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DESDE el mes de mayo, se han ido acumulando los nubarrones de la tor-
menta de una guerra nuclear total entre India y Pakistán. Desde
el atentado del 13 de diciembre de 2001 contra el Parlamento indio, las
relaciones indo-pakistaníes no han cesado de degradarse. Tras el
de principios de mayo de 2002 en Jammu (estado indio de Jammu y Cachemira)
atribuido a terroristas islamistas, esa degradación ha desembocado
en los recientes enfrentamientos en Cachemira.
El conflicto actual entre esos dos países, que hasta ahora se había
limitado a los que los media nombran "duelos de artillería"
por encima de una población aterrorizada, no es el primero, especialmente
a causa de Cachemira, que ya ha conocido varias centenas de miles de muertos,
pero nunca antes la amenaza de usar el arma nuclear había sido
tan seria. Pakistán, en inferioridad, pues dispone de 700 000 soldados
(mientras que India posee 1 200 000) y 25 misiles nucleares, de menor
alcance (mientras que India posee 60), "había anunciado claramente
que frente a un enemigo superior, estaba dispuesto a lanzar un ataque
nuclear" (The Guardian, 23 mayo de 2002). India, por su parte, intenta
deliberadamente arrastrar al enfrentamiento militar abierto. El objetivo
de Pakistán es, en efecto, desestabilizar Cachemira y hacer que
esta región caiga de su lado, a través de guerrillas y grupos
infiltrados. India, por su parte, tiene el mayor interés en atajar
ese proceso mediante un enfrentamiento directo.
Por eso les ha entrado una verdadera inquietud a las burguesías
de los países desarrollados, la norteamericana y la británica
en primer término (1), de encontrarse ante una catástrofe
que podría producir millones de muertos. Y, tras el fracaso de
la conferencia de países de Asia central, celebrada en Kazajistán
a primeros de junio, orquestada por un Putin, teledirigido para la ocasión
por la Casa Blanca, se ha necesitado todo el peso de Estados Unidos enviando
al secretario de estado de Defensa, Donald Rumsfeld, a Karachi e interviniendo
Bush directamente ante los dirigentes indios y pakistaníes, para
que bajara la tensión. Pero como lo reconocen los propios dirigentes
occidentales, los riesgos de un patinazo sólo momentáneamente
han sido postergados. Nada está arreglado.
India y Pakistán, una rivalidad insuperable
Cuando se partió el antiguo imperio británico de las Indias
en 1947, y de él nacieron (además de Sri Lanka y Birmania)
los estados independientes de India y Pakistán occidental y oriental,
la burguesía inglesa y, con ella, su aliada estadounidense, sabían
perfectamente que estaban fabricando dos naciones rivales de nacimiento.
Siguiendo el refrán "divide y vencerás", el objetivo
de semejantes recortes artificiales era debilitar, en sus fronteras oriental
y occidental, a ese inmenso país cuyo dirigente Nehru había
declarado su deseo de mantenerse "neutral" respecto a las grandes
potencias y de hacer de India una superpotencia regional. En el período
inmediato de posguerra en que se estaban dibujando ya los bloques del
Este y del Oeste, el acceso a la independencia de India significaba, en
efecto, para una Gran Bretaña ferozmente antirrusa y unos Estados
Unidos que intentaba imponer su hegemonía en el mundo, el riesgo
de verla pasarse al enemigo soviético.
Cuando se forma la "democrática" "nación"
india bajo la dirección del pandit, tres regiones, entre las cuales
el futuro estado de Jammu y Cachemira, que debían formar parte
de Pakistán, fueron anexionadas a la fuerza por India, primera
expresión de una manzana de la discordia permanente que se cristalizaba
en reivindicaciones territoriales. Toda la historia de esos dos países
está jalonada por enfrentamientos bélicos a repetición
en los que el gobierno de Nueva Delhi, en general a la ofensiva, intenta
ganar zonas que considera que le pertenecen por "naturaleza".
Así fue con la guerra de Cachemira en 1965, las de 1971 en Pakistán
oriental (que será el Bangladesh actual) y en Cachemira, hasta
el conflicto de este año.
El interés de la burguesía india no se limita, sin embargo,
a la necesidad de expansión inherente a todo imperialismo. Radica
en la necesidad de que el Estado indio sea reconocido como superpotencia
con la que se debe contar, no sólo ante la llamada "comunidad
internacional" de los Grandes, sino también frente a su rival
principal, China. Pues tras la permanente agresividad de India hacia Pakistán
hay que ver la competencia fundamental con China por la plaza de "gendarme"
del Sureste asiático.
