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El objetivo de este Informe ([1]) era, ante todo, combatir las campañas ideológicas de la burguesía sobre el «final de la lucha de clases» y la «desaparición de la clase obrera» y defender que, a pesar de las dificultades actuales, el proletariado no ha perdido su potencial revolucionario. En las primeras partes de este Informe, no publicadas aquí por falta de espacio, demostrábamos que la negación por la burguesía de ese potencial se debe a su visión puramente inmediatista que concibe la situación de la lucha de clases en cualquier momento como la verdad esencial del proletariado en todo momento. A este método superficial y empírico, nosotros oponemos el método marxista que defiende que «el proletariado sólo puede existir como clase histórica y mundial, al igual que el comunismo, y su actividad sólo puede tener una existencia histórica y mundial» (Marx, La Ideología alemana). Este Informe se sitúa, pues, en el contexto histórico de la clase desde su primera tentativa épica de derrocar al capitalismo en 1917-23, y de las décadas de contrarrevolución que le siguieron. Publicamos aquí la parte del Informe en la que éste se centra en la evolución del movimiento desde la reanudación de los combates de clase a finales de los años 60. Algunos pasajes tratan de situaciones más recientes y a corto plazo que también hemos quitado o abreviado.
1968-89: el despertar del proletariado
(...) Y ahí está todo lo que significaron los acontecimientos de mayo-junio de 1968 en Francia: la aparición de una nueva generación de obreros que no había sido aplastada ni desmoralizada por las miserias y las derrotas de las décadas precedentes, que se había acostumbrado a cierto nivel de vida durante los años del boom de posguerra, y que no estaba dispuesta a someterse a las exigencias de una economía nacional que iba directa a la crisis. La gran huelga general de 10 millones de obreros en Francia, unida a una gran fermentación política en la que las nociones de revolución, de transformación del mundo, volvían a ser temas serios de discusión, marcó la nueva entrada de la clase obrera en el ruedo de la historia, el final de la pesadilla de la contrarrevolución que la ha ahogado durante tanto tiempo. La importancia del «mayo rampante» italiano y del «otoño caliente» al año siguiente estribó en que esos hechos fueron la prueba formal de esa interpretación, sobre todo contra todos aquellos que sólo querían ver en Mayo del 68 una revuelta estudiantil. La explosión de la lucha en el seno del proletariado italiano, el más desarrollado políticamente del mundo, con su poderosa dinámica antisindical, demostró claramente que Mayo del 68 no había sido un acontecimiento aislado, sino que había significado la apertura de un período de luchas de clase en aumento a escala internacional. Los movimientos masivos que se produjeron después (Argentina 69, Polonia 70, España e Inglaterra 72, etc.) fueron una confirmación más de ello.
Las organizaciones revolucionarias existentes entonces no fueron todas ellas capaces de verlo: las más veteranas, especialmente en la corriente bordiguista, afectadas por una miopía cada día mayor a lo largo de los años, fueron incapaces de ver el cambio profundo que se estaba produciendo en la relación de fuerzas entre las clases; en cambio, las que lograron a la vez comprender la dinámica de ese nuevo movimiento y asimilar el «viejo» método de la izquierda italiana, la cual había sido un polo fundamental de clarividencia contra las siniestras sombras de la contrarrevolución, afirmaron que se abría un nuevo curso histórico, totalmente opuesto al que había prevalecido en plena contrarrevolución, el cual era un curso hacia la guerra. El retorno de la crisis mundial iba, sin lugar a dudas, a agudizar los antagonismos imperialistas, los cuales, por su propia dinámica, hubieran arrastrado a la humanidad a una tercera y quizás última, guerra mundial. Pero como el proletariado había empezado a replicar a la crisis en su propio terreno de clase, actuaba así como obstáculo fundamental contra esa dinámica; más aún, al desarrollar sus luchas de resistencia, podía hacer valer su propia dinámica hacia un segundo asalto revolucionario y mundial del sistema capitalista.
La naturaleza abierta y masiva de esta primera oleada de luchas, añadida al hecho de que había permitido que se planteara de nuevo la revolución, llevó a algunos impacientes a «tomar sus deseos por la realidad» y a pensar que el mundo estaba al borde de una crisis revolucionaria desde principios de los años 70. Esta forma de inmediatismo estaba basada en una incapacidad para comprender:
– que la crisis económica que había dado el impulso a la lucha solo estaba en su fase inicial; y que, contrariamente a los años 30, esta crisis iba a imponer a una burguesía aleccionada por la experiencia y con herramientas capaces de «gestionar» la caída en el abismo: el capitalismo de Estado, el uso de organismos constituidos a nivel del bloque, la capacidad para contener los efectos más nefastos de esta crisis recurriendo al crédito y haciendo que el impacto cayera en la periferia del sistema;
– que los efectos políticos de la contrarrevolución seguían teniendo un peso considerable sobre la clase obrera: la ruptura casi total de la continuidad con las organizaciones políticas del pasado; el bajo nivel de cultura política en el proletariado en su conjunto, con su desconfianza inveterada hacia la «política» resultante de su experiencia traumática del estalinismo y la socialdemocracia;
Esos factores indicaban con seguridad de que el período de lucha proletaria abierto en el 68 iba a ser necesariamente largo. En contraste con la primera oleada revolucionaria que había surgido como respuesta a una guerra y que, por lo tanto, se había elevado pronto a un plano político – demasiado rápidamente como así lo hizo notar Rosa Luxemburgo sobre la revolución de noviembre de 1918 en Alemania –, las batallas revolucionarias del futuro sólo podían prepararse con una serie de combates de defensa económica (y eso es de todas maneras una característica fundamental de la lucha de clases en general) que se verían obligados a seguir un proceso, difícil y desigual, de avances y retrocesos.
