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Manifiesto del 50 aniversario de la Corriente Comunista Internacional

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El capitalismo amenaza a la humanidad: La revolución mundial es la única solución realista

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Nuestra organización, la Corriente Comunista Internacional, fue fundada en enero de 1975, hace poco más de medio siglo. Desde entonces, el mundo ha sufrido importantes transformaciones y nos corresponde presentar al proletariado un balance de este período para poder identificar las perspectivas que se le presentan hoy a la humanidad. Estas perspectivas son particularmente sombrías. Es una realidad que se percibe cada vez más intensamente entre la población, lo que explica, en particular, el crecimiento constante del consumo de drogas de todo tipo y el aumento de los suicidios, aún entre los niños. Incluso las instancias supremas de la burguesía mundial, desde la Organización de las Naciones Unidas hasta el Foro de Davos, que cada año, en enero, reúne a los principales líderes económicos del planeta, se ven obligadas a admitir la gravedad de las plagas que torturan a la humanidad y que amenazan cada vez más su futuro.

Los años 20 del siglo 21º se han presentado como un tiempo de brutal aceleración del deterioro de la situación mundial, con una acumulación de catástrofes -inundaciones o incendios- relacionadas con el cambio climático, una aceleración de la destrucción de la vida en el planeta, una pandemia que ha matado a más de 20 millones de seres humanos, el estallido de nuevas guerras cada vez más mortíferas, como en Ucrania, Gaza o África, particularmente en Sudán, Congo y Etiopía. Este caos mundial entró en una nueva etapa en enero de 2025 con la llegada al gobierno de la primera potencia mundial de un siniestro charlatán, Donald Trump, que aspira a jugar con el globo terráqueo como Charlie Chaplin en su película «El gran dictador».

Así pues, el presente manifiesto no se justifica sólo por el medio siglo de existencia de nuestra organización, sino también porque hoy nos enfrentamos a una situación histórica de extrema gravedad: el sistema capitalista que domina el planeta está conduciendo inexorablemente a la sociedad humana hacia su destrucción. Ante esta perspectiva abominable, corresponde a quienes luchan por el derrocamiento revolucionario de este sistema, los comunistas, presentar los argumentos históricos, políticos y teóricos para armar a la única fuerza de la sociedad capaz de llevar a cabo esta revolución: el proletariado mundial. Porque, sí, ¡otra sociedad es posible!

Revolución comunista mundial o destrucción de la humanidad

¡El fin del mundo! Este temor estuvo presente durante las cuatro décadas de la «Guerra Fría» que enfrentó a Estados Unidos y la Unión «Soviética» y sus respectivos aliados. Estas dos potencias habían acumulado suficientes armas nucleares como para destruir varias veces toda vida humana en la Tierra y sus conflictos permanentes a través de sus vasallos hacían temer que estos conflictos desembocaran en un enfrentamiento directo entre los dos gigantes, con el consiguiente uso de estas armas terroríficas. Para representar esta amenaza de muerte que pesaba sobre toda la humanidad, la Universidad de Chicago creó en 1947 un Reloj del Apocalipsis en el que la medianoche representa el fin del mundo.

Pero después de 1989, que vio el colapso de uno de los dos bloques, el que se autodenominaba «socialista», florecieron los discursos sobre la «paz» y la «prosperidad» por parte de los dirigentes del planeta, los periodistas y los «expertos» que cada noche acuden a los estudios de televisión para exhibir sus prejuicios, su incompetencia y sus mentiras. Mentiroso en jefe, el entonces presidente estadounidense George Bush padre, prometió incluso en 1990 una era de paz basada en un «nuevo orden mundial, en el que el imperio de la ley sustituirá a la ley de la selva y en el que los fuertes respetarán los derechos de los más débiles». (Discurso ante el Congreso de los Estados Unidos, 11 de septiembre de 1990).

Hoy en día, estos mismos personajes nos ofrecen discursos muy diferentes, conscientes de que quedarían completamente en ridículo si siguieran mostrando el optimismo de décadas anteriores. Porque ya no es ningún secreto para nadie que el mundo va muy mal y la idea de que se encamina hacia su destrucción vuelve a estar cada vez más presente en la sociedad, especialmente entre las jóvenes generaciones. Como la principal causa de esta angustia está, evidentemente, la destrucción del medio ambiente, que no es una perspectiva para el futuro, sino una realidad actual. Esta destrucción no toma sólo la forma de crisis climática con sus «fenómenos extremos», como inundaciones, tormentas, olas de calor, sequías que provocan desertificación e incendios de una magnitud nunca vista. También es todo lo vivo lo que está bajo amenaza de extinción, con la desaparición acelerada de especies, especialmente vegetales y animales. Es el envenenamiento del aire, el agua y los alimentos, y la creciente amenaza de pandemias como consecuencia de la destrucción de los entornos naturales, pandemias junto a las cuales la de la COVID de principios de la década de 2020 puede parecer una nimiedad. Y, por si estas catástrofes no bastaran para sembrar la angustia, ahora se suma la multiplicación de guerras cada vez más mortíferas, de las que nos llegan imágenes abominables de montones de ruinas y niños esqueléticos en Gaza o Sudán. Imágenes que recuerdan a los de mayor edad las de la terrible hambruna que sufrió Biafra durante la guerra a finales de los años 1960 y que causó dos millones de muertos.

El fin de la Guerra Fría, hace cuatro décadas, no significó el fin de las guerras. Al contrario, la desaparición de la disciplina que las dos superpotencias imponían a sus vasallos abrió la puerta a una multiplicación de enfrentamientos especialmente mortíferos (varios cientos de miles de muertos en Irak durante las guerras de 1991 y 2003, por ejemplo). Pero estos enfrentamientos ya no se inscribían en el marco del antagonismo entre los dos bloques Este-Oeste y durante ese período se había asistido a una reducción significativa de los gastos militares, en particular por parte de las grandes potencias. Hoy en día ya no es así: aunque no se han reconstituido nuevos bloques, preludio de una tercera guerra mundial, los gastos militares han vuelto a aumentar de forma espectacular. Y las armas que se acumulan de nuevo están destinadas a ser utilizadas, como se puede ver en estos momentos en Ucrania, Líbano, Gaza e Irán. La conocida sentencia «si quieres la paz, prepara la guerra», que los dirigentes del mundo nos repiten insistentemente hoy en día, siempre ha resultado ser falsa. Cuantas más armas haya y más guerras, que son inevitables en un sistema capitalista a la deriva, serán más mortales, sembrarán a una escala siempre creciente, la miseria, la destrucción, la hambruna, la muerte. Y una de las características de la situación mundial desde principios de la década de 2020 es que las calamidades que azotan al mundo tienden a combinarse cada vez más, a alimentarse y estimularse mutuamente en una especie de torbellino infernal. Así, por ejemplo, el deshielo de los glaciares como consecuencia del calentamiento global acentúa dicho calentamiento al favorecer la transformación de los rayos solares en calor. Del mismo modo, el cambio climático y las guerras provocan cada vez más hambrunas, lo que da lugar a una creciente emigración de la población hacia los países más desarrollados. Y esta inmigración favorece el auge del populismo xenófobo en esos países y el acceso al poder de fuerzas políticas que no pueden sino agravar aún más la situación. Este es especialmente el caso en el ámbito económico, como se puede ver con la política de Trump, cuyas medidas arancelarias acentúan aún más la inestabilidad del mercado mundial y de toda la economía capitalista, incluida la de Estados Unidos. Y así podríamos repasar todas las crisis y catástrofes que azotan al mundo para ver hasta qué punto no son más que diferentes manifestaciones de un caos generalizado que, cada vez más, escapa al control de los dirigentes del planeta y conduce a la humanidad hacia su destrucción. Desde el 28 de enero de 2025, el Reloj del Apocalipsis de Chicago marca las 23:58:31, el nivel más cercano a la medianoche hasta la fecha.

