Una economía de casino

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El 26 de mayo de 1996, la bolsa de Nueva York celebra en plena euforia el centésimo aniversario del nacimiento de su más antiguo indicador, el índice Dow Jones. Ganando 620 % durante los 14 últimos años, la evolución del índice superaba con creces todas las marcas anteriores, la de los años 20 (468 %)... que desembocó en el crack bursátil de octubre de 1929, anunciador de la gran crisis de los años 30, y el de los años de “prosperidad” de la posguerra (487 % entre 1949 y 1966) que desembocaron en dieciséis años de “gestión keynesiana de la crisis”. “Cuanto más dure esta locura especulativa tanto más elevado será el precio que se habrá de pagar por ella”, alertaba el analista B.M. Biggs, considerando que “las cotizaciones de las empresas americanas ya no se corresponden para nada con su valor real” (le Monde, 27/05/96). Un mes más tarde, Wall Street caía bruscamente por tercera vez en ocho días, arrastrando tras ella a todas las bolsas europeas. Las nuevas sacudidas financieras están volviendo a po­ner en su sitio, entre los accesorios para embaucar a la gente sobre la gravedad de la crisis del capitalismo y lo que ésta acarrea. A intervalos regulares, esas sacudidas recuerdan y confirman la pertinencia del análisis marxista sobre la crisis histórica del sistema capitalista, poniendo en especial relieve el carácter explosivo de las ­tensiones que se están acumulando. Enfrentado a su ineluctable crisis de sobreproducción, que emergió a la luz del día a finales de los años 60, el capitalismo sobrevive desde entonces fundamentalmente gracias a la inyección masiva de créditos. Es el endeudamiento masivo lo que explica la inestabilidad creciente del sistema económico y financiero y que engendra la especulación desenfrenada y los escándalos financieros a repetición: cuando la ganancia sacada de la actividad productiva se hace difícil, la sustituye la ganancia financiera fácil.

Para los marxistas, esa nueva sacudida financiera está inscrita en la situación. En nuestra Resolución sobre la situación internacional de abril del 96, escribíamos: “El XIº Congreso señalaba que uno de los alimentos de este relanzamiento, que ade­más calificábamos entonces como un re­lan­zamiento sin empleos, residía en una huida ciega en el endeudamiento generalizado, que no podía sino desembocar a término en nuevas convulsiones en la esfera financiera y en un hundimiento en una nueva recesión abierta” (Revista internacional, no 86). Agotamiento del crecimiento, hundimiento en la recesión, huida ciega en un endeudamiento creciente, inestabilidad financiera y especulación, incremento de la pauperización, ataque masivo contra las condiciones de vida del proletariado a nivel mundial..., ésos son los ingredientes conocidos de una situación de crisis que está alcanzando cotas explosivas.

Una situación económica cada día más degradada

El crecimiento anual de los países industrializados renquea penosamente en torno al 2 %, en neto contraste  con el 5 % de los años de posguerra (1950-70). Prosigue su declive irremediable desde finales de los 60: 3,6 % entre 1970-80 y 2,9 % entre 1980 y 1993. Salvo algunos países del Sureste asiático, cuyo recalentamiento económico está anunciando nuevas quiebras al estilo mexicano, la tendencia a la baja de las tasas de crecimiento es continua y general a escala mundial. Durante largo tiempo, el endeudamiento masivo ha podido ocultar ese hecho y mantener a intervalos regulares la ficción de una posible salida del túnel. Así fue con las “recuperaciones” de finales de los años 70 y de los 80 en los países industrializados, las esperanzas puestas en el “desarrollo del tercer Mundo y de los países del Este” durante la segunda mitad de los años 70 y, más recientemente, las ilusiones en torno a la apertura y la “reconstrucción” de los países del antiguo bloque soviético. Pero hoy se están de­rrumbando los últimos decorados de esa ficción. Tras la insolvencia y la quiebra de los países del tercer Mundo y la caída en picado de los países del Este en el marasmo, les ha tocado derrumbarse a los países “modelo”, Alemania y Japón. Tras tanto tiempo presentados como modelo de “virtud económica” el primero y como ejemplo de dinamismo el segundo, la actual recesión que los está laminando ha puesto las cosas en su sitio. Alemania, drogada durante algún tiempo con la financiación de su reunificación, retrocede hoy en el pelotón de los países desarrollados. La ilusión de un retorno al crecimiento gracias a la reconstrucción de su parte oriental ha sido de corta duración. Queda así definitivamente deshecho el mito del relanzamiento mediante la reconstrucción de las destartaladas economías de los países del Este (ver Revista internacional nos 73 y 86).

Como ya lo venimos afirmando desde hace tiempo, los “remedios” que la economía capitalista aplica son, al cabo, peores que la enfermedad.

