Actualmente estamos asistiendo a una aceleración de la historia. No pasa un solo día sin que se produzca un acontecimiento nuevo, a menudo sin precedentes y en gran medida impredecible, en la escena internacional. Consideremos algunos ejemplos recientes: ¿Quién podría haber predicho la reelección de Trump tras su intento de golpe de Estado en enero de 2021? ¿Quién podría haber imaginado siquiera que tal intento de golpe de Estado pudiera tener lugar en Estados Unidos? ¿Qué hay del divorcio entre Estados Unidos y Europa, con los aranceles y los derechos de aduana utilizados como armas de chantaje, tras décadas de estrecha cooperación entre estos países? ¿Qué hay de la política de anexión, practicada no solo por Putin en Ucrania, sino también reivindicada por Netanyahu hacia los territorios palestinos y por Trump hacia Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá? ¿Y también los escenarios de guerras interminables y bárbaras (Ucrania, Gaza, Yemen, Sudán...) que se han multiplicado, a pesar de que Bush padre anunciara en 1989, tras la caída del muro de Berlín, la llegada de una «nueva era de paz» y un «nuevo orden mundial»?
Podemos estar de acuerdo en la conmoción que han causado la magnitud e imprevisibilidad de muchos de los acontecimientos que han dominado la actualidad en los últimos tiempos. Podemos también acordar en la necesidad de denunciar el periodo de barbarie en el que nos estamos adentrando cada vez más. Pero si no queremos ser meros sujetos pasivos de un sistema podrido que pone cada vez más en tela de juicio nuestro futuro, debemos esforzarnos por comprender su evolución, su dinámica interna y el origen de estos acontecimientos. Con este fin, el presente artículo pretende mostrar cómo los fenómenos que presenciamos a diario son la expresión y el resultado de un proceso de desintegración del aparato político de la burguesía, que opera a nivel internacional y que comenzó a finales del siglo XX.
Una expresión importante de ello fue el colapso del antiguo bloque «soviético», seguido de la desintegración gradual del bloque occidental.
El proletariado, la clase revolucionaria de nuestro tiempo, si quiere desarrollar un proyecto concreto para la sociedad futura con el fin de avanzar en su lucha histórica por el comunismo, solo tiene dos herramientas a su disposición: su unidad y su conciencia. Por otro lado, la burguesía, la clase que actualmente detenta el poder, no necesitó desarrollar una gran conciencia ni grandes proyectos para hacerse con el poder político, ya que el propio desarrollo de la economía capitalista le proporcionó la base material para imponerse políticamente. Como clase dominante en la sociedad y clase explotadora, la burguesía es incapaz de imaginar un futuro más allá de la sociedad capitalista, por lo que su concepción del mundo es fundamentalmente estática y conservadora. Esto tiene consecuencias para la ideología burguesa y su incapacidad para comprender el curso de la historia, ya que no concibe el presente como algo efímero, en constante evolución. Por lo tanto, es incapaz de hacer planes a largo plazo y de ver más allá de su propio modo de producción. La diferencia entre la conciencia de clase revolucionaria del proletariado y la «falsa conciencia» de la burguesía no es, por lo tanto, solo una cuestión de grado, sino una diferencia de naturaleza.
Pero esto no significa que la burguesía sea incapaz de comprender la realidad y aprovechar su experiencia pasada para desarrollar herramientas que le permitan asegurar su dominio. De hecho, a diferencia del proletariado, que, a pesar de ser una clase histórica, no afirma continuamente su presencia política en la sociedad y está sujeto a todas las fluctuaciones políticas de los diferentes acontecimientos, con momentos de lucha abierta y otros de retroceso, la burguesía tiene la ventaja de ser la clase dominante que detenta el poder y, por lo tanto, puede disponer de todos los medios necesarios para sobrevivir el mayor tiempo posible.
Algunas partes de ella, como la burguesía inglesa, han acumulado varios siglos de experiencia en la lucha contra el anterior poder feudal, luego contra otros países, así como contra el propio proletariado. Esta experiencia ha sido utilizada inteligentemente por las distintas burguesías en la gestión de su poder político, especialmente desde el inicio de la fase de decadencia a principios del siglo XX, cuando la crisis histórica del capitalismo comenzó a poner en tela de juicio la supervivencia del sistema. Es importante que el proletariado comprenda que la política de la burguesía en este período de decadencia, independientemente de las decisiones de tal o cual gobierno, es siempre defender los intereses de la clase dominante en su conjunto.
Dado que la sociedad capitalista se basa en la explotación de una clase por otra, de la clase obrera por la burguesía, esta última necesita, para perpetuar su control sobre la sociedad durante el mayor tiempo posible, ocultar esta verdad y presentar las cosas no como son, sino de forma distorsionada, basando su ideología en el mito de la «igualdad entre los ciudadanos», haciendo creer a la gente, por ejemplo, que todos somos iguales, que cada uno forja su propio destino y que si alguien tiene problemas es porque se los ha creado él mismo al no tomar las decisiones correctas.
La herramienta más eficaz de la burguesía para gobernar un país y asegurar su dominación de clase es, por lo tanto, la mistificación democrática, un sistema que da a la gente la ilusión de que desempeña un papel político como individuo y que importa en la sociedad, que incluso puede aspirar a puestos de liderazgo. Si hoy en día la burguesía mantiene, a un gran costo, todo un aparato político para la vigilancia y la mistificación del proletariado (parlamento, partidos, sindicatos, diversas asociaciones, etc.) y establece un control absoluto sobre todos los medios de comunicación (prensa, radio, televisión), es porque la propaganda es un arma esencial de la burguesía para asegurar su dominación. Las consultas democráticas, como las elecciones, los referendos, etc., son las herramientas prácticas que utiliza la burguesía para obtener del llamado pueblo «soberano», considerado de forma mistificadora como dueño de su propio destino, el mandato para decidir el destino de la sociedad.