Ante la catástrofe que se avecina, ante la amenaza cada vez más clara de la destrucción de la humanidad, una parte de la población, especialmente de entre los jóvenes, no quiere someterse a la desesperación generalizada que invade la sociedad. Asistimos regularmente a movilizaciones por el clima, contra la destrucción del medio ambiente, contra la guerra, pero está claro que los líderes mundiales, incluso cuando tienen discursos ecologistas o pacifistas, se abstienen fundamentalmente de oponerse a estas lacras. Lo que vemos hoy es, por el contrario, un cuestionamiento generalizado de las pequeñas medidas «verdes» anunciadas ayer por los gobernantes, al tiempo que se desmienten día tras día sus discursos de paz. Y no es una cuestión de «buena» o «mala voluntad» de estos dirigentes. Algunos de ellos asumen de forma abierta y cínica sus políticas criminales: Putin y Netanyahu justifican de forma obscena sus bombardeos contra las poblaciones civiles, Trump se erige, con palabras y hechos, en defensor de la destrucción del medio ambiente. Dicho esto, son todos los gobiernos, independientemente de su discurso y su color político, los que llevan a cabo un aumento masivo del armamento y los que recortan repetidamente las políticas de protección del medio ambiente, además de atacar el nivel de vida de los trabajadores. Y esto por razones muy simples. En primer lugar, ante el creciente hundimiento de la economía capitalista, la concurrencia entre los Estados no puede sino intensificarse y éstos no tienen otros recursos, además de reducir el coste de la fuerza de trabajo, que atacar las políticas de protección del medio ambiente para ser más competitivos en el mercado mundial. En segundo lugar, como siempre ha ocurrido en el pasado, la agravación de las contradicciones económicas del capitalismo conduce a una intensificación de los antagonismos militares.

De hecho, si bien esas movilizaciones de la juventud contra la destrucción del medio ambiente y contra la guerra revelan una profunda preocupación por cuestiones esenciales, no pueden tener un peso real frente a la burguesía que dirige el mundo, ya que no se definen como una lucha frontal de la única clase que puede amenazar a la clase dominante, el proletariado. Por ello, son presa fácil de las campañas demagógicas de los partidos burgueses, cuyo objetivo es precisamente desviar a la clase obrera de su combate fundamental contra el capitalismo. Y ahí radica el núcleo de la situación histórica.

En realidad, el sistema capitalista está condenado por la historia, al igual que lo estuvieron, en su momento, el sistema esclavista de la Antigüedad y el sistema feudal de la Edad Media. Al igual que la sociedad feudal y, antes de ella, la sociedad esclavista, la sociedad capitalista ha entrado en un periodo de decadencia. Esta decadencia comenzó a principios del siglo 20º y tuvo su primera gran manifestación con la Primera Guerra Mundial. Era la prueba de que las leyes económicas del sistema capitalista, que habían permitido un progreso considerable de la producción material durante el siglo 19º, se habían convertido ahora en pesados obstáculos que se manifestaban en convulsiones crecientes como la Guerra Mundial o la crisis de 1929. Esta decadencia continuó a lo largo del siglo 20º, especialmente con la Segunda Guerra Mundial, que fue el resultado de esta crisis. Y aunque la posguerra conoció un período de prosperidad que coincidió con la reconstrucción, las contradicciones económicas del sistema capitalista volvieron a aparecer a finales de la década de 1960, sumiendo al mundo en convulsiones cada vez mayores, con una sucesión de crisis en los planos económico, militar, político y climático. Y estas crisis no podrán tener solución, ya que son el resultado de contradicciones insuperables que afectan a las leyes económicas del capitalismo. Así, la situación mundial no podrá sino agravarse, con un caos creciente y una barbarie cada vez más aterradora. Ese es el único futuro que nos puede ofrecer el sistema capitalista.

¿Debemos concluir que ya no hay esperanza, que nada, que ninguna fuerza de la sociedad será capaz de oponerse a este curso hacia la destrucción de la humanidad? Una idea se impone cada vez más entre quienes son conscientes de la gravedad de la situación: no hay solución dentro del sistema capitalista, que domina el mundo. Pero entonces, ¿cómo salir de este sistema? ¿Cómo quitar el poder a quienes lo ejercen? ¿Cómo abrirse camino hacia una sociedad que ya no sufra la barbarie del mundo actual, en la que los inmensos avances de la ciencia y la tecnología ya no se destinen a fabricar máquinas de muerte cada vez más espantosas o a hacer la Tierra cada vez más inhabitable, sino que, por el contrario, se pongan al servicio del desarrollo de los seres humanos? Una sociedad en la que se terminen las guerras, las injusticias, la miseria, la explotación y la opresión. Una sociedad en la que todos los seres humanos puedan vivir en armonía, en solidaridad y no en la competencia y la violencia. Una sociedad que ya no oponga al hombre y la naturaleza, sino que, por el contrario, lo sitúe como parte de ella.

Cuando se plantea la posibilidad de una sociedad así, no faltan las mentes «realistas» que se encogen de hombros y tratan de ridiculizar tales pensamientos: «son quimeras, cuentos para niños, utopías». Evidentemente, es en los sectores privilegiados de la sociedad y entre quienes se convierten en sus defensores serviles donde se encuentran los portavoces más fanáticos de este desprecio por las «ideas utópicas», pero hay que reconocer que su discurso influye en la gran mayoría de la sociedad. Para responder a todas estas preguntas sobre el futuro, primero es necesario examinar el pasado.

Recuperar la memoria de nuestras luchas pasadas para preparar las luchas futuras

Los sueños de una sociedad ideal en la que sean abolidas las injusticias, donde los seres humanos vivan en armonía existen desde hace mucho tiempo. Los encontramos, en particular, en el cristianismo primitivo, en las guerras campesinas en Alemania en el siglo 16º (los anabaptistas en torno al monje Thomas Müntzer), en la revolución inglesa del siglo 17º (los «Diggers» o «True Levellers») y en la revolución francesa de finales del siglo 18º (Babeuf y la «Conspiración de los Iguales»). Es cierto que estos sueños eran utópicos. No podían materializarse porque, en aquellas épocas, no existían las condiciones materiales para que se hicieran realidad. El desarrollo de la clase obrera, junto con la revolución industrial a finales del siglo 18º y principios del 19º, sentó la posibilidad de una sociedad comunista sobre bases materiales sólidas.  

Estas bases son, por un lado, la enorme abundancia de riquezas que hacen posible las leyes del capitalismo, una abundancia que permite potencialmente la plena satisfacción de las necesidades humanas y, por otro lado, el formidable crecimiento de la clase que produce lo esencial de estas riquezas, el proletariado moderno. En efecto, sólo la clase obrera es capaz de llevar a cabo el enorme trastocamiento que representa la abolición del capitalismo y la instauración del comunismo. Solo ella en la sociedad está realmente interesada en atacar radicalmente los fundamentos del capitalismo y, en primer lugar, la producción mercantil, que se encuentra en el centro de la crisis de este sistema. Porque es precisamente el mercado, el dominio de la mercancía en la producción capitalista, lo que está en la base de la explotación de los asalariados. La característica propia de la clase obrera, a diferencia de otras categorías de productores como los propietarios agrícolas o los artesanos, es estar privada de los medios de producción y verse obligada, para vivir, a vender su fuerza de trabajo a los propietarios de dichos medios de producción: los capitalistas privados o bien el Estado. Es porque, en el sistema capitalista, la propia fuerza de trabajo se ha convertido en una mercancía, e incluso en la principal de todas las mercancías, por lo que los proletarios son explotados. Por eso, la lucha del proletariado contra la explotación capitalista conlleva la abolición del salario y, por ende, la abolición de toda forma de mercancía. Además, esta clase produce, actualmente, la mayor parte de las riquezas de la sociedad. Lo hace en un marco colectivo, gracias al trabajo asociado desarrollado por el propio capitalismo. Pero este sistema no ha podido llevar a cabo hasta el final la socialización de la producción que había emprendido en detrimento de la pequeña producción individual.

