Submitted by CCI on
El debate sobre la cuestión nacional había vuelto a abrirse poco antes de que la Guerra Mundial Imperialista iniciara de manera evidente la nueva época. Después de 1871, la burguesía de los principales países capitalistas ya no entraba de la misma manera en guerras nacionales. Las ansias imperialistas de finales del XIX eran la aceleración del capitalismo hacia su apogeo, pero alcanzado este punto también se acercaba a su declive. Los signos anunciadores de la nueva era (la escalada imperialista, los problemas económicos más agudos, la creciente lucha de clases) fueron percibidos y discutidos ya antes de la guerra dentro del movimiento obrero.
Durante el período ascendente del capitalismo pudo haber, en un marco bien determinado, debate en el seno del movimiento obrero sobre el apoyo a ciertas luchas nacionales. Tras 1914, metido ya el sistema en su fase de ocaso definitivo y de crisis histórica permanente, tal debate se prolongó a causa del inevitable desfase entre las condiciones históricas objetivas y la conciencia subjetiva del proletariado. Los revolucionarios de finales del siglo XIX habían podido asimilar algunas posiciones de clase, la necesaria destrucción del Estado burgués por ejemplo, gracias a la Comuna de París. Pero otras fronteras de clase solo pudieron quedar zanjadas, de una vez por todas, con la dura experiencia de la Primera Guerra Mundial y la oleada revolucionaria que siguió. Fue entonces cuando quedó claro el carácter contrarrevolucionario de los sindicatos, del parlamentarismo y de la socialdemocracia. A pesar de esto era posible que una organización fuese básicamente revolucionaria durante aquel período tan agitado, aunque tuviera muchas ilusiones en cuanto al carácter de esas instituciones. Mientras había ímpetu revolucionario en la clase las expresiones políticas de ésta podían corregir los errores y las confusiones a la luz de la experiencia pero, con el agotamiento definitivo de la oleada revolucionaria, las fronteras de clase entre las organizaciones quedaron claramente definidas y lo que eran antes errores se convirtió en la política normal de las tendencias contrarrevolucionarias. Los bolcheviques, por ejemplo, a pesar de sus confusiones en bastantes puntos, fueron durante cierto tiempo la vanguardia del movimiento revolucionario mundial. Pero su incapacidad para sacar todas las lecciones del nuevo período contribuyó a transformarlos en instrumentos de la contrarrevolución. Y esta incapacidad quedó manifiesta no solo sobre la cuestión sindical, la parlamentaria y la referente a la socialdemocracia, que los bolcheviques resolvieron, bajo la presión de la contrarrevolución ascendente, con esquemas válidos para el periodo precedente, sino también sobre la cuestión nacional.
Efectivamente, el debate sobre la cuestión nacional había vuelto a abrirse poco antes de que la Guerra Mundial Imperialista iniciara de manera evidente la nueva época. Después de 1871, la burguesía de los principales países capitalistas ya no entraba de la misma manera en guerras nacionales. Las ansias imperialistas de finales del XIX eran la aceleración del capitalismo hacia su apogeo, pero alcanzado este punto también se acercaba a su declive. Los signos anunciadores de la nueva era (la escalada imperialista, los problemas económicos más agudos, la creciente lucha de clases) fueron percibidos y discutidos ya antes de la guerra dentro del movimiento obrero.
Rosa Luxemburgo, por ejemplo, al entender que Rusia había cambiado desde la época de Marx, se oponía a la independencia de Polonia. Rusia se desarrollaba rápidamente, como gran nación capitalista; de ahí que la burguesía polaca viera sus intereses ligados a los del capital ruso. También la alianza de los obreros rusos con los obreros polacos era posible y Rosa insistía en que la socialdemocracia debería hacer todo lo que pudiera para cimentar esa alianza y no campañas en pro del aislamiento de los obreros polacos bajo la explotación “independiente” de la burguesía polaca. A pesar de esto, Rosa seguía defendiendo que la tarea inmediata de la clase obrera polaca y rusa era instaurar una República Democrática Unificada, y no una revolución socialista. Además de esto, Rosa dio apoyo total a las luchas de los griegos contra los turcos, y afirmaba en “Reforma ó Revolución” que la era de la crisis histórica del capitalismo no se había abierto todavía. Sus diferencias con el resto de la socialdemocracia, sólo concernían todavía a la estrategia, es decir, sobre cuales eran las consecuencias más favorables para los obreros de lo que ocurría en el mundo, dentro de la sociedad capitalista. La perspectiva inmediata de la unificación revolucionaria del proletariado mundial no se había planteado en relación directa con la realidad.