Amadeo Bordiga nos ofrece una brillante descripción de este mecanismo: «Nuestra crítica a este método debe ser mucho más severa cuando se aplica a la sociedad en su conjunto como sucede hoy en día, o a determinadas naciones, que cuando se introduce en organizaciones mucho más pequeñas, como los sindicatos y los partidos. En el primer caso, debe rechazarse sin vacilar por infundado, ya que no tiene en cuenta la situación de los individuos en la economía y presupone la perfección intrínseca del sistema sin tener en cuenta la evolución histórica de la comunidad a la que se aplica. […] Esto es lo que la democracia política afirma ser oficialmente, cuando en realidad es la forma que conviene al poder de la clase capitalista, la dictadura de esta clase en particular, con el objetivo de preservar sus privilegios.
No es necesario dedicar mucho tiempo a refutar el error de atribuir el mismo grado de independencia y madurez al «voto» de cada votante, ya sea un trabajador agotado por el exceso de trabajo físico o un rico libertino, un astuto magnate de la industria o un proletario desafortunado que ignora las causas de su miseria y los medios para remediarla. De vez en cuando, tras largos intervalos, se recaban las opiniones de estos y otros, y se afirma que el cumplimiento de este deber «soberano» es suficiente para garantizar la calma y la obediencia de quienes se sienten víctimas y maltratados por las políticas y la administración del Estado»[[1]].
La burguesía ejerció este poder de control durante mucho tiempo, mientras pudo hacerlo, por ejemplo, dirigiendo el voto popular en una u otra dirección según sus deseos, financiando los diversos canales de propaganda política. Este juego se desarrolló de manera especialmente sofisticada en el siglo pasado en países como Francia, Italia, Alemania, Estados Unidos y otros, donde históricamente existían facciones de derecha e izquierda, mediante una alternancia de gobiernos de derecha e izquierda.
Para comprender plenamente este punto, podemos remitirnos a lo que escribimos en un artículo en 1982: «A nivel de su propia organización para sobrevivir, para defenderse, la burguesía ha demostrado una inmensa capacidad para desarrollar técnicas de control económico y social mucho más allá de los sueños de los gobernantes del siglo XIX. En este sentido, la burguesía se ha vuelto «inteligente» ante la crisis histórica de su sistema socioeconómico...
En el contexto del capitalismo de Estado, las diferencias entre los partidos burgueses no son nada comparadas con lo que tienen en común. Todos parten de la premisa fundamental de que los intereses del capital nacional en su conjunto son primordiales. Esta premisa permite que las diferentes facciones trabajen juntas de forma muy estrecha, especialmente a puerta cerrada en las comisiones parlamentarias y en las altas esferas del aparato estatal...
En relación al proletariado, el Estado puede emplear muchas ramas de su aparato en una coherente división del trabajo; incluso en una sola huelga, los trabajadores pueden tener que enfrentarse a una serie de sindicatos, campañas de propaganda en la prensa y la televisión de diferentes matices, campañas de varios partidos políticos, la policía, los servicios «sociales» y, en ocasiones, el ejército. Comprender que estas diferentes partes del Estado lo hagan de forma concertada no implica que cada una de ellas sea consciente del marco global en el que desempeña su función».[[2]]
Dado que el proletariado es el mayor enemigo de la burguesía, esta última recurre a la astucia, especialmente en fases de intensificación de la lucha de clases, para atrapar ideológicamente a la clase explotada. Un ejemplo típico y particularmente interesante es el de Italia después de la Segunda Guerra Mundial. En aquella época, Italia contaba con el Partido Comunista Italiano (PCI),[[3]] un partido estalinista vinculado a la Unión Soviética, pero que aún gozaba de un fuerte apoyo entre los trabajadores. Al mismo tiempo, Italia, de acuerdo con los bloques imperialistas establecidos tras los acuerdos de la Conferencia de Yalta de 1945, se encontraba dentro de la esfera de influencia de los Estados Unidos. Como resultado, la burguesía italiana, bajo la fuerte presión de la burguesía estadounidense, utilizó todos sus recursos durante más de 40 años, principalmente a través de la Democracia Cristiana (DC), para mantener su control sobre el país y garantizar la alineación con la política exterior estadounidense, cuyo objetivo era mantener fuera del gobierno a los partidos pro soviéticos como el PCI.
Sin embargo, mayo de 1968 en Francia y el Otoño Caliente de 1969 en Italia hicieron que el clima social se volviera explosivo y obligaron a la burguesía a tomar medidas para contener la tormenta social. Así, los partidos de izquierda y los sindicatos se radicalizaron, con consignas que tendían a aglutinar, pero solo en palabras, las reivindicaciones procedentes de las bases. Al mismo tiempo, se lanzó toda una campaña, orquestada por los partidos de izquierda y creíble gracias a las reacciones de los partidos de centro y derecha, según la cual sería posible, mediante los esfuerzos de las bases, alcanzar y superar a los demócratas cristianos en las elecciones e imponer finalmente un gobierno de izquierda con el PCI. Fue en la década de 1960, y especialmente en la de 1970, cuando tuvo lugar este curso, que sirvió en parte para engañar al proletariado en Italia pero no solo allí, haciéndole creer que bastaba con conseguir la mayoría electoral para que se cumplieran las promesas electorales.
De hecho, el PCI nunca llegó al poder[[4]] debido a un veto explícito de Estados Unidos, pero con la variada composición política de la Italia de entonces, era posible, según las circunstancias, formar gobiernos de centroizquierda con la presencia del Partido Socialista Italiano (PSI), e incluso gobiernos apoyados por el PCI. Así comenzó en muchos países el período de la izquierda «en el poder», una poderosa mistificación destinada a canalizar las aspiraciones de las masas de la época hacia el callejón sin salida del parlamentarismo burgués.
Pero mantener a la izquierda en el poder, cuando las condiciones objetivas no permiten que esta izquierda (ni, por cierto, ninguna otra facción de la burguesía) satisfaga las necesidades del proletariado, no es la mejor política a seguir, o al menos no puede aplicarse durante demasiado tiempo sin desacreditar a esta importante facción de la burguesía. Por eso, en los años setenta y ochenta, asistimos a una sucesión de gobiernos de derecha e izquierda en varios países del mundo, dependiendo de la intensidad de las luchas obreras en curso. La política de mantener a la izquierda en la oposición resultó especialmente eficaz, ya que permitió a los distintos partidos burgueses de izquierda y a los sindicatos radicalizarse y denunciar las medidas del Gobierno sin temor a tener que aplicar lo que exigían en las manifestaciones y en el Parlamento.
