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Al final del anterior artículo de esta serie (ver Revista Internacional nº 115), vimos cómo, al final de la Primera Guerra mundial, el desarrollo del nacionalismo sionista y su utilización por Gran Bretaña para combatir a sus rivales imperialistas en el dominio de Oriente Medio, introdujo un nuevo y creciente factor de inestabilidad en dicha región.
En este artículo vamos a analizar el papel cada vez más importante que tuvieron los nacionalismos sionista y árabe en Oriente Medio, tanto como peones de la compleja relación de fuerzas entre las grandes potencias imperialistas, pero también como instrumentos contra la amenaza que representó el proletariado en el período posterior a la Revolución rusa.
La utilización del sionismo para sembrar la división en la clase obrera
La clase capitalista, lo mismo que hicieron las anteriores clases dominantes, ha buscado siempre aprovechar y exacerbar las diferencias étnicas, culturales y religiosas en el seno de la clase obrera, aplicando el famoso “divide y vencerás”.
Sin embargo, es cierto que el capitalismo, en su periodo ascendente, si pudo integrar diferentes grupos religiosos y étnicos en la sociedad mediante la proletarización de gran parte de estas poblaciones, reduciendo así sustancialmente el peso de las divisiones raciales, étnicas y religiosas en la sociedad. El sionismo moderno está sin embargo marcado por el hecho de haber surgido al final del período ascendente del capitalismo, cuando ya se había acabado la etapa de formación de estados nacionales viables y ya no quedaba “Lebensraum” (1) disponible para la formación de nuevas naciones, cuando la base de la supervivencia del capitalismo es la guerra y la destrucción.
En 1897, cuando el primer congreso sionista celebrado en Basilea reivindicó un territorio nacional para los judíos, el ala izquierda de la Segunda internacional empezaba ya a rechazar la formación de nuevas entidades territoriales diferenciadas.
En 1903, el Partido obrero socialdemócrata ruso (POSDR), rechazó la existencia de una organización independiente y separada de los miembros judíos de su organización, y exigió que la organización judía entonces existente –el Bund– se fundiera con las organizaciones territoriales rusas del partido. El IIº Congreso del POSDR en 1903, no sólo puso esta cuestión de la existencia del Bund como primer punto de su orden del día –antes incluso que el debate sobre los estatutos–, sino que “rechazó como absolutamente inadmisible por principio, cualquier posibilidad de una relación federal entre el POSDR y el Bund”. En aquel momento, incluso el propio Bund rechazaba la formación de un “hogar nacional judío” en Palestina. Antes ya de la Primera Guerra mundial, el ala izquierda de la Segunda internacional rechazaba pues tajantemente la formación de una nueva entidad nacional judía en Palestina.
El nacimiento del sionismo político surgió entonces al calor del aumento de la emigración judía hacia Oriente Medio, y sobre todo hacia Palestina. La primera gran oleada de colonos judíos llegó a Palestina huyendo de la represión y las persecuciones que tuvieron lugar en la Rusia zarista en 1882; la segunda oleada de refugiados salidos de Europa del Este llegó tras la derrota de las luchas revolucionarias que acontecieron en Rusia en 1905. En 1850 vivían en Palestina aproximadamente 12 mil judíos. En 1882 su número creció hasta los 35 mil pero en 1914 alcanzaban ya los 90 mil.
En ese momento Gran Bretaña ya maquinaba la utilización del sionismo como aliado privilegiado en la región, tanto contra sus rivales europeos (sobre todo Francia), pero también contra la burguesía árabe. Gran Bretaña se permitía incluso hacer promesas tanto a los sionistas como a la burguesía pan-árabe, aplicando abiertamente la estrategia del “divide y vencerás”, política ésta que la burguesía británica supo emplear con éxito en esta región hasta poco antes de la Segunda Guerra mundial. En plena Primera Guerra mundial, Gran Bretaña prometió, tanto a los sionistas como a los pioneros del nacionalismo pan-árabe, que a cambio de su apoyo a Gran Bretaña en la guerra, podrían adueñarse de Palestina. La Declaración Balfour de 1917 contenía efectivamente esta promesa a los sionistas, pero en ese mismo momento T.S. Lawrence (el famoso “Lawrence de Arabia”), enviado por el ministerio británico de Asuntos exteriores, realizaba esa misma promesa a los líderes tribales árabes a cambio de que desencadenaran una revuelta contra un imperio otomano que se desmoronaba.
