Texto de orientación sobre marxismo y ética - II

Printer-friendly version

Debate interno en la CCI

Texto de orientación sobre marxismo y ética (junio de 2004) - II

En el número anterior de nuestra Revista comenzamos a publicar amplios extractos de un texto de orientación sometido a la discusión en nuestra organización, que trata sobre Marxismo y Ética. Entre esos extractos encontramos: “Hemos insistido siempre en que los estatutos no son una serie de reglas para definir qué es lo que está o no está admitido, sino una orientación para nuestras actitudes y nuestra conducta, incluyendo un conjunto coherente de valores morales (en particular en lo que a relaciones entre militantes y entre éstos y la organización se refiere). Por eso es por lo que se requiere un profundo acuerdo con estos valores a cualquiera que quiera ser miembro de nuestra organización. Los estatutos forman parte de nuestra plataforma, no se limitan a regular quién puede hacerse miembro de la CCI, y en qué condiciones. También condicionan el marco y el espíritu de la vida militante de la organización y de cada uno de sus miembros.

El significado que la CCI siempre ha dado a estos principios de conducta es ilustrado por el hecho de que nunca dejó de defender estos principios, incluso a riesgo de crisis organizativas. De este modo, la CCI se mantiene consciente e inquebrantablemente en la tradición de la lucha de Marx y Engels en la Primera Internacional, de los bolcheviques y de la Fracción italiana del Izquierda comunista. Y así ha sido capaz de vencer una serie de crisis y mantener los principios fundamentales de un comportamiento de clase.

Sin embargo, los conceptos de moral y de ética proletarias se defendían en la CCI más bien implícita que explícitamente; la CCI los puso en práctica de forma empírica más que desde un punto de vista teórico. Ante las enormes reservas que la nueva generación de revolucionarios surgida a finales de los años 1960 tenía hacia toda idea de moral, considerándola generalmente como algo reaccionario, la actitud desarrollada por la organización fue la de dar más importancia a adoptar las actitudes y comportamientos de la clase obrera más que a desarrollar un debate muy general cuando tal debate distaba mucho de su madurez para acometerlo con éxito.

Las cuestiones sobre la moral no fueron las únicas áreas donde la CCI procedió de esa manera. En los primeros días de la organización había reservas similares hacia la necesidad de la centralización, la indispensable intervención de los revolucionarios y el papel principal de la organización en el desarrollo de la conciencia de clase, la necesidad de luchar contra el democratismo o el reconocimiento de la actualidad del combate contra el oportunismo y el centrismo”.

En la primera parte de los extractos publicados se trataban los siguientes temas:
– el problema de la descomposición y de la pérdida de confianza en el proletariado y en la humanidad;
– las causas de la existencia de prejuicios entre los revolucionarios hacia el concepto de moral proletaria tras 1968;
– la naturaleza de la moral;
– la ética, es decir la teoría de la moral, anterior al marxismo;
– el marxismo y los orígenes de la moral;
– la lucha del proletariado contra la moral burguesa;
– la moral del proletariado.

En este numero continuamos publicando extractos relativos a los combates emprendidos por el marxismo contra diversas formas y manifestaciones de la moral burguesa, así como sobre el combate que el proletariado deberá llevar a cabo necesariamente contra los efectos de la descomposición de la sociedad capitalista recuperando ese elemento esencial de su combate y su perspectiva histórica que es la solidaridad.

El combate del marxismo contra el idealismo ético

A finales del siglo xix, la corriente en torno a Bernstein dentro de la IIª Internacional afirmaba que como el marxismo se reivindica de un enfoque científico, excluye, por lo tanto, el papel de la ética en la lucha de clases. Su corriente consideraba que postura científica y postura ética se excluyen mutuamente y preconizaba renunciar a la postura científica en favor de la ética. Proponía “completar” el marxismo con le ética de Kant. Tras su voluntad de condenar moralmente la codicia de los individuos capitalistas se abría paso la determinación del reformismo burgués por echar tierra sobre aquello que es fundamentalmente inconciliable entre capitalismo y comunismo.

La postura científica del marxismo, lejos de excluir la ética, introduce por primera vez una dimensión realmente científica al conocimiento social y, por tanto, a la moral. Completa el rompecabezas de la historia al comprender que la relación social esencial es la que existe entre la fuerza de trabajo (el trabajo vivo) y los medios de producción (el trabajo muerto). El capitalismo había preparado el camino para ese descubrimiento de la misma forma que prepara el camino hacia el comunismo al haber despersonalizado el mecanismo de la explotación.

