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Al final del último artículo de esta serie, examinábamos el principal peligro que acechaba a los partidos socialdemócratas que intervenían en el período cumbre del desarrollo histórico del capitalismo: el divorcio entre el combate por las reformas inmediatas y por el objetivo final del comunismo. El creciente éxito de estos partidos, tanto en el aumento del número de obreros afiliados a su causa, como en arrancar concesiones a la burguesía a través de la lucha parlamentaria y sindical, se acompañó – y en parte hay que decir que también fue esto lo que contribuyó a lo anterior – del desarrollo de la ideología del reformismo – la limitación del partido de los obreros a la defensa inmediata y la mejora de las condiciones de vida del proletariado –, y del gradualismo, la noción de que el capitalismo podría abolirse por un proceso completamente pacífico de evolución social. Por otra parte, la reacción contra esta amenaza reformista por parte de ciertas corrientes revolucionarias, fue una retirada hacia erróneas concepciones sectarias y utopistas, que apenas veían conexión – o no la veían en absoluto – entre la lucha defensiva de la clase obrera y sus objetivos revolucionarios finales.
Este artículo, con el que concluimos una primera parte que ha tratado del desarrollo del programa comunista en el periodo ascendente del capitalismo, examina en detalle cómo llegó a oscurecerse la perspectiva de la revolución comunista durante este período, centrándose en la cuestión clave de la conquista del poder por el proletariado, y en un país clave, Alemania, donde existía el mayor partido socialdemócrata del mundo.
Ya hemos mostrado, en varias ocasiones en esta serie, que la lucha contra esa forma de oportunismo conocida como reformismo, fue un elemento constante de la lucha marxista por un programa revolucionario y una organización que lo defendiera. Este fue particularmente el caso del partido alemán, fundado en 1875 como resultado de la fusión entre las fracciones de los lasallianos y los marxistas en el movimiento obrero. Ese mismo año Marx había escrito la Crítica del Programa de Gotha ([1]) para combatir las concesiones que los marxistas habían hecho a los lasallianos.
Al escribir la Crítica, Marx contaba con la experiencia de la Comuna de París, que había arrojado una brillante luz sobre el problema de cómo el proletariado debía asumir el poder político, no por la conquista pacífica del viejo Estado, sino a través de su destrucción, y el establecimiento de nuevos órganos de poder directamente controlados por los obreros en armas.
Esto no significaba sin embargo que de 1871 en adelante la corriente marxista hubiera alcanzado una claridad completa sobre esta cuestión. Desde los inicios de esta corriente, la lucha por el sufragio universal, por la representación de la clase obrera en el parlamento, había sido un objetivo esencial del movimiento organizado – después de todo había sido la meta de los Cartistas en Gran Bretaña, a los que Marx consideró como el primer partido político de la clase obrera. Y además se había luchado por el sufragio universal contra la resistencia de la burguesía, que en ese momento lo veía como una amenaza para su gobierno; así que era totalmente comprensible que los propios revolucionarios sostuvieran la noción de que, puesto que la clase obrera forma la mayoría de la población, podría llegar al poder a través de las instituciones parlamentarias. En el Congreso de La Haya de la Internacional en 1872, Marx hizo un discurso en el que todavía se mostraba dispuesto a considerar la posibilidad de que en países con las constituciones más democráticas, como Gran Bretaña, Estados Unidos y Holanda, la clase obrera «pueda alcanzar sus fines por medios pacíficos».
Sin embargo, Marx añadió rápidamente que «en la mayoría de los países del continente, la palanca de la revolución tendrá que ser la fuerza; el recurso a la fuerza será necesario para implantar el gobierno del trabajo». Además, Engels argumentó en su introducción al volumen primero de el Capital, que aunque los obreros llegaran al poder por la vía parlamentaria, casi seguro que tendrían que enfrentarse con una «revuelta de los propietarios de esclavos», lo que lleva de nuevo al uso de la «palanca de la fuerza». En Alemania, durante el periodo de las leyes antisocialistas de Bismark (1878), prevalecía una visión revolucionaria de la conquista del poder sobre los atractivos del socialpacifismo. Ya hemos demostrado ampliamente la concepción radical del socialismo que contenía el libro de Bebel: Mujer y Socialismo ([2]). En 1881, en un artículo en Der Sozialdemokrat (06/04/1881) Karl Kautsky defendía la necesidad de «destruir el Estado burgués» y de «crear el nuevo Estado» ([3]). Diez años después, en 1891, Engels escribió su Introducción a la guerra civil en Francia, que termina con un mensaje sin ambigüedades a todos los elementos no revolucionarios que habían empezado a infiltrar el partido:
«Últimamente, las palabras «dictadura del proletariado» han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿Queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!». El mismo año, causa una escisión al publicar finalmente la Crítica del Programa de Gotha, que Marx y él habían decidido no publicar en 1875. El partido estaba a punto de adoptar un nuevo programa (que se conocía como el programa de Erfurt), y Engels quería asegurarse de que el nuevo documento se viera finalmente libre de cualquier influencia lasalliana ([4]).