La respuesta de la burguesía francesa a Mayo 68 marcó la pauta de la contraofensiva de la burguesía mundial: la trampa electoral fue utilizada para dispersar la lucha de clases (después de que los sindicatos lograran sabotearla); se agitó ante los obreros la promesa de un gobierno de izquierda y la ilusión cegadora de que iba a resolverlo todo lo que se había originado la oleada de luchas, instituyendo un nuevo reino de prosperidad y de justicia, incluso algo de «control obrero». Los años 70 podrían pues calificarse como «años de la ilusión» en el sentido de que la burguesía, enfrentada a una crisis económica todavía limitada, podía aún ser capaz de vender fantasías a la clase obrera. Y, de hecho, la contraofensiva de la burguesía quebró el ímpetu de la primera oleada internacional de luchas.
El resurgir de las luchas no iba a tardar, habida cuenta de la incapacidad de la burguesía para llevar a los hechos la más mínima de sus promesas. Los años 1978-80 conocieron una explosión de importantes movimientos de clase: Longwy-Denain en Francia con su voluntad de extensión más allá del sector siderúrgico y el enfrentamiento a la autoridad sindical; la huelga de los estibadores de Rotterdam, en donde surgió un comité de huelga autónomo; en Gran Bretaña, «el invierno de descontento» que vio la explosión simultánea de luchas en múltiples sectores y la huelga en la siderurgia en 1980; en fin, en Polonia, en 1980, punto culminante de esa oleada y, en cierto modo de todo el período de reanudación.
Al final de esa década turbulenta la CCI había anunciado ya que los años 80 serían los «años de la verdad». Con esto no queríamos decir, como a veces nos han interpretado, que los 80 iban a ser la década de la revolución, sino que sería una década en la que en la que las ilusiones de los 70 iban a ser barridas por la aceleración brutal de la crisis y por los ataques drásticos contra las condiciones de vida de la clase obrera provocados por aquélla; una década durante la cual la propia burguesía iba a hablar el lenguaje de la verdad, el de las promesas de «sangre, sudor y lágrimas», como el de Thatcher cuando afirma arrogante: «No hay otra alternativa». Ese cambio de lenguaje correspondía también a un cambio en la línea política de la clase dominante, con la instalación de una derecha dura en el poder que dirigiría los ataques necesarios y una izquierda «radicalizada» en la oposición, encargada de sabotear desde dentro y desviar la réplica de los obreros. En fin, los 80 iban a ser los años de la verdad porque la alternativa histórica que se planteaba a la humanidad – guerra mundial o revolución mundial – no sólo iba a hacerse más clara, sino que además los propios acontecimientos de la década iban a plantearla. Y de hecho, los acontecimientos con que se iniciaron los 80 lo mostraron concretamente: por un lado, la invasión rusa en Afganistán, la cual planteaba crudamente la «respuesta» de la burguesía a la crisis, abriendo un período de tensiones muy agudas entre los bloques, ilustradas por las advertencias de Reagan contra el «Imperio del Mal» y los presupuestos militares astronómicos para programas como el proyecto de la «Guerra de las galaxias», y, por otro lado, la huelga de masas en Polonia, la cual hacía entrever la respuesta proletaria.
La CCI siempre ha reconocido la importancia crucial de ese movimiento: «En efecto, esta lucha ha dado una respuesta a toda una serie de cuestiones que las luchas precedentes habían planteado sin poder darles respuesta o sin hacerlo claramente:
– la necesidad de la extensión de la lucha (huelga de estibadores de Rotterdam);
– la necesidad de su autoorganización (siderurgia en Gran Bretaña);
– la actitud frente a la represión (lucha de los siderúrgicos de Longwy y Denain, en Francia);
En todos esos aspectos, los combates de Polonia han significado un gran paso adelante de la lucha mundial del proletariado y por eso han sido los combates más importantes desde hace más de medio siglo» (Resolución sobre la lucha de clases, IVº Congreso de la CCI, publicada en la Revista internacional nº 26).
El movimiento polaco mostró, en suma, cómo podía el proletariado aparecer como fuerza social unificada, capaz no sólo de resistir a los ataques del capital, sino también izar la perspectiva del poder obrero, un peligro que la burguesía identificó perfectamente, ya que dejó de lado sus rivalidades imperialistas para ahogar el movimiento, especialmente con la implantación del sindicato Solidarnosc.