Sin embargo, los debates dentro de la socialdemocracia en esa época eran ya la expresión del cambio de las condiciones históricas. Por una parte, las ideas de Rosa Luxemburgo demostraban su comprensión de la necesidad de adaptarse a esos cambios. Por otra, la esclerosis del aparato socialdemócrata no sólo daba muestras de incapacidad para entender lo que estaba ocurriendo, sino que además daba signos de regresión respecto de la coherencia de la primera Internacional. Esta regresión era más ó menos inevitable por la función misma de la socialdemocracia dentro del movimiento obrero. Su tarea principal había sido la de luchar por reformas en el período de estabilidad capitalista en los países avanzados. Además, las luchas por las reformas tuvieron lugar en un terreno específicamente nacional. Y ya que la burguesía nacional podía conceder reformas, era fácil para los reformistas argumentar que los obreros tenían, sin lugar a dudas, cantidad de intereses comunes con su propia nación. En 1896, la segunda Internacional, empezó a adoptar la fatal fórmula de un “derecho de las naciones a la autodeterminación”, válida para todos los pueblos. Las consecuencias de esta posición quedarían patentes en las décadas siguientes.
La posición de los bolcheviques
La ruptura con los mencheviques en 1903 demostró que los bolcheviques formaban parte, y de los más claros, de la tendencia revolucionaría de la Segunda Internacional. Sin embargo, su posición sobre la cuestión nacional era la misma que la del centrismo de la socialdemocracia, o sea, la del “derecho de todas las naciones a la autodeterminación”, posición que mantuvieron en el programa de 1903 tras la ruptura. A pesar de las oposiciones a esa posición, tanto dentro como fuera del partido, los bolcheviques la mantuvieron con tenacidad, lo cual puede explicarse por el hecho de que la Rusia zarista era la representante “por excelencia” de la opresión nacional (“cárcel de los pueblos”, al decir de Lenin) y que en tanto que partido que formaba parte de la llamada “Gran Rusia”-geográficamente hablando, claro- los bolcheviques consideraron que defender el derecho de las naciones oprimidas por Rusia a separarse, era la mejor forma de ganarse la confianza de las masas de aquellos países. Aunque esta posición acabará por resultar errónea, se basaba en una perspectiva proletaria. En un periodo en el que los “socialimperialistas” de Alemania y Rusia, o de cualquier otra parte, argumentaban en contra del derecho de los pueblos oprimidos por el imperialismo alemán ó ruso a luchar por la liberación nacional, la consigna de la autodeterminación fue propugnada por los bolcheviques para socavar las bases de esos imperialismos y crear así las condiciones de una futura unificación de los trabajadores, tanto en los países opresores como en los oprimidos.
Estas posiciones encuentran su expresión más clara en los escritos de Lenin en el período que dura hasta la Primera Guerra Mundial (la posición de Lenin fue siempre la oficial del partido bolchevique). Pero hubo una importante crítica a esa posición por parte de la izquierda del partido, antes y después de 1917, y, en particular, por bolcheviques de primera fila como Bujarin, Dzerzhinski y Piatakov. Bujarin se basaba en un análisis de la economía mundial y del imperialismo, que, según él, hacía de la autodeterminación nacional una utopía y algo incompatible con la dictadura del proletariado.
