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Desde del 68 y mas precisamente desde que se hundió el bloque del Este, muchas personas con ganas de militar por la revolución han dado la espalda a la experiencia de la revolución rusa y de la Tercera internacional (IC) para ir en busca de enseñanzas para la lucha y la organización del proletariado en otra tradición, la del “sindicalismo revolucionario” (que a menudo se asimila con el anarcosindicalismo) (1).
Esta corriente, que apareció entre el siglo XIX y el XX y que desempeñó un papel importante en ciertos países hasta los años 30, tiene como característica principal la de rechazar (o por lo menos subestimar considerablemente) la necesidad para el proletariado de dotarse de un partido político, tanto en sus luchas en el capitalismo como para el derrocamiento revolucionario de éste, pues, según aquella, la forma de organización sindical sería la única posible. Y efectivamente, el proceso por el que pasan esas personas que se acercan al sindicalismo revolucionario deriva en gran parte de que la idea misma de organización política ha quedado muy desprestigiada por la experiencia contrarrevolucionaria del estalinismo: la represión brutal en la misma URSS y tras las revueltas obreras en Alemania del Este y en Hungría en los años 50, la invasión de Checoslovaquia en 1968, el sabotaje por parte del PC estalinista de las luchas obreras en Francia en 1968, la represión, una vez más, de las luchas en Polonia a principios de los 70, etc. Esta situación es todavía peor tras la caída del muro de Berlín en 1989, con las innobles campañas de la burguesía que asimilan el hundimiento del estalinismo con la quiebra del comunismo y del marxismo, dando así una cornada suplementaria a cualquier idea de agrupamiento político basado en principios marxistas.
Sacar las lecciones de la historia
Una de las fuerzas mayores del proletariado está en su capacidad de volver sin cesar sobre sus derrotas y errores pasados para entenderlos y sacar lecciones para la lucha presente y por venir.
“Las revoluciones proletarias (...) se critican a sí mismas constantemente, interrumpen a cada instante su propio curso, regresan a lo que ya parecía realizado para volver a empezar, critican sin piedad sus vacilaciones, las debilidades y las miserias de sus primeras tentativas …” (Marx, El 18 de Brumario de Louis Napoleón Bonaparte).
Esta parte de la experiencia del movimiento obrero, el sindicalismo revolucionario, no podrá ser una excepción en esa necesidad de examen crítico para sacar lecciones. Para ello, es necesario poner las ideas y la acción del sindicalismo revolucionario en su contexto histórico, único método que nos permitirá entender sus orígenes en relación con la historia del movimiento obrero.
Por todo ello, hemos decidido emprender una serie de artículos, de la que éste es la introducción, sobre la historia del sindicalismo revolucionario y del anarcosindicalismo. En esta serie intentaremos contestar a estas preguntas:
– ¿qué distingue la corriente sindicalista revolucionaria en el plano de los métodos y de los principios?
- ¿ha dejado esta corriente lecciones útiles para la lucha histórica de la clase obrera?
– ¿qué conclusiones se han de sacar de las traiciones, y en particular la de 1914 (cuando la CGT francesa se pasó a la Unión sagrada desde principios de la Primera guerra imperialista mundial) y la de 1937 (participación de la CNT española en el gobierno de la Generalidad de Cataluña durante la guerra civil, y en el gobierno central)?
– ¿puede la corriente sindicalista revolucionaria dar hoy una perspectiva a la clase obrera?
Nuestras respuestas se basarán en la experiencia concreta que ha hecho la clase obrera del sindicalismo revolucionario, analizando varios períodos importantes de la vida del proletariado:
– la historia de la Confédération générale du travail en Francia, muy influenciada sino dominada por los anarcosindicalistas, desde su formación hasta la guerra del 14;
– la historia de los Industrial Workers of the World (IWW) en Estados Unidos hasta los años 20,
– la historia del movimiento de los “shop-stewards” (delegados de taller) en Gran Bretaña, antes y durante la Primera Guerra mundial,
– la historia de la Confederación nacional del trabajo (CNT) española durante la oleada revolucionaria que siguió a la Revolución rusa hasta su descalabro durante la guerra civil en 1936-37;
– por fin, concluiremos con un examen de la realidad concreta del sindicalismo revolucionario hoy en día, así como de las posiciones defendidas por las corrientes que se reivindican de esa tradición.
No nos proponemos con esta serie hacer la cronología detallada de las diversas organizaciones sindicalistas revolucionarias, sino poner en evidencia en qué los principios del sindicalismo revolucionario no solo han demostrado que no sirven para orientar la acción del proletariado en la lucha por su emancipación, sino que han participado además en llevarlo, en determinadas circunstancias, al terreno de la burguesía. Este enfoque histórico, materialista, demostrará la profunda deferencia entre anarquismo y marxismo, que se expresa en particular en la diferencia de actitud hacia las traiciones en el movimiento socialista y en el movimiento anarquista.
A los anarquistas les gusta señalar y poner en evidencia las grandes traiciones del movimiento socialista y comunista: la participación a la guerra de los Partidos socialistas en 1914 y la contrarrevolución estalinista de los años 20-30. Pretenden con ello mostrar una filiación fatal, inevitable, entre el Marx “autoritario” y Stalin, sin olvidar a Lenin, une especie de pecado original (cantinela que no desafina con la de la propaganda burguesa sobre la “muerte del comunismo”). Con respecto a las traiciones cometidas por anarquistas, por el contrario, su actitud es muy diferente: el patriotismo antialemán de un Kropotkin o de un Guillaume en 1914, el apoyo indefectible que prestó la CGT francesa al gobierno de Unión sagrada durante la guerra del 14-18, la participación de ministros de la CNT en los gobiernos burgueses de la República española, nada de todo ello puede cuestionar desde su punto de vista los “principios eternos” del anarquismo.