En 1922, cuando Gran Bretaña asumió el “Mandato sobre Palestina” otorgado por la Sociedad de Naciones, residían allí 650 mil habitantes, de los cuales 560 mil eran musulmanes y cristianos, y sólo 85 mil judíos. Los sionistas pretendieron entonces aumentar cuanto antes la proporción de colonos judíos, aprovechando ese aflujo para sus intereses imperialistas, para lo que constituyeron un “Buró colonial” que promocionase la colonización judía de Palestina.
Pero el sionismo no fue únicamente un instrumento sumiso de los intereses británicos en Oriente Medio. También perseguía objetivos propios, su propio proyecto capitalista de expansión y de establecimiento de su propio Estado judío –un proyecto que en el capitalismo decadente sólo puede ser llevado a cabo a costa de sus rivales locales–, y que por tanto conlleva, inevitablemente, la guerra y la destrucción.
La aparición del sionismo moderno es pues una expresión típica de la decadencia del sistema capitalista. Es una ideología que no puede aplicarse sin recurrir a métodos militares. En otras palabras que un sionismo sin guerra, sin una militarización absoluta, sin exclusión, sin hostigamientos continuos, resulta verdaderamente inconcebible.
Así pues al apoyar la creación de una “patria para los judíos”, sus “protectores” británicos dieron vía libre a una limpieza étnica pura y dura, a la deportación forzosa de las poblaciones locales. Esta política de limpieza étnica ha sido y es una práctica habitual ampliamente utilizada en las guerras, convirtiéndose en un rasgo característico de la decadencia (2).
Aunque esta política de limpieza étnica y segregación no ha quedado limitada a los confines de lo que fuera el antiguo imperio otomano, lo bien cierto es que esta región ha sido uno de los focos donde más continua y más cruelmente se han puesto en práctica tales salvajadas. A lo largo del siglo XX, los Balcanes han sufrido una sucesión de limpiezas étnicas y masacres, todas ellas apoyadas o manipuladas por las potencias europeas y Estados Unidos. En Turquía, la clase dominante perpetró un brutal genocidio contra la población armenia, que se inició con el baño de sangre que el 1915, cuando tropas turcas pasaron por las armas a más de millón y medio de armenios, y continuando tras la Primera Guerra mundial. En la guerra greco-turca (marzo 1921-octubre 1922), cerca de 1,3 millones de griegos debieron abandonar Turquía, al mismo tiempo que 450 mil turcos eran expulsados de Grecia.
El proyecto sionista de establecimiento de su propia unidad territorial debía pues basarse necesariamente en la segregación, la división, la disputa, las expulsiones,... en resumen en el terror militar y la aniquilación, y todo ello mucho antes de la proclamación del Estado sionista en 1948.
El sionismo representa de hecho una forma particular de colonización basada no en la explotación de la fuerza de trabajo local, sino en su exclusión, en su deportación. Los trabajadores árabes no formaron parte de la “Comunidad judía”, sino que fueron rigurosamente excluidos en aplicación de la consigna: “¡Tierra judía, trabajo judío, productos judíos!”.
Las normas del “Protectorado” británico obligaban a los colonos judíos a comprar las tierras a los propietarios árabes, en su gran mayoría ricos terratenientes que hacían de la tierra un objeto de especulación. Estos mismos se encargaban, si así lo pedían los nuevos dueños, de desalojar a los jornaleros y arrendatarios palestinos, por lo que muchos campesinos y trabajadores agrícolas perdieron no sólo sus tierras sino también sus trabajos. El establecimiento de los asentamientos judíos suponía pues para aquellos, no sólo el destierro sino igualmente verse arrojados a una terrible miseria. Una vez vendida la tierra a los colonos judíos, los sionistas prohibieron que pudiera ser vuelta a comprar por los no-judíos. Ya no se trataba únicamente de una propiedad privada judía, de una mercancía más, sino que se había convertido en territorio sionista que debía ser defendido militarmente como una conquista.