Como Marx y Engels, Lenin veía correctamente que las luchas por la liberación nacional tenían un carácter burgués. Además, Lenin reconocía que había que enfocar el problema desde un punto de vista histórico. En “Sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación”, Lenin decía que para los partidos revolucionarios de los países desarrollados, la reivindicación nacional se había vuelto inútil porque en ellos la burguesía ya había rematado las tareas de unificación e independencia nacionales. Y defendía que había que mantener esa consigna, argumentando que en Rusia y en los países colonizados las tareas burguesas de destrucción del feudalismo y de independencia nacional no estaban todavía terminadas. Así, Lenin quiso aplicar para estos países el método que Marx había aplicado al capitalismo del siglo XIX. «Precisamente y sólo porque Rusia como los países vecinos atraviesa por esa época, necesitamos en nuestro programa un punto sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación». (“Sobre el derecho de las naciones..." 1914, Tomo III, Obras escogidas, Pág. 627. Ediciones Progreso)
Según Lenin, los movimientos de Liberación Nacional que proliferaban por las colonias en aquel entonces, tenían un contenido progresista en la medida en que ponían las bases para un desarrollo capitalista independiente y, por lo tanto, para la formación de un proletariado. En esos países la lucha contra las estructuras sociales precapitalistas creaba las condiciones para la lucha de clases “normal”, entre burguesía y proletariado. Por lo tanto, Lenin abogaba por la participación crítica del proletariado en esas luchas: «En todo nacionalismo burgués de una nación oprimida hay un contenido democrático general contra la opresión, y a este contenido le prestamos un apoyo incondicional, apartando rigurosamente la tendencia al exclusivismo nacional, luchando contra la tendencia del burgués polaco a oprimir al hebreo, etc., etc.»
Tal postura implica claramente que la burguesía era capaz todavía de luchar por las libertades democráticas y que, por lo tanto, el proletariado podía participar en esas luchas a la vez que defiende su propia autonomía política. En otras palabras, la revolución burguesa era todavía una posibilidad en aquellas regiones. El proletariado de las regiones atrasadas debía apoyar tales movimientos porque estos podían garantizar las libertades democráticas necesarias para la lucha de clases, y porque ayudaban al crecimiento físico del proletariado. Los obreros de los países avanzados opresores, debían, por su parte, apoyar tales luchas porque de esa forma podían ayudar tanto a debilitar el imperialismo de su propio país, como a ganar la confianza de las masas en los países oprimidos. (Una estrategia recíproca fue entonces propuesta: los revolucionarios reconocían, en las naciones opresoras, el derecho de las naciones oprimidas a separarse, mientras que los revolucionarios en la nación oprimida, no abogaban por la separación, haciendo hincapié en la necesaria unión con los trabajadores de los países opresores).
En los escritos de Lenin sobre la cuestión nacional hay una sorprendente falta de claridad sobre si la revolución burguesa en las regiones atrasadas sería esencialmente contra el feudalismo local o contra el imperialismo extranjero. En muchos casos, ambas fuerzas eran igualmente enemigas de un desarrollo nacional capitalista independiente; los imperialistas mantenían a menudo y deliberadamente estructuras precapitalistas a expensas del capitalismo nativo (hay que decir que, en realidad, la mayoría de estas estructuras precapitalistas no eran, en absoluto, feudales, sino variantes del despotismo asiático). Pero, en cualquier caso, el análisis teórico de Lenin sobre el imperialismo en “El imperialismo fase superior del capitalismo” (redactado en 1916) concluye diciendo que las revoluciones burguesas eran todavía posibles en las colonias.