El ejemplo de Japón es muy significativo al respecto. Es la segunda potencia económica del planeta y su economía equivale a la sexta parte (17 %) del producto mundial. País excedentario en sus intercambios exteriores, Japón se ha convertido en banquero internacional con haberes exteriores de más de 1 billón (un millón de millones) de dólares. Elevado a la categoría de modelo y mostrados en ejemplo por el mundo entero, los métodos japoneses de organización del trabajo eran, según los nuevos teóricos, un nuevo modo de regulación que iba a permitir salir de la crisis gracias a un “formidable relanzamiento de la productividad del trabajo”. Tales recetas japonesas para lo que de hecho han servido es para hacer pasar una serie de medidas de austeridad, como la flexibilidad creciente del trabajo (introducción del just in time, de la calidad total, etc.) y las ponzoñas ideológicas como el corporativismo de empresa y el nacionalismo en la defensa de la economía, etc.

Hasta hace poco, ese país parecía evitar, como por milagro, la crisis económica. Después de haber alcanzado el 10 % de crecimiento en 1960-70, todavía lucía tasas apreciables, en torno al 5 %, en los años 70 y de 3,5 % durante los 80. Desde 1992, en cambio, el crecimiento no ha superado la cifra de 1 %. Y así, al igual que Alemania, Japón se ha unido al pelotón de los crecimientos asmáticos de las principales economías desarrolladas. Sólo los tontos y otros secuaces ideológicos del sistema capitalista podían creerse o hacer creer en la singularidad de Japón. Los resultados de este país son perfectamente explicables. Es posible que hayan tenido influencia algunos factores internos específicos, pero, básicamente, Japón se ha beneficiado de una conjunción de factores muy favorable al salir de la Segunda Guerra mundial y, sobre todo, más todavía que otros países, Japón echó mano y abusó del crédito. Japón, al ser un peón de la primera importancia en el dispositivo contra el expansionismo del bloque del Este en Asia, se benefició de un apoyo político y económico excepcional por parte de Estados Unidos (reformas institucionales instauradas por los norteamericanos, créditos baratos, apertura del mercado de EE.UU. a los productos japoneses, etc.). Y además, y es éste factor raras veces mencionado, es sin duda uno de los países más endeudados del planeta. En el presente, la deuda acumulada de los agentes no financieros (familias, empresas y Estado) se eleva a 260 % del PNB y alcanzará 400 % dentro de diez años (véase abajo). O sea que el capital japonés, para mantener a flote su nave, se ha otorgado un adelanto de dos años y medio sobre la producción y pronto serán cuatro años.

Esa montaña de deudas es un auténtico polvorín con una mecha ya encendida por muy lento que sea su consumo. Esto no es sólo un desastre para el país mismo, sino también para toda la economía mundial, por ser el Japón la caja de ahorros del planeta ya que sólo él asegura el 50 % de la financiación de los países de la OCDE. Todo esto relativiza mucho el anuncio hecho en Japón de un leve despertar del crecimiento tras cuatro años de estancamiento. Noticia sin duda calmante para los media de la burguesía, pero lo único que de verdad pone de relieve es la gravedad de la crisis, ya que ese difícil despertar sólo se ha conseguido gracias a la inyección de dosis masivas de liquidez financiera en la aplicación de nada menos que cinco planes sucesivos de relanzamiento. Esta expansión presupuestaria, en la más pura tradición keynesiana, ha acabado por dar algún fruto... pero a costa de déficits todavía más colosales que los que habían provocado la entrada de Japón en una fase de recesión. Esto explica por qué la “recuperación” actual es de lo más frágil y acabará deshinchándose como un globo. La amplitud de la deuda pública japonesa, el 60 % del producto interior bruto (PIB), supera hoy la de Estados Unidos, que ya es decir. Teniendo en cuenta los créditos ya comprometidos y el efecto acumulativo, la deuda alcanzará en diez años 200 % del PIB o, también, lo equivalente a dos años de salario medio para cada japonés. En cuanto al déficit presupuestario corriente, se elevaba al 7,6 % del PIB en 1995, muy lejos, por ejemplo, de los criterios de convergencia considerados “aceptables” de Maastricht o del 2,8 % de EE.UU. el mismo año. Y todo eso sin contar con que las consecuencias del esta­llido de la burbuja especulativa inmobiliaria de finales de los 80 no han producido todavía todos sus efectos y ello en el contexto de un sistema bancario muy fragilizado. En efecto, ese sistema tiene muchas dificultades para compensar sus enormes pérdidas: muchas instituciones financieras han quebrado o se van a declarar en quiebra. Sólo en ese ámbito, la economía japonesa ya debe enfrentarse a la montaña de 460 mil millones de $ de deudas insolventes. Un índice de la gran fragilidad de ese sector lo da la lista realizada en octubre del 95 por la firma americana Moody’s, especialista en análisis de riesgos. A Japón le ponía una nota “D”, lo cual hacía de este país el único miembro de la OCDE en verse en la misma categoría que China, México y Brasil. De los once bancos comerciales clasificados por Moody’s, sólo cinco poseían activos superiores a sus más que sospechosos créditos. Entre los 100 primeros bancos a nivel mundial, 29 son japoneses (y los 10 primeros), mientras que Estados Unidos sólo tiene nueve y, además, el primero sólo alcanza el 26º lugar. Si se suman las deudas de los organismos financieros mencionados en esa lista a las deudas de los demás agentes económicos citados antes aparece un monstruo a cuyo lado los reptiles de la era secundaria podrían parecer animalitos de compañía.

