poder se ha encargado de intensificar aún más esa explotación, y a menudo de manera más salvaje (por ejemplo la aventura de los «jémeres rojos» en Camboya, a mitad de los años 70). Que esas mistificaciones (difundidas tanto por estalinistas y trotskistas como por «intelectuales radicales», como Marcuse) anden hoy «de capa caída», es la prueba más evidente del fiasco en que ha acabado la pretendida «perspectiva revolucionaria» del campesinado pobre. En realidad los campesinos, a pesar de que son explotados de múltiples formas y que pueden emprender luchas -a menudo muy violentas- para limitar su explotación, no pueden nunca dar como objetivo a sus luchas la abolición de la propiedad privada, por la sencilla razón de que ellos mismos son pequeños propietarios, o viven junto a estos, por lo que aspiran a serlo algún día([15]). Aún cuando los campesinos se dotan de estructuras colectivas para aumentar sus ingresos, a través de una mejora de su productividad o de la comercialización de sus productos, éstas toman por lo general la forma de cooperativas lo que no cuestiona ni la propiedad privada, ni el intercambio de mercancías([16]). En resumen las clases y capas sociales que aparecen como residuos del pasado (explotadores agrícolas, artesanos, profesiones liberales...)([17]) que subsisten simplemente por el hecho de que el capitalismo, si bien domina totalmente la economía mundial, es incapaz de transformar a todos los productores en asalariados, no pueden tener ningún proyecto revolucionario. Al revés, lo único que pueden anhelar es la vuelta a una mítica «edad de oro» del pasado. Por ello la dinámica de sus luchas específicas es siempre reaccionaria.
En realidad al ser la abolición de la explotación sustancialmente idéntica a la abolición del asalariado, sólo la clase que sufre esa forma específica de explotación, es decir el proletariado, está en condiciones de desarrollar un proyecto revolucionario. Sólo la clase explotada en el seno de las relaciones de producción capitalistas, producto del desarrollo de esas relaciones de producción, es capaz de dotarse de una perspectiva de superación de éstas.
El proletariado es el producto del desarrollo de la gran industria, de una socialización del proceso productivo como nunca antes conoció la humanidad. Por ello el proletariado no puede soñar con ninguna vuelta atrás([18]). Por ejemplo, si bien la redistribución o el reparto de las tierras puede ser una reivindicación «realista» de los campesinos pobres, resultaría absurdo que los obreros que fabrican de manera asociada productos compuestos de piezas, de materias primas y de tecnología provenientes del mundo entero, se propusieran desmontar su empresa a trozos para repartírsela. Incluso las ilusiones sobre la autogestión, es decir una propiedad común de la empresa por los que trabajan en ella (versión moderna de la cooperativa obrera), comienzan a ser cosa del pasado. Después de múltiples experiencias, incluso recientes (como la de la fábrica LIP en Francia a comienzos de los 70) que han acabado por lo general en enfrentamientos entre los que trabajan y quienes habían sido nombrados gerentes, la mayoría de los trabajadores es bastante consciente de que, dada la necesidad de mantener la competitividad de la empresa en el mercado capitalista, la autogestión equivale a la autoexplotación. En el desarrollo de su lucha histórica, el proletariado sólo puede mirar hacia adelante: no hacia la partición de la propiedad y la producción capitalistas, sino llevar hasta el final el proceso de socialización de éstas, lo que el capitalismo ha hecho avanzar de manera considerable pero que por su propia naturaleza no puede acabar, aunque concentre la propiedad en las manos de un Estado nacional (caso por ejemplo de los regímenes estalinistas).
Para cumplir esta misión histórica, el proletariado cuenta con una formidable fuerza potencial. En primer lugar porque en la sociedad capitalista avanzada, lo esencial de la riqueza social es producido por el trabajo de la clase obrera. Incluso aunque hoy sea minoritaria en la población mundial. En los países industrializados, la parte del producto nacional que puede atribuirse a los trabajadores independientes (campesinos, artesanos...) es desdeñable. Y esto es válido también en el caso de los países atrasados donde, en cambio, la mayoría de la población vive (o sobrevive) del trabajo de la tierra.
Pero por otro lado, también por necesidad, el capital ha concentrado a la clase obrera en unidades de producción gigantes, que no tienen nada que ver con las que existían en tiempos de Marx. Además estas unidades de producción se encuentran por lo general concentradas en torno a ciudades cada vez más pobladas. Este reagrupamiento de la clase obrera, tanto en sus lugares de residencia como de trabajo, constituye una fuerza incomparable cuando saca provecho de ella, en particular mediante el desarrollo de su lucha colectiva y de su solidaridad.
