Huelgas en Francia
Miles de trabajadores en huelga. Los transportes públicos totalmente paralizados. Una huelga que se extiende por el sector público: primero el ferrocarril, el metro y los autobuses, después Correos, los sectores de producción y distribución de electricidad, de distribución de gas, teléfonos, enseñanza, salud. Algunas empresas del sector privado también en lucha, como los mineros que se enfrentan violentamente a la policía. Manifestaciones que han reunido cada vez una cantidad importante de trabajadores de diferentes sectores: el 7 de diciembre, tras el llamamiento de varios sindicatos ([1]), se alcanza la cifra de un millón de manifestantes contra el plan Juppé ([2]) en las principales ciudades de Francia. Dos millones el 12 de diciembre. El movimiento de huelgas y de manifestaciones obreras se desarrolla con el telón de fondo de la agitación estudiantil y en algunas manifestaciones o asambleas generales obreras participan estudiantes. La referencia a mayo de 1968 se hace cada vez más presente en los media que en seguida se ponen a hacer paralelismos: la exasperación general, los estudiantes en la calle, las huelgas que se extienden.
¿Estamos ante un nuevo movimiento social comparable al de mayo de 1968, movimiento iniciador de la primera oleada internacional de lucha de clases después de 50 años de contrarrevolución?. No, ni mucho menos. En realidad, el proletariado de Francia ha sido el blanco de una maniobra de envergadura destinada a debilitarlo en su conciencia y en su combatividad, una maniobra dirigida también a la clase obrera de otros países para que saque lecciones falsas de los acontecimientos de Francia. Por eso es por lo que, contrariamente a lo que ocurre cuando la clase obrera entra en lucha por iniciativa propia y en su propio terreno, la burguesía en Francia y en los demás países ha dado tanto eco a esos acontecimientos.
Los acontecimientos de mayo del 68 en Francia venían anunciados por toda una serie de huelgas cuya característica principal era la tendencia al desbordamiento de los sindicatos e incluso al enfrentamiento con ellos. No es en modo alguno la situación de hoy, ni en Francia, ni en los demás países.
Cierto es que la amplitud y la generalización de los ataques que la clase obrera ha sufrido desde principios de los años 90 han nutrido su combatividad, como así lo decíamos nosotros en la Resolución sobre la situación internacional adoptada por nuestro XIº Congreso internacional: “Los movimientos masivos del otoño de 1992 en Italia, los de Alemania en 1993 y tantos otros ejemplos, mostraron como crecía el potencial de combatividad en las filas obreras. Después, esta combatividad se ha expresado más lentamente, con largos momentos de adormecimiento, pero no se ha visto desmentida. Las masivas movilizaciones del otoño de 1994 en Italia, la serie de huelgas en el sector público en Francia en la primavera de 1995 son, entre otras, manifestaciones de esa combatividad” ([3]).
Sin embargo, la manera como se ha desarrollado esa combatividad está todavía profundamente marcada por el retroceso que la clase obrera ha sufrido con el hundimiento del bloque del Este y el desencadenamiento de las campañas sobre la “muerte del comunismo”. Ha sido el retroceso más importante que la clase obrera haya sufrido desde la reanudación histórica de sus combates en 1968: “Las luchas que el proletariado ha desarrollado en los últimos años han venido a confirmar (...) las enormes dificultades que ha encontrado en ese camino, dada la extensión y la profundidad de ese retroceso. Estas luchas obreras se desarrollan de forma sinuosa, con avances y retrocesos, en un movimiento con altibajos”.
Por todas partes, la clase obrera encuentra ante sí a una clase burguesa en ofensiva política para debilitar su capacidad de contestar a los ataques y superar el profundo retroceso de su conciencia. En la vanguardia de esta maniobra están los sindicatos: “Las actuales maniobras de los sindicatos tienen además, y por encima de otros, un sentido preventivo tratando de reforzar su control sobre los trabajadores antes de que la combatividad de estos vaya más lejos, como resultado, lógicamente, de su creciente cólera ante los ataques cada vez más brutales de la crisis (...) También las recientes huelgas en Francia, más bien «jornadas de movilización» sindicales, han constituido un éxito para éstos”.
Desde hace meses, internacionalmente, la clase obrera de los países industrializados es sometida a un auténtico bombardeo de ataques. En Suecia, Bélgica, Italia, España, por no citar sino los últimos ejemplos. En Francia, nunca desde el plan Delors de 1983, se había atrevido la burguesía a asestar semejante mazazo a los obreros. Todo a la vez: aumentos del IVA (impuesto al valor añadido), o sea de los precios del consumo, aumento de los impuestos y del forfait hospitalario (costo fijo por día de internación no reembolsado por la Seguridad social), congelación de los salarios del funcionariado, baja de las pensiones, aumento de los años de trabajo necesario para la jubilación para algunas categorías de funcionarios, y todo eso cuando las cifras oficiales de la burguesía empiezan a anunciar un aumento del desempleo. De hecho, al igual que sus colegas de todos los demás países, la burguesía francesa está enfrentada a una creciente agravación de la crisis mundial del capitalismo que la obliga a atacar cada día más las condiciones de existencia de los proletarios. Y esto le es tanto más indispensable a causa del importante retraso habido durante los años en que la izquierda, con Mitterrand y el PS, estaba a la cabeza del Estado, una situación que dejaba desguarnecido el flanco social, obligando al Estado a cierta “vacilación” en sus políticas antiobreras.
El actual alud de ataques tenía obligatoriamente que nutrir una combatividad obrera que ya se ha expresado en diferentes momentos y países como Suecia, Bélgica, España y también en Francia...
En efecto, ante tal situación, los proletarios no pueden permanecer pasivos. No les queda otra salida que la de defenderse luchando. Sin embargo, para impedir que la clase obrera entrara en lucha con sus propias armas, la burguesía ha tomado la delantera, empujándola a lanzarse a la lucha prematuramente y bajo el control total de los sindicatos. No ha dejado tiempo a los obreros para movilizarse a su ritmo y con sus medios: las asambleas generales, las discusiones, la participación en asambleas de otros lugares de trabajo diferentes, la entrada en huelga si la relación de fuerzas lo permite, la elección de comités de huelga, las delegaciones a otras asambleas de obreros en lucha.
El movimiento huelguístico que acaba de desarrollarse en Francia, si bien es verdad que ha evidenciado el profundo descontento que reina en la clase obrera, ha sido, ante todo, el resultado de una maniobra de gran envergadura de la burguesía con el objetivo de arrastrar a los obreros a una derrota masiva y, sobre todo, provocar entre ellos la mayor de las desorientaciones.
Para armar su trampa, la burguesía ha maniobrado magistralmente, haciendo cooperar muy eficazmente a sus diferentes fracciones en la repartición de la labor: la derecha, la izquierda, los media, los sindicatos, la base radical de éstos formada principalmente por militantes de fracciones de extrema izquierda.
En primer lugar, para iniciar la maniobra, la burguesía tiene que hacer entrar en huelga a un sector de la clase obrera. El aumento de su descontento en Francia, agravado por los recientes ataques sobre la Seguridad social, por muy real que sea no está lo bastante maduro como para provocar la entrada en lucha masiva de sus sectores más decisivos, especialmente los de la industria. Es éste un factor favorable a la burguesía, pues, al empujar a la huelga al sector al que va a provocar, no existe el riesgo de que los demás sectores le sigan espontáneamente y desborden el encuadramiento sindical. El sector “escogido” es el de los conductores de tren. Con el “contrato de plan” anunciado para la Compañía de ferrocarriles (SNCF), la burguesía amenaza a los maquinistas con trabajar ocho años más para obtener la jubilación, so pretexto de que son, en ese aspecto, unos “privilegiados” en comparación con los demás empleados del Estado. Es algo tan enorme que los obreros ni siquiera se toman el tiempo de la reflexión antes de lanzarse a la batalla. Eso es precisamente lo que buscaba la burguesía, que se metan en el encuadramiento que los sindicatos les habían montado. En veinticuatro horas, los conductores del metro y de los autobuses parisinos, amenazados con perder algunas ventajas del mismo tipo, son arrastrados a una trampa similar. Los sindicatos echan toda la carne en el asador para forzar la entrada en huelga, mientras que hay cantidad de obreros que, perplejos, no entienden tal precipitación. La dirección de la RATP (Compañía de transportes parisinos) echa una mano a los sindicatos tomando la iniciativa de cerrar algunas líneas y haciéndolo todo para impedir trabajar a quienes lo desean.
¿Por qué la burguesía escogió a esas dos categorías de trabajadores para iniciar su maniobra?
Algunas de sus características son elementos favorables para el montaje del plan de la burguesía. Esas dos categorías poseen efectivamente estatutos particulares cuya modificación es un buen pretexto para desatar un ataque que las concierne específicamente. Pero es sobre todo la garantía de que, una vez los ferroviarios y los conductores de metro y de autobuses en huelga, quedará paralizado todo el transporte público. Además de que tal movimiento no puede pasar desapercibido para ningún obrero, es un medio suplementario y de gran eficacia en manos de la burguesía para evitar desbordamientos, cuando su objetivo es proseguir la extensión de la huelga a otras partes del sector público. Así, sin transportes, el principal y casi único medio de acudir a las manifestaciones es el de subirse a los autocares sindicales. No queda la menor posibilidad de acudir masivamente al encuentro de otros obreros en huelga, en sus asambleas generales. En fin, la huelga de transportes es, además de lo dicho, un medio de dividir a los obreros, levantándolos unos contra otros cuando quienes están privados de transportes deben encarar las peores dificultades para acudir cada día a su lugar de trabajo.
Pero los ferroviarios no han sido únicamente un medio para la maniobra, también han sido su diana específica. La burguesía era muy consciente de las ventajas que podía sacar de ese sector de la clase obrera que se había ilustrado en diciembre de 1986 por su capacidad para enfrentarse al encuadramiento sindical a la hora de entrar en lucha.
Una vez esos dos sectores en huelga bajo el control total de los sindicatos, puede ejecutarse la fase siguiente de la maniobra: la huelga en un sector tradicionalmente combativo y avanzado de la clase obrera, el de Correos, y dentro de éste, muy especialmente, los centros de distribución. En los años 80, estos últimos resistieron muy a menudo a las trampas de los sindicatos, no vacilando en enfrentarse a ellos. Con la incorporación de ese sector en el “movimiento”, la burguesía intenta atraparlo en las redes de la maniobra, para así neutralizarlo y asestarle la misma derrota que a los demás sectores. Además, la maniobra sería así todavía más eficaz ante sectores que todavía no están en huelga, al obtener el movimiento cierta legitimidad capaz de hacer disminuir la desconfianza o el escepticismo hacia él. La burguesía tenía, sin embargo, que actuar con más sutileza todavía que con los ferroviarios y empleados del metro. Para ello, suscitó y organizó “delegaciones de obreros”, sin ningún signo aparente de pertenencia sindical (y posiblemente compuestas de obreros sinceros engañados por los sindicalistas de base), que acudieron a los centros de distribución reunidos en asambleas generales. Engañados sobre el verdadero significado de esas delegaciones, los obreros de los principales centros de distribución postal se dejan arrastrar a la lucha. Para dar el mayor impacto mediático al acto, el poder envía a sus periodistas al lugar: el vespertino le Monde de ese día pondrá el acontecimiento en primera plana.
En esa fase de despliegue de la maniobra, la amplitud ya alcanzada por el movimiento da peso a los argumentos de los sindicatos para añadir nuevos sectores: los obreros de la electricidad y del gas (EDF-GDF), de teléfonos, los profesores. Frente a las dudas de bastantes obreros sobre la oportunidad de “luchar ya”, frente a su insistencia para discutir las modalidades y las reivindicaciones, los sindicatos oponen la consigna perentoria de “ahora es el momento”, culpabilizando a quienes no están todavía en lucha con lo de “somos los últimos en no estar todavía en huelga”.
Para incrementar más todavía la cantidad de huelguistas, hay que hacer creer que se está desarrollando un amplio y profundo movimiento social. Si se les escucha a todos, sindicatos, izquierda e izquierdistas, habría que creer que el movimiento estaría suscitando una inmensa esperanza en la clase obrera. En apoyo de tal sentir, se publica diariamente en los medios de comunicación el “índice de popularidad” de la huelga, siempre favorable en toda la “población”. Es cierto que la huelga es “popular” y que es considerada por muchos obreros como un medio de impedir que el gobierno lleve a cabo sus ataques. Pero la atención con la que la huelga es tratada en los media, en la televisión especialmente, es la mejor prueba del interés de la burguesía porque así sea, hinchando al máximo el globo de la popularidad.
Los estudiantes, sin que se enteren, también forman parte de la puesta en escena. Les han hecho salir a la calle para dar la impresión de un incremento general del descontento, para hacer creer que existen esperanzadores parecidos con mayo del 68, y, al mismo tiempo, anegar las reivindicaciones obreras en las interclasistas típicas de los estudiantes. Incluso algunos acuden a las asambleas en los lugares de trabajo, “al encuentro de las luchas obreras” y eso con el beneplácito de los sindicatos ([4]).
La clase obrera se ve desposeída de la menor iniciativa, no quedándole más opción que la de seguir a los sindicatos. En las asambleas generales que convocan, la insistencia de los sindicatos para que los obreros se expresen no tiene otra intención que la de dar una apariencia de vida a la asamblea cuando en realidad todo se ha decidido fuera de ella. Dentro de ellas, la presión sindical para ponerse en huelga es tan fuerte que muchos obreros, dubitativos, como mínimo, sobre el carácter de esta huelga, no se atreven a expresarse. Algunos otros, al contrario, totalmente embaucados, viven la euforia de una unidad ficticia. De hecho, una de las claves del éxito de la maniobra de la burguesía es que los sindicatos se han apropiado de las aspiraciones y de los medios de lucha de la clase obrera para desnaturalizarlos y volverlos contra ella. Esos medios son:
- la necesidad de reaccionar masivamente y no en orden disperso frente a los ataques de la burguesía;
- la extensión de la lucha a varios sectores, la superación de las barreras corporativistas;
- la sesión diaria de asambleas generales en cada lugar de trabajo, encargadas, en particular, de pronunciarse sobre la entrada en lucha o la continuación del movimiento;
- la organización de manifestaciones en la calle en donde grandes masas obreras, de diferentes sectores y lugares, arraigan la solidaridad y la fuerza ([5]).
Además, los sindicatos han tenido sumo cuidado, en la mayor parte del movimiento, de hacer alarde de su unidad. Se pudo incluso ver, con mediatización a ultranza, los apretones de manos entre los jefes de los dos sindicatos tradicionalmente “enemigos”: la CGT y Force ouvrière (FO, sindicato formado de una escisión de la CGT, con el apoyo de los sindicatos americanos, al principio de la guerra fría). Esta “unidad” de lo sindicatos, que se afirmaba a menudo en las manifestaciones tras banderolas comunes CGT-FO-CFDT-FSU, era la apropiada para arrastrar la mayor cantidad de obreros a la huelga, pues, durante años, una de las causas del desprestigio de los sindicatos y del rechazo de los obreros a seguir sus consignas, era, precisamente, sus constantes pendencias. En este aspecto, los trotskistas han aportado su pequeña contribución pues no han cesado de reclamar la unidad entre los sindicatos, haciendo de ella una especie de condición previa al desarrollo de las luchas.
La derecha en el poder, por su parte, después de un alarde de determinación al principio del movimiento, se pone a dar la impresión de debilidad, a la que los media dan la mayor publicidad, dando a entender que los huelguistas podrían ganar, conseguir la retirada del plan Juppé y hasta la caída del gobierno. En realidad, el gobierno hace durar las cosas sabiendo perfectamente que los obreros que han llevado a cabo una huelga larga no van a estar dispuestos a reanudar la lucha. Será únicamente al cabo de tres semanas cuando anunciará la retirada de algunas de las medidas que habían encendido la mecha: retirada del “contrato de plan” en los ferrocarriles y, más generalmente, algunas disposiciones referentes a las jubilaciones de los empleados del Estado. Mantiene, sin embargo, lo esencial de su política: aumentos de impuestos, congelación de los salarios de los funcionarios y, sobre todo, los ataques sobre la Seguridad social.
Los sindicatos, junto con los partidos de izquierda, cantan victoria y se ponen manos a la obra, desde entonces, para que se vuelva al trabajo. Se las arreglan con habilidad para no desenmascararse: su táctica consiste en dejar que se expresen, sin que esta vez haya presión por su parte, las asambleas generales favorables mayoritariamente a la vuelta al trabajo. Serán los ferroviarios, cuyos sindicatos insisten en la “victoria”, quienes, el viernes 15 de diciembre, darán la señal del retorno, del mismo modo que habían dado la de la entrada en huelga. La televisión ahora muestra hasta la saciedad unos cuantos trenes que vuelven a circular. Al día siguiente, sábado, los sindicatos organizan ingentes manifestaciones a las que se invita a los obreros del sector privado (o sea, sobre todo la industria). Es un entierro de primera del movimiento, un último punto de honor con el que hacer tragar mejor a los obreros la píldora amarga de su derrota sobre las reivindicaciones esenciales. Un depósito tras otro, las asambleas de ferroviarios votan el fin de la huelga. En los demás sectores, el cansancio general y el efecto de arrastre hacen el resto. El lunes 18, la tendencia al retorno es casi general. El martes 19, la CGT sola, organiza una jornada de acción con manifestaciones. La movilización, comparada a la de las semanas anteriores, es tan ridícula que no puede sino convencer a los “recalcitrantes” a que vuelvan al trabajo. El jueves 21, gobierno, sindicatos y patronal se reúnen en una “cumbre”, ocasión para los sindicatos, que denuncian las propuestas del gobierno, de seguir alardeando de “defensores de los obreros”.
La burguesía acaba de conseguir hacer pasar un ataque considerable, el plan Juppé, y agotar a los obreros para así disminuir su capacidad de respuesta ante ataques venideros.
Pero los objetivos de la burguesía van más allá. La manera como ha organizado su maniobra tenía el objetivo, no sólo que los obreros no puedan, con vistas a sus luchas futuras, sacar las enseñanzas de esta derrota, sino, y sobre todo, hacerlos vulnerables ante los mensajes envenenados que quiere hacerles tragar.
La amplitud que la burguesía ha dado a la movilización, la más importante desde hace años en cuanto a la cantidad de huelguistas y de manifestantes, y de la que los sindicatos han sido los artífices reconocidos, ha servido para afianzar la idea de que sólo con los sindicatos se puede hacer algo. Y eso es tanto más creíble porque, durante esta lucha, perfectamente controlada por ellos, no han estado en la situación de ser desenmascarados, ni siquiera parcialmente, como sí ocurre cuando tienen que quebrar un movimiento espontáneo de la clase. Además, han sabido tener en cuenta en su estrategia el que, mayoritariamente, la clase obrera, por mucho que los haya seguido, no les otorga gran confianza. Por eso cuidaron mucho que “participaran”, de manera ostensible, los “sin sindicato” (obreros sinceros y crédulos o submarinos de los sindicatos) en las diferentes “instancias de la lucha” como los “comités de huelga” autoproclamados. Así, a la vez que el control de los sindicatos sobre la clase obrera podrá, gracias a la maniobra, reforzarse, la confianza de los obreros en su propia fuerza, o sea su capacidad para ponerse a luchar por sí mismos, va a quedar menguada durante bastante tiempo. Esta nueva credibilidad de los sindicatos ha sido para la burguesía un objetivo fundamental, una condición previa indispensable antes de asestar los golpes venideros que van a ser todavía más brutales que los de hoy. Sólo en un contexto así podrá la burguesía tener la oportunidad de sabotear las luchas que sin lugar a dudas surgirán cuando arrecien esos golpes. Ese es sin duda uno de los aspectos esenciales de la derrota política que la burguesía ha infligido a la clase obrera.
Otro beneficiario de la maniobra en el seno de la burguesía ha sido la izquierda del capital. Las elecciones presidenciales en Francia de mayo de 1995, pusieron a todas las fuerzas de izquierda en la oposición. Como ninguna de éstas ha estado directamente implicada en la decisión de los ataques actuales, han tenido cancha libre para denunciarlos e intentar hacer olvidar que también ellas, PC y PS entre 1981 y 1984 y el PS después, han llevado a cabo la misma política antiobrera. Ha sido pues el fortalecimiento de la política de cada cual a su labor, derecha en el poder e izquierda en la oposición, lo que ha propiciado la maniobra. La derecha, encargada de asumir la responsabilidad de los ataques antiobreros. La izquierda en la oposición encargada de embaucar al proletariado, encuadrarlo y sabotear sus luchas, sobre todo gracias a sus correas de transmisión sindicales.
Otro de los objetivos de primera importancia de la burguesía era que los obreros, a base del fracaso de una lucha que se ha extendido a diferentes sectores, acaben creyendo que la extensión no sirve para nada. En efecto, hay partes importantes de la clase obrera que creen haber realizado una ampliación a otros sectores ([6]), o sea algo hacia lo que tendían las luchas obreras desde 1968 hasta el hundimiento del bloque del Este. Precisamente ha sido basándose en lo adquirido desde 1968 en lo que se ha apoyado la burguesía para meter en la maniobra a los obreros de los centros de distribución postal, como lo demuestran los argumentos usados para que cesaran el trabajo: “Los obreros de Correos (PTT) fueron vencidos en 1974 porque se quedaron aislados. Y lo mismo ocurrió con los ferroviarios en el 86, pues no lograron extender su movimiento. Hay que aprovechar hoy la ocasión que se presenta”. Esas lecciones eran blanco de la maniobra para que quedaran adulteradas.
Es todavía muy pronto para valorar el impacto de ese aspecto en la maniobra, mientras que la nueva credibilidad de los sindicatos, en cambio, es algo ya incontestable. Pero está claro que la confusión entre los obreros puede reforzarse más todavía por el hecho de que el sector ferroviario sí que ha obtenido satisfacción sobre la reivindicación que le había hecho entrar en el combate, la retirada del “plan de empresa” y los ataques sobre la jubilación. Así, la ilusión de que se podría obtener algo luchando solo en su sector va a desarrollarse y ser un poderoso estímulo para el corporativismo. Y no hablemos de la división que se ha creado así en las filas obreras, pues quienes se metieron en el combate detrás de los ferroviarios y que no han obtenido lo más mínimo, van a quedar con el resentimiento de haber quedado colgados.
En eso, son grandes las analogías con otra maniobra, la que fue montada para la lucha en los hospitales del otoño de 1988. Aquella maniobra estaba destinada a descebar una combatividad en ascenso en la clase obrera, haciendo estallar prematuramente la lucha en un sector particular, el de las enfermeras. Éstas, organizadas en la coordinación del mismo nombre, ultracorporativista, órgano prefabricado de arriba abajo por la burguesía para sustituir a unos sindicatos muy desprestigiados, obtuvieron al cabo algunas ventajas (aumento de sueldos gracias a los mil millones de francos previstos incluso antes de que estallara el conflicto). En cambio, los demás trabajadores de los hospitales, que habían entrado de lleno y masivamente en la batalla al mismo tiempo que las enfermeras, se quedaron sin nada. El desconcierto de los obreros frente al elitismo y el corporativismo de las enfermeras acabó con la combatividad en los demás sectores.
Con la permanente e insistente evocación de una pretendida semejanza entre este movimiento y el de mayo del 68, la burguesía procuraba, como ya se ha dicho, arrastrar en su maniobra a la mayor cantidad de obreros. Pero también era para ella un medio de atacar la conciencia obrera. En efecto, para millones de obreros, mayo del 68 sigue siendo una referencia, incluso para aquellos que no participaron por ser demasiado jóvenes o no ser todavía de este mundo, u obreros de otros países entusiasmados por lo que fue la primera expresión del resurgir proletario en su terreno de clase después de cuarenta años de contrarrevolución. Esas generaciones de obreros o fracciones de la clase obrera que no vivieron directamente aquellos acontecimientos, más vulnerables a la intoxicación ideológica sobre ellos, han sido un blanco muy especial para la burguesía, la cual apuntaba a hacerles creer que, en fin de cuentas, mayo del 68 no debió ser muy diferente de la huelga sindical de hoy. Es éste un nuevo ataque contra la identidad misma de la clase obrera, no tan fuerte como el tema de la “muerte del comunismo”, pero sí un obstáculo más en el camino de la superación del retroceso sufrido tras el hundimiento del bloque del Este.