Esta es precisamente una de las contradicciones esenciales del capitalismo: bajo su dominio, la producción ha adquirido un carácter mundial, pero los medios de producción siguen dispersos entre las manos de múltiples propietarios, empresarios privados o Estados nacionales, que se venden y se compran las mercancías producidas y que compiten los unos contra los otros. La abolición del mercado pasa, por tanto, por la expropiación de todos los capitalistas, por la toma colectiva por la sociedad del conjunto de estos medios de producción. Esta tarea solo puede llevarla a cabo la clase que no posee ningún medio de producción, ya que es ella la que los utiliza de forma colectiva.

1917: la revolución en Rusia

A quienes siguen afirmando que esta lucha revolucionaria del proletariado no es más que un «dulce sueño», basta con recordarles la realidad histórica. En efecto, a mediados del siglo XIX, especialmente con el movimiento cartista en Inglaterra, la insurrección de junio de 1848 en París, la fundación en 1864 en Londres de la Asociación Internacional de Trabajadores (que rápidamente se convirtió en una «potencia» en Europa) y la Comuna de 1871, el proletariado comenzó a demostrar que constituía una amenaza real para la clase capitalista. Y esta amenaza se confirmó plenamente con la revolución de 1917 en Rusia y la de 1918-23 en Alemania.

Estas revoluciones constituyeron una brillante confirmación de la perspectiva del Manifiesto Comunista adoptado por la Liga de los Comunistas en 1848 y redactado por Karl Marx y Friedrich Engels. Este documento fundamental concluía así: «Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente. Las clases dominantes pueden temblar ante una Revolución Comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen en cambio, un mundo que ganar.». Y, efectivamente, a partir de 1917, las clases dominantes, y en particular la burguesía, comenzaron a temblar. La fuerza de la ola revolucionaria internacional, que culminó en Rusia y Alemania, fue tal que obligó a los gobiernos a detener la guerra. Los trabajadores tomaron entonces conciencia de su fuerza, se organizaron como clase, se reunieron en asambleas generales permanentes, se organizaron en soviets («consejos» en ruso), discutieron, decidieron y actuaron juntos. Vieron nacer ante sus ojos los primeros indicios de otro mundo posible.

1920-1950: la contrarrevolución

Por parte de la burguesía, ante la posibilidad real de ver derrocado su sistema de explotación y, por lo tanto, perder sus privilegios, cunde el terror y el odio. En 1871, cuando el proletariado de París llevaba dos meses en el poder, la burguesía francesa, con la complicidad de las tropas prusianas que aún ocupaban Francia, desató una terrible represión contra los «comuneros», una «semana sangrienta» que se saldó con 20 000 muertos. Ante la ola revolucionaria de 1917, es la burguesía mundial, y no solo la de uno o dos países, la que desata su odio y su barbarie. De manera unánime, los dirigentes de todos los países, incluso los más «democráticos», apoyan a los ejércitos blancos dirigidos por los oficiales del régimen zarista derrocado, uno de los más retrógrados del mundo. Peor aún, los partidos «socialistas», que ya habían traicionado el principio proletario esencial del internacionalismo al participar activamente en la Guerra Mundial, tocaron fondo en la ignominia al encabezar la represión de la revolución en Alemania, provocando miles de muertos y el asesinato a sangre fría de las dos figuras más brillantes de la lucha proletaria: Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. «Alguien tiene que desempeñar el papel del perro sanguinario. No me asusta la responsabilidad», declaró Gustav Noske, uno de los líderes del Partido Socialdemócrata (SPD) y ministro de Defensa.

En Rusia, los ejércitos blancos fueron finalmente derrotados por el Ejército Rojo. Pero en Alemania, la burguesía logró aplastar en sangre los intentos de insurrección obrera en 1919, 1921 y 1923. La revolución rusa se encontró entonces aislada, lo que abrió el camino a la contrarrevolución.

Entonces se desarrolla el mayor drama del siglo XX: en Rusia, la contrarrevolución no triunfó desde «fuera», con los cañones de un ejército extranjero, no, actuó desde «dentro», supo desviar, aplastar, deportar y asesinar llevando una máscara roja, haciéndonos creer que era la revolución comunista. De hecho, la contrarrevolución surgió del Estado que se había levantado tras el derrocamiento del Estado burgués. Este Estado dejó de estar al servicio del proletariado en Rusia y en el resto del mundo para convertirse en defensor de la nueva burguesía estatal que sustituyó a la burguesía clásica y que ahora tenía la tarea de continuar con la explotación de la clase obrera. Era una nueva confirmación de la perspectiva planteada por los revolucionarios a mediados del siglo XIX: la revolución comunista solo podrá ser mundial. Esta perspectiva se afirmaba claramente en el texto de Engels «Principios del comunismo», que preparaba el Manifiesto comunista: «La revolución comunista [...] no será una revolución puramente nacional; se producirá al mismo tiempo en todos los países civilizados (...) También tendrá una repercusión considerable en todos los demás países del mundo y transformará por completo y acelerará el curso de su desarrollo. Es una revolución universal; por lo tanto, tendrá un alcance universal». Es un principio que han defendido con vigor todos los revolucionarios del siglo XX, en particular Lenin, a quien debemos esta afirmación tan clara: «La revolución rusa no es más que un destacamento del ejército socialista mundial, y el éxito y el triunfo de la revolución que hemos llevado a cabo dependen de la acción de ese ejército. Es un hecho que ninguno de nosotros olvida [...]. El proletariado ruso es consciente de su aislamiento revolucionario y ve claramente que su victoria tiene como condición indispensable y premisa fundamental la intervención unida de los trabajadores de todo el mundo». (23 de julio de 1918)

Por eso, la tesis de la «construcción del socialismo en un solo país», defendida por Stalin a partir de 1924, revela la traición de este y del partido bolchevique del que había tomado la dirección. Esta traición fue el primer acto de la terrible contrarrevolución que se abatió sobre el proletariado en Rusia y a escala internacional. En Rusia, vimos cómo Stalin y sus cómplices eliminaban uno tras otro a los mejores combatientes de la revolución de 1917, en particular durante los siniestros «juicios de Moscú» de 1936-1938, en los que los acusados, quebrantados por la tortura y las amenazas contra sus familias, se acusaban a sí mismos de los peores crímenes antes de ser fusilados con un tiro en la nuca. Al mismo tiempo, millones de trabajadores fueron asesinados o deportados a campos de concentración sin motivo alguno, con el fin de mantener un clima de terror entre la población. Fuera de Rusia, los partidos «comunistas» estalinizados se encontraron en primera línea del sabotaje e incluso de la represión de las luchas obreras, como ocurrió en Barcelona en mayo de 1937, cuando el proletariado de esa ciudad se rebeló contra la sumisión que le imponían cada vez más los estalinistas.

