sumario
Situación internacional
Desde Somalia a Angola, desde Venezuela a Yugoslavia, entre hambrunas y matanzas, entre golpes de Estado y guerras «civiles», el torbellino de la descomposición acelerada de todos los engranajes de la sociedad capitalista provoca cada día más estragos. Por todas partes, no sólo la prosperidad y la libertad prometidas no llegan nunca, sino que, además, el capitalismo instala su hierro y su fuego, desata el militarismo, reduce a las masas de la inmensa mayoría de la población mundial a la desesperación, a la miseria y a la muerte, y lleva a cabo ataques masivos contra las condiciones de existencia del proletariado en los grandes centros urbanos e industrializados.
El llamado «nuevo orden mundial» es en realidad el caos generalizado. Esto están obligados a reconocerlo hasta los más acérrimos defensores del orden imperante. Incluso, al no poder ocultar el deterioro actual, los diarios, las radios y televisiones de todos los países, todos esos voceros de las clases dominantes, se han puesto ahora a rivalizar en «poner al desnudo» la realidad. Escándalos políticos, genocidios étnicos, deportaciones, represiones y persecuciones raciales, pogromos y catástrofes de toda índole, epidemias y hambrunas, de todo hay. Pero, evidentemente, esos acontecimientos tristemente reales, no nos los van a explicar por lo que son en sus raíces, o sea, consecuencia de la crisis mundial del capitalismo([1]), sino que son presentados cual fatalidad imparable.
Cuando la propaganda muestra las hambrunas en Somalia, las matanzas de la «purificación étnica» en la ex Yugoslavia, las deportaciones y torturas a las poblaciones en las repúblicas del Sur de la ex URSS, los chanchullos de políticos y demás, está dando cuenta de la realidad de la descomposición actual. Pero lo hacen sin establecer la más mínima relación entre esos fenómenos, inoculando así un sentimiento de impotencia, entorpeciendo la toma de conciencia de que es el modo de producción capitalista en su conjunto el responsable de la situación, en todos sus aspectos más corruptos, y que, en primera fila, se encuentran las burguesías de los grandes países.
La descomposición es el resultado del bloqueo de todos los engranajes de la sociedad: la crisis general de la economía mundial, abierta hace ya 25 años y la ausencia de la menor perspectiva de solución de esa crisis. Las grandes potencias, que, con el derrumbamiento del estalinismo, pretendían abrir una «era de paz y de prosperidad» para el capitalismo, se ven en realidad arrastradas cada una por sus intereses de una forma desordenada, lo cual a la vez nutre e incrementa la disgregación social tanto dentro de cada país como internacionalmente.
En el plano interior de los países industrializados, las burguesías nacionales se esfuerzan por contener las expresiones de la descomposición, a la vez que las utilizan para reforzar la autoridad del Estado([2]). Eso es lo que hizo la burguesía de EEUU durante las revueltas de Los Ángeles de la primavera del 92: se permitió el lujo de controlar su explosión y extensión([3]). Eso también lo está haciendo la burguesía alemana, la cual, desde el otoño, está desarrollando una campaña sobre la «caza de extranjeros». La burguesía alemana controla los acontecimientos, cuando no los provoca bajo mano, para así hacer pasar las medidas de reforzamiento del «control de la emigración», o sea su propia «caza a los extranjeros». Intenta encuadrar a la población en general y a la clase obrera en particular, en la política del Estado, mediante el montaje de manifestaciones en defensa de la «democracia».
En el plano internacional, desde que desapareció la disciplina del bloque occidental, impuesta frente al bloque imperialista ruso, con la aceleración de la crisis que los golpea de lleno, en el corazón de la economía mundial, los países industrializados son cada vez menos «aliados». Se ven arrastrados a un enfrentamiento encarnizado entre sus intereses capitalistas e imperialistas opuestos. No van hacia no se sabe qué «paz». Están, en realidad, afilando sus tensiones militares.
Desde hace año y medio, Alemania ha andado echando leña al fuego en Yugoslavia, rompiendo el statu quo que aseguraba el dominio americano en el Mediterráneo, con su apoyo a una Eslovenia y a una Croacia «independientes». Estados Unidos intenta, desde el inicio del conflicto, frenar la extensión de una zona de influencia dominada por Alemania. Después de haber apoyado veladamente a Serbia, saboteando las «iniciativas europeas» que habrían consagrado el debilitamiento relativo de su hegemonía, los Estados Unidos han acelerado la cadencia.
La intervención militar norteamericana no aportará la «paz» a Somalia, como tampoco atajará las hambres que tantos estragos están causando en ese país como en tantos otros, en una de las regiones más desheredadas del mundo. Somalia no es sino un campo de entrenamiento de operaciones militares de mayor envergadura que los Estados Unidos están preparando y que están dirigidas en primer término contra las grandes potencias que pudieran poner en entredicho su supremacía en el escenario mundial, y en primer término, Alemania.
La «acción humanitaria» de las grandes potencias no es más que un pretexto para «ocultar los sórdidos intereses imperialistas que fundamentan su acción y por los cuales se pelean. Para cubrir, pues, con una cortina de humo su propia responsabilidad en la barbarie actual y justificar nuevas escaladas»([4]). En el raid de las fuerzas armadas estadounidenses en Somalia la miseria es lo de menos, el hambre y las matanzas que abruman a ese país les importa un rábano, del mismo modo que en la Guerra del Golfo de hace dos años, guerra en la que el destino de las poblaciones locales no contaba para nada, cuya situación, por otra parte, no ha hecho más que empeorar desde esa primera «victoria» del «nuevo orden mundial».
Desde hace dos años se ha ido relajando la disciplina impuesta a todos por la «coalición» bajo la batuta norteamericana en la guerra del Golfo. Estados Unidos tiene cada día más dificultades para mantener su «orden mundial», orden que se parece cada vez más a un gallinero. Ahogada por el agotamiento y la quiebra de partes enteras de su economía, la burguesía estadounidense necesita de una nueva ofensiva de amplitud, que deje de nuevo bien clara su superioridad militar para así poder seguir imponiendo sus dictados a sus antiguos «aliados».
La primera fase de esta ofensiva consiste para los norteamericanos en darle un buen palo a las pretensiones del imperialismo francés, imponiendo un control total de las operaciones en Somalia, dejando a las tropas francesas de Yibuti el papel de extra de la película sin ninguna función de importancia en Mogadiscio. Esta primera fase no es, sin embargo, más un primer round de preparación comparada con las necesidades de la intervención en la ex Yugoslavia, en Bosnia, intervención que tendrá que ser masiva para ser eficaz como así lo han declarado desde el verano de 1992 los jefes de Estado mayor de los ejércitos estadounidenses, especialmente Colin Powell, uno de los jefes de la guerra del Golfo([5]). Aunque el cuerno de África es, por su situación geográfica, una zona estratégica de gran interés, la amplitud de la operación de los USA([6]) y su masiva publicidad, van sobre todo a servir para justificar y preparar operaciones más importantes, en los Balcanes, en Europa, que sigue siendo la clave de todo lo que se juega en el enfrentamiento imperialista, como lo han demostrado las dos guerras mundiales.
EEUU no tiene el objetivo de machacar a Somalia bajo una marea de bombas como hizo en Irak([7]), pero tampoco harán nada para que cesen las matanzas y atajar el hambre en la región. Su objetivo es primero intentar restablecer una imagen de «guerra limpia», necesaria para obtener la suficiente adhesión de la población para otras intervenciones difíciles, costosas y duraderas. En segundo lugar, intenta dar un aviso a la burguesía francesa, y por detrás de ésta, a la alemana y a la japonesa, sobre la determinación de los Estados Unidos en mantener su liderazgo. Por último, la operación en Somalia, prevista desde hace tiempo ya, sirve, como cualquier otra acción de «mantenimiento del orden» para reforzar los preparativos de guerra, y, más concretamente, el despliegue de la acción militar norteamericana en Europa.
Por algo la alianza franco-alemana exige, a través, por ejemplo, del presidente de la comisión de la CEE, Delors, que participen más tropas de los países de Europa en Yugoslavia, no para restablecer la paz como pretenden sino para estar presentes militarmente en el terreno frente a las iniciativas estadounidenses. Alemania, por primera vez desde la Segunda Guerra mundial, envía 1500 soldados fuera de sus fronteras. De hecho, so pretexto de «hacer llegar víveres» a Somalia, es un primer paso hacia una participación directa en los conflictos. Y es un mensaje a Estados Unidos sobre la voluntad de Alemania de que estará militarmente presente en el campo de batalla ex yugoslavo. Es una nueva etapa que la confrontación va a franquear, en especial en el plano militar, pero también en todos los aspectos de la política capitalista. La elección de Clinton en EEUU no modificará las principales opciones de la estrategia de la burguesía norteamericana; y además expresa los cambios que se están produciendo en la situación mundial.
En 1991, unos meses después de la «victoria» de la «tempestad del desierto», pese a la baja de popularidad debida a la agravación de la crisis en EEUU, el futuro de Bush era una reelección sin problemas. Ha ganado finalmente Clinton, al haberse granjeado poco a poco el apoyo de fracciones de peso de la burguesía americana, el de medios de comunicación influyentes en particular y gracias también al sabotaje deliberado de la campaña de Bush por la candidatura de Perot. Ésta fue relanzada una segunda vez directamente contra Bush. Con las revelaciones del escándalo del «Irakgate»([8]), con las acusaciones a Bush, ante miles de televidentes, de haber animado a Irak a invadir Kuwait, la burguesía de EEUU le hacía entender al vencedor de la «tempestad del desierto» qué salida le quedaba: la puerta de la calle. El resultado relativamente confortable de Clinton frente a Bush, ha plasmado la voluntad de cambio ampliamente mayoritario en el seno de la burguesía americana.
Lo primero que decidió a la burguesía americana, después algunas vacilaciones, a dejar de lado su discurso ideológico basado en un liberalismo incapaz de atajar el declive económico y, lo que es peor, visto como responsable de éste, fue precisamente la amplitud de la catástrofe económica. Con la recesión abierta desde 1991, la burguesía se ha visto obligada a sentenciar la quiebra de tal ultraliberalismo, inadaptado para justificar la intervención creciente del Estado, necesaria para proteger los restos de un aparato productivo y financiero que está haciendo aguas por todas partes. En su gran mayoría se ha adherido al discurso sobre la necesidad de «más Estado» que Clinton propone, que se adapta mejor a la realidad de la situación que el discurso de Bush, basado en la continuidad de la «reaganomics»([9]).
En segundo lugar, la administración Bush no ha logrado mantener la iniciativa de EEUU en el ruedo mundial. Sí pudo, durante la guerra del Golfo, hacer la unanimidad en torno al papel incuestionado de superpotencia militar mundial desempeñado en el montaje y ejecución de esa guerra; pero, desde entonces, esa unanimidad se ha ido desmoronando sin haber podido encontrar los medios para organizar otra intervención tan espectacular y eficaz para imponerse frente a los rivales potenciales de EEUU.
En Yugoslavia, en un momento en que, ya en verano del 92, los Estados Unidos habían previsto una intervención aérea en Bosnia, los europeos les metieron la zancadilla. El viaje «sorpresa» de Mitterrand a Sarajevo permitió dar al traste con la campaña «humanitaria» norteamericana que estaba entonces sirviendo para preparar los bombardeos. Además, el inextricable ovillo de fracciones armadas y la geografía de la región hacen mucho más peligrosa cualquier operación militar, disminuyendo especialmente la eficacia de la aviación, pieza clave del ejército americano. La administración Bush no pudo desplegar los medios necesarios. Y aunque se montó una nueva acción en Irak, neutralizando una parte del espacio aéreo del país, tal acción no le dio la ocasión de hacer una nueva demostración de fuerza, al no haber caído esta vez Sadam Husein en la provocación.
Al perder las elecciones, Bush ha servido de chivo expiatorio de los reveses de la política de EEUU, tanto del balance económico más que alarmante como del mediano balance en el liderazgo militar mundial. Señalado como responsable, Bush rinde un último servicio al permitir que se oculte el hecho de que no puede existir una política diferente y que es el sistema mismo el que está definitivamente carcomido. Lo que es más, para una burguesía enfrentada a una «opinión pública» desilusionada por los resultados económicos y sociales desastrosos de los años 80 y más que escéptica sobre el «nuevo orden mundial», la alternancia con Clinton, tras doce años de Partido republicano, da oxígeno a la credibilidad de la «democracia» norteamericana.
Y en cuanto a asumir el incremento de intervenciones militares, la burguesía puede confiar plenamente en el Partido demócrata, el cual tiene en ello una experiencia todavía mayor que la del Partido republicano, pues fue aquél el que gobernaba el país antes y durante la Segunda Guerra mundial, el que desencadenó y llevó a cabo la guerra de Vietnam, el que relanzó la política de armamento con Carter a finales de los años 70.
Con Clinton, la burguesía de EEUU intenta encarar la encrucijada, primero frente la crisis económica y, para mantener su liderazgo mundial en el terreno imperialista mundial, frente a la tendencia a la formación de un bloque rival encabezado por Alemania.
Tras el hundimiento del bloque del Este, los diferentes acuerdos e instituciones que garantizaban cierto grado de unidad entre los diferentes países de Europa se basaban, debajo del «paraguas» de EEUU, en un interés común de esos países contra la amenaza del bloque imperialista ruso. Con la desaparición de esa amenaza, la «unidad europea» perdió sus cimientos y la famosa «Europa del 93» está resultando un aborto.
En lugar de la «unión económica y monetaria», de la que el Tratado de Maastricht iba a ser una epata decisiva, que agruparía primero a todos los países de la «Comunidad económica europea», para luego integrar a otros, lo que se vislumbra en el horizonte es una «Europa a dos velocidades». Por un lado, la alianza de Francia y Alemania, hacia la que se inclinan España, Bélgica, en parte Italia, alianza que presiona para que se tomen medidas con las que contrarrestar la competencia americana y japonesa, y está intentando librarse de la tutela militar americana([10]). Por otro lado, los demás países, con Gran Bretaña en cabeza, Holanda también, que se resisten al auge del poderío de Alemania en Europa, apostando por la alianza con Estados Unidos, país que, por su parte, está dispuesto a oponerse por todos los medios a que surja un bloque rival.
Entre conferencias y cumbres europeas, entre ratificaciones parlamentarias y referendos, no está dibujándose ni mucho menos esa gran unidad y armonía entre las burguesías nacionales de los diferentes países de Europa. A lo que sí asistimos es a un férreo pulso cada día más duro a causa de la necesidad de escoger entre la alianza con Estados Unidos, que siguen siendo la primera potencia mundial, y su challenger, Alemania, y todo ello con el telón de fondo de una crisis económica sin precedentes y una descomposición social que empiezan a hacer notar sus desastrosas consecuencias en el meollo mismo de los países desarrollados. Y por mucho que ese pulso tenga las apariencias de un reto entre «democracias» apegadas al método del «diálogo» para «encontrar terrenos de entendimiento», la guerra carnicera en la ex Yugoslavia, alimentada por el enfrentamiento entre las grandes potencias por detrás de las rivalidades entre los nuevos Estados «independientes»([11]), nos da ya una primera idea de la mentira de la «unidad» de las «grandes democracias» y de la barbarie de que son capaces para defender sus intereses imperialistas([12]). No sólo continúa la guerra en Bosnia, sino que corre el riesgo de alcanzar a Kosovo y a Macedonia en donde la población también se verá arrastrada por el torbellino de la barbarie.
Europa, a donde confluyen las rivalidades entre las principales potencias, es un continente evidentemente central en la tendencia a la formación de un bloque alemán, y la ex Yugoslavia es su «laboratorio» militar europeo. Pero es el planeta entero el escenario de las tensiones entre los nuevos polos imperialistas, tensiones alimentadas por los conflictos armados en el Tercer mundo y en el ex bloque soviético.
Tras el desmoronamiento del antiguo «orden mundial», no sólo no han cesado los antiguos conflictos locales, como atestigua la situación en Afganistán o en Kurdistán por ejemplo, sino que además surgen otras nuevas «guerras civiles» entre fracciones locales de la burguesía, obligadas antes a colaborar por un mismo interés nacional. Sin embargo, el estallido de nuevos focos de tensión no queda nunca limitado a lo estrictamente local. Cualquier conflicto atrae inmediatamente la codicia de fracciones de la burguesía de países vecinos y, en nombre de las étnias, de disputas fronterizas, por querellas religiosas, aduciendo el «peligro de desorden» o con cualquier otro pretexto, desde el más pequeño sátrapa local hasta las grandes potencias, todos van corriendo a meterse en la espiral del enfrentamiento armado. La menor guerra «civil» o «local» desemboca inevitablemente en enfrentamiento entre grandes potencias.
No todas las tensiones se deben en su origen a los intereses de esas grandes potencias capitalistas. Pero éstas, por la imparable «lógica» misma de la guerra capitalista, acaban siempre metiéndose en ellas, aunque sólo sea por impedir que lo hagan sus competidores y marcar puntos que pudieran tener su importancia en la relación de fuerzas general.
Así, los Estados Unidos intervienen o siguen de cerca situaciones «locales» que pueden servir sus intereses frente a rivales potenciales. En África, en Liberia, la guerra, al principio entre bandas rivales, se ha transformado hoy en punta de lanza de la ofensiva estadounidense para acabar con la presencia francesa en sus «cotos de caza» que son Mauritania, Senegal y Costa de Marfil. En América del Sur, Estados Unidos ha mantenido una apacible neutralidad durante el intento de golpe de Estado en Venezuela contra Carlos Andrés Pérez, amigo de Mitterrand, González y del difunto Willy Brandt, miembros todos ellos de la Internacional socialista, y favorable al mantenimiento de la influencia de Francia, España y de Alemania. En Asia, EEUU se interesa muy de cerca por la política prochina de los Jemeres rojos, haciéndolo todo por mantener a China en su órbita antes que verla meterse en el juego de Japón.
Las grandes potencias se inmiscuyen también en enfrentamientos entre subimperialismos regionales que, por su situación geográfica, su dimensión y el armamento nuclear que poseen, pesan peligrosamente en la balanza de la relación de fuerzas imperialistas del mundo. Así ocurre con el subcontinente indio, en donde impera una situación desastrosa que acarrea todo tipo de rivalidades dentro de cada país entre fracciones de la burguesía, como lo atestiguan las recientes masacres de musulmanes en India. Esas rivalidades se han visto agudizadas por la permanente confrontación entre India y Pakistán, apoyando éste a los musulmanes de India, fomentando ésta la rebelión contra el gobierno pakistaní en Cachemira. La desaparición de las antiguas alianzas internacionales de India con la URSS y de Pakistán con China y USA, ha llevado a este último país, no ya a calmar los conflictos sino a correr el riesgo de alimentarlos.
