Nunca antes, desde la IIª Guerra Mundial la clase obrera había sufrido ataques tan brutales como los que hoy está sufriendo. En los países de la «periferia», como México, Argelia o Venezuela, el nivel de vida se ha reducido a la mitad en los últimos años. En los países centrales la situación no es fundamentalmente diferente. Detrás de las cifras adulteradas con las que nos «explican» que el desempleo está disminuyendo o que las cosas van mejor y otros embustes del mismo calibre, la burguesía no puede ocultar la degradación constante de las condiciones de vida, los bajos salarios, el desmantelamiento de los subsidios sociales, la multiplicación del empleo eventual, el irresistible avance de la pauperización absoluta.
Frente a esta degradación de sus condiciones de vida, la clase obrera ha llevado desde hace 20 años una serie de combates de gran envergadura. Los de finales de los años 60 y principios de los 70 (Mayo 68 en Francia, Otoño Caliente en Italia, sublevación obrera en diciembre 1970 en Polonia...), cuando la crisis comenzaba a golpear a los obreros, aportaron la prueba irrefutable de que el proletariado se habla liberado de la pesada losa de la contrarrevolución que se le había caído encima desde los años 20. La perspectiva que se abría con la intensificación de las contradicciones del modo de producción capitalista no era la de una nueva carnicería imperialista como en los años 30 sino la de enfrentamientos de clase generalizados.
Por su parte, la ola de combates obreros de fin de los años 70 y principio de los 80 (Longwy-Denain en Francia, siderurgia y otros sectores en Gran Bretaña, Polonia agosto del 80) confirmaba que la oleada precedente no era flor de un día sino que había abierto todo un periodo histórico en el que el enfrentamiento entre burguesía y proletariado no haría sino irse agudizando. La corta duración del retroceso de las luchas que sucedió a la derrota de esta oleada (marcada por el golpe de fuerza en Polonia de diciembre 1981), fue testimonio de esa realidad.
Desde otoño 1983, con las luchas masivas del sector público en Bélgica se habría en efecto toda una serie de combates cuya amplitud y simultaneidad en la mayor parte de los países avanzados, y especialmente los europeos, traducía de manera significativa la profundización de los antagonismos de clase en los países centrales, decisivos para su perspectiva general a escala mundial. Esta serie de combates, y en especial el conflicto generalizado del sector publico en la primavera del 86 en Bélgica, mostraba claramente que el carácter cada vez mas frontal y masivo de los ataques capitalistas planteaba en lo sucesivo como necesidad a las luchas proletarias la de su unificación, o sea, no sólo su extensión geográfica por encima de los sectores y las ramas profesionales, sino también la apropiación consciente por parte de la clase obrera de esa extensión. Al mismo tiempo, las diferentes luchas de este periodo y, especialmente, las que surgieron los últimos años en Francia (ferrocarriles en diciembre 86 y hospitales en octubre 88) y en Italia (enseñanza en la primavera del 87, ferrocarriles en verano y otoño de ese mismo año) han puesto de relieve el fenómeno del desgaste de los sindicatos, el debilitamiento de su capacidad para presentarse como «organizadores» de las luchas obreras. Aunque este fenómeno sólo se ha manifestado de forma abierta en los países en los que los sindicatos se han desprestigiado más, corresponde a una tendencia histórica general e irreversible. Sobre todo porque viene acompañado de un descrédito creciente en las filas obreras de los partidos políticos de izquierda y, más generalmente, de la «democracia» burguesa, descrédito que se puede comprobar en la abstención creciente en las farsas electorales.
En este contexto histórico de una combatividad proletaria no desmentida desde hace 20 años y de debilitamiento de las estructuras fundamentales de encuadramiento de la clase obrera, la agravación continua de los ataques capitalistas crea condiciones para surgimientos aún más considerables, para enfrentamientos más masivos y determinados que los que hemos conocido en el pasado. Eso es lo esencial de lo que hoy está en juego en la situación mundial. Eso es lo que la burguesía trata de ocultar por todos los medios a los obreros.
Viendo la tele, escuchando la radio, leyendo los periódicos, nos enteramos de que los hechos importantes y significativos de la situación mundial serían:
- el «acercamiento» en las relaciones entre las grandes potencias, Estados Unidos y Rusia, pero también entre ésta y China;
- la «auténtica voluntad» de todos los gobiernos de construir un mundo «pacífico», de solucionar mediante la negociación los conflictos que puedan subsistir en las distintas partes del mundo y de limitar la carrera de armamentos (especialmente los más «bárbaros» como las armas atómicas y las químicas);
- que el principal peligro que amenaza hoy a la humanidad sería la destrucción de la naturaleza, en especial la selva amazónica, a causa del efecto «invernadero» que va a desertificar inmensas extensiones del planeta, los «riesgos tecnológicos» como en Chernobil, etc.; habría, por consiguiente, que movilizarse tras los ecologistas y los gobiernos, los cuales ahora se han puesto también a tomar por cuenta propia las preocupaciones de aquéllos;
- la aspiración creciente de los pueblos a la «Libertad» y la «Democracia», aspiración de la que Gorbachov y sus «extremistas», del estilo de Eltsin, están entre sus principales intérpretes en compañía de un Walesa, llevando en badolera su Premio Nobel, de un Bush convertido en matamoros contra sus antiguos amigos «gorilas» y narcotraficantes, como Noriega, de un Mitterand, exhibiendo por los cuatro rincones del planeta su «bicentenario» de la «Declaración de los Derechos Humanos»; de los estudiantes chinos, en fin, que aportarían la nota exótica y «popular» a este enorme barullo;
- la preparación de la Europa del 93, la movilización para ese «acontecimiento histórico incomparable» que será la apertura de fronteras entre los países miembros y del que las elecciones del 15 de junio serian un jalón destacado;
- el peligro que representaría el «integrismo islámico» y su gran maestro Jomeini con sus llamamientos Rushdicidas y sus batallones de terroristas.
En medio de ese estruendo, la crisis y la clase obrera parece como si no existieran. Cuando evocan la primera es para proclamar que se aleja (¿no estaríamos volviendo a las tasas de crecimiento de los años 60?), para hacemos vibrar por la cotización del dólar y para «informarnos» que los grandes del mundo se preocupan por la deuda de los países «subdesarrollados» y que «van a hacer algo»... En cuanto a la clase obrera cuando los media se interesan por ella (en general sus luchas son objeto de una sistemática conspiración de silencio salvo lo que son payasadas sindicales), es sobre todo para pronunciar una oración fúnebre o para hacer diagnósticos alarmistas del tipo de que estaría muerta o medio muerta o para decir que la «clase obrera está en crisis puesto que el sindicalismo está en crisis».
La intoxicación no es un fenómeno nuevo en la vida del capitalismo, como tampoco lo fue en otras sociedades de clase. Desde sus orígenes la burguesía ha contado toda clase de pamplinas a los explotados para hacerles aceptar su suerte y desviarlos del camino de la lucha de clases. Pero lo que distingue a nuestra época es el elevadísimo grado de totalitarismo que el Estado capitalista ha sabido poner en marcha para controlar y dominar las mentes. No propala una verdad única y oficial, sino, como lo exigen los cánones del pluralismo, 50 «verdades» en competencia, entre las que «podemos escoger» como en un supermercado, pero que en realidad son 50 variantes de una misma mentira. Pero la trampa no esta sólo en las respuestas sino en las preguntas mismas: ¿a favor o en contra del «desarme»?, ¿a favor o en contra la eliminación de los misiles de corto alcance?, ¿a favor o en contra de un Estado palestino?, ¿es sincero Gorbachov?, ¿chocheaba Reagan?... tales son las preguntas «trascendentales» que aparecen sin pausa en los «debates» televisivos o en las encuestas de opinión, y eso cuando no se ponen a preguntamos si estamos «a favor o en contra la caza del zorro» o «a favor o en contra de la matanza de elefantes»...
Las mentiras y las campañas mediáticas tienen por objeto principal correr una cortina de humo ante los verdaderos problemas que se plantean a la c1ase obrera, pero su intensificación actual no hace más que traducir la conciencia que tiene la burguesía del peligro creciente de explosiones de combatividad proletaria, del desarrollo de la conciencia que se esta produciendo en la clase obrera. Así, como ya hemos puesto en evidencia en esta Revista (por ejemplo en «Guerra, militarismo y bloques imperialistas», Revista Internacional, nº 53), una de las razones por las que se han sustituido las campañas militaristas de principios de la década (la cruzada reaganiana contra el «Imperio del Mal») por la campaña pacifista actual desde 1983-84, es que agitar el peligro de guerra, aunque podía servir para acentuar la desmoralización obrera en un momento de derrota, corría el riesgo, en cambio, de abrirle los ojos ante los problemas cruciales de nuestra época una vez que aquélla volvió al camino de las luchas. En el fondo, no ha habido ninguna atenuación de los conflictos entre las grandes potencias: al contrario, como prueba baste el hecho de que los gastos militares no paran de crecer agravando la carga cada vez mas pesada que significan para la economía de cada país. Pero lo que ha cambiado es que la clase obrera está hoy en mejor posición para comprender que su propia lucha es la única fuerza que puede impedir una IIIª Guerra Mundial. En estas condiciones, es vital para la burguesía «demostrar» que sólo la «cordura» de los gobiernos puede conseguir un mundo más pacífico, menos amenazado por la guerra.
En este mismo sentido, las campañas actuales sobre los peligros ecológicos, la voluntad que exhiben los gobiernos de que «luchan» contra ellos, tienen como objetivo principal oscurecer la conciencia del proletariado. Estos peligros son una amenaza real para la humanidad. Expresan la descomposición general, del pudrimiento desde sus raíces que hoy afecta a la sociedad capitalista (Cf. articulo «La descomposición del Capitalismo» en Revista Internacional nº 57). Es evidente que las campañas sobre el tema no sirven para promover tal análisis, sino para «demostrar» -y en ello la burguesía ha tenido cierto éxito en algunos países- que la principal amenaza que se cierne sobre la humanidad ya no seria la guerra mundial. Al proponer otra «bestia negra» que canalice las inquietudes que un mundo en agonía engendra necesariamente entre la población, se refuerza el impacto de las campañas pacifistas. Además, más que la guerra, de la que la clase obrera sabe muy bien que es la principal víctima, la amenaza ecológica se presenta de forma mucho más «democrática»: la atmósfera contaminada de Los Ángeles, por ejemplo, no selecciona necesariamente los pulmones proletarios, las nubes radioactivas de Chernobil afectan indistintamente a obreros, campesinos o burgueses (aunque en realidad, en ese aspecto igualmente los obreros están mucho más expuestos que los burgueses). Con esa consigna de «la ecología es cosa de todos», lo que intentan es también que a la clase obrera le queden ocultos sus intereses específicos. Se trata también de impedir que se comprenda que ese tipo de problemas (al igual que los de la inseguridad creciente o las drogas) no tienen solución en el marco de la sociedad capitalista, cuya crisis irremediable no puede sino engendrar cada día más barbarie. Ése es el objetivo de los gobiernos cuando anuncian con mucha seriedad que «van a ponerse manos a la obra» contra los peligros que amenazan el medio ambiente. Además, los gastos suplementarios que ocasionarán inevitablemente las medidas «ecológicas» (subida de los impuestos y de bienes de consumo como el «coche limpio») servirán de excusa para justificar la baja del nivel de vida obrera. Es evidentemente más fácil hacer tragar nuevos sacrificios en nombre de «la mejora de la calidad de la vida» que en nombre de los gastos de armamento (aunque discretamente desvíen los primeros hacia los segundos).
Este intento de hacer aceptar sacrificios a los obreros en nombre de «grandes causas» lo encontramos, también, en las campañas sobre la «construcción de Europa». Ya, cuando los obreros de la siderurgia se rebelaron contra los despidos masivos, cada Estado europeo entonaba la misma canción: «no somos nosotros, sino Bruselas quien impone los despidos». Hoy sacan el mismo rollo: es preciso que los obreros mejoren su productividad y sean «razonables» en sus reivindicaciones para permitir que la economía nacional sea competitiva en el «gran mercado europeo del 93». En particular, la llamada «armonización» fiscal y las prestaciones sociales sirve de excusa para nivelar por abajo estas últimas y lanzar un nuevo ataque contra las condiciones de vida de la clase obrera.
Finalmente, con las campañas democráticas se intenta «hacer comprender» a los obreros de las grandes metrópolis occidentales la «gran suerte» que tendrían de disponer de bienes tan valiosos coma la «libertad» y la «democracia» aunque las condiciones de vida sean cada vez más duras. A los obreros que todavía no tienen «democracia» el Capital les manda el mensaje inverso: su descontento por la miseria cada vez más feroz y catastrófica que les agobia deberían canalizarlo hacia una política (la «democratización») que permitiría salir de tales calamidades (ver en esta Revista el artículo sobre la Perestroika).
Una mención especial merece el inmenso ruido que los media han organizado en torno a los acontecimientos en China: la fuerza capaz de desafiar al gobierno ya no sería la clase obrera, serían los estudiantes (esta canción ya la escuchamos cuando los acontecimientos de Mayo del 68 en Francia y otros países). Todo es bueno para hacer tragar el mensaje de que la clase obrera «no es nada» o, al menos, para obstaculizar en sus filas la toma de conciencia de que ella es la única clase portadora de un porvenir, y que sus luchas actuales son las los primeros pasos por el único camino que puede salvar a la humanidad, una condición necesaria para la destrucción del sistema que engendra todos los días una barbarie creciente.
Pero para alcanzar este fin la burguesía no tiene bastante con sus enormes campañas mediáticas. Debe al mismo tiempo, y con mas ahínco si cabe, minar la combatividad, la confianza en sí y el desarrollo de la conciencia del proletariado en el terreno en el que se expresan más directamente: en las luchas contra los ataques cada vez peores que la burguesía dirige contra él.
Dado que la unificación de sus combates es en el momento actual una necesidad vital para la clase obrera, la burguesía despliega en ese terreno sus mayores esfuerzos.
En efecto, hemos asistido en los últimos meses al despliegue de toda una ofensiva de la burguesía consistente en tomar la delantera a la combatividad obrera, provocando luchas de manera preventiva, con objeto de romper de raíz el impulso hacia una movilización masiva y solidaria del conjunto de la clase.
Así, en Gran Bretaña, país donde domina la burguesía más experimentada y hábil del mundo, ésta ha puesto en marcha en el pasado verano esta táctica con el desencadenamiento de la huelga en correos en agosto 1988. Haciendo saltar prematura mente un movimiento en este sector central de la clase, en pleno verano -momento poco propicio para la ampliación del combate- la burguesía se ha dado todas las garantías para mantener el aislamiento y el encierro corporativista.
El éxito de esta maniobra ha dado luz verde a la burguesía de otros países europeos para explotar a fondo esa estrategia, como hemos visto en Francia, desde el mes de septiembre, con el lanzamiento artificial y planificado con varios meses de antelación de la huelga de enfermeras. Para la burguesía se trataba, al igual que en Inglaterra, de hacer saltar prematuramente a un sector de la clase, de provocar un enfrentamiento en un terreno minado previamente, antes de que hubieran madurado realmente en el conjunto de la clase las condiciones para un combate frontal (ver en Revista Internacional nº 56 el artículo «Francia: las "coordinadoras", vanguardia del sabotaje de las luchas»). En el mes de diciembre, la burguesía española (fortalecida por el éxito de sus colegas en Gran Bretaña y Francia) recuperará en beneficio propio esa estrategia como se pudo ver con la convocatoria por parte de todos los sindicatos de la famosa «huelga general del 14 de Diciembre (l4-D)». Con esta maniobra no se trataba de arrastrar a un sector particular sino de embarcar a millones de obreros en una batalla prematura, en una falsa demostraci6n de «fuerza».
Tales han sido los métodos con los en que la burguesía ha conseguido «mojar la pólvora» en todos los países donde ha habido en los 2 últimos años luchas importantes.
Para realizar esta política de sabotaje de las luchas obreras el Estado capitalista se ve obligado a reforzar en el terreno el conjunto de sus fuerzas de encuadramiento. Cara al descrédito creciente de los sindicatos en las filas obreras, ante las tendencias obreras a controlar sus luchas, la burguesía ha intentado por todas partes, no solamente reanimar sus sindicatos oficiales, sino también levantar estructuras «extra-sindicales» para ocupar todo el terreno de la lucha, asumiendo por cuenta propia las necesidades de la clase para vaciarlas mejor de contenido y volverlas contra ella.
Así, en Francia, estamos asistiendo a la extrema «radicalización» de la CGT (sindicato del PC), al mismo tiempo que en los demás sindicatos se han producido maniobras para «izquierdizar» su imagen. En España los obreros se han enfrentado a la misma radicalización, la cual permitió a todos los sindicatos montarse el tinglado del 14-D. Hemos podido ver, por ejemplo, a la UGT, sindicato ligado al partido en el gobierno, el PSOE, desmarcarse súbitamente de éste y entablar una «batalla» al lado de Comisiones Obreras (CCOO) y del PC contra la política de austeridad del gobierno. Esta misma radicalización a tope de los sindicatos oficiales ha entorpecido las luchas en Holanda, donde los sindicatos, no sólo han intentado sacarle brillo a su escudo con discursos de «oposición al gobierno» sino, sobre todo, han intentado apoderarse de la necesidad de unidad sentida por los obreros para desnaturalizarla y desviarla.
Esta acción contra la unidad obrera que en España tuvo la forma de «llamamiento unido» de CCOO-UGT-CNT a la huelga general del 14 de diciembre, mientras que a la vez lo hacían todo para impedir que los distintos sectores obreros se unieran realmente, en Holanda ha tomado la forma de un llamamiento a la «solidaridad activa» con el cual los sindicatos han conseguido tomar la delantera y desviar esa necesidad esencial de la clase. Para ello, desde el otoño pasado se habían montado un «comité de coordinación» destinado a «organizar la solidaridad» con los diferentes sectores en lucha.
En Gran Bretaña, finalmente, la burguesía no se ha quedado a la zaga en la política de «radicalización» de los sindicatos. En la reciente huelga general de transportes de Londres, la más importante desde 1926, los sindicatos oficiales, los Trade Unions, han tenido la «osadía»de llamar a una huelga ilegal.
Sin embargo, esta estrategia de radicalización extrema de los sindicatos es cada vez más insuficiente para cerrar el paso al desarrollo de las luchas. Cada vez más frecuentemente, los sindicatos oficiales, sus estructuras «de base» y los pequeños sindicatos aún más «radicales» se ven relevados y reforzados por una nueva estructura de encuadramiento que se presenta como «extrasindical» y que es animada esencialmente por los grupos «izquierdistas»: las coordinadoras autoproclamadas. Desde el movimiento de enfermeras en Francia en octubre 88, en el que la gran vedette fue la «Coordinadora de Enfermeras», este tipo de tinglados se ha convertido en un modelo para toda la burguesía europea. Así, en los últimos meses, en varios países han surgido «sucursales» de esa «coordinadora». En Alemania se constituyó en noviembre 88 una «coordinadora nacional» en Colonia, incluso antes de que una verdadera movilización surgiera en el sector. En Holanda, en febrero 89, los grupos «izquierdistas» montaron una coordinadora que convocó a una reunión nacional en Utrech sin que hubiera ninguna movilización obrera en el sector.