En Alemania, la mayor parte de la defensa del régimen capitalista había sido asumida por los partidos «democráticos» de la República de Weimar, y en particular por el Partido Socialdemócrata, pero la burguesía necesitaba infligir un «castigo» de una violencia inaudita a los proletarios de este país para quitarles definitivamente cualquier deseo de levantarse contra el orden capitalista. Y fue el Partido Nazi el que se encargó de esta inmunda tarea con la monstruosa crueldad que todos conocemos.

En cuanto a los sectores «democráticos» de la burguesía, en particular los que dominaban en Francia, el Reino Unido y los Estados Unidos, participaron en la contrarrevolución de una manera menos espectacular, pero igualmente eficaz. Estos sectores no se contentaron con apoyar la represión del proletariado revolucionario en Rusia y Alemania (así, la Francia victoriosa sobre Alemania en 1918 le devolvió 16 000 ametralladoras para asesinar a los obreros insurgentes). Fueron las instituciones «democráticas» las que sirvieron de trampolín a Hitler para acceder al poder y fue la muy democrática Inglaterra la que favoreció en España la victoria de Franco, aliado de Hitler y Mussolini. También fue durante los años treinta cuando las «democracias» dieron respetabilidad al régimen estalinista al aceptarlo en septiembre de 1934 en la Sociedad de Naciones (SDN), un organismo burgués que Lenin había calificado de «guarida de bandidos» cuando se creó en 1919. Una respetabilidad que se vio reforzada con la firma, en mayo de 1935, del «tratado franco-soviético de asistencia mutua» (conocido como pacto Laval-Stalin).

Así, la horrible barbarie que se desarrolló durante los años treinta con los regímenes estalinista e hitleriano, y con la complicidad de los regímenes «democráticos», nos advierte de la furia sanguinaria que se apodera de la clase explotadora cuando se ven amenazados sus privilegios y su poder sobre la sociedad.

Pero durante los años treinta, el proletariado y el conjunto de la sociedad mundial aún no habían tocado fondo. Esos años se caracterizaron por el colapso de la economía mundial, con terribles ataques contra la clase obrera, pero ésta, debido a la profundidad de su derrota, no fue capaz de responder a esos ataques retomando el camino de la revolución. Por el contrario, esos años desembocaron en la mayor tragedia que ha vivido la sociedad humana: la Segunda Guerra Mundial, con sus 60 millones de muertos, en su mayoría civiles, masacrados en los campos de concentración nazis o bajo las bombas lanzadas sobre las ciudades de ambos bandos. No es necesario describir aquí esta tragedia: ocho décadas después de su finalización, todavía hay muchos libros, artículos y programas de televisión que nos ofrecen relatos sobre ella. Recientemente, una exitosa película, Oppenheimer, ha recordado un episodio particularmente atroz de ese período: las bombas atómicas lanzadas sobre Japón por la «gran democracia estadounidense» en agosto de 1945.

Uno de los aspectos más terribles de esta guerra es que no provocó una respuesta del proletariado, como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial. Por el contrario, la victoria de los Aliados en 1945, presentada como el triunfo de la civilización sobre la barbarie, de la «democracia» sobre el fascismo, permitió reforzar las ilusiones que la burguesía mantiene en el seno de la clase obrera de los principales países, y en particular las relativas a la «democracia», presentada como la forma ideal de organización de la sociedad, una organización que, más allá de los discursos de sus defensores, perpetúa en realidad la explotación de los trabajadores, las injusticias, la opresión y las guerras.

Así, tras la Segunda Guerra Mundial, la clase dominante retomó los métodos que, durante los años treinta, le habían permitido paralizar al proletariado y reclutarlo para la carnicería imperialista. Antes y después de la guerra, una de las principales mistificaciones que la burguesía sirvió a los proletarios fue presentarles sus derrotas como victorias. Sin duda, el mito fraudulento del «Estado socialista» surgido de la revolución en Rusia y presentado como bastión del proletariado, cuando en realidad no era más que el defensor del capital nacional estatizado, constituyó el arma esencial tanto para reclutar como para desmoralizar al proletariado. Los proletarios de todo el mundo, en quienes el estallido de 1917 había despertado una inmensa esperanza, eran ahora invitados a someter incondicionalmente sus luchas a la defensa de la «patria socialista», y a aquellos que comenzaban a intuir la naturaleza antiobrera de esta, la ideología burguesa se encargaba de inculcar la idea de que la revolución no podía tener otro resultado que el que había tenido en Rusia: el surgimiento de una nueva sociedad de explotación y opresión aún peor que la sociedad capitalista.

De hecho, el mundo que surgió de la Segunda Guerra Mundial vio un refuerzo de la contrarrevolución, ya no principalmente en forma de terror, asesinatos de proletarios y campos de concentración, reservados ahora a los Estados «socialistas» (como en las sangrientas represiones de Alemania Oriental en 1953, Hungría en 1956 y Polonia en 1970), sino en la forma mucho más insidiosa del dominio ideológico de la burguesía sobre los explotados, un dominio favorecido por la mejora momentánea de la situación económica durante la reconstrucción de la posguerra.

Pero, como dice la canción La semaine sanglante, escrita tras la represión de la Comuna de París por el comunero Jean-Baptiste Clément (también autor de «Le temps des cerises»): «Los días malos terminarán». Y los «días malos» del dominio ideológico total de la burguesía terminaron en mayo de 1968.

1968: la reanudación de la lucha proletaria

La inmensa huelga de mayo del 68 en Francia (la mayor huelga de toda la historia del proletariado mundial) es el símbolo de la reanudación de las luchas obreras y del fin de la contrarrevolución. Porque mayo del 68 no es un «asunto francés», sino la primera respuesta a gran escala del proletariado mundial a los ataques de la burguesía, enfrentada a una nueva crisis económica que marca el fin del boom de la posguerra. El Manifiesto que adoptamos en nuestro primer congreso, afirma así: «Hoy, la llama proletaria se ha reavivado en todo el mundo. De forma a menudo confusa, vacilante, pero con estallidos que a veces sorprenden incluso a los revolucionarios, el gigante proletario ha levantado la cabeza y vuelve a hacer temblar el viejo edificio capitalista. Desde París hasta Córdoba [en Argentina], desde Turín hasta Gdansk, desde Lisboa hasta Shanghái, desde El Cairo hasta Barcelona, las luchas obreras se han convertido de nuevo en una pesadilla para los capitalistas. Al mismo tiempo, y como parte de esta recuperación general de la clase, han reaparecido grupos y corrientes revolucionarias que se han embarcado en la inmensa tarea de la reconstitución teórica y práctica de uno de los instrumentos más importantes del proletariado: su partido de clase».

Surge una nueva generación, una generación que no ha sufrido la contrarrevolución, una generación que se enfrenta al retorno de la crisis económica expresando todo un potencial de lucha y reflexión. Todo el ambiente social fue cambiando: tras los años de plomo, los trabajadores tienen sed de debate, de «construir un nuevo mundo», especialmente entre las generaciones más jóvenes. La palabra «revolución» se pronuncia por todas partes. Los textos de Marx, Lenin y Luxemburgo circulan y suscitan debates incesantes. La clase obrera intenta reapropiarse de su pasado y sus experiencias.

Pero una de las consecuencias fundamentales de esta ola de luchas obreras es que la burguesía ya no tiene vía libre para dar su propia respuesta a la crisis de su sistema económico. Para los comunistas, pero también para la gran mayoría de los historiadores, está claro que la Segunda Guerra Mundial fue el resultado de la crisis económica general que había comenzado en 1929. Esta guerra requirió una profunda derrota previa de la clase obrera, la única fuerza capaz de oponerse al desencadenamiento bélico, como se había visto ya en 1917 en Rusia y en 1918 en Alemania. Por ello, que el proletariado mundial fuese capaz de reaccionar de forma masiva y decidida ante los primeros ataques de la crisis surgida en 1968 significaba que sus principales sectores no estaban dispuestos a dejarse reclutar para la «defensa de la patria», a diferencia de lo que había ocurrido en la década de 1930. Y aunque no fuese resultado directo de las luchas obreras, la retirada de EE. UU. de Vietnam en 1973 demostró que la burguesía de la primera potencia mundial ya no era capaz de movilizar a su juventud obrera para la guerra, que esta juventud se negaba a ir a ser carne de cañón o a matar vietnamitas en nombre de la «defensa del mundo libre».