El proceso que condujo al fin de los bloques imperialistas y al comienzo de una era de caos fue el resultado de un estancamiento en la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado. Este estancamiento se debió, por un lado, a la incapacidad de la clase obrera para politizar suficientemente sus luchas a lo largo de la década de 1980, dotándolas de una dinámica revolucionaria; por otro lado, la propia burguesía, ante el agravamiento de la crisis económica, no logró conducir a la sociedad hacia una nueva guerra imperialista, como había sido el caso antes de la Segunda Guerra Mundial. En la década de 1930, gracias al arma ideológica del antifascismo, la burguesía había logrado reclutar al proletariado para sus objetivos belicistas. Pero a finales de la década de 1980, el proletariado no estaba políticamente derrotado.
Fue la profundización de este impasse lo que agotó al líder del bloque imperialista más débil, la Unión «Soviética», en el esfuerzo militarista por mantener la Guerra Fría, provocando así la implosión del bloque[[5]]. Aplastado por el peso de la crisis del sistema, a la que no pudo responder con medidas económicas y políticas acordes con la situación, el bloque imperialista «soviético» se derrumbó en mil pedazos. El bloque rival estadounidense se encontró así sin un enemigo común al que vigilar y contra el que defenderse. Esto condujo, de forma lenta pero segura, a una tendencia creciente entre las distintas potencias occidentales a desvincularse de la protección estadounidense y emprender un camino independiente, e incluso a aumentar los desafíos al «líder» del bloque.
Naturalmente, Estados Unidos intentó contrarrestar esta deriva, que ponía en tela de juicio su liderazgo y su papel como superpotencia, por ejemplo, tratando de reunir a las potencias europeas detrás de él en un enfrentamiento con el Irak de Sadam Husein, lo que desencadenó la primera Guerra del Golfo de 1990-1991[[6]]. Bajo coacción, y aunque de mala gana, nada menos que 34 países diferentes, entre ellos las principales potencias europeas, los países de América del Sur, Oriente Medio, etc., se sometieron a la voluntad estadounidense participando en una guerra provocada por los propios Estados Unidos.
Pero cuando, con la segunda Guerra del Golfo en marzo de 2003, Estados Unidos intentó de nuevo demostrar que tenía las claves para controlar la situación mundial, inventando la historia de que Sadam Husein poseía «armas de destrucción masiva», fueron muchos menos los países que se unieron a la coalición y, lo que es más significativo, países con el peso de Francia y Alemania se opusieron firmemente desde el principio y no participaron.
Al mismo tiempo, debemos recordar las guerras de los Balcanes, que afectaron a la antigua Yugoslavia, un país desangrado tras una sangrienta separación en siete nuevas naciones, y donde los intereses divergentes de los antiguos aliados del bloque occidental se hicieron aún más evidentes. A principios de la década de 1990, el Gobierno del canciller Helmut Kohl, que impulsaba y apoyaba la independencia de Croacia y Eslovenia para dar a Alemania acceso al Mediterráneo, se opuso directamente no solo al poder estadounidense, sino también a los intereses de Francia y Reino Unido. Esto condujo a una serie de guerras en Croacia, Bosnia-Herzegovina y, finalmente, Kosovo, que se prolongaron hasta finales de siglo, pasando por toda una serie de alianzas cambiantes que demostraron la naturaleza cada vez más cínica y de corto plazo de las relaciones imperialistas en este periodo.
El nuevo escenario internacional creado por la ruptura de los bloques, que, como ya se ha mencionado, marca el comienzo de lo que llamamos la fase de descomposición, la fase final de la decadencia del capitalismo, no podía dejar de tener consecuencias para la política interna y para el papel y la importancia relativa de los distintos partidos.
Por un lado, la desaparición de los bloques significaba que ya no era necesario mantener las mismas alianzas gubernamentales que en el pasado. Esto llevó en ocasiones a la necesidad de desmantelar, por todos los medios posibles, la antigua alianza política que había guiado la formación de los distintos gobiernos. Una vez más, Italia es un excelente ejemplo: después de haber sido controlada durante mucho tiempo, en nombre de los estadounidenses, por un conglomerado de fuerzas que incluía partidos políticos (la DC en el centro), la mafia siciliana, la masonería (P2) y los servicios secretos, el intento de la parte de la burguesía italiana que aspiraba a desempeñar un papel más autónomo y liberarse de este control tras la caída del Muro de Berlín se topó con una enorme resistencia por parte de esta alianza, lo que condujo a una serie de asesinatos de políticos y magistrados, atentados con bombas, etc.[[7]]
Por otra parte, el importante declive de la combatividad y, sobre todo, de la conciencia de la clase obrera provocado por la caída de la Unión Soviética, que hasta entonces había sido falsamente presentada por los medios de comunicación como la patria del socialismo, provocó una crisis en los partidos de izquierda, que ya no eran indispensables, o al menos no merecían la prominencia que habían adquirido, para contener una presión obrera que se había reducido considerablemente. Esto provocó profundos cambios políticos en varios países y el fin de la alternancia entre la derecha y la izquierda.
Si consideramos las características esenciales de la descomposición tal y como se manifiesta hoy en día, vemos que todas ellas tienen un punto en común, a saber, la falta de perspectiva para la sociedad, que es particularmente evidente en el caso de la burguesía en el plano político e ideológico. Esto determina, en consecuencia, la incapacidad de las distintas formaciones políticas para proponer proyectos a largo plazo, coherentes y realistas.