No es ninguna casualidad que tal maniobra, desplegada con la huelga de enfermeras en Francia, sirva hoy de referencia para las burguesías europeas. Gracias a la falsa victoria obtenida por esa huelga (el gobierno ya tenía planificados los aumentos concedidos en los presupuestos del Estado), esa huelga está sirviendo de punta de lanza para una ofensiva burguesa consistente en presentar las luchas corporativistas como las únicas capaces de acabar en victoria, enfrentando de esa manera a unos sectores obreros con otros, tratando de sabotear toda veleidad de desarrollo de una respuesta unificadora de los distintos sectores obreros con reivindicaciones comunes para todos. Así, en los últimos meses, en muchos países, se ha visto a sindicatos e izquierdistas intensificar la política ya utilizada en las huelgas del ferrocarril de 1986 en Francia y en 1987 en Italia (en especial mediante las llamadas «coordinadoras») para inocular sistemáticamente el veneno corporativista en todas las luchas en especial mediante el planteamiento de reivindicaciones específicas de tal o cual sector con el fin de que otros sectores no se reconozcan en ellas, oponiendo a unos contra otros.
Así, en España, con la gran maniobra del 14 de diciembre no se intentaba únicamente tomar la delantera a la movilización obrera para «mojar la pólvora». También fue el inicio de una campaña sindical consistente en decir «aprovechemos el éxito del 14 de diciembre para que en cada sector, en su convenio colectivo se obtengan las reivindicaciones particulares». Este llamamiento al corporativismo ha sido completado por los «izquierdistas» y los sindicalistas de base, los cuales, en los sectores donde se rechazaba más a los sindicatos, proponían «reivindicaciones» superespecíficas como ocurrió con los maquinistas del tren, los mecánicos de vuelo en Iberia, las enfermeras (ATS) de Valencia o los mineros de Teruel.
En Alemania, a través de una gigantesca campaña mediática sobre la «revalorizacion del oficio de enfermera» la burguesía ha intentado inocular en dosis masivas el veneno del corporativismo. En la base, los «izquierdistas» de la Coordinadora de Colonia, han completado la maniobra pidiendo 500 marcos de aumento solamente para las enfermeras (lo mismo que hicieron en Francia).
En Holanda, ante la amenaza de un estallido masivo contra las nuevas medidas de austeridad del gobierno, los sindicatos y los «izquierdistas» han conseguido encerrar y aislar entre sí las luchas que desde principios de este año han surgido por todas partes: Philips, puerto de Rotterdam, profesores, empleados municipales de Amsterdam, acerías de Hoogovens, camioneros, construcción... La estrategia de división se ha basado, por un lado. en huelgas «sucesivas» ( un sector primero, otro después, de tal forma que ninguno coincidiera), reuniones regionales, paros de 2 0 3 horas, «jornadas de acción» limitadas a un sólo sector, y, de otra parte, en reivindicaciones específicas para cada sector: la semana de 36 horas en la siderurgia, el pago de horas extras en los camioneros, la defensa de la «calidad de la enseñanza» en los profesores...).
Hemos visto como despliega la burguesía sus maniobras en Europa Occidental, allí donde esta la punta de lanza del proletariado mundial. Esta estrategia ha conseguido por el momento desorientar a la clase obrera y obstaculizar su marcha hacia la unificación de sus combates. Sin embargo, el que la clase dominante se vea cada vez más obligada a apoyarse en sus fuerzas «izquierdistas» es un indicador, al igual que la intensificación de las campañas mediáticas, del proceso profundo de maduración de las condiciones para nuevos surgimientos masivos, cada vez más determinados y conscientes, de la lucha proletaria. En este sentido, las luchas de lo más masivas y combativas que han llevado a cabo en los últimos meses los obreros de diferentes países de la periferia, como los de Corea del Sur, México, Perú, y, sobre todo, Brasil (en donde durante varias semanas una movilización de más de 2 millones de obreros ha desbordado con creces a los sindicatos), son los signos anunciadores de una nueva serie de grandes enfrentamientos en los países centrales del capitalismo afirmándose así con mayor claridad que es la clase obrera quien tiene en sus manos la llave de la situación histórica.
FM, 25.05.89
Toda la propaganda occidental está utilizando los acontecimientos para dar crédito a la idea de que sólo las dictaduras estalinistas o militares tendrían el monopolio de la represión; la democracia sería pacífica, no usaría semejantes armas. Nada es más falso. La historia ha demostrado con creces que las democracias occidentales nada tienen que envidiarles a las peores dictaduras en ese aspecto; la sangrienta masacre de las luchas obreras de Berlín en 1919 sigue siendo un ejemplo histórico que no se olvida. Y desde entonces, esas democracias han demostrado sus conocimientos de matarifes en las incontables represiones coloniales, en el envío de consejeros-peritos en torturas para mantener el orden de sus intereses imperialistas por todo el ancho mundo.
Deng Xiaoping, hoy en el banquillo de la buena conciencia democrática internacional, era, hasta hace pocos días, para el conjunto de la burguesía occidental, el símbolo de un post-maoísmo inteligente, símbolo de los «reformadores», hombre de la apertura hacia Occidente, interlocutor privilegiado. Y ahora ¿van a cambiar las cosas? ¡Ni mucho menos! Una vez que la pesada losa esté bien colocada, salga quien salga de vencedor, nuestras bonitas democracias, hoy tan indignadas, se secarán sus lagrimitas hipócritas para procurar granjearse las simpatías de los nuevos dirigentes.
No existe el menor antagonismo entre democracia y represión; son, al contrario, las dos caras indisociables de la dominación capitalista. El terror policíaco-militar y la mentira democrática se completan, reforzándose mutuamente. Los «demócratas» de hoy serán los verdugos de mañana y los torturadores de ayer, como Jaruzelski por ejemplo, hoy hacen el papelón de «demócratas».
Mientras las monsergas democráticas resuenan ensordecedoras por el planeta entero, desde el Este al Oeste, resulta que las matanzas suceden a las matanzas, en Birmania, en Argelia, en donde tras haber dado la orden de disparar contra los manifestantes, el presidente Chadli se pone a «democratizar». En Venezuela, ha sido el amiguete de los Mitterrand y los González, el socialdemócrata Carlos Andrés Pérez quien manda a la soldadesca contra quienes se rebelaron contra el hambre y la miseria. En Argentina, en Nigeria, en la URSS (Armenia, Georgia, Uzbekistán), etc., son miles y miles de muertos que exige en unos cuantos meses la supervivencia del capital. En China se acaba de poner un punto y seguido a la larga y siniestra lista.
La crisis económica mundial impone a todas las fracciones de la burguesía una racionalización («modernización», la llaman a veces) de sus economías, la cual se concreta en:
- la eliminación de sectores anacrónicos y deficitarios, las empresas renqueantes, lo cual provoca crecientes tensiones en la clase dominante;
- en programas de austeridad cada día más duros que polarizan un descontento cada día mayor en el proletariado.
En China, la implantación desde hace unos diez años, de reformas « liberales » de la economía se ha plasmado en una miseria creciente de la clase obrera y en tensiones cada día más agudas en el Partido que agrupa a la clase dominante. La implantación de reformas económicas se ve doblemente entorpecida por el lastre del subdesarrollo y por las particularidades de la organización del capitalismo de Estado al modo estalinista. En un país donde más de 800 millones de personas son campesinos que viven en condiciones que no han cambiado en lo fundamental desde hace siglos, amplias fracciones del aparato de Estado, casi feudales, que controlan regiones enteras y fracciones del ejército y de la policía, ven con muy malos ojos unas reformas que pueden socavar las bases de su poder. Los sectores más dinámicos del capital chino: la industria del Sur (Shangai, Cantón, Wuhan), cada día más relacionada con el comercio mundial, los bancos que tratan con Occidente, el complejo militar-industrial crisol de las tecnologías punta. etc., han tenido que hacer compromisos con la enorme inercia de los sectores anacrónicos del capital chino. Durante años Deng Xiaoping ha sido la personificación del equilibrio frágil que ha reinado en la cumbre del PC chino y del ejército. Como su avanzada edad le dificultaba cada día más para asumir sus funciones y las rivalidades entre bandas se iban agudizando, la fracción agrupada en tomo a Zhao Ziyang inició una guerra de sucesión. Gorbachov ha creado émulos, pero China no es la URSS.
Siguiendo la más pura tradición maoísta, Zhao Ziyang lanzó una enorme campaña democrática por medio de los estudiantes para intentar movilizar el descontento de la población en beneficio propio e imponerse al conjunto del capital chino. Representante de la facción reformadora, la cual, para encuadrar y explotar mejor al proletariado, sueña con una Perestroika al modo chino, no ha podido imponer sus miras y la reacción de las fracciones rivales del aparato de Estado ha sido brutal. Deng Xiaoping, padre de las reformas económicas, ha destrozado las ilusiones de su ex protegido. Un sector dominante de la burguesía china piensa que puede perderse más con los intentos de implantación de formas democráticas de encuadramiento que lo que se gana. Quizás piensen incluso, no sin razón, que ésa es tarea imposible cuyo único resultado sería la desestabilización de la situación social en China. Sin embargo, por mucho que representen en parte intereses divergentes dentro del capital chino, las camarillas que hoy se enfrentan usan diferentes argumentos ideológicos que no son más que otras tantas tapaderas embaucadoras: los organizadores de la represión se pueden vestir mañana de «demócratas» para intentar embaucar a los obreros: Jaruzelski y Chadli han dado el ejemplo.
Los trágicos acontecimientos de China se integran en el proceso de desequilibrio de una situación mundial sometida a los golpes de ariete de la crisis. Son expresión de la barbarie creciente que impone la descomposición acelerada en la que se está hundiendo el capitalismo mundial. China ha entrado en un período de inestabilidad que puede acabar perturbando los intereses de las dos grandes potencias y abrirla puerta a tensiones peligrosas para el llamado equilibrio mundial.
El terreno de clase del proletariado no tiene nada que ver con esa guerra de sucesión entablada entre las diferentes camarillas de la burguesía china. En esa pelea, el proletariado no tiene nada que ganar. Los proletarios de Pekín que han intentado resistir heroicamente a la represión, más por odio al régimen que por la profundidad de sus ilusiones en las fracciones democráticas del partido, han pagado cara su combatividad. Los obreros han manifestado en las grandes ciudades del sur de China más bien con prudencia que entusiasmados por las manifestaciones pro democráticas de esos aprendices de burócrata estudiantiles. El llamamiento a la huelga general de los estudiantes (que también llamaron a apoyar a Zhao Ziyang contra la represión) no fue escuchado.
El proletariado no deberá escoger entre dictadura militar y dictadura democrática. Esa falsa alternativa ha sido siempre la que ha servido para movilizar al proletariado en sus más trágicas derrotas, durante la guerra de España en 1936 y, después, en la IIª carnicería imperialista mundial. En China hoy, llamar al proletariado a la lucha, a que se ponga en huelga ahora que el poder ha dado rienda suelta a la represión, es quererlo llevar al matadero por un combate que no es su combate y en el que lo perdería todo.
Aunque el proletariado chino ha demostrado con sus huelgas de los últimos años y con su resistencia desesperada de estos últimos días, su creciente combatividad, no por eso hay que sobreestimar sus capacidades inmediatas. Tiene poca experiencia y en ningún momento de las últimas semanas ha tenido ocasión de afirmarse en su auténtico terreno de clase. En esas condiciones, y ahora que la represión está funcionando a tope, la perspectiva no será la de una posible entrada inmediata de los proletarios en su propio terreno de clase.
Sin embargo, los efectos de la crisis que está sacudiendo cada día más en profundidad la economía capitalista y en especial en los países menos desarrollados como China, así como la exasperación y el odio de los proletarios contra la clase dominante, odio agudizado por los últimos crímenes perpetrados por ésta, anuncian que la situación actual no va a durar mucho tiempo.
Los acontecimientos que han sacudido el país más poblado del mundo, están poniendo en evidencia una vez más, la importancia del combate mundial del proletariado para acabar con la barbarie sanguinaria del capital. Ponen de relieve la responsabilidad especial de los proletarios de los países centrales, de antigua tradición de democracia burguesa, que son los únicos que pueden, con sus luchas, destruir las bases de las ilusiones sobre ella.
CCI 9/6/89
«Otra consecuencia es que aparece una clase que debe soportar todas las cargas de la sociedad sin disfrutar de sus ventajas; una clase que, expulsada fuera de la sociedad, queda por la fuerza relegada a ser la oposición más resuelta a todas las demás clases; una clase que está formada por la mayoría de todos los miembros de la sociedad y de la que emana la conciencia de la necesidad de una revolución en profundidad, la conciencia comunista, la cual puede también formarse, claro está, entre las demás clases mediante la comprensión del papel de aquélla.»
Marx, La Ideología alemanag
La URSS de antes, de la Perestroika
Para contestar a esas preguntas, es necesario describir el contexto económico e histórico del capitalismo ruso que determinan y explican la situación actual.
La situación actual de la URSS es resultado de décadas de crisis permanente del capital ruso. La economía rusa es una economía fundamentalmente subdesarrollada. La potencia económica de la URSS se debe más a su tamaño que a su calidad. El Producto Nacional Bruto (PNB) per cápita (por habitante), estimado en 5700 $ en 1988 [1] coloca a la URSS en el puesto 53 del mundo, justo delante de Libia. Las exportaciones de la URSS son típicas de los países subdesarrollados; son sobre todo materias primas, gas y petróleo del que la URSS es el primer productor mundial.
La situación de subdesarrollo del capitalismo ruso es antigua. Llegó demasiado tarde al mercado mundial. Estuvo primero entorpecido en su desarrollo por los restos feudales del zarismo en el siglo XIX; y justo cuando acababa de imponerse políticamente aunque marcado todavía por las taras profundas del feudalismo, su Estado es destruido y su economía trastornada por la revolución proletaria de 1917. Será con la contrarrevolución estalinista cuando logrará imponerse en el escenario internacional. El capitalismo estaliniano, surgido en pleno período de decadencia del capitalismo, lleva obligatoriamente los estigmas de ésta. Producto de la peor de las contrarrevoluciones, el capitalismo estaliniano es una caricatura del capitalismo de Estado decadente. Si la URSS ha conseguido imponerse como segunda potencia mundial, no es desde luego gracias a la competencia y productividad de su economía, sino gracias a la fuerza de sus armas ideológicas y militares en la segunda guerra imperialista mundial y posteriormente en las llamadas luchas de liberación nacional. Aunque el capital ruso se fortaleció tras la guerra gracias al saqueo de los países de Europa del Este (desmontaje de fábricas para su montaje en la URSS) y a una tutela férrea impuesta a todo el bloque conculcando las leyes del intercambio en beneficio propio, no por ello dejará de aumentar su atraso económico respecto a los países más desarrollados. La URSS consiguió alcanzar el rango de segunda potencia imperialista mundial y mantenerse en él gracias únicamente a la transformación de su economía en economía de guerra, polarizando todo su aparato productivo en torno a la producción de armamento. Partes enteras de la economía que no dependían de lo militar prioritario fueron sacrificadas: agricultura, bienes de consumo, salud, etc. Las riquezas extraídas de la explotación de los trabajadores casi ni se vuelven a invertir en la producción, sino que son sobre todo destruidas en la producción armamentística.
Semejante punción en la economía, mucho más fuerte que las realizadas en la producción de armamento en occidente, ha ido pesando cada día más y más en la economía rusa, entorpeciendo gravemente el desarrollo de su capital, quitándole la menor esperanza futura de hacerla competencia a sus rivales en lo económico. El capitalismo del Este se encuentra totalmente inmerso en la crisis mundial, con formas a veces diferentes pero tan significativas como las del Oeste. Irremediablemente, década tras década, la tasa de crecimiento oficial, mantenida artificialmente gracias a la producción de armas, ha ido bajando.
Semejante política económica en la que todo se sacrifica en aras de la economía de guerra y de la estrategia imperialista, no puede sino plasmarse en ataques constantes contra el nivel de vida de la clase obrera.
Y a su vez, a la larga, semejante debilidad económica no puede sino acabar entorpeciendo el desarrollo de la capacidad imperialista de la URSS. Esto queda ilustrado por la historia del capital ruso desde la posguerra [2].
El retroceso del bloque ruso y el inmovilismo brezneviano
Con los acuerdos de Yalta que certificaron el reparto del mundo y en particular el de Europa, entre la URSS y los USA, un nuevo período quedó abierto, período marcado por el antagonismo entre esas dos potencias imperialistas mundiales y dominantes, ansiosas de echar mano a los jirones de los imperios coloniales de una Europa claudicante. Las pretendidas «luchas de liberación nacional» iban a ser uno de los medios del imperialismo de ambos «grandes». Al igual que EEUU, la URSS va a sacar beneficio del periodo de «descolonización» para salir de su aislamiento. Haciendo uso y abuso de sus patrañas ideológicas, mediante su apoyo armado a los movimientos «anticolonialistas» y «nacionalistas», la URSS va a ir ampliando su área de influencia: en Asia (China, Vietnam), Oriente Medio (Egipto, Siria, Irak), incluso en las Américas (Cuba). Por todas las partes del mundo, los partidos estalinistas y las guerrillas apoyadas por la URSS dan testimonio de su potencia militar. Sin embargo, lo que la URSS es capaz de ganar militare ideológicamente es incapaz de consolidarlo en el plano económico. Con los años 60 se inicia un irreversible ocaso que va a acelerarse con el desarrollo de la crisis económica en los años 70; la conquista de Indochina no compensará la pérdida catastrófica de China; la reacción occidental la obliga a echarse atrás en el asunto de los misiles de Cuba; la derrota militar de sus aliados en el Mediterráneo oriental, frente a Israel, acelera su pérdida de influencia en la zona; en América y en África, los movimientos de «lucha de liberación nacional» apoyados por la URSS son derrotados; la «victoria» en Angola, aprovechando la descolonización tardía de los territorios portugueses, es en aquel entonces un flaco consuelo.
Este retroceso es expresión de la debilidad relativa en que se encuentra el bloque ruso respecto a su rival occidental.
Para consolidar su bloque en la periferia, la URSS no puede ofrecer prácticamente nada económicamente hablando; sus ayudas financieras son miserables, incapaces de hacer competencia a los subsidios de occidente; no tiene verdaderas salidas mercantiles para las exportaciones de sus aliados, su tecnología es muy deficiente, todo lo cual impide que sus vasallos puedan competir con eficacia con sus rivales en el plano económico. Los países bajo dominio ruso se irán empobreciendo y debilitando respecto a sus competidores del bloque occidental. Para cualquier capital nacional, es más interesante económicamente encontrarse integrado en el bloque más poderoso, el dominado por USA.
Ante tal situación de debilidad, las únicas bazas de la URSS son la fuerza de las armas y la mentira ideológica. Sin embargo, la propia debilidad económica del bloque ruso no puede, a la larga, sino acabar socavando esos dos pilares del capital ruso. En esto, el reinado de Brezhnev será ejemplar. Tras las ambiciones de Jruschov (el cual preveía comunismo y abundancia nada menos que... ¡para 1980!), la burguesía rusa tendrá que revisar sus ambiciones a la baja. Tras la euforia de los años 50, años de expansión imperialista y de éxitos tecnológicos (primer Sputnik), llegaron los fracasos repetidos de los 60: retroceso en el episodio de los misiles de Cuba, desavenencias con China, descontento de la clase obrera que culminará en las revueltas sangrientas de Novocherkás, la hostilidad de la Nomenklatura a las reformas económicas, todo ello acabará precipitando la caída de Jruschov, el cual «dimitirá» por razones de salud en 1964, sucediéndole Brezhnev.