La hidra reformista alza sus múltiples cabezas
Las preocupaciones de Engels en 1891 muestran que en el partido estaba arraigando un ala oportunista «filistea» (en realidad había arraigado desde el principio). Pero si la corriente revolucionaria y las condiciones de ilegalidad impuestas por las leyes antisocialistas mantuvieron a raya esta corriente durante la década de 1880, en la década siguiente iba a ganar cada vez más influencia y aplomo. La primera expresión importante de esto fue la campaña que Vollmar y el ala bávara del SPD llevaron a comienzos de la década de 1890, pidiendo una política «práctica» sobre la cuestión agraria que se reducía a una política de «socialismo de Estado» , es decir que pedía al Estado de los junker que introdujera una legislación en beneficio del campesinado. Sus llamamientos en favor del campesinado, comprometían el carácter de clase proletario del partido. Esta «revuelta desde la derecha» fue derrotada en gran parte por las vigorosas polémicas de Karl Kautsky. Pero hacia 1896, Edward Bernstein había publicado sus tesis «revisionistas», que rechazaban abiertamente la teoría marxista de la crisis, y llamaban al partido a abandonar sus pretensiones y declararse «el partido democrático de la reforma social». Sus artículos se publicaron al principio en Die Neue Zeit, la revista teórica del partido; después se publicaron en un libro cuyo título en inglés es Evolutionary Socialism. Para Bernstein, la sociedad capitalista podía crecer pacíficamente y gradualmente hacia el socialismo, ¿qué necesidad había pues de los violentos sobresaltos de la revolución o de un partido que abogara por la intensificación de la lucha de clases?
Poco después de esto se produjo el caso Millerand en Francia; por primera vez un diputado socialista entraba en un gobierno capitalista...
Este no es el lugar para un profundo análisis de las razones del crecimiento del reformismo durante este período. Había un cierto número de factores que actuaban al mismo tiempo:
- la abolición de las leyes antisocialistas permitió al SPD entrar en el terreno legal, y así creció rápidamente el número de sus miembros y su influencia; pero el trabajo dentro de las normas de la legalidad burguesa también alimentaba ilusiones sobre el grado en que la clase obrera podría usar esta legalidad en su provecho;
- en este período también se pudo asistir a un desarrollo de la influencia en el partido de la pequeña burguesía intelectual, que tenía cierta inclinación «natural» hacia las ideas de reconciliación de las clases opuestas de la sociedad capitalista;
- también podríamos hablar de las limitaciones «nacionales» de un movimiento que, a pesar de que se fundó sobre la base de los principios del internacionalismo proletario, estaba todavía ampliamente federado en partidos nacionales, una puerta abierta a la adaptación oportunista a las necesidades del Estado-nación.
- finalmente, la muerte de Engels en 1895, también fue un factor que contribuyó a reforzar a quienes querían diluir la esencia revolucionaria del marxismo, incluyendo a Bernstein, que había sido uno de los colaboradores más cercanos de Engels.
Todos estos factores tuvieron su importancia, pero fundamentalmente el reformismo fue el producto de las presiones que emanaban de la sociedad burguesa en un período de impresionante desarrollo económico y prosperidad, en el que la perspectiva del colapso capitalista y de la revolución proletaria parecía posponerse a un horizonte remoto. En suma, la socialdemocracia se estaba transformando gradualmente de ser un órgano orientado esencialmente hacia el futuro revolucionario, a ser otro anclado en el presente, en la conquista de mejoras inmediatas en las condiciones de vida de la clase obrera. El hecho de que tales mejoras fueran posibles todavía, podía hacer aparecer como algo razonable que el socialismo llegara casi a hurtadillas, a través de la acumulación de mejoras y la democratización gradual de la sociedad burguesa.
Bernstein no estaba equivocado del todo cuando decía que sus ideas eran precisamente un reconocimiento de lo que el partido era en realidad. Pero estaba equivocado cuando argumentaba que eso es lo que era o podía ser todo el partido. Esto se demostró por el hecho de que sus intentos de arrojar por la borda el marxismo fueron atajados vigorosamente por las corrientes revolucionarias, que tuvieron la fuerza de insistir en que un partido proletario, por mucho que tuviera que luchar por la defensa inmediata de los intereses de la clase obrera, solo podía mantener su carácter proletario si perseguía activamente el destino revolucionario de esa clase. La respuesta de Luxemburg a Bernstein, Reforma o revolución, se reconoce justamente como la mejor de todas las polémicas suscitadas por el asalto de Bernstein contra el marxismo. Pero Rosa no estaba sola en absoluto. Todas las grandes figuras del partido, incluyendo a Kautsky y Bebel, hicieron sus propias contribuciones a la lucha para preservar al partido del peligro revisionista.
En apariencia, esas respuestas derrotaron a los revisionistas; todo el partido confirmaría el rechazo de las tesis de Bernstein en la Conferencia de Dresde de 1903. Pero como demostraría la historia tan trágicamente en 1914, las fuerzas que actuaban en la socialdemocracia eran más fuertes que las más claras resoluciones de los Congresos. Y una medida de su fuerza fue el hecho de que los propios revolucionarios, incluso los más claros, no fueron inmunes a las ilusiones democráticas que vendían los reformistas. En sus respuestas a estos últimos, los marxistas cometieron muchos errores, que fueron otras tantas grietas en la armadura del partido proletario; grietas a través de las que el oportunismo podía expandir su insidiosa influencia.
Los errores de Engels y la crítica de Luxemburg
En 1895 Engels publicó en el periódico del SPD, el Vorwarts, una Introducción a la Lucha de clases en Francia de Marx, el célebre análisis de este último sobre los acontecimientos de 1848. En este artículo, Engels argumenta correctamente que han terminado los días en que las revoluciones podían ser hechas sólo por minorías de la clase explotada, usando únicamente métodos de lucha en las calles y las barricadas, y que la futura conquista del poder, no podía ser obra más que de la clase obrera consciente y masivamente organizada. Esto no quería decir que Engels considerara que la lucha en las calles y las barricadas tuvieran que descartarse como parte de una estrategia revolucionaria más amplia, pero los editores del Vorwarts suprimieron estas precisiones; Engels protestó enérgicamente en una carta a Kautsky: «Para mi sorpresa he visto hoy en el Vorwarts un extracto de mi «introducción», impreso sin mi conocimiento y recortado de tal forma que se me hace aparecer como amante de la paz y adorador de la legalidad a cualquier precio» ([5]).