Las grandes potencias se van aspiradas también por conflictos nuevos que, en un principio, ni deseaban ni han fomentado. En los países del Este, en el territorio de la ex URSS especialmente, las tensiones entre las repúblicas no han cesado de agravarse. Cada república se ve enfrentada a minorías nacionales que se proclaman «independientes» y forman milicias, recibiendo el apoyo abierto o solapado de otras repúblicas: los armenios de Azerbaiyán, los chechenos de Rusia, los rusos de Moldavia y Ucrania, las facciones de la guerra «civil» en Georgia, y un largo etcétera. A las grandes potencias les repugna el inmiscuirse en el barrizal de esas situaciones locales, pero el hecho de que otras potencias secundarias, como Turquía, Irán o Pakistán miren codiciosamente hacia esas zonas de la antigua URSS, o el hecho de que hoy sea la misma Rusia la que se está desgarrando en medio de una lucha feroz entre «conservadores» y «reformistas», todo eso está abriendo las puertas a la extensión de los conflictos.
Ante la descomposición que agudiza las contradicciones, engendra rivalidades y conflictos, las fracciones de la burguesía, desde las más pequeñas hasta las más poderosas, sólo tienen una respuesta: el militarismo y las guerras.
Se han hundido los regímenes capitalistas de tipo estalinista, surgidos tras la contrarrevolución de los años 20-30 en Rusia, que habían instaurado una forma rígida y totalmente militarizada de capitalismo. Los burócratas de ayer han dado una nueva mano de pintura a su nacionalismo de siempre con la fraseología de la «independencia» y de la «democracia». Lo único que pueden ofrecer, hoy como ayer, es corrupción, gangsterismo y guerra.
En el proceso de desmoronamiento del sistema capitalista, les toca ahora hundirse a los regímenes capitalistas de tipo occidental, los que pretendían haber dado la prueba, gracias a su supremacía económica, de la «victoria del capitalismo»: freno sin precedentes de las economías, purga drástica de los beneficios, desempleo por millones de obreros y empleados, degradación en constante aumento de las condiciones de trabajo, alojamiento, educación, salud y seguridad.
Pero en estos países, contrariamente al del llamado Tercer mundo, o al del ex bloque del Este, el proletariado no está dispuesto a soportar sin reacción las consecuencias dramáticas de ese hundimiento para sus condiciones de vida, como así lo ha demostrado la formidable expresión de cólera de la clase obrera en Italia en otoño del 92.
Después de tres años de pasividad, las manifestaciones, los paros y las huelgas de cientos de miles de obreros y empleados en Italia, en otoño de 1992, han sido las primeras señales de un cambio de considerable importancia. La clase obrera respondió ante los ataques más brutales desde la Segunda Guerra mundial. En todos los sectores y en todas las regiones, durante algunas semanas, la clase obrera ha recordado que la crisis económica mide a todos los obreros por el mismo rasero atacando por todas partes sus condiciones de existencia; ha recordado, sobre todo, que todos juntos, por encima de las divisiones que el capitalismo impone, los obreros son la fuerza social que puede oponerse a las consecuencias de la crisis.
Las iniciativas obreras en las huelgas, la participación masiva en las manifestaciones de protesta contra el plan de austeridad del gobierno, y la bronca contra los sindicatos oficiales que apoyaban ese plan, han demostrado una capacidad de respuesta intacta por parte de los proletarios. Aunque la burguesía haya guardado la iniciativa y el movimiento masivo del principio se haya ido deshilachando después, es ya una experiencia de las primeras luchas importantes de los obreros desde 1989 en los países industrializados, es el retorno de la combatividad obrera.
Los acontecimientos en Italia han sido una etapa para que la clase obrera, con su vuelta a la lucha, en el terreno común de la resistencia a la crisis, tome confianza en su capacidad para responder a los ataques del capitalismo, y abrir una perspectiva.
La ausencia de información sobre los acontecimientos en Italia, tan en contraste con la publicidad que tuvieron la «huelga» de los siderúrgicos, la «huelga» de los transportes, la «huelga» del sector público durante las grandes maniobras sindicales en la primavera de 1992 en Alemania([13]), es, en cierto modo, reveladora de lo que ha significado ese auténtico avance obrero en el movimiento de Italia. Cuando la burguesía alemana logró en la primavera pasada ahogar la más mínima iniciativa obrera, sus maniobras obtuvieron espacios abiertos en todos los medios de comunicación de la clase dominante de todos los países. En otoño, la burguesía italiana obtuvo, gracias al black-out de esa misma propaganda, el apoyo de la burguesía internacional, ya que podía esperarse y temer la reacción de los obreros a las medidas de austeridad, que el Estado italiano no podía postergar por más tiempo.
Ese movimiento ha sido un primer paso hacia la reanudación de la lucha de clases internacional. Italia es el país del mundo en donde el proletariado tiene mayor experiencia de luchas obreras y mayor desconfianza hacia los sindicatos, lo cual no es ni mucho menos lo que ocurre en otros países europeos. Por ello las reacciones obreras en otros países europeos o en EEUU no tendrán de entrada un carácter tan radical y masivo como en Italia.
En Italia mismo, por lo demás, el movimiento topó con sus límites. Por un lado, el rechazo masivo de los sindicatos por la mayoría de los obreros en ese movimiento, ha demostrado que, a pesar de la ruptura de los tres últimos y largos años, la experiencia antigua de la clase obrera de su enfrentamiento con los sindicatos no se ha perdido. Pero, por otro lado, la burguesía se esperaba ese rechazo. Y lo ha hecho todo por focalizar la cólera obrera en acciones espectaculares, contra los dirigentes sindicales, evitándose así una respuesta más amplia contra las medidas y el conjunto del aparato de Estado y de todos sus apéndices sindicales.
En lugar de haber tomado el control de la lucha en las asambleas generales, en las que, colectivamente, los obreros pueden decidir los objetivos y los medios de acción, los organismos «radicales», de tipo sindicalista de base, organizaron un desahogo del descontento. Con las piedras y las tuercas lanzadas a la cabeza de los dirigentes sindicaleros, los «basistas» mantenían la trampa de la falsa oposición entre el sindicalismo de base y los sindicatos oficiales, sembrando así la desorientación y quebrando la movilización masiva y la unidad, que es lo único que permite que se desarrolle una eficaz resistencia contra los ataques del Estado.
Las luchas obreras en Italia han significado una reanudación de la combatividad a la vez que han plasmado las dificultades que por todas partes se presentan ante la clase obrera, y, en primer término, el sindicalismo, oficial o de base, y el corporativismo.
El ambiente de desconcierto y de confusión que se respira en los medios obreros a causa de las campañas ideológicas sobre la «quiebra del comunismo», el final del marxismo, el final de la lucha de clases, sigue todavía presente. La combatividad es sólo la condición previa para salir de ese ambiente. La clase obrera deberá tomar conciencia de que su lucha exige un cuestionamiento general, de que a quien se enfrenta es al capitalismo como sistema mundial que domina el planeta, un sistema en crisis, portador de miseria, guerra y destrucción.
Hoy, empieza a desaparecer la pasividad ante esas promesas de «paz» de un capitalismo triunfante. La «tempestad del desierto» ha contribuido a desvelar las mentiras de esa «paz».
Poner al desnudo lo que significa la participación de los ejércitos de los grandes países «democráticos» en guerras como la de Somalia y en la ex Yugoslavia es menos evidente. Pretenden intervenir para «proteger a la población» y «acompañar la ayuda alimenticia». Sin embargo, la lluvia de ataques que está cayendo sobre las condiciones de vida de la clase obrera pondrá al desnudo los pretextos «humanitarios» para mandar tropas pertrechadas con las armas más sofisticadas, costosas y asesinas, y va a contribuir a hacer comprender la mentira «humanitaria» y la verdad de la labor de los ejércitos «democráticos», labor tan sucia como la de todas las cuadrillas, bandas, milicias y ejércitos de todo pelaje y convicción que aquéllos pretenden combatir.
En cuanto a la promesa de «prosperidad», la catástrofe y la aceleración sin precedentes de la crisis económica están haciendo añicos los últimos ejemplos-refugio donde las condiciones de vida han estado relativamente protegidas, en países como Alemania, Suecia o Suiza. El desempleo masivo se extiende ahora por sectores de mano de obra altamente cualificada, las menos afectadas hasta ahora, que vienen a unirse al tropel de los millones de desempleados en las áreas del mundo en donde el proletariado es más numeroso y está más concentrado.
El despertar de la lucha de clases en Italia del otoño de 1992 ha marcado una reanudación de la combatividad obrera. El desarrollo de la crisis, con el militarismo cada día más presente en el clima social de los países industrializados, va a servir para que las próximas luchas de importancia, que acabarán necesariamente por surgir, desemboquen en un desarrollo de la conciencia en la clase obrera de la necesidad de reforzar su unidad, y, junto con las organizaciones revolucionarias, forjar así su perspectiva hacia un verdadero comunismo.
OF
[1] Ver artículo sobre la crisis económica en este número.
[2] La burguesía lo intenta todo por atajar la descomposición que afecta a su orden social. Pero es una clase totalmente incapaz de destruir su causa profunda, puesto que es su propio sistema de explotación y de ganancia la raíz de tal descomposición. Sería como si quisiera cortar de raíz la rama en la que está encaramada.
[3] Véase Revista Internacional nº 71.
[4] Revista internacional nº 71. Como lo menciona el diario francés Libération del 9/12/92 : «Y ha sido así como, protegiéndose con el anonimato, un muy alto responsable de la misión de Naciones unidas en Somalia (Onusom) dio rienda suelta a su modo profundo de pensar: “La intervención norteamericana apesta a arrogancia. No han consultado a nadie. El desembarco ha sido preparado muy de antemano, lo humanitario sólo es un pretexto. Lo que aquí vienen a hacer, de hecho, es un test, del mismo modo que se prueba una vacuna en un animal, para probar su doctrina sobre cómo resolver futuros conflictos locales. Ahora bien, esta operación costará como los propios EEUU lo han reconocido, entre 400 y 600 millones de dólares en su primera fase. Con la mitad de esa cantidad, sin un solo soldado, devolveríamos su próspera estabilidad a Somalia”».
[5] Colin Powell se ha declarado contrario a la intervención en Yugoslavia en septiembre de 1992.
[6] Según fuentes próximas a Butros Ghali, secretario general de la ONU, las necesidades de intervención para llevar alimentos sería de 5 000 hombres. Los EEUU han desplazado a 30 000.
[7] Cerca de 500 000 muertos y heridos bajo los bombardeos.
[8] Ese escándalo así nombrado por analogía con el de Watergate, que hizo caer a Nixon, y el Irangate, que desestabilizó a Reagan, ha revelado, entre otras cosas, la importancia de la ayuda financiera otorgada por EEUU a Irak, a través de un banco italiano, en el año anterior a la guerra del Golfo, ayuda utilizada por Irak para desarrollar sus investigaciones e infraestructuras con vistas a dotarse del arma atómica...
[9] Ver artículo sobre la crisis.
[10] Recuérdese la formación de un cuerpo de ejército franco-alemán así como el proyecto de formación de una fuerza naval italo-franco-española.
[11] Sobre la guerra en Yugoslavia y la responsabilidad de las grandes potencias, léanse los nº 70 y 71 de la Revista Internacional.
[12] En cuanto a los acuerdos económicos, en nada son una expresión de una verdadera cooperación, o de un entendimiento entre burguesías nacionales, de igual modo que la competencia económica no engendra mecánicamente divergencias políticas y militares. Antes del hundimiento del bloque del Este, EEUU y Alemania eran ya serios competidores en lo económico, lo cual no les impedía ser perfectos aliados en el terreno político y militar. La URSS nunca fue un competidor serio de EEUU en el plano económico y sin embargo su rivalidad militar hizo que, durante cuarenta años, se cerniera sobre el planeta la amenaza de destrucción. Hoy, Alemania puede muy bien entablar acuerdos económicos con Gran Bretaña, en el marco europeo, incluso a veces contra los intereses de Francia, ello no impide que Gran Bretaña y Alemania estén en total oposición en el plano político y militar, mientras que Francia y Alemania hacen la misma política.
[13] Ver Revista internacional nº 70.
Crisis económica mundial
En lugar de vivir el «relanzamiento» tan cacareado, la economía mundial sigue hundiéndose en el marasmo. En el corazón del mundo industrializado, los estragos del capitalismo en crisis se plasman en millones de nuevos desempleados y en la degradación acelerada de las condiciones de vida de los proletarios que disponen todavía de un trabajo. Eso sí, ahora nos anuncian «novedades». Ante la impotencia de las antiguas recetas para relanzar la actividad productiva, los gobiernos de los grandes países industrializados (Clinton, en cabeza) han proclamado una «novísima» doctrina: el retorno a «más Estado». «Grandes obras», financiadas por los Estados nacionales, ésa sería la nueva poción mágica que debería dar nuevo impulso a la destartalada máquina de explotación capitalista. ¿Qué hay detrás de ese cambio de discurso de los gobiernos occidentales? ¿Qué expectativas de éxito van a tener políticas tan «originales»?
a deberíamos estar en plena reanudación de la economía mundial. Eso es al menos lo que desde hace dos años nos han venido prometiendo los «expertos» para «dentro de seis meses» ([1]). Sin embargo, el año 1992 termina en una situación catastrófica. En el centro del sistema, en esa parte del globo que hasta ahora ha podido librarse relativamente, la economía de los primeros países golpeados por la recesión desde 1990 (Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá) no logran salir realmente de ella ([2]), mientras se hunden las economías de las demás potencias, Japón y países europeos.
Desde 1990, la cantidad de desempleados se ha incrementado en EEUU en tres millones y medio. Un millón y medio en Gran Bretaña. En este país, que está viviendo la recesión más larga y profunda desde los años 30, la cantidad de quiebras durante este año de 1992 ha aumentado un 40 %. Japón acaba de entrar «oficialmente» en recesión, por primera vez desde hace 18 años ([3]). Y lo mismo ocurre con Alemania, en donde Kohl acaba de reconocer, también «oficialmente», la recesión. Las previsiones del gobierno anuncian para 1993 un aumento de medio millón de parados, a la vez que se calcula que en la ex Alemania del Este, el 40 % de la población activa no dispone de un empleo estable.
Pero, dejando de lado las previsiones oficiales, las perspectivas para los años venideros quedan muy claras con las supresiones masivas de empleos anunciadas en sectores de tanta importancia como la siderurgia y el automóvil y en sectores tan avanzados como la informática y la aeronáutica. Eurofer, organismo responsable de la siderurgia en la CEE, anuncia la supresión de 50 000 empleos en ese sector en los tres próximos años. General Motors, primera empresa industrial del mundo, que ya había anunciado el cierre de 21 de sus fábricas, acaba de anunciar que esta cantidad va a ser de 25. IBM, gigante de la informática mundial, ya suprimió 20 000 empleos en 1991 y había anunciado 20 000 más para principios del 92 y dice ahora que serán, en realidad, 60 000. Todos los grandes constructores de aviones civiles anuncian despidos (Boeing, uno de los más afectados por la crisis, tiene prevista la supresión de 9000 empleos sólo durante 1992).
En todos los países ([4]), en todos los sectores, antiguos o punteros, industriales o de servicios, por todas partes, la realidad de la crisis se impone brutalmente. El capitalismo mundial está viviendo una recesión sin precedentes por su profundidad, su extensión geográfica y su duración. Una recesión que, como ya lo hemos desarrollado en estas columnas, es cualitativamente diferente a las cuatro que la precedieron desde finales de los 60. Una recesión que expresa sin lugar a dudas la incapacidad crónica del capitalismo para superar sus propias contradicciones históricas (incapacidad para crear mercados suficientes para dar salida a su propia producción), y además dificultades nuevas engendradas por los «remedios» empleados durante dos décadas de huida ciega en el crédito y el endeudamiento masivo ([5]).
El gobierno de EEUU lo ha hecho todo desde hace dos años para volver a relanzar la máquina económica aplicando la conocida política de dar facilidades de crédito bajando los tipos de interés. Los tipos de interés del Banco federal ya han bajado 20 veces, hasta llegar a una situación en la que, debido a la inflación, un banco privado puede pedir préstamos sin pagar casi intereses en términos reales. Y a pesar de semejantes «novedades», el electrocardiograma del crecimiento sigue tan liso como antes. El estado de endeudamiento de la economía de EEUU es tal que los préstamos «gratuitos» han sido utilizados por la banca privada y las empresas no ya para invertir sino para... reembolsar sus deudas anteriores ([6]).
Las perspectivas económicas nunca habían sido antes tan sombrías para el capitalismo. Nunca antes la impotencia había aparecido tan evidente. Los milagritos de la «Reaganomics» (así se ha llamado a la economía de la década de Reagan en EEUU), los malabarismos del retorno al capitalismo «puro», un capitalismo triunfante sobre las ruinas del «comunismo», están terminado en bancarrota total.
Y mire Vd. por donde, el nuevo y juvenil candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos se saca de la manga una nueva solución para este país y para el mundo entero.
«La única solución para el presidente Clinton es la que él ha mencionado a grandes rasgos durante toda su campaña. O sea, relanzamiento de la economía mediante el aumento del gasto público en las infraestructuras (red viaria, puertos, puentes), la investigación y la educación. Así se crearán empleos. Y lo que es tan importante, esos gastos contribuirán a la aceleración del crecimiento de la productividad a largo plazo y de los salarios reales» (Lester Thurow, uno de los consejeros económicos más escuchados por el partido demócrata de EEUU) ([7]). Clinton promete que el Estado inyectará entre 30 y 40 mil millones de $ en la economía.
En Gran Bretaña, el conservador Major, enfrentado a las primicias de la reanudación de la combatividad obrera, enfrentado también él a la bancarrota económica, abandona del día a la mañana su catecismo liberal, «antiestatal» y se pone a entonar también el himno keynesiano anunciando una «estrategia para el crecimiento» y la inyección de 1500 millones de dólares. Le toca luego a Delors, presidente de la Comisión de la Comunidad europea, insistir en la necesidad de acompañar la nueva política con una fuerte dosis de «cooperación entre los Estados»: «Esta iniciativa de crecimiento no es un relanzamiento keynesiano clásico. No se trata únicamente de inyectar dinero en el circuito. Queremos sobre todo dar la señal de que ha llegado la hora de la cooperación entre Estados» ([8]).
El gobierno japonés, por su parte, decide hacer entrega de una ayuda masiva a los principales sectores de la economía (90 000 millones de $, o sea lo equivalente del 2,5 % del PIB).
¿De qué se trata en realidad?
La propaganda demócrata en EEUU, al igual que la de algunos partidos de izquierda de Europa, presentan la cosa como un cambio respecto a las políticas demasiado «liberales» de la época de la «reaganomics». Tras el «menos Estado», le tocaría ahora el turno a una mayor justicia dejando que la institución estatal, supuesta representante de «los intereses comunes de toda la nación» actúe más todavía.
En realidad se trata de la continuación de la tendencia, propia del capitalismo decadente, de recurrir a la fuerza del Estado para hacer que funcione la máquina económica, la cual, si se la dejara actuar por libre y espontáneamente, estaría condenada a la parálisis a causa de sus propias contradicciones internas.
