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Este artículo que aquí publicamos es un documento en discusión en la CCI, escrito en junio de este año, unas semanas después del referéndum sobre el "Brexit" en Reino Unido. El artículo “Reveses para la burguesía que no presagian nada bueno para el proletariado” de este número de la Revista es un intento de aplicar las ideas de este artículo a unas situaciones concretas como las planteadas por el resultado del referéndum y por la candidatura de Trump en Estados Unidos.
Somos hoy testigos de una oleada de populismo político en los viejos países centrales del capitalismo. En los Estados en los que tal fenómeno se ha desarrollado desde hace más tiempo, en Francia o en Suiza, por ejemplo, los populistas de derechas se han vuelto el partido político más importante en el plano electoral. Pero lo que hoy más llama la atención es el “amarre” del populismo en países que, hasta hoy, eran conocidos por lo estable de su política y la eficacia de su clase dominante: Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania. Sólo recientemente el populismo ha logrado tener un impacto directo y serio en esos países.
El surgimiento actual del populismo
En Estados Unidos, el aparato político, al principio, subestimó ampliamente la candidatura de Donald Trump a las elecciones presidenciales por el Partido Republicano. Su candidatura, en un primer tiempo, se topó con la oposición más o menos declarada de la jerarquía del aparato del partido y de la derecha religiosa. A todos ellos les cogió por sorpresa el apoyo popular que Trump obtuvo tanto en el llamado Bible Belt (regiones estadounidenses y de Canadá donde está muy extendido el fundamentalismo protestante) como en los viejos centros industriales, especialmente por parte de algunas fracciones de la clase obrera "blanca". La campaña mediática subsiguiente, organizada entre otros por el Wall Street Journal y demás oligarquías mediáticas y financieras de la costa Este, con el objetivo de menguar el éxito de Trump, lo único que logró fue incrementar su popularidad. La ruina parcial de capas importantes de las clases medias y también de la obrera, habiendo perdido muchos de sus componentes sus ahorros e incluso sus viviendas tras los cracs financieros e inmobiliarios de 2007-2008, ha provocado la indignación contra el viejo aparato político que intervino con celeridad para salvar el sector bancario, dejando en cambio en la cuneta a los pequeños ahorradores que anhelaban ser propietarios de sus casas.
Las promesas de Trump de ayudar a los pequeños ahorradores, mantener los servicios de salud, gravar la bolsa y las grandes empresas financieras, impedir una inmigración a la que teme una parte de la población pobre, que ve en los inmigrados a contrincantes potenciales, han tenido eco tanto entre los fundamentalistas religiosos cristianos como, más a la izquierda, entre los electores de tradición demócrata que, hace pocos años, ni hubieran imaginado votar por semejante político.
Casi medio siglo de "reformismo" político burgués, en el que los candidatos de izquierda –a nivel nacional, regional o local, en los partidos o en los sindicatos –han sido elegidos porque pretendían defender los intereses de los trabajadores y, en realidad, siempre defendieron los del capital, ha ido preparando el terreno para que el hombre de la Main Street (“de la calle”), como dicen en Estados Unidos, considere la posibilidad de apoyar a un multimillonario como Trump, con el sentimiento de que éste, al menos, no podrá ser “comprado” por la clase dominante.
En Gran Bretaña, la expresión principal del populismo no parece haberse concretado por ahora ni en un candidato particular, ni en un partido político (aunque sí es cierto que el UKIP de Nigel Farage sea ahora un actor importante del escenario político), sino en la popularidad de la propuesta de dejar la Unión Europea y decidirlo por referéndum. El que la mayor parte de quienes dominan el mundo de las finanzas (la City de Londres) y le industria británica se haya opuesto a la salida de la UE, también aquí parece haber servido para aumentar la popularidad del "Brexit" en partes importantes de la población. Uno de los motores de la corriente anti-UE, además de que representa a unos intereses particulares de algunas partes de la clase dominante más estrechamente relacionadas con la antiguas colonias (la Commonwealth) que con la Europa continental, parece circular por los caminos de los nuevos movimientos populistas de derecha. Quizás, gente como Boris Johnson y demás defensores del "Brexit" en el Partido Conservador serán, cuando se produzca el "exit", quienes tengan que salvar lo que pueda ser salvado intentando negociar una especie de estatuto de asociación estrecha con la Union Européa, parecida quizás a la de Suiza, país que en general adopta las reglas de la UE pero sin voz ni voto en su formulación.
En Alemania, donde tras la Segunda Guerra mundial, la burguesía ha conseguido hasta hace poco impedir que se instalaran partidos a la derecha de la Democracia Cristiana, ha entrado en escena un nuevo movimiento populista, tanto en la calle (Pegida) como en el plano electoral (Alternative für Deutschland) no ya como respuesta a la crisis "financiera" de 2007-08 (de la que Alemania salió relativamente indemne) sino tras la “crisis del Euro” a la que una parte de la población ve como una amenaza directa a la estabilidad de la moneda común europea y por ende a los ahorros de millones de personas.
Pero cuando ya parecía resuelta esa crisis, al menos momentáneamente, resulta que se produce la llegada masiva de refugiados, debida en particular a la guerra civil e imperialista en Siria y el conflicto con el Estado Islámico en el norte de Irak. Esta situación ha dado un nuevo impulso a un movimiento populista que empezaba a flojear. Aunque un mayoría importante de la población siga apoyando la Wilkommenskultur ("cultura de la acogida") de la canciller Merkel y de muchos líderes de la economía alemana, se han multiplicado los ataques contra los asilos para refugiados por toda Alemania, a la vez que en partes de la antigua RDA (el Este), se está desarrollando una verdadera mentalidad de pogromo.
El punto alcanzado por el auge del populismo, ligado al desprestigio del sistema político de los partidos establecidos lo ilustran las recientes elecciones presidenciales en Austria, en cuya segunda vuelta se enfrentaron el candidato de los Verdes y el de la derecha populista, mientras que los partidos principales, socialdemócratas y democristianos, que han reinado en el país desde el fin de la IIª Guerra Mundial, han sufrido ambos un descalabro sin precedentes.
Tras las elecciones en Austria, los observadores políticos en Alemania concluyeron que si proseguía la coalición actual entre democristianos y socialdemócratas en Berlín después de las próximas elecciones genérales se favorecería sin duda más todavía el ascenso del populismo. De todas maneras, ya sea con la Gran Coalición entre derecha e izquierda (o la "cohabitación" como en Francia), o con la alternancia entre gobiernos de izquierda y de derecha, después de casi medio siglo de crisis económica crónica y unos 30 años de descomposición del capitalismo, amplias partes de la población ya no se creen que haya una diferencia significativa entre los partidos establecidos de izquierdas y de derechas. Al contrario, a esos partidos se les ve como una especie de cártel que defiende sus propios intereses y los de los pudientes en detrimento de los del conjunto de la población y de los del Estado. Al no haber logrado la clase obrera, después de 1968, politizar sus luchas y realizar avances significativos en su propia perspectiva revolucionaria, la desilusión que eso engendra atiza las llamas del populismo.