La jugarreta que se le hizo a Engels funcionó bien: su carta de protesta no se publicó hasta 1924, y entonces los oportunistas ya habían hecho pleno uso de la «Introducción» para presentar a Engels como su mentor político. Otros, normalmente elementos que se presentaban como revolucionarios furibundos, habían usado el mismo artículo para justificar su teoría de que Engels se había convertido en un viejo reformista en el último tramo de su vida, y de que existiría un abismo entre las posiciones de Marx y Engels en este asunto y en muchos otros.
Pero dejando aparte la manipulación oportunista del texto, subsiste un problema, que fue reconocido por la gran revolucionaria Luxemburg en el último discurso de su vida, una apasionada intervención en el Congreso de fundación del KPD en 1918. Es cierto que en ese momento Luxemburg no sabía que los oportunistas habían distorsionado las palabras de Engels. Pero aún así encontró ciertas debilidades importantes en los artículos, que en su estilo característico, no dudó en someter a una detallada crítica marxista.
El problema que planteó Rosa Luxemburg era éste: el nuevo partido comunista se estaba formando; la revolución estaba en las calles; el ejército se estaba desintegrando; por todo el país surgían consejos obreros y de soldados; y el marxismo «oficial» del partido socialdemócrata, que todavía tenía una enorme influencia entre la clase a pesar del papel que había jugado su dirección oportunista durante la guerra, apelaba a la autoridad de Engels para justificar el uso contra-revolucionario de la democracia parlamentaria como antídoto contra la dictadura del proletariado.
Como ya hemos dicho, Engels no se equivocaba cuando argumentaba que las viejas tácticas de 1848, del combate callejero más o menos desorganizado ya no podían ser la vía del proletariado hacia el poder. El mostró que para una minoría determinada de proletarios era imposible enfrentarse a los ejércitos modernos de la clase gobernante; en realidad era la propia burguesía la que estaba interesada en provocar tales escaramuzas para justificar la represión masiva contra el conjunto de la clase obrera (en realidad ésa fue la táctica que usó contra la revolución alemana pocas semanas después del congreso del KPD, empujando a los obreros de Berlín a la insurrección prematura que condujo a la decapitación de las fuerzas revolucionarias, incluyendo a la propia Rosa Luxemburg). Consecuentemente, Engels insistió en que «... una futura lucha de calles sólo podrá vencer si esta desventaja de la situación se compensa con otros factores. Por eso se producirá con menos frecuencia en los comienzos de una gran revolución que en el transcurso ulterior de ésta y deberá emprenderse con fuerzas más considerables. Y éstas deberán, indudablemente, como ocurrió en toda la gran revolución francesa, así como el 4 de septiembre y el 31 de octubre de 1870 en París, preferir el ataque abierto a la táctica pasiva de barricadas» ([6]). En cierto sentido esto es precisamente lo que consiguió la revolución rusa: el proletariado, constituyéndose en una fuerza organizada irresistible, fue capaz de derribar el estado burgués por medio de una insurrección bien planificada y relativamente sin derramamiento de sangre en octubre de 1917.
El verdadero problema es la forma en la que Engels veía ese proceso. Rosa Luxemburg tenía ante sus ojos el ejemplo vivo de la revolución rusa y su contrapartida en Alemania, donde el proletariado había desarrollado su autoorganización a través del proceso de la huelga de masas y de la formación de soviets. Estas eran formas de organización que no sólo correspondían a la nueva época de guerras y revoluciones, sino que también, en un sentido más profundo, expresaban la naturaleza subyacente del proletariado como una clase que solo puede hacer valer su fuerza revolucionaria echando abajo los engranajes y las instituciones de la sociedad de clases. El error fatal en la argumentación de Engels en 1895 era el énfasis que ponía en que el proletariado construiría su fuerza mediante el uso de las instituciones parlamentarias, es decir, a través de organismos específicos de la propia sociedad burguesa que tenía que destruir. Sobre este asunto, Luxemburg parte lo que de verdad dijo Engels, criticando lo inadecuado que era:
«Después de repasar los cambios ocurridos en el periodo en curso, Engels pasa a considerar las tareas inmediatas del partido socialdemócrata alemán: «Como Marx predijo», escribía, «la guerra de 1870-71 y la derrota de la Comuna desplazaron por el momento de Francia a Alemania el centro de gravedad del movimiento obrero europeo. En Francia, naturalmente, necesitaba años para reponerse de la sangría de mayo de 1871. En cambio en Alemania, donde la industria (impulsada como una planta de invernadero por el maná de aquellos cinco mil millones pagados por Francia) se desarrollaba cada vez más rápidamente, la socialdemocracia crecía todavía más de prisa y con más persistencia. Gracias a la inteligencia con que los obreros alemanes supieron utilizar el sufragio universal, implantado en 1866, el crecimiento asombroso del partido aparece en cifras indiscutibles a los ojos del mundo entero».