Los trabajadores árabes también resultaron excluidos en otras esferas de la economía. El sindicato sionista –Histadrut–, en estrecha colaboración con las demás organizaciones sionistas, hizo cuanto pudo para que los capitalistas judíos no contrataran trabajadores árabes. Así los trabajadores palestinos se veían enfrentados a un creciente número de emigrantes judíos que también buscaban trabajo.
El establecimiento de la “patria judía” que prometiese el “Protectorado” británico significó, pura y simplemente, continuas confrontaciones militares entre los sionistas y la burguesía árabe, un terreno sangriento al que fueron arrastrados la clase obrera y el campesinado.
Pero ¿qué posición adoptó la Internacional comunista (IC) frente a la situación imperialista en Oriente Medio y la formación de una “patria judía”?
La política de la Internacional comunista: un desastroso callejón sin salida
Como señaló Rosa Luxemburg durante la Primera Guerra mundial:
“En la era del imperialismo violento ya no puede haber guerras nacionales. Los intereses nacionales sirven únicamente para embrutecer a las masas obreras y empujarlas a que tomen las armas en defensa de su mortal enemigo: el imperialismo” (Borrador del Folleto de Junius, adoptado por la Liga Spartacus el 1º de Enero de 1916).
Cuando los trabajadores rusos tomaron el poder en Octubre de 1917, los bolcheviques intentaron atenuar la presión de la burguesía y sus ejércitos blancos sobre la clase obrera y ganarse el apoyo de las “masas oprimidas” de los países vecinos, mediante la consigna de la “autodeterminación nacional”, una posición del POSDR que ya había sido criticada por la corriente en torno a Rosa Luxemburg antes de la Primera Guerra mundial (ver artículos en nuestra Revista internacional nos 34, 37 y 42). Pero lejos de aliviar la presión de la burguesía y conseguir atraerse a las “masas oprimidas”, la política de los bolcheviques, tuvo, por el contrario, efectos desastrosos. Como, una vez más, escribió Rosa Luxemburgo en su folleto La Revolución rusa:
“Esta claro que Lenin y sus amigos esperaban que convirtiéndose en campeones de la libertad nacional -–hasta el punto de abogar por la ‘independencia’–, harían de Finlandia, Ucrania, Polonia, Lituania, los países bálticos, el Cáucaso, etcétera, fieles aliados de la Revolución rusa. Pero sucedió exactamente todo lo contrario. Una tras otra, estas ‘naciones’ utilizaron la libertad recientemente adquirida para aliarse con el imperialismo alemán como enemigos mortales de la Revolución rusa y, bajo la protección de Alemania, llevar al interior de la propia Rusia el estandarte de la contrarrevolución (...). En vez de prevenir al proletariado de los países limítrofes de que todas las formas de separatismo son simples trampas burguesas, no hicieron más que confundir con su consigna a las masas de esos países y entregarlas a la demagogia de las clases burguesas. Con esta reivindicación nacionalista produjeron la desintegración de la misma Rusia y pusieron en manos del enemigo el cuchillo que se hundiría en el corazón de la Revolución rusa” (Obras escogidas).
Cuando la oleada revolucionaria empezaba ya a declinar, el IIo Congreso de la Internacional comunista (Julio de 1920), comenzó a desarrollar una posición oportunista sobre la cuestión nacional, con la esperanza de conseguir el apoyo de los obreros y campesinos de los países coloniales. Aún entonces el apoyo a esos movimientos, pretendidamente “revolucionarios”, no era incondicional, sino que quedaba sujeto a ciertos criterios. El 5º párrafo del punto 11 de las “Tesis sobre la Cuestión nacional y colonial” adoptadas por dicho Congreso, subrayaba que:
“Es necesario combatir enérgicamente las tentativas de los movimientos de liberación –que no son en realidad comunistas ni revolucionarios–, por aparecer como comunistas. La Internacional comunista debe apoyar los movimientos revolucionarios en las colonias sólo con el propósito de agrupar a los elementos del futuro partido proletario (...) e instruirlos acerca de sus tareas específicas, es decir de su misión de combatir las tendencias burguesas democráticas en su propio país. La Internacional comunista debe entrar en relaciones temporales y formar uniones con los movimientos revolucionarios en los países atrasados y en las colonias, sin fusionarse jamás con ellos, y conservando siempre el carácter independiente del movimiento proletario, aunque éste se dé aún en formas embrionarias”.