Propagandas burguesas aparte, desde la Primera Guerra mundial, desde que la supervivencia de cada nación depende de su capacidad para hacerse un sitio por la fuerza en un mercado mundial ya definitivamente limitado, la economía capitalista no ha hecho otra cosa sino estatalizarse permanentemente. En el capitalismo decadente, la tendencia al capitalismo de Estado es una tendencia universal. Según los países, según los períodos históricos, esa tendencia se ha ido concretando con ritmos y formas más o menos agudas. Pero no ha cesado de progresar hasta el punto de hacer de la máquina estatal el corazón mismo de la vida social y económica de todas las naciones.
El militarismo alemán de principios de siglo, el estalinismo, el fascismo de los años 30, las grandes obras del New Deal en los Estados Unidos tras la depresión económica de 1929, o el Frente popular en Francia en la misma época son otras tantas manifestaciones de un mismo movimiento de estatificación de la vida social. Y esa tendencia no dejó de evolucionar tras la Segunda Guerra. Muy al contrario. Y la economía al estilo Reagan o Thatcher, que pretendían ser una vuelta al «capitalismo liberal», menos estatal, no han interrumpido, ni mucho menos, esa tendencia. El «milagro» de la reanudación americana durante los años 80 no se ha basado en otra cosa sino en un déficit duplicado del Estado y en el aumento espectacular de los gastos de armamento. Y es así como, a principios de los 90, después de tres presidencias republicanas, la deuda pública bruta representa cerca del 60 % del PIB estadounidense (a principios de los 80 era de 40 %). Ya sólo financiar esa deuda cuesta la mitad del ahorro nacional ([9]).
Las políticas de «desregulación» y de «privatizaciones», aplicadas durante los 80 en los países industrializados, no significan ni mucho menos que el Estado haya retrocedido en la gestión de la economía ([10]). Han servido sobre todo de justificación para reorientar las ayudas del Estado hacia sectores más competitivos, para eliminar empresas menos rentables mediante la reducción de subvenciones públicas y llevar a cabo una concentración impresionante de capitales, lo cual ha acarreado inevitablemente una creciente fusión, en lo que a gestión se refiere, entre el Estado y el gran capital «privado».
En lo social, esas políticas han facilitado el recurso a los despidos, la sistematización del trabajo precario así como la reducción de los gastos llamados «sociales». Al cabo de una década de «liberalismo antiestatal», el control del Estado sobre la vida económica no ha disminuido, sino que se ha reforzado haciéndose todavía más eficaz.
O sea que el actual «más Estado» no es, desde luego, un cambio sino un fortalecimiento de la tendencia.
¿En qué consiste entonces el cambio propuesto?
La economía capitalista acaba de vivir, a lo largo de los años 80, el mayor delirio especulativo de su historia. Ahora que se está deshinchando «la burbuja» que tal delirio ha engendrado, esa economía necesita que se aprieten las tuercas burocráticas para intentar limitar los efectos de la resaca especulativa ([11]).
Pero también necesita que los Estados recurran más todavía a la máquina de billetes. Puesto que el sistema financiero «privado» no puede seguir asegurando la expansión del crédito a causa de su exagerado endeudamiento y del desinflamiento de los valores especulativos adquiridos por ese sector, el Estado se propone relanzar la máquina inyectando dinero, creando un mercado artificial. El Estado compraría «infraestructuras: red viaria, puertos, puentes, etc.», lo cual orientaría la actividad económica hacia sectores más productivos que la especulación. Y el Estado pagaría esas infraestructuras con... papel, con la moneda emitida por los bancos centrales sin ninguna cobertura.
De hecho, la política de «grandes obras» que hoy se propone es, en gran medida, la que lleva aplicando Alemania desde hace dos años en su esfuerzo por «reconstruir» la ex RDA. Nos podemos hacer así una idea de las consecuencias de semejante política fijándonos en lo que ha ocurrido en ese país. Son significativas en dos ámbitos: el de la inflación y el del comercio exterior. En 1989, Alemania federal tenía una de las tasas de inflación más bajas del mundo, en cabeza de los países industrializados. Hoy, la inflación en Alemania es la más alta de los siete grandes ([12]), exceptuando Italia. Hace dos años, la RFA tenía el mayor excedente comercial del mundo, superando incluso a Japón. Hoy se ha ido derritiendo bajo el peso de sus importaciones, incrementadas en un 50 %.
Y el ejemplo de Alemania es el de una de las economías más poderosas y, financieramente «sanas» del planeta ([13]). O sea que en países como EEUU, en especial, la misma política va a tener, a corto, a medio y al plazo que sea, efectos mucho más estragadores ([14]). El déficit del Estado y el déficit comercial, esas dos enfermedades crónicas de la economía norteamericana desde hace dos décadas, han alcanzado cotas mucho más altas que en Alemania. Aunque esos déficits son relativamente inferiores hoy a los del principio de las políticas «reaganianas», aumentarlos tendría repercusiones dramáticas no sólo para EEUU sino para toda la economía mundial, en especial en inflación y en aumento de la anarquía en los tipos de cambio de las monedas. Por otro lado, la fragilidad del aparato financiero norteamericano es tal que un aumento de los déficits estatales puede acabar de hundirlo del todo. Pues ha sido, en efecto, el Estado quien se ha hecho cargo sistemáticamente de las bancarrotas cada día más importantes y numerosas de las cajas de ahorro y de los bancos, incapaces de reembolsar sus deudas. Al relanzar una política de déficits del Estado, el gobierno va a debilitar el último y ya débil garantizador de un orden financiero que todo el mundo sabe que está resquebrajado por todas partes.
¿Mayor cooperación entre los Estados?
No es por casualidad si Delors ha expresado tantas veces su deseo de que esas políticas de grandes obras vengan acompañadas de una mayor «cooperación entre los Estados». Como lo ha demostrado la experiencia alemana, unos nuevos gastos del Estado acarrean inevitablemente un incremento de las importaciones y por tanto, una agravación de los desequilibrios comerciales. Durante los años 30, las políticas de grandes obras vinieron acompañadas de un brusco reforzamiento del proteccionismo, llegando incluso hasta la autarquía de la Alemania hitleriana. Ningún país tiene ganas de que aumenten sus déficits para relanzar la economía de sus vecinos y competidores. El lenguaje del presidente electo, Clinton, y de sus consejeros exigiendo un poderoso reforzamiento del proteccionismo americano es de lo más explícito al respecto.
El llamamiento de Delors es un deseo piadoso. Ante la agravación de la crisis económica mundial lo que está al orden del día, no es una mayor «cooperación entre Estados», sino, al contrario, la guerra de todos contra todos. Todas las políticas de cooperación, construidas en principio para establecer alianzas parciales para ser más capaces de enfrentar a otros competidores, chocan permanentemente contra fuerzas centrífugas internas. De esto son testimonio las convulsiones crecientes que desgarran la CEE y de las que la reciente explosión del Sistema monetario europeo ha sido una espectacular expresión. Lo mismo ocurre con las tensiones en el Tratado de libre cambio entre EEUU, Canadá y México o los abortados intentos de marcado común entre los países del cono Sur o de los países del «Pacto andino» en América del Sur.
El proteccionismo no ha cesado de propagarse a lo largo de los años 80. Por muchos discursos sobre «la libre circulación de las mercancías» principio en el que el capitalismo occidental defiende como más alta expresión de los «derechos humanos» (los humanos... burgueses, se supone), las trabas al comercio mundial no han cesado de multiplicarse ([15]). La guerra despiadada que enfrenta a las grandes potencias comerciales, y de las «negociaciones» del GATT no son sino un botón de muestra, no va a atenuarse sino todo lo contrario. Las tendencias al capitalismo de Estado van a fortalecerse y agudizarse estimuladas por las políticas de «grandes obras».
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Los gobiernos, claro está, no van a quedarse de brazos cruzados ante la situación catastrófica de su economía. Mientras el proletariado no haya logrado destruir para siempre el poder político de la burguesía mundial, ésta gestionará de un modo u otro la máquina de explotación capitalista por muy decadente que ésta sea, por muy descompuesta que esté. Las clases explotadoras no se suicidan. Pero las «soluciones» que encuentren tendrán inevitablemente dos características de primera importancia. La primera es que no les queda más remedio que recurrir cada día más a la acción del Estado, fuerza organizada del poder de la clase dominante, única capaz de imponer por la violencia la supervivencia de los mecanismos que espontáneamente tienden a la parálisis y a la autodestrucción. Ése es el «más Estado» que hoy proponen. La segunda característica es que esas «soluciones» siempre conllevan una parte, cada día mayor, de aberración y de absurdo. Y es así como hoy podemos ver a las diferentes fracciones del capital mundial enfrentarse en las negociaciones del GATT, agrupadas en torno a sus Estados respectivos, para decidir cuántas hectáreas de tierras cultivables deberán quedar baldías en Europa. Ésta es la «solución» al problema de «sobreproducción» agrícola que han encontrado, mientras, en el mismo momento, en todas las pantallas del mundo y a todas horas, nos muestran una de las tantas hambrunas que están asolando a las gentes africanas, la de Somalia, y todo ello por las necesidades de su indecente propaganda guerrera.
Durante décadas, las ideologías estalinistas y «socialistas» han inculcado entre los trabajadores la mentira de que la estatificación de la economía era sinónimo de mejora de la condición obrera. El Estado en una sociedad capitalista sólo puede ser el Estado del capital, el Estado de los capitalistas, sean éstos ricos propietarios o grandes burócratas. El inevitable reforzamiento del Estado que hoy nos anuncian no aportará nada a los proletarios, si no es más miseria, más represión y más guerras.
RV
[1] En diciembre de 1991, podía leerse en el nº 50 de Perspectivas económicas de la OCDE: «Cada país debería comprobar cómo su demanda progresa ya que una expansión comparable tendrá lugar más o menos simultáneamente en los demás países: una reanudación del comercio mundial está despuntando... la aceleración de la actividad debería confirmarse en la primavera de 1992... Esta evolución traerá consigo un crecimiento progresivo del empleo y una reanudación de las inversiones de las empresas...». Cabe señalar que ya en esas fechas, los mismos «expertos» habían tenido que hacer constar que «el crecimiento de la actividad en la zona de la OCDE en el segundo semestre de 1991 aparece más floja de lo que había previsto el Perspectivas económicas de julio...».
[2] Los pocos signos de reanudación que han aparecido hasta ahora en los Estados Unidos son muy frágiles, y aparecen más como un freno momentáneo de la caída, efecto de los esfuerzos desesperados de Bush durante la campaña electoral, que como anuncio de un verdadero cambio de tendencia.
[3] La definición técnica de entrada en recesión, según los criterios estadounidenses, es de dos trimestres consecutivos de crecimiento negativo del PIB (Producto Interior Bruto: el conjunto de la producción, incluidos los salarios de la burocracia estatal supuesta productora de lo equivalente de su salario). En el 2o y 3er trimestres de 1992, el PIB japonés bajó 0,2 y 0,4 %. Pero, durante ese mismo período, la caída de la producción industrial con relación al año anterior fue de 6 %.
[4] No vamos a recordar aquí la evolución de la situación en los países del llamado Tercer mundo cuyas economías no han cesado de desmoronarse desde principios de los 80. Son, sin embargo, significativos algunos elementos de lo que ha sido la evolución en los países que antes se denominaban «comunistas» (o sea, para que nos entendamos, se trata de los países en los que dominaba la forma estalinista de capitalismo de Estado), esos países que han accedido a una «economía de mercado» que los iba a hacer prósperos, transformándolos en pingues mercados para las economías occidentales. La dislocación de la ex URSS ha venido acompañada de un desastre económico sin igual en la historia. A finales de este año de 1992, la cantidad de desempleados alcanza ya los 10 millones y la inflación avanza a un ritmo anual de 14 000 %. Sin comentarios. En cuanto a los demás países de Europa del Este, sus economías están todas en recesión y el más adelantado de ellos, Hungría, el primero en iniciar «las reformas capitalistas» y que con más facilidad debía ya estar disfrutando del maná del liberalismo, está siendo zarandeado por un terremoto de quiebras. La tasa de desempleo ya ha alcanzado oficialmente el 11 % y está previsto que se duplique de aquí a finales del año que viene. En cuanto al último bastión del pretendido «socialismo real», Cuba, la producción industrial ha descendido a la mitad de la de 1989. Únicamente China parece una excepción: partiendo de un nivel bajísimo (la producción industrial de la China popular es apenas superior a la de Bélgica) está conociendo ahora tasas de crecimiento relativamente altas debidas a la expansión de las «áreas abiertas a la economía capitalista» en las que se están consumiendo a toda máquina las masas de créditos que en ellas invierte Japón.
Los cuatro dragoncitos «capitalistas» de Asia (Corea el Sur, Taiwan, Hongkong y Singapur), por su parte, empiezan a comprobar que sus crecimientos excepcionales están bajando a su vez.
[5] Ver, en especial, «Una recesión peor que las anteriores» y «Catástrofe económica en el corazón del mundo capitalista» en Revista internacional, nº 70 y 71.
[6] La deuda total de la economía de EEUU (Gobierno, más empresas, más particulares) equivale a más de dos años de producción nacional.
[7] Del diario francés le Monde, 17/11/92.
[8] Del diario francés Libération, 24/11/92.
[9] Hablando concretamente, el desarrollo de la deuda pública, fenómeno que ha marcado esta década, quiere decir que el Estado toma a su cargo la responsabilidad de proporcionar una renta regular, una parte de la plusvalía social, en forma de intereses, a una cantidad creciente de capitales que se invierten en «Bonos del Tesoro». Eso quiere decir que una cantidad creciente de capitalistas saca sus rentas no ya de los resultados de la explotación de las empresas que le pertenecen sino de los impuestos que el Estado extrae.
Cabe señalar que en la CEE, el monto de la deuda pública, en porcentaje del PIB, es superior al de Estados Unidos (62 %).
[10] Incluso desde un enfoque puramente cuantitativo, si se mide el peso del Estado en la economía por el porcentaje que representan las administraciones públicas en el producto interior bruto, esa tasa es más alta a principios de los años 90 que lo era a principios de los 80. Cuando salió elegido Reagan, esa cifra era de unos 32 % y ahora que Bush deja la presidencia ya supera el 37 %.
[11] Las quiebras de cajas de ahorro y de bancos norteamericanos, las dificultades de los bancos japoneses, el hundimiento de la bolsa de Tokio (equivalente ya hoy al krach de 1929), la quiebra de una cantidad creciente de compañías gestoras de capitales en la bolsa, etc., son las primeras consecuencias directas de la resaca tras el delirio especulativo. Únicamente los Estados pueden pretender hacer frente a los desastres financieros resultantes.
[12] Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña y Canadá.
[13] Además, el gobierno ha financiado el déficit del Estado recurriendo a préstamos internacionales a la vez que se esforzaba en mantener controlada la inflación limitando, con cada vez menos eficacia, el incremento de la masa monetaria y manteniendo tipos de interés muy altos.
[14] En países como Italia, España o Bélgica, la deuda del Estado ha alcanzado tales cotas (más del 100 % del PIB en Italia, 120 % en Bélgica) que semejantes políticas son impensables.
[15] Esas trabas al comercio no se concretan en aranceles, sino claramente en restricciones: cuotas de importaciones, acuerdos de autorestricción, leyes «anti-dumping», reglamentos sobre calidad de los productos, etc., «...la parte de los intercambios que provoca medidas no arancelarias se ha incrementado no sólo en EEUU sino también en la Comunidad europea, bloques que representan juntos cerca del 75 % de las importaciones de la zona OCDE (excepto combustibles)» (OCDE, Progreso de la reforma estructural: visión de conjunto, 1992).
Los dos artículos previos de esta serie([1]), se han centrado en gran medida en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, porque son un rico filón de material sobre los problemas del trabajo alienado y sobre los objetivos finales del comunismo, tal y como Marx los veía cuando se adhirió por primera vez al movimiento proletario. Pero aunque Marx ya en 1843 había identificado el proletariado moderno como el agente de la transformación comunista, los Manuscritos todavía no son precisos respecto al movimiento práctico social que conducirá de la sociedad de la alienación a la auténtica comunidad humana mundial. Este desarrollo fundamental en el pensamiento de Marx, surgió de la convergencia de dos elementos vitales: la elaboración del método materialista histórico y la abierta politización del proyecto comunista.
Los Manuscritos ya contienen varias reflexiones sobre las diferencias entre feudalismo y capitalismo, pero en algunas partes, presentan una cierta imagen estática de la sociedad capitalista. El capital, y sus alienaciones asociadas, a veces aparecen en el texto descritos tal y como existen, pero sin ninguna explicación de su génesis. Como resultado, el actual proceso de hundimiento del capitalismo también queda bastante nebuloso. Pero apenas un año después, en La ideología alemana, Marx y Engels habían expuesto una visión coherente de las bases prácticas y objetivas del movimiento de la historia (y así de las distintas etapas en la alienación de la humanidad). La historia se presentaba ahora claramente como una sucesión de modos de producción, de la comunidad tribal, pasando por la sociedad de la antigüedad, hasta el feudalismo y el capitalismo; y el elemento dinámico en este movimiento no eran las ideas o los sentimientos de los hombres sobre ellos sí mismos, sino la producción material de las necesidades vitales:
«... debemos comenzar señalando que la primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se hallen, para “hacer historia”, en condiciones de poder vivir. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, alojarse bajo un techo, vestirse y algunas cosas más. El primer hecho histórico es, por consiguiente, la producción de los medios indispensables para la satisfacción de estas necesidades, es decir, la producción de la vida material misma...» (La ideología alemana, Pág. 28, Ed. Grijalbo, Barcelona 1972).
Esta simple verdad era la base para comprender el cambio de un tipo de sociedad a otra, para comprender que «... un determinado modo de producción o una determinada fase industrial, lleva siempre aparejado un determinado modo de cooperación o una determinada fase social, modo de cooperación que es, a su vez, una “fuerza productiva”; que la suma de las fuerzas productivas accesibles al hombre condiciona el estado social y que, por tanto, la “historia de la humanidad” debe estudiarse y elaborarse siempre en conexión con la historia de la industria y el intercambio» (ídem, Pág. 30).
Desde este punto de vista, las ideas y la lucha entre las ideas, la política, la moral y la religión cesan de ser factores determinantes en el desarrollo histórico:
«Totalmente al contrario de lo que ocurre en la filosofía alemana, que desciende del cielo sobre la tierra, aquí se asciende de la tierra al cielo. Es decir, no se parte de lo que los hombres dicen, se representan o se imaginan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado, para llegar, arrancando de aquí, al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida... No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia» (ídem, Pág. 26).