Esta fue la razón por la que el desarrollo de las contradicciones de la economía capitalista mundial no desembocó en un enfrentamiento generalizado entre los dos bloques, en una tercera guerra mundial.

Otra consecuencia esencial de esta reanudación de la lucha de clases es que impulsó no solo el retorno a la conciencia de muchos trabajadores de la idea de la revolución, sino también el desarrollo de pequeñas minorías que se reivindicaban de la Izquierda Comunista, corriente que, dentro y fuera de los partidos comunistas pasados al enemigo, había emprendido desde principios de los años veinte una lucha primero contra la degeneración de esos  partidos y, más tarde, contra el alistamiento del proletariado para la Segunda Guerra Mundial. Como escribimos en el Manifiesto del I Congreso de la CCI: «Durante años, las diferentes fracciones, en particular las izquierdas alemana, holandesa y, sobre todo, italiana, llevaron a cabo una notable labor de reflexión y denuncia de las traiciones de los partidos que seguían autodenominándose proletarios. Pero la contrarrevolución era demasiado profunda y prolongada para permitir la supervivencia de las fracciones. Golpeadas duramente por la Segunda Guerra Mundial y dado que esta no provocó ningún resurgimiento de la clase, las últimas fracciones que habían sobrevivido hasta entonces desaparecieron progresivamente o se embarcaron en un proceso de degeneración, esclerosis o regresión». Y precisamente, a raíz de las luchas obreras que estallaron a partir de mayo de 1968, vino aparecer toda una serie de grupos y círculos de discusión que se lanzaron al redescubrimiento de la Izquierda Comunista, entablaron debates entre ellos y algunos de los cuales, tras varias conferencias internacionales celebradas entre 1973 y 1974, participaron en la fundación de la Corriente Comunista Internacional en enero de 1975.

1970-1980: dos décadas de experiencia de lucha

La primera ola de luchas iniciada en mayo de 1968 fue sin duda la más espectacular: el «otoño caliente italiano» de 1969 (también llamado «mayo rampante»), el violento levantamiento en Córdoba (Argentina) en mayo del mismo año y la inmensa huelga en Polonia durante el invierno de 1970, importantes movimientos en España y Gran Bretaña en 1972... En España, en particular, los trabajadores comenzaron a organizarse a través de asambleas masivas, mientras aún perduraba el régimen franquista, un proceso que alcanzó su punto álgido en Vitoria en 1976. La dimensión internacional de la ola de luchas tuvo eco hasta Israel (1969 y 1972) y Egipto (1972), una región dominada por las guerras y el nacionalismo.

En parte, la impetuosidad de esta ola de luchas puede explicarse por qué pilló de sorpresa a la burguesía mundial de 1968. En efecto, tras décadas de contrarrevolución y de dominación ideológica y política sobre el proletariado, la clase explotadora había acabado creyéndose los discursos de quienes anunciaban la desaparición de toda perspectiva revolucionaria, e incluso el fin de la lucha de clases. Pero la clase dominante se recuperó rápidamente de su sorpresa y lanzó una contraofensiva para desviar la ira obrera hacia objetivos burgueses. Así, en el Reino Unido, la burguesía más antigua y experimentada del mundo sustituyó en marzo de 1974, y tras una serie de huelgas, al primer ministro conservador por Harold Wilson, líder del Partido Laborista, que se presenta como el defensor de los trabajadores, sobre todo por sus estrechos vínculos con los sindicatos. En este país, como en muchos otros, se pidió a los explotados que no obstaculizasen con sus luchas a los gobiernos de izquierda que, supuestamente, iban a defender sus intereses, o que permitiesen la victoria de estos en las elecciones.

Esta política de la burguesía en los principales países desarrollados logró calmar momentáneamente la combatividad obrera, pero a partir de 1974, el considerable agravamiento de la crisis capitalista y los ataques contra los proletarios provocaron un importante repunte de esta combatividad: huelgas de los trabajadores  petroleros iraníes, de las acerías en Francia en 1978, el «invierno de la ira» de 1978-79 en Gran Bretaña, los estibadores de Rotterdam (dirigidos por un comité de huelga independiente), los siderúrgicos de Brasil en 1979 (que también cuestionaban el control de los sindicatos). Esta ola de luchas alcanzó su punto álgido con la huelga general en Polonia en agosto de 1980, dirigida por un comité de huelga inter empresas (el MKS), en lo que fue, sin duda, el episodio más importante de la lucha de clases desde 1968. Y, si bien la severa represión de los trabajadores polacos en diciembre de 1981 puso fin a esta oleada de luchas, no pasó mucho tiempo antes de que se manifestara de nuevo la combatividad obrera con las luchas en Bélgica en 1983 y 1986, la huelga general en Dinamarca en 1985, la huelga de mineros en Inglaterra en 1984-85, las luchas de los ferroviarios y los trabajadores de la salud en Francia en 1986 y 1988, así como el movimiento de los empleados de la educación en Italia en 1987. Las luchas en Francia e Italia, en particular, al igual que la huelga masiva en Polonia, mostraron una capacidad real de autoorganización con asambleas generales y comités de huelga.

No se trata de una simple lista de huelgas. Este movimiento de oleadas de luchas no es un bucle repetitivo, sino que muestra avances reales en la conciencia de clase. Esto explica la aparición de las «coordinadoras» que, en varios países, especialmente en Francia e Italia, compiten con los sindicatos oficiales, cuyo papel de bomberos al servicio del Estado burgués se ha evidenciado cada vez más durante las luchas. Estas coordinaciones, que a menudo tenían un carácter corporativista, representaban una tentativa de los aparatos sindicales y de las organizaciones de extrema izquierda para perpetuar, bajo nuevas formas, el control del sindicalismo sobre los trabajadores con el fin de impedir la politización de sus luchas, es decir, la concepción de estas no solo como una forma de resistencia a los ataques capitalistas, sino también como preparativos para la lucha decisiva contra el sistema capitalista con el fin de derrocarlo.

1990: la descomposición

Pero ya durante los años 80 se empezaron a vislumbrar las dificultades de la clase obrera para desarrollar su lucha y llevar adelante su proyecto revolucionario.

La huelga masiva de Polonia en 1980 fue extraordinaria por su magnitud y por la capacidad de los trabajadores para autoorganizarse en la lucha. Pero también puso de manifiesto que, en los países del Este, las ilusiones en la “democracia” occidental eran enormes. Más grave aún, ante la represión que se abate en diciembre de 1981 sobre los trabajadores de Polonia, la solidaridad del proletariado de los países occidentales se reduce a declaraciones platónicas, incapaces de ver que, a ambos lados del telón de acero, se trata en realidad de una misma lucha de la clase obrera contra el capitalismo. Este es el primer indicio de la incapacidad del proletariado para politizar su lucha y desarrollar aún más su conciencia revolucionaria.