En realidad la pretensión del retroceder a la ética de Kant significa una regresión teórica incluso respecto al materialismo burgués que sí que había comprendido cuáles eran los orígenes sociales “del bien y del mal”. Desde entonces cada avance en el saber social ha confirmado y enriquecido esa comprensión. Esto se aplica al progreso no solo de las ciencias como en el caso del psicoanálisis sino también del arte. Como escribió Rosa Luxemburgo:

«Como a Hamlet, que en el crimen de su madre encuentra la ruptura de todo vínculo humano y la dislocación de su mundo, lo mismo le ocurre a Dostoievski cuando comprende que un ser humano puede asesinar a otro. Ya no encuentra sosiego, siente el peso del horror que lo oprime, como nos oprime a todos. Tiene que disecar el alma del asesino, buscar el origen de su miseria, de sus penas, hasta lo más recóndito de su corazón. Sufre todas sus torturas y queda enceguecido cuando llega a la terrible comprensión de que el asesino es el miembro más desgraciado de la sociedad. (…) Las novelas de Dostoievski atacan con furia la sociedad burguesa, a cuya cara grita: ‘El verdadero asesino, el asesino del alma humana, eres tú!”» ([1]).

Es ese también el punto de vista defendido por la joven dictadura del proletariado en Rusia. Exige a los tribunales “que se liberen por completo de todo espíritu de revancha. No pueden vengarse de la gente simplemente porque han tenido que vivir en una sociedad burguesa ([2]).

Lo que hace de la ética marxista la más alta expresión del progreso de la moral hasta nuestros días es, precisamente, esa capacidad de comprender que todos nosotros somos víctimas de las circunstancias. Este planteamiento, contrariamente a lo que dicen los burgueses, no deroga ni la moral ni la responsabilidad individual, cosa que sí hace el individualismo pequeño burgués. Esa visión significa un paso de gigante al cimentar la moral en la comprensión más que en la falta, pues el sentimiento de culpa limita el progreso moral al separar la propia personalidad de cada uno de la del resto de seres humanos. Esa visión de la moral sustituye el odio hacia las personas, esa fuente primigenia de pulsión antisocial, por la indignación y la rebeldía ante las relaciones y los comportamientos sociales.

La nostalgia reformista hacia Kant expresa la erosión de la voluntad de combate. La visión idealista de la moral, que niega su papel en la transformación de las relaciones sociales, es una concesión emocional al orden social imperante. Si bien la paz interior y la armonía con el mundo social y natural que nos rodea, son los ideales más elevados que ha tratado de alcanzar siempre la humanidad, solo se pueden lograr mediante una lucha constante. La primera condición para la felicidad humana es saber que se hace todo lo necesario por servir a una buena causa.

Kant comprendió, mucho mejor que los teóricos utilitaristas como Bentham ([3]), la naturaleza contradictoria de la moral burguesa. Y, en especial, que el individualismo desmedido, incluso en su forma positiva de búsqueda de la felicidad personal, puede llevar a la disolución de la sociedad. El hecho de que en el capitalismo, en la lucha por la concurrencia, solo pueda haber vencedores, hace inevitable la división entre a lo que uno aspira y el deber. La insistencia de Kant sobre la preeminencia del deber se corresponde con la idea de que el valor más alto de la sociedad burguesa no es el individuo sino el Estado, especialmente la nación.

Para la moral burguesa el patriotismo es un valor más alto que la querencia por la humanidad. De hecho, detrás de la ausencia de indignación por parte del movimiento obrero hacia el reformismo, ya se traslucía una erosión del internacionalismo proletario.

Para Kant tiene más valor ético un acto moral fruto del sentido del deber que un acto realizado con entusiasmo, pasión y placer. En Kant el valor ético está ligado a la renuncia, a la idealización del sacrificio de sí en aras de la ideología nacionalista y estatal. El proletariado rechaza frontalmente esa cultura inhumana del sacrificio que la burguesía ha heredado de la religión. Si bien la alegría del combate conlleva necesariamente estar dispuesto a sufrir, el movimiento obrero no ha hecho nunca de ese mal necesario una cuestión moral en sí. Es más, incluso antes del marxismo, las mejores contribuciones sobre la ética siempre enfatizaron las consecuencias patológicas e inmorales de tal visión. Al revés de lo que propugna la ética burguesa, el sacrificio de uno mismo no hace bueno un objetivo que no lo es.

Franz Mehring dice con razón que incluso Schopenhauer, que basa su ética en la compasión más que en el deber, representa un paso decisivo respecto a Kant ([4]).

La moral burguesa, incapaz de siquiera imaginar que es posible superar la contradicción entre individuo y sociedad, entre egoísmo y altruismo, toma partido por uno contra el otro o trata de buscar un compromiso entre los dos. Es incapaz de comprender que el individuo tiene una naturaleza social. Contra las morales idealistas, el marxismo defiende el idealismo moral como una actividad que da placer, y como una de las armas más poderosas de una clase en progreso contra una clase en descomposición.