En el punto final de este vasto movimiento histórico, La ideología alemana apunta que el capitalismo, como los anteriores modos de producción, está condenado a desaparecer, no por sus deficiencias morales, sino porque sus contradicciones internas lo empujan a su autodestrucción, y porque ha hecho surgir una clase capaz de reemplazarlo por una forma más alta de organización social:
«En el desarrollo de las fuerzas productivas se llega a una fase en la que surgen fuerzas productivas y medios de intercambio que, bajo las relaciones existentes, sólo pueden ser fuente de males, que no son ya tales fuerzas de producción, sino más bien fuerzas de destrucción (maquinaria y dinero); y, lo que se halla íntimamente relacionado con ello, surge una clase condenada a soportar todos los inconvenientes de la sociedad sin gozar de sus ventajas, que se ve expulsada de la sociedad y a colocarse en la más resuelta contraposición a todas las demás clases; una clase que forma la mayoría de todos los miembros de la sociedad y de la que nace la conciencia de que es necesaria una revolución radical, la conciencia comunista...» (ídem, Pág.81).
Como resultado, en completo contraste con todas las visiones utopistas, que veían el comunismo como un ideal estático que no guardaba relación con el proceso real de la evolución histórica: «Para nosotros el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual» (ídem, Pág. 37).
Habiendo establecido este cuadro y método general, Marx y Engels podían entonces proceder a un examen más detallado de las contradicciones específicas de la sociedad capitalista. De nuevo aquí, la crítica de la economía burguesa contenida en los Manuscritos había proporcionado mucho del trabajo de base para esto y Marx tuvo que volver a ellos una y otra vez. Pero el desarrollo del concepto de plusvalía marcó un paso decisivo, puesto que hizo posible enraizar la denuncia de la alienación capitalista en los más contundentes hechos económicos, en las cuentas de la explotación diaria. Este concepto preocupó a Marx en la mayoría de sus obras posteriores (Grundrisse, Capital, teorías de la plusvalía), que contenían importantes clarificaciones sobre el tema –en particular la distinción entre trabajo y fuerza de trabajo. Sin embargo lo esencial del concepto ya se señalaba en la Miseria de la filosofía y Trabajo asalariado y capital, escritos en 1847.
Los escritos posteriores también fueron para estudiar más profundamente la relación entre la extracción y la realización de la plusvalía, y las crisis periódicas de sobreproducción que sacudían hasta los cimientos la sociedad capitalista cada diez años o así. Pero Engels ya había comprendido el significado de las «crisis comerciales» en su Crítica de la economía política en 1844, y había convencido rápidamente a Marx de la necesidad de entenderlas como precursoras del hundimiento capitalista -la manifestación concreta de las contradicciones insolubles del capitalismo.
Puesto que ahora se había entendido el comunismo como un movimiento y no meramente como un objetivo -específicamente como el movimiento de la lucha de la clase proletaria-, sólo podía desarrollarse como un programa práctico por la emancipación del salariado -como un programa político revolucionario. Incluso antes de que hubiese adoptado una posición comunista, Marx rechazaba a todos esos intelectualillos «críticos» que se negaban a ensuciarse las manos con las sórdidas realidades de la lucha política. Como declaraba en su carta a Ruge en septiembre de 1843, «... de forma que nada nos impide ligar nuestra crítica a la crítica política, a la participación política y, consecuentemente, a las luchas políticas, e identificarnos con ellas». Y de hecho, la necesidad de comprometerse en luchas políticas para conseguir una transformación social completa estaba embebida en la propia naturaleza de la revolución proletaria: «No digáis que el movimiento social excluye el movimiento político» escribía Marx en su polémica con el «anti-político» Proudhon: «No existe jamás un movimiento político que al mismo tiempo no sea social. Solamente en un orden de cosas en el cual no existan clases ni antagonismos de clases las evoluciones sociales dejarán de ser revoluciones políticas» (Miseria de la filosofía, Pág. 245, ED Aguilar, Madrid, 1979).
Dicho de otra forma, el proletariado se diferenciaba de la burguesía en que, en tanto que clase desposeída y explotada, no podía construir las bases económicas de la nueva sociedad dentro de la cáscara de la vieja. La revolución que pondría fin a todas las formas de dominación de clase, sólo podía empezar como un asalto político al viejo orden; su primer acto tendría que ser la toma del poder político por la clase desposeída, que, sobre esa base, procedería a las transformaciones económicas y sociales que condujeran a la sociedad sin clases.
Pero la definición precisa del programa político de la revolución comunista no se hizo espontáneamente: tuvo que elaborarse por los elementos más avanzados del proletariado, que se habían organizado en distintas agrupaciones comunistas. Así, en los años 1845-48, Marx y Engels se implicaron incesantemente en la construcción de esa organización. En este tema, su posición de nuevo estaba dictada por su reconocimiento de la necesidad de insertarse en un «movimiento real» ya existente. Por eso, en vez de construir una organización de la nada, buscaron integrarse en las corrientes proletarias más avanzadas con el propósito de ganarlas a una concepción más científica del proyecto comunista. Concretamente esto les llevó a un grupo compuesto principalmente de trabajadores alemanes exilados: la Liga de los Justos. Para Marx y Engels, la importancia de este grupo estaba en que, a diferencia de las corrientes del «socialismo» de las clases medias, la Liga era una expresión real del proletariado combativo. Formada en París, en 1836, había estado conectada estrechamente con la «Société des Saisons» de Blanqui y había participado junto con ella en el fracasado alzamiento de 1839. Por tanto era una organización que reconocía la realidad de la guerra de clases y la necesidad de una batalla revolucionaria violenta por el poder. A decir verdad, junto con Blanqui, tendía a ver la revolución en términos conspirativos, como el acto de una minoría determinada, y su propia naturaleza de sociedad secreta reflejaba tales concepciones. También estuvo influenciada, especialmente a principios de los 40, por las concepciones semimesiánicas de Wilhelm Weitling.
Pero la Liga también había mostrado una capacidad de desarrollo teórico. Uno de los efectos de su carácter «de emigrados» fue confirmarla, en palabras de Engels, como «el primer movimiento internacional de obreros de todos los tiempos». Esto significaba que estaba abierta a los desarrollos internacionales más importantes de la lucha de clases. En la década de los 40 del siglo pasado, el principal centro de la Liga había emigrado a Londres, y a través de su contacto con el movimiento Cartista, sus miembros dirigentes habían empezado a alejarse de sus viejas concepciones conspirativas y a avanzar hacia una concepción de la lucha proletaria como un movimiento masivo, autoconsciente y organizado, donde los obreros industriales jugaban un papel clave.
Los conceptos de Marx y Engels cayeron así en suelo fértil en la Liga, aunque no sin un duro combate contra las influencias de Blanqui y Weitling. Pero en 1847, la Liga de los Justos se había convertido en la Liga de los Comunistas. Había cambiado su estructura organizativa de una secta conspirativa a una organización centralizada con estatutos claramente definidos y que funcionaba por comités elegidos. Y había delegado a Marx la tarea de esbozar la plataforma de principios políticos de la organización -el documento conocido como Manifiesto del Partido comunista([2]), publicado primero en alemán, en Londres en 1848, justo antes del estallido de la revolución de febrero en Francia.
La ascendencia y caída de la burguesía
El Manifiesto del Partido comunista, junto con su primer esbozo, Los principios del comunismo, representa la primera exposición global del comunismo científico. Aunque escrito para una audiencia de masas, en un tono apasionado y de agitación, nunca resulta superficial o vulgar. Realmente vale la pena reexaminarlo continuamente, porque condensa en relativamente pocas páginas las líneas generales del pensamiento marxista sobre una serie de cuestiones interconectadas.
La primera parte del texto esboza la nueva teoría de la historia anunciada desde el mismo comienzo con la famosa frase: «La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases»([3]). Brevemente expone los diversos cambios en las relaciones de clase, la evolución desde la antigüedad al feudalismo y a la sociedad capitalista, para mostrar que «La burguesía moderna, como vemos, es por sí misma fruto de un largo proceso de desarrollo, de una serie de revoluciones en el modo de producción y de cambio». Renunciando a cualquier condena moral abstracta de la emergencia de la explotación capitalista, el texto enfatiza el papel eminentemente revolucionario de la burguesía por lo que concierne a la obra de barrer las viejas formas de sociedad, parroquiales, estrechas y rígidas, y reemplazarlas con el modo de producción más dinámico y expansivo jamás visto; un modo de producción que, al conquistar y unificar el mundo tan rápidamente, al poner en marcha inmensas fuerzas de producción, ponía los cimientos para una forma superior de sociedad que acabara finalmente con los antagonismos de clase. Igualmente desprovista de subjetivismo es la identificación que hace el texto de las contradicciones internas que conducirán al hundimiento del capitalismo.
Por una parte la crisis económica: «Las relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esa sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros. Desde hace algunas décadas, la historia de la industria y el comercio no es más que la historia de la rebelión de las fuerzas productivas modernas contra las actuales relaciones de producción, contra las relaciones de propiedad que condicionan la existencia de la burguesía y su dominación. Basta mencionar las crisis comerciales que, con su retorno periódico, plantean, en forma cada vez más amenazante, la cuestión de la existencia de toda la sociedad burguesa. Durante cada crisis comercial, se destruye sistemáticamente, no sólo una parte considerable de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social, que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda, se extiende sobre la sociedad; la epidemia de la sobreproducción. La sociedad se encuentra súbitamente retrotraída a un estado de barbarie momentánea; diríase que el hambre, que una guerra devastadora mundial la han privado de todos sus medios de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. Y todo esto ¿por qué?. Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio» (Manifiesto del Partido comunista, Marx/Engels, Obras escogidas, I, ED Akal, Madrid 1975, Págs. 27-28).
En los Principios del comunismo, se plantea que la tendencia innata del capitalismo a crisis de sobreproducción, no sólo indica el camino de su autodestrucción, sino que explica porqué al mismo tiempo, pone las condiciones para el comunismo, en el que «... en lugar de producir la miseria, la sobreproducción por encima de las necesidades más inmediatas de la sociedad asegurará la satisfacción de las necesidades de todos...» (Principios del comunismo, OME-9, Obras de Marx y Engels, ED Grijalbo, Barcelona 1978, Pág. 16).
Para el Manifiesto, las crisis de sobreproducción son por supuesto las crisis cíclicas que puntuaron la totalidad del período ascendente del capitalismo. Pero aunque el texto reconocía que esas crisis todavía podían superarse «por la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los antiguos» (ídem, Pág. 28), también tiende a esbozar la conclusión de que las relaciones burguesas ya se han convertido en una traba permanente para el desarrollo de las fuerzas productivas –en otras palabras, que la sociedad capitalista ya ha cumplido su misión histórica y ha entrado en su época de declive. Inmediatamente después del pasaje que describe las crisis periódicas, el texto continúa: «Las fuerzas productivas de que dispone la sociedad no sirven ya al desarrollo de la civilización burguesa y de las relaciones de propiedad burguesas; por el contrario, resultan ya demasiado poderosas para estas relaciones, que constituyen un obstáculo para su desarrollo... Las relaciones burguesas resultan demasiado estrechas para contener las riquezas creadas en su seno» (ídem, Pág. 28).
Esta estimación del estado alcanzado por la sociedad burguesa, no es consistente con otras formulaciones del Manifiesto, especialmente las nociones tácticas que aparecen al final del texto. Pero tuvo una influencia muy importante en las expectativas y las intervenciones de la minoría comunista durante los grandes levantamientos de 1848, que se veían como los precursores de una revolución proletaria inminente. Únicamente después, al hacer un balance de estos levantamientos, Marx y Engels revisaron la idea de que el capitalismo ya había alcanzado los límites de su curva ascendente. Pero ya volveremos sobre este asunto en un artículo subsiguiente.
Los sepultureros de la burguesía
«Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios» (Pág. 28).
Aquí está en resumidas cuentas la segunda contradicción fundamental que conduce a la destrucción de la sociedad capitalista: la contradicción entre capital y trabajo. Y, en continuidad con el análisis materialista de la dinámica de la sociedad burguesa, el Manifiesto continúa esbozando la evolución histórica de la lucha de clase del proletariado, desde sus mismos orígenes hasta el presente y el futuro.
Hace la crónica de las etapas mayores en este proceso: la respuesta inicial al ascenso de la industria moderna, cuando los obreros aún estaban dispersos en pequeños talleres, y frecuentemente «... no se contentan con dirigir sus ataques contra las relaciones burguesas de producción, y los dirigen contra los mismos instrumentos de producción...»; el desarrollo de una organización de clase para la defensa de los intereses inmediatos de los trabajadores (Trade Unions), que ponía las condiciones para que la clase se homogeneizara y unificara; la participación de los trabajadores en las luchas de la burguesía contra el absolutismo, que proveían al proletariado de una educación política y de esa forma, de «armas para combatir a la burguesía»; el desarrollo de una lucha política proletaria diferenciada, dirigida al principio a reivindicar reformas como la ley de la jornada de 10 horas, pero que gradualmente iba asumiendo la forma de un desafío político a los mismos cimientos de la sociedad burguesa.
El Manifiesto sostiene que la situación revolucionaria se producirá porque las contradicciones económicas del capitalismo habrán alcanzado un punto de paroxismo, un punto en el que la burguesía ya no puede siquiera «asegurar a su esclavo la existencia, ni siquiera dentro del marco de la esclavitud, porque se ve obligada a dejarle decaer hasta el punto de tener que mantenerle, en lugar de ser mantenida por él» (Pág. 34). Al mismo tiempo, el texto prevee una incesante polarización de la sociedad entre una pequeña minoría de explotadores y una creciente mayoría de proletarios depauperados: «Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado» (Pág. 22), puesto que el desarrollo del capitalismo empuja cada vez más a la pequeña burguesía, al campesinado e incluso a parte de la propia burguesía a las filas del proletariado. La revolución es por tanto resultado de esta combinación de miseria económica y polarización social.
De nuevo el Manifiesto a veces deja entrever que esta gran simplificación de la sociedad ya se ha cumplido; que el proletariado ya es la abrumadora mayoría de la población. De hecho, cuando se escribió el texto, éste era el caso sólo para un país (Gran Bretaña). Y puesto que, como hemos visto, el texto deja traslucir igualmente la idea de que el capitalismo ya había alcanzado su apogeo, tiende a dar la impresión de que la confrontación final entre las «dos grandes clases» está realmente muy próxima. Considerando la evolución actual del capitalismo, esto estaba bien lejos de ser cierto. Pero a pesar de eso, el Manifiesto es una obra extraordinariamente profética. Sólo unos pocos meses después de su publicación, el desarrollo de una crisis económica global había engendrado una serie de levantamientos revolucionarios por toda Europa. Y aunque muchos de esos movimientos eran más el último aliento del combate de la burguesía contra el absolutismo feudal, que las primeras escaramuzas de la revolución proletaria, el proletariado de París, al hacer su propio alzamiento políticamente independiente contra la burguesía, demostró en la práctica todos los argumentos del Manifiesto sobre la naturaleza revolucionaria de la clase obrera como la negación viva de la sociedad capitalista. Del carácter profético del Manifiesto es testimonio la solidez fundamental, no tanto de los pronósticos inmediatos de Marx y Engels, sino del método general histórico con el que analizaron la realidad social. Y por esto es por lo que, contrariamente a todas las afirmaciones arrogantes de la burguesía sobre que la historia habría probado lo equivocado que estaba Marx, el Manifiesto comunista no pasa de moda.
De la dictadura del proletariado a la extinción del Estado
El Manifiesto plantea así, que el proletariado se ve empujado hacia la revolución por el azote de la miseria económica creciente. Como hemos señalado, el primer acto de esa revolución sería la toma del poder político por el proletariado. El proletariado tiene que constituirse en clase dirigente para llevar a cabo su programa social y económico.
El Manifiesto contempla explícitamente esta revolución como «el derrocamiento violento de la burguesía» (pag. 33), la culminación de «una guerra civil más o menos oculta» (ídem). Sin embargo, inevitablemente, los detalles sobre la forma en que la clase obrera derrocará a la burguesía, quedan vagos, puesto que el texto fue escrito antes de la primera aparición de la clase como una fuerza independientemente. El texto habla de que el proletariado tendrá que ganar la «batalla de la democracia»; los Principios dicen que la revolución «instaurará un ordenamiento estatal democrático y, con ello, directa o indirectamente, el dominio político del proletariado» (op. cit., Pág. 13). Si consideramos algunos de los escritos de Marx sobre los cartistas, o sobre la república burguesa, se puede ver que, incluso después de la experiencia de las revoluciones de 1848, aún sostenía la posibilidad de que el proletariado llegara al poder por el sufragio universal y el proceso parlamentario (por ejemplo en su artículo sobre los Cartistas en la New York Daily Tribune del 25 de agosto de 1852, donde Marx sostiene que el derecho al sufragio universal en Inglaterra significaría «la supremacía política de la clase obrera»). A su vez esto abría la puerta a especulaciones sobre una conquista totalmente pacífica del poder, al menos en algunos países. Como veremos, a esas especulaciones se agarrarían después los pacifistas y los reformistas en el movimiento obrero durante la última parte del siglo pasado, para justificar todo tipo de licencias ideológicas. Sin embargo, las líneas principales del pensamiento de Marx fueron en una dirección muy diferente después de la experiencia de 1848, y sobre todo, de la experiencia de la Comuna de París de 1871, que demostraron la necesidad de que el proletariado creara sus propios órganos de poder político y destruyera el Estado burgués en lugar de conquistarlo, tanto da que fuera violenta o «democráticamente». Realmente, en las últimas introducciones de Engels al Manifiesto, esta fue la alteración más importante que la experiencia histórica había aportado al programa comunista: «... dadas las experiencias, primero, de la revolución de Febrero, y después, en mayor grado aún, de la Comuna de París, que eleva por primera vez al proletariado, durante dos meses, al poder político, este programa ha envejecido en algunos de sus puntos. La Comuna ha demostrado, sobre todo, que “la clase obrera no puede simplemente tomar posesión de la máquina estatal existente y ponerla en marcha para sus propios fines”« (op. cit., Pág. 14).
Pero lo que sigue siendo válido en el Manifiesto es la afirmación de la naturaleza violenta de la toma del poder y de la necesidad que tiene la clase obrera de establecer su propia dominación política – «la dictadura del proletariado» como se refiere en otros escritos del mismo período.
La misma validez tiene hoy día la perspectiva de extinción del Estado. Desde sus primeros escritos como comunista, Marx había destacado que la verdadera emancipación de la humanidad no podía restringirse a la esfera política. «La emancipación política» había sido el mayor logro de la revolución burguesa, pero para el proletariado, esta «emancipación» sólo significaba una nueva forma de opresión. Para la clase explotada, la política era sólo un medio de llegar a un fin, a saber, la total emancipación social. El poder político y el Estado sólo eran necesarios en una sociedad dividida en clases; puesto que el proletariado no tenía ningún interés en constituirse como una nueva clase explotadora, sino que se veía abocado a luchar por la abolición de todas las divisiones de clase, se desprendía que el advenimiento del comunismo significaba el fin de la política como una esfera particular y el fin del Estado. Como plantea el Manifiesto:
«Una vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las diferencias de clase y se haya concentrado toda la producción en manos de los individuos asociados, el Poder público perderá su carácter político. El Poder político, hablando propiamente, es la violencia organizada de una clase para la opresión de otra. Si en la lucha contra la burguesía el proletariado se constituye indefectiblemente en clase; si mediante la revolución se convierte en clase dominante y, en cuanto clase dominante, suprime por la fuerza las viejas relaciones de producción, suprime al mismo tiempo que estas relaciones de producción las condiciones para la existencia del antagonismo de clase y de las clases en general, y, por tanto, su propia dominación como clase» (Pág. 43).
