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Revolución comunista ó destrucción de la humanidad
Lo que hoy está en juego nunca antes, en la historia de la humanidad, había sido tan dramático. Nunca jamás una clase social había tenido que encarar una responsabilidad como la que hoy le incumbe al proletariado.
“¡El comunismo ha muerto!”. “¡Obreros, es inútil albergar la esperanza de acabar con el capitalismo, pues este sistema ha destruido definitivamente a su enemigo mortal!” Esto es lo que lleva repitiendo la burguesía, en todos los tonos, desde que se hundió el Bloque del Este. Y así es cómo la mayor mentira de la historia, o sea, la identificación del comunismo con el estalinismo, una de las formas más brutales de la explotación capitalista, nos la vuelven a servir de nuevo en un momento en que ese estalinismo se desintegra en medio del fango y del caos. Para las clases dominantes de todos los países se trata de convencer a todos los explotados de que la lucha por cambiar el mundo es vana. “Hay que contentarse con lo que se tiene, no existe otra cosa. Además, si se hundiera el capitalismo la sociedad que le sucedería sería todavía peor”. La capitulación sin gloria del estalinismo a partir de 1989 y el ignominioso hundimiento del bloque dominado por ese sistema, nos han sido presentados como la “magnífica victoria de la Democracia y de la Paz”, que iba a iniciar un “nuevo orden mundial”, pacífico y próspero, en el que los “derechos humanos” iban a ser por fin respetados.
No se les habían secado las babas todavía a sus discurseros cuando, en 1990, esos grandes países pretendidamente “civilizados” desencadenaron una abominable barbarie guerrera en Oriente Medio. Aplastando bajo sus bombas a cientos de miles de seres humanos, transformando a Irak en un campo de cadáveres y ruinas, haciendo soportar a las poblaciones de éste país el “castigo” que pretendían infligir a los dirigentes que las explotan y oprimen.
“Pero ahora se acabó”, nos viene a decir la burguesía con la mano en el corazón. “Esta guerra era necesaria -continúa- para que no vuelva a haber otras”. “Al hacer respetar el Derecho internacional, esta guerra ha abierto las puertas hacia un mundo por fin solidario, en el cual los conflictos se podrán arreglar de manera pacífica bajo la égida de la Comunidad internacional y demás Naciones unidas –nos sermonea”.
Ante los cambios habidos, ante tal catarata de mentiras y de barbarie, el proletariado mundial se ha quedado paralizado. ¿Habrá ganado la partida definitivamente la clase dominante? ¿Habrá superado de una vez para siempre las contradicciones que asaltan su sistema desde sus orígenes y en especial en las últimas décadas? ¿Habrá exorcizado el espectro de la revolución que tanto la obsesionaba, desde hace más de un siglo? Eso es lo que quiere hacer creer a los explotados. No debe caber la menor duda: el mundo que nos propone la burguesía, el mundo que nos propone conservar no va a ser mejor que el de hoy, sino mucho peor. La clase obrera, por su parte, no ha dicho su última palabra y aunque está momentáneamente amordazada sigue teniendo la fuerza para acabar con el capitalismo y con la barbarie que éste engendra. Como nunca antes, su combate es la única esperanza para la humanidad, para que ésta se libere de sus cadenas, de la miseria, de las guerras y de todas las calamidades que hasta ahora la han abrumado.
Eso es lo que los revolucionarios deben decir a la clase, lo que este manifiesto quiere afirmar.
Frente a las innobles campañas de la propaganda burguesa, el primer deber de los revolucionarios es restablecer la verdad, recordar al proletariado lo que de verdad fue y lo que será la revolución comunista, con la que hoy se regodean los burgueses cargando sobre sus espaldas todos los males que sufre la especie humana. Les corresponde muy especialmente a los revolucionarios denunciar la monstruosa mentira que consiste en presentar como “comunistas” a los regímenes que dominaron toda una parte del mundo durante décadas, demostrar por qué esos regímenes no eran las criaturas, ni siquiera bastardas, de la revolución proletaria, sino que fueron los enterradores de ésta.
El estalinismo no es hijo de la revolución sino la encarnación de la contrarrevolución
A principios de siglo, durante y después de la Primera Guerra Mundial, el proletariado entabló unos combates de gigante que casi echan abajo el capitalismo. En 1917, derrocó el poder burgués en Rusia. Entre 1918 y 1923, en el país europeo más importante, Alemania, llevó a cabo múltiples asaltos con el mismo fin. Aquella oleada revolucionaria tuvo repercusiones en todas las partes del mundo donde existía una clase obrera desarrollada, desde Italia a Canadá desde Hungría a China. Esa era la respuesta que daba el proletariado mundial a la entrada del capitalismo en su periodo de decadencia, de lo cual la Primera Guerra Mundial había sido la primera manifestación. Fue la confirmación patente de todas las previsiones que los revolucionarios habían anunciado desde la mitad del siglo XIX: para el proletariado había llegado la hora, como lo anunciaba el Manifiesto Comunista de 1848, de ejecutar la sentencia de la historia contra el capitalismo, contra un sistema de producción incapaz de asegurar el progreso de la humanidad.