Punto final a la política ambiciosa de reformas. Las reformas propuestas por Lieberman para dar dinamismo a la economía rusa son enterradas. Las campañas ideológicas de «desestalinización» iniciadas en el XXº Congreso para dar una nueva credibilidad al Estado son totalmente interrumpidas. La incapacidad de la burguesía rusa para llevar a cabo un programa de modernización va a concretarse en inmovilismo. El capitalismo ruso se hunde cada día más en el marasmo económico. Más que nunca, el único medio para la URSS de abrirse nuevos mercados, no ya para que fructifiquen sino para saquearlos, es la fuerza de las armas, pues las armas es lo único que la URSS puede ofrecer a sus aliados. Y la Rusia de Brezhnev las producirá a mansalva. La industria armamentística va a seguir hipertrofiándose a expensas de los demás sectores de la producción.
En el plano internacional, la subida de Brezhnev al poder es la expresión del retroceso del imperialismo ruso. A la vez que la guerra de Vietnam se intensifica y ambas potencias se empantanan en ella, las relaciones entre dichas potencias parecen estar paradójicamente marcadas por las campañas sobre la «coexistencia pacífica», firmándose entre ellas acuerdos de limitación de armamento como en 1968 el tratado de no proliferación de armas nucleares y en 1973 los famosos acuerdos S.A.L.T. Pero la realidad dista mucho de los discursos pacifistas una vez terminada la guerra de Vietnam; la carrera armamentística prosigue imponiendo sacrificios cada día mayores a la economía. Pero la economía es un todo. El abandono de ciertos sectores acaba provocando retrasos tecnológicos crecientes, los cuales a su vez inciden en la eficacia del armamento. La cantidad de armas tenderá a compensar su calidad. Durante los años 70, la influencia del bloque del Este va a irse encogiendo cada día más. Incluso la victoria en el terreno de Vietnam va a provocar una derrota estratégica con la alianza de China con EEUU. Los países de la periferia del capitalismo mundial en donde el bloque del Este mantiene una presencia, se ven sometidos a una presión militar y económica por parte del bloque occidental; son un pozo sin fondo para el capital ruso sin que éste pueda sacar ganancia alguna ni económica ni estratégica.
El hundimiento del régimen del Sha en Irán, al crear un vacío enorme en el dispositivo militar con que el bloque occidental tiene rodeado al bloque del Este, le ofrece una oportunidad a la URSS para abrirse camino hacia los mares cálidos y las riquezas de Oriente Medio, sueño estratégico de la burguesía rusa. Tras los años de las cantinelas pacifistas del Kremlin, la invasión de Afganistán por el ejército rojo a finales de 1979 fue en los hechos un cuestionamiento de los acuerdos de Yalta. Los años 80 se inician con los malos augurios del brusco recalentamiento de las tensiones interimperialistas entre los dos grandes. El bloque occidental reacciona con una ofensiva imperialista de gran envergadura, sometiendo al bloque del Este a un bloqueo tecnológico y económico. Los presupuestos para el armamento en occidente dan un brusco salto, se fabrican nuevas armas cada día más perfeccionadas y eficaces, se lanzan nuevos programas con los últimos descubrimientos tecnológicos y se instaura una política militar más agresiva en las zonas donde la URSS mantiene todavía cierta influencia, utilizando esta vez contra el bloque ruso la guerra de guerrillas en Angola, Etiopía, Camboya, Afganistán.
El brusco aumento de las tensiones imperialistas va a poner de relieve las carencias del dispositivo militar ruso. Ya en 1973, en la guerra del Kippur, en unas cuantas horas, la aviación israelí había derribado sin la menor pérdida casi cien aviones rusos del ejército sirio, quedando así demostrado el retraso tecnológico de las armas rusas y su ineficacia. La entrega por parte de EEUU de misiles Stinger a los muyaidines afganos cambió por completo el campo de batalla. Al ejército rojo le fue imposible usar sus helicópteros blindados como antes y su aviación ya no pudo seguir bombardeando a baja altitud y sin riesgos a los llamados «resistentes»; en cuanto a los carros, éstos resultaron ser dianas fáciles frente a los nuevos misiles y lanzagranadas anticarros entregadas por los occidentales. A pesar de una tropa de más de, 100 000 hombres, de miles de carros, cientos de helicópteros y aviones, el ejército rojo ha sido incapaz de imponerse en el terreno. El Estado Mayor «soviético» ha tenido ocasión de comprobrar lo ineficaz de su armamento, su retraso tecnológico. El anuncio de Reagan del programa llamado «guerra de las galaxias», el cual volvería caducos los misiles estratégicos nucleares y por lo tanto lo esencial del arsenal nuclear ruso, la confirmación del retraso dramático en ámbitos esenciales como la electrónica, provocó entre los estrategas del bloque ruso el temor de un avance tecnológico occidental que dejaría muy atrás a sus sistemas de armas.
Dentro de la burguesía rusa, la fracción militar responsable del complejo industrial-militar y de los ejércitos, se ha convertido en la partidaria más ardiente de una reforma económica destinada a enderezar la situación. La cantidad en armas no es suficiente si no hay calidad. Y para modernizar el armamento hay que «modernizar» primero la economía, o sea, explotar más y mejor a los trabajadores para así fortalecer las capacidades tecnológicas del sector industrial-militar.
La reforma económica necesaria ha chocado contra la pesada inercia burocrática de la clase dominante agrupada en torno al Partido y que paraliza el funcionamiento de la producción y justifica todos los despilfarros. El capitalismo ruso tiene la particularidad de haberse impuesto directamente por medio del Estado, pues la Revolución rusa había reducido a su más simple expresión al sector privado. El mercado interior no tiene un papel regulador mediante la competencia. Los gestores y responsables de la producción están más preocupados por su puesto en la Nomenklatura y los privilegios que de ella dependen que por la producción. Nepotismo, corrupción, chanchullos y conchabanzas reinan por doquier. A los miembros del Partido que obtienen la plaza de director de una fábrica poco les importa la producción, pues la plaza que ocupan no se debe a sus especiales competencias sino que se considera lugar desde el que se pueden obtener múltiples privilegios, se pueden llenar los bolsillos. Ligados a talo cual camarilla, patrocinados por tal o cual alta esfera, su carrera no depende en absoluto de los resultados económicos obtenidos. La anarquía burocrática que reina en la producción es de lo más beneficioso para los «aparatchiks». A una amplia fracción de la Nomenklatura le conviene perfectamente tal situación, base de su propia existencia. Las fracciones de la burguesía que apoyaron el inmovilismo brezhneviano son de lo más hostil a cualquier cambio que ponga en entredicho sus privilegios, aunque tal cambio pudiera ser necesario para el capital nacional. Tras la muerte de Leónidas Brezhnev; las rivalidades entre camarillas empezaron a agudizarse. La guerra de sucesión iba a ser dura.
El principal obstáculo para la instauración de una reforma económica sigue siendo, sin embargo, el proletariado, pues reforma económica significa ataque redoblado contra las condiciones de vida de los trabajadores. AI igual que en el resto del mundo, también en el bloque del Este, las luchas obreras han vuelto al escenario de la historia. Los años de plomo de la contrarrevolución estalinista han quedado muy atrás; ya ha nacido una nueva generación de proletarios a quienes el terror y la represión no consiguen someter.
La cuestión social en el bloque del Este
En la tradición estalinista, las condiciones de vida de la población han sido sacrificadas en aras de la economía de guerra. La penuria campea, los almacenes están vacíos, se ha impuesto el racionamiento, los salarios son una miseria, el control policíaco impone silencio. Esta situación no mejoró mucho durante los regímenes de Jruschov y Brezhnev. Incluso empeoró debido a la profundización de la crisis económica mundial desde finales de los 60, crisis cuyos efectos también se han vivido en el Este. El descontento ha ido creciendo en el seno de la clase obrera, la resignación frente a la mano férrea del terror policíaco ha empezado a desaparecer en la nueva generación de proletarios que no han conocido los peores años de la contrarrevolución estalinista. El desarrollo de la lucha de clase en Polonia ha sido muy significativo al respecto .[3] Las huelgas y revueltas en las ciudades del Báltico (Gdansk, Stettin, Sopot, Gdynia) durante el invierno 1969-70 en Polonia, reprimidas con la mayor bestialidad, la ola de huelgas de 1976 y finalmente la huelga de masas en 1980, que se extendió cual reguero de pólvora por toda Polonia, son testimonio de la renovada combatividad del proletariado. También demuestran a la burguesía que la represión no basta para mantener al proletariado sometido al yugo; a pesar de las sucesivas represiones, tras breves retrocesos, la lucha de clases siempre ha vuelto a desplegarse a niveles más altos. La represión, aunque puede conseguir intimidar al proletariado, es también un factor importante de toma de conciencia por una clase cuya combatividad renaciente está estimulada por los ataques incesantes contra sus condiciones de vida: el divorcio entre el Estado y la sociedad civil es total, el enemigo es claramente identificado. Al abrirse más aún la zanja entre los explotados y la clase dominante, el proletariado consigue reconocer con más facilidad su unidad de clase e imponer sus métodos de lucha.
Para la burguesía, la represión es arma de doble filo. Mal empleada, al contrario de desmoralizar a los obreros, puede reforzar su movilización y determinación. En lo más alto de la huelga en Polonia, haber reprimido el movimiento hacía correr el riesgo de cristalizar el descontento en todos los países de Europa del Este y abrir vía libre a una generalización de la huelga más allá de las fronteras polacas. Ante la huelga de masas en Polonia, a la burguesía no le quedó otro remedio que el retroceso para así recuperar cierto margen de maniobra. Los acuerdos de Gdansk de agosto de 1980, a la vez que marcan el auge de la lucha de la clase, también señalan el inicio de la contraofensiva de la burguesía, la cual va llevarse a cabo con la careta democrática y nacionalista. El proletariado de Polonia, que había demostrado gran combatividad, valentía, determinación, unidad y reflejos de clase para controlar, organizar y orientar su lucha, demuestra, en cambio, su inmadurez, su inexperiencia frente a las mistificaciones más sofisticadas de la burguesía: la creación de Solidarnosc, la subida a primera línea de la Iglesia, todo ello da una nueva credibilidad democrática al Estado estaliniano. Walesa va a desempeñar su papel de bombero de la lucha de clases, yendo de acá para allá pidiendo a los obreros en huelga que vuelvan al trabajo para así no entorpecer el proceso de «democratización» y de modernización del capital polaco. La nueva «oposición» se dedica a hacerle la competencia ultranacionalista al Partido comunista dirigente. El proletariado polaco está desorientado, desmovilizado, dividido, separado de sus hermanos de clase de los demás países. La burguesía va a aprovechar esa situación para reprimir una vez más a finales de 1981. Se prohibió Solidarnosc, lo cual va a reforzar su credibilidad; su labor saboteadora de las luchas de la clase va a proseguir. La clase va a continuar, a pesar de la represión, a exteriorizar su combatividad a lo largo de estos años 80, pero sus luchas son sistemáticamente desviadas por Solidarnosc, que disfruta de gran popularidad, transformándolas en «lucha por la democracia», por el reconocimiento «oficial» del nuevo sindicato.
El proletariado de Polonia es la fracción más avanzada de los países del Este. Sus fuerzas y sus flaquezas no le son típicas, sino que las comparten otras fracciones del proletariado:
- una característica general del proletariado mundial: el desarrollo de la combatividad, la voluntad de luchar. En los países del Este como en otros lugares, una nueva generación de proletarios ha llegado al escenario de la historia; una generación que no ha soportado el yugo de la contrarrevolución triunfante que ha marcado este siglo; una generación no vencida, no resignada, con un potencial de combatividad intacto que no espera sino a expresarse;
- características más especiales, que no se ven más que en los países del este y en los subdesarrollados:
- la falta de experiencia con relación a las mistificaciones más sofisticadas de la burguesía : la ilusión democrática, el pluralismo electoral, el sindicalismo «libre» son otras tantas trampas de las que poca experiencia tiene el proletariado del Este; además, su propia experiencia del terror estalinista tiende a reforzar sus ilusiones democráticas, a idealizar el modelo occidental;
- el peso antiguo de las ilusiones nacionalistas lo ha fortalecido constantemente el centralismo neocolonial y bestial de Moscú, cuyo régimen estalinista ha recogido, en eso, la herencia del zarismo. Excitar el nacionalismo con la represión ha sido una constante del estalinismo, el cual, al reforzar la división del proletariado en múltiples nacionalidades, reforzaba así su poder central.
La debilidad del proletariado de Europa del Este respecto a las ilusiones democráticas y nacionalistas es conocida desde hace tiempo por la burguesía estalinista. Siempre ha sabido dosificar atinadamente la represión y la liberalización para mantener al proletariado encadenado a la explotación: Gomulka y Gierek, mandamases del capital polaco entre 1956 y 1970 aquél y de 1970 a 1980 éste, antes de haber sido represores habían sido «liberalizadores» del régimen. La «primavera de Praga» demuestra cómo ciertas fracciones del régimen estalinista pueden ser ardientes defensores de la «democracia» para controlar mejor el descontento de la población. Desde 1956, el KGB ha transformado Hungría en dominio reservado para allí experimentar sus reformas políticas de «liberalización». El período Jruschov y la «desestalinización» demuestran que el deseo de un encuadramiento «democrático» del proletariado, más eficaz que el uso exclusivo del terror policiaco preocupa a la burguesía del bloque ruso.
La cuestión social es determinante en la capacidad del bloque del Este para maniobrar en el terreno imperialista:
- en el plano económico, la resistencia creciente de los obreros entorpece la carrera del capital a la productividad y sobre todo hace peligrosa una reforma económica, indispensable para el reforzamiento del potencial militar pero que implica una explotación reforzada del proletariado. La modernización del aparato productivo conlleva el peligro de luchas obreras, de una crisis social y de hacer inestable al bloque;
- en el plano político, el descontento creciente del proletariado entorpece la capacidad de maniobra de la burguesía. La ira contra la aventura en Afganistán ha ido aumentando al ritmo de los ataudes y de los heridos en el campo de batalla, a la vez que las ayudas a los aliados del tercer mundo se volvían cada día más impopulares frente al nivel de vida que se iba degradando. La hostilidad del proletariado contra los sacrificios impuestos por las ambiciones del imperialismo ruso va creciendo día tras día;
- en el plano estratégico, las huelgas en Polonia, al paralizar los ferrocarriles, perturbaron totalmente el abastecimiento del dispositivo militar ruso más importante a lo largo del telón de acero, demostrándose así concretamente por qué la paz social le es absolutamente necesaria a la guerra imperialista.
La credibilidad del Estado
A principios de los años 80, el estado de decrepitud senil de Brezhnev es el reflejo mismo del capitalismo ruso. Y las reformas se han vuelto urgentes y para empezar las políticas para dar un poco de credibilidad al Estado ruso tanto puertas adentro como hacia fuera.
Sin embargo, la burguesía estalinista no se ha dado nunca los medios de verdad, si es que alguna vez los ha tenido, para llevar a cabo esta política de «democratización». Para ello, la burguesía estalinista tiene ante sí dos grandes obstáculos:
- hasta los acontecimientos de Polonia en 1980, la combatividad del proletariado pudo quedar contenida, sobre todo mediante la represión más bestial. La Nomenklatura no se sentía, pues, obligada a plantearse reformas políticas en profundidad ;
- los intereses de amplias fracciones de la burguesía están ligadas a la forma misma del Estado y a su funcionamiento estaliniano. El miedo a perder sus privilegios es un poderoso acicate en la resistencia de una fracción del aparato de Estado hostil a la menor idea de reforma;
- el subdesarrollo del capital ruso es una traba enorme para hacer creíbles las ilusiones democráticas, pues más allá de los bellos discursitos, no puede ofrecer la menor mejora económica de las condiciones de vida del proletariado;
- aunque el proletariado es frágil frente a los embustes democráticos, precisamente por su desconfianza absoluta respecto al Estado hace más difícil su búsqueda de credibilidad. Es más fácil meter en las mentes la ilusión democrática con la represión que integrando una oposición permanente en el funcionamiento del Estado, lo cual pone en peligro su credibilidad, que es la piedra clave de la legitimidad de la «democracia».
La credibilidad de su Estado es algo esencial para la burguesía tanto de puertas adentro como internacionalmente. En principio, eso es todavía más esencial para una potencia imperialista de primer orden como lo es la URSS. Sin embargo, en su mismo modo de funcionar, la burguesía rusa expresa la debilidad de su capital subdesarrollado y el peso de sus orígenes históricos, con un inmovilismo y una parálisis política que se plasman en una profunda resistencia a las reformas políticas necesarias para su capital: La burguesía de Estado rusa ha vivido de las rentas de su contrarrevolución victoriosa:
- en el interior, el aplastamiento del proletariado, el aniquilamiento de la revolución por Stalin, le aseguró a la burguesía una larga paz social que casi sólo la represión ha permitido mantener. La credibilidad del Estado equivalía al terror que era capaz de mantener.
– en el plano internacional, la potencia armamentística y en especial el desarrollo del arsenal nuclear son ya en sí suficientes para dar crédito al imperialismo ruso. Además, la burguesía de la URSS, durante décadas, se ha podido permitir el lujo de reivindicarse impunemente de la revolución proletaria, de la que fue principal verdugo, para llevar a cabo una política internacional ofensiva, recabando las simpatías de proletarios y explotados embaucados por las mentiras estilinianas. La mayor patraña de este siglo, la mentira del carácter proletario del Estado ruso ha sido el cimiento principal de la credibilidad de su propaganda internacional.
Todas esas ventajas de la burguesía rusa se han ido gastando con la aceleración de la historia. A principios de los 80, la realidad de las contradicciones del capitalismo ruso se va a volver patente. La cuestión de la credibilidad del Estado va a ser crucial; de ella depende su capacidad para modernizar la economía y mantener su poderío imperialista. En el interior, el terror policiaco ya no es suficiente para amordazar al proletariado. La dinámica de la lucha de clase desarrollada en Polonia expresa en realidad una tendencia general de todos los países del Este, aunque sea de menor importancia. Internacionalmente, la URSS ha ido perdiendo su credibilidad ideológica. La situación económica desastrosa de sus aliados de la periferia capitalista y muy en especial, la catástrofe social de Vietnam tras la salida de los norteamericanos, todo ello se ha encargado de barrer las ilusiones sobre el «progresismo» o el «socialismo» del bloque del Este. Los acontecimientos de Checoslovaquia de 1968 ya habían demostrado a los obreros del mundo entero la brutalidad represiva de la URSS, sembrando la duda en las mentes de muchos proletarios hasta entonces crédulos. La influencia de los llamados partidos comunistas pro rusos, muy implantados dentro del bloque enemigo, va a irse reduciendo sin cesar. Las luchas obreras en Polonia se iban a encargar de darle la puntilla a las mentiras sobre el carácter proletario del Estado ruso y sus secuaces.
La capacidad de la URSS para mantener el poderío de su imperialismo está en relación directa con su capacidad para mantener la credibilidad de su Estado. Con la aceleración de los años 80, con el empantanamiento de la expedición en Afganistán y la explosión social en Polonia, para la burguesía se han hecho indispensables ciertas reformas radicales, la necesidad, en definitiva, de un cuestionamiento sin concesiones de manera a asegurar la supervivencia del capital ruso como potencia dominante.