Tras haber dado una respuesta al problema de cómo extender y organizar la lucha para unificarla. La huelga de masas de Polonia planteó otro: el de la generalización de la huelga de masas más allá de las fronteras nacionales como condición previa para el desarrollo de una situación revolucionaria. Pero, como así lo afirmaba la resolución que adoptamos entonces, eso no podía ser una perspectiva inmediata. La cuestión de la generalización se había planteado en Polonia, pero le incumbía al proletariado mundial, especialmente al de Europa occidental, darle una respuesta. Manteniendo las ideas claras sobre lo que significaron los acontecimientos de Polonia, debíamos combatir dos tipos de equivocaciones: por un lado, la de quitarle importancia a la lucha (por ejemplo, en la propia sección de la CCI en Gran Bretaña, entre los partidarios de los comités de lucha sindicales en la huelga de la siderurgia británica, que consideraban el movimiento polaco como menos importante que lo ocurrido en Inglaterra), y, por otro lado, el peligro inmediatista de quienes exageraban el potencial revolucionario a corto plazo del movimiento. Para combatir esos dos errores simétricos, acabamos desarrollando la crítica de la teoría del «eslabón más débil» ([2]).
Lo central en la crítica es reconocer que para abrir la brecha revolucionaria se requiere un proletariado concentrado y, sobre todo, políticamente experimentado o «cultivado». El proletariado de los países del Este tiene un pasado revolucionario glorioso, sí, pero totalmente borrado por los horrores del estalinismo, lo cual explica la enorme fosa entre el nivel de autoorganización y de extensión del movimiento en Polonia y su conciencia política (el predominio de la religión y sobre todo de la ideología democrática y sindical). El nivel político del proletariado de Europa del Oeste, que ha «disfrutado» durante décadas las «delicias» de la democracia, es mucho más elevado (un hecho ilustrado entre otras cosas, por la presencia en Europa de la mayoría de las organizaciones revolucionarias occidentales). Es, primero y ante todo, en Europa occidental donde debemos buscar la maduración de las condiciones para el próximo movimiento revolucionario de la clase obrera.
De igual modo, la profunda contrarrevolución que se abatió sobre el proletariado en los años 20 lo desarmó en su conjunto. Podría decirse que el proletariado de hoy tiene una ventaja comparado con la generación revolucionaria de 1917: hoy no existen grandes organizaciones proletarias que acaben de pasarse al campo de la clase dominante y que por ello sean capaces de generar una fuerte lealtad hacia ellas por parte de una clase que no ha tenido tiempo de asimilar las consecuencias históricas de la traición de aquellas. Esto había sido, con la Socialdemocracia, una razón de la primera importancia en el fracaso de la revolución alemana en 1918-19. Pero esta situación tiene también su reverso: la destrucción sistemática de las tradiciones revolucionarias del proletariado, la desconfianza hacia toda organización política, su creciente amnesia de su propia historia (un factor que se ha acelerado considerablemente durante la última década), cosas todas ellas que representan una gran debilidad en la clase obrera del planeta entero.
Desde todos los puntos de vista, el proletariado de Europa del oeste no estaba listo para recoger el reto planteado por la huelga de masas en Polonia. La segunda oleada de huelgas se había ido debilitando a causa de la nueva estrategia de la burguesía de colocar a su izquierda en la oposición; los obreros polacos, por su parte, acabaron encontrándose aislados en el momento mismo en que más necesitaban que la lucha estallara en otros sitios. Este aislamiento (construido conscientemente por la burguesía mundial) abrió las puertas a los tanques de Jaruzelski. La represión de 1981 en Polonia marcó el final de la segunda oleada de luchas.
Los hechos históricos de tal amplitud tienen siempre consecuencias a largo plazo. La huelga de masas en Polonia aportó la prueba definitiva de que la lucha de la clase es la única fuerza que pueda obligar a la burguesía a dejar de lado sus rivalidades imperialistas. Demostró, en particular, que el bloque ruso (históricamente condenado, por su posición de debilidad, a ser el «agresor» en cualquier guerra) era incapaz de contrarrestar la crisis económica creciente mediante una política de expansión militar. Quedaba claro que era imposible que los obreros del bloque del Este (y, probablemente, de Rusia misma) pudieran ser alistados como carne de cañón en una eventual guerra por la gloria del «socialismo». Así, la guerra de masas de Polonia fue un factor importante en la implosión posterior del bloque imperialista ruso.
Aunque incapaz de plantear la cuestión de la generalización, la clase obrera occidental no retrocedió durante mucho tiempo. Con una primera serie de huelgas en el sector público en la Bélgica de 1983, la clase se lanzó a una «tercera oleada» de lucha muy larga, que, aunque no arrancara a un nivel de huelga de masas, contenía una dinámica global hacia ella.