La derrota de la clase obrera y la contrarrevolución capitalista
La burguesía logró contener aquel impresionante movimiento de la clase obrera que había sacudido el planeta entero y, superando el pánico que la perspectiva de su propia desaparición había provocado en ella, reaccionó cual fiera herida echando todas sus fuerzas a la batalla, cometiendo todos los crímenes necesarios.
Inmediatamente acalló los antagonismos imperialistas que la habían desgarrado durante cuatro años de guerra para así formar un frente unido contra la revolución. Con trampas, mediante la represión, las mentiras y las matanzas, la burguesía logró vencer a las masas obreras insurgentes; rodeó a la Rusia revolucionaria con un “cordón sanitario” en forma de bloqueo total y llevó a la peor de las hambrunas a decenas de millones de seres humanos, hambrunas de las que naturalmente se encargó con rapidez de culpar al movimiento revolucionario mismo. Con su apoyo masivo, en hombres y armamento, a los ejércitos blancos del zarismo derrocado, desencadenó una guerra civil espantosa que provocó millones de muertos y destruyó por completo la economía. En aquel campo de ruinas, aislada por el fracaso de la revolución mundial, diezmada por los combates y el hambre, la clase obrera de Rusia, aunque logró hacer frente y vencer a los ejércitos de la contrarrevolución, no pudo conservar el poder que había tomado en sus manos en octubre de 1917. Menos todavía pudo “construir el socialismo”. Derrotada en los demás países, en especial en las grandes metrópolis industriales de Europa y de América del norte, en Rusia misma no podía sino ser vencida.
La victoria de la contrarrevolución a escala mundial no se concretó en Rusia mediante el derrocamiento del Estado que había surgido tras la revolución, sino a través de la degeneración de ese Estado. En un país que, a causa del mantenimiento del poder burgués a escala mundial, no podía librarse del capitalismo, fue el aparato de ese Estado la nueva forma de la burguesía encargada de explotar a la clase obrera y organizar la gestión del capital nacional. El partido bolchevique, tras haber sido la vanguardia de la revolución en 1917, sufrió igualmente esa degeneración, identificándose cada día más con el Estado. Los mejores combatientes de la revolución, apartados progresivamente de las responsabilidades, excluidos, exiliados y encarcelados, acabaron siendo ejecutados por toda una capa de arribistas y de burócratas que encontraron en Stalin a su mejor representante y cuya razón de ser ya no era ni mucho menos la de defender los intereses de la clase obrera sino, todo lo contrario, ejercer sobre ella, mediante la mentira y la represión, la más ignominiosa de las dictaduras; preservando y consolidando así la nueva forma de capitalismo que se había instalado en Rusia.
Los demás partidos de la Internacional, los partidos “comunistas”, siguieron el mismo camino. El fracaso de la revolución mundial y el desconcierto que creó en las filas obreras, favorecieron el desarrollo del oportunismo en esos partidos; o sea, la política de sacrificar los principios revolucionarios y las perspectivas históricas del movimiento de la clase obrera en aras de ilusorios “éxitos” inmediatos. Esta evolución de los partidos “comunistas” permitió el ascenso irresistible de elementos que pensaban más en hacer carrera en los engranajes de la sociedad burguesa, en los parlamentos y en los municipios, que en combatir junto a la clase obrera y defender los intereses de ésta. Esos partidos, infectados por la enfermedad oportunista y controlados por burócratas trepadores, quedaron sometidos a la presión del Estado ruso quien, mediante la mentira y la intimidación, ascendió a esos burócratas a los órganos de dirección. Esos partidos, tras haber expulsado a quienes habían permanecido fieles al combate revolucionario, acabaron traicionando y pasándose con armas y bagajes al campo de la burguesía. Al igual que el partido bolchevique dominado por el estalinismo esos partidos se convirtieron en vanguardia de la contrarrevolución en sus países respectivos. Su papel lo pudieron desempeñar tanto mejor presentándose como los “partidos de la revolución comunista”, los “herederos del Octubre rojo”. STALIN, para asentar su poder en el partido bolchevique en degeneración, para eliminar a los militantes más sinceros y entregados a la causa del proletariado se había aureolado con el prestigio de LENIN. De la misma forma, los partidos estalinistas, para sabotear más eficazmente las luchas obreras usurparon el prestigio que habían adquirido, entre los obreros del mundo entero, la Revolución rusa de 1917 y los combatientes bolcheviques.
La identificación entre estalinismo y comunismo, plato que hoy nos están volviendo a servir, es sin duda la mayor mentira de la historia. La realidad es que el estalinismo es el peor enemigo del comunismo, su negación misma.