«Después sigue la famosa enumeración, que muestra el crecimiento de los votos del partido elección tras elección, hasta que las cifras llegan a los millones. Engels saca la siguiente conclusión de este progreso: «Pero con este eficaz empleo del sufragio universal entraba en acción un método de lucha del proletariado totalmente nuevo, método de lucha que se siguió desarrollando rápidamente. Se vio que las instituciones estatales en las que se organiza la dominación de la burguesía ofrecen nuevas posibilidades a la clase obrera para luchar contra esas mismas instituciones. Y se tomó parte en las elecciones a las dietas provinciales, a los organismos municipales, a los tribunales industriales, se le disputó a la burguesía cada puesto, en cuya provisión mezclaba su voz una parte suficiente del proletariado. Y así se dio el caso de que la burguesía y el gobierno llegasen a temer mucho más la actuación legal que la actuación ilegal del partido obrero, más los éxitos electorales que los éxitos insurreccionales”» ([7]).
Luxemburg, que comprendía el rechazo de Engels de la vieja táctica de la lucha callejera, no hace sin embargo concesiones sobre los peligros inherentes a su punto de vista:
«De este razonamiento se sacaban dos importantes conclusiones. En primer lugar, se contraponía la lucha parlamentaria a la acción revolucionaria directa del proletariado, y se indicaba que la primera era la única forma práctica de conducir la lucha de clases. El parlamentarismo, y nada más que el parlamentarismo era la secuela lógica de esta crítica. En segundo lugar, toda la máquina militar, la organización más poderosa del Estado, todo el cuerpo de proletarios en uniforme, se declaraba a priori completamente inaccesible a las influencias socialistas. Cuando el prefacio de Engels declara que, debido al moderno desarrollo de ejércitos gigantescos, es totalmente absurdo suponer que el proletariado puede levantarse contra soldados armados con metralletas y equipados con los últimos adelantos técnicos, la afirmación se basa obviamente en el supuesto de que cualquiera que llega a ser soldado, se convierte por ello de una vez por todas en soporte de la clase dirigente. Este error juzgado desde el enfoque de nuestras experiencias de hoy, sería incomprensible en un hombre con tal responsabilidad a la cabeza de nuestro movimiento, si no supiéramos en qué circunstancias se redactó ese documento histórico» ([8]).
La experiencia de la oleada revolucionaria refutó definitivamente la visión de Engels: lejos de alarmarse de la acción «constitucional» del proletariado, la burguesía había comprendido que la democracia parlamentaria era su más fiel aliado contra el poder de los consejos obreros; toda la actividad de los socialdemócratas traidores (dirigidos por los eminentes parlamentarios que habían sido los más receptivos a las influencias burguesas) se había orientado a persuadir a los obreros de que subordinaran sus propios órganos de clase, los consejos, a la asamblea nacional, supuestamente más «representativa». Y tanto la revolución rusa como la alemana habían demostrado claramente la capacidad del proletariado, a través de su acción revolucionaria determinada y su propaganda, de desintegrar los ejércitos de la burguesía y ganar a las masas de soldados para la revolución.
Así pues, Luxemburg no dudó en tachar de «disparate» la visión de Engels. Pero de ninguna manera concluía por eso que Engels hubiera dejado de ser un revolucionario. Estaba convencida de que, al contrario, hubiera reconocido su error a la luz de la experiencia ulterior: «Los que conocen las obras de Marx y Engels, los que están familiarizados con el espíritu genuinamente revolucionario que inspiró todas sus enseñanzas y sus escritos, tendrán la absoluta certeza de que Engels habría sido uno de los primeros en protestar contra la perversión del parlamentarismo, contra el despilfarro de las energías del movimiento obrero que fue característico de Alemania en las décadas previas a la guerra».
Luxemburg continúa proponiendo un marco para comprender el error que cometió Engels: «Hace setenta años, a los que revisaban los errores y las ilusiones de 1848, les parecía que el proletariado todavía tenía que recorrer una distancia interminable antes de poder realizar el socialismo... esa creencia también puede leerse en cada línea del prefacio que Engels escribió en 1895». En otras palabras, Engels escribía en un período en el que la lucha directa por la revolución no estaba todavía al orden del día; el colapso de la sociedad capitalista aún no era la realidad palpable que sería en 1917. En esas condiciones, para el movimiento obrero no era posible desarrollar una visión totalmente lúcida de su camino al poder. En particular, la división necesaria entre el programa mínimo de reformas económicas y políticas, y el programa máximo del socialismo, consagrada en el Programa de Erfurt, contenía en sí el peligro de que el último se subordinara al primero, de manera que el uso del parlamentarismo, que había sido una táctica válida en la lucha por reformas, se convirtiera en un fin en sí mismo.
Luxemburg muestra que incluso Engels no fue inmune a la confusión en este punto. Pero también reconoce que el verdadero problema estaba en las corrientes políticas que representaban activamente los peligros a los que se confrontaba la socialdemocracia en ese período, o sea los oportunistas y quienes los protegían en la dirección del partido. En particular fueron estos últimos los que manipularon conscientemente a Engels para conseguir un resultado que estaba muy lejos de sus intenciones: «Tengo que recordarles el hecho bien conocido de que el prefacio en cuestión fue escrito por Engels bajo la fuerte presión del grupo parlamentario. En esa época en Alemania, durante los primeros años de la década de 1890, después de que se hubiera anulado la ley antisocialista, había un fuerte movimiento hacia la izquierda, el movimiento de los que querían salvar al partido de ser completamente absorbido por la lucha parlamentaria. Bebel y sus asociados buscaban con todas sus fuerzas argumentos convincentes, que fueran respaldados por la gran autoridad de Engels; buscaban una declaración que les permitiera mantener el control de los elementos revolucionarios» ([9]). Como hemos dicho al principio, la lucha por un programa revolucionario es siempre la lucha contra el oportunismo en las filas del proletariado; por eso mismo, el oportunismo siempre está dispuesto a colarse por el más mínimo desliz en la vigilancia y concentración de los revolucionarios, y a usar sus errores para sus propósitos.