La Perestroika, y la Glasnost, mentiras contra la clase obrera
La muerte de Leónidas Brezhnev en 1982 va a rematar dos décadas de inmovilismo. Ha sonado la hora de las difíciles alternativas para la Nomenklatura rusa; la lucha por la sucesión va a endurecerse enfrentando a partidarios de las reformas y a quienes se oponen a ellas. El primer tiempo es el del nuevo secretario general Andropov, ex jefe del KGB, quien va a anunciar tímidas reformas y sobre todo se va a dedicar a purgar el aparato de Estado de jerarcas brezhnevianos; pero su muerte prematura en 1984 permite la vuelta de éstos. Chernenko, nuevo secretario general, expresa la victoria de los partidarios de no hacer nada y esperar, pero esa victoria será de corta duración. Un año más tarde le tocará a él morirse. Las defunciones se multiplican entre los vejestorios que dirigen la URSS, lo cual es ya testimonio de la dureza de la lucha por el poder. El nuevo secretario general, Mijail Gorbachov, llegado en 1985 a la cabeza de la URSS, es entonces poco conocido, pero muy pronto va a hacerse notar por su dinamismo político. Ha dado la vuelta la tortilla y la fracción «reformadora» de la burguesía rusa ha tomado las riendas del poder. Ha tocado la hora de la reforma económica y política; se inicia una intensa campaña ideológica: Perestroika (reconstrucción), Glasnost (trasparencia) suenan por el ancho mundo.
Paradójicamente, los sectores del aparato político más a favor de esa política de reforma económica y democrática no son los sectores tradicionalmente «liberales», sino los sectores centrales del Estado ruso: el estado mayor del complejo militar-industrial, preocupado por mantener la capacidad competitiva del imperialismo URSS y la dirección del KGB, bien situada para conocer los riesgos del aumento del descontento entre el proletariado; un KGB que ha seguido con mucha atención lo ocurrido en Polonia. La intelligentsia rusa, por su parte, es el perfecto reflejo de sus colegas occidentales, siempre lista para apoyar causas perdidas y servir de fianza a las fracciones más embaucadoras de la burguesía. Va a serla abanderada de Gorbachov. También Jruschov en sus tiempos había obtenido su apoyo 30 años antes. Sajarov, perseguido durante años bajo Brezhnev, va a ser ahora un decidido defensor de la Perestroika.
Los sectores más resistentes ante la « nueva política » son aquellos que, a todos los niveles del partido, se aprovechan del modelo estaliniano de control del Estado: los caciques locales del partido que se han montado su poder durante años y años de chanchullos politiqueros y policiacos y han amasado una fortuna mediante tráficos, fraudes y sobornos de todo tipo; los responsables económicos, directores de fábrica más preocupados de su situación privilegiada para especularen el mercado negro que de la calidad de su producción y toda una serie de burócratas de cualquier escalón de la maquinaria político-policíaca del partido más preocupados por sus privilegios personales que por los intereses del capital nacional. La burguesía rusa lleva en sí los estigmas del subdesarrollo de su capital. Sus anacronismos son un enorme lastre para conseguir adaptarse.
Además, una fracción central de la Nomenklatura rusa, la que pudo darse cuenta del fracaso de la experiencia de Jruschov y dio cuerpo al inmovilismo brezhneviano, sigue en su sitio. Y no sólo en la URSS, sino en todo el bloque del Este de Europa. Esa fracción tiene muchas dudas en cuanto a la capacidad del Estado-capital ruso para llevar a cabo la política ambiciosa que pretenden los llamados «reformadores». Fue ese miedo, no infundado, a un fracaso de las reformas, acarreador de un caos económico y social ampliado, lo que durante 20 altos la mantuvo en una parálisis conservadora. La instauración de reformas apareció al principio como guerra entre camarillas que se peleaban por controlar la dirección. Tras la muerte de Brezhnev, la agarrada entre jerarcas de la burguesía rusa fue discreta pero ya violenta; con la subida al poder de Gorbachov va a volverse espectacular, al utilizar éste las sucesivas purgas para alimentar la campaña de credibilidad democrática La Perestroika se lleva a cabo a la manera del paso de carga de las purgas estalinistas. Y, para empezar, ¿qué es eso de la Perestroika?
En su origen, Perestroika significaba refundición o reconstrucción de la economía, mientras que la Glasnost, la transparencia, era la vertiente política, la de las reformas «democráticas». Pero las palabras mágicas que los peritos publicitarios encuentran para alimentar las campañas mediáticas de la burguesía pueden cambiar de contenido según las necesidades. La palabra Perestroika ha tomado el sentido de cambio y se ha ampliado a todos los ámbitos englobando también el término de Glasnost; es ése un lógico desplazamiento de sentido, pues cuatro años después de la llegada del nuevo Secretario general, la reforma económica sigue en punto muerto.
Las reformas promulgadas a golpe de decreto y pregonadas a bombo y platillo pocos efectos tienen en la economía real; son absorbidas, digeridas y desviadas por el aparato del partido y vueltas inaplicables a causa del enorme lastre de las carencias y el mal funcionamiento de la economía. El montaje que se ha armado en tomo a la autonomía financiera de las empresas, en torno a las nuevas empresas familiares privadas o las empresas mixtas con participación de capitales extranjeros, todo eso es mucho ruido mediático para las pocas nueces de la transformación económica real. Para citar un ejemplo que fue ampliamente difundido por los media: el del empresario norteamericano que se había lanzado junto con el Estado ruso a la distribución de pizzas y cuyos camiones pudieron ser vistos en las televisiones del mundo entero, asediados por los moscovitas curiosos; el tal empresario prefirió renunciar a su empresa: cuando los camiones se averiaban, había que esperar semanas para repararlos; faltaban frigoríficos para almacenar la mercancía o los había defectuosos; la calificación de la mano de obra dejaba bastante que desear; el robo, los untos burocráticos hacían la gestión imposible.
Ese ejemplo es significativo de la economía rusa. La penuria de capital es tal que hace aleatoria cualquier reforma económica. Las ambiciones que se proponía al principio el equipo gorbachoviano ya han sido revisadas hacia abajo y, hoy, uno de los principales consejeros económicos del Secretario general declara que tendrán que pasar «una o dos generaciones para que se realice la Perestroika». Al paso que llevan hoy, ni contando en siglos. Desde la subida al poder de la nueva camarilla dirigente, la situación de los proletarios, por mucho que diga la propaganda, al contrario de mejorar no ha hecho sino degradarse. Se ha agravado la penuria de bienes de consumo. Incluso en Moscú, hasta ahora privilegiada en cuanto abastecimiento, se están racionando géneros tan corrientes como el azúcar y la sal. Los almacenes de la Perestroika están vacíos .[4]
Sin embargo, aunque una auténtica reforma de la economía es más pura propaganda que posibilidades reales, ello no quita que la burguesía rusa tenga que llevar a cabo una serie de medidas con las que reforzar el potencial militar de su economía. Pero todas las medidas planteadas para ello, o sea:
- liberación de precios por supresión de subvenciones;
- controles de calidad en toda la economía según criterios fraguados en la producción militar;
- autonomía financiera de las empresas estatales y clausura de factorías no rentables;
- desarrollo de un nuevo sistema de incentivos para aumentar la productividad del trabajador;
- desplazamientos masivos de mano de obra de sectores con plantilla sobrante hacia sectores donde falta mano de obra;
todas esas medidas, pues, chocan con la resistencia de una fracción importante del aparato del Partido y, sobre todo, implantadas así corren el riesgo de encender la mecha del descontento social.
En realidad, cualquiera de esas medidas es un ataque contra las condiciones de vida de la clase obrera. La Perestroika no es ni más ni menos que un programa de austeridad. El ejemplo polaco de 1980, en el que un aumento masivo de los precios había desatado la dinámica que llevaría a la huelga de masas que se extendió por todo el país, ha sido una lección que ha estado muy presente en la mente de la burguesía rusa incitándola a la prudencia. Antes de emprender ataques importantes, la burguesía rusa debe primero darse los medios para que puedan ser aceptados lo mejor posible y sobre todo debe dotar a su aparato de Estado de medios de encuadramiento y de mentira ideológica que le permitan encarar el descontento inevitable del proletariado. Cuando, por ejemplo, esos planificadores de poltrona anuncian fríamente que desde ahora hasta finales de siglo habrá que desplazar a 16 millones de trabajadores, eso significa ni más ni menos que habrá también millones de trabajadores echados a la calle, con el peligro social que puede eso acarrear. La burguesía estaliniana está obligada a adaptar su aparato de encuadramiento del proletariado, a hacerlo más maleable y más digno de crédito. Debe llevar a la práctica algunas mentiras ideológicas, con más y más intensidad y sofisticación para encubrirla realidad concreta cada día más desastrosa.
La Glasnost es la vertiente política de la Perestroika, la mentira destinada a encubrirla instauración de una mayor austeridad. Las reformas del aparato político que sirven para darle más crédito y fortalecerlo son prioritarias, su instauración es condición previa del éxito de la Perestroika. Eso es tan cierto que el gobierno ruso ha preferido retrasar las medidas de liberación de los precios en 1988, ha dejado que aumenten los sueldos (los aumentos fueron de 9,5 %) para así no atizar el descontento y no debilitar el impacto inmediato de sus campañas ideológicas sobre la «democratización».
El retorno del problema social al primer piano de la realidad en la Europa del Este obliga a la burguesía rusa a usar las mismas armas que la burguesía mundial está afilando contra el proletariado, pues, por todas partes, éste ha levantado cabeza, ha desarrollado sus luchas. Las campañas por la democracia se han estado desarrollando a escala mundial; la Perestroika democrática en la URSS es el eco de las campañas activas llevadas a cabo por Estados Unidos en su bloque para quitarse rápidamente de encima unas dictaduras gastadas como zapatillas viejas por «democracias» nuevecitas. No queremos decir, ni mucho menos, que en todos los países la burguesía tema una revolución proletaria; es el riesgo de una explosión social que ponga en entredicho los intereses del imperialismo lo que preocupa a la clase dominante y la obliga a fortalecer su frente social con la panacea de la democracia: pluralismo de partidos, elecciones a repetición, oposición legal, sindicatos con crédito y hasta muy radicales, etc. En el Este como en el Oeste se llevan a cabo las mismas políticas y por las mismas razones.
Las campañas democráticas no es algo nuevo en la URSS. Ya Jruschov en sus tiempos, se había sacado de la manga una especie de Perestroika antes de hora. Lo que sí es nuevo, son los medios utilizados: la burguesía rusa se ha puesto a copiar a sus colegas occidentales. La campaña mediática es intensa, las manipulaciones políticas cada vez más frecuentes para darle una nueva credibilidad democrática al Estado. Esas campañas vienen acompañadas de la renovación profunda de los órganos dirigentes del Partido. Las dimisiones y ceses de estalinistas de la vieja guardia, a la vez que permiten eliminar a las fracciones que se resisten a la Perestroika, sirven para reforzar el crédito democrático de los cambios actuales, dejando que aparezca un personal más joven y adicto a las reformas. Los vejestorios burócratas, caciques del partido estalinista desde hace décadas, totalmente putrefactos por años de poder y de chanchullos son el espantajo ideal a causa del odio que inspiran en la población, para desahogar los deseos de venganza popular y justificar así las dificultades de la Perestroika en el plano económico. En los «conservadores» constantemente señalados con el dedo por la prensa y, como si de un esperpento teatral se tratara, personificados en Ligachev, miembro del Buró político, Gorbachov ha encontrado sus legitimadores ideales, que le sirven para granjearse el apoyo de parte de la población y en especial de los intelectuales, quienes temen la vuelta de los métodos policíacos del pasado y que quede ahogada la ilusión de libertad actual.
El debate entre «reformadores» y «conservadores» se desarrolla día tras día en todos los medios de comunicación de la URSS. Se organiza un fino reparto de trabajo: Pravda defenderá la orientación conservadora, mientras que Izvestia tomará partido por los reformadores; se publican cantidad de polémicas para así polarizar la atención de los trabajadores e invitarles a participar en los debates, a las que se añaden confusas publicaciones que defienden cualquier cosa. Se montan juicios por corrupción contra personalidades de la era Brezhnev, como el del propio yerno de éste, para así legitimar y librar de toda culpa a los actuales dirigentes.
Pero todo eso es poco comparado con la gigantesca manipulación que se va a organizar para la verbena electoral de esta primavera de 1989. Gorbachov, con las riendas del poder bien firmes, ha encontrado en Ligachev el adefesio que realza su propia hermosura, pero también necesita una izquierda digna de crédito para encauzar el descontento y captar las múltiples capillitas opositoras que pululan, y dar así la imagen de una democracia de verdad. En Polonia, donde la «democratización» se ha hecho en caliente, en enfrentamiento directo con la lucha de la clase, Solidarnosc gozó de entrada de gran crédito entre los obreros. Además, la Iglesia, a pesar de haber estado desde hace tiempo integrada en el aparato de Estado polaco, se había quedado siempre en una oposición discreta conservando así cierta popularidad en la población. En la URSS, la situación es muy diferente. La «democratización» se hace en frío, preventivamente; y tras años y años de represión poco género le queda a la burguesía rusa para confeccionarse sus nuevos trajes democráticos. Así que ha tenido que fabricarse una oposición con los retales que le quedan para animar el circo electoral.
Un jerarca del partido de Moscú, Boris Eltsin, miembro del Buró político, va a transformarse en supercampeón de la Perestroika, crítico intransigente de las insuficiencias en la carrera hacia la democracia; estigmatiza las resistencias de los conservadores, se presenta como defensor de los intereses de la población. Tras una agarrada con el cabecilla de los conservadores, Ligachev, durante una reunión del pleno del Comité central, lo van a dimitir de su plaza de suplente del Buró político, perdiendo su puesto en la jerarquía del Partido. Se desarrolla entonces una campaña de rumores sobre lo radical que fue el contenido de su intervención ante el Comité central y durante meses, va a hacer el papel de aquí estoy pero no estoy. En el seno del Partido en Moscú, la «base» organiza una campaña en favor suyo. Finalmente, Eltsin aparecerá para animar y dar crédito a la campaña electoral para la renovación del Soviet supremo. Todas las medidas tomadas contra él, las maledicencias sobre él filtradas por la burocracia van a darle una crédito nuevecito. En un país en el que durante décadas todo el mundo ha aprendido algo esencial: el Estado miente, en un país así lo que da crédito a un individuo y a su discurso es la represión y las molestias burocráticas que se le imponen. En las peleas que están sacudiendo a la Nomenklatura, cantidad de altos burócratas del aparato (los aparatchiki), rebosantes de ambición, que ya han olfateado los nuevos tiempos, se van a forjar una imagen de «oposición», de radicalismo, de anticorrupción, de populismo barato contra la mala leche burocrática de los vejestorios que no quieren ceder sus poltronas a otros traseros. Los intelectuales, humillados durante largo tiempo por Brezhnev van a formar la tropa electoral de la nueva «oposición» aportando su garantía «liberal» y «democrática» en la persona de Sajarov. La nueva «oposición» ha nacido. Las elecciones de esta primavera de 1989 va a darle su legitimidad.
Para estas elecciones una novedad de importancia ha sido adoptada: se han fomentado y favorecido las candidaturas múltiples procedentes del Partido y de otras estructuras del Estado para así dar la ilusión de pluralismo. Se hace todo por dar crédito a estas elecciones y, por ello mismo, a los nuevos oponentes. Una campaña «al modo americano» se va a llevar a cabo por vez primera en la URSS. La «oposición» va a movilizarse en los media. Eltsin sale en todos los canales de televisión; lo entrevistan en su modesto pisito con su esposa y su hija que parecen asustadísimas por tanta novedad; lo sacan muy lucido echando el bofe en una cancha de tenis, con sus calzones blancos y su cinta en la frente; incluso le encontraron un contrincante de corte burocrático todavía más inflado y más lamentable. Eltsin realiza un retomo a escena de lo más clamoroso; sale en todas las pantallas, ondas y papeles, junto con Gorbachov claro está. Un milagrito burocrático y mediático más. Al mismo tiempo se organizan manifestaciones de apoyo por las calles de Moscú con su retrato de estandarte. El ambiente se caldea con los problemas que encuentran los «reformadores radicales» de marras, para que sus candidaturas sean aceptadas por las oligarquías locales del Partido. Sajarov se pelea con los burócratas de la Academia de Ciencias. Así, la popularidad de las nuevas candidaturas no cesa de crecer.
Todo ello no es, sin embargo, suficiente. La burguesía rusa va a echar más carne en su molinillo de manipulaciones para encauzar a los proletarios hacia las urnas y dar crédito a las elecciones y a la idea de cambio. Algún tiempo antes del día electoral fatídico, una manifestación nacionalista en Georgia será duramente reprimida. Matan a varios manifestantes. La derecha, los conservadores, son acusados de querer sabotear la Perestroika. Circulan rumores inquietantes sobre un atentado en el metro de Moscú. Gorbachev estaría en dificultades; ciertos conservadores estarían preparando su vuelta por la fuerza. Hay que votar para guardar la dirección actual; la izquierda, tras Eltsin, se plantea como mejor obstáculo contra la vuelta de los conservadores, como la mejor garantía de la aplicación de las reformas. La población es llamada a dar su opinión, pues de ello depende su destino. La victoria de los «radicales» de la Perestroika va a ser total. En Moscú, Eltsine va a salir elegido con 89 % de votos y en toda la URSS, la nueva «izquierda» obtiene resultados impresionantes. Los jerarcas del Partido salen derrotados. De estas elecciones, el Estado ruso sale reforzado: la ilusión democrática de un cambio electoral cobra una apariencia de verdad, una izquierda con visos de credibilidad empieza a existir a la vez dentro y fuera del Partido.
Gracias a su éxito y al contrario de los falsos rumores que habían circulado antes de las elecciones, Gorbachev sale fortalecido y organiza una nueva purga. Unos cien delegados al Soviet supremo piden amablemente su dimisión, mientras la izquierda organiza manifestaciones con Eltsin y Sajarov codo con codo y en cabeza, para apoyar a los nuevos diputados reformadores del Soviet. En mayo último, 100 000 personas se han manifestado tras aquellos en Moscú, y podrá apreciarse entre los asistentes la presencia de una delegación de la IVª Internacional trotskista, haciendo su típico papel de «apoyo crítico » al estalinismo, y, además, en el escenario original.
La habilidad política en el montaje de todos los factores necesarios para una nueva credibilidad del estado ruso, demuestran que la virtud de Gorbachov no es desde luego su «sinceridad democrática» sino su capacidad maniobrera típica del estalinismo. Purgas burocráticas, manipulaciones políticas y policiacas, campañas ideológicas mistificadoras, rumores y bulos organizados, represiones sabiamente dosificadas, etc.; toda esa colección de mentiras y de terror demuestra que, bajo las apariencias. Gorbachov es un digno heredero del estalinismo que adapta sus conocimientos a las necesidades de la situación actual, Esta realidad va a plasmarse especialmente en el terreno de las «nacionalidades».
Desde 1988, las manifestaciones nacionalistas en Armenia, en Azarbaiyan, en los países bálticos, en Georgia, están concentrando la atención sobre la situación en la URSS. La cuestión de las nacionalidades es un viejo problema en la URSS, heredado del pasado colonial de la Rusia de los zares, agudizado por la represión brutal del estalinismo; ese problema es, en fin, la expresión de lastre del subdesarrollo del capital soviético. Las manifestaciones habidas son expresión de un descontento real en la población. Pero, al desarrollarse únicamente en el terreno puramente nacionalista, esas expresiones de descontento no pueden sino reforzar el control que ejerce la clase dominante, aunque hayan sido provocadas por rivalidades entre camarillas. Son el terreno ideal para toda clase de manipulaciones en las que el equipo de Gorbachov, siguiendo la vieja tradición, parece ser experto.