La primera lección que sacaba la CCI de la maniobra de la lucha de las enfermeras en 1988 ([7]) sigue estando, por desgracia, de actualidad: “... es de suma importancia poner de relieve la capacidad de la burguesía para actuar de modo preventivo y, más en particular, para provocar el desencadenamiento de movimientos sociales de manera prematura cuando no hay todavía en la mayoría del proletariado una madurez suficiente que permita desembocar en una auténtica movilización. Esta táctica ya la ha empleado en el pasado la clase dominante, en especial en situaciones en las que los retos eran mucho más cruciales que los de estos momentos. El ejemplo más revelador nos lo ofrece lo ocurrido en Berlín en enero de 1919 cuando, tras una provocación deliberada del gobierno socialdemócrata, los obreros de dicha capital se sublevaron mientras que los de provincias no estaban todavía listos para lanzarse a la insurrección. La matanza de proletarios así como los asesinatos de los dos principales dirigentes del Partido comunista de Alemania, Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, consecuencia de aquello, fueron un golpe fatal para la Revolución en Alemania, en donde, más tarde, la clase obrera fue derrotada paquete a paquete.”
Frente a un peligro así es importante que la clase obrera pueda sacar las más amplias lecciones de sus experiencias tanto de toda su historia como de las luchas de la última década.
Otra enseñanza importante es que la lucha de clases es una preocupación primordial para la burguesía de todas las naciones, y, en ese plano, como ya lo demostramos nosotros con su reacción frente a las luchas de 1980 en Polonia, es capaz de olvidarse momentáneamente de las divisiones que le son inherentes. Mantiene el silencio en las ondas frente a movimientos que se desarrollan en el terreno de clase y que podrían animar a obreros de otro país o, cuando menos, tener una influencia positiva. En cambio, deja el campo libre a la mayor publicidad de un país a otro cuando se trata de maniobras contra la clase obrera. No hay que hacerse ilusiones, la agudización irreversible de la guerra comercial y de las rivalidades imperialistas no va a entorpecer la unidad internacional que sí sabe establecer la burguesía cuando se trata de enfrentar la lucha de clases.
Lo que han demostrado igualmente las recientes huelgas en Francia es que la extensión de las luchas en manos sindicales es un arma de la burguesía. Y cuanto mayor sea esa “extensión” mayor y más profunda será la derrota infligida a los obreros gracias a ella. Es pues vital que los trabajadores aprendan a desvelar las trampas de la burguesía. Cada vez que los sindicatos llaman a la extensión, una de dos: o están obligados a “pegarse” a un movimiento que está desarrollándose, para que éste no los desborde, o lo hacen para arrastrar a la mayor cantidad de obreros a la derrota cuando la dinámica de la lucha empieza a invertirse. Esto fue lo que hicieron durante la huelga de ferroviarios en Francia, a principios de 1987, cuando llamaron a la “extensión” y al “endurecimiento” del movimiento, no, claro está, cuando la lucha estaba en su auge, sino en su pleno declinar, con el objetivo de arrastrar a la mayor cantidad de sectores de la clase obrera detrás de la derrota de los ferroviarios. Esas dos situaciones ponen de relieve la necesidad imperativa para los obreros de controlar su lucha, desde el principio hasta el final. Son sus asambleas generales soberanas las que deben decidir la extensión, para que ésta no caiga en manos de los sindicatos. Es evidente que éstos no se van a dejar, pero hay que imponer una confrontación pública y transparente con ellos, en asambleas generales soberanas, que elijan a delegados revocables en lugar de esas ramplonas reuniones manipuladas a gusto de los sindicatos como así ha ocurrido en la oleada de huelgas que acaba de ocurrir.
Y el control de su lucha por lo obreros exige necesariamente la centralización de todas sus asambleas, las cuales envían sus delegados a una asamblea central. Y que, a su vez, elige un comité central de lucha. Es esta asamblea la que garantiza en permanencia la unidad de la clase y que permite la coordinación de las formas de lucha: si tal día es oportuno o no hacer huelga, qué sectores deben hacer huelga, etc. Es también ella la que debe decidir sobre la reanudación general del trabajo, sobre un posible repliegue ordenado cuando la relación inmediata de fuerzas así lo exige. Esto no es ni una ilusión, ni pura abstracción, ni soñar despierto. Un órgano así, el soviet, los obreros rusos le dieron vida en las huelgas de masas de 1905 y después en 1917 en la revolución. La centralización de la lucha por el Soviet, ésa es una de las lecciones fundamentales del primer movimiento revolucionario de este siglo que los obreros en sus luchas futuras deberán volver a hacer suya. Así decía Trotski en su libro 1905: “¿Qué es el Soviet? El consejo de diputados obreros se formó para responder a una necesidad práctica suscitada por la coyuntura de entonces: se necesitaba una organización con una autoridad indiscutible, libre de toda tradición, que debía agrupar de entrada a las multitudes diseminadas y sin vínculo entre ellas; esta organización (...) tenía que poseer capacidad de iniciativa y debía controlarse a sí misma de manera automática: lo esencial era hacerla surgir en veinticuatro horas (...) para tener autoridad sobre las masas, al día siguiente mismo de su formación, debía constituirse sobre la base de la representación más amplia. ¿Qué principio debía adoptarse? La respuesta apareció evidente. Teniendo en cuenta que el único vínculo que había entre las masas proletarias desprovistas de organización era el proceso de producción, había que atribuir el derecho de representación a las empresas y a las fábricas” ([8]).
Aunque ese ejemplo de una centralización tan viva de un movimiento de la clase sea de un período revolucionario, ello no quiere decir que la clase obrera no pueda centralizar su lucha en otros períodos. La huelga de masas de los obreros de Polonia en 1980, si bien es cierto que no hizo surgir soviets, que son órganos de toma del poder, nos proporcionó, sin embargo, un buena ilustración de esa centralización. Desde el principio mismo de la huelga, las asambleas generales enviaron delegados (en general, dos por empresa) a una asamblea central, el MKS, para toda una región. Esa asamblea se reunía diariamente en los locales de la empresa que era el faro de la lucha, los astilleros Lenin de Gdansk y después los delegados iban a rendir cuentas de sus deliberaciones a las asambleas de base por las que habían sido elegidos, asambleas que tomaban posición sobre aquellas deliberaciones. En un país en donde las luchas anteriores de la clase obrera habían sido brutalmente ahogadas en sangre, la fuerza del movimiento paralizó el brazo asesino del gobierno, obligándolo a ir a negociar con el MKS en los locales de éste. Evidentemente, si los obreros de Polonia lograron darse, de entrada, una forma de organización así, fue porque los sindicatos oficiales estaban totalmente desprestigiados puesto que eran clara y abiertamente los policías del Estado estalinista. En realidad será la formación del sindicato “independiente” Solidarnosc lo que de verdad permitirá al gobierno llevar a cabo el aplastamiento sangriento de los obreros en diciembre de 1981. Es la mejor prueba de que los sindicatos no son, ni siquiera imperfectamente, una organización de la lucha obrera. Al contrario, mientras puedan sembrar ilusiones, son, sobre todo, el mayor obstáculo ante una organización verdadera de esa lucha. Son ellos quienes, por su presencia y su acción, entorpecen el movimiento espontáneo de la clase, surgido de las necesidades de la propia lucha, hacia la autoorganización.
A causa precisamente del peso de sindicalismo en los países centrales del capitalismo, resulta evidente que no será la forma de los MKS, y menos todavía de los soviets, la que tomarán las futuras luchas de la clase. Sin embargo, esa forma deberá servirles de referencia y de guía, debiendo los obreros pelearse para que sus asambleas generales sean verdaderamente soberanas y se determinen hacia la extensión, el control y de la centralización por sí mismas.
En realidad, las próximas luchas de la clase obrera, y durante bastante tiempo todavía, estarán marcadas por el retroceso, que la burguesía utilizará en todo tipo de maniobras. En esta difícil situación de la clase obrera, que sin embargo no pone en entredicho la perspectiva hacia enfrentamientos de clase decisivos entre burguesía y proletariado, la intervención de los revolucionarios es insustituible. Para que esa intervención sea lo más eficaz y no favorezca, sin quererlo, los planes de la burguesía, los revolucionarios, en sus análisis y sus consignas, no deben ofrecer la menor posibilidad a la presión de la ideología ambiente. Deben ser los primeros en desvelar y denunciar las maniobras del enemigo de clase.
La amplitud de la maniobra elaborada por la burguesía francesa, el hecho de que incluso se haya permitido provocar huelgas masivas que acabarán agravando más todavía sus dificultades económicas, es ya de por sí une demostración, por la contraria, de que la clase obrera y su lucha no han desaparecido, eso que tanto les gusta repetir a los “expertos” a sueldo de las universidades y demás fabricantes de ideologías. Esa ingente maniobra demuestra que la clase dominante sabe perfectamente que los ataques cada día más duros que va llevar a cabo, provocarán luchas de gran amplitud. Aunque hoy haya marcado un tanto, aunque haya ganado una victoria política, la batalla no ha terminado ni mucho menos. Para empezar, la burguesía es incapaz de impedir que se siga hundiendo irremediablemente su sistema económico. Tampoco podrá evitar que se siga deteriorando el crédito de sus sindicatos, como ocurrió durante los años 80, conforme iban saboteando las luchas obreras una tras otra. Y la clase obrera sólo podrá vencer si es capaz de comprender toda la capacidad de su enemigo, incluso basado en un sistema moribundo, para tender las trampas más sutiles y sofisticadas en el camino de su combate.
BN, 23 de diciembre de 1995.
[1] La CGT, correa de transmisión del PC; FO “socialdemócrata”; la FEN, próxima al Partido socialista, sindicato mayoritario en la educación nacional; la FSU, escisión de la FEN, más próxima al PC y a los izquierdistas.
[2] Es el nombre del Primer ministro encargado de aplicarla. Ese plan consiste, entre otras cosas, en una buena colección de ataques sobre todo en la Seguridad social en general y el seguro de enfermedad en particular.
[3] Revista internacional nº 82.
[4] Cabe recordar que en 1968, los sindicatos formaron un cordón cerrado en torno a las empresas para impedir todo contacto entre obreros y estudiantes. Es cierto que en aquella época era entre los estudiantes donde más se hablaba de “revolución” y, sobre todo, donde más se denunciaba a los partidos de izquierda, PC y PS. No había riesgo alguno de que el conjunto de la clase obrera retomara por cuenta propia la idea de la revolución, pues estaba dando los primeros pasos en la reanudación de sus combates tras cuatro décadas de contrarrevolución. Además, esa idea era bastante confusa en las mentes y los discursos de la mayoría de los estudiantes que la mencionaban, por el propio carácter pequeñoburgués de su “movimiento”. Lo que de verdad temían los sindicatos era que les fuera todavía más difícil controlar un combate obrero que se había iniciado sin ellos y que había sorprendido a toda la burguesía.
[5] El Primer ministro, a su manera, contribuyó a las manifestaciones masivas, al afirmar, cuando anunció su plan, que el gobierno no sobreviviría si bajaban a la calle dos millones de personas. A la noche de cada jornada de manifestación, los sindicatos y los media se dedicaban a echar cuentas afirmando que se acabaría por alcanzar esa cantidad. Algunos sectores de la burguesía, y algunos del extranjero, se creen o hacen creer que Juppé “metió la pata” con semejante declaración. También le echan en cara la enorme “torpeza” de haber concentrado todos sus ataques a la vez. Así dice el Wall Street Journal: “Los movimientos de huelga se deben sobre todo a que el gobierno se lo ha montado muy torpemente al intentar hacer pasar varias reformas en una vez”. También se le echa en cara su arrogancia: “La cólera pública se dirige en gran parte contra la manera autocrática con la que gobierna Alain Juppé... Es tanto una revuelta contra la altanería del golismo como contra el rigor presupuestario” (The Guardian). En realidad, esas “torpezas” y esas “arrogancias” han sido un elemento importante de la provocación: la derecha en el gobierno se daba los medios para atizar las iras obreras y facilitar el juego sindical.
[6] Eso es lo que expresa claramente un maquinista: “Me eché a la pelea como conductor. Al día siguiente me sentía ante todo ferroviario. Después me puse el traje de funcionario. Ahora me siento, sencillamente, asalariado, como la gente del sector privado que me gustaría que se unieran a la causa... Si lo dejara mañana, ya no podría mirar de frente a uno de Correos” (Le Monde, 12-13 de diciembre).
[7] Ver el artículo “Francia: Las “coordinadoras” en la vanguardia del sabotaje de las luchas”, en la Revista internacional nº 56.
[8] Véase nuestro artículo “Revolución de 1905: enseñanzas fundamentales para el proletariado”, en la Revista internacional nº 43.
Tensiones imperialistas
Según la prensa, habría ganado por fin la razón: la acción de las grandes potencias, y en primera fila Estados Unidos, habría permitido que se inicie une solución real al conflicto más mortífero en Europa desde 1945. Los acuerdos de Dayton significarían la vuelta de la paz a la antigua Yugoslavia. Del mismo modo, todas las esperanzas quedarían abiertas en Oriente Próximo, pues el asesinato de Rabin no habría hecho sino reforzar el campo de las “palomas” y de su tutor norteamericano para llevar a término el “proceso de paz”. Último regalo de navidad de Washington: el conflicto más antiguo de Europa, el que opone a los republicanos de Irlanda del Norte a Gran Bretaña, estaría siendo superado.
Ante toda esa ristra de mentiras cínicas, los proletarios no deben olvidar lo que ya prometía la burguesía en 1989, después del hundimiento del bloque del Este: un “nuevo orden mundial”, una “nueva era de paz”. Sabemos muy bien lo que de verdad ocurrió: guerra del Golfo, guerra en la ex Yugoslavia, en Somalia, en Ruanda y un largo etcétera. No es la hora de la paz. Lo que de verdad define las relaciones entre las principales potencias imperialistas es, con mucha mayor gravedad que hace cinco años, el desencadenamiento de la guerra de todos contra todos.
La prensa y TV, a sueldo de la burguesía, nos presenta a las grandes potencias imperialistas del globo cual “palomitas” de la paz o como sacrificados bomberos empeñados en apagar cada incendio guerrero. En realidad, son ellas las incendiarias, desde la ex Yugoslavia a Ruanda, pasando por Argelia y Oriente Próximo. Por medio de bandas locales o países interpuestos, esas grandes potencias se hacen una guerra, por ahora todavía medio oculta, pero no por ello menos feroz. Los tan manidos acuerdos de Dayton no son más que un momento de la guerra que enfrenta a la primera potencia mundial a sus antiguos aliados del difunto bloque occidental.
Con los acuerdos de Dayton, con el envío de 30 000 soldados bien pertrechados en armas y equipo a la antigua Yugoslavia, no son ni los croatas ni los serbios a quienes va dirigido el mensaje de EEUU, sino a sus antiguos aliados europeos que se han convertido en los mayores contestatarios de su supremacía mundial. Sobre quien quiere imponerse Estados Unidos es sobre Francia, Gran Bretaña y Alemania. Su objetivo no es la paz, sino la reafirmación de su hegemonía. Tampoco se trata, para las burguesías de esos tres países y sus envíos de tropas a la ex Yugoslavia, de imponer la paz a los beligerantes o defender a la población martirizada de Sarajevo; se trata para ellas de defender sus propios intereses imperialistas. Bajo la tapadera de la acción humanitaria y de las fuerzas “de paz” de la Unprofor, París, Londres y Bonn (más discreta esta capital, pero de una temible eficacia) no han cesado de atizar la guerra en favor de sus respectivos protegidos. Con la IFOR, Fuerza de interposición bajo la batuta de la OTAN, se va a perpetrar la misma acción criminal, pero a una escala todavía mayor, como así lo demuestra la importancia de las fuerzas alistadas, en hombres y en material. El territorio de la ex Yugoslavia va a seguir siendo el principal campo de batalla de las grandes potencias imperialistas en Europa.
La determinación americana en volver al primer plano del ruedo yugoslavo y volver a empuñar con firmeza el bastón de mando se corresponde con la importancia estratégica vital que ese país europeo, situado en el cruce entre Europa y Oriente Próximo. Pero más importante todavía es que se trata, como lo dijo claramente Clinton, con el apoyo de toda la burguesía estadounidense, en su discurso para explicar el envío de tropas norteamericanas, de “afirmar el liderazgo americano en el mundo”. Y para que nadie ponga en duda la determinación de Washington para cumplir ese objetivo, precisó que “asumía la entera responsabilidad de los perjuicios que pudieran sufrir los soldados americanos”.
Tal lenguaje, abiertamente guerrero, y tal firmeza, que contrastan con las vacilaciones anteriores sobre la antigua Yugoslavia por parte del poder norteamericano, se explican por la amplitud del cuestionamiento de su dominio por Alemania, Japón y Francia, y también, y eso es un cambio histórico, por su más antiguo y fiel aliado, Gran Bretaña. Reducido al papel de segundón en la ex Yugoslavia, Estados Unidos estaba obligado a dar un buen golpe para atajar la más grave puesta en entredicho de su superioridad mundial desde 1945.
En el nº 83 de esta Revista internacional ya explicamos en detalle la estrategia estadounidense en la ex Yugoslavia y, por lo tanto, no vamos a repetirlo aquí. Vamos a abordar los resultados de la contraofensiva de la primera potencia mundial, una contraofensiva que ha alcanzado con creces sus objetivos. Los imperialismos británico y francés estaban hasta hace poco casi solos en el terreno. Eso les proporcionaba un gran margen de maniobra frente a sus rivales imperialistas, lo cual culminó en la formación de la Fuerza de reacción rápida (FRR). Pero ahora deberán “coexistir” con un fuerte contingente norteamericano y se verán obligados a aceptar, de grado o por la fuerza, los dictados de Washington, al haber sido la ONU separada del mando en beneficio de la IFOR, bajo mando directo de la OTAN, o sea de Estados Unidos. El desarrollo mismo de las discusiones de Dayton queda perfectamente enmarcado en la relación de fuerzas que EEUU está imponiendo a sus “aliados” europeos. “Según una fuente francesa, esas discusiones se desarrollaron en un ambiente euro-americano “insoportable”. Esas tres semanas, según dicha fuente, no han sido sino una sucesión de humillaciones infligidas a los europeos por parte de los americanos, los cuales querían dirigir ellos solos el cotarro” ([1]). Al “grupo de contacto” de marras, dominado por el dúo franco-británico, les pusieron una miserable silla plegable y tuvo que aceptar, en lo esencial, las condiciones dictadas por Estados Unidos:
- relegación de la ONU al papel de simple observador con la desaparición de Unprofor, valiosa herramienta del eje París-Londres en la defensa de sus intereses imperialistas, sustituida por una IFOR dirigida y dominada por EEUU;
- disolución de la FFR;
- entrega de armas al ejército bosnio y su encuadramiento por EEUU.
El intento de Francia de utilizar las protestas de los rusos frente a la apisonadora estadounidense para proponer que las tropas rusas de la IFOR se pusieran bajo su control, para con ello meter una cuña en la alianza ruso-norteamericana, acabó en lamentable fracaso y aquellas tropas se han puesto bajo el mando de EEUU. Por si fuera poco, Washington ha hincado más aún el clavo insistiendo en que las verdaderas negociaciones se habían verificado en Dayton y que la conferencia prevista en París en diciembre no sería más que una confirmación de las decisiones tomadas en y por Estados Unidos.
Y así, gracias ante todo a su potencial militar en un mundo en el que la ley en vigor en la jungla imperialista es la ley del más fuerte, la primera potencia mundial no sólo ha logrado afianzar espectacularmente sus posiciones en la antigua Yugoslavia, sino que además les ha bajado los humos a todos aquellos que pretendían y se atrevían a cuestionar su omnipotencia, y, en primera fila, el tándem franco-británico. El golpe dado a las burguesías británica y francesa ha sido tanto más duro por cuanto éstas, con su presencia en Yugoslavia, lo que quieren es defender su estatuto de potencias militares mediterráneas de primer plano y, por lo tanto, su estatuto de potencias que, aunque medianas e históricamente en declive, entienden seguir desempeñando un papel de importancia mundial. Con el reforzamiento de la presencia de los ejércitos norteamericanos en el Mediterráneo, su rango imperialista está directamente amenazado. La amplia contraofensiva americana tiene, pues, como objetivo primero el de castigar a los revoltosos franco-británicos. Pero también a Alemania le afecta esa estrategia. Para el imperialismo alemán, lo esencial es, a través de la ex Yugoslavia, el acceso al Mediterráneo y a la ruta de Oriente Próximo. Gracias a las victorias de sus protegidos croatas, había empezado a hacer realidad ese objetivo. Pero la fuerte presencia americana, al limitar su margen de maniobra, va a entorpecerlo. El que Hungría, país vinculado a Alemania, acepte servir de base de retaguardia a las tropas USA es una amenaza directa para los intereses del imperialismo alemán. Todo con firma que la alianza de la primavera de 1995 entre EEUU y Alemania sólo fue momentánea. EEUU se apoyó en Alemania, a través de los croatas, para restablecer sus posiciones, pero una vez alcanzado ese objetivo, se acabó el dejar actuar libremente a su competidor más peligroso, la única de las grandes potencias con capacidad para convertirse en jefe de un nuevo bloque imperialista.
En esa zona estratégica vital que es el Mediterráneo, EEUU ha hecho la demostración patente de quién “corta el bacalao”, asestando un golpe muy serio a todos sus rivales en gangsterismo imperialista en la parte del mundo que sigue siendo más que nunca la baza decisiva entre los tahúres imperialistas, o sea, Europa. Y al recordar la burguesía americana que está bien decidida a utilizar su fuerza militar, es a escala mundial donde quieren llevar a cabo la contraofensiva, pues es a nivel mundial donde se planeta el problema de la defensa de una supremacía amenazada por la creciente tendencia a tirar cada uno por su lado y por el lento ascenso del imperialismo alemán. En Oriente Próximo, de Irak a Irán, pasando por Siria, por todas partes está Estados Unidos acentuando la presión para imponer el “orden americano”, aislando o desestabilizando a los Estados que se resisten a los dictados de Washington y se ponen a escuchar los cantos de sirena europeos o japoneses. EEUU está intentando expulsar al imperialismo francés de sus cotos de caza de África. Favorece la acción de los islamistas en Argelia, no vacila en fomentar bajo mano lo que hasta hoy parecía ser el arma de los imperialismos débiles, el terrorismo ([2]). No son sin duda ajenos a las revueltas que han afectado a Costa de Marfil y a Senegal y cuando París intenta estabilizar sus relaciones con la fracción en el poder en Ruanda, el primer resultado de la nueva misión del incombustible Jimmy Carter es una nueva degradación de las relaciones entre Kigali y París. En Asia, la primera potencia mundial alterna la zanahoria y el palo para meter en vereda a quienes ponen en entredicho su prepotencia, enfrentándose a un Japón que cada día soporta peor la tutela americana (como así ha quedado patente con las manifestaciones masivas contra las bases en Okinawa), y a China, la cual quiere aprovecharse del final de los bloques para afirmar sus pretensiones imperialistas, incluso cuando éstas se oponen a los intereses de Estados Unidos. Recientemente, EEUU ha conseguido imponer el mantenimiento de sus bases militares en Japón.
Pero sin duda ha sido el viaje triunfal que acaba de realizar Clinton en Irlanda lo que mejor ilustra la determinación de la burguesía estadounidense para castigar a “los traidores” y restablecer sus posiciones. Imponiendo a la burguesía británica la reanudación de las negociaciones con los nacionalistas irlandeses, haciendo clara ostentación de sus simpatías por Adams, jefe del Sinn Fein (rama política del IRA), Clinton dirige un mensaje a Gran Bretaña que nos permitimos transcribir, en términos menos diplomáticos, así: “si no te portas bien y no vuelves a mejores sentimientos hacia el amigo americano, has de saber que ni siquiera en tu propio suelo estás al abrigo de represalias”. Con ese viaje, Washington ejerce una fuerte presión sobre su ex aliado británico, una presión a la medida del divorcio ocurrido en la más antigua y firme alianza imperialista del siglo XX. Sin embargo, el hecho mismo de que los norteamericanos estén obligados a usar semejantes métodos para hacer volver al redil a la burguesía que le era más próxima, es testimonio también de los límites, a pesar de los innegables éxitos, de la contraofensiva estadounidense.