Según Lenin, el imperialismo era, en esencia, un movimiento de los países avanzados para compensar la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, tendencia que se había agravado hasta lo insoportable debido a la alta composición orgánica del capital en las metrópolis. En “El Imperialismo...” Lenin trata el fenómeno del imperialismo de manera casi solamente descriptiva y no llega a plantear claramente el porqué de la expansión imperialista. Con todo, la idea de que los capitales de las metrópolis se ven obligados a extenderse a las colonias a causa de su alta composición orgánica, está en la base de los conceptos de Lenin de “superabundancia de capitales” y de las “superganancias” obtenidas por la exportación de capitales a las colonias. Lo característico del imperialismo sería pues, según Lenin, la exportación de capital, buscando con ello una mayor cuota (o tasa) de ganancias en las colonias en donde abundan la mano de obra barata y las materias primas. Así, los capitales de los países adelantados siguen manteniéndose en vida gracias a las “superganancias’ de la explotación colonial, llegando a ser parásitos de las colonias al depender de ellas para su supervivencia misma; de ahí el enfrentamiento interimperialista por poseer y conquistar colonias. Según esta visión, el mundo está dividido en naciones opresoras imperialistas y naciones oprimidas de las regiones colonizadas. Por lo tanto, la lucha mundial contra el imperialismo exigía no sólo los esfuerzos revolucionarios del proletariado de las metrópolis imperialistas sino también los movimientos de liberación nacional de las colonias, los cuales, al realizar su independencia nacional y destruir el sistema colonial, podían asestar un golpe mortal al imperialismo mundial.
Hay que dejar bien claro que Lenin nunca defendió las estupideces “tercer mundistas” de sus autoproclamados epígonos, para quienes las luchas de liberación nacional pueden provocar, con su “hostigamiento” a las metrópolis capitalistas, la revuelta revolucionaría del proletariado de éstas; aparte de que para los maoístas, trotskistas y demás los movimientos de liberación nacional ya tienen de por sí un carácter “socialista”. Pero también es cierto que las semillas de la confusión las sembró el propio Lenin con su trabajo sobre el imperialismo. Su idea de que la “aristocracia obrera” era una capa del proletariado metropolitano que se había dejado “sobornar” por las superganancias coloniales para traicionar a su clase, puede remodelarse fácilmente en la concepción tercermundista de que toda la clase obrera “occidental” ha sido integrada en el capitalismo gracias a la explotación imperialista del Tercer Mundo. (Hay que decir que tan ingeniosa y novedosa teoría ha recibido severos golpes con las nuevas oleadas de luchas de la clase obrera desde 1968). Además, la idea de que las luchas de liberación nacional pueden debilitar profundamente al imperialismo, también ha sido remodelada una y otra vez por aquellos que quieren justificar su apoyo a los movimientos estalinistas y nacionalistas del Tercer Mundo. Pero lo que fue más grave, mucho más que los monstruos engendrados por la teoría de Lenin, fue que ésta sirviera de marco básico a los planes políticos de los bolcheviques una vez llegados al poder en Rusia; planes que, como luego veremos, contribuyeron activamente a la derrota mundial del proletariado en aquel entonces
La crítica de Rosa Luxemburg a los bolcheviques
La crítica de Rosa Luxemburgo a las luchas de liberación nacional en general y a la política sobre las nacionalidades de los bolcheviques en particular fue la más penetrante de todas las de su tiempo, pues se basaba en un análisis del imperialismo mundial mucho más profundo que el de Lenin. En textos como “La Acumulación de Capital” (1913) y el “Folleto de Junius” (1915) Rosa Luxemburgo demostró que el imperialismo no es sólo una forma de saqueo y latrocinio por parte de los países desarrollados a costa de los atrasados sino que es, sobre todo, la expresión de la totalidad de las relaciones capitalistas mundiales: «La política imperialista no es obra de un país o de un grupo de países. Es el producto de la evolución mundial del capitalismo en un momento dado de su maduración. Es un fenómeno internacional por naturaleza, un todo inseparable que no puede comprenderse más que como relaciones recíprocas y al cual ningún Estado puede sustraerse» (“Folleto de Junius”, pág. l34. Editorial Anagrama).