En nuestra resolución de 1980 citada antes comparábamos la situación de la clase de ese momento con la de 1917. Las condiciones de la guerra mundial hacían que cualquier resistencia de clase se veía obligatoriamente abocada a enfrentarse directamente con el Estado y por ello plantear la cuestión de la revolución. Al mismo tiempo, las condiciones de la guerra contenían numerosos inconvenientes (la capacidad de la burguesía para sembrar divisiones entre los obreros de los países «vencedores» y tomarle la delantera a la revolución haciendo cesar la guerra, etc.). En cambio, una crisis económica larga y mundial no sólo tiende a igualar las condiciones del conjunto de la clase obrera, sino que además da al proletariado más tiempo para desarrollar sus fuerzas, para desarrollar su conciencia de clase a través de una serie de luchas parciales contra los ataques del capitalismo. La oleada internacional de los años 80 poseía claramente esa característica; si ninguna de las luchas tuvo el carácter espectacular de 1968 en Francia o la de 1980 en Polonia, sin embargo, combinaron sus esfuerzos para dar importantes esclarecimientos sobre por qué y cómo luchar. Por ejemplo, el amplio llamamiento a la solidaridad por encima de los sectores, en Bélgica en 1983 y en 1986, o en Dinamarca en 1985, demostró concretamente cómo el problema de la extensión podía resolverse; los esfuerzos de los obreros por tomar el control de la lucha (asambleas de ferroviarios en Francia en 1986, asambleas de trabajadores de la enseñanza en Italia en 1987) mostraron cómo organizarse fuera de los sindicatos. También hubo ineficaces intentos por sacar las lecciones de derrotas como en Gran Bretaña por ejemplo, tras la derrota de las largas luchas combativas pero agotadoras y aisladas que entablaron los mineros y los impresores a mediados de los años 80; las luchas de finales de la década mostraron que los obreros no querían dejarse arrastrar a las mismas trampas (los obreros de British Telecom se pusieron en huelga y volvieron al trabajo enseguida antes de quedar totalmente aislados; las luchas simultáneas en numerosos sectores durante el verano de 1988). Al mismo tiempo, la aparición de comités de lucha obreros en diferentes países dieron respuesta a cómo pueden actuar los obreros más combativos respecto a la lucha en su conjunto. Todos esos hechos, sin aparente vínculo entre ellos, iban hacia un punto convergente que, si hubiera sido alcanzado, habría significado una profundización cualitativa de la lucha de clase internacional.
A cierto nivel, sin embargo, el factor tiempo empieza a jugar menos en favor del proletariado. Enfrentada a la profundización de la crisis de todo un modo de producción, de una forma histórica de civilización, la lucha de clases, aún siguiendo su avance, no logró mantener el ritmo de la aceleración de la situación, no llegando al nivel requerido para que el proletariado se afirmara como fuerza revolucionaria positiva. Sin embargo, la lucha de clases no seguía bloqueando la marcha hacia la guerra mundial. En fin de cuentas, para la gran mayoría de la humanidad y para la mayoría del propio proletariado, la realidad de la tercera oleada quedó más o menos oculta, a causa, sin duda, del black-out de la burguesía pero también debido a su progresión lenta y poco espectacular. La tercera oleada de luchas quedó incluso «oculta» para la mayoría de las organizaciones políticas del proletariado que tendían a sólo ver sus expresiones más patentes; y verlas, además, como fenómenos separados, sin conexión.
Esta situación, en la que, a pesar de una crisis sin cesar más profunda, la clase dominante tampoco era capaz de imponer su «solución», engendró un fenómeno de descomposición, que se fue haciendo cada vez más identificable durante los años 80, a diferentes niveles y en relación unos con otros: social (atomización creciente, gangsterismo, consumo de drogas, etc.), ideológico (desarrollo de ideologías irracionales y fundamentalistas), ecológico, etc. Al ser un resultado de la situación bloqueada, debida a que ninguna de las dos clases fundamentales de la sociedad ha conseguido imponer su «solución», la descomposición actúa a su vez debilitando la capacidad del proletariado para forjarse una fuerza unificada; al final de la década de los 80, la descomposición fue instalándose cada día más, culminando en los extraordinarios acontecimientos de 1989, que marcaron la apertura definitiva de una nueva fase en la larga caída del capitalismo en quiebra, una fase durante la cual todo el edificio social ha empezado a quebrarse y desmoronarse.
1989-1999: la lucha de la clase frente a la descomposición de la sociedad burguesa
El hundimiento del bloque del Este se impuso, pues, a un proletariado que, aún manteniéndose combativo y desarrollando lentamente su conciencia de clase, no había alcanzado todavía el nivel para ser capaz de replicar en su terreno de clase a un acontecimiento histórico de tal importancia.
El derrumbe del estalinismo y la gigantesca campaña ideológica de mentiras sobre la «muerte del comunismo» que la burguesía montó con esa ocasión significó un parón para la tercera oleada y, excepto para una pequeña minoría politizada de la clase obrera, tuvo un impacto muy negativo sobre el factor clave que es la conciencia de clase, especialmente, en su capacidad para desa-rrollar una perspectiva, para proponer una meta final a la lucha, lo cual es más vital que nuca en una época en la que hay menos separación entre las luchas defensivas y el combate ofensivo y revolucionario del proletariado.