El comunismo solo puede ser internacionalista, el estalinismo es el triunfo del patrioterismo
Desde sus orígenes, la teoría comunista puso el internacionalismo, la solidaridad internacional de todos los obreros del mundo, en cabeza de sus principios. “Proletarios de todos los países, ¡Uníos!”, era la consigna del Manifiesto Comunista redactado por MARX y ENGELS, principales fundadores de esa teoría. Ese mismo manifiesto afirmaba claramente que “los proletarios no tienen patria”. Y si el internacionalismo siempre ha tenido tanta importancia para el movimiento obrero no es desde luego a causa de las utopías de unos cuantos profetas iluminados sino porque la revolución del proletariado, la única que puede acabar con la explotación capitalista y con toda forma de explotación del hombre por el hombre, sólo podrá verificarse a escala internacional.
Esa es la realidad que ya quedó expresada con fuerza desde 1847: “La revolución comunista (…) no será una revolución puramente nacional; se producirá al mismo tiempo en todos los países civilizados. (…) y tendrá en todos los demás países del globo una repercusión considerable, transformará completamente y acelerará el curso de su desarrollo. Es una revolución universal; su territorio será, por consiguiente universal” (ENGELS, Principios del comunismo).
Y fue ese mismo principio el que defendieron con uñas y dientes los bolcheviques cuando la revolución rusa: “La revolución rusa no es sino un destacamento de los ejércitos de la revolución mundial, y el éxito y el triunfo de la revolución que hemos llevado a cabo dependen de la acción de esos ejércitos. Ese es un factor que ninguno de nosotros olvida. (…) El proletariado ruso tiene conciencia de su aislamiento revolucionario y ve claramente que su victoria tiene como condición indispensable y premisa fundamental, la intervención unida de los obreros del mundo entero” LENIN, 23 de julio de 1918).
He ahí por qué la tesis de “la construcción del socialismo en un solo país“, avanzada por STALIN en 1925 tras la muerte de LENIN, no es sino una traición vergonzosa a los principios elementales del movimiento obrero. En lugar del internacionalismo, por el cual los bolcheviques y todos los revolucionarios habían combatido siempre, especialmente durante la Primera Guerra Mundial (a la que precisamente puso fin la acción de los proletarios de Rusia y Alemania), STALIN y sus secuaces se hicieron los portavoces del nacionalismo más abyecto.
En Rusia vuelven entonces a recobrarse, so pretexto de defensa de la “patria socialista”, las viejas campañas chovinistas que habían servido de estandarte a los ejércitos blancos en su guerra contra la revolución proletaria unos años antes. Así, durante la Segunda Guerra Mundial STALIN se vanagloria de la participación de su país en la carnicería imperialista, de los 20 millones de soviéticos muertos por la “victoria de la patria”; y, en los demás países los partidos estalinistas mezclan ignominiosamente los himnos nacionales con las estrofas de La Internacional, canto universal del proletariado; envuelven la bandera roja, estandarte de los combates obreros desde hacía casi un siglo, con los trapos nacionalistas que izaban los policías y los militares cuando aplastaban a los trabajadores. Y en la histeria patriotera que se desencadena al final de la Segunda Guerra Mundial en los países que habían estado ocupados por los ejércitos alemanes, los partidos estalinistas reivindican con orgullo el primer puesto y no quieren dejar a nadie más la faena de asesinar, “por traidores a la patria”, a quienes intentan hacer oír la voz del internacionalismo.
Nacionalismo contra internacionalismo, esa fue la prueba, si hubiese hecho falta hacerla, de que el estalinismo no ha tenido nada que ver con el comunismo. Y eso no fue todo.
El comunismo es la abolición de la explotación mediante la dictadura del proletariado. El estalinismo ha sido la dictadura sobre el proletariado para mantener su explotación.
El comunismo no puede establecerse si no es con la dictadura del proletariado. Y dictadura del proletariado significa que la clase de los trabajadores asalariados ejerce el poder sobre el conjunto de la sociedad. Ese poder la clase lo ejerce mediante los consejos obreros, es decir por medio de las asambleas soberanas de trabajadores a las cuales les incumbe la responsabilidad de tomar las decisiones esenciales que inciden en la marcha de la sociedad y que controlan permanentemente a quienes ellas han delegado para las tareas de centralización y coordinación. Fue en esos principios en los que se basó el poder de los “soviets” ( “consejos” en ruso”) en 1917. El estalinismo fue la negación total de ese sistema. La única dictadura que ha conocido el estalinismo no es ni mucho menos la del proletariado sino, en nombre de ella, la dictadura sobre el proletariado por una minoría de burócratas. Dictadura basada en el terror más monstruoso, en la policía, en la delación, en los campos de concentración y en las matanzas de obreros que se atrevieron a levantarse contra ella; como pudo verse una vez más en 1956 en Hungría, y en Polonia en 1970 y en 1981.