En los países industrializados occidentales, sobre todo después del 11 de septiembre en Estados Unidos, el terrorismo islamista es otro factor de incremento del populismo. Eso plantea hoy un problema a la burguesía, sobre todo en Francia, que ha vuelto a ser el blanco de ese tipo de ataques. Uno de los motivos del estado de excepción y del lenguaje bélico de François Hollande es la necesidad de atajar el ascenso continuo del Frente Nacional tras los recientes ataques terroristas; el presidente francés ha intentado aparecer como el líder de una presunta coalición internacional contra el Estado Islámico. La pérdida de confianza de la población en la determinación y capacidades de la clase dominante para proteger a sus ciudadanos en lo que a seguridad se refiere (y no sólo la económica) es una de las causas de la oleada actual de populismo.
Las raíces del populismo de derechas contemporáneo son pues múltiples, variando de un país a otro. En los antiguos países estalinianos de Europa del Este, parece deberse al atraso y a la mentalidad pueblerina de la vida política y económica bajo los regímenes anteriores, así como a la brutalidad traumática del paso a un estilo de vida capitalista occidental, más eficaz, desde 1989.
En un país de la importancia de Polonia, la derecha populista ya está en el gobierno, y en Hungría (recordemos que fue un país importante de la primera oleada revolucionaria del proletariado en 1917-23), el régimen de Viktor Orbán alienta a su manera los ataques pogromistas, protegiéndolos.
Más en general, las reacciones contra la "mundialización" o “globalización” son un factor de primera importancia en el auge del populismo. En Europa occidental, el mal humor contra “Bruselas” y la Unión Europea es desde hace tiempo el carburante principal de esos movimientos. Pero también se respira hoy el mismo ambiente en Estados Unidos donde Trump no es el único político que amenaza con abandonar los acuerdos comerciales de libre cambio TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership, Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversiones) que se está negociando entre Europa y América del Norte. No hay que confundir esa reacción contra la "mundialización" con lo que proponen algunos representantes de izquierda como ATTAC que exigen una especie de correctivo neokeynesiano ante los excesos (reales) del neoliberalismo. Mientras que éstos proponen una política económica alternativa coherente y responsable para el capital nacional, la crítica de los populistas aparece como una especie de vandalismo político y económico del estilo del que se expresó en parte cuando se rechazó el Tratado sobre la Constitución europea en los referéndums en Francia, Holanda e Irlanda.
La posibilidad de que el populismo contemporáneo participe en el gobierno y la relación de fuerzas entre burguesía y proletariado
Los partidos populistas son fracciones burguesas, son parte del aparato capitalista de Estado totalitario. Lo que propagan es ideología y comportamiento burgués y pequeñoburgués: nacionalismo, racismo, xenofobia, autoritarismo, conservadurismo cultural. Como tales son un fortalecimiento del control de la clase dominante y de su Estado sobre la sociedad. Incrementan el ámbito del sistema de los partidos de la democracia aumentando su poderío ideológico. Revitalizan las mistificaciones electorales y la atracción por la votación tanto gracias a los electores que movilizan como a quienes se movilizan para votar contra ellos. Y aunque sean en parte el producto de las desilusiones crecientes hacia los partidos tradicionales, también pueden servir para reforzar la imagen de éstos, los cuales, diferenciándose de los populistas, podrán aparecer como más humanos y democráticos. Al parecerse sus discursos al de los fascistas de los años 30, su resurgimiento tiende a darle una nueva vida al antifascismo. Así es en especial en Alemania, donde el ascenso al poder del partido fascista desembocó en la mayor catástrofe en la historia de esa nación, que perdió casi la mitad del territorio y su estatuto de gran potencia militar, la destrucción de sus ciudades y unos estragos irreparables a su prestigio internacional por haber perpetrado unos crímenes que han sido los peores de la historia de la humanidad.
Sin embargo, como lo hemos visto hasta ahora, sobre todo en los viejos países del centro del capitalismo, las fracciones dirigentes de la burguesía han hecho lo posible por limitar el auge del populismo y, en especial, para impedirle participar en el gobierno. Tras bastantes años de luchas defensivas en su terreno de clase, la mayoría sin éxito, parece ser que ciertos sectores de la clase obrera hoy podrían albergar el sentimiento de que podrían ejercer más presión y dar más miedo a la clase dominante votando por populistas de derecha que con las luchas obreras. Esa impresión se debe a que el establishment reacciona verdaderamente alarmado ante el éxito electoral de los populistas. ¿Por qué tales reticencias de la burguesía ante “uno de los suyos”?
Hasta ahora, nosotros, CCI, teníamos tendencia a suponer que eso se debía al curso histórico (o sea al hecho de que la generación actual del proletariado no ha sufrido la derrota). Hoy hay que reexaminar ese marco de manera crítica ante cómo se está desarrollando la realidad social.
Que se hayan establecido gobiernos populistas en Polonia y Hungría es relativamente de menor importancia si se compara con lo que está pasando en los viejos países occidentales del corazón del capitalismo. Más significativo es que esos hechos no hayan desembocado por ahora en un conflicto de importancia entre, por lado, Polonia y Hungría y, por otro, la OTAN y la UE. Al contrario, Austria, con un canciller socialdemócrata, después de haberle seguido los pasos a la Wilkommenskultur de Angela Merkel durante el verano de 2015, ha seguido ahora el ejemplo de Hungría levantando barreras y alambradas en sus fronteras. Y el primer ministro húngaro se ha hecho ahora uno de los socios de discusión preferidos de la CSU bávara, partido que forma parte del gobierno de Merkel. Puede apreciarse un proceso de adaptación mutua entre gobiernos populistas y grandes instituciones interestatales. Por mucha demagogia antieuropea que esgriman, no se ve signo alguno por ahora de que los gobiernos populistas de Polonia o Hungría quieran irse de la UE. Lo que, al contrario, quieren hacer es difundir el populismo en la UE. Lo cual significa, hablando de intereses concretos, que "Bruselas" intervenga menos en los asuntos nacionales, aunque, eso sí, siguiendo con las subvenciones, incluso de mayor cuantía, a Varsovia y Budapest. La UE, por su parte, se adapta a esos gobiernos populistas a los que incluso se alaba por sus "contribuciones constructivas" en las complejas cumbres que organiza. Y, aun insistiendo en que se mantenga un mínimo de "condiciones democráticas", Bruselas se abstiene por ahora de aplicar a esos países sanciones con las que los había amenazado.