Así es como caracterizamos la situación en nuestras «Tesis sobre la descomposición»: «Entre las características más importantes de la descomposición de la sociedad capitalista, hay que subrayar la creciente dificultad de la burguesía para controlar la evolución de la situación en el plano político. La base de este fenómeno es, claro está, que la clase dominante cada día controla menos su aparato económico, infraestructura de la sociedad. El atolladero histórico en que está metido el modo de producción capitalista, los fracasos sucesivos de las diferentes políticas instauradas por la burguesía, la huida ciega permanente en el endeudamiento con el cual va sobreviviendo la economía mundial, todos esos factores repercuten obligatoriamente en un aparato político incapaz, por su parte, de imponer a la sociedad, y en especial a la clase obrera, la "disciplina" y la adhesión que se requieren para movilizar todas las fuerzas y todos las energía para la guerra mundial, única "respuesta" histórica que la burguesía puede "ofrecer". La falta de la menor perspectiva (si no es la de ir parcheando la economía) hacia la cual pueda movilizarse como clase, y cuando el proletariado no es todavía una amenaza de su supervivencia, lleva a la clase dominante, y en especial a su aparato político, a una tendencia a una indisciplina cada vez mayor y al sálvese quien pueda. Es un fenómeno que nos permite explicar el hundimiento del estalinismo y del bloque imperialista del Este.
Ese derrumbe es globalmente consecuencia de la crisis económica mundial del capitalismo; pero tampoco puede analizarse sin tener en cuenta lo que las circunstancias históricas de su aparición han hecho de específico en los regímenes estalinistas (véase al respecto las "Tesis sobre la crisis económica y política en la URSS y en los países del Este", Revista internacional n° 60) (...)
Esa tendencia general a que la burguesía pierda el control de su política, si ya es uno de los primeros factores en el hundimiento del bloque del Este, se va a agudizar todavía más precisamente por ese hundimiento, a causa de :
El declive de los partidos burgueses tradicionales creó un cierto vacío político a nivel internacional, tanto en la derecha como en la izquierda. Además, en un contexto en el que ya no existían directrices desde arriba comenzó a favorecer la entrada en la escena política de aventureros y magnates financieros sin experiencia política, pero deseosos de resolver los asuntos a su manera. Esto marcó el comienzo de un cambio en el panorama político nacional de varios países, que intentaremos describir a continuación.
Esta aceleración de la crisis del sistema a todos los niveles se manifiesta de diferentes maneras. El problema fundamental es la pérdida de control de la burguesía sobre la dinámica política del país. Esto se refleja tanto en su incapacidad para orientar las elecciones de la población hacia el equipo de gobierno más adecuado para la situación, como hacía en el pasado, como en su dificultad para formular estrategias válidas para contener (y mucho menos superar) la crisis del sistema. En resumen, la burguesía carece cada vez más de la «cabeza pensante» que en el pasado le había permitido mitigar las dificultades en su camino.
El primer efecto de esto es una pérdida de cohesión dentro de la burguesía, que, sin un plan general común, es incapaz de mantener la unidad de sus diversos componentes. Esto conduce a una tendencia al «sálvese quien pueda», con una dificultad cada vez mayor para crear alianzas estables. Esto es evidente a nivel de los distintos países, donde cada vez es más difícil formar gobiernos estables debido a los resultados electorales cada vez más impredecibles.
En Francia, tras el éxito de la coalición populista de Marine Le Pen en las elecciones europeas, Macron sorprendió a todos al anunciar la disolución de la Asamblea Nacional y convocar nuevas elecciones legislativas. Sin embargo, el resultado fue un Parlamento ingobernable, dividido en tres bloques más o menos iguales: la izquierda (de forma muy frágil, unida momentáneamente por el oportunismo electoral), el centro macronista y la extrema derecha. Tras meses de estancamiento institucional, se formó un gobierno de centro-derecha, que fue torpedeado por una moción de censura parlamentaria tras solo tres meses. Posteriormente, se formó el gobierno centrista de Bayrou, un gobierno minoritario y, por lo tanto, completamente precario. En el momento de escribir este artículo, Bayrou ha sido derrocado y la propia presidencia de Macron está siendo cuestionada por una gran parte del electorado.
También en Gran Bretaña la política burguesa se caracteriza por una gran inestabilidad, con cinco nuevos gobiernos en siete años. Y las perspectivas del actual gobierno de Starmer se han oscurecido desde la victoria del Partido Laborista en las elecciones del año pasado con un 34 % de los votos, ya que su apoyo ha caído al 23 %, mientras que Reform UK, el partido populista nacionalista liderado por Nigel Farage, es el más popular, según las últimas encuestas, con un 29 %.
En Alemania, tras la caída del gobierno de Olaf Scholz, formado por el SPD, los Verdes y los Liberales han sido calificados por el instituto Infratest dimap[[9]] como «el más impopular de la historia alemana»[[10]], el nuevo Gobierno de Friedrich Merz, apoyado por una coalición entre la CDU y el SPD, ya está perdiendo terreno según las últimas encuestas, mientras que el partido populista y nacionalista AfD está ganando terreno y ahora solo está a 3 puntos de la CDU.
El Gobierno español de Pedro Sánchez, basado en una alianza entre el PS y varios partidos regionales catalanes y vascos, se formó y se mantiene gracias a concesiones históricas, como la ley de amnistía para los líderes del movimiento independentista implicados en la organización del referéndum ilegal sobre la independencia de Cataluña celebrado en 2017. Por lo tanto, este Gobierno se sustenta en el chantaje político de un partido sobre otro.
Hemos citado ejemplos de los países más poderosos de Europa (pero también existen situaciones similares en Austria, los Países Bajos y Polonia, entre otros) porque, en comparación con los gobiernos que existían en estos mismos países en un pasado no muy lejano, las actuales administraciones palidecen. Por ejemplo, Willy Brandt en Alemania, promotor de la Ostpolitik y ganador del Premio Nobel de la Paz en 1971, fue canciller de 1969 a 1974; Angela Merkel, considerada una de las mujeres más poderosas del mundo, ocupó este cargo desde 2005 hasta 2021 (¡15 años completos!) y Margaret Thatcher, apodada la «Dama de Hierro», que dejó su huella en un largo período de influencia política, fue primera ministra británica desde mayo de 1979 hasta noviembre de 1990, ¡un total de 11 años! Esta comparación nos hace darnos cuenta de lo frágil, volátil y precaria que es la situación actual.