En cambio, hemos de señalar que las traiciones en el movimiento marxista siempre han sido analizadas y combatidas por las corrientes de izquierda antes y después de que ocurrieran (2).
Esa lucha llevada a cabo por las corrientes de izquierda no se limitó a “recordar” meramente los principios, sino que engendró un esfuerzo teórico y práctico para entender y mostrar de dónde procedía la traición, cuáles eran las modificaciones en la situación histórica, material, del capitalismo que la explicaban, volviendo caducos los análisis y medios de lucha hasta entonces adaptados al combate de la clase obrera.
Nada de esto en los anarquistas o anarcosindicalistas. Echan la culpa de la traición a los “jefes”, lo que en nada ayuda a entender el por qué de la traición de los jefes. Siguen dando a los principios un valor eterno, meramente moral, vaciado de su contenido histórico. Ante la traición, no les queda más que reafirmar los mismos valores eternos, y es por eso por lo que los anarquistas, contrariamente al marxismo, jamás han hecho surgir fracciones de izquierda en sus filas. Por eso también es por lo que los revolucionarios auténticos en el movimiento sindicalista revolucionario francés de 1914 (Rosmer, Monate) no intentaron constituir una corriente de izquierda en el movimiento sindicalista revolucionario, sino que se orientaron hacia el bolchevismo.
El contexto histórico
Como ya hemos visto, en el mismo centro de la divergencia entre la corriente sindicalista revolucionaria y el marxismo está la cuestión de la forma de organización que adopta la clase obrera para luchar contra el capitalismo. La comprensión de esta cuestión no se hizo del día a la mañana. El proletariado, a pesar de ser la clase revolucionaria llamada a derribar el capitalismo, no apareció en la sociedad capitalista listo ya para la revolución, algo así como Atenea de la cabeza de Zeus. Muy al contrario, la clase obrera no ganó en conciencia política y en capacidad organizativa sino gracias a una serie de esfuerzos enormes y de trágicas derrotas. En ese largo proceso del proletariado hacia su emancipación, surgieron inmediatamente dos necesidades fundamentales:
– la necesidad para el conjunto de los obreros de luchar colectivamente para defender sus intereses (en la misma sociedad capitalista primero y luego para echarla abajo);
– la de tener una reflexión sobre los fines generales de la lucha y sobre los medios para alcanzarlos.
Y de hecho, toda la historia del proletariado durante el siglo XIX estuvo marcada por sus esfuerzos incansables para dotarse de formas de organización adecuadas para llevar a cabo ambas necesidades fundamentales, concretamente para darse una organización general con vistas a agrupar a todos los obreros en lucha y de una organización política cuyas tareas esenciales eran clarificar las perspectivas de aquellas luchas.
El período que parte de la formación de la clase obrera hasta la Comuna de París se señala por una serie de esfuerzos y de intentos de organización del proletariado, fuertemente marcados en general por la historia específica del movimiento obrero en cada país. Durante aquel período, una de las tareas esenciales de la clase obrera y de sus esfuerzos de organización era la necesidad de afirmarse como clase específica ante las demás clases de la sociedad (burguesía y pequeña burguesía) con las que había compartido objetivos comunes (tales como la destrucción del orden feudal).
En aquel contexto histórico marcado por la inmadurez de un proletariado en formación, y sin experiencia propia, las dos necesidades fundamentales de la clase obrera se expresaban o en formas de organización aún fuertemente marcadas por el pasado (como los gremios procedentes de la Edad Media), o en la dificultad para comprender la necesidad de una organización general de la clase para llevar a cabo la lucha contra el orden capitalista del que hacían, sin embargo, una crítica muy radical.
En las primeras organizaciones de masas de la clase obrera, se suele ver a veces la expresión de una tendencia a buscar una ilusoria vuelta hacia el pasado, como también intuiciones del porvenir de la clase que iban mucho más allá de sus capacidades del momento: por ejemplo, los esfuerzos de organización sindical clandestina en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII (conocida con el nombre de “Army of Redressors” bajo el mando del mítico general Ludd) expresaban a menudo el deseo de volver al tiempo de la producción artesana; por otro lado, la meta que se da el “Grand National Consolidated Union” a principios del siglo XIX (3), o sea reunir los diferentes movimientos corporativistas en una huelga general revolucionaria prefigura de forma utópica la organización de los soviets de un siglo más tarde.
La burguesía supo reconocer muy rápidamente el peligro que representaba la organización masiva de los obreros: en Francia, la ley “Le Chapelier” prohibió ya desde 1793, en pleno período revolucionario, cualquier forma de asociación obrera, hasta las simples asociaciones de ayuda económica frente al paro o la enfermedad.
Según se va desarrollando, el proletariado se va afirmando como clase autónoma frente a las demás clases de la sociedad. En el chartismo inglés hay ya un embrión del partido político de clase y también se expresa en él la primera separación del proletariado de la pequeña burguesía radical. La oleada de luchas que se acabó con la derrota de las revoluciones de 1848 (y también la del chartismo) nos legó los principios elaborados en el Manifiesto comunista. Sin embargo, la idea de un verdadero partido político del proletariado tardará mucho tiempo en nacer, puesto que se hubo que esperar a la Primera internacional de principios de 1860 para ver reunidas las características a la vez de un partido político y de una organización unitaria de masas.