El carácter internacional de la revolución proletaria
La frase «una vasta asociación del conjunto de la nación» suscita una cuestión aquí: el Manifiesto ¿sostiene la posibilidad de la revolución, o incluso del comunismo en un solo país? Ciertamente es verdad que hay frases ambiguas aquí y allá en el texto; por ejemplo, cuando dice que «por cuanto el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués». Hoy la amarga experiencia histórica ha mostrado que sólo hay un significado burgués del término nacional, y que el proletariado por su parte es la negación de todas las naciones. Pero ésta es sobre todo la experiencia de la época de decadencia del capitalismo, cuando el nacionalismo y las luchas de liberación nacional han perdido el carácter progresivo que pudieron tener en los días de Marx, cuando el proletariado aún podía apoyar ciertos movimientos nacionales que eran parte de la lucha contra el absolutismo feudal y otros vestigios reaccionarios del pasado. En general, Marx y Engels fueron claros respecto a que tales movimientos eran de carácter burgués, pero inevitablemente se colaron ambigüedades en su lenguaje y su pensamiento, porque en ese período, la incompatibilidad total de los intereses nacionales y los intereses de clase, todavía no estaba en primer plano.
Dicho esto, la esencia del Manifiesto está contenida, no en la frase anterior, sino en la que la precede en el texto: «Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no poseen»; y en las palabras finales del texto: «Trabajadores de todos los países, ¡uníos!». De manera similar, el Manifiesto insiste en que «...la acción común del proletariado, al menos el de los países civilizados, es una de las primeras condiciones de su emancipación» (pag. 40).
Los Principios son incluso más explícitos sobre esto:
«19ª P[regunta]: ¿Podrá producirse esta revolución en un solo país?
«R[espuesta]: No. Ya por el mero hecho de haber creado el mercado mundial, la gran industria ha establecido una vinculación mutua tal entre trodos los pueblos de la tierra, y en especial entre los civilizados, que cada pueblo individual depende de cuanto ocurra en el otro. Además ha equiparado a tal punto el desarrollo social en todos los países civilizados, que en todos esos países la burguesía y el proletariado se han convertido en las dos clases decisivas de la sociedad, que la lucha entre ambas se ha convertido en la lucha principal del momento. Por ello, la revolución comunista no será una revolución meramente nacional, sino una revolución que transcurrirá en todos los países civilizados en forma simultánea, es decir, cuando menos, en Inglaterra, Norteamérica, Francia y Alemania... Es una revolución universal y por ello se desarrollará también en un terreno universal» (op. cit., Pág. 15). Desde el principio pues, la revolución proletaria se vio como una revolución internacional. La idea de que el comunismo, o incluso la toma revolucionaria del poder, podría llegar a ser realidad dentro de los confines de un único país, estaba tan lejos de las mentes de Marx y Engels, como lo estaba de las mentes de los bolcheviques que condujeron la revolución de Octubre de 1917, y de las fracciones internacionalistas que dirigieron la resistencia a la contra-revolución estalinista, contrarrevolución que se autodefinió a sí misma precisamente en la monstruosa teoría del «socialismo en un solo país».
El comunismo y el camino que conduce a él
Como hemos visto en previos artículos, la corriente marxista fue bastante clara desde sus orígenes sobre las características de la sociedad comunista completamente desarrollada por la que luchaba. El Manifiesto la define breve, pero significativamente en el párrafo que sigue al que habla de la extinción del Estado: «En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos». Así pues, el comunismo no es solo una sociedad sin clases y sin Estado: también es una sociedad que ha superado (y esto no tiene precedentes en toda la historia humana hasta ahora) el conflicto entre las necesidades sociales y las necesidades del individuo, y que dedica conscientemente sus recursos al desarrollo ilimitado de todos sus miembros -todo esto es claramente un eco de las reflexiones sobre la naturaleza de la actividad genuinamente libre, que aparecían en los escritos de 1844 y 1845. Los pasajes del Manifiesto que ajustan cuentas a las objeciones de la burguesía al comunismo, también dejan claro que el comunismo significa el fin, no solo del trabajo asalariado, sino de todas las formas de compraventa. La misma sección insiste en que la familia burguesa, que caracteriza como una forma de prostitución legalizada, también está condenada a desaparecer.
Los Principios del comunismo ocupan más espacio que el Manifiesto para definir otros aspectos de la nueva sociedad. Por ejemplo, enfatizan que el comunismo reemplazará la anarquía de las fuerzas del mercado con la gestión de las fuerzas productivas de la humanidad «según un plan resultante de los medios existentes y de las necesidades de toda la sociedad» (op. cit., Pág. 16). Al mismo tiempo, el texto desarrolla el tema de que la abolición de las clases será posible en un futuro porque el comunismo será una sociedad de abundancia: «... mejoras y desarrollos científicos ya efectuados, tomarán un impulso completamente nuevo y pondrán a disposición de la sociedad una cantidad totalmente suficiente de productos. De esta manera, la sociedad elaborará suficiente cantidad de productos como para poder disponer la distribución de tal suerte que se satisfagan las necesidades de todos sus miembros. De ese modo se tornará superflua la división de la sociedad en clases diferentes, opuestas entre sí» (Pág. 16).
Por consiguiente, si el comunismo se dedica al «libre desarrollo de todos», tiene que ser una sociedad que ha abolido la división del trabajo que conocemos: «La explotación colectiva de la producción no puede efectuarse mediante personas como las actuales, cada una de las cuales se halla subordinada a un único ramo de la producción, está encadenada a él, es explotada por él, cada una de las cuales sólo ha desarrollado una sola de sus facultades a expensas de todas las demás, únicamente conoce un solo ramo, o sólo una subdivisión de un ramo de la producción global... La industria explotada colectiva y planificadamente por toda la sociedad, presupone en última instancia, seres humanos cuyas facultades se hayan desarrollado en todas las facetas, que estén en condiciones de poseer una visión panorámica de todo el sistema de la producción» (Pág. 17).
Otra división que tiene que ser liquidada es la que existe entre la ciudad y el campo: «La dispersión de la población agrícola en el campo, a la par del hacinamiento de la población industrial en las grandes urbes, es una situación que sólo responde a una fase aún poco desarrollada de la agricultura y de la industria, es un obstáculo a cualquier desarrollo ulterior, que ya se está tornando nítidamente palpable» (Pág. 17).
Este punto se consideró tan importante que la tarea de acabar con la división entre la ciudad y el campo se incluye como una de las medidas «de transición» al comunismo, tanto en los Principios como en el Manifiesto. Y es un asunto de acuciante importancia en el mundo actual de megaciudades infladas y polución en aumento (volveremos sobre esta cuestión con más detalle en un próximo artículo, cuando consideremos cómo se las arreglará la revolución comunista con la «crisis ecológica»).
Estas descripciones generales de la futura sociedad comunista están en continuidad con las que contenían los primeros escritos de Marx, y hoy no necesitan casi ninguna modificación. Al contrario, las medidas específicas económicas y sociales que se apuntan en el Manifiesto como los medios para alcanzar esos objetivos están –como Marx y Engels reconocieron en vida– mucho más ligadas a la época, por dos razones básicas entrelazadas:
– el hecho de que el capitalismo, en la época en que se escribió el Manifiesto, todavía estaba en su fase ascendente, y aún no había desarrollado todas las condiciones objetivas para la revolución comunista;
– el hecho de que la clase obrera no había tenido ninguna experiencia concreta de una situación revolucionaria, y por eso, no conocía ninguno de los medios por los que podría asumir el poder político, ni de las medidas iniciales económicas y sociales que tendría que tomar una vez que tuviera el poder.
Estas son las medidas que el Manifiesto contempla considerando que «en los países más avanzados podrán ser puestas en práctica casi en todas partes» cuando el proletariado haya tomado el poder:
«1. Expropiación de la propiedad territorial y empleo de la renta de la tierra para los gastos del estado.
2. Fuerte impuesto progresivo.
3. abolición del derecho de herencia.
4. Confiscación de la propiedad de todos los emigrados y sediciosos.
5. Centralización del crédito en manos del Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y monopolio exclusivo.
6. Centralización en manos del Estado de todos los medios de transporte.
7. Multiplicación de las empresas fabriles pertenecientes al Estado y de los instrumentos de producción, roturación de los terrenos incultos y mejoramiento de las tierras, según un plan general.
8. Obligación de trabajar para todos; organización de ejércitos industriales, particularmente para la agricultura.
9. Combinación de la agricultura y la industria; medidas encaminadas a hacer desaparecer gradualmente la oposición entre la ciudad y el campo.
10. Educación pública y gratuita de todos los niños; abolición del trabajo de estos en las fábricas tal como se practica hoy; régimen de educación combinado con la producción material, etc.» (Págs. 42 y 43).
A primera vista es evidente que, en el período de decadencia del capitalismo, la mayoría de estas medidas han mostrado ser compatibles con la supervivencia del capitalismo -realmente muchas de ellas han sido adoptadas por el capitalismo precisamente para sobrevivir en esta época. El período decadente es el período de capitalismo de Estado universal: la centralización del crédito en manos del Estado, la formación de ejércitos industriales, la nacionalización de los transportes y las comunicaciones, educación gratuita en las escuelas del Estado... en mayor o menor medida, y en diferentes momentos, cualquier Estado capitalista ha adoptado tales medidas desde 1914, y los regímenes estalinistas, que se reivindicaban de llevar a cabo el programa del Manifiesto comunista, han adoptado todas ellas.
Los estalinistas basaban sus credenciales «marxistas» en parte en el hecho de que ellos habían puesto en práctica muchas de las medidas contempladas en el Manifiesto. Los anarquistas por su parte, también destacan esa continuidad, aunque en sentido completamente negativo, por supuesto, y así pueden apuntar algunas diatribas «proféticas» de Bakunin, para «probar» que Stalin realmente era el heredero lógico de Marx.
De hecho esta forma de ver las cosas es completamente superficial y solo sirve para justificar actitudes políticas burguesas particulares. Pero antes de explicar por qué las medidas económicas y sociales planteadas en el Manifiesto ya no son aplicables en general, tenemos que destacar la validez del método que subyace tras ellas.
La necesidad de un período de transición
Elementos tan arraigados de la sociedad capitalistas como el trabajo asalariado, las divisiones de clase, y el Estado, no podrían abolirse de la noche a la mañana, como pretendían los anarquistas contemporáneos de Marx, y como pretenden aún sus descendientes de estos últimos tiempos (las diferentes cuadrillas de consejistas y modernistas). El capitalismo ha creado un potencial de abundancia, pero eso no significa que la abundancia vaya a aparecer como por arte de magia el día después de la revolución. Por el contrario, la revolución es una respuesta a una profunda desorganización de la sociedad y, al menos durante una fase inicial, tenderá a intensificar más esta desorganización. Un inmenso trabajo de reconstrucción, educación y reorganización aguarda al proletariado victorioso. Siglos, milenios de hábitos arraigados, todos los escombros ideológicos del viejo mundo tendrán que limpiarse. La tarea es enorme y sin precedentes, y los vendedores de soluciones instantáneas son vendedores de ilusiones. Por esto el Manifiesto tiene razón cuando habla de que el proletariado victorioso necesita «aumentar con la mayor rapidez posible la suma de las fuerzas productivas», y hacerlo al principio mediante «una violación despótica del derecho de propiedad y de las relaciones burguesas de producción, es decir, por la adopción de medidas que desde el punto de vista económico parecerán insuficientes e insostenibles, pero que en el curso del movimiento se sobrepasarán a sí mismas y serán indispensables como medio para transformar radicalmente todo el modo de producción» (Pág. 42). Esta visión general del proletariado poniendo en marcha una dinámica hacia el comunismo mas que implantándolo por decreto, sigue siendo perfectamente correcta, incluso si podemos, con el beneficio de la retrospectiva, reconocer que esta dinámica no deriva de poner la acumulación de capital en manos del Estado, sino en el proletariado autoorganizado revolucionando los mismos principios de la acumulación capitalista (por ej. subordinando la producción al consumo; por la «violación despótica» de la economía mercantil y del trabajo asalariado; a través del control directo del proletariado del aparato productivo, etc.).
El principio de centralización
De nuevo, al contrario que los anarquistas, cuya adhesión al «federalismo» reflejaba el localismo pequeño burgués y el individualismo de esta corriente, el marxismo siempre ha insistido en que el caos capitalista y la competencia solo pueden superarse por medio de la más estricta centralización a escala global -centralización de las fuerzas productivas por el proletariado, centralización de los propios órganos políticos/económicos del proletariado. La experiencia ha mostrado que esta centralización es muy diferente de la centralización burocrática del Estado capitalista; incluso que el proletariado tiene que desconfiar del centralismo del Estado post-revolucionario. Pero ni puede derrocarse el aparato de Estado capitalista, ni se pueden resistir las tendencias contra-revolucionarias del Estado «de transición», a menos que el proletariado haya centralizado sus propias fuerzas. A este nivel, una vez más, la apreciación general que contiene el Manifiesto sigue siendo válida hoy.
Los limites impuestos por la historia
Si embargo, como dijo Engels en su introducción a la edición de 1872, mientras «... los principios generales expuestos en este Manifiesto siguen siendo hoy, en su conjunto, enteramente acertados... la aplicación práctica de estos principios dependerá siempre y en todas partes de las circunstancias históricas existentes, y que, por tanto, no se concede importancia exclusiva a las medidas enumeradas al final del capítulo II. Este pasaje tendría que ser redactado hoy de distinta manera, en más de un aspecto». Y luego continúa para mencionar «el desarrollo colosal de la gran industria en los últimos 25 años», y, como ya hemos visto, la experiencia revolucionaria de la clase obrera en 1848 y 1871.
La referencia al desarrollo de la industria moderna es particularmente relevante aquí porque indica que Marx y Engels, a través de las medidas económicas propuestas en el Manifiesto, tenían intención de empujar el desarrollo del capitalismo en una época en que muchos países todavía no habían completado su revolución burguesa. Esto puede verificarse al ver las Reivindicaciones del Partido comunista en Alemania, que la Liga comunista distribuyó como un panfleto durante los alzamientos revolucionarios en Alemania en 1848. Sabemos que Marx fue bastante explícito en esa época sobre la necesidad de que la burguesía llegara al poder en Alemania como una precondición para la revolución proletaria. Así pues, las medidas propuestas en ese panfleto, tenían el propósito de empujar a la burguesía alemana a salir de su atraso feudal, y de extender las relaciones burguesas de producción tan rápidamente como fuera posible: pero muchas de las medidas propuestas en el panfleto –importante aumento progresivo de los impuestos, un banco estatal, nacionalización de la tierra y el transporte, educación gratuita– son las que se plantean en el Manifiesto. Discutiremos en un próximo artículo hasta qué punto los hechos confirmarían o refutarían las perspectivas de Marx para la revolución en Alemania, pero el hecho es que, si ya Marx y Engels en vida vieron que las medidas propuestas en el Manifiesto estaban desfasadas, hay que darse cuenta de que tienen aún mucha menos relevancia en el período de decadencia, cuando el capitalismo ya hace tiempo que ha establecido su dominación mundial, e incluso ha sobrevivido más de lo necesario para el progreso en cualquier punto del mundo.
Esto no es para decir que en la época de Marx y Engels, o en el movimiento revolucionario que vino tras ellos, hubiera una claridad sobre el tipo de medidas que el proletariado victorioso tendría que tomar para iniciar una dinámica hacia el comunismo. Al contrario, las confusiones sobre la posibilidad de que la clase obrera usara las nacionalizaciones, el crédito estatal, y otras medidas de capitalismo de Estado como escalones hacia el comunismo, persistieron a lo largo del siglo XIX y jugaron un papel negativo durante el curso de la revolución en Rusia. Tuvo que ocurrir la derrota de esta revolución, la transformación del bastión proletario en un espantoso capitalismo de Estado tiránico, y un montón de reflexión y debates después entre los revolucionarios, para que se abandonaran finalmente tales ambigüedades. Pero ya volveremos también sobre eso en próximos artículos.
La prueba de la práctica
La parte final del Manifiesto concierne a las tácticas que tienen que seguir los comunistas en diferentes países, particularmente en aquellos en los que estaba, o parecía estar al orden del día la lucha contra el absolutismo feudal. En el próximo artículo de esta serie, examinaremos cómo la intervención práctica de los comunistas en los alzamientos paneuropeos de 1848, clarificó las perspectivas de la revolución proletaria y confirmó o desmintió las consideraciones tácticas contenidas en el Manifiesto.
CDW
[1] Ver « La alienación del trabajo es la premisa de su emancipación » en Revista Internacional nº 70, y « El Comunismo, el verdadero comienzo de la sociedad humana », en la Revista Internacional nº 71.
[2] El término « partido » aquí no se refiere a la Liga comunista: aunque el Manifiesto se asumía como un trabajo colectivo de esa organización, su nombre no aparecía en las primeras ediciones del texto, principalmente por razones de seguridad. El término « partido » en ese período, no se refería a ninguna organización específica, sino a una tendencia general o movimiento.
[3] En ediciones posteriores del texto, Engels tuvo que matizar esta afirmación, planteando que se aplicaba a « toda la historia escrita », pero no a las formas comunales de sociedad que habían precedido el surgimiento de las divisiones de clase.
Medio político proletario
Hasta el hundimiento del bloque del Este, en 1989, la alternativa planteada por el movimiento obrero a principios de siglo –guerra o revolución– resumía claramente lo que estaba en juego en la situación histórica: sumidos en una vertiginosa carrera de armamentos, los dos bloques se preparaban para una nueva guerra mundial, «única» solución que el capitalismo puede aportar a su crisis económica. Hoy día, la humanidad se enfrenta a un desorden mundial creciente, en el que el caos y la barbarie se desarrollan incluso en las regiones que vivieron la primera revolución proletaria en 1917. Los militares de las grandes potencias «democráticas», preparados para la guerra con el bloque del Este, se instalan en los países devastados por guerras civiles en nombre de la «ayuda humanitaria».
Ante estos profundos cambios de la situación mundial y contra todas las campañas mentirosas que los acompañan, la responsabilidad de los comunistas es desgajar un análisis claro, una comprensión profunda de los nuevos envites que plantean los conflictos imperialistas. Desgraciadamente, como veremos a lo largo de este artículo, la mayor parte de las organizaciones del medio político distan mucho de estar a la altura de esta responsabilidad.