Otro atractivo de la ética kantiana para el oportunismo es que su rigor moral, su formula del “imperativo categórico” conlleva la promesa de una especie de código que permite resolver automáticamente todos los conflictos morales. Para Kant, la certeza de que se tiene razón es característica de la actividad moral (...). Lo que revela, una vez más, la voluntad de evitar el combate.

Se niega el carácter dialéctico de la moral en el que virtud y vicio, en la vida concreta, no se pueden distinguir fácilmente. Como señala Josef Dietzgen, la razón no puede determinar previamente el curso de la acción, pues cada individuo y cada situación son únicos y sin precedentes. Hay que estudiar los complejos problemas morales con el objetivo de comprenderlos y resolverlos de forma creativa. Esto exige, a veces, una investigación particular e incluso la creación de un órgano específico, tal y como lo ha comprendido el movimiento obrero desde hace mucho tiempo ([5]). Los conflictos morales, inevitablemente, forman parte de la vida no solo en una sociedad de clases. Por ejemplo, diversos principios éticos pueden estar mutuamente en conflicto (...) o los diferentes niveles de socialización del hombre (sus responsabilidades hacia la clase obrera, hacia la familia, el equilibrio de la personalidad, etc.). Eso requiere estar dispuestos a vivir momentáneamente con incertidumbres para poder hacer un verdadero análisis evitando la tentación de acallar su propia conciencia; requiere la capacidad para poner en tela de juicio los propios perjuicios; y requiere sobre todo un método colectivo y riguroso de clarificación.

Kautsky, en el combate contra el neo-kantismo, muestra cómo la contribución de Darwin sobre los orígenes de la conciencia en las pulsiones biológicas, animales en su origen, quebraron el predominio de las morales idealistas. Esa fuerza invisible, esa voz apenas audible, que opera en lo más recóndito de la personalidad, ha sido siempre una cuestión crucial en las controversias éticas. La ética idealista tenía razón al insistir en que la explicación de la mala conciencia no puede ser el miedo ante la opinión de los demás o a la sanción de la mayoría. Al contrario, esa conciencia puede llevar a que nos opongamos a la opinión pública o a la represión, o a arrepentirnos de nuestras acciones a pesar de que sean las apropiadas para todo el mundo.

“La ley moral solo es un impulso animal. De ahí proviene su naturaleza mística, esta voz interna que no está relacionada con ningún estimulo exterior, ningún interés visible, ese demonio o Dios, que de Sócrates y Platón hasta Kant, los teóricos de la moral han escuchado, aquellos que han negado que la moral se derive del ego o del placer. Un impulso realmente misterioso, aunque no menos misterioso que el amor sexual, el amor materno, el instinto de supervivencia... Que la ley moral sea un instinto universal, comparable al de supervivencia o al de reproducción, explica su fuerza, su insistencia, y que lo obedezcamos sin pararnos a pensar” ([6]).

La ciencia ha confirmado posteriormente esas conclusiones, por ejemplo Freud, el cual insiste en que los animales más evolucionados, los más sociales, poseen un dispositivo psíquico de base como lo posee el hombre, y pueden sufrir neurosis similares. Freud no solo hizo más profunda nuestra compresión de esas cuestiones. El método del psicoanálisis no es solo investigar sino que también es una terapéutica. Comparte con el marxismo la preocupación por el desarrollo progresivo del dispositivo moral del hombre.

Freud distingue entre las pulsiones (el “Ello”), el “Yo” que permite conocer el entorno y asegurarnos la existencia (una especie de principio de realidad) y el “Superyó” (o “Superego”) que incluye la buena conciencia y permite la pertenencia a una comunidad. Pese a que Freud afirma, en las polémicas, que la “buena conciencia” no es más que “miedo social”, toda su concepción de cómo los niños hacen suya la moral de la sociedad pone de manifiesto claramente que ese proceso depende de la fuerza de sus lazos afectivos y emocionales con sus padres, y de que éstos sean aceptados como ejemplo a seguir ([7]). (…)

Así Freud examina la interrelación entre los factores conscientes e inconscientes de la propia buena conciencia. El “Superyó” desarrolla la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Por su parte, el “Yo” puede y debe reflexionar sobre las reflexiones del “Superyó”. Mediante esa “doble reflexión” mientras se realiza una acción ésta se convierte en un acto consciente, propio de uno mismo. Eso está en concordancia con la visión marxista para la cual el dispositivo moral del hombre se basa en impulsos sociales, que incluye componentes inconscientes, semiconscientes y conscientes; y que con el desarrollo de la humanidad el elemento consciente va tomando la primacía, hasta que con el proletariado revolucionario, la ética, basada en un método científico se convierte cada vez más en la guía del comportamiento moral; que en la propia buena conciencia, el progreso moral es inseparable del desarrollo de la conciencia en detrimento de los sentimientos de culpa ([8]). El hombre puede asumir cada vez más sus responsabilidades, no solo en lo que concierne a su propia buena conciencia, sino a causa de lo que está contenido en sus propios valores morales y sus convicciones.