Pero la misma fragmentación es evidente a nivel internacional, donde el Brexit[[11]], decidido por el referéndum consultivo de 2016, y luego la operación «arancelaria» de Trump[[12]] este año, por citar solo algunos ejemplos importantes, han marcado, uno tras otro, momentos importantes de ruptura en las anteriores colaboraciones internacionales entre Estados.
En un contexto en el que el comunismo se consideraba un fracaso, en el que la clase obrera ya no se manifestaba en las calles como antes, pero en el que la presión económica seguía existiendo y los desastres medioambientales se multiplicaban, comenzaron a surgir en todo el mundo movimientos ecologistas de todo tipo. Los primeros aparecieron en los años setenta y ochenta y se extendieron y desarrollaron en varios países, abogando no solo por el respeto a la naturaleza, sino también por el rechazo al militarismo y la guerra.
Desgraciadamente, al considerar los problemas medioambientales de forma aislada y no como una manifestación de cómo el capitalismo destruye la naturaleza, especialmente en su fase decadente, las personas que protestaban contra estos problemas llegaron a creer que las cosas podían resolverse dentro del sistema existente y se unieron a nuevas ramificaciones burguesas, cada una con su propio líder que buscaba un espacio político en el cual expresarse.
Sin embargo, estos movimientos siguieron siendo muy minoritarios, incluso cuando intentaron competir en las elecciones, y resultaron ser efímeros. Esto se explica por el hecho de que estos movimientos surgieron y lucharon a menudo por causas medioambientales específicas: oposición a la construcción de una presa o una central nuclear, contaminación causada por las grandes industrias, etc. En consecuencia, una vez que la atención se desvió del tema específico, el peso de la opinión que lo rodeaba también dejó de apoyarlo.
Sin embargo, en algunos países, como Alemania y Bélgica, los partidos políticos «verdes» han logrado «abrirse paso» e incluso entrar en el gobierno. Fundados bajo el impulso de ciertas personalidades, entre ellas Daniel Cohn-Bendit, líder del movimiento estudiantil de 1968 en Francia, los Verdes alemanes han crecido de forma constante desde principios de la década de 1980, obteniendo 27 escaños (5,6 %) en el Bundestag en 1983 y la victoria en las elecciones regionales de Hesse en 1985, donde Joschka Fischer, otro líder del movimiento, fue nombrado ministro de Medio Ambiente. El descrédito de los demás partidos tradicionales favoreció naturalmente el crecimiento de «recién llegados» como los Verdes en Alemania. Pero el problema es que, como hemos tratado de desarrollar anteriormente, gobernar un país no es una tarea fácil. Es cierto que la burguesía ha acumulado una gran experiencia, pero esta no puede transferirse fácil e inmediatamente a un partido de nueva formación. Por otra parte, los Verdes alemanes demostraron inmediatamente ser como cualquier otro político burgués. Tras presentar en 1980 un programa electoral superficial que incluso hablaba de «desmantelar» el ejército alemán e iniciar la «disolución» de alianzas militares como la OTAN y el Pacto de Varsovia, en 1999 renunciaron por primera vez a su pacifismo, cuando Joschka Fischer defendió el despliegue de aviones de la OTAN para bombardear Serbia. La misma situación se repitió cuando en el programa electoral de 2021 se opuso al envío de armas a zonas de guerra y pidió un «nuevo impulso al desarme», prioridades que posteriormente se incluyeron en el acuerdo de coalición con el que se formó el Gobierno de Scholz. Luego dieron un giro de 180 grados, en consonancia con su naturaleza burguesa, gracias a la labor del vicecanciller y ministro de Economía y Clima, Robert Habeck, y de la ministra de Asuntos Exteriores, Annalena Baerbock, los dos miembros más destacados del Partido Verde en el gabinete de Olaf Scholz. Ambos lograron convencer al canciller para que enviara armas pesadas a Ucrania. La respuesta de Habeck en Kiel a los manifestantes que lo tildaron de «belicista» fue significativa: «En esta situación, en la que la gente defiende su vida, su democracia y su libertad, Alemania y los Verdes deben estar preparados para afrontar la realidad»[[13]].
Un fenómeno llamativo que se ha producido en las últimas décadas es el rápido desarrollo de los movimientos populistas y, a su estela, de los partidos de extrema derecha. Un rápido vistazo a las actuales formaciones gubernamentales en todo el mundo muestra, por ejemplo que, en Europa, siete países, entre ellos Italia, los Países Bajos, Suecia y Finlandia, ya han establecido una mayoría gubernamental con un importante componente populista, mientras que en otros casos, como Francia, Alemania y el Reino Unido, el movimiento populista ha ganado una considerable representación política o ha logrado un éxito rotundo (Brexit). El fenómeno sigue creciendo, hasta el punto de que algunos de sus representantes ocupan ahora importantes cargos ministeriales, por ejemplo, en Italia y los Países Bajos. En Sudamérica, con Bolsonaro en Brasil y Milei en Argentina, y en Asia, con Modi en la India, los populistas han sido elegidos jefes de Estado. Por último, pero no por ello menos importante, en Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, un aventurero populista al frente del movimiento MAGA (Make America Great Again) ha ganado un segundo mandato como jefe del Estado federal.
La tendencia al «vandalismo» político de estos movimientos, que se manifiesta en el rechazo a las «élites», el rechazo a los extranjeros, la búsqueda de chivos expiatorios, el repliegue en la «comunidad autóctona», las teorías conspirativas, la creencia en un líder fuerte y providencial, etc., es ante todo el producto de la putrefacción ideológica que transmite la falta de perspectiva de la sociedad capitalista[[14]], que afecta en primer lugar a la clase capitalista.