Es evidente que ante la confusión que la burguesía se encarga de mantener, la tarea de los revolucionarios es reafirmar que la única fuerza capaz de cambiar la sociedad es la clase obrera. Es también su responsabilidad, al mismo tiempo, demostrar que el capitalismo es incapaz de aportar paz a la humanidad y que el único «nuevo orden mundial» sin guerras, sin hambre, sin miseria, es el que puede instaurar el proletariado destruyendo el capitalismo: el comunismo. Sin embargo, el proletariado espera que sus organizaciones políticas, por pequeñas que estas sean, defienda algo más que simples declaraciones de principios. El proletariado debe contar con su capacidad de análisis para oponerse a toda la hipocresía de la propaganda burguesa y darse una visión clara de los verdaderos retos de la situación.
Ya demostramos en nuestra revista (ver nº 61) como los grupos políticos serios, que publican prensa regularmente como Battaglia Comunista, Workers Voice, Programma Comunista, Il Partito Internazionale, Le Prolétaire, reaccionaron con vigor ante la campaña sobre el «fin del comunismo» reafirmando la denuncia del carácter capitalista de la ex-URSS estalinista([1]). Del mismo modo, estos grupos respondieron al desencadenamiento de la Guerra del Golfo denunciando claramente cualquier tipo de apoyo a los bandos contendientes y llamaron a los trabajadores a desarrollar su combate contra el capitalismo, en cualquiera de sus formas, y en todos los países (ver Revista Internacional, nº 64). Sin embargo, más allá de estas declaraciones de principio, que es lo menos que se puede esperar de los grupos proletarios, es imposible encontrar en ellos un marco de comprensión y análisis de la situación actual. Mientras que nuestra organización, a finales del año 89, hizo el esfuerzo, cumpliendo una responsabilidad elemental, de elaborar un marco de análisis e intentar desarrollarlo ante los acontecimientos([2]), podemos observar que uno de los elementos de «análisis» de estos grupos ha sido la tendencia a zigzaguear de forma inconsecuente, a contradecirse de un mes para otro.
Para convencerse de la inconstancia de los grupos del medio político proletario, es suficiente haber seguido regularmente sus publicaciones en el período de la guerra del Golfo.
De este modo, un lector atento de Battaglia Comunista habrá podido leer en noviembre del 90, justo en el momento de los preparativos de la intervención militar que “esta (la guerra) no está provocada en modo alguno por la locura de Sadam Husein, es el producto del enfrentamiento entre la parte de la burguesía árabe que reivindica más poder para los países productores de petróleo y la burguesía occidental, en particular, la burguesía americana, que pretende dictar su ley en materia de precio del petróleo, como viene ocurriendo hasta el presente”. Debemos señalar, que en el mismo momento, desfilaban por Bagdad multitud de personalidades políticas occidentales (especialmente Willy Brandt por la RFA y numerosos ex-primer ministros japoneses) que querían negociar abiertamente, en contra del juego de Estados Unidos, la liberación de los rehenes. Desde entonces está claro que los USA y sus “aliados” occidentales no comparten los mismos objetivos. Lo que no podía ser más que una tendencia inmediatamente después del hundimiento del bloque del Este, el hecho de que ya no existía una convergencia de intereses en el seno de la “burguesía occidental”, se ha convertido claramente en una escalada de antagonismos imperialistas entre los antiguos “aliados” y, este hecho escapa completamente a el análisis “marxista” de Battaglia Comunista.
Por otra parte, en este mismo número, se afirma con buen criterio a poco menos de dos meses del estallido de una guerra anunciada que “el futuro, incluso el más inmediato, se caracterizará por un nuevo carrera de conflictos”. Sin embargo, esta perspectiva no es evocada ni desarrollada por el periódico de diciembre del 90.
En el número de enero de 1991, cuál no será la sorpresa del lector ¡al descubrir en primera página que “la tercera guerra mundial ha comenzado el 17 de enero”!. Sin embargo, el periódico no consagra ningún artículo a este acontecimiento y con razón podemos preguntarnos si los camaradas de BC están verdaderamente convencidos de lo que escriben en su prensa. En febrero, gran parte del periódico de BC está dedicada a la cuestión de la guerra: se reafirma que el capitalismo es la guerra y que se han reunido todas las condiciones para que la burguesía llegue a su “solución”, la tercera guerra mundial. “En ese sentido, afirmar que la guerra que ha comenzado el 17 de enero marca el inicio del tercer conflicto mundial no es un acceso de fantasía, sino tomar acta de que se ha abierto la fase en la que los conflictos comerciales, que se han acentuado desde principio de los años 70, no pueden solucionarse si no es con la guerra generalizada”.
En otro artículo, el autor es menos afirmativo y en un tercero que muestra “la fragilidad del frente anti-Sadam”, se interrogan sobre los protagonistas de futuros conflictos: “con o sin Gorbachov, Rusia ya no podrá tolerar la presencia militar americana a las puertas de su casa, cosa que se verificaría en el caso de una ocupación militar de Irak. Rusia, no podrá tolerar un trastorno de los actuales equilibrios en favor de la tradicional coalición árabe pro-americana”. Así, lo que ya era evidente desde los últimos meses de 1989, el fin del antagonismo entre los Estados Unidos y la URSS por el ko de esta última potencia, la incapacidad definitiva de ésta para cuestionar la superioridad aplastante de su ex-rival, particularmente en Oriente Medio, no aparece aún en el campo de visión de BC. Con perspectiva, ahora que el sucesor de Gorbachov se ha convertido en uno de los mejores aliados de los Estados Unidos, podemos constatar lo absurdo del análisis y las “previsiones” de BC. En descargo de BC, debemos señalar que en el mismo número, declara que la fidelidad de Alemania a los USA se convierte en absolutamente dudosa. Sin embargo, las razones que se dan para plantear este argumento, son cuando menos insuficientes: según BC sería porque Alemania estaría “implicada en la construcción de una nueva zona de influencia en el este y en el establecimiento de nuevas relaciones económicas con Rusia (gran productor de petróleo)”. Si el primer argumento es totalmente justo, el segundo, por el contrario, es muy débil: francamente, los antagonismos entre Alemania y los Estados Unidos van mucho más allá de la cuestión de quién podrá beneficiarse de las reservas de petróleo de Rusia.
En marzo, y ya teníamos ganas de decir “por fin” (el muro de Berlín había desaparecido hacía más de un año y medio), BC anuncia que con “el hundimiento del imperio ruso, el mundo entero se encamina hacia una situación de incertidumbre sin precedentes”. La guerra del Golfo ha engendrado nuevas tensiones. La inestabilidad se ha convertido en la regla. En lo inmediato, la guerra continúa en el Golfo con el mantenimiento de los USA en la zona. Pero, lo que se considera como una fuente de conflictos, son las rivalidades en torno al gigantesco “negocio” que sería la reconstrucción de Kuwait. Esta visión es simplemente una visión de miope: lo que está en juego en la Guerra del Golfo, como hemos demostrado en numerosas ocasiones, son de una dimensión enormemente superior a los del pequeño emirato o los mercados de su reconstrucción.
En el número de Prometeo (revista teórica de BC) de noviembre del 91, hay un artículo consagrado al análisis de la situación mundial después de “el fin de la guerra fría”. Este artículo muestra cómo el bloque del Este ya no puede cumplir su papel anterior y también, cómo vacila el bloque del Oeste. El artículo vuelve a reafirmar a propósito de la guerra del Golfo que esta fue una guerra por el petróleo y el control de la “renta petrolera”. Sin embargo el artículo señala: “pero esto como tal, no es suficiente para explicar el colosal despliegue de fuerzas y el cinismo criminal con el que USA ha machacado a Irak. A las razones económicas fundamentales, y a causa de ellas, debemos añadir motivos políticos. En esencia, para los USA se trata de afirmar su papel hegemónico gracias al instrumento de base de la política imperialista (la exhibición de la fuerza y la capacidad de destrucción) también frente a sus aliados occidentales, llamados simplemente a figurar de comparsas en una coalición de todos contra Sadam”. Así, si bien se reafirma en su “análisis del petróleo”, BC empieza a percibir con un año de retraso, lo que estaba en juego en la guerra del Golfo. ¡Nunca es tarde si la dicha es buena!.
En este mismo artículo, la tercera guerra mundial aparece siempre como inevitable, pero, por un lado, “la reconstrucción de nuevos frentes está en marcha sobre ejes aún confusos” y por otra parte, falta aún “la gran farsa que deberá justificar a los ojos de los pueblos el camino hacia nuevas masacres entre los Estados centrales, Estados que hoy día aparentan estar unidos y solidarios”. La emoción de la Guerra del Golfo pasó, la tercera guerra mundial que empezó el 17 de enero se convierte en una perspectiva en el horizonte. Después de haberse mojado imprudentemente en sus análisis de principios de 1991, BC ha decidido, sin decirlo, correr un tupido velo. Esto le evita tener que examinar de forma precisa en qué medida esa perspectiva está camino de concretarse en la evolución de la situación mundial y en particular en los conflictos que salpican al mundo y a la misma Europa. La relación entre el desarrollo del caos y los conflictos imperialistas esta muy lejos de ser analizada por BC, tal y como la CCI intenta hacerlo por su parte([3]).
En general los grupos del medio político proletario al no poder negar el desarrollo del caos creciente hacen descripciones justas del fenómeno, pero en vano encontraremos en sus análisis la afirmación de las tendencias generales que pueden llevar en el sentido de una agravación del caos, independientemente incluso de los conflictos imperialistas, o bien en el sentido de la organización de la sociedad en vista a la guerra.
Así, en noviembre del 91, Programma Comunista (PC) nº 6, en un largo artículo, afirma que los verdaderos «responsables» de lo que ocurre en Yugoslavia “no deben buscarse en Liubliana o en Belgrado, sino en el seno de las capitales de las naciones más desarrolladas. En Yugoslavia se enfrentan en realidad por personas interpuestas, las exigencias, las necesidades y las perspectivas del mercado europeo. Solo viendo en la guerra intestina un aspecto de la lucha por la conquista de mercados, en tanto que control financiero de vastas regiones, que explotación de zonas económicas, que necesidades de los países más avanzados desde el punto de vista capitalista, de encontrar siempre nuevas salidas económicas y militares, solo así no aparecerá como justificada a los ojos de los trabajadores una lucha para librarse del “bolchevique Milosevic” o del “ustachi Tudjman”.
En mayo del 92, en PC Nº 3, el artículo “En el marasmo del nuevo orden social capitalista», hace una constatación muy lúcida de las tendencias a “cada uno a la suya” y del hecho de que “nuevo orden mundial no es más que el terreno de explosión de conflictos a todo tren”, que “la disgregación de Yugoslavia ha sido un factor y un efecto de la gran pretensión expansionista de Alemania”.
En el número siguiente, PC reconoce que “una vez más, hemos asistido a la tentativa americana de hacer valer el viejo derecho de preferencia de compra sobre las posibilidades de defensa (o autodefensa) europea, en su propiedad desde el final de la Segunda Guerra mundial, y de una tentativa análoga (en sentido inverso) de Europa, o al menos de la Europa “que cuenta”, a actuar por ella misma, o –si verdaderamente no pudiera hacerlo– a no depender totalmente en cada movimiento de la voluntad de los USA”. Encontramos pues en este artículo los elementos esenciales de comprensión de los enfrentamientos en Yugoslavia: el caos resultante del hundimiento de los regímenes estalinistas de Europa y del bloque del Este, la agravación de los antagonismos imperialistas que dividen a las grandes potencias occidentales.
Desgraciadamente, PC no se ha sabido mantener sobre este análisis correcto. En el número posterior (septiembre 92), cuando una parte de la flota americana con base en el Mediterráneo navega a lo largo de las costas yugoeslavas, nos encontramos con una nueva versión: “Hace más de dos años que la guerra hace estragos en Yugoslavia: los USA manifiestan al respecto la más soberana de las indiferencias; la CEE lava su conciencia con el envío de ayudas humanitarias y el envío de algunos contingentes armados para proteger esta ayuda, con la convocatoria de encuentros periódicos, o algunas conferencias de paz, que dejan cada vez las cosas más o menos como estaban (...) ¿Hay que sorprenderse?. Basta recordar la carrera frenética, después del hundimiento soviético, de los mercaderes occidentales, en especial los austro-alemanes, para acaparar la soberanía económica y por tanto política, sobre Eslovenia y, si es posible, Croacia”. Es decir que después de dar un paso hacia la clarificación, PC vuelve a las andadas con el tema del “negocio” tan manido por el medio político para explicar las grandes cuestiones imperialistas del periodo actual.
Sobre este mismo tema, BC interviene a propósito de la guerra en Yugoslavia, para explicarnos profusamente las razones económicas que han impulsado a las diferentes fracciones de la burguesía yugoslava a asegurarse por las armas: “esas cuotas de plusvalía que antes se iban a la Federación». “La repartición de Yugoslavia beneficia sobre todo a la burguesía alemana por un lado, y por otro a la italiana. Incluso las destrucciones de una guerra pueden ser rentables cuando se trata inmediatamente de reconstruir; adjudicaciones lucrativas, pedidos jugosos que, ya se sabe, comienzan a escasear en Italia o Alemania”. “Por ello, aun contradictoriamente con los principios de la casa común europea, los Estados de la CEE han reconocido el “derecho de los pueblos” al mismo tiempo que han puesto en marcha sus operaciones económicas: Alemania en Croacia y en parte en Eslovenia, Italia en Eslovenia. Entre otras cosas la venta de armas y el aprovisionamiento de las municiones consumidas durante la guerra”. Desde luego, nos indica BC, que esto no place a los USA, que no ven con buenos ojos el reforzamiento de los países europeos (BC, nº 7/8 julio-agosto de 1992).
No podemos dejar de interrogarnos sobre cuáles son esos “formidables negocios” que el capitalismo podría realizar en Yugoslavia, en un país que se derrumbó al mismo tiempo que el bloque ruso, y que además ha sido devastado por la guerra. Ya pudimos ver en qué quedaron las “fabulosas ganancias” de la reconstrucción de Kuwait, cuando se perfilan en el horizonte las de la “reconstrucción de Yugoslavia” con, ante todo, un dardo lanzado a los innobles mercaderes de armas, fabricantes de guerra.
No podemos proseguir con una enumeración cronológica de las tomas de posición y los meandros del medio político proletario. Estos ejemplos son por sí mismos suficientemente elocuentes y preocupantes. El proletariado no puede conformarse para desarrollar su combate cotidiano con actos de fe, tales como: «a través de continuas sacudidas, y sin saber cuándo, llegaremos al resultado que nos indican la teoría marxista y el ejemplo de la revolución rusa» (Programma).
Tampoco podemos saludar que la mayoría de las organizaciones identifiquen los nuevos «frentes» potenciales de una tercera guerra mundial en torno por un lado a Alemania, y por otro a los USA. Como un reloj parado –que da dos veces al día la hora correcta– ellos han visto durante décadas como única situación posible la que precedía al estallido de las dos guerras mundiales anteriores. Y resulta que tras el hundimiento del bloque del Este, la situación tiende a presentarse así, pero es por pura casualidad que estas organizaciones dan la hora justa hoy. Las razones de este vuelco de la historia, la perspectiva abierta –o no– hacia la tercera guerra mundial o están borrosas o son simplemente ignoradas, lo que redunda en que las explicaciones dadas al desencadenamiento de las guerras resultan rematadamente incoherentes y variables de un mes para otro cuando no prácticamente surrealistas y desprovistas de la menor credibilidad.
Como dice Programma, es verdad que la teoría marxista debe guiarnos, ha de servirnos de brújula para comprender la evolución de un mundo que debemos transformar, y especialmente lo que está en juego en el período histórico. Sin embargo, desgraciadamente, para la mayoría de las organizaciones del medio político, el marxismo tal y como ellas lo entienden, parece mas una brújula a la que la proximidad de un imán volviera loca.
En realidad, el origen de la desorientación que sufren estos grupos, se halla en gran medida en una incomprensión de la cuestión del curso histórico, es decir de la relación de fuerzas entre las clases que determina el sentido de evolución de la sociedad inmersa en la crisis insoluble de su economía: o bien la «solución burguesa» -es decir, la guerra mundial- o bien la respuesta obrera que mediante la intensificación de los combates de clase desemboca en un período revolucionario. La experiencia de las fracciones revolucionarias en la víspera de la Segunda Guerra mundial nos muestra que la afirmación de los principios básicos no basta, ya que la cuestión del curso histórico y la de la naturaleza de la guerra imperialista sacudió y prácticamente paralizó a estas fracciones([4]). Para ir a la raíz de las incomprensiones del medio político, es necesario volver una vez más sobre la cuestión del curso histórico y las guerras en el período de decadencia capitalista.
Resulta como mínimo sorprendente, que BC, que negó la posibilidad de una tercera guerra mundial cuando existían bloques militares constituidos, anuncie esta perspectiva como inminente desde el momento en que uno de estos bloques se hunde. Las incomprensiones de BC están en la base de esta pirueta. La CCI ha demostrado ya en numerosas ocasiones (ver Revista Internacional números 50 y 59) la debilidad de los análisis de esta organización e insistido sobre el peligro de llegar a perder toda perspectiva histórica.
Desde el final de los años 60, el hundimiento de la economía capitalista sólo podía impulsar a la burguesía hacia una nueva guerra mundial, más aún cuando los dos bloques imperialistas estaban ya constituidos. Desde hace más de dos décadas, la CCI defiende que la oleada de luchas obreras abierta en 1968 marca un nuevo período en la relación de fuerzas entre las clases, la apertura de un curso histórico de desarrollo de las luchas obreras. Para enviar al proletariado a la guerra el capitalismo necesita una situación caracterizada por: «la creciente adhesión de los obreros a los valores capitalistas, y una combatividad que tiende o a desaparecer o a aparecer en el seno de una perspectiva controlada por la burguesía» (Revista Internacional nº 30, «El curso histórico»).
Frente a la pregunta: ¿por qué no ha estallado la tercera guerra mundial aún estando presentes todas las condiciones objetivas?, la CCI ha puesto por delante, desde la aparición de la crisis abierta del capitalismo, la relación de fuerzas entre las clase, la incapacidad por parte de la burguesía de movilizar a los trabajadores de los países más avanzados tras las banderas nacionalistas. Pero ¿qué responde BC que, por otra parte, reconoce que «a nivel objetivo, todas las razones para el desencadenamiento de una nueva guerra generalizada, se hallan presentes»?. Al rechazar el tomar en consideración el curso histórico, esta organización se pierde en todo tipo de «análisis»: que si la crisis económica no estaría suficientemente desarrollada (en abierta contradicción con lo que afirman de que todas las «razones objetivas» están presentes); que si el marco de alianzas estaría «demasiado laxo y pleno de incógnitas»; que si, para rematar, los armamentos estarían... demasiado desarrollados, serían demasiado destructores. El desarme nuclear constituiría pues una de las condiciones necesarias para el estallido de la guerra mundial. Ya respondimos por nuestra parte, en su momento, a tales argumentos.