Como los propios diplomáticos lo reconocen, los acuerdos de Dayton no han solucionado nada de fondo, tanto en lo que al futuro de Bosnia se refiere (dividida en dos e incluso en tres entidades) como sobre el antagonismo fundamental que enfrenta a Zagreb con Belgrado. Esta “paz” no es más que una tregua fuertemente armada, ante todo porque los acuerdos impuestos por Estados Unidos no son sino un momento más en la relación de fuerzas que enfrenta a Washington con las demás grandes potencias imperialistas. Por ahora, esa relación de fuerzas se inclina claramente a favor de EE UU, país que ha obligado a sus rivales a ceder, pero EE UU sólo ha ganado una batalla y, ni mucho menos, la guerra misma. La lenta erosión de su preponderancia mundial ha sido limitada, pero no por ello ha cesado.
Ninguna potencia imperialista puede pretender rivalizar en el terreno estrictamente militar con la primera potencia mundial, lo cual es para ésta una baza capital contra sus contrincantes, limitándoles así su margen de maniobra. Pero las leyes del imperialismo les obligan -aunque sólo sea para subsistir en el ruedo imperialista- a seguir intentando por todos los medios quitarse de encima la pesada tutela americana. Y al no poder oponerse directamente a EEUU, recurren a lo que podría llamarse una estrategia de “rodeo”.
Francia y Gran Bretaña han tenido que aceptar la retirada de la Unprofor y de la FRR para dejar paso a la IFOR, pero si participan en esta fuerza con un contingente que, sumando las tropas francesas a las británicas, es de una importancia casi equivalente a la de las tropas desplegadas por Clinton, eso significa que no van a doblegarse dócilmente ante el mando norteamericano. Con una fuerza así, el tándem franco-británico se da los medios necesarios para defender sus prerrogativas imperialistas y por lo tanto para intentar contrarrestar, a la primera ocasión, la acción que emprenda Washington. El sabotaje será más fácilmente realizable que en la guerra del Golfo, primero a causa de la naturaleza del terreno, segundo, porque esta vez Londres y París están en el mismo campo, el de los oponentes a la política americana y, tercero, porque el contingente de EEUU es mucho menos impresionante que el de la “Tempestad del desierto”. Si Francia y Gran Bretaña han aumentado más todavía su presencia militar en la ex Yugoslavia, es, pues, para mantener intacta su capacidad para poner la mayor cantidad de trabas posibles a Estados Unidos, a la vez que conservan los medios para intentar poner freno al avance del imperialismo alemán en la región.
También es significativa de esa estrategia de rodeo, la ruidosa preocupación de la burguesía francesa por los barrios serbios de Sarajevo; Chirac ha mandado una carta, sobre ese tema, a Clinton y los oficiales franceses de Unprofor en Sarajevo han expresado su apoyo a las manifestaciones nacionalistas serbias. Ante la firmeza de Washington, París retrocede, pretendiendo que no ha sido más que una torpeza de un general a quien relevan del mando. Pero no es más que diferir las cosas hasta la próxima ocasión. Otro ejemplo es la buena operación realizada por Francia con las elecciones en Argelia y la confortable elección del preferido de la burguesía francesa, el siniestro Zerual. Las maniobras de París en torno al pretendido “encuentro fallido” entre Chirac y Zerual en Nueva York permitieron a Francia hacer suya la reivindicación norteamericana de “elecciones libres” en Argelia. Estados Unidos se ha visto así en la imposibilidad de seguir criticando los resultados de una elección con una participación tan importante.
La reciente decisión francesa de acercarse a las estructuras de la OTAN, con la presencia desde ahora permanente del jefe de estado mayor del ejército francés, ilustra la misma estrategia. A sabiendas de que es incapaz de luchar en igualdad con la burguesía americana, la francesa hace, dentro de una OTAN dominada por EEUU, lo mismo que Gran Bretaña en una Unión Europea (UE) dominada por Alemania: integrarse en ella para sabotear su política.
Con la cumbre euromediterránea de Barcelona, Francia ha intentado también meterse en el terreno de EEUU. Por un lado intenta reforzar los vínculos de Europa con los principales protagonistas del conflicto de Oriente Próximo, Siria e Israel, cuando Estados Unidos ha dejado a Europa reducida al papel de simple espectador del “proceso de paz”. Por otro lado, Francia se opone a las maniobras de desestabilización de las que es víctima en el Magreb con una posible coordinación de las políticas de seguridad frente al terrorismo islamista. Si los resultados de esa cumbre son limitados, no hay que subestimarlos a la hora en que EE UU refuerza su presencia en el Mediterráneo y lo hace todo por imponer la “pax americana” en Oriente Próximo.
Pero donde mejor pueden verse los límites de la contraofensiva de EEUU es en el mantenimiento e incluso el reforzamiento de la alianza franco-británica. Esta se ha desarrollado en los últimos meses en aspectos tan esenciales como la cooperación militar, la intervención en la ex Yugoslavia y la coordinación de la lucha contra el terrorismo islamista. Después de haber hecho ostentación del apoyo a la reanudación de las pruebas nucleares francesas, la burguesía británica provoca directamente a Washington aceptando ayudar a París contra un terrorismo islamista teledirigido por EE UU. Esto pone de relieve la profundidad de la distancia tomada por Gran Bretaña respecto a Estados Unidos.
Todo eso es ilustración de la importancia de los obstáculos ante los que se encuentra EEUU para frenar y superar la crisis de su hegemonía. EEUU podrá marcar tantos importantes contra sus adversarios, obtener éxitos espectaculares, pero no podrá construir ni imponer en torno a sí un orden que se parezca un mínimo a lo que prevalecía en la época del bloque occidental regentado por él. La desaparición de los dos bloques imperialistas que impusieron su férreo dominio sobre el planeta durante más de cuarenta años, al acabar con el chantaje nuclear mediante el cual los dos jefes (EEUU y URSS) imponían sus dictados a todos los miembros de su bloque, ha dado rienda suelta a la tendencia de cada cual por su cuenta, tendencia que se ha hecho dominante en las “relaciones” imperialistas. En cuanto Estados Unidos saca pecho y hace alarde de su superioridad militar, todos sus rivales se achantan, pero el retroceso es táctico y momentáneo, y en modo alguno significa vasallaje y sumisión. Cuanto más se esfuerza EEUU en afirmar su predominio imperialista, recordando con brutalidad quién es el más fuerte, tanto más determinados se muestran los cuestionadores del orden americano en discutirlo, pues para éstos su capacidad para conservar su rango en el ruedo imperialista es cuestión de vida o muerte.
El éxito de EEUU durante la guerra del Golfo de 1991 fue efímero y vino seguido por una sensible agravación de la puesta en entredicho de la autoridad de ese país a escala mundial. Y de esto, el divorcio entre Gran Bretaña y Estados Unidos es la manifestación más patente. La operación montada por el poder norteamericano en la ex Yugoslavia, a pesar de su éxito actual, no es más que un pálido reflejo de la desplegada en Irak. Las ventajas ganadas desde el verano de 1995 por la primera potencia mundial no podrán cambiar fundamentalmente la tendencia al debilitamiento de su supremacía en el mundo, por mucha que sea su superioridad militar.
“Cada uno para sí”, eso es lo que define cada día más las relaciones imperialistas. Esa es la raíz del debilitamiento de la superpotencia norteamericana, pero no es ella la única en sufrir las consecuencias. Todas las alianzas imperialistas, incluso las más sólidas, se ven afectadas. Estados Unidos no puede resucitar un bloque imperialista a sus órdenes, pero a su contrincante más peligroso, el único país que podría esperar ser un día capaz de dirigir un bloque imperialista, Alemania, le ocurre otro tanto. El imperialismo alemán ha marcado muchos tantos en el escenario imperialista (en la ex Yugoslavia, donde se ha acercado a su objetivo de acceder al Mediterráneo y a Oriente Próximo a través de Croacia; en Europa del Este, en donde está sólidamente implantada; en África, en donde no vacila en sembrar la confusión en las zonas de influencia francesa; en Asia, en donde intenta desarrollar sus posiciones; en Oriente Próximo y Medio, don de desde ahora hay que contar con ella; sin olvidar Latinoamérica). Por todas partes, el imperialismo alemán tiende a afirmarse como potencia de primer orden frente a Estados Unidos a la defensiva y a los “suplentes” Francia y Gran Bretaña, utilizando a fondo su poderío económico, pero también cada día más, aunque discretamente, su fuerza militar. Con el arsenal de armas convencionales recuperadas de la antigua Alemania del Este, Alemania es ya hoy el segundo vendedor de armas del mundo, lejos por delante de Francia y Gran Bretaña reunidas. Y nunca antes, desde 1945, el ejército alemán había estado tan presente. Este avance corresponde a la tendencia embrionaria hacia un bloque alemán, pero conforme el imperialismo alemán va mostrando su potencia, van surgiendo ante él nuevos obstáculos. Cuantos más músculos enseña Alemania, más distancias toma Francia, su más fiel y sólido aliado, respecto a ese vecino tan poderoso. Desde la ex Yugoslavia hasta la reanudación de las pruebas nucleares francesas, cuyo mensaje va sobre todo dirigido a Alemania, pasando por el futuro de Europa, las fricciones se han ido acumulando entre ambos Estados, mientras que, al contrario se estrechaban excelentes lazos entre Gran Bretaña, viejo e irreducible enemigo de Alemania, y Francia. La multiplicación de los encuentros entre Chirac y Kohl y las declaraciones calmantes que les siguen no deben engañar a nadie. Son más el signo de la degradación que de la buena salud de las relaciones franco-alemanas. El conjunto de factores políticos, geográficos e históricos, en el marco de la tendencia dominante de cada cual para sí, está llevando a un enfriamiento de la alianza franco-alemana. Ésta se había forjado, por un lado, durante la guerra fría en el marco del “bloque occidental” y por otro lado servía, en la parte francesa, para contrarrestar la acción del caballo de Troya de Estados Unidos en la Comunidad europea, o sea, Gran Bretaña. Al haber desaparecido esos dos factores (con la desaparición del bloque del Oeste y la muy sensible distanciación de la burguesía británica respecto a su tutor americano), Francia, asustada por la potencia de su vecino Alemania, que la ha invadido en tres ocasiones desde 1870, es empujada a un acercamiento con Gran Bretaña, tanto para resistir mejor a la presión venida del otro lado del Atlántico como para protegerse de la tan poderosa Alemania. Francia y Gran Bretaña, imperialismos declinantes ambos, intentan poner en común lo que les queda de potencia común para defenderse frente a Washington y Berlín. Ésa es la raíz de la solidez del eje París-Londres en la antigua Yugoslavia, y más todavía porque esas dos potencias militares mediterráneas no pueden aceptar ver su estatuto desvalorizado por un avance alemán o una presencia americana demasiado fuerte.
Es cierto que no pueden quedar cortados todos los puentes entre Francia y Alemania a causa de sus estrechos vínculos y el largo pasado de relaciones entre ambos países, sobre todo en el plano económico. Pero la alianza franco-alemana se parece cada día más a un recuerdo, entorpeciéndose así considerablemente la tendencia a la formación de un futuro bloque imperialista en torno a Alemania.
La tendencia de “cada cual para sí”, engendrada por la descomposición del sistema capitalista, desencadenada por el final de los bloques imperialistas, corroe las alianzas imperialistas más sólidas, la de Gran Bretaña con Estados Unidos, o la de Francia con Alemania, aunque ésta no tuviera la misma solidez y antigüedad. Esto no significa que ya no habrá más alianzas imperialistas. Todo imperialismo, para sobrevivir debe establecer alianzas. Pero éstas son ahora más inestables, más frágiles y expuestas a inversiones. Algunas tendrán una solidez relativa, como la franco-británica actual, pero incomparable con la que desde hace un siglo vinculaba a Londres con Washington o, incluso, la de Bonn y París desde la Segunda Guerra mundial. Otras serán de geometría variable, unas veces con uno sobre tal problema, otras con otro en un frente diferente.
El único resultado de todo eso será el de un mundo todavía más inestable y peligroso si cabe, en el que la generalización de la guerra de todos contra todos entre las grandes potencias desembocará en nuevas guerras, sufrimientos y destrucciones para la gran mayoría de la humanidad. El uso de la fuerza bruta, a imagen de lo que hacen los grandes Estados pretendidamente civilizados en la ex Yugoslavia, no cesará de incrementarse. Ahora que el capitalismo mundial va a volver a vivir una nueva recesión abierta que empujará a la burguesía a asestar más y más golpes a la clase obrera, ésta debe recordar que capitalismo equivale a miseria, pero también a guerra y a su siniestro e indecible cortejo de barbarie. Y la clase obrera deberá también recordar que sólo ella, con su lucha, podrá ser capaz de poner fin a esa barbarie.
RN, 11 de diciembre de 1995
China 1928-1949 - II
En la primera parte de este artículo (Revista internacional nº 81) intentamos rescatar la legítima experiencia histórica revolucionaria de la clase obrera en China. La heroica tentativa insurreccional del proletariado de Shangai del 21 de marzo de 1927 fue, a la vez, la culminación del impetuoso movimiento de la clase obrera iniciado en 1919 en China, y el último destello de la oleada revolucionaria internacional que había estremecido al mundo capitalista desde 1917. Sin embargo, las fuerzas coaligadas de la reacción capitalista: el Kuomingtang, los “señores de la guerra”, las grandes potencias imperialistas, contando además con la complicidad del Ejecutivo de una Tercera Internacional en acelerado proceso de degeneración, lograron derrotar completamente aquel movimiento.
Los acontecimientos posteriores nada tuvieron que ver ya con la revolución proletaria. Lo que la historia oficial llama “revolución popular china” fue, en realidad, una sucesión desenfrenada de pugnas por el control del país entre fracciones burguesas antagónicas, detrás de las cuales se hallaba siempre una u otra gran potencia. China se convirtió en una más de las regiones “calientes” de los enfrentamientos imperialistas que desembocaron en la Segunda Guerra mundial.
El año 1928 es señalado por la historia oficial como decisivo para la vida del Partido comunista de China, pues fue el año de la creación del “Ejército rojo” y del inicio de la “nueva estrategia” basada en la movilización de los campesinos, los supuestos cimientos de la “revolución popular”. Y, en efecto, aquél fue un año decisivo para el PCCh, aunque no en el sentido indicado por la historia oficial. El año 1928 marca, de hecho, la liquidación del Partido comunista de China en tanto que instrumento de la clase obrera. El reconocimiento de ese acontecimiento constituye el punto de partida para comprender los acontecimientos posteriores en China.
Por una parte, con la derrota del proletariado, el partido fue desarticulado y severamente diezmado. Como ya mencionábamos, alrededor de 25000 militantes comunistas fueron asesinados y muchos miles más fueron perseguidos por el Kuomingtang. Estos militantes constituían la flor y nata del proletariado revolucionario de las grandes ciudades, el cual, a falta de organismos del tipo de los consejos, se había agrupado masivamente en el seno del partido durante los años anteriores. En adelante, no sólo ninguna otra hornada de obreros ingresaría nuevamente al Partido, sino que su composición social cambiaría radicalmente –como veremos en el apartado siguiente–, tanto como sus principios políticos.
Pues la liquidación del Partido no fue únicamente física sino, ante todo, política. El período de la persecución más feroz contra el Partido comunista chino coincidió con el del ascenso irrefrenable del estalinismo en la URSS y en la Internacional. Estos acontecimientos simultáneos aceleraron dramáticamente el oportunismo que había sido inoculado durante años por el Ejecutivo de la Internacional en el PCCh, hasta volverse un proceso de rápida degeneración. Así, entre agosto y diciembre de 1927 el Partido encabezó una serie de tentativas aventureras, desesperadas y caóticas, entre las que se cuentan: la “revuelta del otoño”, alzamiento de algunos miles de campesinos en ciertas regiones que se hallaban bajo la influencia del Partido; el motín de las tropas nacionalistas de Nanchang (en las que actuaban algunos comunistas); y, finalmente, la llamada “insurrección” de Cantón del 11 al 14 de diciembre, que en realidad fue un intento de asalto “planificado”, no secundado por el conjunto del proletariado de la ciudad y que concluyó en un nuevo baño de sangre. Todas estas acciones terminaron en derrotas desastrosas a manos de las fuerzas del Kuomingtang, aceleraron la dispersión y desmoralización del Partido comunista y significaron el aplastamiento de los últimos impulsos revolucionarios de la clase obrera.
Dichas tentativas aventureras habían sido instigadas por los elementos que Stalin había logrado poner al frente del PCCh, y su objetivo era justificar la tesis del propio Stalin sobre el “ascenso de la revolución china”, aunque posteriormente los fracasos eran utilizados para expulsar, mediante maniobras, precisamente a quienes se le oponían.
El año 1928 marcó el triunfo de la contrarrevolución estalinista en toda la línea. El 9º plenario de la Internacional aceptó el “rechazo del trotskismo” como condición de adhesión y, finalmente, el 6º Congreso de la Internacional adoptó la nefasta teoría del “socialismo en un sólo país”, es decir, el abandono definitivo del internacionalismo proletario, que marcó la muerte de la Internacional como organización de la clase obrera. En ese marco, se llevó a cabo –también en la URSS– el 6º congreso del PCCh que, con la decisión de preparar un equipo de jóvenes dirigentes incondicionales de Stalin, inició, por decirlo así, la estalinización “oficial” del Partido, es decir, la transformación de éste en un partido diferente, instrumento del nuevo imperialismo ruso en ascenso. Este equipo de los llamados “estudiantes retornados” llegaría para tratar de imponerse en la dirección del Partido chino dos años después, en 1930.
Pero la estalinización no fue la única vía que siguió la degeneración del PCCh. Por otra parte, la derrota de la serie de aventuras de la segunda mitad de 1927 se tradujo también en la huída de algunos grupos de los que participaron en ellas hacia regiones que eran de difícil acceso para las fuerzas gubernamentales. Estos grupos empezaron a reunirse en destacamentos militares más amplios. Uno de ellos, por ejemplo, era el de Mao Tsetung.
Es de notar que, desde sus primeros años de militancia, Mao Tsetung no dio muchas pruebas de intransigencia proletaria. Como uno de los representantes del ala oportunista, ocupó un puesto administrativo de segundo orden durante el periodo de la alianza del PCCh con el Kuomingtang. Al romperse ésta, huyó a su natal Junán donde, siguiendo las directrices estalinistas, se encargó de dirigir la “revuelta campesina del otoño”. El desastroso final de la aventura le obligó, junto con unos cientos de campesinos, a replegarse aún más, hasta el macizo montañoso de Chingkang. Allí, para poder establecerse, hizo un pacto de unión con los bandidos que controlaban la zona, de quienes aprendió sus métodos de asalto. Por último, su grupo se fusionó con los restos de un destacamento del Kuomingtang al mando del oficial Chu Te, quien a su vez huía a las montañas luego del fallido alzamiento de Nanchang.
Para la historia oficial, el grupo de Mao habría dado origen al llamado “ejército rojo” o “popular” y a las “bases rojas” (regiones controladas por el PCCh). Mao habría “descubierto” por su cuenta, al fin, algo así como la “estrategia correcta” para la revolución china. A decir verdad, el de Mao fue uno entre otros destacamentos de composición similar que se formaron simultáneamente en media docena de diferentes regiones. Todos ellos iniciaron una política de reclutamiento de campesinos y avance y ocupación de ciertas regiones, logrando resistir los embates del Kuomingtang durante algunos años, hasta 1934. Lo importante a retener aquí es la fusión política e ideológica que se dio entre lo que había sido el ala oportunista del PCCh, con partes del Kuomingtang (el Partido de la burguesía) e incluso con mercenarios (provenientes de las bandas de campesinos desclasados). En realidad, el desplazamiento geográfico que se operaba en el escenario histórico, de las ciudades al campo, no correspondía a un mero cambio de estrategia, sino que marcaba nítidamente el cambio en el carácter de clase que se operaba en el Partido comunista.
En efecto, según los historiadores maoístas, el “ejército rojo” era un ejército campesino guiado por el proletariado. En realidad, al frente de ese ejército no se hallaba ya la clase obrera, sino militantes del PCCh –de origen pequeñoburgués casi todos– que, por el contrario, nunca habían hecho suya completamente la perspectiva histórica de la lucha de la clase obrera, (perspectiva que abandonaron definitivamente ante la derrota de ésta), mezclados con oficiales del Kuomingtang resentidos. Años después, esta mezcla se consolidaría aún más, con un nuevo desplazamiento hacia el campo de profesores y estudiantes universitarios, nacionalistas y liberales, quienes formarían los cuadros “educadores” de los campesinos durante la guerra contra Japón.
Socialmente, el Partido comunista de China se convirtió así en el representante de las capas de la burguesía y la pequeña burguesía desplazadas por las condiciones reinantes en China: intelectuales, profesores y militares de carrera, que no hallaban sitio, ni en los gobiernos locales a los que sólo podían acceder los notables, ni en el gobierno central, cerrado y monopólico, de Chiang Kaishek.
En correspondencia, la ideología de los dirigentes del “ejército rojo” se volvió una mezcolanza de estalinismo con sunyatsenimo. Un lenguaje seudomarxista lleno de frases sobre “el proletariado” apenas matizaba el objetivo, cada vez más abiertamente declarado, de establecer, con la ayuda de un gobierno “amigo”, en oposición al gobierno burgués “dictatorial” de Chiang Kaishek, otro gobierno, igualmente burgués, aunque “democrático”. En el mundo de la realidad del capitalismo decadente, esto se plasmó en la inmersión completa del nuevo PCCh y su “ejército rojo” en las pugnas imperialistas.
Es cierto, sin embargo, que las filas del “ejército rojo” estaban constituidas básicamente por campesinos pobres. Este hecho (junto con el de que el Partido seguía llamándose “comunista”) se halla en la base de la creación del mito de la “revolución popular china”.
Desde mediados de los años 20 existían ya teorizaciones en el PCCh, sobre todo entre quienes menos confiaban en la clase obrera, que atribuían al campesinado chino un carácter de clase especialmente revolucionario. Se podía leer, por ejemplo que “las grandes masas campesinas se han alzado para cumplir su misión histórica... derribar a las fuerzas feudales rurales” ([1]). En otras palabras, había quien consideraba al campesinado como una clase histórica, capaz de realizar ciertos objetivos revolucionarios con independencia de otras clases. Con la degeneración política del PCCh, dichas teorizaciones fueron aún más lejos, hasta atribuir al campesinado chino ¡la capacidad de sustituir al proletariado en la lucha revolucionaria! ([2]).
Apuntalándose en la historia de las rebeliones campesinas en China, se pretendía demostrar la supuesta existencia de una “tradición” (por no decir “conciencia”) revolucionaria entre el campesinado chino. En realidad, lo que esa historia muestra es precisamente que los campesinos chinos han carecido de un proyecto histórico revolucionario viable propio, tal como ha sido el caso con los campesinos del resto del mundo, y tal como lo ha demostrado, una y otra vez, el marxismo. En el ascenso del capitalismo, en el mejor de los casos, abrieron el paso a las revoluciones burguesas, pero en la decadencia del capitalismo los campesinos pobres sólo pueden luchar revolucionariamente si se adhieren a los objetivos revolucionarios de la clase obrera, pues en caso contrario se convierten en un instrumento de la clase dominante.
Así, ya la rebelión de los Taiping (el movimiento del campesinado chino más “puro” e importante, que estalló en 1850 contra la dinastía manchú y fue aplastado totalmente hasta 1864) mostró los límites de la lucha campesina. Los Taiping querían instaurar el reino de dios en la Tierra, una sociedad sin propiedad privada individual, en la que un monarca legítimo, verdadero hijo de dios, sería depositario de toda la riqueza de la comunidad. Es decir, al reconocimiento de la propiedad privada como fuente de sus males, no le seguía –y no podía ser de otra manera– un proyecto viable de sociedad futura, sino sólo una utopía de retorno a una dinastía idílica perdida. En los primeros años, las potencias capitalistas europeas que ya penetraban en China, dejaron hacer a los Taiping, como un medio de debilitar a la dinastía, y la rebelión se extendió por todo el reino, pero los campesinos fueron incapaces de formar un gobierno central y de administrar las tierras. El movimiento alcanzó su punto culminante en 1856, con el fracaso de la toma de la capital imperial de Pekín y, finalmente, empezó a extinguirse en medio de una represión masiva, en la cual colaboraron por fin las potencias capitalistas. De este modo, la rebelión de los Taiping debilitó a la dinastía manchú, sólo para abrir las puertas a la expansión imperialista de Gran Bretaña, Francia y Rusia. El campesinado sirvió la mesa a la burguesía ([3]).