Pero el avance y el desarrollo del populismo en la vida política de la burguesía ha estado determinado sobre todo por una de las principales manifestaciones de la descomposición de la sociedad capitalista: la creciente dificultad de la burguesía para controlar la evolución de la situación en el plano político, a través de sus partidos más «experimentados», que han perdido no solo su credibilidad, sino también su capacidad para gestionar y controlar la situación en el plano político: «El retorno de Trump es una expresión clásica del fracaso político de las facciones de la clase dirigente que tienen una comprensión más lúcida de las necesidades del capital nacional; por lo tanto, es una clara expresión de una pérdida más general del control político por parte de la burguesía estadounidense, pero esta es una tendencia global y es particularmente significativo que la ola populista esté teniendo un impacto en otros países centrales para el capitalismo: así, hemos visto el ascenso de la AfD en Alemania, el RN de Le Pen en Francia y Reform en el Reino Unido. El populismo es la expresión de una fracción de la burguesía, pero sus políticas incoherentes y contradictorias expresan un nihilismo y una creciente irracionalidad que no sirven a los intereses generales del capital nacional. El caso de Gran Bretaña, que ha sido dirigida por una de las burguesías más inteligentes y experimentadas, y que se pegó un tiro en el pie con el Brexit es un claro ejemplo. Las políticas internas y externas de Trump no serán menos perjudiciales para el capitalismo estadounidense: en términos de política exterior, al alimentar el conflicto con sus antiguos aliados mientras corteja a sus enemigos tradicionales, pero también a nivel doméstico, a través del impacto de su «programa» económico autodestructivo. Sobre todo, la campaña de venganza contra el «Deep State» y las «élites liberales», la focalización con ciertas minorías y la «guerra anti-woke» darán lugar a enfrentamientos entre facciones de la clase dominante que podrían llegar a ser extremadamente violentos en un país donde una enorme proporción de la población posee armas; el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 palidecería al hacer la comparación. Y ya podemos ver, de forma embrionaria, los inicios de una reacción de parte de la burguesía que más tiene que perder con las políticas de Trump (por ejemplo, el estado de California, la Universidad de Harvard, etc.). Tales conflictos conllevan la amenaza de arrastrar a gran parte de la población y representan un peligro extremo para la clase obrera, para los esfuerzos por defender sus intereses de clase y forjar su unidad contra todas las divisiones que le inflige la desintegración de la sociedad burguesa. Las recientes manifestaciones «Hands Off» organizadas por el ala izquierda del Partido Demócrata son un claro ejemplo de este peligro, ya que han logrado canalizar ciertos sectores y reivindicaciones de la clase obrera hacia una defensa general de la democracia contra la dictadura de Trump y compañía. De nuevo, aunque estos conflictos internos puedan ser especialmente agudos en EE. UU., son producto de un proceso mucho más amplio. El capitalismo decadente ha confiado durante mucho tiempo en el aparato estatal para evitar que esos antagonismos desgarren la sociedad, y en la fase de descomposición el Estado capitalista también se ve obligado a recurrir a las medidas más dictatoriales para mantener su dominación. Pero al mismo tiempo, cuando el propio aparato estatal se ve desgarrado por violentos conflictos internos, se produce un fuerte impulso hacia una situación en la que «el centro no puede sostenerse, la anarquía se desata por el mundo», como dijo el poeta WB Yeats. Los «Estados fallidos» que vemos más claramente en el Medio Oriente, África y el Caribe son una imagen de lo que ya se está gestando en los centros más desarrollados del sistema. En Haití, por ejemplo, la maquinaria oficial del Estado es cada vez más impotente frente a la competencia de las bandas criminales, y en algunas partes de África, la competencia entre bandas ha alcanzado el paroxismo de la «guerra civil». Pero en los propios Estados Unidos, la actual dominación del Estado por el clan Trump se asemeja cada vez más al gobierno de una mafia, con su abierta adhesión a los métodos del chantaje y las amenazas.»[[15]]
Esta situación tiene repercusiones muy significativas en todo el panorama político y económico mundial. De hecho, mientras los distintos países, a pesar de la competencia entre ellos, lograron mantener una política de cooperación en determinadas cuestiones, como la política económica en particular o la política imperialista, se pudo frenar, al menos en parte, la caída en el abismo de la decadencia y la descomposición del sistema. Pero hoy en día, las políticas ciegas e irresponsables (desde un punto de vista burgués) de muchos países, incluido el propio Estados Unidos, no solo no logran frenar la crisis del sistema, sino que, de hecho, la aceleran.
Estas profundas divisiones dentro de la burguesía expresan el peso del «sálvese quien pueda», lo que significa que los distintos componentes ya no se sienten vinculados por un interés superior en la defensa de los intereses del Estado, o de un «orden internacional», sino que persiguen los intereses de facciones políticas particulares, camarillas o familias económicas específicas, a cualquier precio. Además, a menudo ocurre que los grupos de interés que ascienden en la sociedad hasta alcanzar importantes cargos gubernamentales no tienen formación política previa. Todo ello significa que la política que sigue la burguesía hoy en día se caracteriza cada vez más por un alto grado de improvisación e irracionalidad que, naturalmente, en un contexto de creciente desorden, no hace sino acelerar el caos mundial. Ya hemos mencionado medidas totalmente irracionales, como la decisión de celebrar un referéndum sobre el Brexit en Gran Bretaña y la política arancelaria de Trump. Simplemente añadiremos algunos detalles sobre la composición del equipo para el segundo mandato de Trump, el líder del país más poderoso del mundo: cada quien puede examinar por sí mismo lo que está sucediendo de manera similar en otros países.
He aquí un juicio que apareció en un periódico italiano (¡desde luego, no un periódico de izquierda!) a principios de año: «Ningún presidente ha reclutado jamás a tal multitud de delincuentes, extremistas, sinvergüenzas, estafadores e individuos indeseables».[[16]] Echemos un vistazo más de cerca a algunos de los miembros de la administración Trump 2. La primera opción de Trump para el puesto de fiscal general fue Matt Gaetz, pero tuvo que retirarse. ¿El motivo? No porque fuera su abogado, que le había guiado con habilidad diabólica a través de sus problemas legales. El verdadero motivo era que se enfrentaba a acusaciones de acoso sexual y consumo de drogas, lo que sin duda no es ideal para un ministro de Justicia.