Estas dificultades a las que se enfrenta la clase obrera se ven agravadas por una nueva política puesta en marcha por los sectores dominantes de la burguesía. En la mayoría de los países, la «alternativa de izquierda» en el poder da paso a otra fórmula para enfrentarse a la clase obrera: la derecha vuelve al poder y se encarga de lanzar ataques de una violencia sin precedentes contra los trabajadores, mientras que la izquierda en la oposición se encarga de sabotear las luchas desde dentro. Así, en 1981, el presidente estadounidense Ronald Reagan despide a 11 000 controladores aéreos alegando que su huelga es ilegal. En 1984, la primera ministra británica Margaret Thatcher irá aún más lejos que su amigo Reagan. La clase obrera británica es en ese momento la más combativa del mundo, batiendo año tras año el récord de días de huelga. La burguesía de ese país, y también de otros, aspira a quebrar esa combatividad. En marzo de 1984, la «Dama de hierro» provocó a los mineros anunciando el cierre de numerosos pozos y, mano a mano con los sindicatos, logró aislarlos del resto de sus compañeros de clase. Durante un año, los mineros lucharon solos, hasta el agotamiento (Thatcher y su Gobierno habían preparado su golpe, acumulando en secreto reservas de carbón). Las manifestaciones fueron salvajemente reprimidas (tres muertos, 20 000 heridos, 11 300 detenidos). Los trabajadores británicos tardarán cuatro décadas en superar la desmoralización y la parálisis provocada por esta derrota, que puso de manifiesto la capacidad de la clase burguesa, en Gran Bretaña y en otras partes del mundo, para reaccionar astuta y eficazmente contra el desarrollo de las luchas obreras, impedir que estas desembocaran en una politización del proletariado e incluso socavando,  en algunos países, su sentimiento de pertenencia a una clase, en particular mediante la destrucción de su combatividad en sectores emblemáticos como las minas, los astilleros, la siderurgia o del automóvil.

Una pequeña frase de uno de nuestros artículos de 1988 resume el problema crucial al que se enfrentaba la clase obrera en aquella época: «Quizás sea más difícil hablar de revolución en 1988 que en 1968».

Esta ausencia temporal de perspectivas comienza a marcar a toda la sociedad. El nihilismo se extiende. Dos simples palabras contenidas en una canción del grupo punk Sex Pistols aparecen pintadas en las paredes de Londres: «No future».

En este contexto, en que comienza a vislumbrarse el agotamiento de la generación de 1968 y la descomposición de la sociedad, cae un nuevo golpe sobre nuestra clase: el colapso del bloque del Este y luego de la Unión “soviética” en 1989-91, desencadena una ensordecedora campaña sobre «la muerte del comunismo». La gran mentira «estalinismo = comunismo» fue explotada, una vez más, exhaustivamente: todos los crímenes abominables de ese régimen, en realidad capitalista, se atribuyeron a la clase obrera y a «su» sistema. Peor aún se proclamaba día y noche: «¡A esto es a lo que conduce la lucha obrera: a la barbarie y la ruina! ¡A eso conduce el sueño de la revolución: a la pesadilla!». En septiembre de 1989 escribíamos: «Incluso en su muerte, el estalinismo presta un último servicio a la dominación capitalista: al descomponerse, su cadáver sigue contaminando la atmósfera que respira el proletariado» (Tesis sobre la crisis económica y política en la URSS y los países del Este, Revista Internacional n° 60). Y esto se ha verificado de manera dramática. Esta sacudida de la historia, de gran trascendencia en la situación mundial agravó un fenómeno que comenzó a desarrollarse durante los años 80 y que, de hecho, había ya contribuido al colapso de los regímenes estalinistas: la descomposición general de la sociedad capitalista. La descomposición no es una situación pasajera o superficial, sino una dinámica profunda que deja su huella en toda la sociedad. Es la fase última de la decadencia del capitalismo, una fase de agonía que terminará con la destrucción de la humanidad o con la revolución comunista mundial. Como escribíamos en 1990: «... la crisis actual se ha desarrollado en un momento en que la clase obrera ya no sufría el yugo de la contrarrevolución. Por ello, su resurgimiento histórico a partir de 1968 demostró que la burguesía no tenía vía libre para desencadenar una tercera guerra mundial. Al mismo tiempo, si bien el proletariado tenía la fuerza necesaria para impedir tal desenlace, aún no había encontrado la fuerza para derrocar al capitalismo [...]. En una situación así, en la que las dos clases fundamentales y antagónicas de la sociedad se enfrentan sin lograr imponer su propia respuesta decisiva, la historia no puede detenerse. Menos aún que en los otros modos de producción que le precedieron, no puede existir para el capitalismo un ‘congelamiento’ o ‘estancamiento’ de la vida social. Mientras las contradicciones del capitalismo en crisis no hacen más que agravarse, la incapacidad de la burguesía para ofrecer la más mínima perspectiva para el conjunto de la sociedad y la incapacidad del proletariado para afirmar abiertamente la suya, en lo inmediato solo pueden conducir a un fenómeno de descomposición generalizada, de pudrimiento de raíz de la sociedad». (Tesis: la descomposición, fase última de la decadencia capitalista, punto 4).

Esta putrefacción afecta a la sociedad a todos los niveles y actúa como un verdadero veneno: aumentando el individualismo, la irracionalidad, la violencia, la autodestrucción, etc. El miedo y el odio se imponen poco a poco. Se desarrollan los cárteles de la droga en América Latina, el racismo en todas partes... El pensamiento está marcado por la imposibilidad de proyectarse hacia el futuro, por una visión de corto plazo y limitada; la política de la burguesía se ve cada vez más limitada a medidas puntuales. Este baño diario impregna inevitablemente a los proletarios. Atomizados, reducidos a individuos-ciudadanos, sufren de lleno la putrefacción de la sociedad.

2000-2010: intentos de lucha obstaculizados por la pérdida de identidad de clase

Los años 2000-2010 serán una sucesión de intentos de lucha que se enfrentarán al hecho de que la clase obrera ya no sabe que existe, que la burguesía ha logrado hacerle olvidar que es la fuerza social motriz de la sociedad y del futuro.

El 15 de febrero de 2003 tiene lugar una manifestación mundial contra la guerra que se avecina en Irak (que estallará efectivamente en marzo, con el pretexto de la «lucha contra el terrorismo», durará ocho años y causará un millón de muertos). En este movimiento hay un rechazo a la guerra, mientras que las sucesivas guerras de los años noventa no habían suscitado ninguna resistencia. Pero se trata sobre todo de un movimiento encerrado en el ámbito ciudadano y pacifista; no es la clase obrera quien lucha contra las veleidades guerreras de sus respectivos Estados, sino una suma de ciudadanos que reclaman a sus gobiernos una política de paz.

En mayo-junio de 2003, en Francia se sucedieron numerosas manifestaciones contra una reforma del régimen de pensiones. Estalló la huelga en el sector de la Educación Nacional, se cernió la amenaza de una «huelga general», que finalmente no se produjo y los profesores quedaron aislados. Este aislamiento sectorial es el fruto, evidentemente, de una política deliberada de división por parte de los sindicatos, pero este sabotaje tiene éxito porque se apoya en una gran debilidad de la clase: los docentes se consideran aparte, no se sienten miembros de la clase obrera. Por el momento, la propia noción de clase obrera sigue perdida en el limbo, rechazada, anticuada, vergonzosa.