Décadas después, en 1898, estalló otra revuelta, de menor envergadura, la de los Yi Ho-tuan (boxeadores), dirigida originalmente contra la dinastía y los extranjeros. Sin embargo, esta revuelta marcó, de hecho, la descomposición y el final de los movimientos campesinos independientes, pues la emperatriz logró apoderarse de ella para utilizarla en su propia guerra contra los extranjeros. Con la desintegración de la dinastía y la fragmentación de China a principios de siglo, de entre la masa flotante de campesinos pobres o sin tierra, muchos empezaron a enrolarse, en cantidades crecientes, en los ejércitos profesionales de los “señores de la guerra” regionales. Finalmente, las tradicionales sociedades secretas para la protección de los campesinos, se transformaron en mafias al servicio de los capitalistas, cuya función en las ciudades era la de controlar la fuerza de trabajo y servir como rompehuelgas.
Es cierto que las teorizaciones sobre el carácter revolucionario del campesinado encontraban una justificación en la efectiva reanimación del movimiento campesino, sobre todo en el sur de China. Sin embargo, esas teorizaciones pasaban por alto que era la revolución en las grandes ciudades la que había provocado dicha reanimación y que, justamente, la única esperanza de emancipación para el campesinado podía provenir del triunfo del proletariado urbano.
Pero la constitución del “ejército rojo” chino nada tuvo que ver ni con el proletariado, ni con la revolución. Nada tuvo que ver, digamos, con la constitución de las milicias revolucionarias propias de los períodos insurreccionales. Es cierto que los campesinos se sumaban al “ejército rojo” empujados por las terribles condiciones de vida que padecían, con la esperanza de obtener o defender sus tierras, o buscando un modo de vida como soldados, pero estas eran las mismas causas por las cuales los campesinos se sumaban a cualquiera de los otros ejércitos de los “señores de la guerra” que pululaban en China en ese tiempo. Tan fue así, que al principio el “ejército rojo” tuvo que emitir ordenanzas prohibiendo los saqueos a las poblaciones tomadas. Para el proletariado, el “ejército rojo” era algo totalmente ajeno, como se mostró en 1930, cuando, al tomar la importante ciudad de Changsha, el “ejército rojo” no pudo sostenerse más que por unos pocos días, debido fundamentalmente a que fue recibido con frialdad y hasta hostilidad por los trabajadores de la ciudad, quienes rechazaron su llamado a apoyarlo mediante una nueva “insurrección”.
La diferencia entre los “señores de la guerra” tradicionales y los dirigentes del “ejército rojo”, nuevos “señores de la guerra”, era que los primeros se habían ya establecido dentro de la estructura social de China y eran visiblemente parte de las clases dominantes, mientras que los segundos pugnaban apenas por abrirse paso en ella, lo que les permitía alimentar las esperanzas de los campesinos, y les confería un carácter más dinámico y agresivo, una disposición más hábil y flexible para formar alianzas y venderse al mejor postor imperialista.
En suma, la derrota de la clase obrera en 1927 no catapultó a los campesinos al frente de la revolución, sino que por el contrario, los dejó a la deriva en la tempestad de las pugnas nacionalistas e imperialistas. En estas pugnas los campesinos fueron sólo la carne de cañón.
Con el aplastamiento de la clase obrera, el Kuomingtang se convirtió, por cierto tiempo, en la institución más fuerte de China, la única capaz de garantizar la unidad del país -combatiendo o estableciendo alianzas con los “señores de la guerra” regionales-, y, por tanto, se convirtió también en el eje de las disputas entre las potencias imperialistas.
Mencionábamos ya, en la primera parte de este escrito, cómo, desde 1911, detrás de las pugnas por formar un gobierno nacional, se hallaban las grandes potencias imperialistas. Para comienzos de los años 30 las relaciones de fuerza entre ellas se había modificado en varios sentidos.
Por una parte, con la contrarrevolución estalinista, se iniciaba una nueva política imperialista rusa. La “defensa de la patria socialista” de la URSS significaba la creación de una zona de influencia a su alrededor, que le sirviera a la vez de colchón de protección. Esto se tradujo, para el caso de China, no sólo en el apoyo a las “bases rojas” formadas a partir de 1928, -a las cuales Stalin no les auguraba un gran futuro-, sino ante todo en la búsqueda de una alianza con el gobierno del Kuomingtang.
Por otra parte, Estados Unidos, se alzaba cada vez más como un aspirante a dominar exclusivamente todas las regiones bañadas por el Océano Pacífico, sustituyendo, con su dominio financiero creciente, el antiguo dominio colonial de las viejas potencias como Inglaterra y Francia. Más, para lograrlo, tenía que acabar primero con los sueños expansionistas de Japón. De hecho, desde principios de siglo estaba planteado ya que Japón y Estados Unidos a la larga no cabrían ambos en el Pacífico. Y el enfrentamiento abierto entre Japón y Estados Unidos estalló (10 años antes del bombardeo sobre Pearl Harbor) con la guerra por el control de China y del gobierno del Kuomingtang.
Finalmente, fue Japón, de entre las potencias inmiscuidas en China la más necesitada de mercados, así como de fuentes de materias primas y de mano de obra barata, la que hubo de tomar la iniciativa en la pugna imperialista por China cuando, en septiembre de 1931, ocupó Manchuria, y a partir de enero de 1932 invadió las provincias del norte de China y estableció una cabeza de puente en Shanghai, luego de un bombardeo “preventivo” sobre los barrios obreros de la ciudad. Japón estableció alianzas con algunos “señores de la guerra” y empezó a instaurar los llamados “regímenes títeres”. En tanto, Chiang Kaishek únicamente ofreció una resistencia de fachada contra la invasión, pues él mismo había entrado en tratos con Japón. Estados Unidos y la URSS reaccionaron entonces, cada uno por su cuenta, haciendo presión sobre el gobierno de Chiang Kaishek para que iniciara una resistencia efectiva contra Japón. Estados Unidos, sin embargo, tomó las cosas con mayor calma, pues esperaba que Japón se empantanara en una larga y desgastante guerra en China (como ocurriría efectivamente).
Por su parte, en 1932, Stalin, ordenó a las “bases rojas” declarar la guerra a Japón, y simultáneamente estableció relaciones diplomáticas con el régimen de Chiang Kaishek –en el mismo periodo en que éste atacaba furiosamente las “bases rojas”. En 1933, Mao Tsetung y Fang Chimin propusieron una alianza con unos generales del Kuomingtang que se habían rebelado contra Chiang Kaishek por su política de colaboración con Japón, pero los “estudiantes retornados” rechazaron esa alianza... para no romper los lazos de Rusia con el régimen de Chiang. Este episodio muestra que el PCCh se había metido ya en el juego de las pugnas y alianzas interburguesas, aunque en ese momento Stalin consideraba al “ejército rojo” sólo como un “elemento de presión” y prefería apoyarse más en una alianza duradera con Chiang Kaishek.
Fue en ese marco de tensiones imperialistas en aumento cuando, durante el verano de 1934, los destacamentos del “ejército rojo” que se hallaban en las “bases guerrilleras” del sur y del centro iniciaron un desplazamiento hacia el noroeste de China, por las regiones agrestes más alejadas del control del Kuomingtang, hasta concentrarse en la región de Shensi. Este desplazamiento conocido como la “Larga marcha” es, para la historia oficial, el acto más significativo, épico, de la “revolución popular china”. Los libros de historia rebosan de capítulos de heroísmo, cuando los destacamentos atravesaban los ríos, pantanos y montañas... sin embargo, el análisis de los acontecimientos pone al descubierto los sórdidos intereses burgueses que se hallaban detrás de ese desplazamiento.
Ante todo, el objetivo fundamental de la “larga marcha” era el enrolamiento de los campesinos en la guerra imperialista que se estaba cocinando entre Japón, China, Rusia y Estados Unidos. De hecho, Po Ku (estalinista del grupo de “estudiantes retornados”) había planteado desde antes la posibilidad de que algunas unidades del “ejército rojo” fueran enviadas a luchar contra los japoneses. Los libros de historia subrayan, que la salida de la “zona soviética” de la región sureña de Kiangsi obedeció ante todo al cerco insoportable establecido por el Kuomingtang, pero son ambiguos cuando reconocen que las fuerzas del “ejército rojo” fueron expulsadas debido en gran parte al cambio de táctica ordenada por los estalinistas, de la lucha de guerrillas que había permitido al “ejército rojo” resistir por varios años, a combates frontales contra el Kuomingtang. Esos enfrentamientos provocaron la ruptura de la frontera de “seguridad” de la zona guerrillera y la consiguiente necesidad de abandonarla, pero ello no fue un “grave error” de los “estudiantes retornados” (como posteriormente acusaría Mao, aunque él mismo participara en esa estrategia), sino un éxito para los objetivos de los estalinistas: obligar a los campesinos armados a abandonar sus tierras, hasta entonces defendidas con tanto ahínco, para que marcharan hacia el norte, concentrándose en un sólo ejército regular apto para la guerra que se avecinaba.
Los libros de historia suelen conferirle también a la “larga marcha” el carácter de una especie de movimiento social o lucha de clases. Supuestamente, a su paso, el “ejército rojo” iría “sembrando la semilla de la revolución”, propagandizando e incluso repartiendo las tierras entre los campesinos. En realidad, estas acciones tenían como mero objetivo utilizar a los campesinos no integrados al ejército para proteger las espaldas del grueso del “ejército rojo”. Ya desde el inicio de la “larga marcha”, la población civil que habitaba las “bases rojas” fue utilizada como parapeto para permitir la retirada del ejército. Esta táctica –alabada como “muy ingeniosa” por los historiadores– consistente en dejar a los civiles como blanco para proteger los movimientos del ejército regular, es propia de los ejércitos de las clases dominantes, y no tiene nada de “heroico” dejar matar a niños y ancianos, para que los soldados entrenados se salven.
La “larga marcha” no fue un camino de la lucha de clases, sino por el contrario, fue el camino hacia los acuerdos y alianzas con los que hasta entonces se catalogaba como “reaccionarios feudales y capitalistas” y que, por arte de magia se volvieron “buenos patriotas”. Así, el 1º de agosto de 1935, estando los destacamentos de la “Larga marcha” estacionados en Sechuan, el PCCh lanzó un llamamiento a la unidad nacional de todas las clases para expulsar a Japón de China. En otros términos, el PCCh llamaba a todos los trabajadores a abandonar la lucha de clases para unirse con sus explotadores y servir como carne de cañón en la guerra de estos últimos. Ese llamamiento era la aplicación anticipada de las resoluciones del séptimo y último congreso de la Internacional comunista, que tenía lugar por esos mismos días, y que lanzó la nefasta consigna del “frente popular antifascista”, por medio de la cual los partidos comunistas estalinizados colaboraron con las burguesías nacionales, convirtiéndose en los mejores enganchadores de trabajadores para la segunda carnicería imperialista mundial que ya se aproximaba.
Oficialmente, la “larga marcha” culminó en octubre de 1935, cuando el destacamento de Mao arribó a Yenán (provincia de Shensí, en el noroccidente del país). Años después, el maoísmo haría de la “larga marcha” la obra gloriosa y exclusiva de Mao Tsetung. A la historia oficial le gusta pasar por alto que Mao llegaba a una “base roja” ya establecida de antemano, y que llegaba desastrosamente con apenas unos 7000 hombres de los 90 000 que habían salido de Kiangsi, pues miles habían muerto (víctimas de las trampas naturales más que de los ataques del Kuomingtang), y miles más habían permanecido en Sechuan, por una escisión entre las camarillas dirigentes. No fue sino hasta finales de 1936 que el grueso del “ejército rojo” se concentró realmente, con la llegada de los destacamentos provenientes Junán y Sechuan.
A lo largo de 1936, la labor de reclutamiento de campesinos llevada a cabo por el PCCh fue apuntalada por cientos de estudiantes nacionalistas que se marcharon al campo luego del movimiento antijaponés de la intelectualidad burguesa de finales de 1935 ([4]). Esto no significaba que los estudiantes se volvieran “comunistas” sino que al contrario, como decíamos más arriba, el PCCh era ya un organismo que la burguesía identificaba como suyo, afín a sus intereses de clase.
Pero la burguesía china no era unánime en cuanto a la oposición contra Japón. Se hallaba dividida en sus inclinaciones hacia una u otra gran potencia. Esto era lo que reflejaba el generalísimo Chiang Kaishek quien, como ya veíamos, no se decidía a emprender una campaña frontal contra Japón, y trataba de esperar hasta que la balanza de las fuerzas imperialistas se inclinara claramente hacia uno u otro bando. Los generales del Kuomingtang y los “señores de la guerra” regionales se hallaban asimismo divididos.
En ese ambiente ocurrió el llamado “incidente de Sian”. En diciembre de 1936, Chang Hsuehliang –un general del Kuomingtang antijaponés– y Yang Hucheng –el “señor de la guerra” de Sian–, quienes se hallaban en buenos tratos con el PCCh, arrestaron a Chiang Kaishek e iban a procesarlo por traición. Sin embargo, Stalin ordenó inmediata y tajantemente al PCCh no solamente liberar a Chiang Kaishek sino además incluir a las fuerzas de éste en el “frente popular”. Los días siguientes se llevaron a cabo negociaciones teniendo a Chou Enlai, Yeh Chienying y Po Ku como representantes del PCCh (es decir de Stalin), a Tu Soong (el más grande y corrupto monopolista de China, pariente de Chiang) como representante de Estados Unidos, y el propio Chiang Kaishek, quien finalmente fue “obligado” a ponerse del lado de Estados Unidos y la URSS –por el momento aliados contra Japón– a cambio de lo cual logró mantenerse como jefe del gobierno nacional y que el PCCh y el “ejército rojo” (el cual cambiaría su nombre a “Octavo Ejército”) se pusieran bajo su mando. Chou Enlai y otros “comunistas” participarían en el gobierno de Chiang, en tanto Estados Unidos y la URSS proporcionarían ayuda militar a Chiang Kaishek. (En cuanto a Chang Hsuehliang y Yang Hucheng, ellos fueron abandonados a la venganza de Chiang, quien hizo prisionero al primero y asesinó al segundo).
Así quedó firmada la nueva alianza entre el PCCh y el Kuomingtang. Sólo mediante las contorsiones ideológicas más grotescas y la propaganda más asquerosa pudo el PCCh justificar ante los ojos de los trabajadores su nuevo trato con Chiang Kaishek, el mismo carnicero que había ordenado el aplastamiento de la revolución proletaria y el asesinato de decenas de miles de trabajadores y militantes comunistas en 1927. Es cierto que, desde mediados de 1938, las hostilidades entre las fuerzas del Kuomingtang dirigidas por Chiang y el “ejército rojo” se reanudaron. Esto ha permitido a los historiadores oficiales manejar la idea de que el pacto con el Kuomingtang era sólo una “táctica” del PCCh dentro de la “revolución”. Pero el significado histórico de dicho pacto no radica tanto en el logro o no de la colaboración entre el PCCh y el Kuomingtang, sino en haber puesto en evidencia que entre estas dos fuerzas no existía un antagonismo de clase sino que, por el contrario, perseguían los mismos intereses. Que este PCCh no tenía ya nada que ver con el PCCh proletario de los años 20 que se había enfrentado al capital, y que no era ya sino un instrumento más del capital, el enganchador número uno de campesinos para la matanza imperialista.
En julio de 1937 Japón inició la invasión a gran escala sobre China y estalló abiertamente la guerra chino-japonesa. Sólo un puñado de pequeños grupos revolucionarios que sobrevivían a la contrarrevolución, los de la Izquierda comunista, tales como el Grupo de comunistas internacionalistas en Holanda, o el grupo de la Izquierda comunista italiana que publicaba en Francia la revista Bilan (Balance), fueron capaces de anticipar y denunciar que lo que se jugaba en China no era la “liberación nacional”, ni mucho menos la “revolución”, sino el predominio de una de las tres grandes potencias imperialistas interesadas en la región: Japón, Estados Unidos o la URSS. Que la guerra chino-japonesa, de igual modo que la guerra española y otros conflictos regionales, era ya el preludio ensordecedor de la segunda carnicería imperialista mundial. En contraste, la Oposición de Izquierda de Trotski, que en su constitución en 1928 todavía había sido capaz de denunciar la política criminal de Stalin de colaboración con el Kuomingtang como una de las causas de la derrota de la revolución proletaria en China, esta Oposición de izquierda, presa de un análisis erróneo del curso histórico que le hacía ver en cada nuevo conflicto imperialista regional una nueva posibilidad revolucionaria, y presa en general de un oportunismo creciente, consideraba la guerra chino-japonesa como “progresista”, como un paso adelante para la “tercera revolución china”. A finales de 1937, Trotski afirmaba sin rubor que “si hay una guerra justa, es la guerra del pueblo chino contra sus conquistadores... todas las organizaciones obreras, todas las fuerzas progresistas de China, sin ceder en su programa y en su independencia política, cumplirán hasta el fin su deber en esta guerra de liberación, independientemente de su actitud frente al gobierno de Chiang Kaishek” ([5]). Con esta política oportunista de defender la patria “independientemente de la actitud ante el gobierno”, Trotski abría de par en par las puertas para el enrolamiento de los obreros en las guerras imperialistas detrás de los gobiernos, y para la transformación, a partir de la Segunda Guerra mundial, de los grupos trotskistas en agentes enganchadores de carne de cañón para el capital. La Izquierda comunista italiana, por el contrario, en su análisis sobre China fue capaz de mantener firmemente la posición internacionalista de la clase obrera. La posición sobre China constituyó uno de los puntos medulares de su ruptura de relaciones con la Oposición de izquierda de Trotski. Lo que se definía era una frontera de clase. Para Bilan, “las posiciones comunistas ante los acontecimientos de China, de España y de la situación internacional actual no pueden fijarse más que a partir de la eliminación rigurosa de todas las fuerzas que actúan en el seno del proletariado y le llaman a participar en la masacre de la guerra imperialista” ([6]). “(...) Todo el problema consiste en determinar qué clase conduce la guerra y en establecer una política adecuada. En el caso que nos ocupa, es imposible negar que es la burguesía china la que conduce la guerra. Ya sea ésta la agresora o la agredida, el deber del proletariado es luchar por el derrotismo revolucionario al igual que en Japón” ([7]). En el mismo sentido, la Fracción belga de la Izquierda comunista internacional (ligada a Bilan) escribía: “Al lado de Chiang Kaishek, verdugo de Cantón, el estalinismo participa en el asesinato de los obreros y campesinos chinos bajo la bandera de la ‘guerra de independencia’. Y sólo su ruptura con el Frente nacional, su fraternización con los obreros y campesinos japoneses, su guerra civil contra el Kuomingtang y todos sus aliados, bajo la dirección de un Partido de clase, puede salvarlos del desastre” ([8]). La firme voz de los grupos de la Izquierda comunista ya no fue escuchada por una clase obrera derrotada y desmoralizada, la cual se dejó arrastrar a la carnicería mundial. Sin embargo, el método de análisis y las posiciones de estos grupos representaron la permanencia y profundización del marxismo y constituyeron el puente entre la vieja generación revolucionaria que vivió la oleada insurreccional del proletariado a principios de siglo y la nueva generación revolucionaria que se alza con el fin de la contrarrevolución a finales de los años 60.
Como es sabido, la Segunda Guerra mundial finalizó con la derrota de Japón, junto con las potencias del Eje en 1945, y esta derrota implicó su retirada completa de China. Pero el final de la guerra mundial no fue el final de los enfrentamientos imperialistas. Enseguida quedó establecida la rivalidad entre las dos grandes potencias –Estados Unidos y la URSS– que por más de 40 años mantuvieron al mundo al borde de una tercera -y última- guerra mundial. Y China se convirtió inmediatamente, cuan do el ejército japonés aun no terminaba de retirarse, en un terreno del enfrentamiento entre estas dos potencias.
Para el propósito de este artículo, que es desmitificar la llamada “revolución popular china”, no presenta mucho interés el relato de las vicisitudes de la guerra chino-japonesa. Es interesante, sin embargo, destacar dos aspectos relacionados con la política realizada por el PCCh entre 1937 y 1945.
El primero es relativo a la explicación de la rápida extensión de las zonas ocupadas por el “ejército rojo” entre 1936 y 1945. Como ya hemos dicho, Chiang Kaishek no estaba empeñado en exponer frontalmente sus fuerzas contra los japoneses, y a cada avance de estos tendía a retroceder, a retirarse. Por otra parte, el ejército japonés avanzaba rápidamente hacia el interior de China, pero no tenía la capacidad para establecer una administración propia en todas las regiones ocupadas, y muy pronto tuvo que limitarse a ocupar las vías de comunicación y ciudades importantes. Esta situación trajo como consecuencia dos fenómenos: uno, que los “señores de la guerra” regionales quedaban aislados del gobierno central lo que les conducía, o bien a colaborar con los japoneses formando entonces los llamados “gobiernos títeres”, o bien a colaborar con el “ejército rojo” en la resistencia contra la invasión; dos, que el PCCh supo aprovechar hábilmente el vacío de poder que se formó con la invasión japonesa en el noroccidente rural de China, estableciendo una administración propia.
Esta administración, conocida como la “nueva democracia”, ha sido alabada por los historiadores precisamente como un régimen “democrático” de “nuevo tipo”. Toda la novedad consistía en que, por primera vez en la historia, un partido “comunista” establecía un gobierno de colaboración de clases ([9]), esto es, se preocupaba por mantener estables las relaciones de explotación, resguardaba celosamente los intereses de la clase capitalista y de los grandes terratenientes. El PCCh había descubierto que no era necesario confiscar tierras y entregarlas a los campesinos para ganarse su apoyo: sobrecargados como estaban los campesinos de exacciones, bastaba con una pequeña reducción en los impuestos (tan pequeña como para que los terratenientes y capitalistas estuvieran de acuerdo) para que los campesinos aceptaran de buena voluntad la administración del PCCh y el enrolamiento en el “ejército rojo”. En correspondencia con este “nuevo régimen”, el PCCh estableció igualmente un gobierno de colaboración de clases (entre burgueses, terratenientes y campesinos), conocido como “de los tres tercios”, donde un tercio de los puestos era ocupado por los “comunistas”, otro tercio por miembros de las organizaciones campesinas, y otro tercio por terratenientes y capitalistas. Nuevamente aquí sólo mediante las contorsiones ideológicas más descabelladas de los “teóricos” como Mao Tsetung pudo el PCCh “explicar” a los trabajadores este “nuevo tipo” de gobierno.
El segundo aspecto de la política del PCCh que cabe señalar es menos conocido, pues, por razones ideológicas, los historiadores tanto proestadounidenses como maoístas tratan de ocultarlo, a pesar de que está perfectamente documentado. La implicación de la URSS en la guerra en Europa, que le dificultó por varios años prestar una “ayuda” seria al PCCh; la nueva oscilación entre Japón y Estados Unidos del gobierno de Chiang Kaishek a partir de 1938, a la espera de un vuelco definitivo en la guerra mundial ([10]); y la entrada de Estados Unidos en la guerra del Pacífico a partir de 1941; todas estas circunstancias hicieron bascular fuertemente al PCCh hacia el lado de los Estados Unidos.
A partir de 1944 una misión de observación del gobierno de Estados Unidos se estableció en la “base roja” principal de Yenán, con el objetivo de sondear las posibilidades de colaboración entre Estados Unidos y el PCCh. Para los dirigentes del PCCh –en particular para la camarilla de Mao Tsetung y Chu Teh– estaba ya claro que Estados Unidos sería la potencia vencedora más fuerte al término de la guerra y deseaban acogerse bajo su sombra. La correspondencia de John Service ([11]), uno de los encargados en esa misión señala insistentemente que según los líderes del PCCh:
– el PCCh consideraba muy remota la instauración de un régimen soviético y más bien buscaba la instauración en China de un régimen “democrático” de tipo occidental, estando dispuesto incluso a en trar en gobierno de coalición con Chiang Kaishek con tal de evitar la guerra civil al término de la guerra contra Japón;
– que el PCCh consideraba necesario un periodo muy largo (de muchas décadas) de desarrollo del capitalismo en China, antes de pensar en la instauración del socialismo. Y si algún día remoto fuera a llegar ese socialismo sería de manera paulatina (y no mediante expropiaciones violentas); que, por lo tanto, de establecer un régimen nacional, el PCCh llevaría a cabo una política de “puertas abiertas” al capital extranjero, principalmente norteamericano;
– que el PCCh, vista la debilidad de la URSS por un lado, y la corrupción y propensión hacia Japón de Chiang Kaishek por el otro, desearía la ayuda política, financiera y militar de Estados Unidos. Que el PCCh estaría dispuesto incluso a cambiarse el nombre (como ya lo había hecho el “ejército rojo”) con tal de recibir esa ayuda.