Luego está el sensacional caso del famoso antivacunas Robert F. Kennedy Jr., nombrado para dirigir el Departamento de Salud y Servicios Humanos, a pesar de haber declarado su deseo de abolir las vacunas contra la poliomielitis y ser conocido como un teórico de la conspiración. Más de 75 premios Nobel se opusieron al nombramiento de Kennedy Jr. como secretario de Salud, alegando que «pondría en peligro la salud pública». Más de 17 000 médicos (de un total de 20 000), miembros del Comité para la Protección de la Salud, se opusieron al nombramiento de Kennedy Jr., alegando que este ha socavado la confianza pública en las vacunas durante décadas y supone una amenaza para la salud nacional. El epidemiólogo Gregg Gonsalves, de la Universidad de Yale, que también se opuso al nombramiento de Kennedy Jr., afirmó que poner a Kennedy al frente de una agencia sanitaria sería como «poner a un terraplanista al frente de la NASA».
Pete Hegseth, conocido homófobo, ha sido nombrado director del Pentágono (con un presupuesto de 800 000 millones de dólares y 3 millones de empleados). Y, sorpresa, también está siendo demandado por acoso sexual.
En cuanto al resto de miembros del Gobierno, los informes sugieren que la mayoría son extremistas, están mal formados o son especialmente antisistema. Lo que les une es su lealtad absoluta a su líder. A Trump no le importa si juran lealtad a la Constitución; solo necesita que le juren lealtad a él y que lo demuestren.
Trump se distinguió inmediatamente al eliminar a miles de funcionarios que consideraba problemáticos o que, en su opinión, desempeñaban funciones incompatibles con su mandato. Pero fue aún más brutal con quienes se le oponían directamente, utilizando métodos vengativos dignos de las disputas mafiosas.
La política contra aquellos a quienes Trump considera traidores es su eliminación directa. Varios ejemplos lo ilustran:
Lo que antes se consideraba una característica de los países periféricos, los llamados países del Tercer Mundo, a saber, el gansterismo y el vandalismo en la política, está ahora muy extendido en los países más avanzados del mundo, incluido Estados Unidos, un país que en su día fue aclamado como el faro de la democracia. Una vez más, el caso Trump es prueba de ello.
Empecemos diciendo que Trump heredó tanto el racismo como las buenas relaciones con la mafia italoamericana de su padre, Fred Sr.[[17]]. Mientras que su padre tenía buenas relaciones con los Gambino, los Genovese y los Lucchese, su hijo las tiene con los Franzese y los Colombo. El episodio que llevó a la construcción de la Torre Trump es especialmente conocido. En 1979, cuando se colocó el primer ladrillo, una huelga en las fábricas de cemento bloqueó la venta de este material. Pero Trump eludió el bloqueo sindical comprándolo directamente a S & A Concrete. Los propietarios ocultos de la empresa constructora eran Anthony «Fat Tony» Salerno, de la familia Genovese, y Paul Castellano, de la familia Gambino, dos familias ya cercanas a su padre y cuyos líderes se reunían regularmente en casa de Cohn, el versátil abogado de Trump en aquella época. Pero también hizo importantes negocios con la mafia rusa: en 2011, Trump salió de diez años de pleitos, múltiples quiebras y 4 000 millones de libras de deuda... y esta vez se salvó gracias al «dinero ruso» de Felix Sater, cuyo padre, Michael Sheferovsky, era amigo íntimo no solo de la familia Genovese, sino también de Semion Yudkovich Moguilevitch, el «jefe de jefes» de la mafia rusa.
Numerosas mujeres ya han afirmado que Trump las violó en concursos de belleza u otros eventos. También sabemos que Trump pagó mucho dinero para silenciar a las dos mujeres que lo acusaron de tener relaciones ilícitas con él, la estrella porno Stormy Daniels y la ex conejita de Playboy Karen McDougall. Esta acusación condujo a su condena, pero fue eximido de enjuiciamiento. A principios de 2024, dos jurados distintos determinaron que Trump había difamado a la escritora E. Jean Carroll al negar sus acusaciones de agresión sexual. Se le ordenó pagar un total de 88 millones de dólares. También es bien conocida su asociación con Epstein, acusado de violación, abuso y, sobre todo, tráfico internacional de niños. Aparece con Trump en docenas de fotos. Por último, Trump también fue declarado culpable de treinta y cuatro cargos de falsificación de documentos comerciales, que salieron a la luz durante la investigación sobre los pagos realizados a Stormy Daniels.
Todos los elementos que hemos relatado en este artículo demuestran claramente un debilitamiento de la capacidad de la burguesía para gestionar su sistema político y, por lo tanto, una mayor dificultad para hacer frente a la crisis global del sistema, tanto en lo económico como en lo medioambiental, etc. De eso no hay duda.
Pero debemos tener cuidado de no imaginar que esta debilidad de la burguesía puede convertirse en una ventaja, en una fuerza para el proletariado. Hay al menos dos razones para ello. La primera se refiere al proceso que conducirá a la revolución. Las crecientes debilidades de la burguesía no son en absoluto activos que permitan a la clase obrera desarrollar su fuerza. Dado que el proyecto de esta clase es completamente antagónico a todo lo que representa el capitalismo, el debilitamiento de la burguesía no beneficia al proletariado (que solo dispone de su unidad y su conciencia). En segundo lugar, aunque muestra claros signos de declive, la burguesía hace gala de una considerable vigilancia y lucidez en materia de lucha de clases, fruto de dos siglos de experiencia de confrontación con la clase obrera. Esta experiencia la lleva no solo a estar alerta, sino sobre todo a impedir cualquier acción de la clase obrera explotando los propios efectos de la descomposición contra el proletariado.
Por ejemplo, toda la propaganda populista, que a menudo encuentra eco en algunos de los sectores más vulnerables y menos conscientes de la clase obrera, se construye explotando los temores de la gente a la competencia por el empleo o la vivienda por parte de los inmigrantes o de aquellos que son «diferentes». En segundo lugar, y lo que es más importante, explota el bombo populista para atraer a los trabajadores a campañas antipopulistas en defensa del Estado democrático.