La Comuna de París de 1871, y el Congreso de La Haya de la Primera internacional en 1872, fueron un punto de ruptura para el movimiento obrero sobre la cuestión del desarrollo de su organización. La capacidad de las masas obreras para superar en su organización las ideas y la práctica conspiradora de los blanquistas ya había sido ampliamente demostrada, tanto por los éxitos en las luchas económicas de los obreros organizados en la Primera internacional como por el primer poder histórico de la clase obrera que fue la Comuna de París. En adelante, sólo los anarquistas fieles a la idea del “acto ejemplar”, y en particular los adeptos de Bakunin (4), segurían siendo partidarios de la conspiración ultraminoritaria como medio de acción. La Comuna había demostrado además lo absurdo de la idea de que los obreros podrían desdeñar la actividad política (o sea la acción reivindicativa con respecto al Estado en lo inmediato, y la toma del poder político en una perspectiva revolucionaria).
El reflujo de la lucha y de la conciencia de clase tras la derrota de la Comuna hizo que no se pudieran sacar esas lecciones en lo inmediato. Pero en los treinta años siguientes se produjo una decantación en el proletariado sobre la forma de organizarse: por un lado, las organizaciones sindicales para la defensa de los intereses económicos de cada corporación (5) y, por otro, la organización en partidos políticos parlamentarios (lucha por imponer un límite legal al trabajo de los niños y de las mujeres así como el límite de la jornada laboral, por ejemplo), así como para la preparación y la propaganda por el “programa máximo”, o sea la destrucción del capitalismo y la transformación socialista de la sociedad.
Al estar todavía el capitalismo en su conjunto en su fase ascendente, con una expansión sin precedentes del desarrollo de las fuerzas productivas (los treinta últimos años del siglo XIX conocieron a la vez esa expansión y la extensión de las relaciones de producción capitalistas por el mundo entero), aún era posible para la clase obrera arrancarle reformas duraderas a la burguesía (6). La presión sobre los partidos burgueses en el marco parlamentario permitía que se adoptaran leyes favorables a la clase obrera y retrocedieran las “leyes inicuas” que prohibían que la clase se organizara en sindicatos y partidos políticos.
Sin embargo, aquellos éxitos de la acción de los partidos obreros dentro del propio capitalismo contenían peligros muy graves para el proletariado. La corriente reformista consideraba, por ejemplo, que ese desarrollo de la influencia de las organizaciones obreras gracias a la obtención de reformas reales a favor de la clase obrera era algo definitivo, cuando, en realidad, era algo temporal. Esa corriente, para la cual “el movimiento lo es todo y la meta no es nada”, se plasma a finales del siglo XIX principalmente, según los países, ya sea en los partidos políticos ya en los sindicatos. En Alemania, por ejemplo, el intento de la corriente en torno a Bernstein de oficializar una política oportunista de abandono de la perspectiva revolucionaria, fue fuertemente combatida en el partido socialdemócrata por la resistencia de la izquierda en torno a Rosa Luxemburg y Anton Pannekoek. En cambio, ganaron mucho más fácilmente una fuerte influencia en los grandes aparatos sindicales. En Francia, en donde el partido socialista estaba mucho más influenciado por la ideología reformista y oportunista, la situación es totalmente la contraria. Así es como el gobierno Waldeck-Rousseau de 1899 a 1901 contaba con un ministro socialista, Alexandre Millerand (7). Esta participación ministerial fue rechazada por el conjunto de la socialdemocracia en los congresos de la Segunda internacional, rechazo que los socialistas franceses aceptaron a regañadientes y muchos de ellos con gran pesar. No es pues por casualidad si en 1914, cuando se produjo la ruptura entre las organizaciones obreras pasadas al enemigo (partidos socialistas y sindicatos) y la Izquierda internacionalista, ésta procedía del partido alemán (el grupo Spartakus en torno a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht) y de los sindicatos franceses (la tendencia internacionalista representada por Rosmer, Monatte y Merheim entre otros).
De forma general, fue en las fracciones parlamentarias de los partidos socialistas y en el aparato comprometido en el trabajo parlamentario donde estuvo más presente el oportunismo. También era en el parlamento adonde salían acudir presurosos los elementos arribistas deseosos de aprovecharse de la influencia creciente del movimiento obrero, y que, claro está, no tenían la menor preocupación por la destrucción revolucionaria del orden existente. Por eso se desarrolló en la clase obrera una tendencia a identificar el trabajo político con la actividad parlamentaria, ésta con el oportunismo y el arribismo, éstos con la intelligentsia pequeño burguesa de abogados y periodistas, y en fin de cuentas, con la noción misma de partido político.
Contra el desarrollo del oportunismo, muchos obreros contestaron rechazando la actividad política en su conjunto, replegándose por así decirlo en la actividad sindical. Por eso fue por lo que el movimiento sindicalista revolucionario, corriente realmente obrera, se propuso la meta de construir sindicatos que fueran órganos unitarios de la clase obrera capaces tanto de agruparla para la defensa de sus intereses económicos como de prepararla para tomar el poder por la huelga general, y también de ser la estructura organizativa de la sociedad comunista del mañana. Estos sindicatos debían ser sindicatos de clase –librados del arribismo de una intelligentzia que intentaba aprovecharse del movimiento obrero para entrar en el Parlamento– independientes de cualquier partido político, como lo puso en evidencia el congreso de Amiens de 1906 de la CGT francesa.
Como decía Lenin,
“En muchos países de Europa del Este, el sindicalismo revolucionario ha sido el resultado directo e inevitable del oportunismo, del reformismo y del cretinismo parlamentario. También en nuestro país los primeros pasos de la “actividad en la Duma” han reforzado mucho el oportunismo, reduciendo a los mencheviques al servilismo ante los demócratas liberales. (...) El sindicalismo revolucionario se desarrollará en Rusia como reacción a esa conducta vergonzante de los “distinguidos” socialdemócratas” (8).