La realidad actual ¿confirma el análisis de BC, por el que nos anuncia que ahora sí, vamos hacia la guerra mundial? ¿Que la crisis no está suficientemente desarrollada? Ya advertimos entonces a BC contra su subestimación de la gravedad de la crisis mundial. Pero es que si bien BC ha reconocido que las dificultades del ex-bloque del Este se debían a la crisis del sistema, durante todo un tiempo y contra toda verosimilitud, BC se ilusionó sobre las oportunidades que se abrían en Este, sobre el «balón de oxigeno» que esto representaría para el capitalismo internacional... lo que no le impide, al mismo tiempo, ver posible hoy el estallido de la tercera guerra mundial. Para BC, cuanto mas se atenúa la crisis capitalista, mas se acerca la guerra mundial. Los meandros de la lógica de BC, como los caminos del Señor, son inescrutables.
En lo referente a los armamentos, ya hemos demostrado la falta de seriedad de esta afirmación, pero hoy, que el armamento nuclear sigue estando presente y, además, en manos de un número superior de Estados, resulta que, ahora sí, la guerra mundial es posible.
Cuando el mundo estaba completamente dividido en dos bloques, el cuadro de alianzas resultaba, para BC, «laxo». Hoy que esa partición ha finalizado, y que todavía estamos lejos de un nuevo reparto (aún cuando la tendencia a la reconstitución de nuevas constelaciones imperialistas, se afirma de manera creciente) las condiciones para una guerra mundial estarían ya maduras. ¡Un poco de rigor, compañeros de BC!
No pretendemos que BC diga siempre lo primero que se le ocurre (lo que, por otro lado, ocurre más de una vez) sino sobre todo queremos mostrar cómo, a pesar de la herencia del movimiento obrero (que reivindica esta organización), en ausencia de un método, de considerar la evolución del capitalismo y de la relación de fuerzas entre las clases, se llega a la incapacidad de proporcionar orientaciones a la clase obrera. No habiendo comprendido la razón esencial por la que no ha tenido lugar la guerra generalizada en el pasado período: el fin de la contrarrevolución, el curso histórico hacia los enfrentamientos de clase, y no siendo, en consecuencia, capaces de constatar que este curso no ha sido cuestionado ya que la clase obrera no ha sufrido una derrota decisiva, BC nos anuncia una tercera guerra mundial inminente, cuando precisamente los cambios de los últimos años, han alejado esa perspectiva.
Precisamente la incapacidad para tomar en consideración, el resurgir de la clase obrera desde finales de los 60, en el examen de las condiciones del estallido de la guerra mundial, es lo que impide ver lo que nos jugamos en el período actual, el bloqueo de la sociedad, y su pudrimiento en la raíz. «Si bien el proletariado ha tenido la fuerza de impedir el desencadenamiento de una nueva carnicería generalizada, no ha sido aún capaz de poner por delante su perspectiva propia: la destrucción del capitalismo y la edificación de la sociedad comunista. Por ello, no ha podido impedir que la decadencia capitalista haya hecho sentir cada vez mas sus efectos sobre el conjunto de la sociedad. En ese bloqueo momentáneo, la historia, sin embargo, no se detiene. Privada del más mínimo proyecto histórico capaz de movilizar sus fuerzas, incluso el mas suicida como la guerra mundial, la sociedad capitalista solo puede hundirse en un pudrimiento desde sus raíces, la descomposición social avanzada, la desesperación generalizada... Si subsiste el capitalismo acabará por, aún sin una tercera guerra mundial, destruir definitivamente a la humanidad a través de la acumulación de guerras locales, de epidemias, de la degradación del medio ambiente, de las hambrunas y de otras catástrofes supuestamente “naturales”« (Manifiesto del IXº Congreso de la CCI).
BC no tiene, desgraciadamente, la exclusiva en este completo desconocimiento de lo que nos jugamos en el período abierto con el hundimiento del bloque del Este. Le Prolétaire escribe claramente: «A pesar de lo que escriben , no sin un cierto toque de hipocresía, ciertas corrientes políticas sobre el hundimiento del capitalismo, el “caos”, la “descomposición”, etc., no estamos ahí». En efecto «aunque haya que esperar años para destruir su dominación (del capitalismo), su destino está escrito». Que Le Prolétaire necesite darse a sí mismo sensación de seguridad no deja de ser triste, pero que oculte al proletariado la gravedad de lo que hoy está en juego, es mucho más grave.
En efecto, el hecho de que hoy no sea posible la guerra mundial, no disminuye un ápice la gravedad de la situación. La descomposición de la sociedad, su pudrimiento de raíz, constituye una amenaza mortal para el proletariado, como hemos explicado en esta misma publicación([5]). Es responsabilidad de los revolucionarios poner en guardia a su clase contra esta amenaza, decirle que el tiempo no juega a su favor, y que si espera demasiado antes de emprender el combate por la destrucción del capitalismo, se arriesga a ser arrastrada por el pudrimiento del sistema. El proletariado espera otra cosa que una total incomprensión –rayana en la estúpida ironía– de lo que nos jugamos, de las organizaciones que quieren constituir su vanguardia.
En la base de las incomprensiones por parte de la mayoría de los grupos del medio político de lo que está en juego en el período actual, no está únicamente su ignorancia sobre la cuestión del curso histórico. Se encuentra además una incapacidad para comprender todas las implicaciones de la decadencia del capitalismo sobre la cuestión de la guerra. En particular se sigue pensando que, al igual que en siglo pasado, la guerra tiene una racionalidad económica. Aun cuando en última instancia es desde luego la situación económica del capitalismo decadente lo que engendra las guerras, toda la historia de este período nos enseña hasta qué punto para la propia economía capitalista (y no solamente para los explotados convertidos en carne de cañón) la guerra se ha convertido en una verdadera catástrofe y no sólo para los países vencidos. De hecho los antagonismos imperialistas y militares no recubren las rivalidades comerciales entre los diferentes Estados.
No es casual que BC tienda a considerar, el reparto del mundo entre el bloque del Este y el occidental como «laxo», inacabado con vistas a una guerra, ya que las rivalidades comerciales más importantes no se establecen entre países de esos bloques, sino entre las principales potencias occidentales. Sin duda tampoco es casualidad que hoy cuando las rivalidades comerciales estallan entre USA y las grandes potencias ex-aliadas como Alemania y Japón, BC vea mucho más próxima la guerra. Al igual que los grupos que no reconocen la decadencia del capitalismo, BC –que no ve todas las implicaciones– identifica guerras comerciales y guerras militares.
Esta cuestión no es nueva y la historia se ha encargado de dar la razón a Trotski que, a principios de los años 20, combatía la tesis mayoritaria en la IC, según la cual la Segunda Guerra mundial tendría como cabezas de bloque a USA y Gran Bretaña, las dos grandes potencias comerciales concurrentes. Más tarde, a finales de la Segunda Guerra mundial, la Izquierda comunista de Francia hubo de reafirmar que «hay una diferencia entre las dos fases, ascendente y decadente, de la sociedad capitalista y, en consecuencia, una diferencia de funciones de la guerra entre ambas fases (...). La decadencia de la sociedad capitalista encuentra su más patente expresión en que hemos pasado de guerras para el desarrollo económico (período ascendente) a que la actividad económica se restrinja esencialmente con vistas a la guerra (período decadente)... La guerra toma un carácter permanente y queda convertida en el modo de vida del capitalismo» («Informe sobre la situación internacional», 1945, reeditado en la Revista internacional nº 59). A medida que el capitalismo se hunde en su crisis, la lógica del militarismo se le impone de forma creciente, irreversible e incontrolable, aún cuando este no es tampoco capaz, al igual que el resto de políticas, de aportar la más mínima solución a las contradicciones económicas del sistema([6]).
Al negarse a admitir que las guerras han cambiado su significación, del siglo pasado al actual, y por no ver el carácter cada vez más irracional y suicida de las guerras, queriendo ver a toda costa en las guerras, la lógica de las guerras comerciales..., los grupos del medio político proletario se privan de los medios para entender lo que sucede realmente en los conflictos en los que están implicados –abiertamente o no– las grandes potencias y , en un plano más general, la evolución de la situación internacional. Por el contrario, se ven impelidos a desarrollar posiciones extremadamente absurdas sobre la «carrera de beneficios», sobre los «fabulosos negocios» que representarían para los paises desarrollados regiones tan arruinadas, tan arrasadas por la guerra como pueden ser Yugoslavia o Somalia. Dado que la guerra es una de las cuestiones mas decisivas que ha de enfrentar el proletariado ya que él es la principal víctima, como carne de cañón y fuerza de trabajo sometida a una explotación sin precedente, pero también porque la guerra es uno de los elementos esenciales en la toma de conciencia de la quiebra del capitalismo, de la barbarie que entraña para la humanidad, es de la mayor importancia que los revolucionarios muestren la mayor claridad. La guerra constituye «la única consecuencia objetiva de la crisis, de la decadencia y de la descomposición, que el proletariado puede, desde ahora, limitar (a diferencia de las otras manifestaciones de la descomposición) en la medida en que, en los países centrales, el proletariado no está hoy encuadrado tras las banderas nacionalistas» («Militarismo y descomposición», Revista internacional nº 64).
El curso histórico no ha cambiado (aunque para darse cuenta de ello, tendrían que admitir que existen cursos históricos diferentes en distintos períodos). La clase obrera, a pesar de haber estado paralizada, desorientada, por los enormes cambios de los últimos años, se ve cada vez mas empujada a volver a retomar las luchas, como mostraron los combates de septiembre-octubre en Italia. El camino va a ser largo y difícil, y no podrá hacerse sin que el proletariado movilice todas sus fuerzas en un combate decisivo. La tarea de los revolucionarios es primordial pues sino no sólo serán barridos por la historia, sino que deberán asumir su parte de responsabilidad en la desaparición de toda perspectiva revolucionaria.
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[1] Para un análisis más detallado ver en la Revista internacional nº 61, el artículo « El viento del Este y la respuesta de los revolucionarios ».
[2] Para la CCI, « hay que afirmar claramente, en fin de cuentas, que el hundimiento del bloque del Este, las convulsiones económicas y políticas de los países que lo formaban, no son ni mucho menos signos de no se sabe qué mejora de la situación económica de la sociedad capitalista. La quiebra económica de los regímenes estalinistas, consecuencia de la crisis general de la economía mundial, no hace sino anticipar, anunciándolo, el hundimiento de los sectores más desarrollados de esta economía ». (...) « La agravación de las convulsiones de la economía mundial va a agudizar las peleas entre los diferentes Estados, incluso, y cada vez más, militarmente hablando. La diferencia con el período que acaba de terminar, es que esas peleas, esos antagonismos, contenidos antes y utilizados por los dos bloques imperialistas, van ahora a pasar a primer plano. (...) Esas rivalidades y enfrentamientos no podrán, por ahora, degenerar en conflicto mundial, incluso suponiendo que el proletariado no fuera capaz de oponerse a él. En cambio, con la desaparición de la disciplina impuesta por la presencia de los bloques, esos conflictos podrían ser más violentos y numerosos y, en especial, claro está, en la áreas en las que el proletariado es más débil » (« Tras el hundimiento del bloque del Este, inestabilidad y caos », Revista Internacional, nº 61, 2º trimestre del 90). La realidad ha confirmado ampliamente estos análisis.
[3] Para la CCI, la guerra del Golfo « a pesar de los enormes medios empleados, esa guerra habrá podido aminorar, pero no podrá en absoluto invertir las grandes tendencias que se han impuesto desde la desaparición del bloque ruso, o sea, la desaparición del bloque occidental, los primeros pasos hacia la formación de un nuevo bloque imperialista dirigido por Alemania, la agravación del caos en las relaciones imperialistas. La barbarie bélica que se ha desencadenado en Yugoslavia unos cuantos meses después de la Guerra del Golfo es una ilustración indiscutible de lo afirmado antes. En particular, los acontecimientos que han originado esa barbarie, la proclamación de la independencia de Eslovenia y Croacia, aunque ya de por si son expresión del caos y de la agudización de los nacionalismos característicos de las zonas del mundo dominadas por los regímenes estalinistas, sólo han podido realizarse porque esas naciones estaban seguras del apoyo de la primera potencia europea, Alemania. (...) La acción diplomática de la burguesía alemana en los Balcanes, que tenía el objetivo de abrirse un paso estratégico en el Mediterráneo mediante una Croacia « independiente « a sus órdenes, ha sido el primer acto decisivo en su candidatura para dirigir un nuevo bloque imperialista « (« Resolución sobre la situación internacional » en Revista internacional, nº 70).
« La burguesía norteamericana, consciente de la gravedad de lo que está en juego, y más allá de su aparente discreción, ha hecho todo lo que ha podido para frenar y quebrar, con la ayuda de Inglaterra y Holanda, ese intento de penetración del imperialismo alemán » (« Hacia el mayor caos de la historia », Revista internacional, nº 68). Ver las diferentes publicaciones territoriales de la CCI para un análisis más detallado.
[4] Ver nuestro folleto sobre la Historia de la Izquierda comunista de Italia, y el balance sacado por la Izquierda Comunista de Francia en 1945, publicado en nuestra Revista Internacional, nº 59.
[5] Ver en particular « La descomposición del capitalismo » y « La descomposición : fase última de la decadencia del capitalismo » en Revista Internacional nº 57 y 62 respectivamente.
[6] Ver los numerosos artículos consagrados a este tema en esta misma Revista internacional (nos 19, 52, 59).
Publicamos aquí unos extractos del libro de A. Stinas, revolucionario comunista de Grecia([1]). Estos extractos son una denuncia de la resistencia antifascista de la Segunda Guerra mundial. Son una crítica sin compromisos de lo que han sido y siguen siendo la plasmación de tres mentiras especialmente destructoras para el proletariado: la «defensa de la URSS», el nacionalismo y el «antifascismo democrático».
La explosión de los nacionalismos en lo que fue la URSS y su imperio en Europa del Este, así como el desarrollo de las gigantescas campañas ideológicas «antifascistas» en los países de Europa occidental ponen muy de relieve la actualidad de estas líneas que fueron escritas a finales de los años 40([2]).
Es hoy cada día más difícil para el orden establecido, el justificar ideológicamente su dominación. Se lo impide el desastre que sus propias leyes están engendrando. Pero frente a la única fuerza capaz de derribar ese orden e instaurar otro tipo de sociedad, frente al proletariado, la clase dominante todavía dispone de armas ideológicas capaces de dividir a su enemigo y mantenerlo sometido a las fracciones nacionales del capital. El nacionalismo y el antifascismo forman hoy la primera línea del arsenal contrarrevolucionario de la burguesía.
A. Stinas recoge en estos extractos el análisis de Rosa Luxemburgo sobre la cuestión nacional, recordando que en el capitalismo, tras haber alcanzado su fase imperialista, «... la nación ha cumplido su misión histórica. Las guerras de liberación nacional y las revoluciones burguesas han dejado tener de ahora en adelante el menor sentido». A partir de esos cimientos, Stinas denuncia y destruye los argumentos de todos aquellos que llamaban a participar en la «resistencia antifascista» durante la Segunda Guerra mundial, so pretexto de que la propia dinámica de esa resistencia, «popular» y «antifascista», podía llevar a la revolución.
Stinas y la UCI (Unión comunista internacionalista) forman parte de aquel puñado de revolucionarios que, durante la Segunda Guerra mundial, supieron mantenerse contra la avasalladora corriente de todos nacionalismos, negándose a apoyar la «democracia» contra el fascismo y a abandonar el internacionalismo proletario en nombre de la «defensa de la URSS»(3[3]).
Poco conocidos, incluso en el medio revolucionario, en parte a causa de que sus textos están escritos en griego, no está de más dar aquí algunos elementos de su historia.
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Stinas pertenecía a la generación de comunistas que conocieron el gran período de la oleada revolucionaria internacional que logró poner fin a la Primera Guerra mundial.
Se mantuvo fiel durante toda su vida a las esperanzas que había abierto el Octubre revolucionario de 1917 y por la revolución alemana de 1919. Miembro del Partido comunista griego (en una época en que estos partidos no se habían pasado al campo capitalista) hasta su expulsión en 1931, fue después miembro de la Oposición leninista, que publicaba el semanario Bandera del Comunismo y que se reivindicaba de Trotski, símbolo internacional de la resistencia al estalinismo.
En 1933, Hindenburg da el poder a Hitler. El fascismo se convierte en Alemania en régimen oficial. Stinas sostiene que la victoria del fascismo significa la muerte de la Internacional comunista, del mismo modo que el 4 de agosto de 1914 había rubricado la muerte de la IIª Internacional, que sus secciones se han perdido para la clase obrera definitivamente y sin posible retorno, y de haber sido órganos de lucha en sus orígenes se han transformado en enemigas del proletariado. El deber de los revolucionarios en el mundo entero es pues formar nuevos partidos revolucionarios, fuera de la Internacional y contra ella.
Un fuerte debate provoca una crisis en la organización trotskista; Stinas se va de ella tras haber estado en minoría. En 1935, se unió a un grupo, El Bolchevique, que acabaría formando una nueva organización, basada en un marxismo renovado, llamada Unión comunista internacionalista. La UCI era entonces la única sección reconocida en Grecia de la Liga comunista internacionalista (LCI) (la IVª Internacional se constituiría en 1938).
La UCI, ya desde 1937, había rechazado la consigna, básica en la IVª Internacional, de «defensa de la URSS». Stinas y sus camaradas no adoptaron esa posición al cabo de un debate sobre la naturaleza social de la URSS, sino después de un examen crítico de las consignas y de la política ante la inminencia de la guerra. La UCI quería suprimir todos los aspectos de su programa a través de los cuales pudiera infiltrarse el socialpatriotismo so pretexto de defensa de la URSS.
Durante la segunda guerra imperialista, Stinas, como internacionalista intransigente que era, se mantuvo fiel a los principios del marxismo revolucionario tales como habían sido formulados por Lenin y Rosa Luxemburg y que se habían aplicado durante la Primera Guerra mundial.
La UCI era, desde 1934, la única sección de la corriente trotskista en Grecia. Durante todos los años de la guerra y de la ocupación, aislada de los demás países, estuvo convencida de que todos los trotskistas luchaban como ella, con las mismas ideas y contra la corriente.
Las primeras informaciones sobre las posturas de la Internacional trotskista dejaron boquiabiertos a Stinas y a sus compañeros. La lectura del folleto Los trotskistas en la lucha contra los nazis era la prueba fehaciente de que los trotskistas habían combatido a los alemanes como cualquier buen patriota. Después se enterarían de la vergonzosa actitud de la organización trotskista de Estados Unidos, el Socialist Workers Party (Partido Socialista de los Trabajadores) y de su dirigente Cannon.
La IVª Internacional durante la guerra, o sea en esas circunstancias que ponen a prueba a la organizaciones de la clase obrera, se había derrumbado. Sus secciones, unas abiertamente con lo de la «defensa de la patria», las otras con lo de la «defensa de la URSS», habían pasado al servicio de sus burguesías respectivas, contribuyendo, a su nivel, en la carnicería.