En fin, comunismo significa abolición de la explotación del hombre por el hombre, fin de la división de la sociedad entre clases privilegiadas y clases explotadas cuyo trabajo sirve, antes que nada, para engordar a aquellas. En los regímenes estalinianos los obreros siempre estuvieron explotados. Su trabajo, su sudor y sus privaciones no tenían otro objetivo que el de permitir que los miembros dirigentes del Partido-Estado siguieran disfrutando de sus privilegios, disfrutando de sus lujosas mansiones mientras las familias obreras se amontonaban en viviendas destartaladas; teniendo aquellos a su disposición almacenes especiales en los que no falta de nada, mientras que los destinados a los trabajadores no sólo están desesperadamente vacíos sino que para acceder a ellos hay que hacer cola durante interminables horas para tener la gran suerte de encontrar un cacho de mala carne medio podrida. En la sociedad comunista, además, la producción estará fundamentalmente orientada hacia la satisfacción de las necesidades humanas. ¡Buen ejemplo en cambio de sociedad “comunista” o de “transición hacia el comunismo” el de la URSS y demás países del mismo estilo! en los que, más aun que en los países oficialmente capitalistas, lo mejor de la producción está destinado a las armas, a los medios de destrucción más sofisticados y letales.
En resumidas cuentas, los regímenes que han dominado durante décadas toda una parte del mundo en nombre del comunismo, del socialismo o de la clase obrera aparecen con las características esenciales del capitalismo. Y esto es así por la sencilla razón de que esos regímenes son capitalistas. Aunque sea una forma especialmente frágil del capitalismo, aunque la burguesía “privada” tal y como la conocemos en los países occidentales haya sido allí sustituida por una burguesía de Estado, aunque la tendencia universal al capitalismo de Estado, que afecta al sistema capitalista de todos los países desde que éste entró en su fase de decadencia, haya adoptado allí sus formas más caricaturescas y aberrantes.
Las “democracias” cómplices del estalinismo
Como el régimen instaurado tras el fracaso de la revolución no era sino una variante del capitalismo y el ariete de la contrarrevolución, recibió consecuentemente el caluroso apoyo de todas las burguesías que años antes habían combatido sin cuartel el poder de los soviets. En 1934 esas mismas burguesías aceptan a la URSS en la Sociedad de Naciones (la antepasada de la ONU), organismo al que los revolucionarios, y entre ellos LENIN, habían calificado de “cueva de ladrones” cuando se fundó. Esa fue la señal de que STALIN se había vuelto “respetable” para la clase dominante de todos los países, para la misma que presentaba a los bolcheviques de 1917 como unos salvajes con el cuchillo entre los dientes. Los hampones imperialistas reconocían así a uno de los de su banda. Quienes desde entonces tendrán que soportar las persecuciones de la burguesía internacional son los revolucionarios que se oponen al estalinismo. Y fue así cómo TROTSKI, uno de los principales dirigentes de la revolución de 1917, acabará siendo un proscrito en el mundo entero. Expulsado primero de la URSS en 1929, después desde un país a otro y sometido a vigilancia policíaca en todo momento, TROTSKI tiene además que hacer frente a las campañas de calumnias más rastreras que las víboras estalinistas desatan contra él; campañas esmeradamente difundidas por todas las burguesías occidentales. Y así, cuando STALIN organiza a partir de 1936 los ignominiosos juicios de Moscú con el espectáculo de los antiguos camaradas de LENIN doblegados por la tortura, acusándose de los crímenes más abyectos, exigiendo para sí mismos un castigo ejemplar, esta misma burguesía da claramente a entender que estos revolucionarios están recibiendo su merecido. STALIN cometió sus monstruosos crímenes, exterminando en sus cárceles y campos de concentración a ciento de miles de comunistas, a más de diez millones de obreros y campesinos gracias a la activa complicidad de la burguesía de todos los países. Y los sectores burgueses que mejor prueba dieron de su cómplice celo fueron los “democráticos” y muy especialmente la socialdemocracia; los mismos sectores que hoy denuncian con la mayor virulencia los crímenes estalinistas, apareciendo ellos cual dechado y modelo de virtudes.
La complicidad de las “democracias” respecto a las abominaciones del estalinismo, complicidad que hoy ponen gran cuidado en ocultar, no es su único crimen. En realidad la democracia burguesa es tan experta en atropellos y atrocidades como las demás formas de régimen capitalista, el estalinismo o el fascismo.
“Democracia”, careta hipócrita de la dictadura sanguinaria de la burguesía
Desde siempre, los revolucionarios han denunciado la mentira de la “democracia” en la sociedad capitalista. Esta forma de gobierno en la que, oficialmente, el poder pertenecería al “pueblo”, a todos los ciudadanos, no ha sido sino el instrumento del poder absoluto de la burguesía sobre las clases a las que explota.