La burguesía rusa ha sabido siempre explotar los mitos nacionalistas, la rabia antirusa, para así dividir a los proletarios y desviar el descontento social hacia el nacionalismo, terreno privilegiado de la dominación de la burguesía. Y esto, claro está, no sólo es cierto en la URSS misma, sino también en todo el baluarte europeo sometido a su imperialismo. Los acontecimientos de Polonia lo demuestran con creces desde 1980: las ilusiones democráticas y el nacionalismo antiruso han sido las principales armas de la burguesía polaca para conseguir meter en cintura a los obreros. El actual despliegue de la propaganda nacionalista en los países del Este no es únicamente la expresión de las ilusiones de una población descontenta, sino que forma parte de una política buscada e instaurada por la administración Gorbachov. La propaganda nacionalista que hoy se ha desatado, con la careta de opositora, corresponde a una nueva política antiobrera organizada para entorpecer el desarrollo futuro de las luchas proletarias contra la política drástica de austeridad que se está implantando.
En ese contexto, no es, ni mucho menos, una pérdida de control por parte del Estado ruso el que en Armenia, la sección local del PC apoye la reivindicación nacionalista de la integración del Alto Karabaj, a la vez que en Azerbaiyán apoya exactamente lo contrario, atizando las brasas nacionalistas (y a este respecto, cabe preguntarse quién organizó y cuáles fueron los verdaderos orígenes de los pogroms anti-armenios que encendieron la mecha), mientras que en los países bálticos ha sido el PC mismo quien ha organizado las manifestaciones nacionalistas en torno a un debate constitucional cuya finalidad no es otra que la de refrendar las ilusiones democráticas y nacionalistas.
Todo ese zafarrancho, en lugar de haber debilitado a Gorbachov, le ha permitido desarrollar su ofensiva política Dejando que se organizaran manifestaciones masivas, ha fortalecido su imagen liberal sin muchos riesgos; incluso la catástrofe que asoló Armenia le ha permitido montarse un numerito televisivo sobre su política aperturista. Y esa terrible situación, que dejó patentes las carencias de la administración, ha sido un buen pretexto para intensificar las purgas en curso dentro del partido estalinista. La represión misma, en ese contexto supermediatizado, es presentada como prueba de una firmeza tranquilizadora contra los excesos que pueden poner en peligro las reformas.
La represión cínica y asesina de una manifestación en Georgia ha sido el pretexto de una nueva campaña contra los «conservadores» para así movilizar a los obreros en el terreno electoral, dramatizando la situación. La camarilla dirigente local ha pagado de paso los platos rotos cayendo en desgracia en un reajuste de dirigentes. Pero, ¿a quién le ha beneficiado el crimen, sino a Gorbachov?
Como ya hemos dicho, no sólo es en la URSS donde la política de propaganda nacionalista antiobrera se está instaurando. Ya citamos a Polonia, pero también cabe citar a Hungría en donde se ha desencadenado una propaganda antirumana. Y, claro, en Rumania, lo es contra Hungría; en Bulgaria, antiturca. Y así. En cada caso se atiza el nacionalismo de las minorías nacionales para justificar campañas más generales y si hace falta mediante la represión.
Los diferentes nacionalismos que hoy se están desarrollando en los países del Este no son expresión de un debilitamiento del Estado central, sino al contrario, son una herramienta de su reforzamiento. Las ilusiones nacionalistas son el digno complemento de las patrañas democráticas.
Nunca una campaña ideológica de la burguesía rusa había tenido un apoyo semejante por parte de Occidente. Gorbachov se ha convertido en nueva estrella del firmamento mediático mundial: ha venido a hacerle la competencia al llamado «gran comunicador», Reagan. La burguesía rusa parece haber aprendido bien de sus colegas occidentales el arte de la maniobra mediática.
La voluntad afirmada, nada más llegar al poder, de hacer concesiones en el plano imperialista, el lenguaje de «paz», las propuestas de desarme, ampliamente difundidas por los media, todo ello ha movido a una simpatía instintiva de los habitantes de un planeta traumatizados por las incesantes campañas militaristas que se han ido sucediendo desde 1980. Incapaz de seguir la sobrepuja militar a causa de la no adhesión de la población, la URSS, frente a la ofensiva imperialista occidental de los años 80, se ha visto obligada a retroceder de nuevo. La inteligencia de la burguesía rusa y en especial la de la fracción dirigida por Gorbachov, está en haber sabido sacar provecho de ese retroceso impuesto para renovar su estrategia interior e internacional.
Los nuevos ejes de la propaganda soviética (paz y desarme a nivel internacional, Perestroika-Glasnost en el interior) van a coger a contrapelo a la propaganda occidental basada en la denuncia del «Imperio del mal», del militarismo ruso y de la ausencia de democracia en los países del Este. Esta situación va a provocar un zafarrancho mediático en el mundo entero. El bloque del Oeste se ve obligado a cambiarse de chaqueta en sus campañas mediáticas. Ante los temas «pacifistas» de la diplomacia rusa, los USA no pueden permitirse aparecer como bravucones militaristas, sobre todo frente a una clase obrera que tras el retroceso de principios de los 80, ha vuelto de manera significativa al camino de la lucha durante los años 80. Los dos bloques imperialistas que se reparten el planeta se van a poner a entonar a ver quién berrea más la tonadilla pacifista y democrática. Las campañas embusteras sobre la paz forman parte de la lucha ideológica que tienen entablada ambos bloques.
Sin embargo, aunque el bloque occidental ha aplaudido a Gorbachov en sus cambios de tono en las campanas ideológicas, aunque parece haberle dado su apoyo en su voluntad de reformas políticas, no por ello se cree lo que aquél dice. Aunque las concesiones militares de la URSS son verdaderas y menos da una piedra, no por ello son nuevas. Brezhnev había hecho lo mismo y «la paz y el desarme» son temas ya muy gastados en la propaganda de todas las burguesías y en especial de la estalinista desde siempre. Y por mucho que se diga tampoco es, ni mucho menos, porque el bloque occidental se haya visto metido en la trampa de la nueva propaganda rusa. Nada obligaba al bloque occidental a lisonjear a Gorbachov como lo ha hecho, apoyando con toda la fuerza de sus canales de televisión las iniciativas «democráticas» de la Perestroika, haciéndoles granjearse el crédito del mundo entero, integrándolas en una enorme y aplastante campana mediática sobre la «Democracia» a escala planetaria.
Ese apoyo de Occidente al nuevo equipo dirigente ruso cuya política extranjera ofensiva intenta recabar una nueva credibilidad para el imperialismo ruso y, en política interior, fortalecer el Estado y su economía de guerra, puede parecer cuando menos paradójica. Sin embargo, esa aparente paradoja se explica por las lecciones que ha sacado la burguesía del bloque del Oeste, de los acontecimientos de Irán y de Polonia. No tiene el menor interés en que se desarrollen luchas sociales en Europa del Este, que podrían tener efectos internacionales contagiosos, que al provocar la inestabilidad de la clase dominante del bloque adverso podría dar lugar a que subieran al poder fracciones de la burguesía muy estúpidas, mucho más peligrosas para la estabilidad mundial, teniendo en cuenta el potencial militar ruso, que un Jomeini en Irán.
A pesar de su mayor potencia, el bloque occidental está básicamente enfrentado a las mismas dificultades que el bloque ruso. El despliegue de los mismos temas de propaganda expresa necesidades idénticas: encuadrar al proletariado, entorpecer y desviar la expresión de su descontento, hacerle aceptar medidas de austeridad cada vez más duras, hacerle cerrar filas en tomo a «su» Estado en nombre de la Democracia y abrir la vía hacia la guerra .[5]
Si se escucha a los comentaristas enteradillos de la burguesía internacional, la Perestroika iría de éxito en éxito y Gorbachov de victoria en victoria. Ya hemos visto rápidamente de qué iba la cosa en el plano económico: hasta ahora, un fracaso. ¿En qué consiste pues el éxito de Gorbachov? Primero, en lo político, por su capacidad para imponerse frente a los sectores reticentes de la burguesía rusa; de ello son testimonio las sucesivas purgas. El balance de la nueva ropa democrática que se ha puesto el estalinismo es más mediocre. Lo esencial está por hacer para que el Estado ruso se fragüe una nueva credibilidad ante su propia población. Claro está, la «intelectualidad» aplaude con frenesí las tímidas reformas democráticas y con su incesante agitación les da cierta apariencia de vida, pero ¿cuál es la reacción de los obreros, de la inmensa mayoría de la población, ante ese torbellino mediático en torno a las «reformas»?.
La profunda desconfianza hacia un Estado que encarna 50 años de imperio del estalinismo, de cínica represión, de mentira permanente, de putrefacción burocrática, sigue siendo muy fuerte entre los obreros. Incluso si el temario democrático propuesto por la Perestroika puede interesar algo entre los trabajadores, el que las reformas vengan impuestas desde arriba, el que procedan de la propia jerarquía del PC, no puede sino provocar la desconfianza. La experiencia de Jruschov no está tan lejos para olvidarla; las bonitas palabras democráticas de entonces acabaron en la represión de las luchas obreras de 1962 y 1963. Frente ala Perestroika, el proletariado sigue usando las mismas armas que frente a la tutela policiaca de Brezhnev: resistencia pasiva.
La política de rigor y de «transparencia» de la nueva dirección soviética choca con los viejos reflejos de desconfianza y del arreglárselas tan arraigados en el proletariado ruso. El racionamiento tan impopular del alcohol provocó el saqueo de las existencias de azúcar en los almacenes para alimentar los alambiques clandestinos, lo cual acarreó el racionamiento de azúcar. El anuncio hecho por un burócrata, ante los rumores de penuria de té en Moscú, de que no había el más mínimo problema de abastecimiento, provocó un pánico inmediato entre los consumidores que se abalanzaron al almacén más cercano... y tuvieron que racionar también el té. Estos problemas cotidianos, pan bendito de los corresponsales extranjeros y miseria de los trabajadores de la URSS, expresan la resistencia y la desconfianza hacia todas las iniciativas del Estado. Estos problemas, la Perestroika no los ha solucionado ni mucho menos, porque no tiene medios para ello; las estanterías de las tiendas siguen tan vacías como antes; ésa es la realidad que vive el proletariado. Y como el gobierno no tiene nada que ofrecer de concreto y material no puede basarse en ello para engañar; lo más que puede hacer es meter en las mentes la idea de que es menos represivo, más abierto al diálogo que los anteriores; pero eso no da de comer.
El verdadero peligro de caer en la trampa viene de quienes se las dan de «oponentes», de ésos que critican abiertamente al gobierno y denuncian la penuria, de ésos que pretenden defender los intereses de las clases trabajadoras. A la nueva «oposición» en torno a Eltsin y Sajarov le quedan, sin embargo, muchos progresos que hacer para granjearse una verdadera credibilidad entre los proletarios. La efervescencia actual en torno a la «oposición» es cosa más bien de la intelligentsia y de gente joven sin gran experiencia. En general, los obreros han permanecido indiferentes ante tanto ruido. La personalidad de los Eltsin y Sajarov, ellos también dignos representantes de la Nomenklatura, no es muy entusiasmante que digamos. Pero esta relativa indiferencia de la clase obrera no debe hacemos olvidar la fragilidad de la clase obrera en Rusia frente a los embustes más sofisticados que la burguesía está montándose. Ahí está el ejemplo polaco para demostrárnoslo.
La ofensiva ideológica del Estado ruso está todavía en sus principios. La implantación de una oposición no es más que la primera piedra del edificio «democrático» que Gorbachov quiere construir. La utilización de un sindicalismo radical como con Solidarnosc en Polonia, la instauración de un pluralismo político y sindical en Hungría demuestran que la burguesía rusa está dispuesta a ir más lejos para reforzar el crédito de su Estado y disolverla desconfianza obrera. La creación de un sindicato creíble es la condición indispensable para un encuadramiento «democrático» de la clase obrera. No cabe la menor duda de que Gorbachov va a ponerse a trabajar duramente en el asunto si quiere llevar a cabo su programa de reforzamiento del capitalismo ruso. Al igual que los sindicatos en el mundo occidental. Solidarnosc en Polonia ha demostrado con creces su capacidad para ahogar las luchas obreras; sería de lo más extraño que la burguesía rusa no hiciera uso de tal herramienta. Pero si bien un partido político, una oposición puede intentar darse crédito «en frío», mediante el sacrosanto «debate democrático», no ocurre lo mismo con un sindicato, el cual aprovecha la lucha de clases, las huelgas, para ganar credibilidad.
El proletariado ruso, en estos últimos años, no ha manifestado una gran combatividad, al menos por lo que se sabe. Sin embargo, la disminución constante de su nivel de vida va a aumentar con la Perestroika; combinada con los efectos desinhibidores de la «liberalización», la cual exige un mínimo de permisividad para que resulte un poco creíble, puede animar a los obreros a la lucha. El los países del bloque del Este como en los del Oeste, la perspectiva es la del desarrollo de la lucha de clases. En este contexto, es cierto que la Perestroika/Glasnost puede ser un arma peligrosa contra el proletariado: los obreros del Este tendrán que enfrentarse a engañifas muy peligrosas: «oposiciones radicales» que se van a reivindicar de sus intereses, sindicatos «libres» que sabotearán sus luchas, zafarrancho mediático permanente, etc., mistificaciones de las que tienen poco experiencia.
Esa experiencia es la que está viviendo hoy el proletariado polaco. Es un duro aprendizaje, son derrotas de la clase obrera en Europa del Este.[6] El totalitarismo democrático y sus mentiras es una situación que el proletariado de los países desarrollados de Occidente vive ya desde hace décadas y de ella tiene ya una experiencia valiosísima. Por todas partes, la perspectiva es la del desarrollo de la lucha de los obreros; así que, por todas partes, la burguesía intenta usar las mismas armas, las más eficaces, las más falsas, las más peligrosas: las de la «Democracia», pura ilusión, pura tapadera con la que ocultar la bestialidad totalitaria del capitalismo decadente. La campaña actual es mundial. En realidad, la situación del proletariado mundial está igualándose: la represión policiaca es cada día más corriente y más dura en las viejas democracias occidentales, mientras que en los países subdesarrollados del mundo -incluida la URSS-, junto con la represión siempre presente, parece haber llagado la hora de la renovación de la fachada estatal con una buena mano de pintura democrática
La cuestión no es saber si Gorbachov, o la burguesía mundial incluso, poseen los medios de su política De lo que se trata es de saber cómo va a enfrentar el proletariado el arsenal de embustes que la burguesía le está metiendo para imponerle la austeridad todavía mayor de las reformas económicas. La capacidad del proletariado de Europa del Este para descebar las trampas está indisolublemente unida con la del proletariado de Europa occidental para desarrollar sus luchas, para sacar a la cruda luz del enfrentamiento de clases lo que es la realidad de la mentira democrática del mismo modo que los proletarios de Europa del Este, con sus luchas, han demostrado a sus hermanos de clase del mundo entero la realidad de la mentira estalinista.[7] Las ilusiones sobre Occidente, sobre su modelo democrático son un gran lastre en las conciencias de los obreros de Europa del Este. Sólo la lucha de la clase obrera que se desarrolle en el corazón de la Europa occidental industrializada, en el centro mismo de la mentira democrática, podrá disipar el espejismo, esclarecer las conciencias, reforzando así, por todo el ancho mundo, la capacidad del proletariado para evitar las trampas, para destrozar todos los telones de acero del capitalismo, plantando de ese modo los jalones de su movimiento por la unificación mundial.
J.J.
[1] Fuente: Kerblay B. La reforma económica y necesaria.
[2] Sobre la crisis en los países del Este, pueden leerse los artículos de esta Revista Internacional nos 12, 14, 23 y 43.
[3] (3) Sobre las luchas en Polonia véase la Revista Internacional n° 24, 25, 26 y 27; para la lucha de clase en Europa del Este en general, véase Revista Internacional n°' 27, 28 y 29.
[4] (4) Sobre la situación económica en la URSS de la Perestroika publicaremos un artículo en el próximo número de esta Revista, que analizará más ampliamente el tema. Véase también la Revista Internacional nos 49 y 50.
[5] Véase el artículo «Las «paces» del verano» en Revista Internacional nº 55.
[6] Véase el artículo Polonia: el obstáculo sindical en Revista Internacional, nº 54.
[7] Véase «El proletariado de Europa del Oeste en el centro de la lucha de clases», en Revista Internacional, nº 31.
La «crisis ideológica» crisis de valores de la que hablan periodistas y sociólogos desde hace años no es, como dicen, «una adaptación dolorosa a los progresos tecnológicos capitalistas». Es al contrario la manifestación de que el capitalismo ha dejado de representar un progreso histórico. Es la descomposición de la ideología dominante que acompaña a la decadencia del sistema económico.
Todos los trastornos de las formas ideológicas capitalistas desde hace tres cuartos de siglo no son ni mucho menos un rejuvenecimiento permanente del capitalismo sino una manifestación de su senilidad, una manifestación de la necesidad y de la posibilidad de la revolución comunista.
En los artículos precedentes de esta serie[1], destinada a responder a esos «marxistas» que niegan el análisis de la decadencia del capitalismo, hemos desarrollado sobre todo los aspectos económicos de la afirmación: «Es en la economía política en donde hay que buscar la anatomía de la sociedad civil», como decía Marx [2].En ellos, hemos reafirmado la visión marxista según la cual las causas que provocan que en un momento dado de su desarrollo, los sistemas sociales (esclavitud antigua, feudalismo, capitalismo) entren en decadencia son las económicas:
«En cierto grado de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en conflicto con las relaciones de producción existentes, o con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se habían desenvuelto hasta entonces, y que no son más que su expresión jurídica. Esas condiciones, que hasta ayer habían sido formas de desarrollo de las fuerzas productivas, se convierten en pesadas trabas. Se abre entonces una era de revolución social.» Marx.[3]
Hemos demostrado cómo, desde la época de la primera guerra mundial y de la oleada revolucionaria proletaria internacional que le puso fin, el modo de producción capitalista conoce ese fenómeno; como se ha transformado en una traba permanente al desarrollo de las fuerzas productivas de los medios de subsistencia de la humanidad. En este período se han producido: las guerras más destructoras de la historia, una economía de armamento permanente, las mayores hambres, epidemias, zonas cada día más extensas condenadas a un subdesarrollo crónico...
Hemos puesto en evidencia cómo el capitalismo está encerrado en sus propias contradicciones y por qué es explosiva su ilusoria escapatoria en el crédito y en gastos improductivos.
En el plano de la vida social hemos analizado ciertos trastornos fundamentales que esos cambios económicos han acarreado: la diferencia cualitativa entre las guerras del período ascendente del capitalismo y las guerras del siglo XX, la hipertrofia creciente de la máquina estatal en el capitalismo decadente, a diferencia del « liberalismo económico » del siglo XIX; la diferencia entre las formas de vida y de lucha del proletariado en el siglo XIX y en el capitalismo decadente.
Pero ese cuadro resulta incompleto. A nivel de las «super estructuras», de las «formas ideológicas» que descansan en esas relaciones de producción en crisis, se producen trastornos que son igualmente significativos de esa decadencia.