Kautsky: el error se convierte en ortodoxia
«Después de la muerte de Engels en 1895, en el campo teórico el liderazgo del partido pasó a Kautsky. El resultado de este cambio fue que en cada congreso anual las enérgicas protestas del ala izquierda contra una política puramente parlamentaria, sus avisos urgentes contra la esterilidad y el peligro de esa política, se estigmatizaban como anarquismo, socialismo anarquizante, o por lo menos como antimarxismo. Lo que pasaba oficialmente por marxismo se convirtió en una cloaca para todas las clases posibles de oportunismo, para el desentendimiento persistente de la lucha de clase revolucionaria, para todas las medias tintas concebibles. Así la socialdemocracia alemana y el movimiento obrero, y también el movimiento sindical, se vieron condenados a consumirse en el marco de la sociedad capitalista. Los socialistas alemanes y los sindicalistas ya no hicieron nunca más intentos serios de derrocar las instituciones capitalistas, ni de desmontar la máquina capitalista» ([10]).
No somos de esa escuela modernista de pensamiento a la que le gusta presentar a Karl Kautsky como la causa de todos los errores de los partidos socialdemócratas. Es completamente cierto que ese nombre se asocia a menudo con profundas falsedades teóricas, como su teoría de la conciencia socialista producto de los intelectuales, o su concepto del ultraimperialismo. Y realmente, para usar los términos de Lenin, Kautsky finalmente se convirtió en un renegado del marxismo, sobre todo por su repudio de la revolución de Octubre. Aquellos errores hacen, a veces, difícil recordar que Kautsky fue realmente un marxista antes de convertirse en un renegado. Igual que Bebel, había defendido la continuidad del marxismo en varios momentos cruciales de la vida del partido. Pero igual que Bebel y muchos otros de su generación, su comprensión del marxismo se reveló más tarde que sufría de debilidades significativas, que a su vez reflejaban debilidades de más alcance en el conjunto del movimiento. En el caso de Kausty, su «destino» fue convertirse en campeón de un método que, en lugar de someter los errores contingentes del movimiento revolucionario pasado a una crítica enriquecedora a la luz de los cambios en las condiciones materiales, congeló esos errores en una «ortodoxia» inalterable.
Como hemos visto, a menudo Kautsky se levantó en armas contra la derecha revisionista del partido: de ahí su reputación como bastión del marxismo «ortodoxo». Pero si miramos más de cerca la forma en que libró la batalla contra el revisionismo, veremos también por qué esa ortodoxia era en realidad una forma de centrismo, una manera de conciliación con el oportunismo; y esto fue así mucho antes de que Kautsky se ganara la etiqueta de centrista como descripción de sus «medias tintas» entre lo que veía como excesos de la derecha y de la izquierda. Las dudas de Kautsky para entablar un combate intransigente contra el revisionismo, se expresaron inicialmente desde el momento mismo en que los artículos de Bernstein hacían furor; su amistad personal con este último le hizo vacilar por algún tiempo, antes de contestarle políticamente. Pero la tendencia de Kautsky a la conciliación con el reformismo fue mucho más lejos que esto, como apuntó Lenin en el Estado y la revolución:
«Pero aún encierra una significación mucho mayor (que las vacilaciones de Kautsky para tomar a cargo el combate contra Bernstein) la circunstancia de que en su misma polémica con los oportunistas, en su planteamiento de la cuestión, y en su modo de tratarla advertimos hoy, cuando estudiamos la historia de la más reciente traición al marxismo cometida por Kautsky, una propensión sistemática al oportunismo, precisamente en el problema del Estado» ([11]). Una de las obras que Lenin eligió para ilustrar esas desviaciones, fue la Revolución social, publicada en 1902, cuya forma es la de una refutación en regla contra el oportunismo, pero cuyo contenido real revela la creciente tendencia de Kautsky a acomodarse a ese mismo oportunismo.
En este libro, Kautsky ofrece algunos argumentos marxistas muy sonados contra las principales «revisiones» planteadas por Bernstein y sus seguidores. Contra sus argumentos (que tenían tanto gancho en aquellos días) de que el crecimiento de las clases medias llevaba a una suavización del enfrentamiento de clases, de forma que el enfrentamiento entre el proletariado y la burguesía podría solucionarse en el marco de la sociedad capitalista, Kautksky respondía insistiendo, como lo había hecho Marx, que la explotación de la clase obrera crecía en intensidad, que el Estado capitalista se hacía más, y no menos, opresivo; y que esto acentuaba, en lugar de atenuar, los antagonismos de clase: «cuanto más se apoyan las clases dirigentes en la máquina estatal y haciendo mal uso de ella la emplean con el propósito de la explotación y la opresión, tanto más debe aumentar la amargura del proletariado contra ellas, crecer el odio de clase, y aumentar la intensidad de los esfuerzos por conquistar el aparato de Estado» ([12]).