Finalmente, una de las fuerzas esenciales del proletariado es su capacidad de tomar conciencia. Todas las clases, y especialmente las clases revolucionarias se han dotado de una forma de conciencia. Pero ésta era necesariamente mistificada bien por la inviabilidad de su proyecto (caso de las guerras campesinas en Alemania por ejemplo), bien porque se veía obligada a mentir, a ocultar la realidad a aquellos a los que empujaba a la acción, pero a los que seguiría explotando (tal es el caso de la burguesía y sus consignas de «libertad, fraternidad, igualdad»). El proletariado, al ser una clase explotada y portadora de un proyecto revolucionario que acabará con cualquier explotación, no ha de ocultar ni a las otras clases, ni a sí misma, los objetivos últimos de su acción, de tal moda que podrá desarrollar a lo largo de su combate histórico, una conciencia libre de mistificaciones. De hecho, esta conciencia puede elevarse a un nivel muy superior al que jamás haya podido llegar la burguesía. Lo que constituye la fuerza decisiva del proletariado, junto a su organización en clase, es justamente esa capacidad de tomar conciencia.
En la segunda parte de este artículo veremos cómo el proletariado actual conserva, a pesar de todas las campañas ideológicas que evocan su «desaparición» o su «integración», todas las características que la hacen la clase revolucionaria de nuestra época.
FM
[1] Ver sobre todo el artículo «La experiencia rusa, propiedad privada y propiedad colectiva» en Revista internacional nº 61 y la serie de artículos «El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material»a partir de Revista internacional nº 68.
[2] Marx y Engels pusieron en entredicho esta afirmación, precisando que no era válida más que a partir de la disolución de la comunidad primitiva, cuando su existencia fue confirmada por los trabajos de etnología de la segunda parte del siglo xix, como los de Morgan sobre los indios de América.
[3] Algunos « pensadores » de la burguesía (como el político francés del siglo XIX Guizot, que fue jefe de gobierno bajo el reinado de Luis Felipe) también llegaron a esa idea.
[4] Es igualmente valido para los economistas «clásicos», tal como Smith o Ricardo, cuyo trabajo fue particularmente útil para el desarrollo de la teoría marxista.
[5] Hay que dar al Cesar lo que es del Cesar, y a Cornelius lo que le pertenece: con gran perseverancia, las previsiones de este último han sido desmentidas por los hechos: ¿no había «previsto» que desde ahora en adelante el capitalismo había superado sus crisis económicas (ver particularmente sus artículos sobre «La dinámica del capitalismo» a principios de los años 60 en Socialismo o Barbarie)?. ¿No había anunciado ante el mundo, en 1981 (ver su libro Ante la guerra del que todavía esperamos la segunda parte anunciada para otoño del 81), que la URSS había abandonado definitivamente «la guerra fría»? («desequilibrio masivo en favor de Rusia», «situación prácticamente imposible de recuperar por los americanos»). Tales fórmulas habrían sido verdaderamente bienvenidas en una época en la que Reagan y la CIA intentaban asustarnos a propósito del «imperio del mal». Todo esto no ha impedido a los medias seguir pidiendo el punto de vista del «experto» ante grandes acontecimientos de nuestra época: a pesar de su colección de errores, conserva la gratitud de la burguesía por sus convicciones y sus discursos infatigables contra el marxismo, convicciones que son el origen de sus fracasos crónicos.
[6] Es cierto que en muchos países estas características recubren parcialmente la pertenencia de clase. Así, en muchos países del Tercer Mundo, sobre todo en África, la clase dominante recluta la mayor parte de sus miembros en tal o cual etnia: esto no significa, sin embargo, que todos los miembros de esas etnias sean explotadores, muy al contrario. Del mismo modo en USA, los WASP («Anglosajones blancos protestantes») son proporcionalmente los más representados en la burguesía: esto no impide la existencia de una burguesía negra (Colin Powel, Jefe del Estado Mayor del Ejército, es negro), ni de una multitud de «pequeños blancos» que han de luchar contra la miseria.
[7] «Soberano, (...) hemos venido a verte para pedir tu justicia y protección (...) Ordena y jura [nuestra principales necesidades] satisfacerlas y harás a Rusia potente y gloriosa, imprimirás tu nombre en nuestros corazones, en los corazones de nuestros hijos para siempre». Es estos términos se dirigía la petición obrera al Zar de todas las Rusias. Hay que precisar, no obstante, que esta petición también afirmaba: «el límite de nuestra paciencia ha llegado, para nosotros ha llegado el terrible momento en que la muerte vale más que hundirse en tormentos insoportables. (...) Si rechazas atender nuestras súplicas, moriremos aquí, sobre esta plaza, ante tu palacio...».