Ya en su origen, la democracia burguesa se da a sí misma patente de corso para su sucio trabajo. La gran democracia norteamericana, por ejemplo, la de los WASHINGTON, los JEFFERSON y demás, presentada como modelo para el resto de naciones, mantiene la esclavitud hasta 1864. Y cuando decide abolirla, porque la explotación de los obreros es más rentable que la de los esclavos, es otra democracia ejemplar, la de Inglaterra, la que apoya a los estados del Sur de Estados Unidos que quieren mantener la esclavitud. En aquel mismo periodo, otra gran representante de la democracia burguesa, la república francesa, heredera de 1789 y de la “declaración de los derechos humanos”, se distingue por el aplastamiento de la Comuna de París cuyo colofón fue la matanza en una semana, a finales de mayo de 1871, de varias decenas de miles de obreros. Pero los crímenes de estos regímenes democráticos no son nada comparados con los cometidos durante este siglo.
Los crímenes de la democracia burguesa en el siglo XX
Gobiernos democráticos, con el apoyo activo de la mayoría de los partidos “socialistas”, fueron los principales protagonistas de la Primera Guerra Mundial, en la que perdieron la vida veinte millones de seres humanos. Y fueron esos mismos gobiernos con la complicidad, cuando no bajo la dirección de los “socialistas”, quienes acallaron a sangre y fuego la oleada revolucionaria que había detenido aquella carnicería militar. En Berlín, en enero de 1919, so pretexto de atajar una intentona de evasión, la soldadesca a las órdenes del “socialista” NOSKE ejecuta a los principales dirigentes de la revolución y entre ellos Karl LIEBNECHT asesinado de un balazo en la nuca, y Rosa LUXEMBURGO matada a culatazos. Al mismo tiempo, el gobierno socialdemócrata manda asesinar a miles de obreros empleando las 16.000 ametralladoras devueltas a toda prisa por la Francia vencedora a la Alemania vencida. Son esas mismas “democracias”, en especial Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, las que desde 1918 otorgan un apoyo total a las tropas zaristas, vinculadas a uno de los regímenes más bestiales y retrógrados de aquel tiempo, para así combatir al proletariado revolucionario de Rusia.
En el periodo entre las dos guerras van a sobrar los crímenes perpetrados por la virtuosísima “Democracia”. Las matanzas coloniales, entre otras, se acumulan. Es la tan democrática Inglaterra quien va a inaugurar en 1925 una de las atrocidades por la que más tarde acusarán a Sadam HUSSEIN de ser el “Carnicero de Bagdad”: el uso de gases asfixiantes contra las poblaciones kurdas. Pero en donde las democracias van a hacer la mejor demostración de sus capacidades será durante la Segunda Guerra Mundial, a la que pretendían declarar cruzada contra la dictadura y los horrores nazis.
La propaganda de los “aliados”, tras la Segunda Guerra Mundial, sobre los crímenes de guerra cometidos por las autoridades alemanas fue inagotable. Lo tenían fácil: con una dictadura policíaca y unos campos de concentración dignos del estalinismo, el nazismo fue, junto con éste, una de las cumbres de la barbarie engendrada por el capitalismo decadente. Instalado en el poder, de manera “democrática” y parlamentaria, por la misma burguesía alemana que había llevado al poder a la socialdemocracia para que aplastara la revolución obrera; el nazismo, hijo de la contrarrevolución desencadenada por aquella contra el proletariado diez años antes, fue, sobre todo con el holocausto de seis millones de judíos, el símbolo del insondable horror al que recurre la clase dominante cuando se siente amenazada. Los autores de los crímenes nazis pasaron ante los tribunales de Nüremberg y algunos fueron ejecutados. En cambio, no hubo ningún tribunal para juzgar a CHURCHILL, ROOSVELT o TRUMAN, como tampoco a los militares “aliados” responsables, entre otras cosas, de bombardear sistemáticamente las ciudades alemanas y en especial sus barrios obreros, bombardeos que provocaban decenas de miles de víctimas civiles en cada andanada. Ningún tribunal, pues ellos fueron los vencedores, para quienes dieron la orden de transformar Dresde, el 13 y el 14 de febrero de 1945, en una hoguera gigantesca que mató, en unas cuantas horas, a doscientas mil personas; a pesar de que ya tenían de sobra ganada la guerra y de que la ciudad no poseía ninguna instalación militar, lo que la había convertido en lugar de acogida para cientos de miles de refugiados y de heridos. Fue también la gran democracia norteamericana quien, por vez primera y única hasta entonces en la historia, utilizará en agosto de 1945 la bomba atómica contra las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagashaki, matando en un segundo a 75.000 y 40.000 personas y muchas más que murieron después a consecuencia de la energía nuclear, entre atroces sufrimientos. Fueron esos mismos demócratas, los CHURCHIL y ROOSVELT, quienes, perfectamente al corriente del exterminio de millones de judíos por el régimen nazi, no hicieron nada por salvarlos, llegando incluso hasta rechazar categóricamente todas las propuestas de liberar a cientos de miles que el gobierno alemán y sus aliados les hicieron. Fue con el mayor de los cinismos con el que esos humanistas justificaron su negativa: “transportar y acoger a todos aquellos judíos hubiese frenado el esfuerzo de guerra”.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la “democracia” continúa sus crímenes