De igual forma, Kautsky refutaba el argumento de que el desarrollo de las instituciones democráticas hacía innecesaria la revolución social, criticaba que «la sociedad capitalista crece gradualmente y sin ningún shock hacia el socialismo a través del ejercicio de los derechos democráticos sobre las bases existentes. Consecuentemente, la conquista del poder político por el proletariado no es necesaria, y los esfuerzos en ese sentido son directamente nocivos, puesto que operan en el sentido de alterar este proceso lento, pero seguro» ([13]). Kautsky argumenta que esto era una ilusión, porque, si era cierto que el número de representantes socialistas en el parlamento había aumentado, «simultáneamente a esto, la democracia burguesa se cae a trozos» ([14]); «el Parlamento, que originariamente fue un medio de presionar al gobierno por la vía del progreso, se convierte cada vez más en un medio para anular los pequeños progresos que las condiciones materiales imponen al gobierno. En la medida en que la clase que gobierna a través del parlamento se ha hecho superflua y dañina, la maquinaria parlamentaria pierde su significado» ([15]). Aquí había una claridad real sobre las condiciones que se desarrollaban a medida que el capitalismo se aproximaba a su época de decadencia: el declive del parlamento incluso como un foro de los conflictos interburgueses (que a veces el partido obrero podía aprovechar en su propio beneficio), su conversión en una hoja de parra que cubría la creciente burocratización y militarización de la máquina del Estado. Kautsky reconocía incluso que, teniendo cuenta la vacuidad de las instituciones «democráticas» de la burguesía, el arma de la huelga – incluso la huelga política de masas cuya importancia se vislumbraba es Francia y Bélgica – «tendrá un papel importante en las batallas revolucionarias del futuro» ([16]).
Con todo, Kautsky nunca fue capaz de llevar estos argumentos a sus conclusiones lógicas. Si el parlamentarismo burgués estaba en declive, si los obreros desarrollaban nuevas formas de acción como la huelga de masas, es que estaban apareciendo todos los signos del advenimiento de una nueva época revolucionaria en la que el centro de la lucha de clases se desplazaba de la arena parlamentaria y «volvía» al terreno específico de clase del proletariado, las fábricas y las calles. En realidad, lejos de ver las implicaciones revolucionarias del declive del parlamentarismo, Kautsky deducía de esto la conclusión más conservadora: que la misión del proletariado era salvar y resucitar esta democracia burguesa agonizante. «El parlamentarismo cada día está más senil y desvalido, y sólo podrá despertar a una nueva juventud y dotarse de nuevos bríos, cuando, junto con todo el poder gubernamental, sea conquistado y tomado a cargo para sus propósitos por el proletariado insurgente. Lejos de hacer la revolución inútil y superflua, el parlamentarismo necesita de una revolución para revivir» ([17]).
Estas posiciones no estaban – como en el caso de Engels – en contradicción con otras, donde al contrario, se expresaba lo mismo mucho más claramente. Expresaban una fibra constante en el pensamiento de Kautsky, que se remontaba al menos a sus comentarios sobre el Programa de Erfurt a principios de la década de 1890, y se proyectaba en su conocida obra el Camino al poder en 1910. Esta última obra escandalizó a los abiertamente reformistas por su rotunda afirmación de que «la era revolucionaria está comenzando», pero sostenía la misma posición conservadora sobre la toma del poder. Lenin, en sus comentarios sobre esos dos trabajos en el Estado y la Revolución, estaba especialmente indignado por el hecho de que Kautsky no defendiera en ninguna parte en esos libros la clásica afirmación marxista de la necesidad de derribar la máquina del Estado burgués y sustituirla por el Estado-Comuna: «En este folleto se habla a cada momento de la conquista del Poder estatal, y sólo de esto; es decir, se elige una fórmula que constituye una concesión a los oportunistas, toda vez que admite la conquista del poder sin destruir la máquina del Estado. Kautsky resucita en 1902 precisamente lo que Marx declaró «anticuado», en 1872, en el programa del Manifiesto comunista»
Con Kautsky, y por tanto con el marxismo oficial de la IIª Internacional, el parlamentarismo se había convertido en un dogma inmutable.
Tomando a cargo la economía capitalista
La creciente tendencia del partido socialdemócrata a presentarse como candidato al gobierno, a hacerse cargo de las riendas del estado burgués, iba a tener profundas implicaciones para su programa económico también; lógicamente, este último aparecía cada vez más ya no como un programa de destrucción del capital, de socavamiento de las bases de la producción capitalista, sino como una serie de propuestas realistas para hacerse cargo de la economía burguesa y gestionarla «en beneficio» del proletariado. No era ningún accidente que el desarrollo de esta visión, que contrasta crudamente con las ideas de la transformación socialista que defendían militantes como Engels, Bebel y Morris ([18]), coincidiera con las primeras expresiones del capitalismo de Estado que acompañaron el auge del imperialismo y el militarismo. Cierto que Kautsky criticó la desviación «socialista de estado», que defendían gente como Vollmar, pero su crítica no fue a la raiz del problema. La polémica de Kautsky se oponía a los programas que llamaban a los gobiernos de la burguesía y absolutistas a introducir medidas «socialistas» como la nacionalización de la tierra. Pero no veía que un programa de estatización llevado a cabo por un gobierno socialdemócrata quedaría igualmente atrapado en las fronteras del capitalismo. En La revolución social, se nos dice que «la dominación política del proletariado y la continuación del sistema capitalista de producción son irreconciliables» ([19]). Pero los pasajes que siguen esta rotunda frase dan una medida más real de la visión de Kautsky sobre las «transformaciones socialistas»: «la cuestión se suscita respecto a qué compradores están a disposición de los capitalistas cuando quieren vender sus empresas. Una porción de las fábricas, las minas, etc, podría venderse directamente a los obreros que las trabajan, y a partir de aquí podría gestionarse como cooperativa; otra porción podría venderse a las cooperativas de distribución, y otra a los ayuntamientos o a los Estados. Está claro sin embargo que los mayores compradores del capital y los más generosos serían los Estados y los Ayuntamientos, y por esta misma razón, la mayoría de industrias pasarían a ser propiedad de los Estados y Ayuntamientos. Está claro que la socialdemocracia luchará conscientemente por esta solución cuando llegue a tomar el control» ([20]). Después Kautsky continúa explicando que las industrias más maduras para la nacionalización son aquellas en que más se ha desarrollado la monopolización y que «la socialización (como puede designarse en pocas palabras la transferencia a la propiedad nacional, municipal o cooperativa) llevará consigo la socialización de la mayor parte del capital moneda. Cuando se nacionaliza la propiedad de las fábricas o la tierra, sus deudas también se nacionalizan, y las deudas privadas se convierten en deudas públicas. En el caso de una corporación, los accionistas se convertirán en poseedores de bonos del gobierno» ([21]).