En lo que a la Europa occidental se refiere, Austria, recordemos, ya fue pionera habiendo incluso integrado en una ocasión en el gobierno de coalición al partido de Jörg Haider (FPÖ) como socio minoritario. El objetivo (desprestigiar a ese partido populista haciéndole asumir la responsabilidad de asegurar el funcionamiento del Estado) se alcanzó en parte, pero temporalmente. Hoy, en el plano electoral, le FPÖ es más fuerte que nunca y por poco gana las recientes elecciones presidenciales. Aunque también es cierto que el presidente desempeña un papel más bien simbólico. No es ese el caso en Francia, segunda potencia económica y segunda concentración del proletariado en la Europa occidental continental. La burguesía mundial espera, inquieta, la próxima elección presidencial en ese país en el que el Frente Nacional (FN) es el partido dominante electoralmente.
Muchos expertos de la burguesía ya han concluido, en base a lo que parece ser un fracaso del Partido Republicano de Estados Unidos en impedir la candidatura de Trump, que, tarde o temprano se hará inevitable la participación de populistas en los gobiernos occidentales, en cuyo caso será mejor empezar a preparar tal posibilidad. Este debate es el primer resultado de haber reconocido que los intentos hechos hasta ahora por excluir o contener el populismo no sólo han alcanzado sus límites, sino que incluso empiezan a ser contraproducentes.
La democracia es la ideología que mejor conviene a las sociedades capitalistas desarrolladas y la más importante contra la conciencia de clase del proletariado. Hoy, sin embargo, la burguesía está ante una paradoja: al seguir manteniendo sus distancias con los partidos que no respetan sus reglas democráticas de lo "políticamente correcto", corre el riesgo de dañar su propia imagen democrática. ¿Cómo justificar el mantener indefinidamente en la oposición a partidos por los que vota una parte significativa de la población, incluso la mayoría a veces, sin desprestigiarse y embrollarse en contradicciones y argumentos confusos? La democracia no es solo una ideología sino también un medio muy eficaz de la dominación de clase, sobre todo porque tiene la capacidad de reconocer las nuevas tendencias que surgen de la sociedad y adaptarse a ellas.
En ese marco la clase dominante se plantea hoy la perspectiva posible de que el populismo participe en los gobiernos a causa de la relación de fuerzas entre la burguesía y el proletariado. A pesar de que el proletariado no está históricamente derrotado, esa relación le es desfavorable por ahora. Por eso es por lo que las tendencias actuales indican que la gran burguesía incluso piensa que tal presencia es posible.
Para empezar, tal eventualidad no implicaría el abandono de la democracia parlamentaria burguesa como así ocurrió en Italia, Alemania o España entre finales de los años 1920 y finales de los 30, después de que el proletariado fuese derrotado. En Europa del Este, hoy, los gobiernos populistas de derecha existentes no han intentado poner a los demás partidos fuera de la ley ni instaurar un sistema de campos de concentración. Además, semejantes medidas no serían aceptadas por la generación actual de trabajadores en particular en los países del Oeste, quizás ni siquiera en Polonia o Hungría.
Por otra parte hay que decir, sin embargo, que la clase obrera, aunque no derrotada definitiva e históricamente, está, hoy por hoy, muy debilitada en su conciencia, su combatividad y su identidad de clase. El contexto histórico de esta situación sigue siendo ante todo el de la derrota de la primera oleada revolucionaria tras la Primera Guerra Mundial, y la profundidad y la tan larga duración de la contrarrevolución que le siguió.
En tal contexto, el primer causante de ese debilitamiento es la incapacidad de la clase, por ahora, de dar con la respuesta adecuada, en sus luchas defensivas, a la fase actual de gestión capitalista de Estado, la de la "mundialización". En sus luchas defensivas, los obreros se dan perfecta cuenta de que están inmediatamente encarados al capitalismo mundial como un todo, pues hoy no sólo están mundializados el comercio y los negocios sino también, y por primera vez, la producción, de modo que la burguesía puede replicar con rapidez a toda resistencia proletaria a escala nacional o local, transfiriendo la producción a otro lugar. Este instrumento aparentemente todopoderoso para domeñar el trabajo no podrá ser combatido realmente sino mediante la lucha de clases internacional, un nivel de combate que la clase no es todavía capaz de alcanzar en un futuro previsible.
La segunda causa de ese debilitamiento es la incapacidad de la clase para haber seguido politizando sus luchas tras el impulso inicial de 1968-1969. Lo que de ello ha resultado es la fase actual de descomposición al no haberse desarrollado ninguna perspectiva de una vida mejor o de una sociedad mejor. El desmoronamiento de los regímenes estalinistas en Europa del Este pareció haber confirmado la imposibilidad de una alternativa al capitalismo.
Durante un corto período, entre más o menos 2003 y 2008, hubo unos primeros signos, tenues, apenas visibles, de un proceso necesariamente largo y difícil en el que el proletariado saldría restablecido tras los golpes recibidos. La solidaridad de clase empezó, por ejemplo, a plantearse, especialmente entre las diferentes generaciones. El movimiento anti-CPE de 2006 fue el punto culminante de esa fase, pues logró hacer retroceder a la burguesía francesa, y porque el ejemplo de ese movimiento y de sus éxitos inspiraron a sectores de la juventud de otros países europeos, Alemania y Gran Bretaña por ejemplo. Pero esos primeros y frágiles gérmenes de una posible reanudación proletaria quedaron bloqueados por una tercera serie de acontecimientos negativos de importancia histórica en el período post-1968, un tercer revés muy trascendente para el proletariado: la calamidad económica de 2007-2008, seguida por la oleada actual de refugiados de guerra y de migrantes, la mayor desde el final de la IIª Guerra Mundial.
Lo específico de la crisis de 2007-08 es que empezó como crisis financiera de unas proporciones enormes. Y para millones de obreros uno de sus peores efectos, incluso el principal en ciertos casos, no fue tanto la baja de salarios, la subida de impuestos, o los despidos masivos decididos por los empleadores o por el Estado, sino incluso la pérdida de sus viviendas, de sus ahorros, de sus seguros, etc. Estas pérdidas en el plano financiero aparecen como pérdidas de “ciudadanos” de la sociedad burguesa, no son algo específico a la clase obrera. Sus causas son muy confusas, lo cual favorece la personalización de los problemas y la “teoría” del complot.
Lo específico de la crisis de los refugiados es que ocurre en el ámbito de la "fortaleza Europa" (y de la fortaleza estadounidense). A diferencia de los años 1930, desde 1968 la crisis mundial del capitalismo venía acompañada por una gestión capitalista de Estado internacional bajo la dirección de la burguesía de los viejos países capitalistas. Y así, tras casi medio siglo de crisis crónica, Europa occidental y América del Norte siempre aparecían cual remanso de paz, prosperidad y estabilidad, cuando menos comparadas con el “mundo exterior”. En tal contexto, ya no es sólo el miedo a la competencia de los inmigrantes lo que alarma a partes de la población sino también el miedo a que el caos y la anarquía, vistos como procedentes de “fuera”, alcancen, a través de los refugiados, el mundo “civilizado”. Con el nivel actual de la conciencia de clase, es muy difícil, para la mayoría de los trabajadores, comprender que tanto la barbarie caótica en la periferia del capitalismo y su intrusión, cada vez más cercana, en los países centrales, son el producto del capitalismo mundial y de las políticas de los países capitalistas dirigentes.