En el siguiente párrafo se insiste en que:
“Es necesario desenmascarar incansablemente ante las masas laboriosas de todos los países y sobre todo de los países y naciones más atrasados, el engaño urdido por las potencias imperialistas con la complicidad de las clases privilegiadas de los países oprimidos, que apelan a la existencia de estados políticamente independientes pero que en realidad son vasallos desde el punto de vista económico, financiero y militar. Como ejemplo hiriente de los engaños perpetrados contra la clase trabajadora de los países sojuzgados por los esfuerzos combinados del imperialismo de los aliados y de la burguesía de tal o cual nación, podemos citar el asunto de los sionistas en Palestina (...) En la coyuntura internacional actual no hay más salida, para los pueblos débiles y sometidos, que en la Federación de Repúblicas Soviéticas” (3).
Pero conforme se acentuaba el aislamiento de la revolución en Rusia, la Internacional comunista y el Partido bolchevique fueron cayendo en un mayor oportunismo, y los criterios que se establecieran para discriminar los apoyos a ciertos “movimientos revolucionarios” fueron abandonados. En el IVo Congreso (noviembre de 1922), la Internacional adoptó la nefasta política del Frente único, postulando que:
“La tarea fundamental común de todos los movimientos nacional-revolucionarios es alcanzar la unidad nacional y lograr la independencia como Estado...” (“Tesis generales sobre la Cuestión de Oriente”, en “Los cuatro primeros congresos...” tomo II).
A pesar de la ardua batalla que en esos momentos libraba la Izquierda comunista, en torno sobre todo a Bordiga, contra esa política del Frente único, la Internacional comunista declaraba que:
“La negativa de los comunistas de las colonias a participar en la lucha contra la opresión imperialista bajo el pretexto de la ‘defensa’ de los intereses autónomos de clase, es la consecuencia de un oportunismo de la peor especie que no puede sino desacreditar a la revolución proletaria en Oriente” (ídem).
En realidad este curso oportunista ya se había puesto de manifiesto en el Congreso de los Pueblos de Oriente celebrado en Bakú en septiembre de 1920, poco después del IIº Congreso de la IC. Este Congreso se dedicó sobre todo a las minorías nacionales de los países colindantes con la sitiada república soviética, y donde el imperialismo británico buscaba aumentar su influencia y crear así nuevas bases para desencadenar más intervenciones militares contra Rusia.
“Como resultado de enormes y bárbaras matanzas, el imperialismo británico ha emergido como el único y omnipotente dueño de Europa y Asia” (“Manifiesto del Congreso de los Pueblos de Oriente”). Partiendo de un análisis erróneo: “el imperialismo británico ha dejado derrotados e inermes a todos sus rivales y se ha convertido en el todopoderoso amo de Europa y Asia”, la Internacional comunista subestimó, desgraciadamente, la nueva dimensión de las rivalidades interimperialistas, desatadas por la entrada del capitalismo en su etapa de decadencia.
¿No había mostrado acaso la Primera Guerra mundial que todos los países, grandes o pequeños, se habían convertido en imperialistas?. Y, sin embargo, el Congreso de Bakú se focalizó en la lucha contra el imperialismo británico:
“Gran Bretaña, el último gran predador imperialista que ha quedado en Europa, ha extendido sus negras alas sobre los países musulmanes de Oriente, e intenta hacer de los pueblos de Oriente sus esclavos y su botín. ¡Esclavitud! ¡Una espantosa esclavitud, ruina, opresión y explotación es lo que traerán los británicos a los pueblos del Este! ¡Liberaos pueblos de Oriente!(...)¡Resistid y luchad contra el enemigo común: el imperialismo británico!” (ídem).