« El cambio en los fundamentos económicos se acompaña de un trastorno más o menos rápido en todo ese enorme edificio. Cuando se consideran esos trastornos hay que distinguir siempre dos órdenes de cosas. Está el trastorno material de las condiciones de producción económica. Este debe comprobarse con el espíritu de rigor de las ciencias naturales. Pero existen también las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas, filosóficas, las formas ideológicas en fin, en medio de las cuales los hombres toman conciencia de ese conflicto y lo llevan hasta sus extremos. » Marx [4]
En nuestros textos sobre la decadencia del capitalismo (especialmente en el folleto editado sobre el tema) hemos señalado ciertas características de esos trastornos ideológicos. Volvemos aquí sobre ese aspecto para responder a ciertas aberraciones formuladas por nuestros críticos.
Los que niegan el análisis de la decadencia, que no ven el más mínimo cambio en el capitalismo desde el siglo XVI en el plano concreto de la producción, no son menos miopes cuando se trata de ver la evolución del capitalismo en cuanto a las formas ideológicas. Es más, para algunos de ellos, los anarco-bordiguistas-punk del GCI en especial,[6] reconocer trastornos a ese nivel es «moralizador», y propio de «curas». Esto es lo que escriben
«...a los decadentistas sólo les queda la justificación ideológica, la argumentación moralizadora (...) de una decadencia superestructural reflejo (como perfectos materialistas vulgares que son) de la decadencia de las relaciones de producción: "La ideología se descompone, los antiguos valores morales se desmoronan, la creación artística se estanca o adquiere formas contestatarias, el obscurantismo y el pesimismo filosóficos se desarrollan". La pregunta por cinco duros es ¿quién es el autor de ese pasaje: ¿Raymond Aron, Le Pen o Monseñor Lefebvre?[7] (...) pues no, ¡se trata del panfleto de la CCI: La decadencia del capitalismo, página 34! El mismo discurso moralizador corresponde pues a la misma visión evolucionista y eso en boca de todos los curas de izquierda, de derecha o de "ultraizquierda"».
«¡Como si la ideología dominante se descompusiera, como si los valores morales esenciales de la burguesía se desmoronaran! En realidad se asiste más bien a un movimiento de descomposición/recomposición cada vez más importante: a la vez quedan descalificadas antiguas formas de la ideología dominante y dan nacimiento a nuevas recomposiciones ideológicas cuyo contenido, cuya esencia burguesa, sigue siendo invariablemente idéntica.»[8]
La ventaja con el GCI es su capacidad de concentrar en pocas líneas una cantidad muy elevada de cosas absurdas, lo que, en una polémica, permite economizar papel. Pero comencemos por el principio.
Según el GCI sería «materialismo vulgar» el establecer una relación entre decadencia de las relaciones de producción y declive de las superestructuras ideológicas. El GCI habrá leído en Marx la crítica de la concepción que no ve en las ideas más que un reflejo pasivo de la realidad material. Marx le opone la visión dialéctica que percibe la relación mutua permanente que enlaza esas dos entidades. Pero hay que ser un «invariacionista» para deducir de eso que las formas ideológicas son ajenas a la evolución de las condiciones materiales.
Marx es muy claro:
«En toda época, las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes; dicho de otra manera, la clase que encarna el poder material dominante de la sociedad es al mismo tiempo el poder espiritual dominante. La clase que dispone de los medios de la producción material dispone al mismo tiempo, y por esa razón, de los medios de la producción intelectual, de modo que, en general, ejerce su poder en las ideas de aquellos que no poseen esos medios. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión en ideas de las condiciones materiales dominantes; son esas condiciones, concebidas como ideas, expresión pues de las relaciones sociales, lo que hace justamente de una sola clase la clase dominante y por lo tanto las ideas de su supremacía.» Marx [9]
¿Cómo podrían las «condiciones materiales dominantes» sufrir los trastornos de una decadencia sin que suceda lo mismo con sus «expresiones en idea»?¿Cómo una sociedad que vive una época de verdadero desarrollo económico, en la que las relaciones sociales de producción aparecen como fuente de mejora de las condiciones generales de existencia, podría acompañarse de formas ideológicas idénticas a las de una sociedad en la que esas mismas relaciones acarrean miseria, autodestrucción masiva, angustia permanente y generalizada?.
Al negar la relación que existe entre las formas ideológicas de una época y la realidad económica de la que es cimiento, el GCI pretende combatir el «materialismo vulgar», pero es para defender el punto de vista del idealismo que cree en la existencia inicial de las ideas y en su independencia con respecto al mundo material de la producción social.
Lo que le choca al GCI es que se pueda hablar de descomposición de la ideología dominante. Ver en ella una manifestación de la decadencia histórica del capitalismo sería desarrollar una «argumentación moralizadora». Y nos opone esta gran verdad: la ideología burguesa en el siglo XX es, como en el siglo XVIII, etc. «invariablemente» burguesa. Conclusión: no se descompone (?).
Esto forma parte de la «dialéctica» de la «invariación» que nos enseña que mientras el capitalismo exista seguirá siendo «invariablemente» capitalista y que mientras el proletariado subsista, será «invariablemente» proletario.
Pero después de haber deducido de esas tautologías la no putrefacción de la ideología dominante, el GCI trata de profundizar: «se asiste más bien a un movimiento de descomposición/recomposición cada vez más importante. Viejas formas de la ideología dominante quedan descalificadas y dan nacimiento a nuevas recomposiciones ideológicas».
Esto ya no es tan «invariante». El GCI no da, claro, ninguna explicación sobre el origen, las causas, el principio de ese «movimiento cada vez más importante». De lo único que está seguro es que, al contrario de las ideas «decadentistas» eso no tiene nada que ver con la economía.
Pero volvamos al descubrimiento de un «movimiento» por el GCI: la descomposición/recomposición. Según lo que se nos explica, la ideología dominante conoce en permanencia «nuevas recomposiciones ideológicas». Sí, «nuevas» ¿El secreto de la eterna juventud? ¿Cuáles son? El GCI responde sin tardar: «Es lo que se nota en el fuerte resurgir a escala mundial de ideologías (...) religiosas». Lo cual, como todo el mundo sabe, es el último grito en materia de mistificación ideológica. Otras novedades: «el antifascismo... los mitos democráticos... el antiterrorismo».
¿Qué tienen de nuevo esas cantinelas utilizadas por las clases dominantes desde hace por lo menos medio siglo, por no decir milenios? Si el GCI no tiene otros ejemplos que dar es porque, fundamentalmente, no existen tales «recomposiciones ideológicas» en el capitalismo decadente. Al igual que el sistema económico que la engendra, la ideología capitalista no puede rejuvenecerse. En el capitalismo decadente a lo que asistimos es, al contrario, al desgaste; más o menos rápido o lento según las zonas del planeta, de los «eternos» valores burgueses.
La ideología de la clase dominante se resume en las «ideas de su supremacía» como clase. En otras palabras, es la justificación permanente del sistema social por ella administrado. El poder de esa ideología se mide primero y ante todo, no en el mundo abstracto de ideas que se oponen a otras ideas, sino en la aceptación de esa ideología por los hombres mismos y, en primer lugar, por la clase explotada.
Esa «aceptación» descansa en una correlación de fuerzas global. La ideología dominante ejerce una presión constante en cada miembro de la sociedad, desde su nacimiento hasta sus funerales. La clase dominante dispone de hombres encargados específicamente de ese trabajo: los ritos religiosos asumieron en el pasado la mayor parte de esa función; el capitalismo decadente dispone de «científicos de la propaganda» (volveremos sobre ese punto). Marx hablaba de los « ideólogos activos y conceptivos cuyo principal medio de sustento consiste en cultivar la ilusión que esa clase tiene de sí misma » [10].
Pero eso no basta para sentar una dominación ideológica a largo plazo. Se necesita también que las ideas de la clase dominante correspondan por lo menos un poco a la realidad existente. La más importante de esas ideas es siempre la misma: las reglas sociales existentes son las mejores posibles para asegurar el bienestar material y espiritual de los miembros de la sociedad. Cualquier otra forma de organización social no puede acarrear más que anarquía, miseria y desolación.
Sobre esta base, las clases explotadoras justifican los sacrificios permanentes que piden e imponen a las clases explotadas. Pero ¿qué sucede con esa ideología cuando el modo de producción dominante deja de garantizar bienestar y que la sociedad se hunde en la anarquía, la miseria y la desolación; cuando los terribles sacrificios que se les pide a los explotados dejan de tener una compensación?
Entonces la realidad misma contradice cotidianamente las ideas dominantes y les hace perder su poder de convicción. Siguiendo un proceso de lo más complejo -más o menos rápido, nunca lineal-, hecho de avances y retrocesos que traducen las vicisitudes de la crisis económica y de la correlación de fuerzas entre las clases, los «valores morales» de la clase dominante se desmoronan bajo los golpes infligidos una y mil veces por la realidad que los contradice y los desmiente.
No se trata de nuevas ideas que destruyen las viejas; es la realidad misma la que las vacía de su poder mistificador.
«La moral, la religión, la metafísica y toda otra ideología, así como las formas de conciencia que les corresponden, pierden su apariencia de autonomía. No tienen historia; no tienen evolución; son los hombres quienes, al desarrollar la producción material y las relaciones materiales, transforman al mismo tiempo su propia realidad, su manera de pensar y sus ideas.» Marx [11]
Es la experiencia de dos guerras mundiales y de decenas de guerras locales, la realidad de cerca de 100 millones de muertos por nada, en tres cuartos de siglo, lo que ha deteriorado más profundamente la ideología patriótica, sobre todo en el proletariado de los países europeos. Es el desarrollo de la miseria más espantosa en los países de la periferia capitalista, y cada vez más en los principales centros industriales, lo que está destruyendo las ilusiones sobre las bondades de las leyes económicas capitalistas. Es la experiencia de centenares de luchas «traicionadas», sistemáticamente saboteadas por los sindicatos, lo que está desmoronando el poder ideológico de éstos y que explica, en los países más avanzados, su creciente pérdida de audiencia entre los obreros. Es la realidad de la práctica idéntica de los partidos políticos «democráticos», de derechas o de izquierdas, lo que ha desgastado el mito de la democracia burguesa y que ha acarreado, en los viejos países «democráticos» cifras de abstención nunca vistas en las elecciones. Es la incapacidad creciente del capitalismo para ofrecer otra perspectiva que la del desempleo y la guerra lo que hace que se desmoronen los viejos valores morales que hacen alabanzas de la fraternidad capital-trabajo.
Las « nuevas recomposiciones ideológicas » de que habla el GCI no son más que los esfuerzos de la burguesía por tratar de volver a dar vigor a sus viejos valores morales, cubriéndolos con un nuevo maquillaje más o menos sofisticado. Esto puede como máximo frenar el movimiento de descomposición ideológica -especialmente en los países menos desarrollados en donde hay menos experiencia histórica de la lucha de clase[12] - pero de ninguna manera invertirlo ni detenerlo.
Las ideas de la burguesía, así como su influencia, son tan susceptibles de descomposición como lo fueron las ideas de los señores feudales o las de los amos de esclavos en sus tiempos, por mucho que digan los guardianes de la ortodoxia «invariantista».
En fin, para concluir sobre la defensa intransigente por el GCI de la calidad indestructible de las ideas de los burgueses, digamos unas palabras sobre la referencia que hace el GCI a los políticos de derecha. El GCI, con su poderosa capacidad de análisis, notó que ciertos burgueses «de derechas», en Francia, se alarman ante el desmoronamiento de los valores morales de su clase. El GCI deduce de ello una amalgama -una más- con los «decadentistas». ¿Por qué no amalgamarlos con los pigmeos puesto que, al igual que los «decadentistas», notan éstos que el sol se levanta todas las mañanas? Es normal que las fracciones de derecha afirmen más fácilmente la descomposición del sistema ideológico de su clase: sirven de complemento a los políticos de izquierda cuya labor esencial es tratar de mantener en vida esa ideología moribunda, disfrazándola con una verborrea «obrera» y «anticapitalista». No es casualidad si la «popularidad» de un Le Pen y de su «Frente Nacional» es el resultado de una operación política y mediática, cuidadosamente organizada por el Partido socialista de Mitterrand.
No estamos a finales del siglo XIX, cuando las crisis económicas se atenuaban, cuando las artes y las ciencias se desarrollaron de manera excepcional, cuando los proletarios vieron sus condiciones de existencia mejorar regularmente bajo la presión de sus organizaciones económicas y políticas de masa. Estamos en la época de Auschwitz, de Hiroshima, del Biafra y del desempleo masivo y creciente, y eso durante 30 años en 75.
La ideología dominante ha perdido la fuerza que tenía a principios de este siglo, cuando podía darse el lujo de hacer creer a millones de obreros que el socialismo podría ser el producto de una evolución pacífica y casi natural del capitalismo. En la decadencia del capitalismo, la ideología dominante se debe imponer cada vez más por la violencia de manipulaciones mediáticas, precisamente porque le es cada vez más difícil imponerse de otro modo.
El GCI hace una constatación trivial pero justa: «La burguesía, aún con su visión limitada (limitada desde el punto de vista de su ser de clase) ha sacado una cantidad enorme de lecciones del pasado y ha reforzado y refinado en consecuencia la utilización de sus armas ideológicas». Es eso un hecho innegable. Pero el GCI no comprende ni su origen ni su significado.
El GCI confunde fortalecimiento de la ideología dominante y fortalecimiento de los instrumentos de difusión de esa ideología. No ve que el desarrollo de esos instrumentos lo provoca el debilitamiento de la ideología, la dificultad de la clase dominante para mantener «espontáneamente» su poder. Si la burguesía multiplica por mil sus gastos de propaganda no es por un repentino deseo pedagógico, sino porque, para mantener su poder, la clase dominante debe imponer a las clases explotadas sacrificios sin precedentes y enfrentarse a la primera oleada revolucionaria internacional.
El desarrollo vertiginoso de los instrumentos ideológicos de la burguesía comienza precisamente en el período de apertura de la decadencia capitalista. La primera guerra mundial es la primera guerra «total», la primera que se hace con una movilización de la totalidad de las fuerzas productivas de la sociedad para la guerra. Ya no basta con reclutar ideológicamente las tropas del frente, hay además que encuadrar, y de la manera más estricta, al conjunto de las clases productivas. Y fue con esa labor con la que los sindicatos se convirtieron definitivamente en instrumentos del Estado capitalista. Un trabajo particularmente arduo, pues no se había visto nunca una guerra tan absurda y destructora y, además, el proletariado iba a iniciar su primera tentativa revolucionaria internacional.
En el período entre las dos guerras, la burguesía, enfrentada a la crisis económica más violenta de su historia y a la necesidad de preparar otra guerra, va a sistematizar y desarrollar aun más los instrumentos de la propaganda política, especialmente el «arte» de la manipulación de masas: Goebbels y Stalin dejaron en herencia a la burguesía mundial tratados prácticos que siguen siendo hoy referencias de base de todo «publicitario» o «manipulador» de los medios de comunicación. «Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad» enseñaba el principal responsable de la propaganda hitleriana.
Después de la segunda guerra mundial, la burguesía va a disponer de un nuevo y temible instrumento: la televisión. La ideología dominante a domicilio, destilada cotidianamente en cada cerebro por los servicios de los gobiernos y de los mercaderes más poderosos. Presentada como un lujo, los Estados sabrán convertirla en el instrumento más poderoso de dominación ideológica.
Sí, es verdad que la burguesía «ha reforzado y afinado la utilización de sus armas ideológicas», pero, a diferencia de las afirmaciones del GCI, primero, eso no impidió el desgaste y la descomposición de la ideología dominante y, segundo, ese fenómeno es el producto directo de la decadencia del capitalismo.
El desarrollo del totalitarismo ideológico se manifiesta también en la decadencia de las sociedades pasadas, como el esclavismo antiguo y el feudalismo. Manifestaciones -entre otras- de ese fenómeno son, bajo el imperio romano decadente, la divinización de la función imperial, así como la imposición del cristianismo como religión de Estado; en el feudalismo de la Edad Media, la monarquía de derecho divino y el empleo sistemático de la inquisición. Pero ese totalitarismo no traduce, ni antes, ni bajo el capitalismo, un refuerzo de la ideología, una adhesión más fuerte de la población a las ideas de la clase dominante. Al contrario.
Hay que notar aquí, una vez más, la importancia de las diferencias entre la decadencia del capitalismo y la decadencia de las sociedades que lo precedieron en Europa, Primero, la decadencia capitalista es un fenómeno de dimensión mundial, que atañe simultáneamente -aunque en condiciones diferentes- a todos los países. La decadencia de las sociedades pasadas siempre había sido un fenómeno local.
Luego, el declive del esclavismo antiguo, así como el del feudalismo, se produce al mismo tiempo que el surgimiento del nuevo modo de producción, en el seno de la antigua sociedad y coexistiendo con ella. Es así que los efectos de la decadencia romana son atenuados por el desarrollo simultáneo de formas económicas de tipo feudal, de modo que los efectos de la decadencia del feudalismo quedan atenuados por el desarrollo del comercio y de relaciones de producción capitalistas a partir de las grandes ciudades.
En cambio, el comunismo no puede coexistir con el capitalismo decadente, ni empezar a instaurarse siquiera, sin antes haber realizado una revolución política. El proletariado inicia su revolución social en el punto en que las revoluciones precedentes la terminaron: en la destrucción del poder político de la antigua clase dominante.
El comunismo no es obra de una clase explotadora que podría, como en el pasado, compartir el poder con la antigua clase dominante. Por ser una clase explotada, el proletariado no puede emanciparse más que destruyendo de arriba abajo el poder de la burguesía. No existe ninguna posibilidad de que las primicias de nuevas relaciones, comunistas, puedan venir a aliviar, a limitar los efectos de la decadencia capitalista.
Por eso la decadencia capitalista es mucho más violenta, más destructora y brutal que la de las sociedades pasadas.
Los medios que utilizaron los más delirantes de entre los emperadores romanos decadentes, o los más crueles inquisidores para asegurar su opresión ideológica, parecen juegos de niños comparados con los medios desplegados por la burguesía, medios que están en estrecha relación con el grado de putrefacción interna alcanzado por la ideología del capitalismo decadente.
Lo que le choca al GCI no es sólo la idea de una descomposición de la ideología dominante o de un desmoronamiento de los valores morales. Para los sacerdotes de la invariación hablar de manifestaciones de la decadencia a nivel de las formas filosóficas, artísticas, etc., es también «moralismo».
Una vez más, uno no puede sino preguntarse por qué el GCI se empeña tanto en reivindicarse del marxismo. Como hemos visto, Marx no sólo habla de decadencia, sino que la considera como algo fundamental: «las formas ideológicas, en las cuales los hombres toman conciencia de ese conflicto y lo llevan hasta el sus extremos»
Para el marxismo «los hombres» están determinados por las relaciones entre las clases. Así, la manera con que se manifiesta la toma de conciencia del conflicto entre las relaciones de producción existentes y la necesidad de desarrollo de las fuerzas productivas, difiere según las clases.