El combate del marxismo contra el utilitarismo ético

El materialismo burgués, a pesar de sus debilidades, en especial en su forma utilitarista (la moral es la expresión de intereses reales y objetivos) significó un gran paso adelante en la teoría ética. Preparó el camino para la comprensión histórica de la evolución moral. Al haber revelado lo relativo y transitorio de todos los sistemas morales, dio un gran golpe a la visión religiosa e idealista de un código, eternamente invariable, que Dios habría establecido.

Como hemos visto, la clase obrera, desde sus primeros tiempos, ya fue sacando sus propias conclusiones socialistas de ese método. Aunque los primeros teóricos socialistas, como Robert Owen o William Thompson fueran mucho más lejos que la filosofía de Jeremy Bentham –que aquellos tomaron como punto de partida–, la influencia del método utilitarista siguió siendo importante en el movimiento obrero, incluso después de haber surgido el marxismo. Los primeros socialistas revolucionaron la teoría de Bentham, aplicando sus postulados de base a las clases sociales más que a los individuos, preparando así el camino a la comprensión del carácter social y de clase de la historia de la moral. Reconocer que los propietarios de esclavos no tenían el mismo registro de valores que los mercaderes o los nómadas del desierto, ni el de los pastores de montaña era algo que ya había sido confirmado por la antropología durante la expansión colonial. El marxismo sacó provecho de esa labor preparatoria, como también de los estudios de Morgan y Maurer que esclarecieron la “genealogía de las morales” ([9]). Sin embargo, a pesar de los progresos que eso representó, el utilitarismo, incluso en su forma proletaria, dejaba toda una serie de preguntas sin respuesta.

Primero, si la moral no es otra cosa que la codificación de intereses materiales, acaba siendo ella misma superflua y desapareciendo como factor social. El materialista radical inglés, Mandeville, ya había planteado con esa base que la moral no es más que la hipocresía que sirve para ocultar los intereses fundamentales de las clases dominantes. Más tarde, Nietzsche sacaría unas conclusiones algo diferentes de las mismas premisas: la moral es el medio de la muchedumbre, que es débil, para impedir la dominación de la élite, y, por lo tanto, la liberación de ésta exige el reconocimiento de que para ella todo está permitido. Pero como lo subrayó Mehring, la pretendida abolición de la moral en ­Nietzsche, en Más allá del bien y del mal, no es otra cosa sino el establecimiento de una nueva moral, la del capitalismo reaccionario y de su odio al proletariado socialista, una moral liberada de las trabas de la decencia pequeño burguesa y de la respetabilidad de la gran burguesía ([10]). En particular, la identidad entre interés y moral implica, como ya lo habían afirmado los jesuitas, que el fin justifica los medios ([11]).

Segundo, al haber supuesto que las clases sociales representan a “individuos colectivos” que sencillamente siguen sus propios intereses, la historia aparece como una disputa sin ningún sentido, lo cual es quizás importante para las clases concernidas pero no para la sociedad como un todo. Eso era una regresión respecto a Hegel, el cual ya había comprendido (aunque fuera de forma mistificada) no sólo la relatividad de toda moral, sino también de la edificación de nuevos sistemas éticos transgresores de la moral establecida. Hegel declaraba en ese sentido:

“Puede uno imaginarse que dice algo grande cuando afirma: el hombre es bueno por naturaleza. Pero se olvida que dice algo más grande todavía si dice: el hombre es malo por naturaleza” ([12]).

Tercero, el método utilitario lleva a un racionalismo estéril que elimina las emociones sociales de la vida moral.

Las consecuencias negativas de los restos utilitaristas burgueses se hicieron visibles cuando el movimiento obrero, con la Iª Internacional, empezó a superar la fase de las sectas. La investigación sobre la conjura de la Alianza contra la Internacional –especialmente los comentarios de Marx y Engels sobre el “catecismo revolucionario” de Bakunin– reveló “la introducción de la anarquía en la moral” mediante un “jesuitismo” que “lleva la inmoralidad de la burguesía hasta sus últimas consecuencias”. El informe redactado por mandato del Congreso de La Haya en 1872 subraya los elementos siguientes de la visión de Bakunin: el revolucionario no tiene interés personal, ni asuntos ni sentimientos personales o deseos que le sean propios; ha roto no solo con el orden burgués, sino con la moral y las costumbres del mundo civilizado entero; considera virtud todo aquello que favorece el triunfo de la revolución y vicio todo lo que la frene; está siempre dispuesto a sacrificarlo todo, incluida su propia voluntad y su personalidad; elimina todo sentimiento de amistad, amor o gratitud; ante la necesidad, no vacila en eliminar a cualquier ser humano; no conoce otra escala de valores que la de la utilidad.