En la práctica, este apoyo a los movimientos “nacional-revolucionarios” y los llamamientos a la constitución de un “frente antiimperialista”, condujo a Rusia y a un Partido bolchevique cada vez más atrapado en el Estado ruso, a alianzas con movimientos nacionalistas.
Ya en Abril de 1920, Kemal Ataturk (4) presionó a Rusia para que formara una alianza antiimperialista con Turquía. Poco después del aplastamiento del levantamiento proletario de Kronstadt en marzo de 1921 y del estallido de la guerra greco-turca, Moscú firmó un tratado de amistad con Turquía. Tras muchas guerras entre ambos países, y por primera vez en la historia, un gobierno ruso respaldaba la existencia de Turquía como Estado nacional.
Los trabajadores y los campesinos palestinos fueron llevados igualmente a un callejón sin salida nacionalista:
“Consideramos el movimiento nacional árabe como una de las fuerzas esenciales de la lucha contra el colonialismo británico. Es nuestro deber hacer cuanto podamos para ayudar a este movimiento en su lucha contra el colonialismo”.
Al Partido Comunista de Palestina, fundado en 1922, se le ordenó apoyar a Haftí Amin Hussein que en 1922 se había convertido en muftí de Jerusalén y presidente del Consejo supremo musulmán, y una de las voces que más insistieron en la necesidad de proclamar un Estado palestino independiente.
Y lo que se aplicó en Turquía en 1922 se repetiría luego en Persia y en China en 1927. Esta política de la Internacional comunista llevó al desastre a la clase obrera, puesto que mediante su apoyo a las burguesías locales, la IC arrojaba a los trabajadores en los sanguinarios brazos de una burguesía a la que presentaba como “progresista”. La magnitud de este desprecio del internacionalismo proletario queda de manifiesto en este llamamiento de la Internacional comunista en 1931, cuando ya se había convertido en un mero instrumento del estalinismo en Rusia:
“Llamamos a todos a los comunistas a que luchen por la independencia y la unidad nacionales, no sólo dentro de los estrechos límites que el imperialismo y los intereses de los clanes familiares dominantes en cada país árabe han creado artificialmente, sino a desarrollar esta lucha en un amplio frente pan-árabe en pro de la unidad de todo Oriente”.
En el seno de la Internacional comunista se libró una lucha entre, por un lado, las concesiones oportunistas a los movimientos de “liberación nacional” y, por otro, la defensa del internacionalismo proletario, como se puso de manifiesto en la confrontación entre las diferentes delegaciones judías que asistieron al Congreso de Bakú.
Una delegación de “Judíos de las Montañas” expresaba esta posición contradictoria al declarar: “Sólo la victoria de los oprimidos sobre los opresores puede llevarnos a nuestro sagrado objetivo: la creación de una sociedad comunista judía en Palestina”. La delegación del Partido comunista judío (el Poale Sion, anteriormente vinculado al Bund judío) llamaba incluso a “construir, poblar, colonizar Palestina según principios comunistas”.
El Buró central de las Secciones judías del Partido comunista ruso se opuso enérgicamente a estas peligrosas ilusiones de establecer una comunidad judía en Palestina, y denunció cómo los sionistas utilizaban el proyecto judío para sus propios propósitos imperialistas. Contra la división entre trabajadores judíos y árabes, la Sección Judía del Partido comunista ruso subrayaba que:
“Ayudada por los servidores sionistas del imperialismo, la política británica quiere apartar del comunismo a una parte del proletariado judío, incitando en él sentimientos nacionalistas y simpatías por el sionismo. (...) Condenamos tajantemente también los intentos de ciertos grupos de izquierda socialista judía de amalgamar comunismo y adhesión a la ideología sionista. Esto es lo que vemos en el programa del llamado Partido comunista judío (Poale Sion). Creemos que entre quienes luchan por los derechos y los intereses del pueblo trabajador no tienen cabida grupos que mantienen, de una u otra forma, la ideología sionista, ocultando tras una máscara de comunismo, los apetitos nacionales de la burguesía judía. Estos usan consignas comunistas para reforzar la influencia de la burguesía en el proletariado. A lo largo de toda la historia del movimiento de las masas trabajadoras judías la ideología sionista ha sido extranjera al proletariado judío (...) Declaramos que las masas judías no esperan la posibilidad de su desarrollo social, económico y cultural en la creación de un “centro nacional” en Palestina, sino en el establecimiento de la dictadura del proletariado y la creación de repúblicas socialistas soviéticas en los países en los que viven” (Congreso de Bakú, septiembre de 1920).