Los miembros de la misión estadounidense insistieron ante su gobierno que el futuro se hallaba del lado del PCCh. Sin embargo, Estados Unidos nunca se decidió a servirse de los “comunistas” y, finalmente un año más tarde, en 1945, ante la retirada de Japón, Rusia invadió rápidamente el norte de China, no quedándole más remedio al PCCh y a Mao que alinearse –temporalmente– con la URSS.
*
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De 1946 a 1949, el enfrentamiento entre las dos superpotencias condujo directamente a la guerra entre el PCCh y el Kuomingtang. En el curso de la guerra otros generales del Kuomingtang se pasaron con armas y hombres al lado de las “fuerzas populares”. De esta manera, se pueden contar cuatro periodos sucesivos en que la burguesía y la pequeñaburguesía alimentaron al PCCh: El que sucedió a la derrota de la clase obrera, a partir de 1928; el que se dio a raíz del movimiento estudiantil de 1935; el del periodo de la guerra contra Japón; y finalmente el provocado por el desmoronamiento del Kuomingtang. Los “viejos” burgueses –a excepción de los grandes monopolistas ligados directamente con Chiang Kaishek, como los Soong– se mimetizaron en el PCCh y se fundieron con la “nuevos” burgueses surgidos durante la guerra.
En 1949 el Partido comunista de China, al frente del llamado Ejército rojo, tomó el poder y proclamó la República popular. Pero ello nada tuvo que ver, absolutamente nada, con el comunismo. El carácter de clase del Partido “comunista” que tomó el poder en China era completamente ajeno al comunismo, antagónico a la clase obrera. El régimen que se instauró entonces fue, desde el principio, únicamente una modalidad del capitalismo de Estado. El control de la URSS sobre China duró apenas una década y terminó con la ruptura de relaciones entre ambos países. A partir de 1960, China jugó a “independizarse” de las grandes potencias y a ponerse ella misma como gran potencia capaz de crear un “tercer bloque”, aunque ya en 1970 tuvo que virar definitivamente hacia el bloque occidental dominado por Estados Unidos. Muchos historiadores -comenzando por los rusos- acusaron entonces a Mao de “traidor”. Nosotros sabemos ahora que el viraje de China hacia Estados Unidos no fue una traición de Mao Tsetung, sino la realización final de su sueño.
Ldo.
(La tercera y última parte de este escrito estará dedicada al ascenso del maoísmo).
[1] “Informe sobre una investigación del movimiento campesino en Junán”. Marzo de 1927. En Textos escogidos de Mao Tsetung, Ediciones en Lenguas extranjeras, Pekín, 1976.
2) Isaac Deutscher, entre otros, llegaría años después a la misma conclusión absurda de que, si los sectores desplazados de la burguesía y la pequeñaburguesía urbana podían dirigir al partido comunista, entonces no había razón para que los campesinos no pudieran sustituir al proletariado en una revolución de corte “socialista”. Maoism its origin and Outlook. The chinese cultural revolution (El maoísmo y la Revolución cultural china, Ediciones Era, México, 1971.)
[2] “Informe sobre una investigación del movimiento campesino en Junán”. Marzo de 1927. En Textos escogidos de Mao Tsetung, Ediciones en Lenguas extranjeras, Pekín, 1976.
2) Isaac Deutscher, entre otros, llegaría años después a la misma conclusión absurda de que, si los sectores desplazados de la burguesía y la pequeñaburguesía urbana podían dirigir al partido comunista, entonces no había razón para que los campesinos no pudieran sustituir al proletariado en una revolución de corte “socialista”. Maoism its origin and Outlook. The chinese cultural revolution (El maoísmo y la Revolución cultural china, Ediciones Era, México, 1971.)
[3] La ausencia de un proyecto histórico viable propio queda marcada en los rasgos generales compartidos por los grandes movimientos campesinos (como fueron, por ejemplo la guerra en Alemania del siglo XVI, la rebelión de los Taiping, e incluso la “revolución mexicana” –en el sur– de 1910): su ideología utópica, que buscaba la recuperación de una situación social perdida irremediablemente, a pesar de tener rasgos comunitarios; su incapacidad de formar un gobierno central unificado, a pesar de que los ejércitos campesinos lograban arrasar las grandes propiedades; su resultado, haber abierto el paso al burguesía (o a ciertas fracciones de ella).
[4] Hay que recordar que las universidades de ese tiempo no eran las universidades masivas de nuestros días, a las que pueden acudir algunos hijos de obreros. En aquel tiempo entre los estudiantes “muchos de ellos eran hijos de la burguesía pudiente o de funcionarios estatales de diversos grados; muchos eran hijos de intelectuales... que habían visto disminuir sus ingresos con la ruina de China, y que podían prever ulteriores desastres con la invasión japonesa” (Enrica Colloti Pischel, La Rivoluzione cinese (La Revolución china, t.2, Ed. Era).
[5] Lutte ouvrière nº 37, 1937-1938, citado en Bilan nº 46, enero 1938.
[6] Bilan nº 45, noviembre 1937.
[7] Bilan nº 46, enero 1938.
[8] Communisme nº8, noviembre 1937.
[9] En la URSS dominaba también la burguesía, pero se trataba de una nueva burguesía, surgida a partir de la contrarrevolución.
[10] Desde mediados de 1938, Chiang Kaishek volvió a sus actos contra el PCCh. En agosto de ese año Chiang puso fuera de la ley a las organizaciones del partido “comunista”, y en octubre cercó la base de Shensí. Entre 1939 y 1940 se sucedieron algunos enfrentamientos entre el Kuomingtang y el “ejército rojo”, y en enero de 1941 Chiang le tendió una celada al 4o ejército (otro destacamento del “ejército rojo”) que se había formado en el centro del país. Con todas estas acciones buscaba ganarse la condescendencia de Japón, pero sin romper con los aliados. Chiang seguía jugando a esperar una definición de la guerra mundial, apostando por los dos bandos.
[11] Publicada en 1974 luego del viraje de China hacia Estados Unidos, con el título de Lost chance in China. The world war II despatches of John S. Service, JW Esherick (editor), Vintage Books, 1974.
La lucha entre marxismo y anarquismo en la Primera internacional es probablemente -junto a la confrontación entre bolcheviques y mencheviques a comienzos de este siglo-, el ejemplo más conocido en la historia del movimiento obrero, de defensa de los principios organizativos del proletariado. Hoy es esencial que los revolucionarios, separados de la historia viva de las organizaciones de su propia clase por medio siglo de contrarrevolución estalinista, se reapropien de las lecciones de esta experiencia. Este primer artículo tratará de la prehistoria de esa lucha, mostrando cómo Bakunin llegó a abrigar la idea de dominar el movimiento obrero mediante una organización secreta que él controlaba personalmente. Mostraremos cómo esta concepción comporta necesariamente la manipulación del propio Bakunin por la clase dominante para intentar destruir la Internacional. Y veremos también las raíces esencialmente antiproletarias de Bakunin, precisamente a nivel organizativo. En el segundo artículo abordaremos la lucha que se desarrolló en la Internacional, señalando la oposición radical existente entre el marxismo revolucionario y la visión anarquista de la pequeña burguesía y los desclasados, en cuanto a los conceptos de funcionamiento de la organización y la militancia.
La Primera internacional desapareció fundamentalmente a causa de la lucha entre Marx y Bakunin, que alcanzó en el Congreso de La Haya de 1872 su primera conclusión con la expulsión de Bakunin y de su “mano derecha” Guillaume. Pero lo que los historiadores burgueses presentan como una pelea entre personalidades, y los anarquistas como una pugna entre las versiones “autoritaria” y “libertaria” del socialismo, fue en realidad una lucha de toda la Internacional contra quienes despreciaban sus estatutos. Bakunin y Guillaume fueron expulsados en La Haya por haber formado, en el interior de la Internacional, una “hermandad” secreta, una organización que dentro de la organización tenía sus propias estructuras y estatutos.
Esta organización, llamada “Alianza de la democracia socialista”, existía y actuaba en secreto con el fín de arrebatar el control de la Internacional a sus miembros poniéndola, por el contrario, al servicio de Bakunin.
Una lucha a muerte entre distintas concepciones organizativas
La lucha que se desarrolló en la Internacional no fue entre “autoridad” y “libertad”, sino en realidad entre dos principios organizativos totalmente opuestos y hostiles entre sí:
1) La posición cuyos principales valedores eran Marx y Engels, aunque era la del Consejo general en su conjunto, y de la amplia mayoría de sus miembros. Esta posición defiende que una organización proletaria no puede depender de las voluntades individuales o de los caprichos de los “líderes”, sino que debe funcionar de acuerdo con normas, llamadas estatutos, que todos los miembros aceptan y que todos ellos se comprometen a respetar. Estos estatutos constituyen la garantía del carácter unitario, colectivo y centralizado de la organización, y aseguran un debate político franco y disciplinado y, también, que las decisiones incumben a todos los miembros.
Quienquiera que no esté de acuerdo con las decisiones de la organización, o que no comparta enteramente puntos de los estatutos, etc., tiene no sólo la posibilidad, sino el deber, de defender con franqueza sus críticas ante el conjunto de la organización, pero dentro del marco que para ello se establece. Esta concepción organizativa desarrollada por la Asociación internacional de trabajadores, corresponde al carácter colectivo, unitario y revolucionario del proletariado.
2) Por otro lado, Bakunin representaba la visión elitista, pequeñoburguesa, de los “líderes brillantes” cuya extraordinaria claridad política y determinación garantizaría, supuestamente, su “devoción” revolucionaria y su trayectoria. Este “liderazgo” les hace creerse “moralmente justificados” para proselitizar y organizar a sus discípulos a espaldas de la organización, para conseguir el control de ésta y asegurar así el cumplimiento de su misión histórica. Dado que se considera a los militantes en su conjunto demasiado estúpidos como para que alcancen a ver la necesidad de tales mesías revolucionarios, se ha de actuar “por su bien” sin que ellos se den cuenta, e incluso a pesar de su voluntad. Los estatutos, las decisiones soberanas de los congresos o de los órganos elegidos, son para los demás, pero estorban a la élite.
Este era el punto de vista de Bakunin. Antes de entrar en la AIT explicó a sus discípulos por qué la Internacional no era una organización revolucionaria: los proudhonianos se habían vuelto reformistas, los blanquistas viejos, los alemanes –y el Consejo general que supuestamente dominaban- autoritarios... Es chocante la forma como Bakunin ve la Internacional como la suma de sus partes.
Pero lo que fundamentalmente faltaba, según Bakunin, era “voluntad revolucionaria”. Y esto era lo que la Alianza pretendía asegurar aunque se pisoteara su programa y estatutos, y se engañase a sus miembros.
Para Bakunin, la organización que el proletariado había levantado a través de años de duro trabajo no valía nada. El creía únicamente en las sectas conspirativas que él mismo creaba y controlaba. Lo que le interesaba no era la organización de la clase, sino su propio “status” personal y su reputación, su “libertad” anarquista o lo que hoy se denominaría “auto-realización”. Para Bakunin, y los de su calaña, el movimiento obrero no es nada más que un vehículo para la consecución de sus propios planes individualistas.
Sin organización revolucionaria no hay movimiento obrero revolucionario
Marx y Engels, por el contrario, comprendían lo que significa para el proletariado la construcción de la organización. Mientras que según los libros de historia la lucha entre Marx y Bakunin fue esencialmente de carácter político general, la verdadera historia de la Internacional muestra que se trató, sobre todo, de una lucha por la organización. Algo que a los historiadores burgueses les parece sólo un asunto tedioso.
Para nosotros, en cambio, es algo sumamente importante y lleno de lecciones. Lo que Marx nos enseñó es que sin organización proletaria no son posibles ni un movimiento de clase revolucionario, ni una teoría revolucionaria.
Es más, la idea de que la solidez, el desarrollo y el crecimiento de la organización, son requisitos previos para el desarrollo programático del movimiento obrero, constituye la verdadera base del conjunto de la actividad política de Marx y Engels ([1]). Los fundadores del socialismo científico sabían de sobra que la conciencia de clase del proletariado, no puede ser el producto de individuos, sino que exige un marco colectivo organizado. Esto explica por qué la construcción de la organización revolucionaria es una de las tareas más importantes y al mismo tiempo de las más difíciles para el proletariado revolucionario.
La lucha a propósito de los estatutos
Y fue en la Primera internacional donde Marx y Engels lucharon con toda determinación y fructíferamente en defensa de esta posición. Fundada en 1864, la Asociación internacional de trabajadores surgió en un momento en el que el movimiento obrero organizado, estaba aún dominado fundamentalmente por las ideologías y las sectas pequeñoburguesas y reformistas. La Asociación internacional de trabajadores (AIT), en sus inicios, se componía de esas diferentes tendencias. En su seno desempeñaban un papel preponderante los representantes oportunistas de los sindicatos ingleses, los reformistas pequeñoburgueses que seguían a Proudhon en los países latinos, el blanquismo conspirador, y, en Alemania, la secta controlada por Lassalle. Aunque los programas y las visiones de los unos chocaban con las de los otros, los revolucionarios se sentían, en ese momento, fuertemente impulsados al reagrupamiento de la clase obrera que reclamaba su unidad.
Durante la primera reunión en Londres, difícilmente ninguno de sus participantes podía tener la menor idea de cómo lograr esa unidad. En esa situación, los elementos verdaderamente proletarios con Marx a la cabeza, defendieron que se pospusiera temporalmente la clarificación programática entre los diferentes grupos. Los largos años de experiencia política de los revolucionarios, y la oleada internacional de luchas del conjunto de la clase obrera, debía ser utilizada, ante todo, para forjar una organización unitaria. La unidad internacional de esta organización que se encarnaba en los órganos centrales -especialmente el Consejo general-, y los estatutos que debían ser aceptados por todos los miembros, haría posible que, paso a paso, se clarificaran las divergencias políticas y se lograra unificar los puntos de vista. Este vasto reagrupamiento tenía posibilidades de alcanzar sus fines, puesto que la lucha de clases aún seguía creciendo.
La contribución más decisiva del marxismo a la fundación de la Internacional debe pues situarse en la cuestión organizativa. Las diferentes sectas presentes en el mitin fundacional, eran incapaces de concretar esa voluntad de una unión internacional que reclamaban los obreros ingleses y franceses. El grupo burgués Atto di Fratellanza (los seguidores de Mazzini), quería imponer los estatutos conspirativos de una sociedad secreta. El “Discurso inaugural” que presentó Marx, por encargo del comité organizador, defendía el carácter proletario y unitario de la organización, y sentaba las bases indispensables para una posterior clarificación. Si la Internacional podría o no superar posteriormente las visiones utopistas, pequeñoburguesas y sectarias, dependía, en primer lugar, de que sus diferentes corrientes se atuvieran, mas o menos disciplinadamente a unas reglas comunes.
Lo específico de los bakuninistas, entre esas diferentes corrientes, es que se negaron a respetar los estatutos. Y a través de ello, la Alianza bakuninista estuvo cerca de destruir el primer partido internacional del proletariado. La lucha contra la Alianza ha quedado en la historia como la principal confrontación entre marxismo y anarquismo. Fue realmente así. Pero el centro de esa confrontación no estuvo en cuestiones políticas generales como por ejemplo la relación con el Estado, sino en los principios organizativos.
Los proudhonianos, por ejemplo, compartían muchas de las posiciones de Bakunin, pero en cambio asumían que la clarificación de sus posiciones debía hacerse de acuerdo con las reglas de la organización. Ellos creían también que los estatutos de la organización debían ser respetados por todos los miembros, sin excepción. Esto explica por qué, sobre todo los “colectivistas” belgas, pudieron aproximarse al marxismo en importantes cuestiones. Su principal portavoz, De Paepe, fue uno de los que más se opuso a ese tipo de organización secreta que Bakunin consideraba necesaria.
La hermandad secreta de Bakunin
Y precisamente esa fue la cuestión central en la lucha de la Internacional contra Bakunin. Es un hecho incontrovertible, aceptado incluso por historiadores anarquistas, que cuando Bakunin se unió a la Internacional en 1869, disponía ya de una hermandad secreta con la que esperaba hacerse con el control de la Internacional: “Nos enfrentamos aquí a una sociedad que enmascarada tras un anarquismo extremo dirige sus ataques, no contra los gobiernos existentes, sino contra los revolucionarios que no se someten a su ortodoxia ni a su liderazgo. Fundada por la minoría de un congreso burgués, se introdujo en las filas de las organizaciones internacionales de la clase obrera e intentaron, primero, hacerse con la dirección, y cuando vieron fracasar sus planes trabajaron para desorganizarla. De la manera más desvergonzada intentaron colar su propio programa sectario y sus limitadas ideas en lugar del programa global, el gran esfuerzo de nuestra organización; organizaron en las secciones públicas de la Internacional sus propias secciones secretas que, obedeciendo a las mismas consignas, a través de una acción común previamente concertada, lograron en muchos casos hacerse con el control de ellas; atacaron abiertamente en sus periódicos todo aquello que no se sometía a sus dictados; provocaron una guerra abierta - en sus propias palabras- en nuestras filas” (del Informe Un complot contra la Asociación internacional de trabajadores que Marx y Engels escribieron por encargo del Congreso de La Haya en 1872).
La lucha de Bakunin y de sus amigos contra la Internacional fue resultado tanto de las especificidades de la situación histórica en ese momento, como de factores generales que aún hoy persisten. En la base de la actividad de Bakunin, se encuentran la infiltración del individualismo pequeñoburgués y el faccionalismo, incapaz de someterse a la voluntad y la disciplina de la organización. A esto se añadía la actitud conspirativa de la bohemia desclasada, que sólo puede actuar por sus propios objetivos mediante maniobras y complots. El movimiento obrero siempre se enfrentó a comportamientos de este tipo, ya que la organización no puede blindarse completamente contra la influencia de otras clases sociales. Por otro lado, la conspiración bakuninista tomó la forma histórica concreta de una organización secreta, algo que, en aquel momento, también pertenecía al pasado del movimiento obrero. A través de la historia concreta de Bakunin, hemos de ver lo que con carácter general sigue siendo válido, y aquello que nos es más necesario comprender hoy.
La fundación de la Internacional señala el fín del período contrarrevolucionario abierto en 1849, provocando las más intensas -en opinión de Marx, incluso exageradas- reacciones de miedo y odio entre la clase dominante (los restos de la aristocracia feudal y sobre todo la burguesía como oponente histórico y directo del proletariado). Espías y agentes provocadores fueron enviados a infiltrarse en las filas de la AIT, mientras que al unísono la prensa avivaba frecuentemente campañas para calumniarla. Sus actividades fueron, cuando fue posible, hostigadas y reprimidas por la policía, y sus miembros fueron llevados a juicio y encarcelados. Pero la ineficacia de tales medidas pronto se puso de manifiesto ya que la lucha de clases y los movimientos revolucionarios siguieron en ascenso. Sólo tras la derrota de la Comuna de París en 1871, cundió la desbandada en las filas de la Asociación.
Lo que más alarmó a la burguesía, junto a la unificación internacional de su enemigo, fue el auge del marxismo y el hecho de que el movimiento obrero abandonara las formas sectarias de las organizaciones clandestinas convirtiéndose en un movimiento de masas. La burguesía se sentía mucho más segura cuando el movimiento obrero revolucionario tomaba la forma de sectas secretas, agrupadas en torno a un líder que exponía algún esquema utópico o complot, pero en mayor o menor medida completamente aisladas del conjunto del proletariado. Tales sectas resultaban mucho más fácilmente vigilables, infiltrables, desviables y manipulables, que una organización de masas que encontraba su principal fuerza y seguridad en su amarre en el conjunto de la clase obrera. Lo que para la burguesía representaba un verdadero peligro era, sobre todo, la perspectiva de la intervención socialista revolucionaria en el proletariado como clase (lo que los utopistas y las sectas conspirativas del período precedente nunca pudieron asumir) es decir la unión entre el socialismo y la lucha de clases, entre el Manifiesto comunista y los movimientos masivos de luchas, entre los aspectos económico y político de la lucha de la clase obrera. Esto es lo que hizo pasar muchas noches en vela a la burguesía a partir de 1864. Y lo que explica también el atroz salvajismo con que aplastaron la Comuna de Paris y con qué solidaridad internacional todas las fracciones de la burguesía apoyaron la matanza.
Por ello, uno de los principales temas de la propaganda burguesa contra la Internacional, era que se trataba en realidad de una poderosa organización secreta cuyo fin último era conspirar para derribar el orden existente. Con esta propaganda, que proporcionaba además la excusa para medidas represivas, la burguesía intentaba sobre todo convencer a los obreros de que a lo que más temía era a los conspiradores secretos y no a un movimiento de masas. Y, sin embargo, es evidente que los explotadores hicieron cuanto estuvo en sus manos para animar a las diferentes sectas y conspiradores que aún se encontraban activos en el movimiento obrero, para que fueran ellos quienes actuaran y no los marxistas y el movimiento de masas. En Alemania, Bismarck animaba a la secta lassalleana en su resistencia a los movimientos de luchas de la clase y las tradiciones marxistas de la Liga de los comunistas. En Francia la prensa, pero también los agentes provocadores, intentaban avivar los recelos siempre presentes de los conspiradores blanquistas contra la actividad de masas de la Internacional. En los países latinos y eslavos, se lanzó una histérica campaña de prensa contra la supuesta “dominación alemana” de la Internacional por los “marxistas autoritarios, adoradores del Estado”.
Pero fueron los bakuninistas quienes más respaldados se sintieron por esa propaganda. Antes de 1864, Bakunin hubo de reconocer al menos parcialmente, y muy a su pesar suyo, la superioridad del marxismo sobre su versión pequeñoburguesa y golpista del socialismo revolucionario. Con el crecimiento de la Internacional, y con el de los ataques de la burguesía contra ella, Bakunin “vio” confirmadas y fortalecidas sus sospechas contra el marxismo y el movimiento obrero. En Italia, donde entonces se centraban sus actividades, las diferentes sociedades secretas (los carbonarios, Mazzini, la Camorra...) que habían empezado a denunciar a la Internacional, y a combatir su influencia en la península, aclamaron a Bakunin como un “verdadero” revolucionario. Se hicieron declaraciones públicas abogando por que Bakunin tomara el liderazgo de la revolución europea. Se acogió favorablemente el paneslavismo de Bakunin como aliado natural de Italia, contra las fuerzas austriacas de ocupación. Se recalcó, por el contrario, que Marx había considerado que la unificación de Alemania, resultaba más importante para la revolución en Europa que la unificación de Italia. Las autoridades, tanto las italianas como las partes más perspicaces de las suizas, comenzaron a tolerar benevolentemente la presencia de Bakunin, que antes había sido víctima de la más encarnizada represión estatal en toda Europa.
Los debates organizativos sobre la cuestión de la conspiración
Miguel Bakunin era hijo de un aristócrata venido a menos. Si rompió con ese ambiente y su clase, fue sobre todo por su afán de libertad personal, que en aquel momento no podía lograr ni en el ejército, ni en la burocracia estatal, ni siquiera en la administración de la tierra. Ya estas motivaciones nos muestran lo lejos que se situaban su carrera política del carácter disciplinado y colectivo de la clase obrera. En ese momento apenas existía proletariado en Rusia.
Cuando Bakunin llegó a Europa occidental (a comienzos de los años 1840), como refugiado político y con un historial de conspiraciones políticas ya a sus espaldas, los debates en el movimiento obrero en torno a las cuestiones organizativas estaban en pleno apogeo, especialmente en Francia. Entonces el movimiento obrero revolucionario estaba organizado sobre todo bajo la forma de las sociedades secretas. Esta forma respondía no sólo a que las organizaciones obreras se hallaban fuera de la ley, sino también a que el proletariado era aún numéricamente muy escaso y apenas se había separado del artesanado pequeñoburgués, y aún no había encontrado su propio camino. Como escribió Marx respecto a la situación en Francia: “Es sabido que hasta 1830, la burguesía liberal se encontró a la cabeza de las conspiraciones contra la restauración. Tras la revolución de Julio, la burguesía republicana ocupó su lugar; el proletariado ya educado en la conspiración, bajo la restauración, pasó al primer plano, hasta el extremo de que la burguesía republicana se ahuyentó de las conspiraciones por futilidad de las batallas callejeras. La Sociedad de las estaciones del año, que con Barbes y Blanqui hizo la Revuelta de 1839, fue ya exclusivamente obrera, y lo mismo cabe decir de las Nuevas estaciones formada tras la derrota (...). Esta conspiración nunca abarcó, desde luego, a la gran masa del proletariado de Paris” (Marx: “Recopilación de artículos de La Nueva gaceta renana, revista político-económica).