Las principales características de las corrientes sindicalistas revolucionarias
¿En qué consiste entonces ese sindicalismo revolucionario del que Lenin preveía que se iba a desarrollar? Sus diversos componentes comparten ya una misma visión de lo que ha de ser un sindicato. Nada mejor para resumir esta concepción que citar el preámbulo de la Constitución de International Workers of the World (IWW), adoptada en Chicago en 1908:
“La misión histórica de la clase obrera es suprimir el capitalismo (9). El ejército de los productores ha de organizarse no solo para su lucha cotidiana contra los capitalistas, sino también para hacerse cargo de la producción cuando el capitalismo haya sido derrocado. Organizándonos por industrias, formamos la estructura de la nueva sociedad en el interior mismo de la antigua” (10).
El sindicato ha de ser entonces el órgano unitario de la clase tanto para la defensa de sus intereses inmediatos como para la toma revolucionaria del poder y para la organización futura de la sociedad comunista. Esta visión considera a los partidos políticos, en el mejor de los casos, como algo inútil (Bill Haywood consideraba que IWW era “el socialismo en mono de obrero”) y en el peor un criadero de burócratas en ciernes.
Esta visión propia del sindicalismo revolucionario suscita dos críticas, sobre las que volveremos más tarde.
La primera crítica es sobre la idea según la cual se podría “formar la estructura de la nueva sociedad dentro de la antigua”. Pensar que sería posible empezar a construir la nueva sociedad en la antigua viene de una incomprensión profunda del antagonismo entre la última de las sociedades de explotación, el capitalismo, y la sociedad sin clases que se pretende instaurar. Es un error grave que lleva a subestimar la profundidad de la transformación social necesaria para operar la transición entre ambas formas sociales y, también, a subestimar la resistencia de la clase dominante contra la toma de poder por la clase obrera.
De hecho, cualquier concesión inmediatista o reformista que tienda a querer librarse artificialmente de las coacciones y leyes que rigen la transición del capitalismo hacia la sociedad sin clases, le está haciendo la cama a ideas tan reaccionarias como la autogestión (o sea la autoexplotación) o la construcción del socialismo en un solo país tan querida por Stalin. Cuando nuestros anarcosindicalistas contemporáneos hacen a los bolcheviques la crítica de no haber adoptado medidas radicales de transformación social ya desde 1917, aún cuando el capitalismo dominaba económicamente el conjunto del planeta, Rusia incluida, demuestran de hecho su visión reformista de la revolución y de la nueva sociedad a la que debe dar luz.
No puede uno extrañarse de eso, puesto que el sindicalismo revolucionario, en fin de cuentas, lo que hace es preconizar la continuidad de la propiedad privada por parte de los obreros, convirtiéndose la propiedad privada del capitalista en propiedad privada de un grupo de obreros, en la que cada taller, cada empresa guarda su autonomía respecto a las demás. La transformación social es así tan poco radical que los mismos obreros seguirán trabajando en las mismas industrias y, necesariamente, en las mismas condiciones.
La segunda crítica que se ha de hacer al sindicalismo revolucionario es la de mantenerse ajeno a la experiencia revolucionaria real de la clase. Para los marxistas, la Revolución rusa de 1905, con el surgimiento espontáneo de los consejos obreros, fue un momento crucial. Para Lenin, los soviets eran “la forma por fin encontrada de la dictadura del proletariado”. Rosa Luxemburg, Trotski, Pannekoek, toda la izquierda de la socialdemocracia que formaría más tarde la Internacional comunista examinaron y analizaron aquel acontecimiento además de otros, como las grandes huelgas de Holanda en 1903. Así fue cómo la experiencia política de 1905 se convirtió, gracias a la lucha y la propaganda de las corrientes de izquierda de la Segunda internacional, en elemento vital de la conciencia obrera, que dará sus frutos en Octubre del 17 en Rusia (en donde, por cierto, los anarquistas desempeñaron un exiguo papel) y durante toda la oleada revolucionaria que verá surgir consejos obreros en Finlandia, Alemania y Hungría. Los sindicalistas “revolucionarios”, por el contrario, quedaron petrificados en sus esquemas abstractos que, por haber sido construidos basándose en la experiencia de la lucha sindical reformista durante el período ascendente del capitalismo, se revelaron perfectamente inadecuados para la lucha revolucionaria en el período de capitalismo decadente. También es verdad que a los anarquistas les place pretender que la “revolución española” fue más profunda que la Revolución rusa en términos de cambio social, pero ya veremos que en realidad no fue así, ni por asomo.
Los sindicalistas revolucionarios actuales han continuado la misma “tradición”, dejando totalmente de lado la experiencia real de las luchas obreras desde el 68. En particular, no tienen en cuenta para nada que la forma de organización de aquellas luchas no fue la sindical sino la de las asambleas generales soberanas con delegados elegidos y revocables (11), mientras que el Estado burgués, por su parte, fue incorporando directamente a los sindicatos en su seno (12).
Hemos visto que tanto sindicalistas revolucionarios como anarcosindicalistas comparten una visión del sindicato como lugar de organización de la clase obrera. Veamos ahora tres elementos clave de esta corriente que se pueden ver en las diversas organizaciones, y que examinaremos más en detalle en los próximos artículos.
La acción directa
Podría uno imaginarse que la cuestión de la acción directa la resolvió la historia. En los tiempos de ascenso del sindicalismo revolucionario, la acción directa se predicaba en oposición a la acción de los “jefes”, o sea, en general, de los dirigentes parlamentarios de los partidos socialistas o los burócratas sindicales. Ahora bien, desde la entrada del capitalismo en su fase de decadencia, no solo los partidos “socialistas” y “comunistas” traicionaron definitivamente a la clase obrera, sino que las mismas condiciones de la lucha de clases hacen que cualquier acción en el terreno parlamentario o de la conquista de “derechos” políticos se haya vuelto caduca. El debate entre “acción directa” y “acción política” ya no tiene entonces razón de ser. No por esto se ha de suponer que la historia ha resuelto el problema y que marxistas como anarquistas estarían ahora defendiendo de común acuerdo la acción directa de la clase obrera en sus luchas.