Ese contexto de crisis "financiera", de "crisis del Euro", y luego, la crisis de los refugiados ha inmovilizado, por ahora, los primeros pasos, tan embrionarios sin embargo, hacia un renacer de la solidaridad de clase. Quizás sea por eso, o al menos en parte, por lo que la lucha de los Indignados, aunque duró más tiempo y en ciertos aspectos se desarrolló más profundamente que el movimiento anti-CPE, no logró parar los ataques en España, pudiendo también ser fácilmente explotado por la burguesía para crear un nuevo partido de izquierdas: Podemos.
El resultado principal, a nivel político, de ese nuevo incremento de la insolidaridad desde 2008 hasta hoy, ha sido el reforzamiento del populismo. Este no es solo un síntoma de un debilitamiento suplementario de la conciencia de clase y de la combatividad proletarias, sino que es además un factor activo de este debilitamiento. No solo porque el populismo se abre camino en las filas del proletariado (aunque los sectores centrales de la clase resisten todavía con fuerza a tal influencia, como lo ilustra el ejemplo alemán), sino también porque la burguesía se aprovecha de la heterogeneidad de la clase para dividir más todavía al proletariado, sembrando la confusión en su seno. Parece, a primera vista, como si hoy estuviéramos acercándonos a una situación con ciertas similitudes con la de los años 1930. Cierto es que el proletariado no ha sido derrotado política y físicamente en un país central, como así había ocurrido en Alemania en aquel tiempo. Por consiguiente, el antipopulismo no puede desempeñar exactamente el mismo papel que el antifascismo en los años 1930. También parece ser una característica del período de descomposición que semejantes falsas alternativas aparezcan mucho más desdibujadas que las de aquel entonces. Lo que no quita que en un país como Alemania, en el que, hace ocho años, una pequeña minoría de la juventud inquieta dio sus primeros pasos en la politización con la consigna “¡Abajo el capitalismo, la nación y el Estado!”, hoy la politización se efectúe a través de la defensa de los refugiados y de la Wilkommenskultur contra los neonazis y la derecha populista.
Durante el largo período post-1968, el peso del antifascismo quedó como mínimo atenuado porque, concretamente, el peligro fascista era algo del pasado o estaba representado por unos extremistas de derecha más o menos marginales. Hoy, el auge del populismo derechista como fenómeno potencialmente de masas, da a la ideología de la defensa de la democracia un objetivo nuevo, mucho más tangible e importante, contra el que puede movilizarse.
Concluiremos esta parte diciendo que el crecimiento actual del populismo y de su influencia sobre el conjunto de la política burguesa, también se ha hecho posible debido a la debilidad actual del proletariado.
Le debate actual en el seno de la burguesía sobre el auge del populismo
El debate que está surgiendo en el seno de la burguesía sobre cómo tratar el populismo acaba de empezar, pero ya podemos mencionar algunos elementos. Si observamos el debate en Alemania – el país en el que la burguesía está quizás más sensibilizada y vigilante sobre esta cuestión – podemos identificar tres aspectos.
Primero: es un error para los "demócratas" intentar combatir el populismo adoptando su lenguaje y sus propuestas. Este argumento dice que el haber "copiado" a los populistas explica en parte el fracaso del partido gubernamental en las últimas elecciones en Austria, y explica la incapacidad de los partidos tradicionales en Francia para atajar el avance del FN. Los electores populistas, dicen quienes esgrimen ese argumento, prefieren el original a la copia. En lugar de hacer concesiones, dicen, hay que insistir en los antagonismos entre "patriotismo constitucional" y "nacionalismo chovinista", entre apertura cosmopolita y xenofobia, entre tolerancia y autoritarismo, entre modernidad y conservadurismo, entre humanismo y barbarie. Según esa línea argumental, las democracias occidentales tienen hoy suficiente “madurez” para arreglárselas con el populismo moderno manteniendo una mayoría por la "democracia", si avanzan sus posiciones de manera "ofensiva". Esa es, por ejemplo, la posición de la actual canciller alemana Angela Merkel.
Segundo, se insiste en que el electorado debe poder hacer de nuevo la diferencia entre derecha e izquierda, que hay que borrar la impresión de que se trata de un cártel de partidos establecidos. Suponemos nosotros que esa idea forma parte ya de la preparación, durante los dos últimos años, por parte de la coalición CDU-SPD, de una futura coalición posible entre Democracia Cristiana (CDU) y Verdes después de las próximas elecciones genérales. El abandono de la energía nuclear tras la catástrofe de Fukushima no se anunció en Japón…sino en Alemania, y el reciente y entusiasta apoyo de los Verdes a la Wilkommenskultur hacia los refugiados, que se ve asociada no a la Socialdemocracia (SPD) sino a Angela Merkel, han sido, hasta ahora, los pasos principales de esa estrategia. Pero la ascensión electoral rápida e inesperada de la AfD amenaza ahora la realización de tal estrategia (el intento reciente de hacer volver al FDP liberal al parlamento podría ser una respuesta a ese problema, pues ese partido podría, en su caso, unirse a una coalición "verdinegra"). Una vez en la oposición, el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), el partido que condujo en Alemania "la revolución neoliberal" con su agenda 2010 bajo la cancillería de Schroeder, podría adoptar una posición más "de izquierdas". Recordemos que, al contrario de los países anglosajones, donde fue la derecha conservadora de Thatcher y Reagan la que impuso las medidas "neoliberales", en muchos países europeos del continente fue la izquierda (partidos más “políticos”, más responsables y disciplinados) la que tuvo que participar cuando no asumir la instauración de tales medidas.
Pero hoy parece evidente que la etapa necesaria, para el capital, de mundialización neoliberal ha estado acompañada de unos excesos que deberán corregirse tarde o temprano. Tales excesos se empezaron a cometer sobre todo después de 1989 cuando el desmoronamiento de los regímenes estalinianos pareció haber confirmado de manera aplastante todas las tesis neoliberales sobre la inadaptación de la burocracia capitalista de Estado para hacer funcionar la economía. Y ahora algunos representantes serios de la clase burguesa ponen de relieve esos excesos, como, por ejemplo, que es en nada indispensable para la supervivencia del capitalismo que una minúscula fracción de la sociedad posea casi toda la riqueza. Esto puede producir estragos no sólo social y políticamente, sino también en lo económico, pues a los muy ricos, en lugar de compartir buena parte de sus riquezas, lo único que les interesa es preservarlas, incrementándose la especulación y frenando el poder adquisitivo solvente. No es tampoco totalmente necesario para el capitalismo que la competencia entre Estados capitalistas se concrete hoy en drásticas reducciones de impuestos y de presupuestos estatales, hasta el punto de que el Estado ya no pueda asegurar las inversiones necesarias. O, dicho de otra manera, la idea es que, merced a un retorno posible a una especie de corrección neokeynesiana, la izquierda, en su forma tradicional o con nuevos partidos como Syriza en Grecia o Podemos en España, pudiera reconquistar cierta base material y presentarse como alternativa a la derecha neoliberal conservadora.