El hundimiento del bloque del Este fue un golpe para la clase en dos aspectos:
• Ha permitido a la burguesía desarrollar toda una serie de campañas en torno al tema de la «muerte del comunismo» y del «final de la lucha de clases» que ha afectado profundamente a la capacidad de la clase para situar sus luchas en la perspectiva de la construcción de una nueva sociedad, para presentarse como fuerza autónoma y antagónica al capital, con sus propios intereses que defender. La clase obrera, que no desempeñó el más mínimo papel específico en los hechos de 1989-91, quedó alcanzada profundamente en la confianza en sí misma. Su combatividad y su conciencia han sufrido ambas un retroceso considerable, sin duda el más profundo desde la reanudación de 1968. Los sindicatos han sacado el mayor provecho de esa pérdida de confianza, haciendo un retorno triunfal como «únicos y verdaderos medios que poseen los obreros » para defenderse.
• Al mismo tiempo, el hundimiento del bloque del Este ha abierto enteramente las compuertas a todas las fuerzas de la descomposición que ya estaban en su origen, sometiendo cada vez más a la clase a la infecta atmósfera de «cada uno para sí», a las influencias nefastas del gangsterismo, del fundamentalismo, etc. Además, la burguesía, aún estando ella también e incluso más afectada por la descomposición de su sistema, se ha mostrado capaz de volver contra la clase obrera sus manifestaciones. Un ejemplo típico de esa manera de actuar de la clase dominante ha sido, en Bélgica, el caso Dutroux, en el cual el vil comportamiento de las pandillas burguesas ha sido utilizado como pretexto para arrastrar a la clase obrera en una vasta campaña democrática por un «gobierno limpio». De hecho, el uso de las mentiras democráticas se ha hecho cada vez sistemático, porque es, a la vez, según la burguesía, «la conclusión lógica que debe sacarse del fracaso del comunismo» y que además es, hoy, el instrumento ideal para incrementar la atomización de la clase y encadenarla de pies y manos al Estado capitalista. Las guerras provocadas por la descomposición – la matanza del Golfo en 1991, la ex Yugoslavia – han permitido a una minoría ver más claramente la naturaleza militarista y brutal del capitalismo, pero sobre todo han provocado un sentimiento de impotencia en el proletariado, el sentimiento de vivir en un mundo cruel e irracional en que no quedaría más solución que esconder la cabeza en la arena.
La situación de los desempleados ha puesto en evidencia los problemas que hoy se le plantean a la clase obrera. A finales de los 70 y principios de los 80, la CCI consideraba a los desempleados como una fuente potencial de radicalización para el movimiento entero, con un papel comparable al de los soldados durante la primera oleada revolucionaria. Pero bajo el peso de la descomposición, se ha visto que era cada vez más difícil para los desempleados desarrollar sus propias formas colectivas de lucha y de organización, al ser ellos tan vulnerables a los efectos más destructores de aquélla (atomización, delincuencia, etc.) eso es cierto sobre todo para los desempleados de la joven generación que nunca han tenido la experiencia de la disciplina colectiva y de la solidaridad del trabajo. Al mismo tiempo, ese peso negativo se ha reforzado por la tendencia del capital a «desindustrializar» sus sectores «tradicionales» – minas, astilleros, siderurgia, etc. – en donde los obreros tienen una larga experiencia de la solidaridad de clase. En lugar de estar en situación de aportar su fuerza colectiva a la clase, esos proletarios han tenido tendencia a ahogarse en una masa inerte. Los daños en ese sector han tenido evidentemente efectos sobre el sector de los obreros con empleo, en el sentido de que han significado una pérdida de identidad y de experiencia de clase.
Los peligros del nuevo período para la clase obrera y el porvenir de sus luchas no pueden subestimarse. El combate de la clase obrera cerró claramente la vía a la guerra mundial en los años 70 y 80, pero, en cambio, no puede frenar el proceso de descomposición. Para desencadenar una guerra mundial, la burguesía tendría que infligir derrotas importantes a los batallones centrales de la clase obrera. Hoy, el proletariado está enfrentado a la amenaza a más largo plazo, pero no menos peligrosa de una especie de «muerte lenta», una situación en la que la clase obrera estaría cada vez más aplastada por ese proceso de descomposición hasta perder su capacidad de afirmarse como clase, mientras el capitalismo se va hundiendo de catástrofe en catástrofe (guerras locales, desastres ecológicos, hambres, enfermedades, etc.) Eso podría llegar incluso hasta la destrucción durante generaciones de las premisas mismas de una sociedad comunista y eso por no hablar de la posibilidad incluso de destrucción total de la humanidad.
Para nosotros, sin embargo, a pesar de los problemas planteados por la descomposición, a pesar del reflujo de la lucha de clases que hemos vivido en estos últimos años, la capacidad del proletariado para luchar, para responder al ocaso del sistema capitalista, no ha desaparecido y el curso hacia enfrentamientos masivos de clase sigue abierto. Para mostrar esto, es necesario examinar de nuevo la dinámica general de la lucha de clases desde el principio de la fase de descomposición.
La evolución de la lucha de clase desde 1989
Como la previó entonces la CCI, durante los dos o tres años que siguieron al hundimiento del bloque del Este, el retroceso de la clase obrera ha sido muy fuerte tanto en conciencia como en combatividad. La clase obrera recibió en plena cara la campaña sobre la muerte del «comunismo».