Profundamente indignados ante semejante método, Marx y Engels declararon que ésa era la moral de los bajos fondos, la del lumpemproletariado. Tan grotesca como infame, más autoritaria que el comunismo más primitivo, Bakunin hace de la revolución “una serie de asesinatos individuales y, después, de masas” o “la única regla de conducta es la moral jesuita exagerada” ([13]).

Como sabemos, el movimiento obrero en su conjunto no ha asimilado en profundidad las lecciones de la lucha contra el bakuninismo. En su Materialismo histórico, Bujarin presenta las normas de la ética como simples reglas y reglamentos. La táctica sustituye la moral. Todavía más confusa es la actitud de Lukacs ante la revolución. Después de haber presentado al proletariado como la realización del idealismo moral de Kant y Fichte, Lukacs cae en el utilitarismo. En ¿Qué significa una acción revolucionaria? (1919), declara:

“la regla del todo prevalece sobre la parte, lo cual implica un sacrificio sin concesiones de sí mismo... Sólo puede ser revolucionario quien está dispuesto a hacerlo todo por llevar a buen término esos intereses”.

Pero el reforzamiento de la moral utilitarista después de 1917 en la URSS fue sobre todo la expresión de las necesidades del Estado transitorio. En Moral y normas de clase, Preobrazhenski presenta la organización revolucionaria como una especie de orden monástica moderna. Quiere incluso someter las relaciones sexuales al principio de selección eugenésica en un mundo en el que la distinción entre individuo y sociedad ha sido abolida y en el que las emociones están subordinadas a los resultados de las ciencias naturales. Ni siquiera Trotski sale indemne de esa influencia, pues en la Moral de ellos y la nuestra en una inconfesada defensa de la represión de Cronstadt, defiende a fondo la fórmula de que “el fin justifica los medios”.

Es cierto que toda clase social tiende a identificar el “bien” y la “virtud” con sus propios intereses. Pero interés y moral no son idénticos. La influencia de clase sobre los valores sociales es muy compleja, puesto que integra la posición de una clase determinada en el proceso de producción y en la lucha de clases, sus tradiciones, sus objetivos y sus aspiraciones para el futuro, su parte en la cultura y, además, la manera con la que todo eso se expresa en los modos de vivir, las emociones, las intuiciones, las aspiraciones.

En oposición a la confusión utilitarista entre interés y moral, (o “deber” como lo formula aquí), Dietzgen distingue ambas cosas.

“El interés representa más bien la felicidad concreta, presente, tangible; el deber, al contrario, es la felicidad general, ampliada, concebida también para el porvenir. (...). El deber se preocupa también del corazón, de las necesidades de la sociedad, del porvenir, de la salvación del alma, en resumen, de la totalidad de nuestros intereses, y nos enseña a renunciar a lo superfluo para obtener y conservar lo necesario” ([14]).

En reacción a las afirmaciones idealistas de la invariabilidad de la moral, el utilitarismo social cae en el otro extremo e insiste tan unilateralmente sobre su naturaleza transitoria que pierde de vista la existencia de valores comunes que dan cohesión a la sociedad, y la existencia de progresos éticos. La continuidad del sentimiento de comunidad no es, ni mucho menos, una ficción metafísica.

Ese “relativismo exagerado” ve las clases y su combate, pero no ve “el proceso social global, la interconexión de los diferentes episodios y, por ello mismo, no consigue distinguir las diferentes etapas del desarrollo moral que forman parte de un proceso que vincula esos episodios unos a otros. No posee criterios generales con los que evaluar las diferentes normas, no es capaz de ir más allá de las apariencias inmediatas y temporales. No reúne las diferentes apariencias en una unidad mediante el pensamiento dialéctico” ([15]).

En cuanto a las relaciones entre el fin y los medios, la fórmula correcta del problema no es desde luego que el fin justifica los medios, sino que el fin influye en los medios y que los medios influyen en el fin. Los dos términos de la contradicción se determinan mutuamente, siendo uno condición del otro. Además, el fin y los medios no son sino lazos en la cadena de la historia, de modo que cada fin es a su vez un medio para alcanzar fines más elevados. Por eso es por lo que el rigor metodológico y ético debe aplicarse a todo el proceso, refiriéndose al pasado y al futuro, y no solo a lo inmediato. Los medios que no sirven a un fin determinado, lo único que hacen es deformarlo y alejarse de él. El proletariado, por ejemplo, no podrá vencer a la burguesía utilizando las armas de ésta. La moral del proletariado se orienta a la vez según la realidad social y según las emociones sociales. Por eso rechaza a la vez la exclusión dogmática de la violencia pero también el concepto de indiferencia moral hacia los medios empleados.