En 1962, la guerra chino-india y la victoria de Pekín revelaron
a la burguesía india que China era su peor enemigo, al igual que
la mediocridad de su propio armamento. Lo que el Estado indio procura
hacer es tomarse la revancha contra China. La guerra en Pakistán
oriental en 1971 debe ya entenderse en ese marco de hostilidad imperialista
que anima a ambas burguesías. Es evidente que hoy un conflicto
de gran envergadura entre India y Pakistán que dejara exangüe
a éste e incluso borrado del mapa, sería un revés
para un Estado chino que había puesto todas sus fuerzas en apoyar
a Islamabad. No es casualidad si fue China, cuando la URSS "regaló"
el arma nuclear a India como sello del "Pacto de cooperación"
entre ambos países, quien hizo lo mismo con Pakistán, con
el beneplácito estadounidense, para así rebajar las pretensiones
indias.
La hipocresía de las grandes potencias
Las grandes potencias, EE.UU en cabeza, están hoy sin lugar a
dudas muy inquietas ante la posibilidad de que estalle una guerra nuclear
entre India y Pakistán, pero no es evidentemente por razones humanitarias,
ni mucho menos. La preocupación que tienen es, ante todo, impedir
que se produzca una nueva etapa en la agravación de la tendencia
de "cada uno para sí" que hoy impera en el planeta desde
que se hundió en bloque del Este y la desaparición tras
él del que fue su rival del Oeste. Durante el periodo de guerra
fría que siguió a la Segunda Guerra mundial, las rivalidades
entre Estados estaban bajo el control de la necesaria disciplina de bloques
y reguladas por esa disciplina. Ni siquiera un país como India
que intentaba ir por su cuenta y sacar partido a la vez del potencial
militar del Este y de la tecnología del Oeste, tenía campo
libre para imponerse como gendarme del Sureste asiático. Hoy los
Estados dan rienda suelta a sus ambiciones. Ya en 1990, un año
apenas después del desmoronamiento del bloque ruso, la amenaza
de guerra nuclear entre India y Pakistán tuvo que ser conjurada
mediante las presiones de EE.UU.
Puede uno darse cuenta de la intensidad alcanzada por el antagonismo entre
esas dos potencias nucleares de segundo orden por las propias dificultades
de EE.UU para imponer su voluntad en la región. Apenas unos meses
después de haber dado una importante demostración de fuerza
en Afganistán, con el fin de obligar a otros Estados a alinearse
tras EE.UU, dos de sus aliados en esta guerra se enfrentan. He aquí
una región más, en la que EE.UU quería imponer su
orden por medios militares, amenazada de desastre.
Desde el final de la Guerra fría, EE.UU ha lanzado operaciones
militares de gran envergadura para afirmar su dominio sobre el mundo como
única superpotencia mundial. Tras la Guerra del Golfo de 1991,
en lugar de nuevo orden mundial, lo que hemos visto ha sido el estallido
de la región balcánica, acompañado de los horrores
de la guerra y de una insondable miseria ahora permanente. En 1999, tras
la demostración de fuerza americana contra Serbia, las potencias
imperialistas europeas han seguido oponiéndose abiertamente a la
política estadounidense, en especial sobre el tema del "escudo
antimisiles" cuya realización está acelerando Bush
a toda velocidad. Y también ha sido para mostrar esa voluntad si
EE.UU está machacando Afganistán, con el pretexto de los
atentados del 11 septiembre.
Ya sean grandes potencias como Alemania, Francia o Gran Bretaña,
ya sean potencias regionales como Rusia, China, India e incluso Pakistán,
todas se ven abocadas a lanzarse a mutuo degüello en peleas cada
vez más destructoras. Y de ello es una ilustración patente
el actual conflicto entre India y Pakistán, que, junto a la posguerra
en Afganistán, es el ojo del huracán.
En una situación general semejante, de caos y de "cada uno
para sí", provocada en primer término por las tensiones
crecientes entre grandes potencias, la hipocresía de éstas
ha aparecido una vez más ante el mundo. Expresando la inquietud
de las burguesías "civilizadas" ante la posibilidad de
estallido de un conflicto nuclear, sus medios de comunicación señalan
con el dedo al presidente pakistaní, Musharraf, y al primer ministro
indio, Vajpayee, tildándolos de irresponsables que parecen "no
darse cuenta de la verdadera escala del desastre que resultaría
del uso de armas atómicas, incapaces de no ver que las consecuencias
serían la destrucción total de sus países" (The
Times, 1 junio de 2002).