Después de la guerra, por mucho que los vencedores levanten por todas partes el estandarte de la moral, de la libertad, del derecho de los pueblos y de los derechos humanos y por mucho que afirmen su rechazo a la barbarie de los nazis, en realidad serán capaces de usar en todo momento los mismos métodos de que acusan a éstos. Por ejemplo, las represalias masivas contra la población civil no serán algo específico de los acusados de Nüremberg, serán también de uso cotidiano en las guerras coloniales o neocoloniales llevadas a cabo por los diferentes países “democráticos” como los Estados Unidos, faro del “mundo libre”, o Francia “patria de los derechos humanos”. Así es cómo, el día de la capitulación de la Alemania hitleriana -8 de mayo de 1945- el gobierno francés, compuesto por democristianos, “socialistas” y “comunistas”, ordena la matanza de más de 20.000 personas en las ciudades argelinas de Sétif y Constantina, en donde parte de la población se había tomado al pie de la letra los discursos del gobierno sobre la “liberación nacional”. Dos años más tarde, ese mismo gobierno renueva su hazaña en Madagascar, matando esta vez a más de 80.000 personas. En cuanto a torturas, del estilo utilizado por la Gestapo, y “desapariciones”, de las que tanto se ha acusado últimamente a los “gorilas” de Argentina y Chile, las autoridades francesas las practicaron durante años en Indochina y Argelia hasta tal extremo que dimitieron algunos policías y militares. Así mismo, las repugnantes matanzas metódicamente organizadas por el ejército norteamericano en Vietnam aún están en las memorias: pueblos incendiados con Napalm, campesinos ametrallados desde helicópteros, exterminio de los habitantes de My Lai, todos, mujeres, niños, y ancianos incluidos. Esos son sólo unos cuantos ejemplos de las hazañas de los campeones de la “democracia”.
A fin de cuentas, la democracia no se distingue, en el fondo, de las demás formas de gobierno de la burguesía. No tiene nada que envidiarles cuando se trata de oprimir a los explotados, de masacrar poblaciones, de torturar a oponentes, de mentir a quienes gobierna. Y es precisamente en eso en lo que la democracia supera a los regímenes de dictadura descarada. Cuando éstos usan sistemáticamente la mentira para gobernar, la democracia va más lejos: comete exactamente los mismos crímenes que esos regímenes; como ellos, miente a gran escala, aunque, eso sí, diciendo que pretendía lo contrario, se arropan con la toga de la Virtud, del Derecho y de la Verdad y organizan el espectáculo de su propia “crítica” por personas “responsables”, o sea, por sus propios defensores. La democracia no es otra cosa que la tapadera que oculta ante los explotados la dictadura implacable y sanguinaria de la burguesía.
Todo eso muestra lo peligrosa que es la democracia para la clase obrera. Por ello hoy, los obreros deben evitar dejarse engañar por las campañas sobre la pretendida “victoria de la democracia sobre el comunismo” y evitar caer en la trampa del “nuevo orden mundial” que aquella “victoria” anunciaría.
La barbarie guerrera es, hoy más que nunca, la única perspectiva que puede ofrecernos el capitalismo
La guerra del Golfo contra Irak y la “coalición” dirigida por Estados Unidos nos han demostrado una vez más lo que valen los bonitos discursos democráticos. Hemos vuelto a comprobar lo que son los grandes países “civilizados”: cientos de miles de muertos en Irak, uso de las armas más mortíferas y devastadoras, bombas de siete toneladas, bombas de “fuel aire combustible” que asfixian a sus víctimas con todavía mayor eficacia que los gases empleados por Sadam HUSSEIN. Hemos verificado cómo esos países “democráticos”, “adelantados”, han provocado a gran escala hambres y epidemias entre los supervivientes y destruido sistemáticamente toda clase de objetivos civiles como son silos, fábricas de alimentos, plantas depuradoras de agua, hospitales,… Nos hemos podido enterar, después, cómo las famosas imágenes de la “guerra limpia”, difundidas hasta el asco durante semanas por unos medios de comunicación a sus órdenes , encubrían en realidad una guerra tan “sucia” como las demás guerras: decenas de miles de soldados enterrados vivos, “alfombras de bombas” que, tres veces de cada cuatro, fallaban sus objetivos pero no dejaban de provocar una carnicería entre la población de los alrededores (asesinato de 800 personas en un refugio civil de Bagdad); matanzas a gran escala de soldados que abandonaban, y de civiles que huían, como ocurrió en la carretera de Kuwait a Basora el último día de la guerra. Así mismo se comprobó el grado de cinismo que puede alcanzar la burguesía “democrática” cuando dejó cancha libre al matarife SADAM para que éste pudiera exterminar a gusto a las poblaciones Kurdas, a quienes antes esa misma “democracia” había animado a sublevarse tras las camarillas nacionalistas kurdas. El colmo de la hipocresía fue después, cuando, una vez terminada la carnicería, se organiza una pretendida “ayuda humanitaria”.