En paralelo con esa falsa comprensión de los lazos entre fin y medios, Preobrazhenski considera también que el destino de las partes, el del individuo en particular, no es importante y puede sacrificarse sin más en interés del todo. Y no había sido ésa, ni mucho menos, la actitud de Marx, quien consideraba prematura la Comuna de Paris, pero se unió a ella por solidaridad; ni la de Eugène Léviné y del joven KPD que entraron en el gobierno de la República de Consejos de Baviera cuando ya estaba fracasando y a cuya proclamación se habían opuesto, para organizar su defensa y minimizar así el número de víctimas proletarias. En cambio, el criterio unilateral del utilitarismo abre, en realidad, las puertas a una solidaridad de clase muy condicional.

Como lo subrayó Rosa Luxemburgo en su polémica contra Bernstein, la contradicción principal en el meollo del movimiento proletario es que su combate cotidiano se lleva a cabo en el seno del capitalismo mientras que sus fines están fuera, son una ruptura fundamental con ese sistema. De ello resulta que es necesario el uso de la violencia y de la astucia contra el enemigo de clase, y es difícil evitar que se expresen el odio de clase y las agresiones antisociales. Pero el proletariado no es moralmente indiferente antes esas manifestaciones. Incluso cuando emplea la violencia, nunca deberá olvidar, como lo dijo Pannekoek, que su objetivo es esclarecer las mentes y no destruirlas. Y la conclusión que sacó Bilan de la experiencia rusa: el proletariado debe evitar en lo posible el uso de la violencia contra las capas no explotadoras y excluirla por principio en el seno mismo de la clase obrera. Incluso en el contexto de la guerra civil contra el enemigo de clase, el proletariado debe estar convencido de la necesidad de actuar contra la aparición de sentimientos antisociales como la venganza, la crueldad, la voluntad de destruir pues acaban embruteciendo y debilitando la conciencia. Semejantes sentimientos son el signo de la penetración de la influencia de una clase ajena. No fue por casualidad si tras la revolución de Octubre, Lenin consideraba que, justo detrás de la extensión de la revolución, la prioridad debía ser la elevación del nivel cultural de las masas. Recordemos también que fue, primero, porque constató la crueldad y la indiferencia moral de Stalin, si Lenin fue capaz de identificar el peligro que representaba.

Los medios empleados por el proletariado deben, lo más posible, corresponderse a la vez con el objetivo y con las emociones sociales que son las propias de su naturaleza de clase. No es por nada si en nombre de esas emociones, el programa del 14 diciembre 1918 del KPD, aún defendiendo clara y resueltamente la necesidad de la violencia de clase, rechazó el uso del terror:

“La revolución proletaria no necesita para nada el terror para realizar sus objetivos. Odia y aborrece el asesinato. No necesita recurrir a esos medios de lucha porque no combate a individuos, sino a instituciones, porque no se lanza a la palestra con ilusiones ingenuas que, una vez decepcionadas, llevarían a una venganza ciega” ([16]).

En oposición a eso, la eliminación del aspecto emocional de la moral siguiendo el método del utilitarismo materialista y mecanicista es típicamente burgués. En ese método, el uso de las mentiras, del engaño, es moralmente superior si sirve para cumplir un objetivo determinado. Por eso, las mentiras que hicieron circular los bolcheviques para justificar la represión de Cronstadt, no sólo socavaron la confianza de la clase en el partido, sino que también socavaron la convicción de los propios bolcheviques. La visión de que “el fin justifica los medios”, niega en la práctica la superioridad ética de la revolución proletaria sobre la burguesa. Y se olvida de que cuanto más se corresponde la preocupación de una clase con el bienestar de la humanidad mejor podrá sacar de esa preocupación su fuerza moral.

En oposición con el mundo de los negocios, en el que la consigna es que solo cuenta el éxito, sean cuales sean los medios empleados, eso no puede aplicarse a la clase obrera. El proletariado es la primera clase revolucionaria cuya victoria final llega precedida y preparada por una serie de derrotas. Las lecciones inestimables, pero también el ejemplo moral de los grandes revolucionarios y de las grandes luchas obreras son las condiciones para una victoria futura.