En 2006, los estudiantes franceses se movilizaron masivamente contra un contrato precario especial para jóvenes: el CPE (Contrato de Primer Empleo). Este movimiento puso de manifiesto una paradoja: la reflexión continúa en la clase obrera, pero la clase no lo sabe. Los estudiantes redescubrieron una forma de lucha auténticamente obrera: las asambleas generales. En estas AG se producen discusiones reales; están abiertas a los trabajadores, los desempleados y los jubilados. Se desarrolla así la solidaridad obrera entre generaciones y entre sectores. Este movimiento muestra la emergencia de una nueva generación dispuesta a rechazar los sacrificios impuestos y a luchar. Sin embargo, esta generación también creció en los años noventa, por lo que se ve muy marcada por la aparente ausencia de la clase obrera, la desaparición de su proyecto y su experiencia. Esta nueva generación no se moviliza como clase explotada, sino que se diluye en la masa de «ciudadanos».

El «movimiento de ocupación de plazas» que se extenderá en 2011 por gran parte del planeta presenta las mismas fortalezas y debilidades. También aquí se desarrolla la combatividad, al igual que la reflexión, pero sin referencia a la clase obrera y su historia. Para los Indignados de España o los Occupy de Estados Unidos, Israel y Reino Unido, la tendencia a verse a sí mismos como «ciudadanos» en lugar de proletarios hace que todo este movimiento sea vulnerable a la ideología democrática. Como resultado, «¡Democracia Real Ya!» se convierte en la consigna del movimiento. Y los partidos burgueses como Syriza en Grecia y Podemos en España pueden presentarse como los verdaderos herederos de estas revueltas. En otras palabras, los obreros y los hijos de obreros, movilizados como «ciudadanos» entre otros sectores descontentos de la sociedad, los pequeños empresarios, los comerciantes y artesanos empobrecidos, los campesinos, etc., no pueden desarrollar sus luchas contra la explotación y, por tanto, contra el capitalismo; por el contrario, se encuentran bajo la bandera de las reivindicaciones por un capitalismo más justo, más humano, mejor gestionado, por mejores dirigentes.

El período 2003-2011 representa así toda una serie de esfuerzos de nuestra clase por luchar contra el continuo deterioro de las condiciones de vida y de trabajo bajo este capitalismo en crisis, pero, privada de identidad de clase, ello desemboca (temporalmente) en un marasmo aún más grande.

Y el agravamiento de la descomposición en la década de 2010 reforzará aún más estas dificultades: desarrollo del populismo, con toda la irracionalidad y el odio que contiene esta corriente política burguesa, proliferación a escala internacional de los atentados terroristas, toma del poder en regiones enteras por parte de los narcotraficantes en América Latina, de los señores de la guerra en Oriente Medio, África y el Cáucaso, inmensas oleadas de migrantes que huyen del horror del hambre, de la guerra, de la barbarie, de la desertificación relacionada con el calentamiento climático... el Mediterráneo se convierte en un cementerio acuático.

Esta dinámica podrida y mortífera tiende a reforzar el nacionalismo y a apoyarse en la «protección» del Estado, a dejarse influir por las falsas críticas al sistema que ofrece el populismo (y, para una minoría, el yihadismo). La falta de identidad de clase se ve agravada por la tendencia a la fragmentación en identidades raciales, sexuales y otras categorías particulares, lo que a su vez refuerza la exclusión y la división, cuando solo la lucha proletaria puede llevar consigo la unidad de todos los sectores de la sociedad víctimas de la barbarie del capitalismo. Y ello por la razón fundamental de que es la única lucha que puede abolir este sistema.

2020: el retorno de la combatividad obrera

Pero la situación actual no se puede resumir en este pudrimiento de la sociedad. Hay otras fuerzas en juego además de la destrucción y la barbarie: la crisis económica no deja de agravarse y cada día impulsa más la necesidad de luchar; el horror cotidiano plantea constantemente preguntas que los trabajadores no pueden dejar de tener en mente; las luchas de los últimos años han comenzado a aportar algunas respuestas y estas experiencias van dejando huella sin que nos demos cuenta. En palabras de Marx: «Reconocemos a nuestro viejo amigo, nuestro viejo topo, que sabe trabajar bien bajo tierra para aparecer de repente».

En 2019, se desarrolla en Francia un movimiento social contra una nueva reforma de las pensiones. Más aún que la combatividad, que es muy grande, lo que resulta más significativo de la dinámica en marcha es la tendencia a la solidaridad entre generaciones que se expresa en las manifestaciones: muchos trabajadores cercanos a los sesenta años —y, por lo tanto, no afectados directamente por la reforma— hacen huelga y se manifiestan para que los jóvenes asalariados no sufran este ataque de la burguesía.

El estallido de la guerra en Ucrania, en febrero de 2022, provoca el pánico; hay entre la clase obrera el temor de que el conflicto se extienda y se agrave. Pero, al mismo tiempo, la guerra agrava considerablemente la inflación. El Reino Unido, que ya se enfrentaba a los desastrosos efectos del Brexit, es el país más afectado. Ante este deterioro insostenible de las condiciones de vida y de trabajo, estalla la huelga en múltiples sectores del país (salud, educación, transportes...): es lo que los medios de comunicación denominarán «el verano de la ira», en referencia al «invierno de la ira» de 1978-79.

Al establecer este paralelismo entre estos dos grandes movimientos separados por 43 años, los periodistas, a menudo de forma involuntaria, señalan una realidad fundamental: detrás de esta expresión de «ira» se esconde un movimiento extremadamente profundo. Dos expresiones se repiten entre los piquetes de huelga: «Enough is enough» (Ya basta) y «Somos trabajadores». En otras palabras, si los trabajadores británicos se rebelan contra la inflación, no es solo porque sea insostenible. Es también porque la conciencia ha madurado en las mentes de los trabajadores, porque el topo ha cavado durante décadas y ahora asoma un poco su hocico: el proletariado comienza a recuperar su identidad de clase, a sentirse más seguro, a sentirse una fuerza social y colectiva. Las luchas de la clase obrera en el Reino Unido en 2022 tienen una importancia y un significado que trascienden ampliamente las fronteras de este país. Por un lado, se libran en un país de primera importancia en el mundo, en el plano económico, financiero y político, sobre todo por el dominio del idioma inglés y los vestigios del imperio británico de la gran época del capitalismo. Por otro lado, se trata del proletariado más antiguo del mundo que se ha visto en acción, un proletariado que, durante la década de 1970, había demostrado una combatividad excepcional, pero que luego, con los años de Thatcher, sufrió una derrota importante que lo paralizó durante décadas, a pesar de los ataques masivos de la burguesía. El espectacular despertar de este proletariado es indicativo de un cambio profundo en la mentalidad y la conciencia de todo el proletariado mundial.

En Francia se está desarrollando una nueva movilización y, también allí, los manifestantes destacan su pertenencia al campo de los trabajadores y retoman la consigna «Enough is enough», traduciéndolo como «C’est assez» (¡Ya basta!). En las manifestaciones aparecían referencias a la gran huelga de mayo del 68. Por lo tanto, teníamos razón al escribir en 2020: «Los logros de las luchas del periodo 1968-1989 no se han perdido, aunque muchos obreros (y revolucionarios) los hayan olvidado: la lucha por la auto organización y la extensión de las luchas; el inicio de la comprensión del papel antiobrero de los sindicatos y los partidos capitalistas de izquierda; resistencia al reclutamiento bélico; desconfianza hacia el juego electoral y parlamentario, etc. Las luchas futuras deberán basarse en la asimilación crítica de estos logros, yendo mucho más lejos, y desde luego no en su negación u olvido».