Durante el año 92, los efectos de esa campaña empezaron, si no ya a borrarse, al menos a disminuir y pudieron notarse los primeros signos de renacimiento de la combatividad, especialmente en las movilizaciones de los obreros italianos contra las medidas de austeridad del gobierno de D’Amato en septiembre de 1992. A estas movilizaciones les siguieron, en octubre, las manifestaciones de los mineros contra el cierre de las minas en Inglaterra. A finales de 1993 hubo nuevos movimientos en Italia, en Bélgica, en España, y, sobre todo, en Alemania con huelgas y manifestaciones en numerosos sectores, sobre todo la construcción y el automóvil. La CCI, en un editorial oportunamente titulado «La difícil reanudación de la lucha de clases» (Revista internacional nº 76), declaraba que: «la calma social que reina desde hace cuatro años se ha roto definitivamente». A la vez que saludaba esa reanudación de la combatividad en la clase, la CCI subrayaba las dificultades y obstáculos importantes que debía encarar: la fuerza renovada de los sindicatos; la capacidad de la burguesía para maniobrar contra ella, en particular su capacidad para escoger el momento y el tema con el que estallarían los movimientos más importantes; la capacidad de la clase dominante para utilizar plenamente el fenómeno de descomposición para reforzar la atomización de la clase (en ese momento, se explotaban a fondo los escándalos, cuyo ejemplo antológico fue la campaña «manos limpias» en Italia).
En diciembre de 1995, la CCI (y el medio revolucionario en general) sufrió una importante prueba. En la vía abierta por un conflicto en los ferrocarriles y tras un ataque muy provocador contra la protección social de todos los obreros, parecía como si Francia estuviera al borde de un movimiento de clase de primer orden, con huelgas y asambleas generales en muchos sectores, con consignas propuestas por los sindicatos y coreadas por los obreros que afirmaban que la única manera de conseguir lo exigido era «luchando todos juntos». Cierta cantidad de grupos revolucionarios, escépticos la mayoría de las veces sobre la lucha de la clase, se mostraron muy entusiasmados con ese movimiento. La CCI, en cambio, alertó a los obreros sobre el hecho de que ese «movimiento» era ante todo el resultado de una gigantesca maniobra de la clase dominante, consciente del descontento creciente en la clase y que lo que buscaba era hacer estallar preventivamente una cólera latente, antes de que ésta pudiera expresarse en una verdadera lucha, antes de que se transformara en una clara voluntad de entablar la lucha. Presentando a los sindicatos como los campeones de la lucha, como los mejores defensores de los métodos obreros de lucha (asambleas, delegaciones masivas hacia otros sectores, etc.), la burguesía quería reforzar la credibilidad de su aparato sindical, en preparación de enfrentamientos futuros más importantes. Por mucho que la CCI haya sido criticada por su visión «conspiradora» de la lucha de clases, nuestro análisis quedó confirmado en el período siguiente. Las burguesías alemana y belga, mediante sus sindicatos, organizaron una especie de calco del «movimiento francés», mientras en Gran Bretaña (la campaña de los estibadores de Liverpool) y en Estados Unidos (la de UPS) hubo varios intentos de mejora de la imagen de los sindicatos.
La amplitud de las maniobras no ha puesto en entredicho la realidad subyacente de la reanudación de la lucha de la clase. De hecho, podría decirse que esas maniobras, por el hecho de que la burguesía suele disponer de cierta delantera respecto a los obreros, al provocar movimientos en condiciones desfavorables e incluso con reivindicaciones falsas, dan la medida del peligro que para la burguesía representa la clase obrera. La gran huelga de Dinamarca a principios de 1998 dio la confirmación más importante de nuestros análisis. A primera vista, ese movimiento tenía muchas similitudes con lo de Francia en diciembre de 1995. Pero como escribíamos en el editorial de la Revista internacional nº 94, no fue así: «Pese al fracaso de la huelga y las maniobras de la burguesía, ese movimiento no tiene el mismo sentido que el de diciembre del 95 en Francia. Mientras que la vuelta al trabajo se hizo en Francia en medio de cierta euforia, con una especie de sentimiento de victoria que impidió que el sindicalismo fuera puesto en entredicho, el final de la huelga danesa se ha realizado en un ambiente de fracaso y de poca ilusión hacia los sindicatos. Esta vez, el objetivo de la burguesía no era lanzar una vasta operación de prestigio para los sindicatos a nivel internacional como en 1995, sino “mojar la pólvora”, anticipándose al descontento y a la combatividad creciente que se están afirmando poco a poco tanto en Dinamarca como en los demás países de Europa y de otras partes».
El editorial muestra también otros aspectos importantes de la huelga: su masividad (una cuarta parte del proletariado danés durante dos semanas), testimonio patente del nivel creciente de cólera y combatividad en la clase, y el uso intensivo del sindicalismo de base para recuperar la combatividad obrera y el descontento hacia los sindicatos oficiales.