La lucha contra los efectos de la descomposición del capitalismo

En el período histórico actual, la importancia de la cuestión de la ética es mayor que nunca. La tendencia característica a la disolución de los vínculos sociales y de todo pensamiento coherente, tiene, obligatoriamente, unos efectos muy negativos en la moral. Además, la desorientación ética en el seno la sociedad es también un componente central del problema en el que se arraiga la descomposición del tejido social. La descomposición social, que se debe al bloqueo histórico que se ha producido entre burguesía y proletariado, entre la respuesta de aquélla (la guerra mundial) y la de éste (la revolución mundial), está directamente vinculada a la esfera de la ética social. La salida de la contrarrevolución, a finales de los años 70, gracias a una nueva generación del proletariado que no había sido derrotada, expresó nada menos que el desprestigio histórico del nacionalismo, sobre todo en los países en los que viven los sectores más fuertes del proletariado mundial. Pero, por otra parte, las luchas obreras masivas habidas desde el 68 no han venido acompañadas, por ahora, de un desarrollo correspondiente con la dimensión teórica y política del combate proletario, especialmente la ausencia de una afirmación explícita y consciente del principio del internacionalismo proletario. Por consiguiente, ninguna de las dos clase principales de la sociedad contemporánea ha sido capaz, por ahora, de hacer progresar el propio ideal de clase que cada una de ellas tiene sobre la comunidad social.

En general, la moral dominante es la de la clase dominante. Por eso mismo precisamente, toda moral dominante, para que pueda servir los intereses de la clase dominante, debe contener a la vez elementos de interés moral general para así asegurar la cohesión de la sociedad. Uno de esos elementos es dar una perspectiva o un ideal de comunidad social. Ese ideal es un factor indispensable para refrenar las pulsiones antisociales.

Como hemos visto, el nacionalismo es el ideal específico de la sociedad burguesa. Esto corresponde al hecho de que el Estado nacional es la unidad más desarrollada que pueda realizar el capitalismo. Cuando el capitalismo entra en su fase de decadencia, el Estado-Nación deja de ser, definitivamente, el instrumento del progreso en la historia, convirtiéndose de hecho en el instrumento principal de la barbarie social. Y ya antes de que eso se produjera, el enterrador del capitalismo, o sea la clase obrera –precisamente porque es portadora de un ideal más alto, el ideal internacionalista – fue capaz de dejar patente el carácter embaucador de la comunidad nacional. Aunque al iniciarse la Primera Guerra mundial en 1914, los trabajadores se olvidaron de esa lección, esa guerra iba a poner al desnudo la realidad de la tendencia principal, no sólo de la moral burguesa, sino de la moral de todas las clases explotadoras. Esta consiste en movilizar los ímpetus más heroicos, los más altruistas de las clases trabajadoras al servicio de la más obtusa y más sórdida de las causas.

A pesar de su carácter embaucador y cada vez más bárbaro, la nación es el único ideal que la burguesía puede enarbolar para dar cohesión a la sociedad. Solo él corresponde a la realidad contemporánea de la estructura estatal de la burguesía. Por eso es por lo que los demás ideales sociales que han ido apareciendo en los últimos años –la familia, el medio ambiente local, la religión, la comunidad cultural o étnica, el estilo de vida en grupo o en banda– son realmente expresiones de la disolución de la vida social, de la putrefacción de la sociedad de clases. Y eso también es verdad para todas las respuestas morales que intentan abarcar la sociedad en su conjunto, pero basándose en el interclasismo: el humanitarismo, el ecologismo, el altermundismo. Con el postulado de que la mejora del individuo es la base de la renovación de la sociedad, esas respuestas son expresiones democraticistas de la misma fragmentación individualista en la base de la sociedad. Ni que decir tiene que esas ideologías sirven admirablemente la clase dominante en su guerra por bloquear el desarrollo de una alternativa de clase, proletaria, internacionalista, al capitalismo.

En el seno de la sociedad en descomposición, podemos identificar algunos rasgos con implicaciones directas en los valores sociales.

Primero, la falta de perspectivas hace que los comportamientos humanos tiendan a quedarse en el presente o volverse hacia el pasado. Como ya dijimos, una parte central de lo racional de la moral es la defensa de los intereses a largo plazo contra el peso de lo inmediato. La ausencia de una perspectiva a largo plazo favorece la pérdida de solidaridad entre individuos y grupos de la sociedad contemporánea, pero también entre las generaciones. De ahí la tendencia a que se desarrolle una mentalidad pogromista, o sea la del odio destructor hacia un chivo expiatorio considerado como responsable de la desaparición de un pasado mejor, idealizado. En el escenario político mundial, puede observarse la tendencia al desarrollo del antisemitismo, del antioccidentalismo o del anti-islamismo…, la multiplicación de las “limpiezas étnicas”, el ascenso del populismo político contra los inmigrantes y de una mentalidad de gueto entre los emigrantes mismos. Y esa mentalidad tiende a impregnar la vida social en su conjunto, como lo ilustra el desarrollo del mobbing (acoso psicológico en el medio laboral).