Pero los elementos proletarios no se limitaron a romper decididamente ellos mismos con la burguesía, sino que empezaron a cuestionar, en la práctica, el dominio de las conspiraciones y de los conspiradores: “En cuanto el proletariado parisino pasó al primer plano como partido político, los conspiradores perdieron su posición de liderazgo y se enzarzaron en una peligrosa competición en las sociedades obreras secretas que pretendían ya no insurrecciones inmediatas sino la organización y desarrollo del proletariado. Ya la Insurrección de 1839 había tenido un carácter decididamente proletario y comunista. Tras ella comenzaron las escisiones que tanto molestaron a los viejos conspiradores, por cuanto se desarrollaban a partir de las necesidades de los obreros de clarificar sus intereses de clase y que se expresaban parcialmente en las viejas conspiraciones y en parte en los nuevos grupos de propaganda. La agitación comunista que Cabet emprendió vigorosamente después de 1839, las cuestiones que se discutían en el partido comunista pronto planearon sobre las cabezas de los conspiradores. Tanto Chenu como De la Hodde reconocieron que en el momento de la revolución de Febrero, los comunistas fueron, de lejos, la fracción más fuerte del proletariado. Los conspiradores, con vistas a no perder su influencia sobre los obreros (...) debieron seguir el movimiento y adoptar ideas socialistas o comunistas” (Marx, ibid).
La conclusión de este proceso fue la Liga de los comunistas, que adoptó no solo el Manifiesto comunista, sino también los primeros estatutos proletarios de un partido de clase, liberado de toda veleidad conspirativa: “La Liga de los comunistas no era pues una sociedad de conspiradores, sino una sociedad que preparaba en secreto la organización del partido del proletariado, ya que el proletariado alemán se veía privado igni et acqua (por todos los medios) del derecho de escribir, de hablar, de asociarse. Si una sociedad así conspira, lo hace en el mismo sentido en que el vapor y la electricidad conspiran contra el status quo” (Marx, Revelaciones sobre el proceso de los comunistas de Colonia).
Fue también esta cuestión la que llevó a la escisión de la fracción Willich-Schapper. “De la Liga de los Comunistas se separó o fue separada, como queráis, una fracción que exigía, ya que no una verdadera conspiración, que se guardase al menos la apariencia de conspiración, y se sellase como es lógico una alianza directa con los héroes democráticos del momento: la fracción Willich-Schapper” (Marx, ibid).
Lo que inquietaba a Willich y a Shapper era lo mismo que distanciaba a Bakunin del movimiento obrero: “Por descontado que una sociedad secreta que se propone constituir no el futuro gobierno, sino el partido de oposición del porvenir, apenas podía seducir a individuos que, por un lado, pretenden enmascarar su nulidad personal con la teatralidad de las conspiraciones, y que por otro lado intentan satisfacer su mezquina ambición pensando en el día de la próxima revolución, y sobre todo aparentan ser muy importantes para, en ese momento, entrar en la carrera por los cargos demagógicos y ser bien recibidos por los charlatanes democráticos” (Ibíd.).
Tras la derrota de las revoluciones europeas de 1848-49, la Liga mostró cómo había superado definitivamente la fase de secta, al intentar un reagrupamiento con los cartistas de Inglaterra y los blanquistas en Francia, para fundar una nueva organización internacional (la Sociedad universal de los comunistas revolucionarios) que debía regirse por estatutos aplicables a escala internacional a todos sus miembros, aboliendo la división entre los líderes secretos y los militantes de base, vistos como mera masa de maniobra. Este proyecto fue finalmente paralizado por la propia Liga al considerar el repliegue internacional del proletariado, tras la derrota de la revolución. Por ello hubo de esperarse algo más de una década, para que con la reanudación de las luchas obreras y la fundación de la Internacional, pudiera darse un paso decisivo en el combate contra el sectarismo.
Los primeros principios organizativos del proletariado
Cuando Bakunin volvió del exilio a Europa occidental a comienzos de los años 60, las primeras y más importantes lecciones de la lucha por la organización del proletariado ya eran patentes y estaban al alcance de quien quisiera asimilarlas. Estas lecciones fueron adquiridas en años de amargas experiencias, en los que los obreros habían sido constantemente utilizados como carne de cañón por la burguesía y la pequeña burguesía en su lucha contra el feudalismo. A lo largo de estas luchas, los elementos proletarios revolucionarios se habían separado de la burguesía no solo políticamente sino también organizativamente, desarrollando principios organizativos propios, acordes con su propia naturaleza de clase. Los nuevos estatutos definían a la organización como un organismo unido, colectivo y consciente, y se superó la separación entre la base, compuesta de obreros ignorantes de la vida política real de la organización, y una dirección compuesta de conspiradores profesionales. Los nuevos principios de rigurosa centralización (incluso sobre la organización del trabajo ilegal) excluían la posibilidad de una organización secreta en el interior de la organización, o a su cabeza. Mientras la pequeña burguesía, y sobre todo los elementos desclasados radicalizados, justificaban la necesidad de un funcionamiento secreto de una parte de la organización respecto al conjunto de ella, como medida de protección hacia la clase enemiga, el proletariado había comprendido por fin que precisamente esa élite secreta facilitaba la infiltración de la clase enemiga en las filas del proletariado. Fue sobre todo la Liga de los comunistas la que demostró que la mejor protección contra la destrucción por parte del Estado, residía en la transparencia y solidez de la organización.
En cuanto a los conspiradores, Marx ya los había caracterizado en el París anterior a la revolución de 1848, con un perfil perfectamente aplicable a Bakunin. En esta definición encontramos una tajante crítica de la naturaleza pequeñoburguesa de un sectarismo que abría de par en par las puertas a la policía y también a los desclasados de vida bohemia: “Su vida inestable que en ocasiones depende más de puras coincidencias que de su propia actividad; su vida desordenada sin más puntos de referencia que las tabernas de los bodegueros –las casas de citas de los conspiradores–; sus inevitables conocidos entre toda clase de gente turbia, ubicados en los círculos del ambiente que en París se llama la Bohemia. Esta bohemia democrática de origen proletario - pues existe también otra bohemia democrática de origen burgués, que languidece democráticamente en los cafetines que frecuenta- está compuesta bien de obreros que han renunciado a su trabajo para caer en la depravación, bien de sujetos provenientes del lumpenproletariado y que llevan consigo todos los hábitos depravados de su clase. Puede entenderse entonces por qué en casi todos los procesos conspirativos, encontramos asociada una cierta carga de criminalidad. En general, la vida de estos conspiradores de profesión, expresa las características más acentuadas de la bohemia. En su reclutamiento de capitanes para la conspiración marchan de taberna en taberna, sintiendo el pulso de los obreros, escogiendo a sus acólitos, engatusándoles para su conspiración, y sobre todo cargando al tesoro social o a sus nuevos amigos el coste del inevitable trasiego de litros de alcohol. (...) Puede que en cualquier momento sea llamado a las barricadas y caer; a cada paso la policía le tiende trampas que pueden acabar con él en la prisión e incluso en la horca (...) Esa sensación de riesgo constituye el principal atractivo de este oficio, la más completa sensación de inseguridad tanto mayor por cuanto los conspiradores viven compulsivamente aferrados al placer del momento. Al mismo tiempo el vivir habituados al peligro, les hace en gran medida indiferentes hacia la vida y la libertad (Ibíd.).
Por descontado que ese tipo de persona desprecia “solemnemente las principales contribuciones teóricas de los trabajadores respecto a sus intereses de clase” (Ibíd.).
“La principal característica de la vida del conspirador es su constante pugna con la policía, con la que establece la misma relación que los ladrones o las prostitutas. La policía tolera las conspiraciones, y no sólo como un mal necesario. Hace la vista gorda ante ellos, precisamente, porque ellos le permiten tener vigilados los centros (obreros) (...) Los conspiradores son las antenas permanentes de la policía aunque a menudo entren en colisión. Policías y soplones se persiguen del mismo modo que acaban buscándose. El espionaje es una de las principales ocupaciones de los conspiradores. No es extraño pues que, muy a menudo, los conspiradores profesionales se apresuren a aceptar –acuciados por la miseria y la amenaza de prisión, con chantajes y promesas–, el soborno policial por espiar” (Ibíd.).
Sobre esta comprensión se establecieron las bases de los estatutos de la Internacional, lo que sin duda inquietó, y mucho, a la burguesía, y lo que hizo que ésta expresase abiertamente su preferencia por el bakuninismo.
Para entender cómo la clase dominante pudo finalmente manipular a Bakunin en contra de la Internacional, es necesario recordar, aunque sea brevemente, la trayectoria política de éste, así como la situación en Italia a partir de 1864. Los historiadores anarquistas se deshacen en alabanzas hacia la “gran tarea revolucionaria” realizada por Bakunin en Italia, donde montó varias sociedades secretas e intentó infiltrarse y ganar influencia en diferentes “conspiraciones”. Todos ellos están de acuerdo, por lo general, en que fue en Italia donde Bakunin fue elevado a los altares como “pontífice” de la Europa revolucionaria. Pero ya que ellos evitan cuidadosamente entrar en detalles sobre el ambiente en el que se desenvolvió Bakunin en Italia, nosotros vamos a tomarnos la molestia de hacerlo.
Bakunin se ganó una reputación en el campo socialista por su participación en la revolución de 1848-49, en la que actuó como dirigente militar en Dresde. Encarcelado, extraditado y posteriormente desterrado a Siberia, Bakunin no volvió a Europa hasta 1861. En cuanto llegó a Londres se dirigió a ver a Herzen, el conocido líder liberal revolucionario ruso. Allí comenzó a agrupar, a espaldas del propio Herzen y en torno a sí mismo, a elementos procedentes de la emigración política, logrando reunir a un círculo de eslavos a los que Bakunin atrajo con un paneslavismo teñido de anarquismo, y a los que mantuvo alejados tanto del movimiento obrero inglés, como de los comunistas, so bre todo de la Asociación educativa de los trabajadores alemanes. Huérfano de oportunidades para conspirar -la fundación de la Internacional estaba en ciernes- partió para Italia en 1864 en búsqueda de discípulos para su paneslavismo reaccionario y sus agrupaciones secretas: “En Italia encontró un montón de sociedades secretas, una intelligentsia de desclasados, dispuestos siempre a enrolarse en cualquier conspiración, una masa de campesinos siempre en el límite de la hambruna, y finalmente, un lumpen-proletariado perenne -en particular los Lazzaroni de Nápoles- y a esta ciudad se precipitó desde Florencia, viviendo en ella varios años. Estas clases le parecían el verdadero motor de la revolución” (Franz Mehring, Karl Marx: la historia de su vida). Bakunin huyó de los obreros de Europa occidental para acomodarse entre los desclasados de Nápoles.
Las sociedades secretas como vehículos de la revuelta
En el período reaccionario que siguió a la derrota de Napoleón, en el que la Santa alianza bajo Metternich, estableció el principio de la intervención armada de las grandes potencias contra cualquier tentativa de levantamiento social, las clases sociales excluidas del poder se vieron obligadas a organizarse en sociedades secretas. Esto fue así no solo para los trabajadores, la pequeña burguesía o el campesinado, sino también para sectores de la burguesía liberal e incluso aristócratas insatisfechos. Casi todas las conspiraciones que tuvieron lugar a partir de 1820 (como la de los “decembristas” en Rusia, o la de los “carbonarios” en Italia), se organizaron según el modelo de la francmasonería que se desarrolló en Inglaterra durante el siglo XVII, y cuyos objetivos de “fraternidad universal” y resistencia a la Iglesia católica habían atraído a “ilustrados” europeos como Diderot, Voltaire, Lessing, Goethe, Pushkin, etc. Pero al igual que otras cosas del llamado “siglo de las luces”, y como el “despotismo ilustrado” de Catalina, Federico el Grande o María Teresa, la francmasonería poseía una esencia reaccionaria expresada en su ideología mística, en su organización elitista en diferentes “grados” de “iniciación”, así como en su carácter aristocrático y su ocultismo, y sus inclinaciones hacia la conspiración y la manipulación. En Italia, que en aquel tiempo era la Meca de los rebeldes no proletarios, pululaban un montón de sociedades secretas (los güelfos, los federados, los adelfi, los carbonarios...) maniobrando y conspirando desenfrenadamente durante los años 20 y 30 del siglo pasado. La más famosa de estas sociedades, los “carbonarios”, era una sociedad secreta terrorista que propugnaba un misticismo católico y cuyas estructuras y “símbolos” habían sido copiados de la francmasonería.
Cuando Bakunin llegó a Italia, los carbonarios se encontraban ya eclipsados por la conspiración de Mazzini. El mazzinismo representaba un avance respecto a los carbonarios, ya que luchaba por una república italiana unida y centralizada. Además Mazzini no limitaba su acción a la conspiración secreta, sino que realizaba al mismo tiempo un trabajo de agitación entre la población, llegando incluso a formar, a partir de 1848, secciones obreras. Mazzini representó igualmente un progreso desde el punto de vista organizativo, ya que abolió los métodos de los carbonarios que consistían en que los militantes de base debían obedecer ciegamente las órdenes del líder secreto so pena de muerte. Pero en cuanto la Internacional se desarrolló como una fuerza proletaria independiente de su control, comenzó a atacarla como una amenaza para su movimiento nacionalista.
Cuando Bakunin llegó a Nápoles, emprendió inmediatamente una lucha contra Mazzini, pero desde las posiciones de los carbonarios, cuyos métodos defendía en vez de precaverse de ellos. Bakunin se zambulló de inmediato en ese turbio lodazal, con la pretensión de liderar el movimiento conspirativo. Fundó la Alianza de la democracia socialista y a su cabeza colocó la secreta Hermandad internacional, una “orden de revolucionarios disciplinados”.
Un ambiente manipulado por la reacción
El aristócrata revolucionario desclasado Bakunin encontró en Italia, mucho más que en Rusia, el terreno propicio para completar el desarrollo de sus concepciones de organización, en medio de un tenebroso lodazal en el que pululaba una completa gama de organizaciones antiproletarias. Estos grupos de aristócratas arruinados y frecuentemente depravados, de jóvenes desclasados e incluso de criminales, le parecieron a Bakunin más revolucionarios que el proletariado. Uno de estos grupos era la Camorra que respondía a la visión romántica de Bakunin sobre el “bandolerismo revolucionario”, que se había desarrollado secretamente a partir de una organización de convictos, y que tras la amnistía de 1860, dominaba Nápoles de forma casi oficial. En Sicilia, más o menos al mismo tiempo, el ala armada de la aristocracia feudal desposeída se infiltró en la organización secreta local de Mazzini, tomando a partir de ese momento el nombre de “Mafia” que proviene de las siglas de uno de sus lemas: “Mazzini Autorizza Furti, Incendi, Avvelenamenti” (Mazzini nos permite robar, incendiar y envenenar). Bakunin no denunció a estos elementos, ni se distanció netamente de ellos.
Tampoco hay que perder de vista la existencia, en este “medio”, de una manipulación directa por parte del Estado, impulsando que desde este lodazal se presentara a Bakunin como verdadera alternativa revolucionaria a la “dictadura germánica de Marx”. Además esta propaganda coincidía, punto por punto, con la que en Francia esparcían los órganos policiales de Luis Napoleón.
Engels demostró que los carbonarios y muchos grupos de ese estilo, fueron manipulados e infiltrados por los servicios secretos rusos y de otros países (véase La política exterior del zarismo ruso). Esta infiltración estatal se acentuó sobre todo tras la derrota de la oleada revolucionaria de 1848. El dictador francés, el aventurero Luis Napoleón, que tras la derrota de su revolución, se convirtió en la punta de lanza de la contrarrevolución, se alió con Palmerston en Londres, pero sobre todo con Rusia, con objeto de mantener bajo control al proletariado europeo. Desde 1864, la policía secreta de Luis Napoleón fue muy activa sobre todo en sus intentos de destruir la Internacional. Uno de sus agentes era el “señor Vogt”, un aliado de Lassalle, que difamó públicamente a Marx acusándolo de ser, supuestamente, el dirigente de una banda de chantajistas.
Pero la principal base de actividad de la diplomacia secreta de Luis Napoleón, residía en Italia, donde Francia trataba de sacar provecho propio del movimiento nacionalista. En 1859, Marx y Engels señalaron cómo el mismo Luis Napoleón había sido carbonario (La política monetaria en Europa. La posición de Luis Napoleón).
Bakunin, enfangado hasta el cuello en ese barrizal, confiaba en que él podría manipularlo para sus propios proyectos revolucionarios, pero en realidad fue él el manipulado. Aún hoy no es posible precisar junto a qué “elementos” conspiró Bakunin, aunque tenemos algunas indicaciones. Por ejemplo los Manuscritos francmasones que escribió en 1865 y que son “un guión que pretende presentar las ideas de Bakunin a la francmasonería italiana”, como reconoce el propio historiador anarquista Max Nettlau: “El manuscrito francmasón refiere al infame Syllabus, la maldición con que el Papa condenó a todo el pensamiento humano desde 1864. Bakunin pretende conectar aquí, avivándola, con la furia antipapista, de cara a impulsar la francmasonería o al menos la parte de ésta susceptible de desarrollarse. Comienza por decir: para convertirse otra vez en un cuerpo vivo y útil, la francmasonería debe, una vez más, ponerse al servicio del género humano”.
Nettlau trata incluso de demostrar orgullosamente, a través de una comparación de diferentes citas, cómo Bakunin influyó en el pensamiento de la francmasonería en aquel momento, cuando en realidad se produjo lo contrario. Fue entonces cuando Bakunin hizo suyas partes de la ideología reaccionaria, mística, y de sociedad secreta, de la francmasonería. Esa misma concepción que Engels ya había descrito perfectamente a finales de los años 40, refiriéndose a Karl Heinzen: “Ve al escritor comunista como un profeta, un sacerdote o un vicario que posee por sí mismo una sabiduría secreta, pero que la oculta a los no educados para tenerlos controlados,... como si los representantes literarios del comunismo tuvieran algún interés en mantener ignorantes a los obreros, como si los estuvieran utilizando como los “Ilustrados” pretendían utilizar al populacho en el siglo pasado” (Engels, Los comunistas y Karl Heinzen). He aquí también la clave del “Misterio” bakuninista del porqué, en la futura sociedad anarquista, sin Estado y sin autoridad, seguirá siendo necesaria una sociedad secreta.
Por el contrario, Marx y Engels, aún sin tener en el pensamiento a Bakunin, habían criticado tales ideas en el filósofo y pseudosocialista inglés Carlyle: “La diferencia de clases que ha creado la historia, pasa así a convertirse en una diferencia natural, y que por tanto debe reconocerse y honrarse como parte de las eternas leyes de la naturaleza, por las que debemos arrodillarnos ante lo que es más noble y sabio en la naturaleza: el culto al genio. La visión global del proceso histórico del desarrollo queda pues reducida a las perogrulladas banales de los Iluminados y la sabiduría de los masones del siglo pasado. Con ello volvemos a la vieja cuestión: ¿quién debe, pues, gobernar? que se aborda desde la más rancia vanidad, para acabar contestando que el noble, sabio y erudito, gobernará” (Recopilación de artículos de La Nueva gaceta renana).
Bakunin “descubre” la Internacional
Desde los inicios de la Internacional, la burguesía europea intentó utilizar el lodazal de las sociedades secretas italianas contra ella. Ya en su fundación en Londres en 1864, los seguidores de Mazzini habían intentado imponer sus propios estatutos sectarios, para hacerse así con el control de la AIT. El representante de Mazzini, el comandante Wolff, fue más tarde desenmascarado como agente de la policía. Tras el fracaso de esta tentativa, la burguesía puso en marcha la Liga por la paz y la libertad utilizándola para atraer a Bakunin a la telaraña de los reventadores de la Internacional.
Mientras Bakunin se encontraba esperando la “revolución” en Italia, y maniobrando en los ambientes de la nobleza arruinada, los jóvenes desclasados y el lumpen-proletariado urbano, la Asociación internacional de trabajadores se desarrollaba, sin su participación, hasta convertirse en la primera fuerza revolucionaria en todo el mundo. Bakunin hubo de reconocer que en su intento por llegar a ser el pontífice de la revolución en Europa, había apostado por el caballo equivocado. Fue entonces, en 1867, cuando se formó la Liga por la paz y la libertad, con el objetivo obvio de actuar contra la Internacional. Bakunin, con su “hermandad” se unió a la Liga con el objetivo de “unir la Liga, que tendrá en su interior a la Hermandad como inspiradora fuerza revolucionaria, con la Internacional” (Nettlau). Con ello, como es lógico, y aún cuando no se lo comunicaran directamente a él, Bakunin se convirtió en la punta de lanza del intento de las clases dominantes por destruir la Internacional.
La Liga por la paz y la libertad
La Liga -ideada originalmente por el líder guerrillero italiano Garibaldi y del escritor francés Victor Hugo-, fue fundada sobre todo por la burguesía suiza y apoyada por parte de las sociedades secretas italianas. Su propaganda pacifista por el “desarme”, y su reivindicación de unos “Estados Unidos de Europa” fueron en realidad impulsadas para desunir y debilitar a la Primera internacional. En un momento en que Europa se encontraba dividida entre su parte occidental en pleno desarrollo capitalista, y una parte feudal bajo el látigo de Rusia, el llamamiento al desarme era bien visto por la diplomacia rusa. La Internacional, como el conjunto del movimiento obrero, había adoptado desde su fundación la consigna del restablecimiento de una Polonia democrática como un golpe a Rusia, que en ese momento representaba el sostén de la reacción europea. La Liga denunció entonces esta política como “belicista”, mientras el paneslavista Bakunin era presentado como el verdadero revolucionario contrario, por supuesto, a todo militarismo. Así la burguesía respaldaba a los bakuninistas contra la Internacional: “La Alianza de la democracia socialista tiene en realidad un origen burgués. No se originó de la Internacional, sino que es una rama de la Liga por la paz y la libertad, una sociedad abortada de burgueses republicanos. La Internacional se encontraba ya solidamente asentada, cuando Miguel Bakunin entró con la idea de jugar el papel de emancipador del proletariado. La Internacional solo podía ofrecerle el mismo campo de actividad que tienen todos sus miembros. Si quería adquirir un prestigio en ella debía, ante todo, ganarse una reputación a través de un trabajo consistente y sacrificado. Bakunin, en cambio, creyó poder encontrar mejores proyectos y un camino más fácil, junto a la burguesía de la Liga” (“Un complot contra la AIT”, Informe sobre las actividades de Bakunin).
La propuesta, realizada por el mismo Bakunin, de una alianza entre la Liga y la AIT, fue sin embargo rechazada por el Congreso de la Internacional de Bruselas. En ese momento, Bakunin llegó a convencerse de que una mayoría aplastante rechazaría el abandono del apoyo a Polonia contra la reaccionaria Rusia, por lo que él mismo abandonó su posición, para unirse a la Internacional con objeto de sabotearla desde dentro. Esta orientación fue apoyada por los propios líderes de la Liga, entre los cuales ya contaba con una importante base: “La alianza entre los burgueses y los trabajadores no debía limitarse a una alianza abierta, (...) Los estatutos secretos de la Alianza (...) incluyen indicaciones, que Bakunin presenta como bases, para que dentro de la Liga misma se cree una sociedad secreta que la gobernará más adelante. No solo los nombres de los grupos dirigentes son los mismos que los de la Liga, sino que además, se declara en los estatutos secretos que los miembros fundadores de la Alianza son en su gran mayoría ex miembros del Congreso de Berna” (Ibíd.).