Cabe señalar, sin embargo, que no es, en lo inmediato, el miedo a la clase obrera lo que inspira las reflexiones actuales en la clase dominante sobre la posibilidad de un futuro papel de la izquierda. Al contrario, muchos elementos de la situación actual en los principales centros capitalistas nos inducen a pensar que lo primero que hoy determina la política de la clase dominante es el problema del populismo.
El tercer aspecto es que, al igual que los conservadores británicos en torno a Boris Johnson, la CSU, el partido "hermano" de la CDU de Merkel, piensa que lo que deberían hacer algunas fracciones del aparato tradicional del partido es aplicar ideas de la política populista. Hay que señalar que la CSU ya no es la expresión del tradicional atraso bávaro y pequeñoburgués. Al contrario, junto con Bade-Würtemberg, el estado vecino del Sur de Alemania, Baviera es hoy económicamente la parte más moderna del país, la columna vertebral de sus industrias de alta tecnología y de exportación, la base productiva de compañías como Siemens, BMW o Audi.
Esta tercera opción, de cuya propaganda se encarga el gobierno de Múnich (capital de Baviera), está evidentemente en contradicción con la primera opción de la que hablamos antes, propuesta por Angela Merkel. Lo que está actualmente en el centro de las confrontaciones entre esos dos partidos es más que una maniobra electoral, es más que el resultado de diferencias, reales, entre intereses económicos particulares: hay también diferencias de método. En vista de la determinación actual de la canciller en no cambiar de modo de ver, algunos representantes de la CSU han empezado incluso a “pensar en voz alta” amenazando con presentar sus propios candidatos en otras partes de Alemania contra la CDU en las próximas elecciones genérales.
La idea de la CSU, como la de algunas fracciones de los conservadores ingleses, es que, ya que es inevitable hasta cierto punto que se tomen medidas populistas, mejor será que las aplique un partido experimentado y responsable. Así, tales medidas, a menudo irresponsables, podrían, por un lado, limitarse y, por otro, ser compensadas con medidas complementarias.
A pesar de las fricciones reales entre Merkel y Seehofer, como entre Cameron y Johnson, no debemos desdeñar el factor “división del trabajo” entre ellos: una parte que defiende los valores democráticos "de manera ofensiva", y la otra que reconoce la legitimidad democrática de "los ciudadanos encolerizados".
De todos modos, lo que esos discursos ilustran es que las fracciones dirigentes de la burguesía empiezan a hacerse a la idea de adoptar políticas gubernamentales populistas de cierto tipo y en cierta medida: los conservadores pro-Brexit o la CSU ya las están poniendo en práctica.
Populismo y descomposición
Como ya hemos visto, sigue habiendo grandes reticencias hacia el populismo por parte de las principales fracciones de la burguesía en Europa occidental y Norteamérica. ¿Cuáles son las causas? En fin de cuentas, esos movimientos no cuestionan en absoluto el capitalismo. Nada de la propaganda que hacen es extraño al mundo burgués. A diferencia del estalinismo, el populismo ni siquiera pone en entredicho las formas actuales de la propiedad capitalista. Es un movimiento "opositor" evidentemente. Pero en cierto modo también lo han sido el estalinismo y la socialdemocracia sin que eso les haya impedido ser miembros responsables de gobiernos de Estados capitalistas de primer orden.
Para comprender esas reticencias, es necesario establecer bien la diferencia fundamental entre el populismo actual y la izquierda del capital. La izquierda, incluso la que no procede de antiguas organizaciones du movimiento obrero (los Verdes, por ejemplo), aunque haya sido el mejor representante del nacionalismo y haya sido el mejor alistador del proletariado para la guerra, basa su poder de atracción en la propaganda de los antiguos ideales del movimiento obrero, en la falsificación de éstos, o, cuando menos, en los ideales de la revolución burguesa. En otras palabras, por muy chovinista e incluso antisemita que pueda ser, no reniega, en principio, de la "fraternidad de la humanidad" ni de la posibilidad de mejorar el estado del mundo en su conjunto. De hecho, incluso los radicales neoliberales más abiertamente reaccionarios afirman perseguir esa meta. Eso es necesariamente así, pues desde sus orígenes, la pretensión de la burguesía de ser la digna representante de la sociedad en su conjunto se ha basado siempre en esa perspectiva. Eso no quiere decir para nada que la izquierda del capital, como parte de esta sociedad en putrefacción, no difunda igualmente el veneno racista, antisemita parecido al de los populistas de derecha.
En cambio, le populismo personifica la renuncia a ese "ideal". Lo que el populismo pregona es la supervivencia de unos en detrimento de los demás. Toda su arrogancia se basa en ese "realismo" del que tan orgulloso está. Es el producto del mundo burgués y de su visión del mundo, pero, ante todo, de su descomposición.
Además, la izquierda del capital propone un programa económico, político y social más o menos realista para el capital nacional. En cambio, el problema del populismo político no es que no haga propuestas concretas, sino que propone una cosa y la contraria, una política para hoy y otra para mañana. No es una alternativa política, sino que encarna la descomposición de la política burguesa.
Por eso, al menos en el sentido en que aquí se usa ese término, tiene poco sentido hablar de un populismo de izquierdas, como una especie de vertiente opuesta del populismo de derechas.
A pesar de los parecidos y paralelismos, la historia no se repite nuca. El populismo de hoy no es lo mismo que el fascismo de los años 1920 y 1930. Sin embargo, el fascismo de entonces y el populismo de hoy tienen, en cierto modo causas similares. Ambos son, entre otras cosas, la expresión de la descomposición del mundo burgués. Con la experiencia histórica del fascismo y, sobre todo, del nacionalsocialismo tras aquél, la burguesía de los viejos países capitalistas centrales tiene una conciencia aguda de esas similitudes y del peligro potencial que significan para la estabilidad del orden capitalista.