La realidad es muy diferente. Sobre el tema de la acción directa queda en evidencia la divergencia entre marxistas y anarquistas sobre la función de las minorías revolucionarias. Para los marxistas, la acción de las minorías revolucionarias es la de una vanguardia política de la clase obrera y no tiene nada que ver con la acción minoritaria heredada del “acto ejemplar” anarquista, con el que se intenta sustituir la acción de la clase entera. Las orientaciones que da la organización marxista a su clase dependen en permanencia del nivel de la lucha de clases, de la capacidad más o menos importante en un momento dado, del conjunto del proletariado para actuar como clase contra la burguesía, para asimilar los principios y los análisis de los comunistas en la lucha (para “apoderarse del arma de la teoría”, tal como lo expresaba Marx). El anarcosindicalismo, en cambio, sigue contagiado por la visión fundamentalmente moral y minoritaria de los anarquistas. Para esta corriente, la “acción directa” de las masas obreras no se distingue de la de las minorías, por pequeñas que sean.
La huelga general
La idea de huelga general no es específica del anarcosindicalismo, puesto que ya se puede encontrar en los escritos del socialista utopista Robert Owen a principios del siglo XIX y se convertiría en una de las características principales de la teoría sindicalista revolucionaria. Podemos destacar en ella varios aspectos fundamentales (13):
– el éxito, la preparación de la clase obrera para llevar a cabo la huelga general dependen del crecimiento en número y en potencia de las organizaciones sindicales (revolucionarias, claro está);
– la revolución no es un problema político: en la visión anarcosindicalista, la huelga general paralizará el Estado burgués, el cual dejará que los obreros se ocupen tranquilamente de la “transformación social”;
– la teoría de la huelga general está estrechamente ligada a la de autogestión, que se proclama esencialmente al nivel de la fábrica, del lugar de trabajo.
En los hechos, ninguna de esas ideas ha sobrevivido a la prueba de la experiencia concreta del proletariado. Para empezar, la teoría que considera que el período revolucionario viene precedido por un desarrollo continuo de la fuerza de los sindicatos se ha revelado totalmente falsa. Ni en la Revolución rusa, como tampoco en Alemania, los sindicatos fueron órganos de lucha o de poder del proletariado. Al contrario, no fueron, en el mejor de los casos, sino frenos o elementos conservadores (por ejemplo, el sindicato de los ferroviarios en Rusia se opuso abiertamente a la Revolución de 1917). Y esa es la razón por la que en todos los países implicados en la Primera Guerra mundial, el sindicato desempeñó para el Estado burgués un papel de alistamiento de la clase obrera, para así asegurar la producción de guerra y para impedir cualquier desarrollo de resistencia obrera contra la matanza. Un ejemplo de eso es cómo la dirección de la CGT anarcosindicalista asumió sin vacilar en 1914 ese papel de alistador con la entrada de Francia en la guerra mundial.
El rechazo de la “política” por el sindicalismo revolucionario tuvo como consecuencia la de desarmar totalmente a los obreros frente a las cuestiones que se plantearon en la realidad de los hechos, en los momentos críticos de la guerra y la revolución. Todas las cuestiones que se plantean entre 1914 y 1936 son cuestiones políticas: la guerra que estalla en 1914 ¿es una guerra imperialista o una guerra por la defensa de los derechos democráticos contra el militarismo alemán? ¿Qué postura tomar respecto a la “democratización” de los Estados absolutistas en febrero del 17 en Rusia o en 1918 en Alemania? ¿Qué postura tomar respecto al Estado democrático en España del 36: enemigo burgués o aliado antifascista? En cualquier caso, el anarcosindicalismo es incapaz de contestar y acaba cayendo en la alianza de hecho con la burguesía.
La experiencia de la huelga de masas en Rusia de 1905 cuestionó las teorías enunciadas hasta aquel entonces tanto por los anarquistas como por los socialdemócratas (marxistas en aquél entonces). Pero solo el ala izquierda del marxismo demostró la capacidad de sacar lecciones de aquella experiencia crucial:
“La Revolución rusa [de 1905], esa misma revolución que fue la primera experiencia histórica de la huelga general, no solo no rehabilita al anarquismo, sino que incluso ha significado la liquidación histórica del anarquismo (…) Así, la dialéctica de la historia, la base sólida en la que se apoya toda la doctrina del socialismo marxista, ha desembocado en el hecho de que el anarquismo, al que estaba indisolublemente ligada la idea de la huelga de masas, ha entrado en contradicción con la huelga de masas misma; en cambio, la huelga de masas combatida antaño como contraria a la acción del proletariado, aparece hoy como el arma más poderosa de la lucha política por la conquista de derechos políticos. Aunque es cierto que la revolución rusa obliga a revisar fundamentalmente el antiguo enfoque marxista respecto a la huelga de masas, sin embargo, únicamente el marxismo, con sus métodos, sus enfoques generales, sale victorioso con nuevos ímpetus. ‘La mujer amada por el Moro sólo podrá morir a manos del Moro’” (Rosa Luxemburg, Huelga de masas, partido y sindicatos; la cita final es una alusión a Othello, de Shakespeare).