[8] Esta posesión no toma necesariamente, como hemos visto con el desarrollo del capitalismo de Estado, en especial en su versión estalinista, la forma de propiedad individual, personal (y por ejemplo transferible en forma de herencia) es cada vez más colectivamente como la clase capitalista «posee» (en el sentido de disponer y controlar en su beneficio) los medios de producción, incluido cuando estos últimos son estatalizados.
[9] La pequeña burguesía no es una clase homogénea. Existe de múltiples formas, que no poseen, todas, medios materiales de producción. Así, los actores de cine, los escritores, los abogados, por ejemplo, pertenecen a esta categoría social sin que ello quiera decir que dispongan de herramientas específicas. Sus «medios de producción» residen en un saber o en un «talento» que ponen en práctica en su trabajo.
[10] El siervo no era una simple «cosa» del señor. Ligado a su tierra, era vendido con ella (lo que es común con el esclavo). Sin embargo existía al principio un «contrato» entre el siervo y el señor: esta último, que poseía las armas, le aseguraba protección en contrapartida del trabajo del siervo en tierras señoriales o a cambio de una parte de sus cosechas.
[11] Ver nuestro folleto La Decadencia del capitalismo.
[12] Sobre esta cuestión, ver en el artículo « El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material » de la Revista internacional nº 72 la forma en la que la crisis de sobreproducción expresa la quiebra del capitalismo.
[13] Ver «El comunismo no es un bello ideal...», 1ª parte, en la Revista internacional nº 68.
[14] Owen fue inicialmente un gran industrial textil e intentó en numerosas ocasiones, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, crear comunidades que se estrellaron contra las leyes capitalistas. Contribuyó, sin embargo, a la aparición de las Trade Unions, los sindicatos británicos. La suerte de las iniciativas de los utopistas franceses fue peor si cabe. Durante años, Fourier esperó en vano día a día en su despacho, que se presentara el mecenas que financiara su ciudad ideal. Los intentos de sus discípulos, sobre todo en Estados Unidos, de construcción de «falansterios», acabaron en desastrosas quiebras económicas. En cuanto a las doctrinas de Saint-Simon si tuvieron algo más de éxito, fue porque constituyeron el credo de una serie de hombres de la burguesía tales como los hermanos Pereire, fundadores de un banco, o Ferdinand de Lesseps, el constructor del canal de Suez.
[15] Existe un proletariado agrícola, cuyo único medio de subsistencia consiste en vender, a cambio de un salario, su fuerza de trabajo a los propietarios de tierras. Esta parte del campesinado pertenece a la clase obrera, y constituirá, en el momento de la revolución, la cabeza de puente del proletariado en el campo. Sin embargo al vivir su explotación como consecuencia de una «desgracia» que le ha privado de heredar un trozo de tierra o que le ha dejado una parcela demasiado pequeña, el proletariado agrícola, que muy a menudo es temporero o dependiente de una explotación familiar, tiende muchas veces a sumarse al sueño de acceder a una propiedad o de un mejor reparto de tierras. Sólo la lucha, en un estadio avanzado del proletariado urbano, le permitirá deshacerse de tales quimeras, proponiendo como alternativa la socialización de la tierra, al igual que el resto de medios de producción.
[16] Lo cual no es óbice para que, en el curso del periodo de transición del capitalismo al comunismo, el reagrupamiento de pequeños propietarios agrícolas en cooperativas, pueda constituir una etapa hacia la socialización de la tierra, sobre todo porque ello le permitirá superar el individualismo característico de su ámbito de trabajo.
[17] Lo que hemos dicho de los campesinos es aún más válido para los artesanos, cuyo papel en la sociedad se ha reducido todavía más drásticamente. En cuanto a las profesiones liberales (medicina privada, abogacía...) su status social y sus ingresos (que la burguesía envidia en muchos casos) no les incitan en manera alguna a cuestionar el orden existente. En cuanto a los estudiantes, que por definición no tienen todavía ningún lugar en la economía, su destino es el de escindirse entre las diferentes clases sociales de las que provienen por sus orígenes familiares, o a las que acaban integrándose.
[18] En el alba del desarrollo de la clase obrera, ciertos sectores de ésta, despedidos por la introducción de maquinaria, dirigieron su revuelta hacia la destrucción de esas máquinas. Este intento de vuelta atrás fue sin embargo una forma embrionaria de lucha, que desapareció con el desarrollo económico y político del proletariado.