Semejanzas con el auge del nacionalsocialismo en Alemania
Los fascismos de Italia y Alemania tuvieron en común el triunfo de la contrarrevolución y el delirio de la disolución de las clases en una comunidad mística, tras la derrota previa (sobre todo gracias a las armas de la democracia y de la izquierda del capital) de la oleada revolucionaria. En común también, su puesta en entredicho sin rodeos del reparto imperialista y lo irracional de muchos de sus objetivos bélicos. A pesar de esos parecidos (en los que se basó Bilan para ser capaz de reconocer la derrota de la oleada revolucionaria y el cambio del curso histórico que abrió la posibilidad a la burguesía de movilizar al proletariado en la guerra mundial) es útil analizar más de cerca, para así comprender mejor el populismo contemporáneo, lo específico de los acontecimientos históricos en la Alemania de entonces, incluidas las diferencias con el fascismo italiano mucho menos irracional.
Primero, el debilitamiento de la autoridad establecida de las clases dominantes, y la pérdida de confianza de la población en la dirección tradicional política, económica, militar, ideológica y moral de esas clases dominantes, eran mucho más profundos que en ningún otro lugar (excepto en Rusia), pues Alemania había sido la gran perdedora de la Primera Guerra mundial y de ésta salió agotada económica, financiera y hasta físicamente.
Segundo, en Alemania, mucho más que en Italia, hubo una verdadera situación revolucionaria. La manera con la que la burguesía ahogó el potencial revolucionario del proletariado alemán en una fase aún precoz, no debe llevarnos a subestimar la profundidad del proceso revolucionario, ni la intensidad de los anhelos y las esperanzas que suscitó y que lo acompañaron. La burguesía alemana y mundial necesitaron casi seis años, hasta 1923, para aniquilar todas las huellas de tan apasionante efervescencia. Nos es difícil imaginar hoy el grado de decepción causada por la derrota y la estela de amargura que dejó. La pérdida de confianza de la población en su propia clase dominante vino rápidamente seguida por la desilusión evidentemente mucho más cruel todavía de la clase obrera hacia sus (antiguas) organizaciones (socialdemocracia y sindicatos), y la decepción causada por el joven KPD y la Internacional Comunista.
Tercero, las calamidades económicas desempeñaron un papel mucho más determinante en el ascenso del nacionalsocialismo que en el del fascismo en Italia. La hiperinflación de 1923 en Alemania (y otros países de la Europa central) socavó la confianza en la moneda como equivalente universal. La Gran Depresión iniciada en 1929 ocurrió sólo 6 años después del traumatismo de la hiperinflación. La Gran Depresión ya había golpeado en Alemania a una clase obrera cuya conciencia de clase y combatividad había sido aplastadas, pero además la manera con que las masas vivieron, intelectual y emocionalmente, este nuevo episodio de crisis económica, estaba ya, en cierto modo, modificado, formateado por decirlo así, por los acontecimientos de 1923.
Las crisis, las del capitalismo decadente en especial, afectan a todos los aspectos de la vida económica y social. Son las crisis de sobreproducción – de capital, de mercancías, de fuerza de trabajo – y de apropiación y de "distribución"- especulaciones financiera y monetaria con crac incluido. Pero, a diferencia de las manifestaciones de la crisis más centradas en los lugares de producción, los despidos o las reducciones de salarios, los efectos negativos sobre la población en lo financiero y monetario son mucho más abstractos y oscuros. Y, sin embargo, sus efectos pueden ser tan devastadores para parte de la población, y sus repercusiones pueden ser mundiales y extenderse todavía más deprisa que las que se producen más directamente en los lugares de producción. O sea, mientras que estas manifestaciones de la crisis tienden a favorecer el desarrollo de la conciencia de clase, aquellas, las procedentes de las esferas financieras y monetarias, tienden a lo contrario. Sin la ayuda del marxismo, no es fácil comprender los lazos reales entre, por ejemplo, un crac financiero en Manhattan y la cesación de pagos de una aseguradora o incluso de un Estado en otro continente. Los impresionantes sistemas de interdependencia, creados a ciegas entre países, poblaciones, clases sociales, que funcionan a espaldas de los protagonistas, llevan fácilmente a la personalización y a la paranoia social. El que la reciente agudización de la crisis ha sido también una crisis financiera y bancaria, ligada a burbujas especulativas y al estallido de éstas, es algo más que propaganda burguesa. El que una falsa maniobra especulativa en Tokio o en Nueva York pueda desencadenar la quiebra de un banco en Islandia, o zarandear el mercado inmobiliario en Irlanda, no es ficción, es la realidad. Sólo el capitalismo crea tal interdependencia en la vida y la muerte entre personas totalmente ajenas unas a otras, entre protagonistas que ni siquiera son conscientes de la existencia de unos y otros. Es muy difícil para los seres humanos soportar tal grado de abstracción, ni intelectual ni emocionalmente. Una manera de encarar tal cosa es personalizar, ignorando los mecanismos reales del capitalismo, pues no son las “fuerzas del mal” las que planifican deliberadamente hacernos daño. Es tanto más importante comprender hoy la diferencia entre los diferentes tipos de ataques porque quienes pierden sus ahorros ya no son principalmente la pequeña burguesía o las clases medias como así fue en 1923, sino millones de trabajadores que poseen o intentan poseer su propia vivienda, tener algunos ahorros o algún que otro seguro...
En 1923, la burguesía alemana, que ya estaba planificando hacer la guerra contra Rusia, se encontró con un nacionalsocialismo que se estaba convirtiendo en movimiento de masas. En cierto modo, la burguesía se metió en la trampa de una situación en cuya construcción ella misma había contribuido. Podría haber optado por una entrada en guerra con un gobierno socialdemócrata, con el apoyo de los sindicatos, en una posible coalición con Francia, incluso con Gran Bretaña como aliado secundario al principio. Pero esto hubiera supuesto la confrontación, o, al menos, la neutralización del movimiento nazi, el cual no solo se había vuelto demasiado grande para ser manipulado, sino que además agrupaba también a la parte de la población que quería la guerra. En tal situación, la burguesía alemana cometió el error de creer que podía instrumentalizar el movimiento nazi a su antojo.
El nacionalsocialismo no sólo fue un simple régimen de terror masivo ejercido por una pequeña minoría sobre el resto de la población. Tenía su propia base de masas. No sólo fue un instrumento del capital para imponerse sobre la población. También fue la inversa: un instrumento ciego de las masas atomizadas, aplastadas y paranoicas que querían imponerse al capital. El nacionalsocialismo vino pues preparado en gran medida, por la pérdida total de confianza de grandes sectores de la población en la autoridad de la clase dominante y en su capacidad para hacer funcionar la sociedad con eficacia y proporcionar un mínimo de seguridad física y económica a sus ciudadanos. Aquella conmoción de la sociedad hasta sus cimientos se había iniciado con la Primera Guerra Mundial y se agudizó con las catástrofes económicas que siguieron: la hiperinflación, que fue el resultado de la guerra mundial (del lado de los perdedores), y la Gran Depresión de los años 1930. El epicentro de esa crisis fueron los tres imperios – el alemán, el austrohúngaro, el ruso–, los tres desmoronados por los golpes de la guerra (perdida) y la oleada revolucionaria.