Más que nada, lo que había cambiado era el contexto internacional: una atmósfera de combatividad ascendente que se expresaba en numerosos países y que prosiguió:
– en EEUU, durante el verano de 1998, con la huelga de casi 10 000 obreros de General Motors, la de 70 000 de la compañía telefónica Bell Atlantic, la de los trabajadores de la salud en Nueva York, y eso, sin olvidar los violentos enfrentamientos con la policía durante una manifestación masiva de 40 000 obreros de la construcción en Nueva York;
– en Gran Bretaña, con las huelgas no oficiales de los obreros de la salud en Escocia, de los de Correos en Londres, así como las dos huelgas de los obreros de las eléctricas en la capital, que mostraron una clara voluntad de luchar a pesar de la oposición de la dirección sindical;
– en Grecia, durante el verano, donde las huelgas en la enseñanza acabaron en enfrentamientos con la policía;
– en Noruega, en donde se produjo en otoño de 1998 una huelga comparable a la de Dinamarca;
– en Francia, donde se ha desarrollado toda una serie de luchas en diferentes sectores, en la enseñanza, en la salud, en Correos y en los transportes, con especial mención de la huelga de conductores de autobús de París en el otoño, huelga en la que los obreros replicaron en su terreno de clase a una de las consecuencias de la descomposición (el constante aumento de agresiones que deben soportar), reivindicando empleos suplementarios más que la presencia de policías en los autobuses;
– en Bélgica, en donde un lento pero evidente ascenso de la combatividad, ilustrado por las huelgas en la industria automovilística, los transportes, las comunicaciones, ha sido contenida por una campaña enorme en torno al «sindicalismo de combate». Este se dio una forma muy explícita con el fomento de un «movimiento por la renovación sindical», que usa un lenguaje de lo más radical y «unitario» y a cuyo líder, D’Orazio, le han puesto la aureola del radicalismo gracias a la acusación de «violencia» ante los tribunales;
– en el llamado Tercer mundo, con las huelgas en Corea, los rumores de un descontento social masivo y creciente en China y, más recientemente, en Zimbabwe en donde se declaró la huelga general para canalizar la cólera de los obreros no sólo contra las medidas de austeridad del gobierno sino también contra los sacrificios exigidos por la guerra en la República Democrática del Congo; esa huelga coincidió con deserciones y protestas entre las tropas.
Podrían darse otros ejemplos, aunque es difícil obtener informaciones por el hecho de que – contrariamente a las grandes maniobras sindicales ampliamente repercutidas por los medios en 1995 y 1996 – la burguesía ha usado la censura y el silencio como respuesta a la mayoría de esos movimientos, lo cual es una prueba suplementaria de que son la expresión de una verdadera y creciente combatividad que la burguesía, sin lugar a dudas, no tiene ningún interés en pregonar.
Las respuestas de la burguesía y las perspectivas de la lucha de clase
Ante el incremento de combatividad, la burguesía no va a quedar de brazos cruzados. Ya ha lanzado o intensificado toda una serie de campañas en el terreno mismo de la lucha, pero también en un plano político más general, y todo ello para minar la combatividad de la clase e impedir el desarrollo de su conciencia. Ya conocemos hoy el rebrote de los sindicatos de «combate» (como en Bélgica, Grecia o en la huelga de los electricistas británicos), a la vez que se desarrolla la propaganda sobre la «democracia» (la victoria de las izquierdas en las elecciones, el asunto Pinochet, etc.), las mistificaciones sobre la crisis (la «crítica» de la globalización, los llamamientos a una pretendida «tercera vía» en la que el Estado tendría que llevar las riendas de una «economía de mercado» desbocada) y continúan las calumnias contra la revolución de Octubre, el bolchevismo y la Izquierda comunista, etc.
Además de esas campañas, vamos a ver a la clase dominante usar al máximo todas las manifestaciones de la descomposición social para así agravar las dificultades que debe encarar la clase obrera. Todavía queda un largo camino entre el tipo de movimiento que hemos presenciado en Dinamarca y el desarrollo de enfrentamientos masivos de clase en los países del corazón del capitalismo, enfrentamientos que abrirán de nuevo la perspectiva de la revolución a todos los explotados y oprimidos de la tierra.
Sin embargo, el desarrollo de la lucha en el período reciente ha demostrado que, a pesar de todas las dificultades a las que se ha enfrentado la clase obrera durante esta década, no sale de ellas derrotada, conservando incluso un enorme potencial para luchar contra este sistema moribundo. En efecto, existen varios factores importantes que permitirán la radicalización de los movimientos actuales de la clase y alzarlos a un nivel superior:
El desarrollo cada vez más patente de la economía mundial. A pesar de todos los intentos de la burguesía por minimizar lo que eso significa, deformando sus causas, la crisis sigue siendo «la aliada del proletariado», pues pone al desnudo los límites reales del modo de producción capitalista. Ya asistimos, el año pasado, a una gran profundización de la crisis económica y sabemos que lo peor está por venir; ante todo, los grandes centros capitalistas empiezan sólo ahora a notar los efectos de la última caída;
La aceleración de la crisis significa aceleración de los ataques capitalistas contra la clase obrera. Pero también significa que la burguesía es cada vez menos capaz de escalonar esos ataques en el tiempo, de aplazarlos o de concentrados en algunos sectores. Cada día más, la amenaza será para toda la clase obrera y para todos los aspectos de sus condiciones de vida. De este modo, la necesidad de ataques masivos de la burguesía hará salir cada día más a la luz la necesidad de una respuesta masiva de la clase obrera.