Un capitalismo drogado que engendra una economía de casino

Contrariamente a las fábulas sabiamente divulgadas para justificar los múltiples planes de austeridad, el capitalismo no está, ni mucho menos, saneándose. La burguesía quiere hacernos creer que hoy hay que pagar por las locuras de los años 70 para así volver a andar con bases más sanas. Nada más falso. La deuda sigue sien­do el único medio de que dispone el capitalismo para aplazar la explosión de sus propias contradicciones, un medio del que no puede privarse al estar obligado a continuar su huida ciega. En efecto, el incremento de la deuda sirve para paliar una demanda que se ha vuelto históricamente insuficiente desde la Primera Guerra mundial. La conquista del planeta entero al iniciarse el siglo fue el momento a partir del cual el sistema capitalista se ha visto permanentemente enfrentado a una insuficiencia de salidas mercantiles solventes con las que asegurar su “buen” funcionamiento. Enfrentado con regularidad a la incapacidad de dar salida a su producción, el capitalismo se autodestruye en conflictos generalizados. Y es así como el capitalismo sobrevive en medio de una espiral infernal y creciente de crisis (1912-14, 1929-39, 1968-hoy), guerras (1914-18, 1949-45) y reconstrucciones (1920-28, 1946-68).

Hoy, el descenso de la tasa de ganancia y la competencia desenfrenada a la que se libran las principales potencias económicas arrastran a una mayor productividad, la cual no hace sino incrementar la masa de productos que vender en el mercado. Sin embargo, estos productos pueden con­siderarse mercancías que contienen cierto valor únicamente si ha habido venta. Ahora bien, el capitalismo no crea sus propias salidas espontáneamente, no basta con ­pro­ducir para poder vender. Mientras los productos no se hayan vendido, el trabajo sigue estando incorporado a esos ­productos y solamente cuando la pro­ducción ha sido reconocida como socialmente útil por la venta, podrá considerarse que los productos son mercancías y que el trabajo en ellas integrado se transforma en valor.

El endeudamiento no es pues una opción posible, una política económica que los dirigentes de este mundo podrían seguir o no seguir. Es una obligación, una necesidad inscrita en el funcionamiento y las contradicciones mismas del sistema capitalista (véase nuestro folleto la Decadencia del capitalismo). Por eso es por lo que el endeudamiento de todos los agentes económicos no ha hecho sino incrementarse a lo largo del tiempo y, especialmente, en los últimos años.

Esa colosal deuda del sistema capitalista, que se eleva a cifras y porcentajes nunca antes alcanzados en toda su historia es el verdadero origen de la inestabilidad creciente del sistema financiero mundial. Es además significativo comprobar que desde hace ya algún tiempo, la bolsa parece haber ya integrado en su funcionamiento el declive irreversible de la economía capitalista... o sea del grado de confianza que tiene la clase capitalista en su propio sistema. Mientras que en tiempo normal los valores de los activos bursátiles (acciones, etc.) suben cuando la salud y las perspectivas de las empresas son positivas y bajan en caso contrario, hoy en la evolución de la bolsa suben cuando se anuncian malas noticias y baja cuando habría bonanza. El famoso Dow Jones subió 70 puntos en un solo día tras el anuncio del aumento del desempleo en Estados Unidos, en julio del 96. De igual modo, las acciones de ATT se echaron al vuelo tras el anuncio de 40 000 despidos y las acciones de Moulinex, en Francia, subieron un 20 % cuando se anunció un despido de 2600 personas. Y así. A la inversa, cuando se publican las cifras oficiales del desempleo en baja, ¡las cotizaciones de las acciones se orientan a la baja!. Signo de los tiempos que corren, los beneficios actuales se suponen no ya del crecimiento del capitalismo sino de la racionalización.