¡Es como el cerdo llamando cochino al burro! ¿Serían
las grandes potencias "responsables"? Sin duda, sí, responsables
de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki al final de
la Segunda Guerra mundial, responsables de la proliferación espantosa
de armas nucleares durante toda la Guerra fría, responsables de
su acumulación so pretexto de que la "disuasión nuclear",
el "equilibrio del terror" (!) serían la mejor garantía
de paz. Y son hoy esos países desarrollados los que siguen poseyendo
los depósitos más importantes de armas de destrucción
masiva, incluidas las nucleares.
La lucha antiterrorista, un pretexto y una mentira
Para la mayoría de los media, esta situación se debería
al "fundamentalismo religioso". Para la clase dominante india,
los responsables de los atentados terroristas en Cachemira y contra el
Parlamento indio son los fundamentalistas islamistas apoyados por Pakistán.
Del otro lado, la clase dominante pakistaní denuncia los excesos
nacionalistas del fundamentalismo hindú del BJP, partido en el
poder en India, y en especial su represión contra los "combatientes
de la libertad" en Cachemira.
En India, el BJP utiliza los atentados terroristas en Cachemira y en el
resto de India para justificar sus amenazas militares contra Pakistán.
Mientras tanto, ese partido estaba involucrado en las matanzas intercomunitarias
que ocurrieron en el Estado de Gujarat, durante las cuales cientos de
fundamentalistas hindúes fueron quemados vivos en un tren por militantes
islamistas y después, en represalia, fueron asesinados miles de
musulmanes. Paralelamente, la burguesía pakistaní no sólo
ha intentado desestabilizar a India aportando su apoyo a la lucha organizada
en Cachemira contra la dominación india, sino también denunciando
algo que es cierto: que India apoya a grupos terroristas en Pakistán.
Y también inyectando constantemente el nacionalismo más
violento en ambos campos, los explotadores arrastran a amplias capas de
la población en apoyo de sus ambiciones imperialistas. El uso de
los nacionalismos, de los odios raciales y religiosos, no es desde luego
algo nuevo ni propio de los países de la periferia del capitalismo.
Las burguesías de los principales países capitalistas han
transformado esas manipulaciones en un verdadero arte. Durante la Primera
Guerra mundial, cada campo acusó al otro de ser el "mal"
y una "amenaza para la civilización". En los años
30, Hitler y también Stalin usaron el antisemitismo y el nacionalismo
para movilizar a las poblaciones. Los Aliados "civilizados"
lo hicieron todo por atizar la histeria anti-alemana y anti-japonesa,
con el uso cínico del Holocausto para justificar los bombardeos
sobre la población alemana y con el punto culminante del horror
nuclear contra Japón por dos veces. Durante la Guerra fría,
los dos bloques cultivaron odios parecidos para ajustarse las cuentas.
Y desde 1989, en nombre de lo "humanitario", los dirigentes
de las grandes potencias han permitido que se multiplicaran las "limpiezas
étnicas" y han atizado los odios religiosos y raciales que
han llevado a tantas regiones del planeta a una sucesión de guerras
y de carnicerías.
Una amenaza de primer orden contra la clase obrera y el resto de la humanidad
La clase obrera es una amenaza y por eso el capitalismo necesita usar
todas las mentiras a su disposición para ocultar la verdadera naturaleza
imperialista de sus guerras y desviar así a la clase obrera del
camino de su propio combate de clase. Localmente, en Asia del Sureste,
la clase obrera no da muestras de una combatividad capaz de hacer cesar
una guerra. Internacionalmente, la clase obrera está en un estado
momentáneo de impotencia frente a un capitalismo que se desgarra,
con el peligro de ver millones de cadáveres en unos cuantos minutos
por los suelos de una región del planeta.
Y sin embargo la única fuerza histórica capaz de parar el
carro incontrolable y destructor del capitalismo en plena descomposición
sigue siendo el proletariado internacional y, sobre todo, el de los países
centrales del capitalismo. Éste, mediante del desarrollo de sus
luchas por la defensa de sus propios intereses, podrá mostrar a
los obreros del subcontinente asiático y de otras zonas del mundo
que existe una alternativa de clase al nacionalismo, al odio religioso
y racial, a la guerra. Es pues una enorme responsabilidad la que incumbe
al proletariado de los países centrales del capitalismo. No debe
éste perder de vista que al defender sus intereses de clase también
posee entre sus manos el porvenir de la humanidad.
Ante la locura del capitalismo en decadencia, el proletariado internacional
debe recuperar la consigna: "Proletarios de todos los países,
¡uníos!". El capitalismo no podrá sino arrastrarnos
a la guerra, la barbarie y la destrucción total de la humanidad.
La lucha de la clase obrera es la clave de la única alternativa
posible: la revolución comunista mundial.
ZG (18 de junio de 2002)