Quienes conocían de verdad la política de la Liga podían asegurar que, desde el principio, se trató de utilizar a Bakunin contra la Internacional, una tarea para la que Bakunin se había preparado, y bien, en Italia. Además, el hecho de que varios activistas próximos tanto a Bakunin como a la Liga fueran más tarde desenmascarados como agentes de la policía, confirma lo anterior. En realidad, nada podía ser más peligroso para la Internacional, que la corrosión que desde dentro ejercían elementos que, aún sin ser agentes a sueldo del Estado y gozando de un cierto prestigio entre los trabajadores, perseguían la consecución de objetivos estrictamente personales a expensas del movimiento obrero. Incluso aunque Bakunin no pretendiera servir así a la contrarrevolución, él y los suyos tuvieron una responsabilidad decisiva en ello, por cuanto protegieron a los elementos más reaccionarios y turbios de la clase dominante.
Por supuesto, la AIT era consciente del peligro que representaba tal infiltración. La Conferencia de Delegados en Londres, por ejemplo, adoptó la siguiente resolución: “En aquellos países en los que la actividad normal de la Internacional no es posible actualmente debido a la interferencia de los gobiernos, la Asociación o sus secciones locales respectivas, pueden reconstruirse bajo algún otro nombre. Todas las llamadas sociedades secretas quedan expresamente excluidas”. Y Marx, que había propuesto esa Resolución, la justificaba así: “En Francia e Italia, donde existe tal persecución policial y el derecho de reunión constituye un delito, la gente se verá empujada a meterse en sociedades secretas, cuyos resultados son siempre negativos. Además, tal tipo de organizaciones están en contradicción con el desarrollo del movimiento del proletariado, ya que en lugar de educar a los obreros, les someten al autoritarismo y a las leyes místicas que obstaculizan su independencia y conducen su conciencia por una dirección errónea”.
Y, sin embargo, a pesar de esa vigilancia, la Alianza de Bakunin consiguió penetrar en la Internacional. En el segundo artículo de esta serie describiremos la lucha que se produjo en las filas de la AIT, yendo a las raíces de las diferentes concepciones sobre la organización y la militancia, que existen entre el partido del proletariado y la secta pequeñoburguesa.
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[1] Es evidente que el punto de partida para la fundación de una organización revolucionaria es el acuerdo sobre un programa político. Nada es más ajeno al marxismo, y más generalmente al movimiento obrero, que los agrupamientos sin principios programáticos. Sin embargo, el programa de proletariado, contrariamente a la visión que defiende la corriente bordiguista, no es algo terminado de una vez para siempre. Al contrario, se desarrolla, se enriquece, corrige, en su caso, sus errores mediante la experiencia viva de la clase. En el momento de la fundación de la AIT, o sea en los primeros pasos del movimiento obrero, lo esencial de ese programa, lo que define la pertenencia de una organización al campo proletario, se resume en unos cuantos principios generales que se encuentran en los Considerandos de los estatutos de la Internacional. Y precisamente, Bakunin y sus secuaces no ponen en entredicho esos Considerandos. Su ataque contra la AIT va dirigida principalmente contra los estatutos mismos, las reglas de funcionamiento. Esto no quiere decir que pueda establecerse una separación entre programa y estatutos. Por el hecho mismo que éstos son la expresión, la concreción de los principios esenciales propios de la clase obrera y ajenos a todas las demás clases, son parte íntegra del programa.
Esta serie llega ahora a la época que siguió a la muerte de Marx en 1883; es una coincidencia que la mayor parte de los materiales que vamos a examinar en los artículos que siguen se sitúan en los años que separan la muerte de Marx con la de Engels, que ocurrió hace 100 años ahora. La ingente contribución de Marx a la comprensión científica del comunismo ha hecho que una parte importante de esta serie se haya dedicado a la labor de esa figura señera del movimiento obrero. Pero del mismo modo que Marx no inventó el comunismo ([1]), tampoco, después de su muerte, cesó el movimiento comunista de elaborar y esclarecer sus fines históricos. Los partidos socialdemócratas o socialistas prosiguieron esa labor, partidos que comenzaron a convertirse en una fuerza importante durante las dos últimas décadas del siglo XIX. Engels, el camarada y amigo de Marx, desempeñó evidentemente un papel de la primera importancia en esa labor. Como hemos de ver, no era el único; pero ningún homenaje más militante podrá rendírsele a Engels que el de mostrar la importancia que él tuvo en la definición del proyecto comunista de la clase obrera.
Existen hoy muchas corrientes que creen que reivindicarse del comunismo revolucionario significa quitarse de encima todo recuerdo de la socialdemocracia, renegar de todo el período que va desde la muerte de Marx a la Primera Guerra mundial, como si aquella etapa fuera una especie de período negro o de retroceso sin salida en el camino que va desde Marx hasta ellos. Los consejistas, los modernistas, los anarco-bordiguistas del estilo del Groupe communiste internationaliste (GCI) y toda una ristra de subespecies del “pantano” afirman que los partidos socialistas no eran otra cosa que instrumentos de integración del proletariado en la sociedad burguesa, y que no aportaron nada a nuestra comprensión de la revolución comunista. La “prueba” estribaría sobre todo en las actividades sindicales y parlamentarias de la Socialdemocracia. También piensan esos grupos que el verdadero objetivo de esos partidos, la sociedad a la que más comúnmente se referían llamándola “socialismo” no era más que una forma de capitalismo de Estado. En resumen, lo que vienen a decir esos grupos es que los partidos que hoy se llaman “socialistas”, el Laborista de Blair, o los Partidos socialistas de Mitterrand o González serían de hecho los herederos legítimos de los partidos socialdemócratas de los años 1880, 1890 y 1900.
Para algunas de esas corrientes “anti-socialdemócratas”, sólo se restauró el comunismo auténtico con Lenin, y Luxemburg, después de la Primera Guerra mundial, tras la muerte definitiva de la IIª Internacional y la traición de esos partidos. Otros, más “radicales” todavía, han descubierto que bolcheviques y espartaquistas tampoco eran otra cosa que restos de la socialdemocracia: los primeros verdaderos revolucionarios del siglo XX serían pues los comunistas de izquierda de los años 1920 y 30. Pero como existe una continuidad directa entre las Izquierdas socialdemócratas (es decir no sólo las corrientes de Lenin y Luxemburgo, sino también de Pannekoek, Gorter, Bordiga y otros) y la izquierda comunista posterior, los ultraradicales de marras, para no equivocarse consideran a menudo que no ha habido más comunistas verdaderos en este siglo que ellos mismos. Es más, ese radicalismo retrospectivo y desvergonzado se aplica igualmente a los precursores de la socialdemocracia: primero a Engels, quien, nos dicen, no habría adquirido jamás el método de Marx y se habría convertido más o menos en un viejo reformista al final de su vida; y después, a menudo, se ponen a dar hachazos a Marx mismo y sus molestas insistencias sobre nociones “burguesas” como la ciencia o el progreso y el declive histórico. Por una extraña coincidencia, el descubrimiento final suele ser el siguiente: la verdadera tradición revolucionaria se encuentra en la valerosa revuelta de los Ludistas o de... Bakunin.
La CCI ha dedicado ya todo un articulo a ese tipo de argumentos en la Revista internacional nº 50, en la serie sobre la defensa de la noción de decadencia del capitalismo. No vamos a repetir aquí todos los contra-argumentos. Baste decir que el “método” en el que se basan esos argumentos es precisamente el del anarquismo ahistórico, idealista y moralizador. Para el anarquismo, la conciencia no es considerada como producto de un movimiento colectivo que evoluciona históricamente. Por eso, las verdaderas líneas de continuidad y de discontinuidad del movimiento real no le interesan. Por eso, las ideas revolucionarias dejan de ser el producto de una clase revolucionaria y de sus organizaciones, siendo, al contrario, esencialmente la inspiración de brillantes individuos o círculos de iniciados. De ahí la incapacidad patética de los “anti-socialdemócratas” para comprender que los grupos y las ideas revolucionarias de hoy no han nacido ya hechos, como Atenea de la frente Zeus, sino que son los descendientes orgánicos de una largo proceso de gestación, de toda una serie de luchas en el seno del movimiento obrero: la lucha por construir la Liga de los comunistas contra los vestigios del utopismo y del sectarismo; la lucha de la tendencia marxista en la AIT contra “el socialismo de Estado” por un lado y el anarquismo por otro; la lucha por la construcción de la IIª Internacional sobre una base marxista y, más tarde, la lucha de las Izquierdas por mantenerla en esa base contra el desarrollo del revisionismo y del centrismo; la lucha de esas mismas Izquierdas por formar la IIIª Internacional después de la muerte de la IIª y la lucha de las Fracciones de izquierda contra la degeneración de la Internacional comunista durante el reflujo de la ola revolucionaria de la primera posguerra; la lucha de esas fracciones por conservar los principios comunistas y desarrollar la teoría comunista durante los años negros de la contra revolución; la lucha por reapropiarse de las posiciones comunistas con la reanudación histórica al final de los años 60. De hecho, el tema central de esta serie de artículos ha sido demostrar que nuestra comprensión de los objetivos y de los medios de la revolución comunista no hubieran existido nunca sin toda esa serie de combates.
Una comprensión de lo que es la sociedad comunista y de los medios de llegar a ella no puede existir en el vacío, en las mentes de no se sabe qué individuos privilegiados. Se desarrolla y es defendida en y por las organizaciones colectivas de la clase obrera, y las luchas mencionadas no eran sino luchas por la organización revolucionaria, luchas por el partido. La conciencia comunista de hoy no existiría sin la cadena de organizaciones que nos une a los albores mismos del movimiento obrero.
Para los anarquistas, al contrario, la lucha que los une al pasado es una lucha contra el partido, pues la ideología anarquista es reflejo de la resistencia desesperada de la pequeña burguesía contra las valiosas adquisiciones organizativas de la clase obrera. El combate marxista contra la acción destructora de los bakuninistas en la AIT le costó a ésta un fuerte tributo. Pero ese combate fue un éxito, aunque no inmediato, confirmado por la formación de los partidos socialdemócratas y de la IIª Internacional, con criterios mucho más avanzados que los de la Asociación internacional de trabajadores.
Mientras que esta última era una colección heterogénea de tendencias políticas diferentes, los partidos socialistas se formaron explícitamente con la base del marxismo; mientras que la AIT combinaba las tareas políticas con las de las organizaciones unitarias de la clase, los partidos políticos de la IIª Internacional estaban diferenciados de las organizaciones unitarias de la clase de aquella época, o sea, lo sindicatos. Por eso, a pesar de sus críticas a las debilidades programáticas del principal partido socialdemócrata de entonces, el SPD alemán, éste recibió el apoyo entusiasta de Marx y de Engels.
No iremos aquí más lejos en esta cuestión específica de la organización aunque, precisamente porque es tan fundamental y es una condición sine qua non de toda actividad revolucionaria, volverá a aparecer inevitablemente en la última parte de este trabajo, como así lo ha sido en las precedentes. No podemos tampoco dedicar demasiado tiempo a contestar a los argumentos de los anti-socialdemócratas sobre la cuestión sindical y parlamentaria, aunque sí tendremos que hacerlo más lejos, específicamente.
Algo que sí hay que decir aquí, es que no hay nada en común entre la condena global de los ultrarradicales y las críticas auténticas que deben hacerse a las prácticas y a las teorías de los partidos socialistas. Mientras que estas últimas vienen desde dentro del movimiento obrero, la primera procede de un enfoque diferente. Los anti-socialdemócratas no escucharán el argumento según el cual las actividades sindical y parlamentaria tuvieron un sentido para la clase obrera en el siglo pasado, cuando el capitalismo estaba todavía en su fase históricamente ascendente y podía acordar reformas significativas, pero que lo perdieron y se volvieron actividades antiobreras en el período de decadencia, cuando la revolución proletaria se puso al orden del día de la historia. Rechazan ese argumento porque rechazan la noción de decadencia; y la noción de decadencia, en casos cada vez más numerosos, es rechazada porque implica que el capitalismo fue, en aquella época, un sistema ascendente; y esto lo rechazan porque, si no, ello implicaría hacer concesiones a la noción de progreso histórico que, en el caso de los anti-decadentistas “coherentes” como el GCI o “Wildcat” sería una noción totalmente burguesa. Con todo ello, lo que sí está claro es que esos hiper-ultra-radicales han rechazado toda noción de materialismo histórico y que se han alineado con los anarquistas, para quienes la revolución social es posible desde que existen sufrimientos en el mundo.
El objetivo central de esta parte de nuestro trabajo, en continuidad con los artículos anteriores de la serie, es mostrar que la “sociedad del futuro” definida por los partidos socialistas era verdaderamente una sociedad comunista; que, a pesar de la muerte de Marx, la visión comunista ni desapareció ni se estancó durante ese período, sino que avanzó y se profundizó. Sólo con esas bases podremos examinar los límites de las ideas y de las debilidades de esos partidos, especialmente en lo referente al “camino al poder”, la vía por la cual la clase obrera lograría la revolución comunista.
En un precedente artículo de esta serie (Revista internacional nº 78, “Comunismo contra socialismo de Estado”) vimos que Marx y Engels eran muy críticos para con las bases programáticas del SPD, que se formó en 1875 por la fusión de la fracción marxista de Bebel y Liebknecht con la Asociación general de trabajadores de Lasalle. El propio nombre del nuevo partido les había disgustado: “Socialdemócrata” era un término totalmente inadecuado para un partido “cuyo programa económico no es sólo totalmente socialista sino directamente comunista y cuyo objetivo final es la desaparición del Estado y, por lo tanto, también de la democracia” (Engels, 1875). Más significativo todavía, Marx escribió su convincente Crítica al Programa de Gotha para poner de relieve la comprensión, en el SPD, de lo que implicaba precisamente la transformación comunista, mostrando que los marxistas alemanes, en su conjunto, habían hecho demasiadas concesiones a la ideología “socialista de Estado” de Lasalle. Engels no suavizó sus críticas en los años siguientes. De hecho, su cólera contra el programa de Erfurt de 1891 lo llevó a publicar la Crítica al Programa de Gotha; en un principio, la publicación de este escrito había sido “bloqueada” por Liebknecht, y Marx y Engels no insistieron por miedo a que se rompiera la unidad del nuevo partido. Pero es evidente que Engels pensaba que las críticas al viejo programa seguían siendo válidas para el nuevo. Volveremos más adelante sobre el Programa de Erfurt, cuando tratemos en particular sobre la actitud de los socialdemócratas hacia el parlamentarismo y la democracia burguesa.
Sin embargo, los escritos de Engels sobre el socialismo durante este período son la prueba más clara de que, en última instancia, el programa de la socialdemocracia era “directamente comunista”. El trabajo teórico más importante de Engels en aquel tiempo, fue el AntiDühring, redactado primero en 1878 y luego revisado, vuelto a publicar y traducido en los años 1880-1890. Una parte de esta obra fue también publicada con la forma de folleto popular en 1892 con el título Socialismo utópico, socialismo científico, siendo sin duda uno de los más influyentes y más leídos entre los trabajos marxistas de entonces. Y evidentemente, el AntiDühring era ante todo un texto de “partido”, puesto que fue escrito como respuesta a las proclamas grandilocuentes del academicista alemán Dühring, según las cuales habría fundado un “sistema socialista” completo, mucho más avanzado que todas las teorías socialistas existentes hasta entonces, desde los utopistas hasta el propio Marx. Marx y Engels estaban preocupados, en particular, por el hecho de que “el Dr Dühring estaba organizando las cosas para formar en torno suyo una secta, el núcleo de un futuro partido distinto. Se había hecho pues necesario recoger el guante que nos había tirado y lanzarse a la batalla lo quisiéramos o no” (Introducción a la edición inglesa de Socialismo utópico, socialismo científico, 1892). La primera motivación de ese texto era pues la de defender la unidad del partido contra los efectos destructores del sectarismo. Esto llevó a Engels a detenerse ampliamente en los pretenciosos “descubrimientos” de Dühring en los ámbitos de la ciencia, de la filosofía o de la historia, defendiendo el método materialista histórico contra el nuevo refrito de idealismo estatal y de materialismo vulgar de Dühring. Al mismo tiempo, especialmente en la parte publicada como folleto separado, Engels tuvo que volver a afirmar un postulado fundamental del Manifiesto comunista: las ideas socialistas y comunistas no eran la invención de autoproclamados “reformadores universales” como el profesor Dühring, sino el producto de un movimiento histórico real, el movimiento del proletariado. Dühring se consideraba muy por encima de ese prosaico movimiento de masas; de hecho su “sistema” significaba una total regresión con relación al socialismo científico desarrollado por Marx; e incluso comparado a los utopistas, como Fourier, a quien Dühring despreciaba mientras que sí era muy respetado por Marx y Engels, Dühring era menos que un enano intelectual.
Contra la falsa visión de Dühring de un “socialismo” basado en el intercambio de mercancías, o sea en las relaciones de producción vigentes, Engels quiso volver a afirmar algunos fundamentos del comunismo, y especialmente:
- que las relaciones mercantiles capitalistas, después de haber sido un factor de progreso material sin precedentes, no podían, en fin de cuentas, sino llevar a la sociedad burguesa a contradicciones insolubles, a crisis y a la autodestrucción: “El modo de producción se rebela contra el modo de intercambio... Por un lado, pues, el modo de producción capitalista queda convencido de su propia incapacidad para continuar administrando sus fuerzas productivas. Por otro lado, esas fuerzas productivas mismas empujan con una fuerza cada vez mayor hacia la supresión de la contradicción, hacia la liberación de su calidad de capital, hacia el reconocimiento efectivo de su carácter de fuerzas productivas sociales” (AntiDühring, IIIª parte, Cap. 2);
- que el acaparamiento de los medios de producción por parte del Estado capitalista era la respuesta de la burguesía a esa situación, pero no su solución. No cabía confundir, ni mucho menos, esa estatalización capitalista con la socialización comunista: “El Estado moderno, sea cual sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista: es el Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo en lo ideal. Cuantas más fuerzas productivas hace pasar a propiedad suya, más se vuelve capitalista colectivo y más explota a los ciudadanos. Los obreros siguen siendo asalariados, proletarios. La relación capitalista no es suprimida, sino que, al contrario, es llevada a su extremo. Pero una vez llagada a ese extremo, esa relación se invierte” (ídem). A los comunistas de hoy, y eso es comprensible, nos gusta citar ese pasaje profético contra todas las variedades modernas de “socialismo” de Estado, capitalismo de Estado en realidad, que propagan quienes pretenden ser los herederos del movimiento obrero del siglo XIX (“socialistas” oficiales, estalinistas, trotskistas) con su defensa constante del carácter progresista de las nacionalizaciones. Esas frases de Engels demuestran que hace ya cien años y más, existía una claridad sobre ese tema en el movimiento obrero;
- que contrariamente al socialismo prusiano de Dühring, según el cual todos los ciudadanos serían dichosos bajo un Estado paternalista, el Estado no tiene la menor cabida en una sociedad auténticamente socialista ([2]). “En cuanto deja de haber una clase social que mantener bajo la opresión; en cuanto, junto con la dominación de clase y la lucha por la existencia individual motivada por la anarquía anterior de la producción, son eliminadas igualmente las colisiones y los excesos resultantes, no queda nada que reprimir que haga necesario un poder de represión, un Estado. El primer acto en el que el Estado aparece realmente como representante de toda la sociedad ([3]) –la apropiación de los medios de producción en nombre de la sociedad– es, al mismo tiempo, su postrer acto como Estado. La intervención de un poder de Estado en las relaciones sociales se va haciendo superflua en un ámbito tras otro, aletargándose entonces de manera natural. El gobierno de las personas deja el sitio a la administración de las cosas y a la dirección de las operaciones de producción. El Estado no es “abolido”, sino que se va extinguiendo” (Ídem);
- y que, finalmente, contra todos los intentos de gestionar las relaciones de producción existentes, el socialismo requiere la abolición de la producción mercantil: “Con la apropiación de los medios de producción por la sociedad, la producción mercantil es eliminada y por lo tanto, la dominación del producto sobre el productor. La anarquía dentro de la producción social es sustituida por la organización planificada consciente. La lucha por la existencia individual cesa. Así, por primera vez, el hombre, en cierto modo, se separa definitivamente del reino animal, pasa de las condiciones animales de existencia a condiciones realmente humanas. El círculo de las condiciones de vida que rodea al hombre, que hasta ahora dominaba al hombre, pasa ahora bajo dominio y control de los hombres, quienes, por vez primera, se convierten en dueños reales y conscientes de la naturaleza, por ser dueños como lo son de su propia vida en sociedad. Las leyes de su propia práctica social que, hasta hoy, se erguían ante ellos como leyes naturales, ajenas y dominadoras, son desde entonces aplicadas por los hombres con pleno conocimiento de causa y, por lo tanto, dominadas. La vida en sociedad propia de los hombres que, hasta entonces, se erguía ante ellos como algo dado por la naturaleza y la historia, se vuelve ahora acto propio y libre. Los poderes ajenos, objetivos, que, hasta entonces, dominaban la historia, pasan bajo control de los hombres mismos. Sólo a partir de ese momento los hombres harán ellos mismos su historia en plena conciencia; sólo a partir de ese momento las causas sociales que ellos habrán puesto en movimiento tendrán de manera cada vez más creciente los efectos por ellos buscados. Ése es el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad” (Ibíd.). En este importante pasaje, Engels mira resueltamente hacia adelante, hacia una fase muy avanzada del porvenir comunista. Pero demuestra con plena certidumbre, contra todos aquellos que intentan establecer una barrera entre él y Marx, que tanto uno como el otro compartían la convicción de que la meta factible más elevada del comunismo es la de deshacerse de la calamidad de la alienación para así iniciar una vida verdaderamente humana, en la que las posibilidades creadoras y sociales del hombre habrán dejado de volverse contra él y estarán al servicio de sus verdaderas necesidades y deseos.
Sin embargo, en otra parte del mismo libro, Engels vuelve de esas reflexiones “cósmicas” a una cuestión mucho más al ras del suelo: los “principios fundamentales de la producción y de la distribución comunistas” como los llamaría después la Izquierda holandesa. Tras haber echado abajo las fantasías neo-proudhonianas de Dühring sobre el establecimiento del “verdadero valor” y el pago a los obreros de “la totalidad del valor producido”, Engels explica: «En cuanto la sociedad entra en posesión de los medios de producción y los emplea para una producción inmediatamente socializada, el trabajo de cada quien, por muy diferente que sea su carácter específico de utilidad, se vuelve inmediata y directamente trabajo social. La cantidad de trabajo social que contiene un producto no necesita, entonces, ser comprobado mediante un rodeo; la experiencia cotidiana indica directamente qué cantidad es necesaria en término medio. La sociedad puede entonces calcular cuántas horas de trabajo hay en una máquina de vapor, en un hectolitro de trigo de la última cosecha, en cien metros cuadrados de tejido de tal o cual calidad. Y así a la sociedad no le vendrá la idea de seguir expresando la cantidad de trabajo que los productos contienen (y que ella conoce directa y absolutamente) mediante una medida relativa, flotante, inadaptada, inevitable antaño como último recurso, en un producto tercero, en lugar de hacerlo basándose en su patrón natural: el tiempo... Así pues, en las condiciones supuestas más arriba, la sociedad deja de atribuir valores a los productos. El hecho simple de que cien metros cuadrados de tejido han exigido, supongamos, mil horas de trabajo, la sociedad dejará de expresarlo con esa forma equívoca y absurda de que “valdrían” mil horas de trabajo. Cierto es que la sociedad estará obligada a saber, incluso entonces, cuánto trabajo se necesita para producir cada objeto de uso. Deberá trazar un plan de producción según los medios de producción, del que forman muy especialmente parte las fuerzas de trabajo. Serán, en fin de cuentas, los efectos útiles de los diferentes objetos de uso, comparados entre sí y en relación con las cantidades de trabajo necesarias para su producción, los que determinarán el plan. La gente saldará cuentas sencillamente sin intervención del famoso “valor”» (Ibíd.).
Esa era la idea de la sociedad socialista o comunista de Engels; pero esa idea no era propiedad personal de él. Su posición expresaba lo mejor de los partidos socialdemócratas, aunque éstos tuvieran en sus filas a personas y corrientes que no veían las cosas así de claras.