De pasajes como estos puede verse que en la «transformación socialista» de Kautsky, persisten todas las categorías esenciales del capital: los medios de producción se «venden» a los obreros o al Estado, el capital moneda se centraliza en manos del gobierno, los monopolios «privados» dejan paso a monopolios municipales y nacionales, y así sucesivamente. En otra parte del mismo texto, Kautsky argumenta explícitamente sobre el mantenimiento de la relación del trabajo asalariado en un régimen proletario.
«Yo hablo aquí de los salarios del trabajo. ¡¿Qué?! se dirá, ¿habrá salarios en la nueva sociedad? ¿No habremos abolido el trabajo asalariado y el dinero? ¿Cómo se puede hablar entonces de salarios del trabajo? Estas objeciones se escucharían si la revolución social propusiera abolir inmediatamente el dinero. Sostengo que eso sería imposible. El dinero es el medio más simple que se conoce hasta ahora que hace posible, en un mecanismo tan complicado como el de las modernas fuerzas productivas, con su tremenda división del trabajo que se ha llevado muy lejos, que se asegure la circulación de los productos y su distribución a los miembros individuales de la sociedad. Es el medio que hace posible que cada uno satisfaga sus necesidades de acuerdo a su inclinación individual...Hasta que se encuentre algo mejor, el dinero será indispensable como medio de esa circulación» ([22]).
Por supuesto es cierto que el trabajo asalariado no puede abolirse de la noche a la mañana. Pero es falso argumentar, como hace Kautsky en este y otros pasajes, que los salarios y el dinero son formas neutrales que pueden persistir en el «socialismo» hasta el momento en que el incremento de la producción lleve a la abundancia. Con las bases del trabajo asalariado y la producción de mercancías, el incremento de la producción será un eufemismo para la acumulación del capital, y la acumulación de capital, tanto si está dirigida por el Estado o en manos privadas, significa necesariamente la desposesión y la explotación de los productores. Por esto Marx, en su Crítica al Programa de Gotha, argumentó que la dictadura del proletariado tendría que tomar medidas inmediatas respecto a la lógica global de la acumulación, reemplazando los salarios y el dinero con el sistema de bonos sobre el tiempo de trabajo.
En otra parte, Kautsky insiste en que esos salarios «socialistas» son fundamentalmente diferentes de los salarios capitalistas, porque bajo el nuevo sistema, la fuerza de trabajo ya no es una mercancía, presuponiendo que, puesto que los medios de producción se han convertido en propiedad del Estado, ya no hay mercado para la fuerza de trabajo. Este argumento – que han empleado a menudo los diferentes apologistas del modelo estalinista para probar que la URSS y sus vástagos no podían ser capitalistas – tiene un defecto fundamental: ignora la realidad del mercado mundial, que hace de cada economía nacional una unidad capitalista competitiva, independientemente del grado en que los mecanismos del mercado se hayan suprimido dentro de esa unidad.
Es verdad, como ya hemos señalado antes en esta serie, que el propio Marx hizo afirmaciones que implicaban que la producción socialista podría existir en los límites de la nación-estado. El problema es que las ideas que desarrolló la socialdemocracia «oficial» en los primeros años del siglo XX – a diferencia de la postura resueltamente internacionalista de Marx – se veían cada vez más como parte de un programa «práctico» para cada nación por separado. Esta visión «nacional» del socialismo llegó incluso a defenderse programáticamente. Así encontramos la siguiente formulación en otro trabajo de Kautsky del mismo periodo, La república socialista ([23]): «...una comunidad capaz de satisfacer todas sus necesidades y que contenga todas las industrias que se requieren para ello, ha de tener dimensiones muy diferentes de las de las colonias socialistas que fueron planificadas a comienzos de nuestro siglo. Entre las organizaciones sociales que existen actualmente, sólo hay una que tenga las dimensiones requeridas, que pueda usarse como el terreno requerido para el establecimiento y el desarrollo de la República socialista o cooperativa: la Nación».
Pero quizás lo más significativo sobre la visión de Kautsky de la transformación socialista es hasta qué punto todo ocurre de forma legal y ordenada. Emplea varias páginas de La revolución social argumentando que sería mucho mejor compensar a los capitalistas, comprándoselos, que simplemente confiscar su propiedad. Aunque sus escritos sobre el proceso revolucionario reconocen el uso de las huelgas y otras acciones llevadas a cabo por los propios obreros, su preocupación primordial parece ser que la revolución no incomode demasiado a los capitalistas. Uno de los oponentes reformistas de Kautsky en el Congreso de Dresde de 1903, Kollo, puso el dedo en la llaga con astucia cuando planteó que Kautsky quería una revolución social... sin violencia. Pero ni el derrocamiento del poder político de la clase capitalista, ni la expropiación de los expropiadores puede llevarse a cabo sin la indómita, violenta, y sin embargo creativa irrupción de las masas en la escena de la historia.