Sin embargo, las manifestaciones de la descomposición (a través de crisis ecológicas, desastres medioambientales cada vez más frecuentes, pero sobre todo la propagación e intensificación de las guerras, acompañadas naturalmente por el empeoramiento de la crisis económica) están obligando cada vez más a ciertos elementos a buscar una alternativa a la barbarie actual, aunque todavía sean una minoría. Los ataques económicos que la burguesía ya se ve obligada a lanzar contra los trabajadores serán el mejor estímulo para la lucha de clases y permitirán la futura maduración política de las luchas. Solo así los trabajadores podrán no solo defenderse de las mistificaciones de la burguesía, sino también recuperar la comprensión de las causas profundas de la actual crisis del sistema y convertirla en una fuente de fuerza en su lucha.
Ezechiele, 27 de agosto de 2025
[1]] Amadeo Bordiga, «El principio democrático [1]», 1922, MIA (Marxists Internet Archive).
[2]] «Notas sobre la conciencia de la burguesía decadente [2]», Revista Internacional n.º 31, cuarto trimestre de 1982. Disponible en inglés.
[3]] El Partido Comunista Italiano había perdido todo su carácter proletario como resultado del proceso de «bolchevización» (en realidad, estalinización) entre finales de la década de 1920 y principios de la de 1930.
[4]] En realidad, al final de la guerra e inmediatamente después de la proclamación de la República, el PCI había estado en el poder con la DC y otros partidos de izquierda (PSIUP y PRI) desde julio de 1946 hasta el 1 de junio de 1947. La razón de ello fue que en 1942-1943 se habían producido importantes huelgas en el norte del país y se habían formado varios grupos políticos proletarios, entre ellos el Partido Comunista Internacionalista, que rápidamente había conseguido cientos de afiliados. La formación de este gobierno de «unidad nacional», que reunía a las diversas fuerzas que habían luchado en la Resistencia, sirvió para convencer a un proletariado que daba muestras de conciencia de que ahora tenía representantes válidos incluso dentro del gobierno y que, por lo tanto, ya no necesitaba luchar. No es casualidad que, una vez que se tuvo la certeza de que el levantamiento proletario había remitido, la burguesía retirara su apoyo al PCI y a otros partidos de izquierda y formara únicamente gobiernos de centro o de derecha hasta los turbulentos años 1968-1969.
[5]] Para un análisis de estos acontecimientos, véase nuestra «Tesis sobre la crisis económica y política en los países del Este [3]», Revista Internacional n.º 60, 1.er trimestre de 1990. Para más información sobre el concepto de fase de descomposición, véase también «Tesis sobre la descomposición», [4] Revista Internacional n.º 107, 4.º trimestre de 2001.
[6]] «Crisis en el Golfo Pérsico: ¡El capitalismo significa guerra! [5]», Revista Internacional n.º 63, cuarto trimestre de 1990. Disponible en inglés.
[7]] Para un análisis de este interesante punto, véase «Los ataques de la mafia: ajuste de cuentas entre capitalistas», Revolution Internationale n° 215 [6], septiembre de 1992 (en francés).
[8]] Extractos de los puntos 9 y 10 de «Tesis sobre la descomposición» [4], ya citadas.
[9]] «Wissen, was Deutschland denkt [7]» («Saber lo que piensa Alemania»).
[10]] «Scholz trails conservative CDU/CSU in election polls [8]» (Scholz va por detrás de la conservadora CDU/CSU en las encuestas electorales), sitio web In Focus.
[11]] «Brexit, Trump: contratiempos para la burguesía que en nada son un buen presagio para el proletariado [9]», Revista Internacional n.º 157, verano de 2016.
[12]] «Aranceles estadounidenses, guerras comerciales, proteccionismo... ¡El capitalismo no tiene ninguna solución a la crisis económica mundial!» [10], CCI Online, junio de 2025.
[13]] EUROPATODAY – «Alemania envía tanques a Ucrania porque los pacifistas se han convertido en intervencionistas [11]».
[14]] Véase el punto 8 de las «Tesis sobre la descomposición» [4].
[15]] «Resolución sobre la situación internacional (mayo de 2025)» [12], Revista Internacional 174, verano de 2025.
[16]] «Gangs of America alla corte di Trump [13]», (Las bandas de Estados Unidos en la corte de Trump), periódico online Il Foglio,
27 de enero de 2025.
[17]] De joven, su padre fue arrestado por ser uno de los miembros más activos del KKK.
Links
[1] https://www.google.com/url?sa=t&source=web&rct=j&opi=89978449&url=https://www.marxists.org/archive/bordiga/works/1922/democratic-principle.htm&ved=2ahUKEwiU3J7Kiq6PAxWzgP0HHePUHwQQFnoECAkQAQ&usg=AOvVaw16B6OrS6qUQRX58qrRB89m
[2] https://en.internationalism.org/internationalreview/198210/2952/machiavellianism-and-consciousness-and-unity-bourgeoisie
[3] https://es.internationalism.org/content/3451/tesis-sobre-la-crisis-economica-y-politica-en-los-paises-del-este
[4] https://es.internationalism.org/revista-internacional/200510/223/la-descomposicion-fase-ultima-de-la-decadencia-del-capitalismo
[5] https://en.internationalism.org/content/3305/crisis-persian-gulf-capitalism-war
[6] https://fr.internationalism.org/content/10681/revolution-internationale-ndeg-215-septembre-1992
[7] https://www.infratest-dimap.de/
[8] https://www.dw.com/en/scholz-trails-conservative-cdu-csu-in-election-polls/a-71607122
[9] https://es.internationalism.org/content/4185/brexit-trump-contratiempos-para-la-burguesia-que-en-nada-son-un-buen-presagio-para-el
[10] https://es.internationalism.org/content/5372/aranceles-estadounidenses-guerras-comerciales-proteccionismo-el-capitalismo-no-tiene
[11] https://europa.today.it/
[12] https://es.internationalism.org/content/5374/resolucion-sobre-la-situacion-internacional-mayo-de-2025
[13] https://www.ilfoglio.it/esteri/2025/01/27/news/gangs-of-america-alla-corte-di-trump-7360792/
[14] https://es.internationalism.org/en/tag/3/45/descomposicion