“Si un tipo como yo puede hacer quebrar una moneda  habrá que pensar que hay algo perverso en el sistema”, ha declarado recientemente George Soros, el cual, en 1992, ganó 5 mil millones de francos especulando contra la libra esterlina. La perversión del sistema no es, sin embargo, el resultado del “incivismo” o de la avidez de unos cuantos especuladores, de las nuevas libertades de circulación de capitales a nivel internacional, o de los progresos de la informática y de los medios de comunicación, como tanto les gusta repetir a los media de la burguesía cuando pretenden analizar lo que no funciona en el sistema.

Los laboriosos crecimientos, las difíciles ventas se traducen en unos excedentes de capital que ya no encuentran donde invertir de modo productivo. La crisis se plasma así en que los beneficios sacados de la producción ya no encuentran salidas suficientes en inversiones rentables que puedan a su vez incrementar las capacidades de producción. La “gestión de la crisis” consiste entonces en encontrar otras salidas al excedente de capitales flotantes, para así evitar una desvalorización brutal. Estados e instituciones internacionales se dedican a acompañar las condiciones que hagan posible esa política. Esas son las razones de las nuevas políticas financieras instauradas y la nueva “libertad” para los capitales.

A esa razón fundamental debe añadírsele la de la política estadounidense de defensa de su estatuto de primera potencia económica internacional, lo cual no hace sino dar más amplitud al proceso. La inestabilidad anterior del sistema financiero y de las tasas de cambio era la consecuencia de la dominación total norteamericana después de la Segunda Guerra mundial, que se plasmaba en “el hambre de dólares”. Tras la reconstrucción competitiva de Europa y de Japón, uno de los medios de EEUU de prolongar artificialmente su dominio y garantizar la compra de sus mercancías fue la de devaluar  su moneda e inundar la economía de dólares. La devaluación y el exceso de dólares en el mercado no hizo sino incrementar la sobreproducción de capitales resultante de la crisis de las inversiones productivas. Hubo así masas de capitales flotantes que no sabían dónde aterrizar para invertir. La liberación progresiva de las operaciones financieras conjugada con el paso forzado a los cambios flotantes ha permitido que esa masa gigantesca de capitales encuentre diversas “salidas” en la especulación, en operaciones financieras y préstamos internacionales de lo más dudoso. Se sabe hoy que, frente a un comercio mundial estimado en unos tres billones de dólares, los movimientos de capitales internacionales se calculan en unos 100 billones (¡30 veces más!). Sin la apertura de fronteras y los cambios flotantes, el peso muerto de esa masa hubiera agravado más todavía la crisis.

El capitalismo en el atolladero

Los ideólogos del capital sólo ven la crisis en la especulación, para así mejor ocultar su realidad. Se creen y hacen creer que las dificultades en la producción (desempleo, sobreproducción, deuda, etc.) son el resultado de excesos especulativos, mientras que en última instancia, si hay “locura especulativa”, “desestabilización financiera”, será porque ya había dificultades reales. La “locura” que los diferentes observadores críticos constatan a nivel financiero mundial no es el producto de algún que otro golpe de especuladores ansiosos de ganancias inmediatas. Esa locura no es más que la expresión de una realidad mucho más profunda y trágica: la decadencia avanzada, la descomposición del modo de producción capitalista, incapaz de superar sus contradicciones fundamentales e intoxicado por el uso y abuso cada día más masivo de la manipulación de sus propias leyes desde hace hoy casi tres décadas.

El capitalismo ya no es ese sistema conquistador, que se extiende inexorablemente, que penetra en todos los sectores de las sociedades y en todas las regiones del planeta. El capitalismo perdió la legitimidad que en su día pudo tener al aparecer como factor de progreso universal. Hoy, su triunfo aparente se basa en la negación de progreso para la humanidad entera. El sistema capitalista se ve cada vez más enfrentado a sus propias contradicciones insupe­rables. Parafraseando a Marx, las fuerza materiales engendradas por el capitalismo –mercancías y fuerza de trabajo–, al estar apropiadas privadamente, se yerguen y se rebelan contra él. La verdadera locura no es la especulación sino el mantenimiento del modo de producción capitalista. La salida para la clase obrera y para la humanidad no estriba en no se sabe qué política contra la especulación o el control de las operaciones financieras, sino en la destrucción del capitalismo mismo.

C. Mcl

Fuentes:

-Los datos referentes a la deuda de las familias y de las empresas están sacados del libro de Michel Aglietta, Macroéconomie financière, ed. la Découverte, colección Repères, no 166. Su fuente es la OCDE, basada en las cuentas nacionales.

-Los datos referentes a la deuda de los Estados son del libro publicado anualmente l’Etat du monde 1996, ed. la Découverte.

-Los datos citados en el texto han sido extraídos de los periódicos le Monde y le Monde diplomatique.

Rubric: 

Crisis económica