A diferencia de Rusia donde, al principio, la revolución resultó victoriosa, en Alemania y en el antiguo imperio austrohúngaro, la revolución fracasó. En ausencia de una alternativa proletaria a la crisis de la sociedad burguesa, se abrió un gran vacío, cuyo centro era Alemania, o más o menos la Europa continental al norte de la cuenca mediterránea, pero con ramificaciones a escala mundial, que engendró un paroxismo de violencia y de ambiente de pogromo, basado en los temas del antisemitismo y el antibolchevismo, que culminaría en el "holocausto" y en el comienzo de una liquidación masiva de poblaciones enteras, sobre todo en los territorios de la URSS ocupados por las fuerzas alemanas.
La forma tomada por la contrarrevolución en la Unión Soviética desempeñó un papel importante en la evolución de esa situación. Aunque ya no quedara nada de proletario en la Rusia estaliniana, la expropiación violenta del campesinado en particular (la "colectivización de la agricultura" y la "liquidación de los kulaks") atemorizó a los pequeños propietarios y pequeños ahorradores en el resto del mundo, y también a los grandes propietarios. Así fue en la Europa continental donde esos propietarios (entre los cuales podía haber modestos dueños de su propia vivienda), dejados sin protección contra el "bolchevismo" del que no había mar u océano que los separara (al contrario de sus equivalentes ingleses o norteamericanos), confiaban poco en los regímenes "democráticos" o "autoritarios" europeos inestables que existían a principios de los años 1930, para que éstos les protegieran contra la expropiación por la crisis o por el "bolchevismo judío".
Podemos concluir de esa experiencia histórica que, si le proletariado es incapaz de hacer valer su alternativa revolucionaria al capitalismo, la pérdida de confianza en la capacidad de la clase dominante para que "haga su trabajo" acaba desembocando en una revuelta, una protesta, una explosión de otro tipo muy diferente, una protesta que no es consciente sino ciega, orientada no hacia el futuro sino hacia el pasado, que no se basa en la confianza sino en el miedo, no en la creatividad sino en la destrucción y el odio.
Hoy, segunda crisis de confianza en la clase dominante
El proceso que acabamos de describir ya formaba parte de la descomposición del capitalismo. Y es de lo más comprensible que, en los años 1930, muchos marxistas y otros comentaristas avezados de la sociedad supusieran que esa tendencia iba a sumergir rápidamente el mundo entero. Pero, como sabemos, eso no ocurrió, sólo fue la primera fase de tal descomposición, no la fase terminal todavía.
Para empezar, tres factores de importancia histórica mundial han hecho retroceder la tendencia à la descomposición.
Primero, la victoria de la coalición anti-Hitler en la Segunda Guerra mundial, que realzó considerablemente el prestigio de la democracia "occidental" por un lado (y, en particular, el del modelo americano), y, por otro, el prestigio del modelo del "socialismo en un solo país".
Segundo, el "milagro económico" tras la Segunda Guerra mundial, sobre todo en el bloque del Oeste.
Esos dos factores eran cosa de la burguesía. El tercero ha sido cosa de la clase obrera: el final de la contrarrevolución, el retorno de la lucha de clases al centro del escenario de la historia y con él, la reaparición (confusa y efímera, sin embargo) de una perspectiva revolucionaria. La burguesía, por su parte, replicó a ese cambio de situación no sólo con la ideología del reformismo, sino también con concesiones y mejoras materiales reales (y, claro está, temporales). Todo eso alimentó en los trabajadores, la idea ilusoria de que la vida podía mejorarse continuamente.
Como hemos defendido nosotros, lo que ha hecho desembocar en la fase actual de descomposición ha sido sobre todo el bloqueo entre las dos clases principales de la sociedad, una incapaz de desencadenar una guerra generalizada, la otra incapaz de avanzar hacia una solución revolucionaria. Tras el fracaso de la generación proletaria de 1968 para llevar más lejos políticamente sus luchas, lo ocurrido en 1989 inició a escala mundial la fase actual de descomposición. Y es muy importante entender esta fase no como algo estancado, sino como un proceso. 1989, ante todo, rubricó el fracaso del primer intento del proletariado por desarrollar su propia alternativa revolucionaria. Tras 20 años de crisis crónica y de deterioración de las condiciones de vida de la clase obrera y de la población mundial en general, el prestigio y la autoridad de la clase dominante también se habían deteriorado, aunque no al mismo nivel. En los años del cambio de milenio, había todavía importantes contratendencias que realzaban el prestigio de las élites burguesas dirigentes. Mencionaremos tres:
Primero, el hundimiento del bloque estalinista del Este no dañó para nada la imagen de la burguesía de lo que fue el bloque del Oeste. Al contrario, en lo que insistía la propaganda era en negar la posibilidad de una alternativa al "capitalismo democrático occidental". Cierto es que parte de la euforia de 1989 se fue esfumando rápidamente ante la realidad misma, como, por ejemplo, la pretensión de un mundo más pacífico, aunque también es verdad que 1989 apartó al menos la amenaza permanente de aniquilación mutua en una tercera guerra mundial. También, después de 1989, tanto la IIª Guerra Mundial como la guerra fría que la siguió entre Este y Oeste pudieron ser presentadas de manera creíble como si hubieran sido el producto de la "ideología totalitaria" (o sea del fascismo y el "comunismo"). En el plano ideológico, la burguesía occidental ha tenido la buena suerte de que el nuevo rival imperialista – más o menos patente - de Estados Unidos hoy, ya no sea Alemania (también "democrática") sino la China "totalitaria" y de que muchas de las guerras regionales contemporáneas y ataques terroristas puedan achacarse al "fundamentalismo religioso".
Segundo, la etapa actual de "mundialización" del capitalismo de Estado, ya iniciada antes de 1989, ha hecho posible, en el contexto posterior a ese año, un desarrollo real de las fuerzas productivas en lo que habían sido hasta ahora países periféricos del capitalismo. Evidentemente, los Estados de los llamados BRICS (o sea Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) por ejemplo, no son precisamente un modelo de modo de vida para los obreros de los viejos países capitalistas. Pero, por otro lado, producen la impresión de un capitalismo mundial dinámico. Hay que señalar que, en vista de la importancia de la cuestión de la inmigración para el populismo de hoy, esos países son considerados en ese aspecto como contribuidores en estabilizar la situación, pues absorben millones de migrantes que acabarían desplazándose hacia Europa y Norteamérica.
Tercero, el desarrollo realmente asombroso en lo tecnológico, que ha "revolucionado" la comunicación, la educación, la medicina, la vida cotidiana en su conjunto, ha dado la impresión de una sociedad rebosante de energía, lo cual justifica, dicho sea de paso, nuestra comprensión de que decadencia del capitalismo no significa ni mucho menos paralización de las fuerzas productivas, ni estancamiento tecnológico.