Internacionalismo o antimilitarismo
Puede a primera vista parecer algo académico distinguir entre el internacionalismo y el antimilitarismo. ¿No será favorable a la fraternidad entre pueblos el que se opone a los ejércitos? ¿No se trata en el fondo del mismo combate? No. Existe entre ambos una diferencia de enfoque. El internacionalismo se basa en la comprensión de que a pesar de ser el capitalismo un sistema mundial, es incapaz, no obstante, de sobrepasar el marco nacional y la competencia cada vez más desenfrenada entre naciones. En 1848, la primera consigna del movimiento obrero no es antimilitarista, sino internacionalista: “Obreros de todos los países, ¡uníos!”. Para el ala izquierda marxista revolucionaria de la socialdemocracia antes de 1914, la lucha contra el militarismo no era sino un aspecto de una lucha mucho más amplia:
“Conforme a su concepción de la esencia del militarismo, la socialdemocracia considera que la abolición total del militarismo en sí es imposible: el militarismo no puede desaparecer más que cuando desaparezca el capitalismo, último sistema de sociedad de clases (…) la finalidad de la propaganda antimilitarista socialdemócrata no es combatir el sistema como fenómeno aislado, como tampoco su meta final es la abolición del militarismo en sí” (Karl Liebknecht, Militarismus und anti-militarismus, traducido por nosotros).
El antimilitarismo, en cambio, no es necesariamente internacionalista puesto que tiene tendencia a considerar que el enemigo principal no es el capitalismo como tal sino una aspecto de éste. Para el anarcosindicalismo de la CGT francesa de antes de 1914, la propaganda antimilitarista tenía sobre todo como motivo la experiencia inmediata del uso del ejército contra los huelguistas. Consideraba que era necesario apoyar moralmente a los jóvenes proletarios mientras hacían su “mili” y, a la vez, convencer a la tropa para que se negara a utilizar las armas contra los huelguistas. Esta meta no es criticable en sí. Pero el anarcosindicalismo seguía siendo incapaz de entender el militarismo como fenómeno íntegramente vinculado al capitalismo, un fenómeno que no cesó de fortalecerse en los años que precedieron 1914, en los que las grandes potencias se preparaban para la Primera Guerra mundial. La idea de que el militarismo no es sino un pretexto para mantener una fuerza represiva antiobrera es típica de esa incomprensión, y así la expresaron claramente los dirigentes anarcosindicalistas Pouget y Pataud:
“A los gobiernos les interesaba conservar la guerra – porque la guerra es para ellos el mejor artificio de dominación. Gracias al miedo a la guerra, hábilmente mantenido, podían llenar el país de ejércitos permanentes que, so pretexto de proteger las fronteras, no amenazaban en realidad más que al pueblo y no protegían más que a la clase dominante” (Cómo haremos la revolución).
De hecho, el antimilitarismo de la CGT se parece al pacifismo en su facultad para dar un giro de 180 grados cuando “la patria está en peligro”. En 1914, los antimilitaristas descubrieron del día a la mañana que la burguesía francesa era “menos militarista” que la alemana, y que había entonces que defender la “tradición revolucionaria” francesa de 1789 contra la brutalidad inculta de los militaristas prusianos y no “transformar la guerra imperialista en guerra civil”, citando la fórmula de Lenin.
La cuestión del militarismo no podía plantearse de la misma manera después de la espantosa matanza de 1914-18, que sobrepasó en horror todo lo que hubiesen podido imaginarse los antimilitaristas de antes del 14. La ideología antimilitarista tuvo, en cierto modo, un sucesor en la ideología antifascista, como podremos ver cuando tratemos el papel de la CNT durante la guerra de España en los años 30. En ambos casos, los anarcosindicalistas escogieron apoyar un campo de la burguesía, el más democrático, contra el más autoritario y dictatorial.
Distinguir el anarcosindicalismo del sindicalismo revolucionario
Distinguir entre ambas corrientes muy relacionadas entre sí no era nada sencillo para sus contemporáneos. Antes de 1914, por ejemplo, se puede decir que la CGT francesa sirvió, en cierto modo, de guía para otras corrientes sindicalistas revolucionarias en el sentido más amplio, algo parecido al SPD alemán que había sido la organización guía para los demás partidos de la Segunda internacional.
No obstante, con la distancia que nos permite la historia, es necesario distinguir entre las posiciones anarcosindicalistas y las sindicalistas revolucionarias. Esta distinción cubre, en gran parte, la diferencia entre los países menos industrialmente desarrollados (Francia y España) y los países capitalistas más avanzados e importantes del siglo XIX (Gran Bretaña) y del XX (Estados Unidos). Está estrechamente ligada a la influencia mayor que tuvo el anarquismo, característico de la pequeña burguesía y de los artesanos en vías de proletarización en los países en que el movimiento obrero era más atrasado, mientras que el sindicalismo revolucionario fue una respuesta más adaptada a la problemática de un proletariado muy concentrado en la gran industria.
Examinemos brevemente cuatro elementos importantes que nos permiten diferenciar ambas corrientes.
En contra o a favor de la centralización
El anarcosindicalismo siempre ha sido federalista, considerando que la federación sindical no es sino un agrupamiento de sindicatos independientes: la confederación no dispone de la menor autoridad a nivel de cada sindicato. En la CGT en particular, esta posición convenía perfectamente a los anarcosindicalistas que dominaban sobre todo en los pequeños sindicatos, debido a que el sistema de toma de decisión (una voto por sindicato) en el plano confederal les otorgaba un peso en la CGT que iba mucho más allá de su importancia numérica real.
El sindicalismo revolucionario de IWW, en cambio, se funda implícita y explícitamente en la centralización internacional de la clase obrera. No es casualidad si una de las consignas de IWW es “One big Union” (un solo gran sindicato). El nombre mismo del sindicato (Obreros industriales del mundo) anuncia claramente su intención –a pesar de que la realidad jamás estuvo a la altura de sus ambiciones– de agrupar a los obreros del mundo entero en una única organización. Los estatutos de IWW adoptados en Chicago en 1905 ratificaban la autoridad del órgano central de esta forma:
“Las subdivisiones internacionales y nacionales de los sindicatos tendrán una autonomía completa en lo que toca a sus asuntos internos respectivos con una condición: el consejo ejecutivo general ha de controlar esos sindicatos en aras del interés general” (14).