En 1947, la UCI rompió todos los lazos políticos y organizativos con la IVª Internacional. En los años siguientes, que fueron el peor período contrarrevolucionario en el plano político, en una época en la que los grupos revolucionarios eran minúsculas minorías y en que muchos de quienes se mantuvieron fieles a los principios de base del internacionalismo proletario y de la Revolución de Octubre estaban completamente aislados, Stinas será el principal representante en Grecia de la corriente Socialismo o Barbarie. Esta corriente, que no llegó nunca a esclarecer la naturaleza plenamente capitalista de las relaciones sociales en la URSS, desarrollando la teoría de una especie de segundo sistema de explotación basado en una nueva división entre «dirigentes» y «dirigidos», se fue separando cada vez más del marxismo para acabar dislocándose en los 60. Al final de su vida, Stinas dejó de dedicarse a una verdadera actividad política organizada, aproximándose a los anarquistas. Murió en 1987.
CR
La nación es un producto de la historia, como lo fue la tribu, la familia o la ciudad-Estado (la polis). Ha desempeñado un papel histórico necesario y deberá desaparecer una vez cumplido éste.
La clase portadora de esa organización social es la burguesía. El Estado nacional se confunde con el Estado de la burguesía, e históricamente, la obra progresista de la nación y la del capitalismo se confunden: crear, mediante el desarrollo de las fuerzas productivas, las condiciones materiales del socialismo.
Esa obra progresista ha llegado a su fin en la época del imperialismo, la época de las grandes potencias imperialistas, con sus antagonismos y sus guerras.
La nación ha cumplido su misión histórica. Las guerras de liberación nacional y las revoluciones burguesas han dejado tener de ahora en adelante el menor sentido.
La que ahora está al orden del día es la revolución proletaria. Ésta ni engendra naciones ni las mantiene, sino que lo que promulga es la abolición de ellas, de sus fronteras, uniendo a los pueblos de la tierra en una comunidad mundial.
Hoy, defender la nación y la patria no es ni más ni menos que defender el imperialismo, defender el sistema social que provoca las guerras, que no puede vivir sin guerras y que arrastra a la humanidad al caos y la barbarie. Y eso es tan cierto para las grandes potencias imperialistas como para las pequeñas naciones, cuyas clases dirigentes son y no pueden ser otra cosa que los cómplices y socios de las grandes potencias.
«El socialismo es ahora la única esperanza de la humanidad. Por encima de las murallas del mundo capitalista que se están al fin desmoronando, brillan en letras de fuego las palabras del Manifiesto comunista: socialismo o caída en la barbarie» (Rosa Luxemburg, 1918).
El socialismo es cosa de los obreros del mundo entero, y el terreno de su construcción es la del mundo entero. La lucha por derrocar al capitalismo y por edificar el socialismo une a los obreros del mundo entero. La geografía les reparte las tareas: el enemigo inmediato de los obreros de cada país es su propia clase dirigente. Ése es su sector en el frente internacional de lucha de los obreros para derribar al capitalismo mundial.
Si las masas trabajadoras de cada país no toman conciencia de que forman una parte de una clase mundial, nunca podrán emprender el camino de su emancipación social.
No es el sentimentalismo lo que hace que la lucha por el socialismo en un país determinado sea parte íntegra de la lucha por la sociedad socialista mundial, sino la imposibilidad del socialismo en un solo país. El único «socialismo» de colores nacionales y de ideología nacional que haya producido la historia es el de Hitler, y el único «comunismo» nacional es el de Stalin.
Lucha dentro del país contra la clase dirigente y solidaridad con las masas trabajadoras del mundo entero son, en nuestra época, los dos principios fundamentales del movimiento de las masas populares por su liberación económica, política y social. Eso es tan válido en la «paz» como en la guerra.
La guerra entre los pueblos es fratricida. La única guerra justa es la de los pueblos que confraternizan por encima de las naciones y de las fronteras contra sus explotadores.
La tarea de los revolucionarios, en tiempos de «paz» como en tiempos de guerra, es ayudar a las masas a que tomen conciencia de los fines y de los medios de su movimiento, a que se deshagan de sus burocracias políticas y sindicales, a que hagan propios sus propios asuntos, a que no pongan su confianza en ninguna otra «dirección» sino es a los órganos ejecutivos que ellas han elegido y que pueden revocar en cualquier momento, a adquirir la conciencia de su propia responsabilidad política, y ante todo a emanciparse intelectualmente de la mitología nacional y patriótica.
Son los principios del marxismo revolucionario tal como Rosa Luxemburgo los formuló y aplicó en la práctica y que guiaron su política y su acción en la Primera Guerra mundial. Esos principios son los que han guiado nuestra política y nuestra acción en la Segunda Guerra mundial.
El «movimiento de resistencia», o sea la lucha contra los alemanes en todas sus formas, desde el sabotaje a la guerra de partisanos, en los países ocupados, no puede ser considerado fuera del contexto de la guerra imperialista de la que ese movimiento forma plenamente parte. Su carácter progresista o reaccionario no puede estar determinado ni por la participación de las masas, ni por sus objetivos antifascistas ni por la opresión del imperialismo alemán, sino en función del carácter o reaccionario o progresista de la guerra.
Tanto el ELAS como el EDES([4]) eran ejércitos que continuaron, en el interior del país, la guerra contra los alemanes y los italianos. Eso es lo único que determina estrictamente nuestra postura para con ellos. Participar en el movimiento de resistencia, sean cuales sean las consignas y las justificaciones, significa participar en la guerra.
Independientemente de las disposiciones de las masas y de las intenciones de su dirección, ese movimiento, debido a la guerra que ha llevado a cabo en las condiciones de la Segunda matanza imperialista, es el órgano y el apéndice del campo imperialista aliado.
(...)
El patriotismo de las masas y su actitud ante la guerra, tan contraria a sus intereses históricos, son fenómenos muy conocidos desde la guerra precedente, y Trotski, en cantidad de textos, había advertido sin cesar del peligro de que los revolucionarios se dejaran sorprender, se dejaran arrastrar por la corriente. El deber de los revolucionarios internacionalistas es defender contra la corriente los intereses históricos del proletariado. Aquellos fenómenos no sólo se explican por los medios técnicos utilizados, la propaganda, la prensa, la radio, los desfiles, la atmósfera de exaltación creada al principio de la guerra, sino también por el estado de ánimo de las masas resultante de la evolución política anterior, de las derrotas de la clase obrera, de su desánimo, de la ruina de su confianza en su propia fuerza y en los medios de acción de la lucha, de la dispersión del movimiento internacional y de la política oportunista llevada a cabo por los partidos.
No existe ninguna ley histórica que fije un plazo en el cual las masas, arrastradas primero a la guerra, acabarían por recuperarse. Son las condiciones políticas concretas las que despiertan la conciencia de clase. Las consecuencias horribles de la guerra para las masas hacen desaparecer el entusiasmo patriótico. Con el aumento del descontento, su oposición a los imperialismos y a sus propios dirigentes, agentes de esos imperialismos, aumenta día tras día y despierta su conciencia de clase. Las dificultades de la clase dirigente aumentan, la situación evoluciona hacia una ruptura de la unidad interior, hacia el desmoronamiento del frente interior, hacia la revolución. Los revolucionarios internacionalistas contribuyen a la aceleración de los ritmos de ese proceso objetivo por la lucha intransigente contra todas las organizaciones patrióticas y socialpatrióticas, abiertas o encubiertas, por la aplicación consecuente de la política de derrotismo revolucionario.
Las consecuencias de la guerra, en las condiciones de la Ocupación, han tenido una influencia muy diferente en la psicología de las masas y en sus relaciones con la burguesía. Su conciencia de clase se ha desmoronado en el odio nacionalista, constantemente reforzado por la conducta bestial de los alemanes, la confusión ha ido en aumento, la idea de la nación y de su destino se han puesto por encima de las diferencias sociales, la unión nacional ha salido reforzada, y las masas han quedado sometidas más todavía a su burguesía, representada por las organizaciones de resistencia nacional. El proletariado industrial, quebrado por las derrotas anteriores, disminuido su peso específico, se ha encontrado preso de esta espantosa situación durante toda la duración de la guerra.
Si la cólera y el levantamiento de las masas contra el imperialismo alemán en los países ocupados eran «justas», los de las masas alemanas contra el imperialismo aliado, contra los bombardeos salvajes de los barrios obreros también lo serían. Pero esas cóleras justificadas, reforzada con todos los medios por los partidos de la burguesía de todo matiz, sirve únicamente a los imperialismos, quienes las explotan y utilizan en interés propio. La tarea de los revolucionarios que se han mantenido contra la corriente es la de dirigir esa cólera contra «su» burguesía. Únicamente el descontento contra nuestra «propia» burguesía podrá hacerse fuerza histórica, medio para que la humanidad acabe de una vez por todas con las guerras y las destrucciones.
Cuando el revolucionario, en la guerra, sólo hace alusión a la opresión del imperialismo «enemigo» en su propio país, se convierte en víctima de la mentalidad nacionalista obtusa y de la lógica socialpatriota, cortando así los lazos que unen al puñado de obreros revolucionarios que se han mantenido fieles a su estandarte en los diferentes países, en medio de este infierno en el que el capitalismo en descomposición ha sumido a la humanidad.
(...)
La lucha contra los nazis en los países ocupados por Alemania ha sido un engaño, uno de los medios utilizados por el imperialismo aliado para mantener a las masas encadenadas a su máquina de guerra. La lucha contra los nazis hubiera debido ser la tarea del proletariado alemán. Pero sólo habría sido posible si los obreros de todos los países hubieran combatido contra su propia burguesía. El obrero de los países ocupados que combatía a los nazis lo hacía por cuenta de sus explotadores, no por la suya, y quienes lo arrastraron y animaron a esta guerra eran, fueran cuales fueran sus intenciones y justificaciones, agentes de los imperialistas. El llamamiento a los soldados alemanes para que confraternizaran con los obreros de los países ocupados en la lucha común contra los nazis era, para el soldado alemán, un artificio engañoso del imperialismo aliado. Sólo el ejemplo de la lucha del proletariado griego contra su «propia» burguesía, lo cual, en las condiciones de la Ocupación, significaba luchar contra las organizaciones nacionalistas, hubiera podido despertar la conciencia de clase de los obreros alemanes militarizados y hacer posible la confraternización, y la lucha del proletariado alemán contra Hitler. La hipocresía y el engaño son medios tan indispensables para llevar a cabo la guerra como los tanques, los aviones o los cañones. La guerra no es posible sin haber antes convencido a las masas. Y para convencerlas, primero tienen ellas que creerse que luchan por la defensa de sus bienes. Eso es lo que buscan las promesas de «libertad, prosperidad, aplastamiento del fascismo, reformas socialistas, república popular, defensa de la URSS». Esta labor es la especialidad de los partidos «obreros», que utilizan su autoridad, su influencia, sus lazos con las masas trabajadoras y las tradiciones del movimiento obrero para éstas que se dejen engañar y aplastar mejor.
Por muchas ilusiones que las masas tengan puestas en la guerra, sin las cuales ésta es imposible, no la van a transformar en algo progresista, y únicamente los más hipócritas socialpatriotas podrán abusar de esas ilusiones para justificarla. Todas las promesas, todas las proclamas, todas las consignas de los PS y de los PC en esta guerra no han sido sino otras tantas patrañas.
(...)
La transformación de un movimiento en combate político contra el régimen capitalista no depende de nosotros y de la fuerza de convicción de nuestras ideas, sino de la naturaleza misma de ese movimiento. «Acelerar y facilitar la transformación del movimiento de resistencia en movimiento de lucha contra el capitalismo» habría sido posible si ese movimiento en su desarrollo hubiera podido por sí mismo crear permanentemente, tanto en las relaciones entre las clases como en las conciencias y en la psicología de las masas, unas condiciones más favorables para su transformación en lucha política general contra la burguesía, y, por lo tanto, en revolución proletaria.
La lucha de la clase obrera por sus reivindicaciones económicas y políticas inmediatas puede transformarse a lo largo de su crecimiento en lucha política de conjunto para derrocar a la burguesía. Pero esto es posible por la forma misma de la lucha: las masas, por su oposición a su burguesía y a su Estado y por la naturaleza de clase de sus reivindicaciones, se quitan de encima sus ilusiones nacionalistas, reformistas y democráticas, se liberan de la influencia de las clases enemigas, desarrollan su conciencia, su iniciativa, su espíritu crítico, su confianza en sí mismas. Al ampliarse el terreno de la lucha, las masas son cada vez más numerosas en participar en ella; y cuanto más profundo es el surco en el terreno social tanto más claramente se distinguen los frentes de clase, convirtiéndose el proletariado en eje principal de las masas en lucha. La importancia del partido revolucionario es enorme, tanto para acelerar el ritmo como para la toma de conciencia, la asimilación de las experiencias, la comprensión de la necesidad de la toma revolucionaria del poder por las masas para organizar el levantamiento y organizar su victoria. Pero es el movimiento mismo, por su naturaleza y su lógica interna, el que da la fuerza al partido. Es un proceso subjetivo cuya expresión consciente es la política del movimiento revolucionario. El crecimiento del «movimiento de resistencia» tuvo, también por su naturaleza misma, el resultado totalmente inverso: arruinó la conciencia de clase, reforzó las ilusiones y el odio nacionalistas, dispersó y atomizó todavía más al proletariado en la masa anónima de la nación, sometiéndolo más todavía a su burguesía nacional y sacó a la superficie y llevó a la dirección a los elementos más nacionalistas.
Hoy, lo que queda del movimiento de resistencia (el odio y los prejuicios nacionalistas, los recuerdos y las tradiciones de ese movimiento tan hábilmente utilizado por los estalinistas y los socialistas) es el obstáculo más serio ante una orientación de clase de las masas.
Si hubieran existido posibilidades objetivas de que ese movimiento se transformara en lucha política contra el capitalismo, ya se habrían manifestado sin participación nuestra. Pero en ningún sitio hemos visto la menor tendencia proletaria surgir de sus filas, ni la más confusa siquiera.
(...)
El desplazamiento de los frentes y la ocupación militar del país, como de casi toda Europa, por los ejércitos del Eje no cambian el carácter de la guerra, no crean «cuestión nacional» alguna, ni modifican nuestros objetivos estratégicos ni tareas fundamentales. La tarea del partido proletario en esas condiciones es la de acentuar su lucha contra las organizaciones nacionalistas y preservar a la clase obrera del odio antialemán y del veneno nacionalista.
Los revolucionarios internacionalistas participan en las luchas de las masas por sus reivindicaciones económicas y políticas inmediatas, intentan darles una clara orientación de clase y se oponen con todas sus fuerzas a la utilización nacionalista de esas luchas. En lugar de echar las culpas a los italianos y a los alemanes, explican por qué ha estallado la guerra, de la cual es consecuencia inevitable la barbarie en la que estamos viviendo, denuncian con valentía los crímenes de su «propio» campo imperialista y de la burguesía, representada por las diferentes organizaciones nacionalistas, llaman a las masas a confraternizar con los soldados italianos y alemanes por la lucha común por el socialismo. El partido proletario condena todas las luchas patrióticas, por muy masivas que éstas sean y sea cual sea su forma, y llama abiertamente a los obreros a no meterse en ellas.
El derrotismo revolucionario, en las condiciones de la Ocupación, se encontró con obstáculos espantosos, nunca antes vistos. Pero las dificultades no deben hacer cambiar nuestras tareas. Al contrario, cuanto más fuerte es la corriente, tanto más riguroso debe ser el apego del movimiento revolucionario a sus principios, con tanta más intransigencia debe oponerse a la corriente. Sólo una política así hará que el movimiento sea capaz de expresar los sentimientos de las masas revolucionarias en el mañana y ponerse en cabeza de ellas. La política de sumisión a la corriente, o sea la política de reforzamiento del movimiento de resistencia, habría añadido un obstáculo suplementario a los intentos de orientación de clase de los obreros y habría destruido el partido.
El derrotismo revolucionario, la política internacionalista justa contra la guerra y contra el movimiento de resistencia, está hoy mostrando y mostrará cada día más en los acontecimientos revolucionarios toda su fuerza y todo su valor.
A. Stinas
[1] Estos extractos están sacados de Mémoires d’un révolutionnaire (Memorias de un revolucionario). Esta obra, que escribió en el último período de su vida, cubre esencialmente los acontecimientos de los años 1912 a 1950 en Grecia: desde las guerras balcánicas que anuncian la Primera Guerra imperialista de 1914-18 hasta la guerra civil en Grecia, prolongación del segundo holocausto mundial de 1939-45. La ironía de la historia es que han sido las ediciones «La Brèche» de París, ligadas a la IVª Internacional de Mandel, las que han editado en francés esas memorias. Su publicación se debe sin lugar a dudas al « papa de la IVª Internacional » de 1943 a 1961, Pablo, y, sin duda, a su... nacionalismo, pues él también era Griego. Y sin embargo, el libro denuncia sin la menor ambigüedad las acciones de los trotskistas durante la Segunda Guerra mundial.
[2] Grecia, país de Stinas, está siendo inundado en estos meses últimos, por una marea de nacionalismo orquestado por el gobierno y todos los grandes partidos « democráticos ». Éstos han conseguido, en diciembre de 1992, hacer desfilar a un millón de personas por las calles de Atenas para afirmar el carácter griego de Macedonia, región de la antigua Yugoslavia en vías de descomposición.
[3] Stinas ignoró que hubiera otros grupos que defendieran la misma actitud que el suyo en otros países: las corrientes de la Izquierda comunista, italiana (en Francia y Bélgica, especialmente), germano-holandesa (el Communistenbond Spartacus en Holanda) ; grupos en ruptura con el trotskismo como el de Munis, exiliado en México, o los RKD, formados por militantes austriacos y franceses.
[4] Nombres de los ejércitos de resistencia, controlados esencialmente por los partidos estalinista y socialista.
Links
[1] https://es.internationalism.org/en/tag/noticias-y-actualidad/crisis-economica
[2] https://es.internationalism.org/en/tag/21/365/el-comunismo-no-es-un-bello-ideal-sino-una-necesidad-material
[3] https://es.internationalism.org/en/tag/historia-del-movimiento-obrero/1848
[4] https://es.internationalism.org/en/tag/corrientes-politicas-y-referencias/tendencia-comunista-internacionalista-antes-bipr
[5] https://es.internationalism.org/en/tag/21/545/la-izquierda-comunista-en-grecia
[6] https://es.internationalism.org/en/tag/corrientes-politicas-y-referencias/izquierda-comunista
[7] https://es.internationalism.org/en/tag/corrientes-politicas-y-referencias/anti-fascismoracismo
[8] https://es.internationalism.org/en/tag/2/33/la-cuestion-nacional
[9] https://es.internationalism.org/en/tag/cuestiones-teoricas/fascismo
[10] https://es.internationalism.org/en/tag/3/49/internacionalismo