Esos factores (sin duda habrá otros), aunque incapaces de impedir el proceso actual de descomposición, y con ésta un primer desarrollo del populismo, sí que han conseguido atenuar algunos de sus efectos. En cambio, el fortalecimiento del populismo hoy indica que nos podríamos estar acercando a los límites de esos efectos moderadores, abriendo quizás lo que podríamos llamar una segunda etapa en la fase de descomposición. Esta segunda etapa se podría caracterizar por una pérdida creciente, en gran parte de la población, de confianza en la voluntad o la capacidad de la clase dominante para protegerla. Un proceso de desilusión que, al menos por ahora, no es proletario, sino radicalmente antiproletario. Tras las crisis financiera, la del euro y la de los refugiados, que son sobre todo factores detonadores debidos a causas más profundas, esta nueva etapa es pues el resultado de la acumulación de esos factores debidos a esas causas. Y entre estas, primero y ante todo, la ausencia de perspectiva revolucionaria proletaria. Por el otro lado, o sea el del capital, está la crisis económica crónica y, además, las consecuencias del carácter cada vez más abstracto del modo de funcionamiento de la sociedad burguesa. Este proceso, inherente al capitalismo, se ha acelerado gravemente durante las tres últimas décadas, con la reducción brutal, en los viejos países capitalistas, de la fuerza de trabajo industrial y manual, y de la actividad física en general, debido a la mecanización y a los nuevos medios como los ordenadores personales e Internet. Junto a esto, el medio de cambio universal ha ido pasando de metálico y papel a ser, cada día más, electrónico.
Populismo y violencia
En la base del modo de producción capitalista, hay una combinación muy específica de dos factores: los mecanismos económicos o "leyes", las del mercado, y la violencia. Por un lado: la condición del intercambio de equivalentes significa renuncia a la violencia, o sea el cambio en lugar del robo. Además, el trabajo asalariado es la primera forma de explotación en la que la obligación de trabajar, y la motivación en el proceso de trabajo mismo, son esencialmente una fuerza económica más que directamente física. Por otro lado, en el capitalismo, todo el sistema de cambio de equivalentes está basado en un intercambio "originario" no equivalente, o sea, la separación violenta entre los productores y los medios de producción (la "acumulación originaria") que es la condición del sistema asalariado y que es un proceso permanente el capitalismo puesto que la acumulación misma es un proceso más o menos violento (ver La Acumulación del Capital, Rosa Luxemburg). La presencia permanente de los dos polos de la contradicción (violencia y renuncia a la violencia), y la ambivalencia que eso crea, impregna la vida entera de la sociedad burguesa, acompañando todo acto de intercambio, en el cual la alternativa del robo siempre está presente. De hecho, una sociedad basada radicalmente en el cambio, y por lo tanto en la abandono a la violencia, debe reforzar esa renuncia mediante la amenaza de la violencia, y no solo la amenaza, con sus leyes, aparato de justicia, policía, cárceles, etc. Esa ambigüedad está siempre presente, en particular en el cambio entre trabajo asalariado y capital, en el cual la coerción económica está completada por la fuerza física. Está específicamente presente por todos los ámbitos en los que el instrumento por excelencia de la violencia en la sociedad está directamente implicado, o sea, el Estado. En sus relaciones con sus propios ciudadanos (coerción y extorsión) y con los demás Estados (guerra), el instrumento de la clase dominante para suprimir el robo y la violencia caótica es el propio Estado y al mismo tiempo, es él el ladrón generalizado, santificado.
Uno de los puntos de focalización de esa contradicción y ambigüedad entre la violencia y la renuncia a ella en la sociedad burguesa está en cada uno de sus sujetos individuales. Vivir una vida normal, funcional, en el mundo actual, exige a la mayoría de la gente renunciar a cantidad de necesidades corporales, emocionales, intelectuales, morales, artísticas y creativas. Desde que el capitalismo maduró y pasó de la etapa de la dominación formal a la dominación real, esa renuncia ya no vino impuesta principalmente por la violencia externa. Cada individuo está más o menos conscientemente ante la opción: o adaptarse al funcionamiento abstracto de esta sociedad, o ser un "loser", un perdedor, que puede acabar en la cuneta. La disciplina se vuelve autodisciplina, de tal manera que cada individuo acaba siendo él mismo el represor de sus propias necesidades vitales. Evidentemente, ese proceso de autodisciplina lleva consigo un potencial para la emancipación, para el individuo y sobre todo para el proletariado en su conjunto (como clase autodisciplinada que es por excelencia), convirtiéndose en dueño de su propio destino. Pero, por ahora, en el funcionamiento "normal" de la sociedad burguesa, esa autodisciplina es esencialmente la interiorización de la violencia capitalista. Porque además de la opción proletaria de transformación de esa autodisciplina en un medio para la realización, la revitalización de las necesidades humanas y de la creatividad, también hay otra opción, la de la salida ciega de la violencia interiorizada hacia el exterior. La sociedad burguesa necesita siempre ofrecer un "extraño" para mantener la (auto)-disciplina de quienes pretendidamente le pertenecen. Por eso la externalización de la violencia de los ciudadanos, o más bien súbditos, de la sociedad burguesa se orienta "espontáneamente" (es decir que está ya predispuesta o "formateada" en esa dirección) contra esos extraños, hacia el pogromo.
Cuando la crisis abierta de la sociedad capitalista alcanza cierta intensidad, cuando la autoridad de la clase dominante se ha deteriorado, cuando los componentes de la sociedad burguesa empiezan a tener dudas sobre la capacidad y la determinación de las autoridades para hacer su trabajo y, en particular, protegerlos contra un mundo repleto de peligros, y cuando falta la alternativa, que solo puede ser la del proletariado, partes de la población empiezan a protestar e incluso a rebelarse contra la élite dominante, pero no para cuestionar sus reglas sino para forzarla a proteger a sus propios ciudadanos "respetuosos de las leyes" contra los "extraños". Esas capas de la sociedad sufren la crisis del capitalismo como un conflicto entre sus dos principios subyacentes: entre el mercado y la violencia. El populismo es la opción de la violencia para resolver los problemas que el mercado no puede resolver, e incluso para resolver los problemas del propio mercado. Por ejemplo, si el mercado mundial de la fuerza de trabajo amenaza con ahogar el mercado de trabajo de los viejos países capitalistas con la marea de quienes no tienen nada, la solución es levantar barreras y posicionar en las fronteras a policías que puedan disparar contra cualquiera que intente traspasarlas sin permiso.
Tras la política populista de hoy se esconde la sed de matar. El pogromo es el secreto de su existencia.
Steinklopfer, 8 de junio de 2016