La actitud respecto a la acción política
Esa actitud es muy diferente entre anarcosindicalistas y sindicalistas revolucionarios. A pesar de que había miembros de los partidos socialistas en ciertos sindicatos de la CGT, los anarcosindicalistas eran “apolíticos”, no viendo en los partidos más que chanchullos parlamentarios o “de jefes”. La famosa Carta de Amiens de 1906 afirma la independencia total de la CGT con respecto a los partidos o “sectas” (en referencia a los grupos anarquistas). El rechazo de toda visión política (que se entendía entonces exclusivamente con el enfoque de la actividad parlamentaria) fue lo que impidió a la CGT estar un mínimo armada ante al guerra de 14, pues la guerra no correspondía a los esquemas previstos por la huelga general, pues ésta sólo era considerada en el terreno puramente “económico”. El rechazo anarquista de la “política” no tenía el mismo eco en IWW, aunque esta organización también quería ser una organización unitaria de la clase obrera y mantener su entera libertad de acción con respecto a las organizaciones políticas. Al contrario, los fundadores o dirigentes más famosos de IWW eran a menudo miembros de un partido político: Big Bill Haywood no solo era secretario de la Western Federation of Miners, sino también miembro del SPA (Socialist Party of America), así como A. Simons. Daniel De Leon, del SLP (Socialist Labor Party), también desempeñó un papel de primer orden en la formación de IWW. En el contexto más bien particular de Estados Unidos, IWW solía ser considerado por la burguesía y el sindicato reformista AFL (American Federation of Labour) como la expresión sindical del socialismo político. Aún después de la escisión de 1908, en el Congreso en el que IWW modificó su constitución para negar todo apoyo a la acción política (o sea esencialmente electoral), habrá miembros del SPA que seguirán teniendo un papel fundamental en IWW. Haywood en particular será elegido para el comité ejecutivo del SPA en 1911: su elección fue para los revolucionarios una victoria contra el reformismo en el propio partido socialista.
Del mismo modo resultaría imposible explicar la influencia del sindicalismo revolucionario en les shop-stewards de Gran Bretaña, por no mencionar el papel desempeñado por John MacLean y el SLP escocés. Tampoco es una casualidad si los bastiones del movimiento de los shop-stewards (la siderurgia y las minas de carbón del sur del País de Gales, la cuenca industrial de la Clyde en Escocia, la región de Sheffield en Inglaterra) también serán los bastiones del Partido comunista en los años que siguieron a la Revolución rusa.
El posicionamiento de ambas corrientes ante la guerra
La diferencia es aquí muy importante. Si situamos entre 1900 y 1940 el período de auge del sindicalismo, se evidencia una diferencia importante entre el anarcosindicalismo y el sindicalismo revolucionario sobre la actitud de ambas corrientes ante la guerra imperialista:
– el anarcosindicalismo se fue al garete con armas y equipo con su apoyo a la guerra imperialista: la CGT en 1914 alistó a los obreros franceses para la guerra, y la CNT española, con su caída en el antifascismo y su participación en el gobierno, se convirtió en uno de los principales apoyos de la república burguesa;
– por su parte, el sindicalismo revolucionario mantuvo posiciones internacionalistas: IWW en Estados Unidos y los shop-stewards en Gran Bretaña integraron las filas de la resistencia obrera a la guerra.
Es evidente que esa distinción ha de ser matizada: el sindicalismo revolucionario tuvo varias debilidades (en particular su fuerte tendencia a no ver la cuestión de la guerra más que desde el limitado enfoque de la lucha económica contra sus efectos). Pero la distinción es válida en lo que a organizaciones se refiere.
A pesar de sus debilidades, el sindicalismo revolucionario hizo surgir una parte de los militantes obreros más determinados en la lucha contra la guerra, mientras que el anarcosindicalismo dio ministros a los gobiernos de Unión sagrada en las Repúblicas francesa y española.
Conclusión
“Tiene perfectamente razón el compañero Voinov cuando llama a los socialdemócratas a sacar lecciones de los ejemplos del oportunismo y del sindicalismo revolucionario. El trabajo revolucionario en los sindicatos, al hacer hincapié no en la marrullería parlamentaria sino en la educación del proletariado, en la adhesión a las organizaciones enteramente clasistas, en la lucha fuera del parlamento, en la capacidad de utilizar la huelga general (y también en la preparación de las masas para utilizarla con éxito), así como las “formas de lucha de diciembre” (15) en la Revolución rusa, todo esto es, sin la menor duda, la tarea de la tendencia bolchevique. Y la experiencia de la Revolución rusa nos facilita esta tarea, nos proporciona muchas y ricas enseñanzas en términos de orientación práctica y de elementos históricos, que nos dan la posibilidad de evaluar concretamente los nuevos métodos de lucha, la huelga de masas y la utilización de la fuerza directa. Estos métodos de lucha no son nuevos para los bolcheviques rusos o para el proletariado en Rusia. Son “nuevos” para los oportunistas que hacen lo que pueden para erradicar de las mentes obreras en Occidente el recuerdo de la Comuna de París como de las mentes de los obreros rusos el recuerdo de diciembre de 1905. Para fortalecer estos recuerdos, hacer un estudio científico de esa gran experiencia, difundir sus lecciones entre las masas, así como la comprensión de lo inexorable de su repetición a otra escala –esa tarea de los socialdemócratas en Rusia nos abre perspectivas inmensamente más fuertes que el “antioportunismo” y el “antiparlamentarismo” unilateral de los sindicalistas revolucionarios” (16).