Para Rosa la causa de la crisis histórica del capitalismo no está en la tendencia decreciente de la cuota de ganancia la cual, tomada aisladamente, es siempre compensada por el aumento de la capacidad competitiva sino que se sitúa en el nivel de la realización de la plusvalía. En “La Acumulación del Capital” y en “La Anticrítica” demuestra que la plusvalía total extraída de la clase obrera como un todo no puede ser realizada solamente dentro de la propia relación social capitalista, puesto que los obreros, al no percibir el valor total de su fuerza de trabajo, no pueden comprar todas las mercancías que producen. Y tampoco el conjunto de la clase capitalista (incluidas todas las capas sociales pagadas con las ganancias capitalistas) es capaz de consumir toda la plusvalía, puesto que una porción de ésta debe servir para la reproducción ampliada del capital y por lo tanto debe ser intercambiada. O sea, que el capital global está obligado constantemente a encontrar consumidores fuera del mundo que domina la relación social capitalista. En las etapas iniciales de la evolución del capitalismo había todavía cantidad de capas y núcleos sociales no capitalistas dentro de las áreas geográficas de desarrollo capitalista (campesinado, artesanos, etc.) que podían servir de base para la expansión normal y “sana” del capital, aunque ya en aquel entonces había una tendencia a buscar mercados fuera de los enclaves de relación capitalista dominante. La revolución industrial en Inglaterra fue estimulada en gran medida por la demanda procedente de las colonias británicas. Pero cuando las relaciones sociales capitalistas llegaron a generalizarse dentro de los enclaves de origen, se aceleró también la penetración de la producción capitalista por el resto del mundo. Desde entonces, poco a poco la competencia entre capitales privados, en el marco de un mercado interno -nacional-, fue quedando en un segundo plano y empezó a prevalecer la competencia entre naciones por la conquista de los últimos territorios precapitalistas del planeta. Esta es la esencia del imperialismo: es, sencillamente, la expresión de la competencia capitalista “normal” a escala “internacional”, competencia cuyo rasgo distintivo es el de ser competencia defendida y finalmente acaparada por el poder armado del Estado.
Mientras el desarrollo capitalista estuvo limitado a unos cuantos países avanzados que se extendían por un todavía considerable sector no capitalista del mundo, la competencia era relativamente pacífica (no desde el punto de vista de los pueblos precapitalistas, claro está, sometidos a un saqueo a lo bestia por los “cárteles” imperialistas, en China, África,...). Pero tan pronto como el imperialismo integró el mercado mundial en las relaciones capitalistas, tan pronto como el mercado mundial quedó repartido por completo la competencia mundial capitalista sólo podía asumir un carácter violento y abiertamente agresivo al cual ninguna nación, ni atrasada ni adelantada, podía sustraerse, pues todas y cada una de ellas habían sido irresistiblemente arrastradas hacia una competencia de ratas sanguinarias por un mercado mundial saturado.
R. Luxemburgo describió un proceso histórico global y unificado. Al haber entendido que todo estaba determinado, en última instancia, por el desarrollo del mercado mundial Rosa Luxemburgo fue capaz de ver que era imposible dividir el mundo en diferentes compartimentos históricos: por una parte, el capitalismo senil, y por otra, un capitalismo joven y dinámico. El capitalismo es un sistema global que surge y declina como entidad única cuyas partes son estrictamente interdependientes. El mayor error de Lenin fue afirmar que en algunas áreas del mundo el capitalismo podía ser todavía “progresista” e incluso revolucionario, mientras que en otras estaba en descomposición. De la misma manera que el concepto leninista de que el proletariado tendría tareas diferentes según el área geográfica en que se encuentra procede de la visión de un mundo dividido en naciones aisladas, encontramos también esa idea errónea en el concepto del imperialismo.
Empezando por estudiar el desarrollo del mercado mundial, Rosa Luxemburgo pudo comprender que las luchas de liberación nacional ya no eran posibles una vez que aquél quedó repartido entre naciones imperialistas. La Primera Guerra Mundial imperialista fue la prueba decisiva de la saturación del Mercado Mundial. Desde entonces, ya no puede haber expansión verdadera del mismo sino nuevos repartos de los mercados ya existentes, robándose unos bloques a otros sus propios botines, proceso que, sin revolución social, aboca inevitablemente al hundimiento de la civilización. En este contexto, es imposible que ninguna nación nueva entre en el mercado mundial con bases independientes, o que lleve a cabo el proceso de acumulación primitiva fuera de la barbarie generalizada que gobierna el ajedrez mundial. En resumen, «en el mundo imperialista contemporáneo no puede haber guerras de defensa nacional»(“Folleto de Junius”).