Al mismo tiempo, la burguesía de los principales centros del capitalismo se verá también obligada a comprometerse más y más en aventuras militares; la sociedad estará cada día más impregnada de la atmósfera guerrera. Ya hemos hecho notar nosotros que en ciertas circunstancias (así ocurrió tras el hundimiento del bloque del Este), el desarrollo del militarismo puede incrementar el sentimiento de impotencia del proletariado. Al mismo tiempo también hemos notado, incluso durante la guerra del Golfo, que ese tipo de acontecimientos puede tener un efecto positivo sobre la conciencia de clase, especialmente en el seno de una minoría más politizada o más combativa. En cualquier caso, la burguesía sigue siendo incapaz de movilizar masivamente al proletariado para sus aventuras militares. Uno de los factores que explica la amplia «oposición» en el seno de la clase dominante a los recientes bombardeos sobre Irak ha sido la dificultad para «vender» esa política guerrera a la población en general y a la clase obrera en particular. Esas dificultades van a ir en aumento para la clase dominante, pues a nivel militar estará cada día más obligada a enseñar los dientes.
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El Manifiesto comunista describe la lucha de clases como una «guerra civil más o menos encubierta». La burguesía, a la vez que intenta crear la ilusión de un orden social en el que los conflictos de clase pertenecerían al pasado, está obligada a acelerar las condiciones mismas que polarizan la sociedad en torno a dos campos opuestos por antagonismos irreconciliables. Cuanto más se hunde la sociedad burguesa en su agonía mortal, más se desgarrará el velo que oculta esa «guerra civil». Enfrentada a unas contradicciones económicas, sociales y militares cada vez más tensas, la burguesía está obligada a apretar su tornillo político totalitario sobre la sociedad, prohibir todo lo que dañe su orden, exigir cada vez más sacrificios y dar cada vez menos a cambio. Como en el siglo pasado, cuando se escribió el Manifiesto, la lucha de los obreros está tendiendo a convertirse en lucha de una clase «fuera de la ley», una clase que no tiene ningún interés que defender en el sistema actual, cuyas revueltas y protestas están efectivamente prohibidas por la ley. En ello reside la importancia de tres aspectos esenciales de la lucha de la clase hoy:
• la lucha por construir una relación de fuerzas en favor de los obreros, es la clave para que la clase obrera sea capaz de reafirmar su identidad de clase contra todas las divisiones impuestas por la ideología burguesa en general y los sindicatos en particular y contra la atomización agravada por la descomposición del capitalismo. Es sobre todo una clave en la práctica, porque surge como necesidad inmediata en cada lucha: los obreros solo pueden defenderse si desarro-llan el frente de su lucha lo más ampliamente posible;
• la lucha por salir de la prisión sindical; son los sindicatos, en efecto, los que siempre ponen por delante la «legalidad» capitalista y las divisiones corporativistas en la lucha, los que lo hacen todo por impedir que los obreros organicen una relación de fuerzas que les sea favorable. La capacidad de los obreros para encarar a los sindicatos y desarrollar sus propias formas de organización será por lo tanto un criterio fundamental para valorar la verdadera maduración de la lucha en el período venidero, sean cuales sean las dificultades de ese proceso;
• el enfrentamiento con los sindicatos es, al mismo tiempo, un enfrentamiento con el Estado capitalista; y el enfrentamiento con el estado capitalista – asumido en permanencia por las minorías más avanzadas – es la clave de la politización de la lucha de clases. En muchos casos, es la burguesía la que toma la iniciativa de hacer de «cualquier lucha una lucha política» (El Manifiesto) porque no puede, en fin de cuentas, integrar la lucha de clases en su sistema. El enfrentamiento será cada día más el modo de actuar de la clase dominante. Y la clase obrera deberá replicar, no sólo en el terreno de la defensa inmediata, sino, ante todo, desarrollando una perspectiva general para sus luchas, situando cada lucha parcial en el contexto más amplio del combate contra todo el sistema. Esta conciencia estará necesariamente limitada, durante bastante tiempo todavía, a una minoría. Pero esta minoría irá creciendo y este crecimiento se manifestará en el aumento de la influencia de las organizaciones políticas revolucionarias en una cantidad cada día más importante de obreros radicalizados. De ahí viene la necesidad vital para esas organizaciones de seguir de muy cerca el desarrollo del movimiento de la clase y ser capaces de intervenir en su seno en la medida de sus posibilidades.
La burguesía puede intentar vendernos la mentira según la cual la lucha de clases ha muerto. Lo que sí es cierto es que se está preparando para la «guerra civil encubierta» que está sin lugar a dudas contenida en el futuro de un orden social acorralado. La clase obrera y sus minorías revolucionarias deben, también ellas, prepararse para aquélla.
28/12/1998
[1] Este informe fue redactado en diciembre de 1998, bastante antes de que estallara la guerra de Kosovo.
[2] La teoría del eslabón más débil, elaborada por Lenin, en particular, durante la Revolución rusa de 1917, afirmaba que la revolución proletaria tenía más posibilidades de triunfar primero en un país atrasado («eslabón más débil» de la cadena imperialista) que en los países plenamente desarrollados, a causa de la fuerza y de la experiencia de las clases dominantes de éstos.