La clase obrera debe partir a la reconquista de su propia historia. Concretamente, las generaciones que vivieron 1968 y la confrontación con los sindicatos en los años 70 y 80 siguen vivas en la actualidad. Los jóvenes de las asambleas de 2006 y 2011 también deben compartir sus esfuerzos con los jóvenes de hoy. Esta nueva generación de la década de 2020 no ha sufrido las derrotas de los años 80 (especialmente bajo Thatcher y Reagan), ni la mentira de 1990 sobre la «muerte del comunismo» y el «fin de la lucha de clases», ni los años de plomo que siguieron. Ha crecido en una crisis económica permanente y un mundo en ruinas, por lo que conserva su combatividad intacta. Esta nueva generación puede arrastrar consigo a todas las demás, aunque debe escucharlas y aprender de sus experiencias, tanto de sus victorias como de sus derrotas. El pasado, el presente y el futuro pueden volver a converger en la conciencia de los proletarios.

Ante los efectos devastadores de la descomposición, el proletariado tendrá que politizar sus luchas

Como hemos visto, los años 2020 han abierto de par en par, en todo el mundo, la perspectiva de convulsiones sin precedentes en el pasado, con la destrucción de la humanidad como resultado final.

Más que nunca, la clase obrera se enfrenta a un reto importante: desarrollar su proyecto revolucionario y proponer así la única perspectiva posible: el comunismo. Para ello, debe ser capaz de resistir todas las fuerzas centrífugas que se ejercen sobre ella sin descanso, debe ser capaz de no dejarse atrapar por la fragmentación social que empuja al racismo, a la confrontación entre bandas rivales, al repliegue, al miedo, debe ser capaz de no ceder a los cantos de sirena del nacionalismo y la guerra (ya se presente como «humanitaria», «antiterrorista», de «resistencia», etc.). Las diferentes burguesías siempre acusan a la parte enemiga de «barbarie» para justificar su propia barbarie. Resistir a toda esta podredumbre que poco a poco gangrena a toda la sociedad y lograr desarrollar su lucha y su perspectiva, implica necesariamente que toda la clase obrera eleve su nivel de conciencia y organización, logre politizar sus luchas, cree espacios de debate, elaboración y gestión de las huelgas por parte de los propios trabajadores. Porque la lucha del proletariado contra el capitalismo es:

•  La solidaridad obrera contra la fragmentación social.

• El internacionalismo contra la guerra.

• La conciencia revolucionaria contra las mentiras de la burguesía y la irracionalidad populista.

• La preocupación por el futuro de la humanidad contra el nihilismo y la destrucción de la naturaleza.

Revolucionarios de todo el mundo

Este breve repaso de décadas de luchas obreras hace emerger una idea esencial: el combate histórico de nuestra clase por el derrocamiento del capitalismo aún será largo. En su camino se alzarán una sucesión de obstáculos, trampas y derrotas. Para salir finalmente victorioso, éste combate revolucionario requerirá una elevación general de la conciencia y de la organización de toda la clase obrera, a nivel mundial. Para que esta elevación general pueda producirse, el proletariado deberá enfrentarse en la lucha a todas las trampas tendidas por la burguesía y, al mismo tiempo, reapropiarse de su pasado, de su experiencia acumulada durante dos siglos.

Cuando, el 28 de septiembre de 1864, se fundó en Londres la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), esta organización se convirtió en la encarnación de la naturaleza mundial del combate proletario, condición para el triunfo de la revolución mundial. Ésta es la fuente de inspiración del poema escrito en 1871 por el comunero Eugène Pottier, que se convertirá en un canto revolucionario transmitido de generaciones en generaciones de proletarios en lucha, en casi todos los idiomas del planeta. La letra de La Internacional subraya hasta qué punto esta solidaridad del proletariado mundial no pertenece al pasado, sino que apunta hacia el futuro:

Unámonos, y mañana,

La Internacional,

Será el género humano

Este reagrupamiento internacional de las fuerzas revolucionarias es tarea que corresponde realizar a las minorías militantes organizadas. En efecto, si bien las masas de la clase obrera realizan este esfuerzo de reflexión y auto organización esencialmente durante períodos de luchas abiertas, una minoría siempre está comprometida, en todos los períodos de la historia, en el combate permanente por la revolución. Estas minorías encarnan y defienden la constancia y la continuidad históricas del proyecto revolucionario del proletariado, que las secretó para este propósito. Para retomar las palabras del Manifiesto Comunista de 1848: «¿Cuál es la posición de los comunistas con respecto a los proletarios en general? Los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros partidos obreros. No tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado. No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento proletario. Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre proletarios y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto. Prácticamente, los comunistas son, pues, el sector más resuelto de los partidos obreros de todos los países, el sector que siempre impulsa adelante a los demás; teóricamente, tienen sobre el resto del proletariado la ventaja de su clara visión de las condiciones, de la marcha y de los resultados generales del movimiento proletario». Es sobre esta minoría que reposa la responsabilidad primera de organizar, debatir, clarificar todas las cuestiones, de sacar las lecciones de los fracasos pasados y hacer vivir la experiencia acumulada. Hoy, esta minoría, extremadamente poco numerosa y fragmentada en numerosas pequeñas organizaciones, debe reagruparse para confrontar las diferentes posiciones y análisis, reapropiarse de las lecciones que nos legaron las fracciones de la Izquierda Comunista y preparar el futuro. Para llevar a cabo el proyecto revolucionario mundial, el derrocamiento del capitalismo en todo el planeta es necesario que el proletariado se dote de una de sus armas más valiosas, cuya carencia le ha costado tan cara en el pasado: su partido revolucionario mundial. Así, en octubre de 1917, el Partido Bolchevique desempeñó un papel esencial en el derrocamiento del Estado burgués en Rusia. Por el contrario, una de las causas de la derrota del proletariado en Alemania consiste en la falta de preparación del partido comunista en ese país, partido que se fundó sólo hasta el curso mismo de la revolución. Su inexperiencia le llevó a cometer errores que contribuyeron a la derrota final de la revolución en Alemania y, en consecuencia, en el resto del mundo.

¿Y AHORA?

La situación del combate proletario ha cambiado considerablemente en el último medio siglo. Como hemos visto, los obstáculos que ha encontrado la clase obrera en su camino hacia la revolución se han revelado mucho más importantes de lo que se podía sospechar durante la fundación de nuestra organización. Sin embargo, hoy siguen siendo totalmente vigentes las palabras que figuran en el Manifiesto adoptado por el Primer Congreso de la CCI: «Con sus medios aún modestos, la Corriente Comunista Internacional ha emprendido la larga y difícil tarea del reagrupamiento de los revolucionarios (...). Rechazando el monolitismo de las sectas, llama a los comunistas de todos los países a tomar conciencia de las inmensas responsabilidades que les incumben, a abandonar las falsas querellas que les oponen, a superar las divisiones artificiales que el viejo mundo hace pesar sobre ellos. Les llama a unirse a este esfuerzo para constituir, antes de los combates decisivos, la organización internacional y unificada de su vanguardia».

Asimismo, las palabras del Manifiesto del 9º Congreso de la CCI conservan toda la validez que tenían en 1991: «Jamás en la historia los retos han sido tan dramáticos y decisivos. Jamás una clase social ha tenido que enfrentar una responsabilidad comparable a la que hoy reposa sobre el proletariado. Si éste no fuera capaz de asumir esta responsabilidad, sería el fin de la civilización y también de la humanidad. Miles de años de progreso, de trabajo, y de reflexión serían aniquilados para siempre. Dos siglos de luchas proletarias, millones de mártires obreros no habrían servido de nada. Para repeler todas las maniobras criminales de la burguesía, para desenmascarar sus infames mentiras y desarrollar vuestras luchas por la revolución comunista mundial, para abolir el reino de la necesidad y acceder por fin el reino de la libertad:

"¡Proletarios de todos los países, uníos!"

 Corriente Comunista Internacional

(septiembre de 2025)

Rubric: 

Manifiesto del 50 aniversario de la Corriente Comunista Internacional

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