Mientras se agudizaban las tensiones entre los colonos judíos y los trabajadores y campesinos palestinos, se acentuaba también la degeneración de la Internacional comunista progresivamente sometida al Estado ruso, y se intensificaba la separación entre una IC cada vez más estalinizada, y la Izquierda comunista, tanto sobre la cuestión palestina como, obviamente, sobre otros temas. Mientras la Internacional comunista llamaba a los trabajadores palestinos a apoyar a “su propia burguesía” contra el imperialismo, los comunistas de izquierda comprendían los efectos de la política británica (el “divide y vencerás”), así como las desastrosas consecuencias de la política de la Internacional comunista que llevaba a los obreros a un atolladero: “El capitalismo británico ha obrado para ocultar los antagonismos de clase. Los árabes sólo ven razas, amarilla o blanca, y consideran a los judíos como los protegidos de ésta última” (Proletarier, mayo de 1925, periódico del Partido comunista obrero alemán –KAPD–).
“Para un auténtico revolucionario no hay, por supuesto, ‘cuestión palestina’ alguna. Sólo puede existir una lucha de todos los explotados de Oriente Medio incluyendo a los trabajadores árabes y judíos, y esta lucha forma parte del combate general del conjunto de los explotados de todo el mundo por la revolución comunista”
(Bilan nº 31, 1936, boletín de la Fracción ialiana de la Izquierda comunista. En nuestra Revista Internacional nº 110: “La posición de los internacionalistas en los años 30”, hemos reeditado dos textos de Bilan – nº 30 y 31 – sobre estas cuestiones).
(Continuará)
D.
NOTAS:
1) La necesidad de un “Lebensraum” (literalmente “espacio vital”) fue la justificación hitleriana de la expansión de la “raza” alemana hacia el Este, a las regiones ocupadas por los “subhumanos” eslavos.
2) Aplicando la “lógica” de la “limpieza étnica”, los germanos y los celtas deberían abandonar Europa y volverse a la India y al Asia Central de las que en su día partieron, y los latinoamericanos de origen español tendrían que retornar a la península Ibérica. Llevando a su extremo esta
absurda lógica Sudamérica debería expulsar a todos sus habitantes de origen europeo o cualquier otro y en Norteamérica deberían hacer lo mismo con la población negra proveniente de los esclavos africanos por no mencionar a los sucesores de los europeos que llegaron en el siglo xix. ¿No habría incluso que postular que el conjunto de la especie humana regresase a la cuna africana de la que un día empezó su emigración?
Desde la Segunda Guerra mundial asistimos a una imparable serie de desplazamientos en masa. En lo que antes fue Checoslovaquia, cerca de tres millones de personas de etnia alemana fueron expulsados. Los Balcanes se han convertido en un permanente laboratorio de limpiezas étnicas. La partición entre Pakistán e India en 1947 dio lugar al mayor desplazamiento de poblaciones de todos los tiempos, en ambos sentidos. En los años 1990, Ruanda ofreció una muestra especialmente sanguinaria de matanzas entre Hutus y Tutsis que acabó en la masacre de entre 300 mil y 1 millón de personas, en apenas tres meses.
3) Los cuatro primeros congresos de la Internacional comunista.
4) Kemal Ataturk nació en Salónica en 1881. Héroe militar de la Primera Guerra mundial por la resistencia victoriosa contra el ataque aliado en Gallipoli en 1915, organizó el Partido nacional republicano de Turquía en 1919, y derrocó al último sultán otomano. A continuación tuvo un papel destacado en la fundación de la primera República turca en 1923 tras la guerra contra Grecia, y siguió como presidente hasta su muerte en 1938. Bajo su gobierno el Estado turco rompió la hegemonía de las escuelas religiosas y emprendió un amplio programa de “europeización” que incluía la sustitución de la escritura árabe por la latina.