Las mentiras de la burguesía
La guerra del Golfo nos ha mostrado también cuan falsos son los discursos sobre la “libertad de prensa”, el “derecho a la información” de que alardean los gobiernos democráticos. Mientras duró la guerra sólo hubo una verdad, la de los Estados; sólo un tipo de imágenes, el proporcionado por los estados mayores de los ejércitos. La pretendida “libertad de prensa” apareció como lo que es, un adorno de hipócritas. Cuando cayeron las primeras bombas, en todos los medios de comunicación lo que se plasmó, como en cualquier régimen totalitario, fue la ejecución escrupulosa y servil de las consignas gubernamentales. Una vez más la Democracia mostró su verdadero carácter, el de ser un instrumento de la dictadura de la clase dominante sobre los explotados. Y entre todas las falsedades rastreras con que nos han atosigado, la palma se la lleva la de haber presentado la matanza del Golfo como “una guerra por la paz” destinada a instaurar por fin un “nuevo orden mundial próspero y pacífico”
Esa es una de las mentiras burguesas más odiosas y manidas. Cada vez que el capitalismo decadente se ha metido en una nueva carnicería imperialista, la burguesía nos ha cantado la misma copla. La Primera Guerra Mundial, con sus 20 millones de muertos, iba a ser “la última de las últimas”; veinte años más tarde, la guerra fue todavía más abominable: 50 millones de muertos. Los vencedores de ésta la presentaron como “victoria definitiva de la civilización”. Las diferentes guerras que la han seguido, han provocado tantos muertos como la Segunda y eso sin contar con las calamidades por ellas acarreadas, hambres, epidemias, muertes colaterales,…
La clase obrera debe resistir y no caer en esa trampa, pues en el capitalismo no puede haber término a la guerra. Y esto no se debe a la “buena” o a la “mala” política de los gobiernos, ni depende de la “cordura” o de la “locura” de quienes dirigen los Estados. La guerra se ha convertido en algo inseparable del sistema capitalista, de un sistema basado en la competencia entre diferentes sectores del capital. Un sistema cuya quiebra económica definitiva lo arrastra a rivalidades en aumento entre diferentes sectores. Un sistema en el cual la guerra comercial, a la que se dedican todas las naciones, no puede sino desembocar en guerra armada. No hay que dejarse engañar: las causas económicas que provocaron las dos guerras mundiales no han desaparecido. Muy al contrario, nunca antes se había encontrado la economía capitalista en semejante atolladero, prueba fehaciente de que el sistema capitalista ha cumplido su tiempo y que debe ser derrocado como lo fueron las sociedades que lo precedieron, la feudal y la esclavista. La supervivencia de este sistema es un absurdo total para la sociedad humana, un absurdo a imagen de la guerra imperialista misma, la cual moviliza todas las riquezas de la ciencia y del trabajo humanos no para aportar el bienestar a la humanidad sino al contrario, para amontonar ruinas y cadáveres. ¡Y que no nos vengan ahora con el cuento de que el desplome del imperio ruso, el final de la división del mundo en dos bloques enemigos, va a significar la desaparición de las guerras! Una nueva guerra mundial, que enfrentaría a dos grandes potencias, cada una con sus aliados respectivos, no está por ahora al orden del día. Pero el fin de los bloques no ha sido el fin de las contradicciones del capitalismo. La crisis sigue ahí. Lo que sí ha desaparecido es la disciplina que aquellas potencias imponían a sus vasallos. Y teniendo en cuenta que los antagonismos entre las naciones se van a agudizar todavía más con la agravación irremediable de la crisis, la única perspectiva no va a ser, ni mucho menos, la de un “nuevo orden mundial” sino la de un desorden mundial todavía más catastrófico.
El futuro del capitalismo, más y más barbarie guerrera
Lo que se nos avecina es el desmelenamiento de las ansias imperialistas de todos los países, grandes o pequeños; el “cada uno para sí” de todas las burguesías, las cuales intentarán por todos los medios, y sobre todo militares, proteger sus intereses a expensas de las demás, disputarles el menor mercado, la menor zona de influencia. En realidad el porvenir que el capitalismo propone a la humanidad es el del mayor caos de la historia. Y cuando la primera potencia mundial se propone hacer de “gendarme” para así “preservar el orden”, lo único que ha sabido hacer es desencadenar nuevos desórdenes y una barbarie sanguinaria como la que hemos visto en Oriente Medio, a principios de 1991. La cruzada de Estados Unidos contra Irak se presentaba como la del “Derecho”, de la “Ley internacional” y del “Orden mundial”. Se ha revelado como la expedición punitiva que había de permitir al gángster más poderoso, los Estados Unidos, lucir su patente de matarife a expensas de matones de poca monta como Sadam HUSEIN, para así imponer su ley, la ley del más fuerte, la ley del hampa. La única diferencia con los gángsteres del hampa es que para éstos todo queda en casa, suelen matarse entre sí y en pequeñas cantidades, mientras que los que dirigen los Estados matan, sobre todo, a las poblaciones gobernadas por sus adversarios del momento, y a gran escala. En cuanto al famoso “orden mundial” ya se ha visto, desde la guerra del Golfo, lo bien que se “mantiene”. En Oriente Próximo mismo, la guerra ha engendrado nuevos desórdenes, como la sublevación de los chiítas (ó shiíes) y de los kurdos, que amenazaba la estabilidad de toda la región. También Turquía, Siria, el sur de la URSS,… amenaza evitada a cosa del aplastamiento de esas poblaciones. En el resto del mundo el caos continúa aumentando, el continente africano se está abismando en enfrentamientos étnicos, matanzas diversas, insondables hambrunas e imparables epidemias que aquellos conflictos avivan. Un caos que ya no evita a Europa. Yugoslavia se está desmembrando en la más absoluta barbarie de sangre y fuego. El mastodonte que era la URSS está viviendo convulsiones agónicas: una intentona de golpe de Estado digna de otras latitudes, la secesión de la mayoría de las repúblicas, la explosión de los nacionalismos. Lo que era la URSS va a toda velocidad hacia enfrentamientos como los yugoslavos pero a escala de un continente, y encima con miles y miles de cargas atómicas que podrían caer en manos de los sectores más irresponsables de la burguesía y hasta de mafias locales.