Para la clase dominante, la toma de conciencia de ese conflicto se traduce a nivel político y jurídico en un blindaje de su Estado, en un reforzamiento y una generalización totalitaria del control estatal y de sus leyes, sobre toda la vida social: capitalismo de Estado, feudalismo de monarquía absoluta, imperio de derecho divino. Pero al mismo tiempo la vida social se va hundiendo cada vez más en la ilegalidad, en la corrupción generalizada, en la delincuencia bajo todas sus formas. Desde los chanchullos de la primera guerra mundial que hicieron y deshicieron fortunas colosales, el capitalismo mundial no ha cesado de desarrollar toda clase de tráficos: droga, prostitución, armas, hasta convertirlos en fuente permanente de financiamiento (por ejemplo para los servicios secretos de las grandes potencias), y, en el caso de ciertos países, en su primera fuente de ingresos. La corrupción ilimitada, el cinismo, el maquiavelismo más inmundo y sin escrúpulos, se han convertido en cualidades indispensables para sobrevivir en una clase dominante cuyas propias fracciones se degüellan mutuamente cuando las fuentes de riqueza se agotan.
Los artistas, filósofos y ciertos religiosos que, en general, forman parte de las clases medias, sienten quizás con mayor sensibilidad que sus propios amos la pérdida de porvenir de éstos, y tienen tendencia a confundir su propio fin con el fin del mundo. Expresan con sombrío pesimismo el callejón sin salida del desarrollo material a causa de las contradicciones de las leyes sociales dominantes.
Albert Camus, premio Nobel de literatura en 1957, expresaba ese sentimiento, después de la segunda guerra mundial, en la década de las guerras de Corea, de Indochina, de Suez, de Argelia, de la manera siguiente: «El único dato existente para mí es el absurdo. El problema es saber cómo salir de él y si el suicidio debe ser la conclusión de ese absurdo.»
Se desarrolla una especie de «nihilismo» que niega a la razón toda posibilidad de comprender y de dominar el curso de los acontecimientos. Se desarrolla el misticismo, negación de la razón. Este fenómeno marca también las decadencias pasadas. Así, en la decadencia del feudalismo, en el siglo XIV: «El tiempo del marasmo ve surgir el misticismo bajo todas sus formas: es intelectual en los «Tratados del arte de morir» y, sobre todo, la «Imitación de Cristo». Es emocional en las grandes manifestaciones de piedad popular excitada por la prédica de elementos incontrolados pertenecientes al clero mendicante: los «flagelantes» recorren los campos, rompiéndose el pecho a latigazos en las plazas de los pueblos, para impresionar la sensibilidad humana y exhortar a los cristianos a hacer penitencia. Esas manifestaciones dan lugar a una imaginería de dudoso gusto, como esas fuentes de sangre que simbolizan al Redentor. Muy rápidamente el movimiento se vuelve histeria y la jerarquía eclesiástica debe intervenir contra los causantes de disturbios para evitar que su predicación aumente aun más la cantidad de vagabundos. (...) El arte macabro se desarrolla... un texto sagrado predomina entonces entre las mentes más lúcidas: la Apocalipsis » [13].
Mientras que en las sociedades pasadas el pesimismo dominante era compensado, al cabo de cierto tiempo, por el optimismo engendrado por el surgimiento de una sociedad nueva, en el capitalismo decadente la caída parece no tener fondo.
La decadencia capitalista destruye los antiguos valores, pero la burguesía senil no tiene nada que ofrecer más que vacío, nihilismo. «¡Don't think!» «¡No pienses!» Esa es la única respuesta que puede ofrecer el capitalismo en descomposición al grito de los más desesperados del «¡No future!».
Una sociedad que bate records históricos de suicidios, entre los jóvenes especialmente, una sociedad en la que el Estado se ve obligado, en una capital como Washington, a instaurar el toque de queda durante la noche contra los jóvenes y los niños, para así limitar la explosión del gangsterismo, es una sociedad bloqueada, en descomposición. Ya no avanza. Retrocede. Eso es «la barbarie». Y es esa barbarie la que se expresa en la desesperación o en la revuelta que deja su huella en las formas artísticas, filosóficas, religiosas, desde hace años.
En el infierno en que se convierte para los hombres una sociedad presa de la decadencia de su modo de producción, sólo la acción de la clase revolucionaria es portadora de esperanza. En el caso del capitalismo eso se confirma más que en cualquier otra ocasión.
Toda sociedad sometida a la penuria material, es decir todas las formas de sociedades que hasta ahora han existido, está organizada de manera que la primera de las prioridades sea asegurarla subsistencia material de la comunidad. La división de la sociedad en clases no es una maldición caída del cielo sino el fruto del desarrollo de la división del trabajo para subvenir a esa primera necesidad. Las relaciones entre los hombres, desde la manera de repartirse las riquezas creadas, hasta la manera de vivir el amor, todas las relaciones humanas están mediatizadas por su modo de organización económica.
El bloqueo de la máquina económica acarrea el desmoronamiento, la descomposición de la relación, de la mediación, del cemento de las relaciones entre los hombres. Cuando la actividad productora deja de ser creadora de porvenir, la casi totalidad de las actividades humanas parecen perder toda sentido histórico.
En el capitalismo la importancia de la economía en la vida social alcanza grados nunca vistos antes. El asalariado, la relación entre el proletariado y el capital es, de todas las relaciones de explotación que han existido en la historia, la más despojada de toda relación no mercantil, la más despiadada. Hasta en las peores condiciones económicas, los amos de esclavos o los señores feudales alimentaban a sus esclavos y siervos... como a su ganado. En el capitalismo, el amo no alimenta al esclavo más que cuando lo necesita para sus negocios. Si no hay ganancia, no hay trabajo, no hay relación social sino atomización, soledad, impotencia. Los efectos del bloqueo de la máquina económica en la vida social son, en el caso de la decadencia capitalista, mucho más profundos que en la de las sociedades pasadas. La disgregación de la sociedad que provoca la crisis económica engendra retrocesos a formas de relaciones sociales primitivas, bestiales: la guerra, la delincuencia como medio de subsistencia, la violencia omnipresente, la represión brutal [14].
En ese marasmo, sólo el combate contra un capitalismo destructor de toda perspectiva que no sea la de la autodestrucción generalizada, es portador de un porvenir. Sólo es unificador y creador de verdaderas relaciones humanas el combate contra un capitalismo que las aliena y las atomiza. El proletariado es el principal protagonista de ese combate.
Por eso es por lo que la conciencia de clase proletaria, tal y como se afirma cuando el proletariado actúa como clase, tal y como se desarrolla en las minorías políticas revolucionarias, es la única que puede «mirar al mundo de frente», la única que sea una verdadera «toma de conciencia» del conflicto en que se encuentra bloqueada la sociedad.
El proletariado lo ha mostrado prácticamente al llevar sus luchas reivindicativas hasta sus últimas consecuencias, en la oleada revolucionaria internacional abierta por la toma del poder del proletariado en Rusia en 1917. Reafirmó entonces claramente el proyecto del que son portadores los proletarios del mundo entero: el comunismo.
La actividad organizada de las minorías revolucionarias, al poner sistemáticamente en evidencia las causas de esa descomposición, al poner de relieve la dinámica general que conduce ala revolución comunista, es un factor decisivo de esa toma de conciencia.
Es esencialmente en y por el proletariado la manera con que «los hombres toman conciencia de ese conflicto y lo llevan hasta sus extremas».
Para la clase revolucionaria de nada sirve lamentarse sobre las miserias de la decadencia capitalista. Debe al contrario ver en la descomposición de las formas ideológicas de la dominación capitalista, un factor que libera a los proletarios de la dominación ideológica del capital. Es un peligro cuando el proletariado se deja arrastrar a la resignación y la pasividad. La lumpenización de los jóvenes proletarios desempleados, la autodestrucción por la droga o la sumisión al «cada uno por su cuenta» preconizado por la burguesía, son peligros de debilitamiento reales para la clase obrera (ver «La descomposición del capitalismo», Revista Internacional nº 57). Pero la clase revolucionaria no puede llevar su combate hasta el final sin perder sus últimas ilusiones en el sistema dominante. La descomposición de la ideología dominante forma parte del proceso que va por ese camino.
Además, esa descomposición tiene consecuencias en el resto de la sociedad. La dominación ideológica de la burguesía en el conjunto de la población no explotadora, fuera del proletariado, se debilita también. Ese debilitamiento no es en sí portador de futuro: la revuelta de esas capas sociales, sin la acción del proletariado, no desemboca sino en más y más masacres. Pero cuando la clase revolucionaria toma la iniciativa del combate, puede contar con la neutralidad, y hasta con el apoyo de esas capas.
No puede haber revolución proletaria triunfante si los cuerpos armados de la clase dominante no están descompuestos. Si el proletariado debe enfrentar un ejército que sigue obedeciendo incondicionalmente a la clase dominante, su combate está condenado de antemano. Ya Trotski, tras las luchas revolucionarias de 1905 en Rusia, lo había establecido como ley. Es mucho más cierto hoy, después de décadas de desarrollo del armamento por la burguesía decadente. El momento en que los primeros soldados se niegan a disparar contra proletarios en lucha, es siempre decisivo en un proceso revolucionario. Y sólo la descomposición de los valores ideológicos del orden establecido, junto con la acción revolucionaria del proletariado, puede provocar la disgregación de esos cuerpos armados. Por eso también, el proletariado no debe «ver sólo miseria en la miseria».
El GCI, para quien la revolución está y ha estado siempre al orden del día y al cabo de la calle, no comprende los cambios en las formas ideológicas dominantes, como tampoco ve moverse nada en su universo «invariante». Pero con eso se priva de toda posibilidad de comprender el verdadero movimiento que conduce a la revolución.
La descomposición de las formas ideológicas del capitalismo es una manifestación patente de que la revolución comunista mundial está al orden del día de la historia. Forma parte del proceso en el que madura la conciencia de la necesidad de la revolución y se crean las condiciones de su posibilidad.
RV
[1] Revista Internacional, n 48, 49, 50, 54, 55 y 56.
[2] Prólogo a la crítica de la economía política.
[3] Ídem.
[4] Ídem.
[5] Traducimos con « invariación » el término que en trances e italiano se refiere a la teoría «bordiguista», defendida especialmente por el Partido Comunista Internacional (que publica Programa Comunista), teoría según la cual el programa comunista sería invariable desde 1848, fecha de publicación del Manifiesto Comunista de Marx y Engels.
[6] Véanse los artículos anteriores de esta serie
[7] Individuos (un intelectual, un obispo disidente y un político) representativos de las derechas francesas.
[8] Le communiste, nº 23
[9] La ideología alemana, Feuerbach, concepto materialista contra concepto idealista ».
[10] Idem.
[11] Idem.
[12] Los ejemplos concretos de «nueva recomposición ideológica» que da el GCI se refieren en su mayoría a países menos desarrollados: «renacimiento del Islam», « retomo de numerosos países con antiguas « dictaduras fascistoides» al «libre juego de los derechos y libertades democráticos», Grecia, España, Portugal, Argentina, Brasil, Perú, Bolivia…» La «invariación» ignora así la descomposición creciente de esos mismos valores en los países de más larga tradición y concentración proletaria, así como la rapidez con la cual se desgastan en los nuevos lugares de aplicación. Pero es difícil ver la aceleración de la historia cuando se la supone «invariante».
[13] J. Favier, De Marco Polo a Cristóbal Colón
[14] El desarrollo masivo y en todos los países del mundo, de cuerpos armados especializados en la represión de multitudes y de movimientos sociales es algo específico del capitalismo decadente.
El 4 de febrero de 1989 murió Manuel Fernandez Grandizo, alias G. Munis. Con él, el proletariado ha perdido un militante que entregó su vida entera al combate de su clase.
Munis nació a principios de siglo en Extremadura, España. Muy joven todavía, inició su vida revolucionaria militando en el trotskismo, en una época en la que esa corriente pertenecía todavía al proletariado y estaba llevando a cabo una lucha sin cuartel contra la degeneración estalinista de los partidos de la Internacional Comunista. Fue miembro de la Oposición de Izquierda Española (OIE) creada en Lieja, Bélgica, en Febrero de 1930, en torno a F. García Lavid, conocido por H. Lacroix. Militó en su sección de Madrid, tomando posición a favor de la tendencia Lacroix en Marzo de 1932 contra el centro dirigido por Andreu Nin. La discusión en el seno de la Oposición de Izquierda (OI) estribaba en la necesidad o no de crear un «segundo partido comunista» o bien mantener la Oposición en los PC para hacerlos volver por el buen camino. Esta última posición, que fue la de Trotsky durante los años 30, quedó en minoría en la IIIª Conferencia de la OIE, que cambió entonces de nombre para convertirse en Izquierda Comunista Espanola (ICE). Munis, a pesar de su desacuerdo, seguirá militando en su seno.
Esa orientación de crear un nuevo partido acabó plasmándose en la fundación, en setiembre de 1934, del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), partido centrista, catalanista y sin principios que agrupó a la ICE y al Bloque Obrero y campesino (BOC) de J. Maurín. Munis se opuso entonces a esa disolución de los revolucionarios en el POUM, fundando el Grupo Bolchevique-Leninista de España.
Cuando llegaron las primeras noticias del levantamiento de 1936 en España, regresó a este país abandonando México, adonde las circunstancias de la vida lo habían llevado; vuelve a formar el grupo B-L que había desaparecido, y, sobre todo, participa con valentía y decisión, al lado de los «Amigos de Durruti», en la insurrección de los obreros de Barcelona en Mayo de 1937 contra el gobierno del Frente Popular. Es detenido en 1938, pero logra evadirse de las cárceles estalinistas en 1939.
El desencadenamiento de la IIª guerra mundial llevó a Munis a romper con el trotskismo sobre la cuestión de defender a un campo imperialista contra el otro, adoptando una clara posición internacionalista de derrotismo revolucionario contra la guerra imperialista. Munis denunció a Rusia como país capitalista que era, lo que acabó en ruptura de su sección española con la IVª Internacional, en el primer congreso de la posguerra en 1948. (Véase Explicación y llamamiento a los militantes, grupos y secciones de la IV° Internacional, septiembre de 1949).
Tras esa ruptura, continuó su evolución política hacia una mayor claridad revolucionaria, en especial sobre la cuestión sindical y la cuestión parlamentaria, sobre todo después de haber mantenido discusiones con militantes de la Izquierda Comunista en Francia.
Sin embargo, el Segundo Manifiesto Comunista, que publicó en 1965, tras haber pasado largos años en las cárceles franquistas, da testimonio de sus dificultades para romper completamente con la orientación trotskista, aunque dicho documento se sitúa claramente en un terreno de clase proletario.
En 1967 participó, en compañía de camaradas de Internacionalismo, en una toma de contacto con el medio revolucionario de Italia. A finales de los años 60, con el resurgir de la clase obrera en el escenario histórico, estará en la brecha junto a las débiles fuerzas revolucionarias existentes y, entre ellas, las que iban a fundar Revolution Internationale. A principios de los 70, Munis se quedó, por desgracia, al margen del esfuerzo de discusión y agrupamiento que en especial iba a desembocar en la constitución de la Corriente Comunista Internacional. En cambio, Fomento Obrero Revolucionario (FOR), organización por él fundada en torno a las posiciones del Segundo Manifiesto, sí participó en Ia Primera Conferencia de Grupos de la Izquierda Comunista, realizada en Milán en 1977. Sin embargo, esta actitud fue abandonada en la Segunda Conferencia, de la que FOR se retiró desde su inicio, plasmándose así una actitud de aislamiento sectario que hasta hoy ha prevalecido en dicha organización.
Resulta evidente que nosotros tenemos divergencias muy importantes con FOR, lo cual nos ha llevado a polemizar en nuestra prensa en numerosas ocasiones con dicha organización (ver, por ejemplo, la Revista Internacional nº 52). Sin embargo, a pesar de los errores que Munis haya podido hacer, hasta el final fue un militante de lo más fiel al combate de la clase obrera. Ha sido de los escasísimos militantes que resistieron ante la terrible presión de la contrarrevolución más siniestra que el proletariado haya podido vivir en toda su historia, eso cuando muchos desertaron del combate militante y hasta traicionaron, para estar presente en las filas de la clase obrera desde la recuperación de sus combates de clase a finales de los años 60.
Al militante del combate revolucionario, a su fidelidad al campo proletario, a su indefectible implicación queremos hoy rendir homenaje.
A sus compañeros de FOR dirigimos nuestro saludo más fraterno.
Corriente Comunista Internacional
Franz Mehring, reputado autor de una biografía de Marx y de una historia de la socialdemocracia alemana, compañero de armas de Rosa Luxemburgo, insistía en 1896 -en Neue Zeit- sobre la importancia que tiene para el movimiento obrero la reapropiación de su propio pasado:
«El proletariado tiene la ventaja, en comparación con los demás partidos, de poder sacar sin cesar nuevas fuerzas de la historia de su propio pasado para dirigir su lucha del presente y alcanzar el nuevo mundo del futuro.»
La existencia de una verdadera «memoria obrera» traduce un esfuerzo constante del movimiento obrero, en su dimensión revolucionaria, para hacerse dueño de su propio pasado. Esta reapropiación va indisociablemente relacionada con el auto-desarrollo de la conciencia de clase, que se manifiesta plenamente en las luchas masivas del proletariado. Y Mehring escribía en el mismo artículo que «comprender es superar» (aufheben), en el sentido de conservar y asimilar los elementos de un pasado que llevan en germen el futuro de una clase histórica, de una clase que es la única clase histórica al ser portadora del «nuevo mundo del futuro». Por eso no se puede comprender la emergencia de la Revolución rusa de octubre 1917 sin las experiencias de la Comuna de Paris y de 1905.
Considerando que la historia del movimiento obrero no se puede reducir a una serie de estampitas recordatorios de un pasado acabado para siempre, ni menos aún a estudios académicos en los cuales «el pasado del movimiento queda miniaturizado en estudios minuciosos, pedantes, privados de la menor perspectiva general, aislados de su contexto, que sólo pueden suscitar un interés muy limitado» (G. Haupt, El Historiador y el movimiento social), hemos decidido abordar en nuestro trabajo la historia del movimiento obrero revolucionario germano-holandés en tanto que praxis. Hacemos nuestra la definición que dio G. Haupt. Considerada como la expresión de un «materialismo militante» (Plejanov), esta praxis se define como un «laboratorio de experiencias, de fracasos y de éxitos, terreno de elaboración teórica y estratégica, en donde se imponen rigor y examen crítico para asentar la realidad histórica y asimismo descubrir sus resortes escondidos, para inventar y por lo tanto innovar a partir de un momento histórico percibido en tanto que experiencia» (Haupt, idem).
Para el movimiento obrero revolucionario, la historia de su propio pasado no es «neutra». Implica una constante discusión y por consiguiente una asimilación crítica de su experiencia pasada.
A los cambios revolucionarios en la praxis del proletariado les corresponde en fin de cuentas unos cambios en profundidad de la conciencia de clase. Sólo el examen crítico del pasado, sin dogmas ni tabúes, puede darle de nuevo al movimiento obrero revolucionario esa dimensión histórica característica de una clase que tiene una finalidad, su liberación, así como la de la humanidad entera. Rosa Luxemburgo así definía el método de investigación por el movimiento obrero de su propio pasado:
«No existe ningún esquema previo, válido de una vez por todas, ninguna guía infalible para enseñarle (al proletariado) los caminos que ha de tomar. No tiene otra guía sino la experiencia histórica. El calvario de su liberación no sólo está lleno de sufrimientos sin limite, sino también de innumerables errores. Su meta, su liberación, la conseguirá si sabe sacar las lecciones de sus propios errores» (R. Luxemburgo, La Crisis de la socialdemocracia, citado por G. Haupt, El historiador y el movimiento social).