Para Lenin, el sindicalismo revolucionario era una respuesta proletaria al oportunismo y al cretinismo parlamentario de la socialdemocracia, pero una respuesta parcial y esquemática, incapaz de entender en toda su complejidad el período bisagra de principios del siglo XX. A pesar de las diferencias históricas que hicieron surgir las diferentes corrientes sindicalistas revolucionarias, todas ellas tenían ese defecto común. Como veremos en los próximos artículos, esa debilidad les fue fatal: en el mejor de los casos, la corriente sindicalista revolucionaria no supo contribuir plenamente al desarrollo de la oleada revolucionaria de 1917-23; en el peor, se hundió en el apoyo abierto al capitalismo imperialista que había creído combatir durante años.
Jens, 04/07/04
(1) Veremos más adelante las diferencias entre el sindicalismo revolucionario y el anarcosindicalismo. Brevemente, se puede decir que el anarcosindicalismo es una rama del sindicalismo revolucionario. Todos los anarcosindicalistas se consideran sindicalistas revolucionarios, pero no todos los sindicalistas revolucionarios se consideran anarcosindicalistas.
(2) La traición de los partidos socialistas en 1914 fue combatida por la izquierda de esos partidos (Rosa Luxemburg, Pannekoek, Gorter, Lenin, Trotski...) desde principios del siglo XX; durante los años 20-30, la traición de los partidos comunistas (que se pusieron a la cabeza de la contrarrevolución) así como la de la corriente trotskista durante la Segunda Guerra mundial fueron combatidas por los comunistas de izquierda (KAPD en Alemania, GIK en Holanda, Izquierda del PC italiano en torno a Bordiga, las fracciones de la Izquierda internacional Bilan e Internationalisme).
(3) El “Grand National Consolidated Union” se creó en 1833, con la participación activa de Robert Owen, bien conocido por sus escritos socialistas utópicos; según la prensa de la época, habría logrado alistar a unos 800 000 obreros ingleses (vease Preparing for Power, de J.T. Murphy).
(4) A los anarquistas les gusta oponer el “libertario” y “democrático” Bakunin al “autoritario” Marx. El aristócrata Bakunin tenía en realidad un profundo desprecio por el “pueblo” que según él debía ser dirigido por la mano invisible de la conspiración secreta: “Para la verdadera revolución se necesitan, no individuos situados a la cabeza de las masas, sino hombres ocultos invisiblemente en medio de ellas, que establezcan vínculos ocultos entre unas masas y otras, y que también de manera invisible den así una sola e idéntica dirección, un solo y mismo espíritu y carácter al movimiento. La organización secreta preparatoria no tiene más sentido que éste, y solo para ello es necesaria” (Bakunin, Los Principios de la revolución). Para más detalles sobre las ideas organizativas de Bakunin, véase la Revista internacional nº 88 y la excelente biografía de E.H. Carr.
(5) Los sindicatos en aquel entonces estaban organizados por gremios, y la organización a menudo limitada únicamente a los obreros cualificados.
(6) Como ejemplo de la diferencia entre el período ascendente y el decadente del capitalismo, se puede señalar la evolución de la duración de la jornada laboral, que de 16 a 17 horas a principios del siglo XIX tiende hacia 10 horas, e incluso 8 en ciertas industrias, a principios del siglo XX. Desde entonces, la jornada laboral efectiva (dejando de lado esas estafas como la de las 35 horas en Francia, que además está hoy cuestionando la burguesía) se quedó bloqueada en torno a unas ocho horas cotidianas a pesar del brutal aumento de la productividad. En ciertos países como Gran Bretaña, la tendencia es al alza en estos veinte últimos años: la típica jornada de nueve a cinco de la tarde se ha ido sustituyendo por una jornada de nueve a seis y más incluso.
(7) Millerand era un abogado muy estimado en el movimiento obrero francés debido a sus cualidades de defensor de los sindicalistas. Protegido por Jaurès, entró en el Parlamento en 1885 como socialista independiente. Pero su participación en el gobierno de Waldeck-Rousseau provocó la oposición de los socialistas, de los que se alejó progresivamente a partir de 1905. Fue ministro de Obras públicas (1909-1910) y de la Guerra (1914-1915).
(8) En el prefacio al folleto de Voinov (Lunacharsky) sobre la actitud del partido respecto a los sindicatos (1907). Traducido por nosotros. En los hechos, si, al fin y al cabo, el sindicalismo revolucionario en Rusia se desarrolló tan poco, fue porque los obreros rusos se volcaron hacia un partido político marxista verdaderamente revolucionario, el Partido bolchevique.
(9) Se ha de señalar aquí que la idea de la misión histórica de la clase obrera es algo que pertenece totalmente a la tradición marxista y escasamente a la anarquista.
(10) Todas las citas de IWW están sacadas del libro de Larry Portis, IWW y el sindicalismo revolucionario en Estados Unidos.
(11) Léanse también nuestros artículos sobre las huelgas de Polonia en 1980.
(12) Para los escépticos, basta con ver hasta qué punto los sindicatos de los países “democráticos” están financiados por el Estado. El periódico francés La Tribune del 23 de febrero del 2004 indica que 2500 funcionarios están pagados por el ministerio de Educación por su labor sindical. Ese periódico también habla de subvenciones a los sindicatos como los 35 millones de euros otorgados anualmente para el “funcionamiento del sistema paritario”.
(13) El concepto anarcosindicalista de la huelga general está expuesto de forma bastante detallada, aunque un tanto adornada, en el libro escrito por Pouget y Pataud (ambos eran dirigentes de la CGT en 1914), Comment nous ferons la révolution (Cómo haremos la revolución). Hemos de volver sobre este tema.
(14) Se ha de señalar aquí un nivel de centralización que iba mucho más allá del que existía en la Segunda internacional.
(15) O sea los Soviets.
(16) Lenin, op. cit., traducido por nosotros.