Para demostrar que el punto de vista de Engels no era una excepción individual, sino el patrimonio de un movimiento colectivo, intentaremos examinar las posiciones defendidas por otras figuras de ese movimiento que mostraron una preocupación especial por lo que deberían ser las formas de una sociedad futura. No creemos que sea una casualidad si el período que estudiamos fue tan rico en reflexiones sobre a qué podría parecerse la sociedad comunista. Recordemos que los años 1880 y 1890 fueron el “canto del cisne” de la sociedad burguesa, el apogeo de su gloria imperial, la última fase del optimismo capitalista antes de los años sombríos que iban a llevar a la Primera Guerra mundial. Un período de conquistas económicas y coloniales gigantescas mediante las cuales las últimas áreas “no civilizadas” del globo iban a abrirse a los gigantes imperialistas; un período también de desarrollo rapidísimo del progreso tecnológico, que conoció el desarrollo masivo de la electricidad, la aparición del teléfono, del automóvil y de muchas otras cosas. Fue un período durante el cual las descripciones del porvenir se habían convertido en el negocio de numerosos escritores, científicos, historiadores... y no sólo de unos cuantos mercachifles ([4]). Aunque el vertiginoso “progreso” burgués fascinara a muchos elementos del movimiento socialista, abriendo las puertas a las ilusiones del revisionismo, los elementos más clarividentes del movimiento, como veremos brevemente, no se dejaron arrastrar, pues eran capaces de vislumbrar la tormenta que se anunciaba a lo lejos. Sin embargo, aún sin perder la convicción de la necesidad de un derrocamiento revolucionario del capitalismo, empezaron a entrever las enormes posibilidades contenidas en las fuerzas productivas que el capitalismo había desarrollado. Y empezaron a buscar cómo esas posibilidades podían utilizarse en la sociedad comunista, de una manera más detallada que la que Marx y Engels habían intentado (hasta el punto de que muchos de sus trabajos fueron rechazados y tildados de “utópicos”). Es una acusación que examinaremos con cuidado, pero ya podemos afirmar que, aunque hay algo de verdad en esa acusación, no por eso son inútiles esas reflexiones para nosotros.
Más en particular, vamos a centrarnos en tres grandes figuras del movimiento socialista: August Bebel, William Morris y Karl Kautsky. Estudiaremos a este último en otro artículo, no porque fuera una figura menos significativa, sino porque su trabajo más importante fue publicado más tarde en un período algo posterior; y porque él, más que los otros dos, plantea el problema de los medios hacia la revolución social. Por otra parte, los dos primeros pueden ser estudiados desde el enfoque de cómo definían los socialistas de finales del XIX las metas últimas de su movimiento.
Haber escogido a esas dos figuras no es algo arbitrario. Bebel, como ya hemos visto, fue un miembro fundador del SPD, próximo asociado de Marx y Engels durante años, y una figura de una autoridad considerable en el movimiento socialista internacional. Su trabajo político más conocido, La mujer y el socialismo (publicado en 1883 por vez primera, pero sustancialmente corregido y aumentado en las dos décadas siguientes) se convirtió en uno de los documentos más influyentes en el movimiento obrero de finales del XIX, no sólo porque trata de la cuestión de la mujer, sino y sobre todo porque contiene una exposición clara del modo como las cosas podrían ocurrir en una sociedad socialista en los principales ámbitos de la vida: no sólo la relación entre ambos sexos, sino también en el ámbito del trabajo, de la educación, de las relaciones entre campo y ciudad...
El libro de Bebel fue una fuente de inspiración para cientos de miles de obreros conscientes, deseosos de aprender y de discutir lo que podría ser la vida en una sociedad verdaderamente humana. Es un criterio muy preciso para valorar la comprensión por el movimiento socialdemócrata de entonces, de sus metas.
William Morris no es un personaje de la misma talla internacional que Bebel y no es alguien muy conocido fuera de Gran Bretaña. Creemos, sin embargo, que es importante incluir ciertas de sus contribuciones como complemento a las de Bebel, entre otras cosas para demostrar que “incluso” en Inglaterra, país al que Marx y Engels consideraron a menudo como un desierto para las ideas revolucionarias, el período de la IIª Internacional conoció un desarrollo del pensamiento comunista. Cierto es que probablemente es más conocido como artista y dibujante, como poeta y escritor de novelas heroicas, que como socialista; Engels mismo tenía tendencia a rechazarlo como “socialista sentimental” y sin duda muchos camaradas rechazaron, como Engels, su libro News from Nowhere (Noticias de ningún sitio, 1890) no sólo porque considera la sociedad comunista como “un viaje de ensoñación” hacia el futuro, sino también a causa del tono nostálgico medieval que se desprende de esa obra y de muchos otros de sus escritos.
Aunque William Morris empezó su crítica de la civilización burguesa desde un enfoque de artista, acabó siendo un verdadero discípulo del marxismo y dedicando el resto de su vida a la causa de la guerra de clases y de la construcción de una organización socialista en Gran Bretaña, y fue con esta base, la de un artista que se armó con el marxismo, con la que fue capaz de tener una visión muy fuerte de la alienación del trabajo en el capitalismo y de cómo podría ser superada esa alienación.
En el próximo artículo de esta serie examinaremos con más hondura los rasgos de la sociedad capitalista tal como los describían Bebel y Morris, y particularmente los puntos que tratan de los aspectos más “sociales” de la transformación revolucionaria: las relaciones entre hombre y mujer, la interacción de la humanidad con el entorno natural, el carácter del trabajo en una sociedad comunista. Sin embargo, es necesario añadir previamente que esos portavoces de la socialdemocracia entendían las características fundamentales de la sociedad comunista y que, en sus principales características, esa comprensión estaba en acuerdo con la de Marx y Engels.
La astucia básica utilizada por los anti-socialdemócratas, para demostrar que la socialdemocracia no era más que un instrumento de recuperación capitalista desde sus orígenes, consiste en identificar los partidos socialistas de aquel entonces con las corrientes reformistas que surgieron en ellos. Esas corrientes no aparecieron sin embargo como producto orgánico de ellos, sino como apéndices parásitos nutridos por la ideología nociva de la sociedad burguesa que los rodeaba. Es sabido que lo primero que ó” el revisionista Bernstein fue nada menos que la teoría marxista de las crisis. Teorizando el largo período de “prosperidad” capitalista de finales del siglo pasado, el revisionismo declaró que las crisis formaban parte del pasado, abriendo las puertas a la perspectiva de una transición gradual y pacífica al socialismo. Más adelante en la historia del SPD, algunos de los defensores de la “ortodoxia” marxista sobre estas cuestiones, tales como Kautsky y el mismo Bebel, harán de hecho un montón de concesiones a esas perspectivas reformistas. Pero cuando escribió La Mujer y el socialismo, era Bebel quien decía: “El porvenir de la sociedad burguesa está amenazado por todas partes de peligros muy graves, y no le es posible evitarlos. La crisis se vuelve entonces permanente e internacional. Esto es el resultado de que los mercados están saturados de bienes. Y ya ahora podrían producirse muchos más bienes y, en cambio, la gran mayoría del pueblo sufre de necesidades porque no tiene medios para satisfacerlas comprando. Les falta ropa, muebles, vivienda, sustento tanto para el cuerpo como para el alma, medios para distraerse, y todo ello lo podrían consumir, en realidad, en grandes cantidades. Sin embargo, todo esto no existe para ellos. Están incluso excluidos de la sociedad centenas de miles de obreros, que ya no pueden ni consumir porque su fuerza de trabajo se ha vuelto “superflua” para los capitalistas. ¿No es evidente que nuestro sistema social padece seriamente de carencias? ¿Cómo es posible que se hable de “sobreproducción” cuando sobran las capacidades de consumir, es decir las necesidades que satisfacer? Objetivamente, no es la producción, en y por sí misma, la que origina estas condiciones y contradicciones, sino que es el sistema que dirige la producción y la distribución de los productos” (La Mujer y el socialismo, cap. VI).
Bebel aquí no niega en absoluto la noción de crisis del capitalismo, sino que reafirma, al contrario, que ésta tiene sus raíces en las contradicciones fundamentales del propio sistema; además, al introducir la noción de crisis “permanente”, Bebel anticipa el advenimiento del declive histórico del sistema. Como Engels, el cual, poco antes de fallecer, expresaba su temor de que el incremento del militarismo arrastrara a Europa hacia una guerra arrasadora, Bebel también veía que el hundimiento económico del sistema no podía sino desembocar en un desastre militar: “El estado militar y político de Europa se ha incrementado de tal manera que sólo puede desembocar en una catástrofe que llevará a su ruina a la sociedad capitalista. Tras haber alcanzado su nivel más elevado de desarrollo, el capitalismo ha creado las condiciones que acabarán por hacer imposible su existencia; está cavando su propia tumba; se está matando con los mismos medios que ha hecho surgir, como lo han hecho los sistemas sociales del pasado, incluso los más revolucionarios” (ídem).
Es precisamente el curso hacia la catástrofe del capitalismo lo que hace del derrumbamiento revolucionario del sistema una necesidad absoluta: “Por consiguiente, imaginamos aquel día en el que todos los sufrimientos descritos alcanzarán tal hondura que se volverán dolorosamente sensibles a los sentimientos y a la vista de la gran mayoría, hasta el punto de no ser ya soportables; provocarán en la sociedad un irresistible deseo de cambio radical y entonces, el remedio más rápido se considerará como el más eficaz” (ídem).
Bebel también le hace eco a Engels cuando aclara que la estatalización de la economía por el régimen existente no es en absoluto una respuesta a la crisis del sistema, y menos aún un paso hacia el socialismo: “... aquellas instituciones (telégrafo, ferrocarriles, correo, etc.) administradas por el Estado no son instituciones socialistas, como se suele creer erróneamente. Son negocios gestionados de forma tan capitalista como lo serían en manos del sector privado... los socialistas previenen contra la ilusión de que la propiedad estatal actual sea considerada como socialismo, como realización de aspiraciones socialistas” (ídem).
William Morris escribió cantidad de diatribas en contra de las tendencias crecientes hacia el “socialismo de Estado” representado en particular, en Gran Bretaña, por la Sociedad Fabienne de Bernard Shaw, los Webbs, HG Wells y demás. News from Nowhere fue precisamente escrito para contestar a la novela de Edward Bellamy Looking Wackward (Mirando hacia atrás) que pretendía describir el futuro socialista, pero un futuro que acontecería de manera totalmente pacífica, por la evolución de los enormes “trusts” capitalistas hacia instituciones “socialistas”; evidentemente, se trata de un “socialismo” en el que cualquier detalle de la vida individual está planificado por una burocracia omnipresente; en News from Nowhere, al contrario, la gran revolución (¡prevista para 1952!) es el fruto de la reacción obrera contra un largo período de “socialismo estatal” incapaz de solucionar las contradicciones del sistema.
Bebel y Morris, contra los santones del “socialismo de Estado”, afirmaban el principio fundamental del marxismo según el cual el socialismo es una sociedad sin Estado: “El Estado es, por lo tanto, la organización necesaria, inevitable, de un orden social sometido a un régimen de clases. En cuanto desaparezcan los antagonismos de clase con la abolición de la propiedad privada, el Estado pierde a la vez la necesidad y la posibilidad de su existencia” (ídem).
Para Bebel, la vieja maquinaria estatal será sustituida por un sistema de auto-administración popular, tomando ejemplo de la Comuna de París: “Como en la sociedad primitiva, todos los miembros de la comunidad en edad de hacerlo participan en las elecciones, sin distinción de sexo, disponen de un voto para escoger a las personas a quienes se les confiará la administración. Al frente de todas las administraciones locales está la administración central -nótese que no se trata de ningún gobierno con poder de reinar, sino de un colegio ejecutivo con funciones administrativas. Es una cuestión abstracta saber si la administración central será elegida directamente por el voto popular o por las administraciones locales. Tales problemas no tendrán entonces la importancia que hoy tienen, ya que no se trata de dar puestos que confieran un honor especial, que otorguen al titular un poder o una influencia mayores, o que le produzcan beneficios importantes; aquí se trata de ocupar puestos de confianza para los cuales son nombrados los más aptos, hombres o mujeres; y éstos pueden ser reelegidos en función de circunstancias o según lo que prefieran los electores. Todos estos puestos tienen un plazo determinado. En consecuencia, los titulares no tienen el menor “estatuto de funcionarios”; la noción de continuidad de la función no existe, como tampoco existe la promoción jerárquica” (ídem).
En News from Nowhere, Morris enfoca del mismo modo una sociedad que funciona basándose en las asambleas locales cuyos debates tienden hacia la unanimidad, pero que utiliza el principio mayoritario cuando ésta no se logra alcanzar. Todo esto era diametralmente opuesto a las ideas paternalistas de los Fabianos y demás “socialistas de Estado” que, en su senilidad, se horrorizaron cuando estalló la democracia directa de Octubre del 17 y, en cambio, aprobaron sin reservas el estalinismo: “hemos visto el futuro, y funciona”, afirmaron los Webbs tras su viaje a Rusia, cuando la contrarrevolución ya había cumplido su sucia faena contra lo que consideraban como el lamentable absurdo del “gobierno por abajo”.
También de acuerdo con la definición que dio Engels a la nueva sociedad socialista, Bebel y Morris afirman que ésta será el fin de la producción de mercancías. Mucho del humor de los News from Nowhere está basado en las dificultades padecidas por un visitante llegado del penoso pasado para acostumbrarse a una sociedad en la que ni la mercancía ni la fuerza de trabajo tienen el menor “valor”. Así lo resumía Bebel: “La sociedad socialista no produce “mercancías” que “comprar” o “vender”; produce bienes necesarios a la vida, que son usados, consumidos, sin otra finalidad. En la sociedad socialista, por lo tanto, la capacidad de consumo no está ligada a la capacidad individual de comprar, como así ocurre en la sociedad capitalista; sólo está ligada a la capacidad colectiva de producir. Si existe el trabajo y los medios para trabajar, cualquier necesidad puede ser atendida; la capacidad social de consumir sólo está ligada a la satisfacción de los consumidores” (ídem).
Y Bebel prosigue diciendo que «no existen “mercancías” en la sociedad socialista, como tampoco puede existir el “dinero”»; más lejos habla del sistema de los bonos de trabajo como medio de distribución. Esto expresa cierta debilidad en la manera como Bebel presenta la sociedad del porvenir, pues hace una distinción muy simple entre la sociedad comunista totalmente desarrollada y el período de transición que conduce a ella: para Marx (como para Morris, véanse sus notas al Manifiesto de la Socialist League, 1855), los bonos de trabajo no son sino una medida de transición hacia una distribución totalmente gratuita, y son expresión de ciertos estigmas de la sociedad burguesa (véase “El comunismo contra el socialismo de Estado”, Revista internacional, nº 78). Ya examinaremos en un próximo artículo el significado de esa debilidad teórica. Lo importante que hay que dejar claro aquí, es que el movimiento socialdemócrata no tenía confusiones en cuanto a sus fines, a pesar de que los medios para alcanzarlos causaban a menudo problemas mucho más profundos.
En “Comunismo contra socialismo de Estado”, ya hemos notado que, en ciertos textos, incluso Marx y Engels hicieron concesiones a la idea de que el comunismo pudiera existir, siquiera durante cierto tiempo, encerrado en las fronteras de un Estado nacional. Sin embargo, tales confusiones jamás se basaron sobre una teoría de “socialismo” nacional; el objetivo de conjunto de su pensamiento era, por el contrario, demostrar que la revolución proletaria y la edificación del socialismo no eran posibles más que a escala internacional.
Lo mismo podemos decir de los partidos socialistas en el período que estudiamos. Incluso considerando que el SPD quedó debilitado desde sus orígenes por un programa que hacía demasiadas concesiones a una vía “nacional” hacia el socialismo, incluso considerando que tales ideas habían de ser teorizadas con las consecuencias fatales que conocemos en cuanto los partidos socialistas se volvieron un componente muy “respetable” de la vida política nacional, todo ello no impide que los escritos de Bebel y Morris están inspirados por una visión fundamentalmente internacional e internacionalista del socialismo: “El nuevo sistema socialista se apoyará en una base internacional. Los pueblos fraternizarán; se darán la mano y se esforzarán por extender gradualmente las nuevas condiciones a todas las razas de la Tierra” (La Mujer y el socialismo).
El Manifiesto de la Socialist League de Morris, escrito en 1885, presenta a la organización como “defensora de los principios del socialismo revolucionario internacional; significa que queremos una transformación de las bases de la sociedad -transformación que destruirá las distinciones de clase y de nacionalidad” (publicado por EP Thomson, William Morris, Romantic to revolutionnary, 1955). Y sigue el Manifiesto poniendo en evidencia que “El socialismo revolucionario acabado (...) no puede conseguirse en un país sin la ayuda de los obreros de la civilización entera. Para nosotros, ni las fronteras geográficas ni la historia política ni las razas o las religiones nos transforman en rivales o enemigos; para nosotros no existen naciones, sino masas de obreros y amigos diferentes cuya simpatía mutua es contrarrestada o pervertida por grupos de amos y ladrones cuyo interés es atizar rivalidades y odios entre los habitantes de los diferentes países”.
En un artículo publicado en The Commonweal (El bien público), órgano de la League, en 1877, Morris relaciona esa perspectiva internacional con la cuestión de la producción para el uso; en la sociedad socialista, “todas las naciones civilizadas ([5]) formarán una gran comunidad, entendiéndose sobre el tipo y la cantidad de lo que se ha de producir y distribuir; trabajando en tal o cual producción allí donde se realice en las mejores condiciones, evitando despilfarros por todos los medios. Es agradable imaginar las pérdidas que se evitarían, hasta qué punto tal revolución incrementaría el bienestar del mundo” (“Cómo vivimos y cómo podríamos vivir”, reimpreso en The Political Writings of William Morris). La producción para el uso no puede establecerse más que cuando el mercado mundial es sustituido por la comunidad global. Cierto es que pueden encontrarse textos en los que todos los grandes militantes socialistas “se olvidan” de todo eso. Sin embargo, tales fallos no expresan la dinámica verdadera de su pensamiento.
Además, ese visión internacional no se restringía a un porvenir revolucionario lejano; como lo podemos ver en la cita del Manifiesto de la Socialist League, esta visión se acompañaba de una oposición activa a los esfuerzos que hacía entonces la burguesía por excitar las rivalidades nacionales entre los obreros. Exigía fundamentalmente una actitud concreta e intransigente respecto a la guerra intercapitalista.
Para Marx y Engels, la posición internacionalista de Bebel y Liebknecht durante la guerra franco-prusiana era la prueba de su convicción socialista que les convenció para seguir perseverando con los compañeros alemanes a pesar de todas sus debilidades teóricas. En el mismo sentido, una de las razones de por qué Engels apoyó en sus inicios al grupo que formaría posteriormente la Socialist League cuando su escisión con la Federación socialdemócrata de Hyndman en 1884, fue la oposición de principio de la League con el “socialismo patriotero” de Hyndman que apoyaba las conquistas coloniales del imperio británico y sus masacres, so pretexto de que aportaban la civilización a pueblos “bárbaros” y “salvajes”.
Y como iba creciendo la amenaza de una guerra entre las grandes potencias imperialistas, Morris y la League tomaron claramente una posición internacionalista sobre la cuestión de la guerra: “Si la guerra se vuelve verdaderamente inminente, nuestro deber de socialistas queda suficientemente claro, no difiere de lo que hemos de hacer corrientemente. Acrecentar el sentimiento internacionalista de los obreros por todos los medios; mostrar a nuestros obreros que la competencia y las rivalidades extranjeras, o la guerra comercial, culminan al fin y al cabo en la guerra abierta, les son necesarias a las clases expoliadoras y que las peleas raciales o comerciales de esas clases sólo nos incumben cuando podemos utilizarlas como medio para propagar el descontento y la revolución; mostrarles que los intereses de los obreros son los mismos en cualquier país y que jamás pueden ser enemigos unos de otros; mostrarles que los hombres de la clase trabajadora han de hacer oídos sordos ante los reclutadores y negarse a vestir el uniforme, negarse de alistarse en la máquina moderna de guerra para gloria y honor de un país en el cual son tratados peor que perros, a patadas y por cuatro reales. Todo esto lo hemos de predicar en todo momento, y con mayor insistencia todavía ante la posibilidad de una guerra inminente” (Commonweal, 1887, citado por EP. Thompson).
No existe la menor continuidad entre tales declaraciones y la verborrea de los socialpatrioteros que se transformaron en banderines de enganche de la burguesía en 1914. Entre aquéllas y ésta hay una ruptura de clase, una traición a la clase obrera y a su misión comunista defendida durante tres décadas por los partidos socialistas de la Segunda internacional.
CDW
[1] Ver el segundo artículo de esta serie “Cómo el proletariado se ganó a Marx para el comunismo” en la Revista internacional nº 69.
[2] Engels, en sus trabajos, no distingue prácticamente los términos “socialismo” y “comunismo”, aunque este último, incluido su sentido más proletario e insurreccional, fue, en general, el término preferido por Marx y Engels para la futura sociedad sin clases. Ha sido sobre todo el estalinismo el que, tomando una frase por aquí y por allá en las obras de los revolucionarios del pasado para con ellas establecer una tajante y rápida diferencia entre socialismo y comunismo, quería probar que una sociedad dominada por una burocracia omnipotente y con un funcionamiento basado en el trabajo asalariado podía ser “socialismo” o “la fase más baja del comunismo”. Por ejemplo, el chupatintas estalinista que escribió la introducción, en las Ediciones de Moscú en 1971, de La sociedad del futuro (folleto sacado del capítulo de conclusión del libro de Bebel La mujer y el socialismo) es muy crítico respecto a la manera como llama Bebel a la futura sociedad sin clases, sin dinero, “socialismo”. También es interesante decir que un grupo anti-socialdemócrata como Radical Chains establece también una separación entre socialismo y comunismo, siendo éste la meta final y definiendo aquél, precisamente, a los programas estalinista, de la socialdemocracia del siglo XX y de los izquierdistas. Radical Chains nos informa de pasada que ese socialismo “ha fracasado”. Todas esas fórmulas justifican la visión básicamente trotskista de Radical Chains según la cual el estalinismo y otras formas de capitalismo de Estado totalitario no son realmente capitalistas. A pesar de todas las críticas a ese horrible “socialismo”, Radical Chains sigue su prisionero.
[3] Queremos aquí repetir la precisión que hicimos cuando citamos ese pasaje en la Revista internacional nº 78: “Engels se refiere aquí, sin lugar a dudas, al Estado posrevolucionario que se forma tras la destrucción del viejo Estado burgués. Sin embargo, la experiencia de la revolución rusa llevó al movimiento revolucionario a poner en tela de juicio esa fórmula misma: la propiedad de los medios de producción, incluso en manos del “Estado-Comuna” no conduce a la desaparición del Estado, y puede incluso contribuir a reforzarlo y a que se perpetúe. Pero es evidente que Engels no disponía de una experiencia así”.
[4] Es un período en el que el porvenir, sobre todo el porvenir aparente o auténticamente revelado por la ciencia, tenía gran poder de atracción. En el ámbito literario, esos años conocieron un rápido desarrollo del género de ciencia ficción (HG Wells fue uno de los ejemplos más significativos).
[5] La utilización de la palabra “civilizado” en ese contexto refleja el hecho de que seguía habiendo áreas del globo en que el capitalismo todavía no se había desarrollado totalmente. No recubre la menor idea patriotera de no se sabe qué superioridad sobre los pueblos indígenas. Ya hemos señalado que Morris era un crítico feroz de la opresión colonial. Y en sus notas al Manifiesto de la Socialist League, escritas con Belfort Bax, da muestras de un conocimiento claro de la dialéctica histórica marxista, al explicar que la futura sociedad comunista es la vuelta a “un punto que representa al viejo principio elevado a un grado superior”, viejo principio que no es sino el comunismo primitivo (citado por EP Thomson). Véase el artículo de esta serie “Comunismo del pasado y del porvenir”, Revista internacional nº 81, para una elaboración más profundizada del tema.
Links
[1] https://es.internationalism.org/en/tag/acontecimientos-historicos/caos-de-los-balcanes
[2] https://es.internationalism.org/en/tag/geografia/china
[3] https://es.internationalism.org/en/tag/21/515/china-1928-1949-eslabon-de-la-guerra-imperialista
[4] https://es.internationalism.org/en/tag/21/516/cuestiones-de-organizacion
[5] https://es.internationalism.org/en/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/primera-internacional
[6] https://es.internationalism.org/en/tag/21/365/el-comunismo-no-es-un-bello-ideal-sino-una-necesidad-material
[7] https://es.internationalism.org/en/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/segunda-internacional