La historia del movimiento obrero, como praxis, se expresa en una discontinuidad teórica y práctica, pero también se presenta, al contacto de la nueva experiencia histórica, como una tradición que tiene una acción movilizadora en la conciencia obrera y alimenta la memoria colectiva. Si a menudo desempeña un papel conservador en la historia del proletariado, expresa más aún lo estable en las adquisiciones teóricas y organizativas del movimiento obrero. Así pues, la discontinuidad y la continuidad son las dos dimensiones indisociables de la historia política y social de este movimiento.
Las corrientes comunistas de izquierdas, surgidas de la IIIª Internacional, como la Izquierda Italiana «bordiguista», por un lado, y, por otro, la Izquierda comunista holandesa de Gorter y Pannekoek, no se libraron de la tentación de situarse unilateralmente en la continuidad o en la discontinuidad del movimiento obrero. La corriente «bordiguista» escogió decididamente afirmar una «invariación» del marxismo y del movimiento obrero desde 1848, una «invariación» de la teoría comunista desde Lenin. La corriente «consejista» de los anos 30, en Holanda, escogió, al contrario, la negación de toda continuidad en el movimiento obrero y revolucionario. Su teoría del Nuevo Movimiento obrero precipitaba en la nada al «antiguo» movimiento obrero cuya experiencia se consideraba como negativa para el porvenir.
Entre esas dos posturas extremas se situaban el KAPD de Berlin, y sobre todo Bilan, la revista de la Fracción italiana exiliada en Francia y Bélgica en los años 30. Los dos corrientes, aquélla alemana y ésta italiana, aún innovando teóricamente y marcando la discontinuidad entre el nuevo movimiento revolucionario de los anos 20 y 30 y el anterior a la guerra de 1914-18 en la socialdemocracia, se orientaron en la continuidad con el movimiento marxista original. Todas estas vacilaciones muestran la dificultad para comprender la corriente de la izquierda comunista en su continuidad y su discontinuidad, es decir la conservación y la superación de su actual patrimonio.
Las dificultades de una historia del movimiento revolucionario comunista de izquierda y comunista de consejos no vienen únicamente de la superación crítica de su propia historia. Son sobre todo el producto de una historia, trágica, que desde hace unos sesenta años se ha plasmado en la desaparición de las tradiciones revolucionarias del movimiento obrero que habían culminado en la Revolución rusa y la Revolución en Alemania. Una especie de amnesia colectiva parecía haberse instalado en la clase obrera, bajo el efecto de derrotas sucesivas y repetidas que culminaron en la IIª guerra mundial. Esta destruyó generaciones que mantenían en vida las experiencias vivas de una lucha revolucionaria y el fruto de décadas de educación socialista. Pero ante todo, fue el estalinismo, la contrarrevolución mas profunda que haya conocido el movimiento obrero, con la degeneración de la Revolución rusa, el que mejor consiguió borrar esa memoria colectiva, indisociable de una conciencia de clase. La historia del movimiento obrero, y sobre todo la de la corriente revolucionaria de izquierdas de la IIIª Internacional, se convirtió en un intento gigantesco de falsificaciones ideológicas al servicio del capitalismo de Estado ruso, y, más tarde, de los Estados que se edificaron con el mismo modelo después de 1945. Aquella historia se convirtió en la cínica glorificación del Partido único en el poder y de su aparato de Estado y policiaco. So pretexto de «internacionalismo», la historia oficial, «revisada» en función de los sucesivos ajustes de cuentas y de los diferentes «giros» y sinuosidades se convirtió en un discurso de Estado, en un discurso nacionalista, justificador de guerras imperialistas, justificador del terror y de los instintos más bajos y mórbidos cultivados en el suelo podrido por la contrarrevolución y la guerra.
Sobre este punto vale la pena citar al historiador Georges Haupt, fallecido en 1980, reconocido por la probidad de su obra sobre la IIª y la IIIª Internacionales:
«Mediante increíbles falsificaciones, pisoteando y despreciando las realidades históricas más elementales, el estalinismo ha ido borrando metódicamente, mutilando y reajustando el espacio del pasado para poner en su lugar su propia representación, sus mitos, su autoglorificación. La historia del movimiento obrero internacional queda también inmovilizada en una colección de imágenes muertas, falsificadas, vaciadas de toda sustancia, sustituidas por copias recompuestas en las cuales se reconoce apenas el pasado. La función asignada por el estalinismo a lo que considera y declara ser la historia, cuya validez impondrá con el desprecio más absoluto de la verosimilitud, expresa un profundo temor de la realidad histórica que procura ocultar, truncar, deformar sistemáticamente para convertirla en conformismo y docilidad. Con la ayuda de un pasado imaginario, fetichizado, privado de elementos que recuerden la realidad, el poder no sólo trata de cegar la visión lo real, sino también de anular por completo la facultad e percepción misma. De ahí la necesidad permanente de anestesiar, pervertir la memoria colectiva, cuyo control se vuelve total al tratar el pasado como un secreto de Estado y prohibir el acceso a los documentos».
Llegó, en fin, el período de mayo de 1968; el surgimiento de un movimiento social tan amplio, que recorrió el mundo de Francia a Gran Bretaña, de Bélgica a Suecia, de Italia a Argentina, de Polonia a Alemania. Sin duda alguna el período de despertares obreros del 1968 al 74, favoreció la investigación histórica sobre el movimiento revolucionario. Se publicó cantidad de libros sobre la historia de los movimientos revolucionarios del siglo XX, en Alemania, Italia, Francia, Gran Bretaña. El hilo rojo de una continuidad histórica, entre el lejano pasado de los años 20 y el periodo de mayo del 68, apareció evidente a los que no se dejaban engañar por lo espectacular de la revuelta estudiantil. Muy pocos fueron, sin embargo, los que vieron la existencia de un movimiento obrero renaciente de sus cenizas, cuyo efecto fue el despertar de una memoria histórica colectiva, anestesiada desde hacía más de 40 años. A pesar de todo, en un entusiasmo confuso salían espontáneamente y con alegre profusión referencias históricas revolucionarias de la boca de los obreros mientras recorrían las calles de Paris y frecuentaban los Comités de acción antisindicales. Y estas referencias no se las soplaban al oído los estudiantes «izquierdistas», historiadores y sociólogos. La memoria colectiva obrera evocaba -a menudo de manera confusa, y en el desorden de los acontecimientos- toda la historia del movimiento obrero, sus principales etapas: 1848, La Comuna de Paris, 1905, 1917, pero también 1936 que fue la antítesis de lo anterior con la constitución del Frente popular. Apenas si era evocada la experiencia decisiva de la Revolución alemana (1918-1923). La idea de los consejos obreros, preferida a la de los soviets menos puramente proletarios con su masa de soldados y campesinos, iba apareciendo cada vez más en las discusiones de la calle y en los comités de acción nacidos de la oleada de huelga generalizada.
El resurgir del proletariado en la escena histórica, de una clase que había sido declarada «integrada» y «aburguesada» por algunos sociólogos, creó condiciones favorables para una investigación sobre la historia de los movimientos revolucionarios de los años 20 y 30. Se han consagrado estudios, aunque demasiado escasos (ver bibliografía), a las izquierdas de la IIª y IIIª Internacionales. Los nombres de Gorter y Pannekoek, las siglas KAPD y GIC, junto a los de Bordiga y Damen, se hicieron más corrientes a los elementos que se declaraban de «ultraizquierdas» o «comunistas internacionalistas». Se empezaba a levantar la pesada losa del estalinismo. Pero con el ocaso del estalinismo aparecieron otras formas más insidiosas de truncamiento y de deformación de la historia del movimiento revolucionario. Apareció una historiografía de tipo socialdemócrata, troskista, o puramente universitario -según la moda del día-, cuyos efectos son tan perversos como los del estalinismo. La historiografía socialdemócrata, al igual que la estalinista, ha tratado de anestesiar y borrar todo lo revolucionario del movimiento comunista de izquierdas, para reducirlo a «cosa muerta» del pasado. A menudo las críticas de la Izquierda comunista para con la socialdemocracia han sido cuidadosamente borradas para transformar la historia en algo totalmente inofensivo. La historiografía izquierdista, la trotskista en particular, ha practicado por su lado la mentira por omisión evitando con cuidado mencionar demasiado las corrientes revolucionarias situadas a la izquierda del trotskismo. Cuando no tenían más remedio que mencionarlas, muchos de ellos lo hacían de paso poniéndoles con voluntad infamante la etiqueta de corrientes de ultraizquierdas, «sectarias», remitiendo a la crítica del «infantilismo de izquierdas» de Lenin. Método ampliamente practicado ya por la historiografía estalinista. La historia se convertía así en la de su propia autojustificación, en instrumento de legitimación. Citemos una vez más al historiador Georges Haupt, quien, sin ser ni mucho menos un revolucionario, escribía respecto de la historiografía de esta «nueva izquierda»:
«Hace apenas una década, la «nueva izquierda» antireformista y antiestalinista, severo censor de la historia universitaria a la que rechazaba como burguesa, tenía una actitud «tradicional» con respecto a la historia, metiéndose por los mismos caminos trillados que estalinistas y socialdemócratas y fundiendo el pasado en los mismos moldes. Así pues los ideólogos de la oposición extraparlamentaria (que ya no lo es desde hace mucho tiempo, Ndle.) de los años sesenta en Alemania, «se han dedicado ellos también a buscar su legitimidad en el pasado. Han tratado la historia como un gran pastel del que cada cual podía cortarse un trozo según su gusto o su apetito». Erigida en fuente de legitimidad y utilizada como instrumento de legitimización, la historia obrera aparece como una especie de desván de disfraces, en donde cada fracción, cada grupo encuentra su referencia justificadora utilizable para las necesidades del momento ».
(Haupt, Obra citada)
Corrientes revolucionarias, como el «bordiguismo» o el «consejismo», al no haber conseguido evitar el peligro del sectarismo, han convertido también la historia del movimiento revolucionario en una fuente de legitimación de sus ideas. Al precio de una deformación de la historia real, han efectuado un cuidadoso recorte, apartando todos los componentes del movimiento obrero revolucionario que no les convenían. La historia de la Izquierda comunista dejaba de ser la de la unidad y heterogeneidad de sus componentes, una historia difícil de escribir en su complejidad, globalidad y en su dimensión internacional, para así poner mejor de relieve su unidad, sino que se convertía en la de corrientes antagónicas y rivales. Los «bordiguistas» ignoraban con altanería la historia de la Izquierdas comunistas holandesa y alemana. Cuando las mencionaban, siempre con mucho desprecio, remitían, como los trotskistas, a la crítica «definitiva» de Lenin sobre el infantilismo de izquierdas. Borraban cuidadosamente el hecho de que en 1920 Bordiga, así como Gorter y Pannekoek, había sido condenado por Lenin como «infantil», tras el mismo rechazo del parlamentarismo y de la entrada del PC británico en el Partido Laborista. La historiografía «consejista» ha tenido una postura similar. Glorificaba la historia del KAPD, de las Uniones -reduciéndolas las más de las veces a sus corrientes «antiautoritarias» y anarquizantes, como la de Rühle- y sobre todo la historia de la GIC, ignoraba con soberbia la existencia de la corriente de Bordiga, la de la Fracción italiana en tomo a Bilan en los años 30. Y a esta corriente la metían en el mismo saco que al «leninismo». También borraba con tanto celo como los bordiguistas las enormes diferencias entre la Izquierda Holandesa de 1907 a 1927, que reivindicaba una organización política, y el consejismo de los años 30. El itinerario de Pannekoek anterior a 1921 como el posterior a 1927 se convertía para el «consejismo» en un camino perfectamente recto. El comunista de izquierdas Pannekoek de antes de 1921 fue «revisado» a la luz de su evolución consejista.
Además del sectarismo de estas historiografías, la bordiguista y la consejista, que se proclaman «revolucionarias» -cuando sólo la verdad lo es- se ha de destacar el punto de vista obtusamente nacional de estas corrientes. Al reducir la historia de la corriente revolucionaria a una componente nacional, escogida en función de su «terruño» de origen, estas corrientes han expresado unos enfoques nacionales muy estrechos, una mentalidad «casera» de lo más pueblerina. Así quedaba borrada la dimensión internacional de la Izquierda comunista. El sectarismo de esas corrientes no se puede separar de su propio localismo que deja transparentar la sumisión inconsciente a características nacionales hoy día totalmente desfasadas para un verdadero movimiento revolucionario internacional.
Veinte años después de Mayo del 68, el mayor peligro que acecha a los intentos de escribir una historia del movimiento revolucionario consiste menos en la deformación o la «desinformación» que en la enorme presión ideológica que se ha notado en estos últimos años. Esta presión se ejerce en el sentido de una notable disminución de los estudios e investigaciones, en el campo universitario, sobre la historia del movimiento obrero. Para darse cuenta de ello, basta con citar las conclusiones de la revista Le Mouvement social (nº 142, enero-marzo de 1988), revista francesa conocida por sus investigaciones sobre la historia del movimiento obrero. Un historiador hace notar la sensible disminución en esta revista de los artículos consagrados al movimiento obrero y a los partidos y organizaciones políticas que de él se reivindican. Hace constar una «tendencia a la baja en la historia política «pura»: 60 % de los artículos al principio, 10-15 % hoy», y sobre todo «una tendencia al declinar del estudio del movimiento obrero: 80 % de los artículos hace 20 años, 20 % hoy ». Desde 1981, sin duda con la erosión de la «ilusión lírica» sobre la izquierda en el poder, asistimos a una sensible disminución de los estudios sobre el comunismo en general. Esta «ruptura» ha sido brutal desde 1985-86. Signo más alarmante de la presión ideológica -la de la burguesía ante la creciente incertidumbre con que la crisis mundial va quebrantando sus cimientos económicos-, el autor nota que «el alza de la burguesía (en la revista mencionada) va reduciendo poco a poco la preponderancia obrera». Y concluye con un aumento de los estudios consagrados a la historia de la burguesía y de las capas no obreras. La historia del movimiento obrero va cediendo cada vez más sitio a la de la burguesía y a la historia económica a secas.
Así pues, tras un período durante el cual se escribieron estudios sobre el movimiento obrero y revolucionario cuyos límites en el mundo universitario eran las semiverdades y las casimentiras repetidas, borrando la dimensión revolucionaria de la historia del movimiento, asistimos a un período de reacción. Incluso «neutral» y adobada al gusto del día, incluso anestésica, la historia del movimiento obrero, todavía más cuando es revolucionaria, resulta «peligrosa» para la ideología dominante. Y es que la historia política e ideológica del movimiento revolucionario resulta explosiva: Al ser una praxis, va cargada de lecciones revolucionarias para el futuro. Pone en entredicho todas las ideologías de la izquierda oficial. En tanto que lección crítica del pasado, va también cargada de una crítica del presente. Es pues «un arma de la crítica» que -como lo afirmaba Marx- puede convertirse en una «crítica de las armas». Sobre este punto se puede volver a citar a G. Haupt:
«... la historia es un terreno explosivo, precisamente porque la realidad de los hechos o las experiencias de un pasado a menudo ocultado, pueden poner en tela de juicio cualquier pretensión de representación única de la clase obrera; pues la historia del mundo obrero afecta el fundamento ideológico en que se basan todos los partidos con vocación de vanguardia para mantener sus pretensiones hegemónicas» (p. 38, idem).
Esta historia de la Izquierda comunista germano-holandesa va a contracorriente de la actual historiografía. No aspira a ser una historia puramente social de esta corriente. Quiere ser una historia política, dando vida de nuevo y actualidad a todos los debates político-teóricos que en ella tuvieron lugar. Quiere volver a situar a dicha Izquierda en su marco internacional sin el cual su existencia se vuelve incomprensible. Sobre todo quiere ser una historia crítica para demostrar sin apriorismos ni anatemas sus líneas de fuerza y sus debilidades. No es ni una apología ni una negación de la corriente comunista germano-holandesa. Quiere mostrar la raíces de la corriente consejista para mejor poner de relieve sus debilidades intrínsecas y explicar las razones de su desaparición. También quiere demostrar que la ideología del consejismo expresa el alejamiento de los conceptos del marxismo revolucionario, que en los años 20 y 30 eran defendidos por la corriente bordiguista y el KAPD. Esta ideología como tal, cercana al anarquismo por su rechazo de la organización revolucionaria y de la Revolución rusa, por su rechazo al fin y al cabo de toda la experiencia adquirida por el movimiento obrero y revolucionario del pasado, puede resultar particularmente perniciosa para el movimiento revolucionario del futuro.
Es una ideología que desarma a la clase revolucionaria y a sus organizaciones.
A pesar de haber sido escrita en un marco universitario, esta historia es, pues, un arma para la lucha. Recogiendo de nuevo la expresión de Mehring, es una historia-praxis, una historia «para llevarla lucha del presente y alcanzar el nuevo mundo del futuro».
Esta historia no puede ser «imparcial». Es una obra comprometida, pues la verdad histórica, cuando se trata de la historia del movimiento revolucionario, exige un compromiso revolucionario. La verdad de los acontecimientos, su interpretación en un sentido proletario, no puede ser más que revolucionaria.
Para este trabajo, hemos hecho nuestras las reflexiones de Trotsky en el Prefacio de su Historia de la Revolución rusa sobre la objetividad en la labor de una historia revolucionaria:
«Claro está, el lector no está obligado a compartir los puntos de vista políticos del autor, que éste no tiene por qué ocultar. Pero el lector tiene derecho a exigir que una obra de historia no sea la apología de una posición política, sino una representación íntimamente fundada del proceso real de la revolución. Una obra de historia sólo corresponde plenamente a su finalidad si los acontecimientos se desarrollan, página tras página, con toda la naturalidad de su necesidad. »
«El lector serio y con sentido crítico no necesita imparcialidades falaces que le tiendan la copa del espíritu conciliador, rebosante de una buena dosis de veneno, con un poso de odio reaccionario, sino que necesita la buena fe científica que para expresar sus simpatías, sus antipatías, francas y sin disimulo, trate de basarse en un estudio honrado de los hechos, en la demostración de las verdaderas relaciones entre los hechos, en la manifestación de lo racional en el desarrollo de los acontecimientos. Sólo así es posible la objetividad histórica, y así resulta verdaderamente suficiente, pues no se verifica y certifica sólo con las buenas intenciones del historiador, sino con la revelación de la ley íntima del proceso histórico».
El lector podrá juzgar por la abundancia de los materiales utilizados, que hemos aspirado a esta buena fe científica, sin ocultar en modo alguno nuestras simpatías y antipatías.
Ch.
1. La Gauche communiste d'Italie (1981) (La Izquierda Comunista de Italia), 220 páginas; precio del ejemplar: 50 FF o su contravalor + gastos de envío. La Gauche communiste d'Italie (complément) (1988), 60 páginas, 13 FF o su contravalor + gastos de envío.
2. Suscripción para publicación de Histoire de la gauche communiste germano-hollandaise (Historia de la izquierda comunista germano-holandesa). Aparecerá en el 2° semestre de 1989. 250 páginas. Precio de suscripción: 120 FF o su contravalor + gastos de envío. Se remitirá en cuanto salga. Para estos pedidos escríbase a: RI, BP 581, 75027 PARIS Cedex 01, Francia.
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[1] https://es.internationalism.org/en/tag/noticias-y-actualidad/lucha-de-clases
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