Repetimos. No es cuestión de demonizar a Kautsky. El era la expresión de un proceso más profundo (la gangrena oportunista de los partidos socialdemócratas, su incorporación gradual en la sociedad burguesa), de y las dificultades que tenían los marxistas para comprender y combatir este peligro. Ciertamente sobre el problema del parlamentarismo, no se encontrará una claridad acabada en todo el periodo que hemos estudiado. Por ejemplo en Reforma o revolución, Luxemburg ataca enérgicamente las ilusiones parlamentarias de Bernstein, pero también ella deja abiertas ciertas grietas sobre la cuestión (por ejemplo, en ese momento no reconoce el «disparate» en la introducción de Engels a la Lucha de clases en Francia, que después atacó en 1918). Otro caso instructivo es el de William Morris. En la década de 1880 Morris hizo varias advertencias clarificadoras sobre el poder corruptor del parlamento; pero esas percepciones se vieron lastradas por su tendencia al purismo, su incapacidad para comprender la necesidad de que los socialistas intervinieran en la lucha cotidiana de la clase, y –en esa época– usaran las elecciones y el parlamento como un foco de su lucha. Como muchos otros del ala izquierda que criticaban el parlamentarismo en esa época, Morris era muy permeable a las actitudes parlamentarias ahistóricas de los anarquistas. Y hacia el final de su vida, en reacción al daño que el anarquismo había hecho a sus esfuerzos por construir una organización revolucionaria, el propio Morris se desorientó y coqueteó con la visión de la vía parlamentaria al poder.
Lo que «se echaba de menos» durante esos años era el movimiento palpable de la clase. El cataclismo de 1905 en Rusia permitió a los mejores elementos del movimiento obrero discernir los verdaderos contornos de la revolución proletaria y superar las concepciones erróneas y desfasadas que hasta entonces habían nublado su visión. El verdadero crimen de Kautsky fue entonces luchar con uñas y dientes contra esas clarificaciones, presentándose cada vez más como un «centrista», cuya verdadera pesadilla, no era la derecha revisionista, sino la izquierda revolucionaria, personificada en figuras como Luxemburg y Pannekoek. Pero eso es otra parte de la historia.
CDW
[1] Ver Revista internacional nº 79. Un tema central de la Crítica era la defensa de la posición sobre la dictadura del proletariado contra la idea de Lasalle del «Estado del pueblo» que era el envoltorio de su querencia por acomodarse al Estado de Bismark.
[2] Ver Revista internacional, nos 83, 85 y 86.
[3] Citado por Massimo Salvadori en Karl Kautsky and the socialist revolution, 1880-1938, Londres 1979.
[4] Hay que decir que los esfuerzos de Engels por compensar las debilidades del Programa de Erfurt no tuvieron el éxito esperado. Engels reconocía claramente que el peligro oportunista se había codificado en el Programa; su crítica del esbozo de programa (carta a Kautsky, 29 de junio de 1891), contiene la definición más clara del oportunismo que pueda encontrarse en los escritos de Marx y Engels, y su preocupación central era el hecho de que, si el programa contenía una buena introducción general marxista acerca de la inevitable crisis del capitalismo y la necesidad del socialismo, era sin embargo completamente ambiguo respecto a cómo el proletariado llegaría al poder. Engels es particularmente crítico sobre la implicación de que los obreros alemanes pudieran usar la versión «prusiana» del parlamento («una hoja de parra del absolutismo») para ganar el poder pacíficamente. Por otra parte, en el mismo texto, Engels repite la noción de que en los países más democráticos, el proletariado podría llegar al poder a través del proceso electoral, y no hace una distinción suficientemente clara entre la república democrática y el Estado de la Comuna. Al final, el documento de Erfurt, en vez de mostrar la conexión entre los programas mínimo y máximo, abre una brecha entre ellos. Por eso Luxemburg, en su discurso al Congreso de fundación del KPD, en 1918, habla del programa de Spartakus como «deliberadamente opuesto» al Programa de Erfurt.
[5] Engels, Selected correspondence.
[6] Introducción a la Lucha de clases en Francia.
[7] R. Luxemburg, «Discurso sobre el Programa del Congreso de fundación del KPD».
[8] Ídem.
[9] Traducido del inglés por nosotros.
[10] Luxemburg, «Discurso sobre el programa del Congreso de fundación del KPD».
[11] El Estado y la revolución, VI, 2: «La polémica de Kautsky con los oportunistas».
[12] The Social Revolution, Chicago, 1916, traducido del inglés por nosotros.
[13] Ídem.
[14] Ídem.
[15] Ídem.
[16] Ídem.
[17] Ídem.
[18] Ver artículos de esta serie en la Revista internacional, nos 83, 85 y 86.
[19] The social revolution, Chicago, 1916, traducido del inglés por nosotros
[20] Ídem.
[21] Ídem.
[22] Ídem.
[23] Este pasaje está tomado de una versión inglesa, «traducida y adaptada para América» de Daniel De León (Nueva York, 1900); por eso no estamos seguros de qué es lo original de Kautsky. Sin embargo la cita nos da una muestra de las ideas que se desarrollaban en el movimiento internacional en esa época.