En fin, las diferentes potencias del antiguo bloque occidental también han empezado a darse mutuos zarpazos. Vemos a la burguesía alemana, con la complicidad de su colega austriaca, echar gasolina al fuego de Yugoslavia, apoyar los movimientos independentistas eslovenos y croatas, mientras las demás burguesías occidentales apostaban por el mantenimiento de la unidad del país. Entre los aliados de ayer, quienes tras el hundimiento de la URSS y de su potencia militar ya no necesitan cerrar filas entre ellos, las rivalidades imperialistas, la búsqueda insaciable de la menor zona de influencia económica, política y militar, sólo pueden conducirles a un forcejeo cada vez más encarnizado. Por eso fue, a fin de cuentas, por lo que Estados Unidos castigó a Irak con tales destrucciones. Este país no era ni mucho menos el único al que Estados Unidos tenía en su punto de mira. Lo de menos, en la exhibición del potencial militar norteamericano, sin posible comparación con el del país vencido, en el obsceno exhibicionismo de las armas más sofisticadas y asesinas, era amedrentar a Irak o a otros países de segundo orden que quisieran imitar a este país. A quienes de verdad se dirigía el mensaje de prepotencia era en realidad, a sus propios “aliados”, a los países a los que Estados Unidos empujó a la guerra (como Francia, Italia y España) o a los que pasó factura para sufragar gastos (como Alemania o Japón). Y el mensaje era: ¡Ay de aquellos a quienes se les ocurra perturbar el “orden mundial”, poner en entredicho la relación de fuerzas actual o cuestionar la supremacía de la primera potencia mundial!
Así, detrás de los bellos discursos sobre el “orden mundial”, la “paz” y la “cooperación” entre naciones, la “solidaridad y la “justicia” hacia los pueblos menos favorecidos, el mundo aparece cual inmensa cancha de lucha libre donde cada uno tira por su lado, donde se agudizan las rivalidades imperialistas y la guerra de todos contra todos, no sólo la económica sino, cada vez más, la de las armas. Frente a ese sangriento caos, presente ya en el mundo y que seguirá agravándose, el mantenimiento del “orden mundial” significa ni más ni menos que se va a recurrir al uso más y más frecuente y brutal de la fuerza militar; significa que las grandes potencias imperialistas van a dar rienda suelta a mayores matanzas y en primer lugar, el país “faro” de la democracia, el gendarme del mundo, los Estados Unidos.
A fin de cuentas, todo ese caos que hoy se está desarrollando, el estallido de conflictos guerreros, el hundimiento de países enteros en enfrentamientos sangrientos entre nacionalidades, las matanzas tan bestiales como absurdas, todo ello pone de relieve que el mundo ha entrado en un nuevo periodo histórico dominado por convulsiones de una amplitud desconocida hasta hoy. La burguesía “democrática” quiere hacernos creer que el desmoronamiento de los regímenes estalinistas, a los que presenta como “comunistas” sería únicamente el resultado del callejón sin salida en que estaban metidos esos regímenes, de la quiebra histórica de su economía. ¡Otra mentira!
Es verdad que la forma estaliniana de capitalismo de Estado era especialmente aberrante, frágil y estaba mal pertrechada para enfrentar la crisis económica mundial. Pero un acontecimiento de tal envergadura, la explosión de todo un bloque imperialista en unas cuantas semanas, durante el otoño de 1989, y ahora la dislocación repentina también del Estado que había sido su mismísimo jefe -la URSS era hace menos de dos años la segunda potencia mundial- pone de relieve el grado de putrefacción alcanzado no sólo por los regímenes estalinianos sino incluso, y sobre todo, por todo el sistema capitalista en su conjunto.
Corriente Comunista Internacional julio 1991