La única posibilidad de cualquier nación, grande o pequeña, de “defenderse” contra el ataque imperialista, incluso el intento mismo de hacerlo, exigía sin remedio alianzas con otros imperialismos o la propia expansión imperialista a costa de otras naciones más débiles, y así sucesivamente. Todos aquellos “socialistas” que durante la Primera Guerra Mundial proclamaban la defensa nacional de cualquier matiz que fuera estaban, de hecho, sirviendo de apologistas y reclutando agentes para la burguesía imperialista.
Aunque Rosa Luxemburgo haya tenido algunas confusiones respecto a la posibilidad de autodeterminación nacional después de la revolución socialista y aunque le faltó tiempo para desarrollar enteramente su posición, todos los esfuerzos de su demostración tendían a dejar bien claro que las fuerzas productivas habían entrado en conflicto violento y definitivo con las relaciones capitalista de producción, incluido en éstas el marco nacional desde entonces demasiado limitado. Las guerras imperialistas iban a ser la señal patente de ese conflicto insuperable y del ocaso irreversible del modo de producción capitalista. Por todo eso, en este nuevo contexto las guerras de liberación nacional, que habían sido la expresión de la burguesía revolucionaria, dejaron de tener todo contenido progresista para transformarse, en feroces guerras imperialistas, expresión esta vez de una clase cuya existencia se ha convertido en barrera para el progreso de la humanidad.
La capacidad de Luxemburgo para ver que la burguesía de cualquier nación sólo podría operar dentro de un sistema mundial imperialista, la llevó a criticar con severidad la política nacional de los bolcheviques después de 1917. Tras reconocer que la independencia nacional de Finlandia, Ucrania, Lituania, etc. fue otorgada por los bolcheviques para así ganar las masas de esos países al poder soviético, Rosa hacía notar que, en realidad, había ocurrido todo lo contrario: «Una tras otra, esas “naciones”han utilizado la libertad apenas recibida de regalo, para aliarse, como enemigos mortales de la revolución rusa, al imperialismo alemán y, bajo la protección de éste, llevaron los estandartes de la contrarrevolución a la misma Rusia» (“La Revolución Rusa”. 1918)
Resultaba totalmente utópica la idea de que en la era de la revolución proletaria pudiese haber alguna convergencia entre intereses proletarios y burgueses, y mucha menos, en las mismísimas fronteras del baluarte de la revolución, y sobre todo cuando ninguna de ambas clases podía sacar beneficio alguno mutuo de la “independencia nacional”. En la hora de la lucha final, en la hora de la lucha a muerte contra el capital, la consigna del “derecho de los pueblos a la autodeterminación sólo presentaba riesgos y peligros precisamente porque servía a la burguesía como justificación ideológica para defender sus intereses, los cuales consistían entonces, básicamente, en aplastar al proletariado revolucionario. Y así ocurrió. Con semejante consigna, la burguesía de los países limítrofes de Rusia asesinó a los comunistas, disolvió los soviet y dejó que los ejércitos del imperialismo alemán y los ejércitos blancos utilizaran sus territorios como base de operaciones.
Incluso para la burguesía, la autodeterminación nacional era una burla, pues tan pronto como se desgajaron del dominio ruso, las pequeñas naciones de Europa del Este cayeron bajo la bota del imperialismo alemán u otros imperialismos, y desde entonces no han parado de moverse de un imperialismo a otro hasta que se asentaron por fin bajo el “ala protectora del imperialismo “soviético”. Y la política bolchevique sobre las naciones no sólo dio rienda suelta a la canalla contrarrevolucionaria en las naciones fronterizas, sino que, a mayor escala, le dio más credibilidad a la burguesía “democrática” de la Sociedad de Naciones, a Wilson y compañía, cuya propia versión de la autodeterminación estaba ya en ese tiempo en total contradicción con los objetivos del proletariado internacional. Y en verdad, desde entonces, la afirmación bolchevique del “derecho a la autodeterminación” ha sido usada por estalinistas, neofascistas, sionistas y demás charlatanes nacionalistas para justificar la existencia de un montón de pequeños regímenes imperialistas.
Cuando Rosa hacía su crítica, la hacía como revolucionaria que expresaba su honda solidaridad para con la revolución rusa y los bolcheviques. Y, en realidad, mientras hubo vida en la revolución, mientras los bolcheviques intentaron actuar por los intereses de la revolución mundial sus posiciones sobre la cuestión nacional, entre otras, podían ser criticadas como errores de un partido obrero revolucionario. En 1918, cuando Rosa Luxemburgo escribió sus críticas a los métodos de los bolcheviques, éstos todavía ponían todas sus esperanzas en una revolución proletaria en Occidente. Pero desde 1920, con la revolución retrocediendo por todas partes, los bolcheviques dan muestras claras de haber perdido la confianza en la clase obrera internacional. Y desde entonces insistirán cada vez más en unir la revolución rusa a los “movimientos de liberación nacional” en el Este, considerándolos como una gran amenaza para el sistema imperialista mundial. Desde el Congreso de Bakú de 1920 hasta el IV Congreso de la Internacional Comunista en 1922, esa insistencia no hizo sino aumentar constantemente, mientras que cantidades crecientes de ayuda material eran repartidas entre los movimientos nacionalistas de muy diferente naturaleza. Las desastrosas consecuencias de esta política casi ni rozaron las mentes de la burocracia bolchevique, la cual era cada día menos capaz de distinguir entre los intereses inmediatos de Rusia y los intereses del proletariado mundial.
Pongamos el ejemplo de Kemal Ataturk. A pesar de que éste había ejecutado a los líderes del Partido Comunista Turco en 1921, los bolcheviques siguieron otorgando al movimiento nacionalista de Ataturk un potencial “revolucionario”. Sólo cuando dicho movimiento firmó compromisos con los imperialistas de la “Entente” en 1923 empezaron a revisar su política para con él. Pero entonces, la política exterior del Estado ruso ya no tenía lo más mínimo de revolucionaria. Lo de Kemal no fue un accidente, sino sencillamente, la expresión de una nueva época, la época de la total incompatibilidad del nacionalismo con la revolución proletaria, de la imposibilidad para cualquier fracción de la burguesía de estar fuera del imperialismo. Esta misma política terminó en estrepitoso fracaso en Persia y Extremo Oriente. La “revolución nacional” contra el imperialismo fue un mito peligroso que costó la vida a millones de proletarios y comunistas. Desde entonces se hizo cada vez más claro que los movimientos nacionalistas, lejos de desafiar la hegemonía del imperialismo, no podían sino convertirse en peones del tablero de ajedrez mundial. Cuando un imperialismo es debilitado por este o aquel movimiento nacional, no hay duda de que otro imperialismo está sacando provecho del asunto.
El inevitable paso siguiente que iba a dar la Rusia “soviética” fue el de entrar claramente, también ella, en competencia imperialista con los capitalismos establecidos. Con la revolución mundial en trágica desbandada, con un proletariado ruso diezmado por la guerra civil y el hambre, y aplastados en Petrogrado y Kronstadt sus últimos intentos por recobrar el poder político, el partido bolchevique había acabado por volverse patrón y capataz del capital nacional ruso; y puesto que en la época de decadencia del capitalismo, los capitales nacionales no tienen ninguna otra alternativa que la de ser imperialistas, la política exterior del Estado ruso desde la mitad de los años 20, incluido el apoyo a los “movimientos de liberación nacional , ya no pueden verse como errores de un partido proletario, sino como estrategias imperialistas de un gran poder capitalista. Por eso, la política de alianzas del Comintern con la “revolución nacional democrática” en China, que acabó en matanza de los obreros chinos tras la insurrección de Shangai en 1927, no fue una “traición” o el resultado de los “errores” de Stalin o del PC Chino. Al minar en sus bases la insurrección de los obreros chinos, lo único que estaban ejerciendo aquellos era su oficio de clase en tanto que fracción del capitalismo mundial.