Por otro lado, el desarrollo del miedo social que tiende a paralizar a la vez los instintos sociales y la reflexión coherente, los principios de base de la solidaridad humana y sobre todo, hoy, de clase. Ese miedo es el resultado de la atomización social que produce en cada individuo el sentimiento de estar solo con sus problemas. Esta soledad produce a su vez una manera particular de ver el resto de la sociedad, haciendo que la reacción de los demás seres humanos aparezca más imprevisible, lo que hace que se les considere como amenazantes y hostiles. Ese miedo –que alimenta todas las corrientes irracionales del pensamiento vueltas hacia el pasado y la nada– debe distinguirse del miedo debido a una inseguridad social creciente, provocada por la crisis económica, pues este sentimiento de inseguridad material puede convertirse en poderoso estimulante de la solidaridad de clase frente a la crisis económica.

Y, en fin, la falta de perspectiva y la desintegración de los vínculos sociales hacen que para muchos seres humanos la vida aparezca como algo sin sentido. Esta atmósfera de nihilismo es insoportable para la humanidad, porque está en contradicción con la esencia consciente y social del género humano. Produce una serie de fenómenos muy relacionados entre sí, el más importante de los cuales es el desarrollo de una nueva religiosidad y una obsesión por la muerte.

En las sociedades fundadas principalmente en la economía natural, la religión era ante todo la expresión del atraso, de la ignorancia, del miedo ante las fuerzas de la naturaleza. En el capitalismo, la religión se nutre sobre todo de alineación social, del miedo a unas fuerzas sociales que se han vuelto inexplicables e incontrolables. En la época de la descomposición del capitalismo, es ante todo el nihilismo ambiente el que alimenta la necesidad de religión. Mientras que la religión tradicional, por muy reaccionario que fuera su papel, formaba parte de la  visión de un mundo comunitario y la religión modernizada de la burguesía era una adaptación de esa visión tradicional del mundo a la perspectiva de la sociedad capitalista, el misticismo de la descomposición capitalista se nutre de ese nihilismo. Ya sea con la forma de una pura atomización de unas mentes esotéricas en busca del tan manido “encontrarse a uno mismo” fuera de todo contexto social, o con la forma totalmente cerrada y obtusa de las sectas y del fundamentalismo religioso, cuya oferta consiste en borrar la personalidad u eliminar la responsabilidad individual, esa tendencia, que pretende dar una respuesta al nihilismo, no es, en realidad, sino su expresión llevada al extremo.

Es, además, esa falta de perspectiva y esa dislocación de los vínculos sociales lo que hace que la realidad biológica de la muerte parezca quitarle todo sentido a la vida individual. Lo malsano que de ello resulta (y del que se nutre en gran parte el misticismo de hoy) encuentra su expresión, por un lado, en el miedo obsesivo y desmesurado a la muerte y, por otro, en el deseo patológico de morir. Aquélla expresión se concreta, por ejemplo, en la mentalidad “hedonista” de la “fun society” (cuya divisa podría ser: “comamos, bebamos y disfrutemos, que mañana moriremos”); y ésta en cultos como el satanismo, las sectas “fin del mundo” y en el culto creciente de la violencia, de la destrucción y del martirio (como ocurre con los kamikazes).

El marxismo, teoría revolucionaria del proletariado, siempre se caracterizó por su profundo apego al mundo y su afirmación apasionada del valor de la vida humana. Al mismo tiempo, el marxismo, gracias a su enfoque dialéctico, ha podido comprender que la vida y la muerte, el ser y la nada forman parte de una unidad indivisible. No ignora la muerte ni subestima tampoco su papel en la vida. El género humano forma parte de la naturaleza y como tal, el crecimiento, la plenitud, pero también la enfermedad, el declive y la muerte son tan partícipes de su existir como la puesta de sol o la caída de las hojas en otoño. Pero además el hombre es un producto no sólo de la naturaleza, sino también de la sociedad. Heredero de lo adquirido por la cultura humana, portador de su porvenir, el proletariado revolucionario se vincula a las fuentes sociales de una fuerza real, arraigada en la claridad del pensamiento y la fraternidad, en la paciencia y el humor, el gozo y la afección, la seguridad verdadera de una confianza bien construida.

La solidaridad y la perspectiva del comunismo hoy

Para la clase obrera, la ética no es algo abstracto, separado de su combate. La solidaridad, base de su moral de clase, es a la vez la condición primera de su verdadera capacidad para afirmarse como clase en lucha.

Hoy, el proletariado está ante la tarea de reconquistar su identidad de clase, una identidad que ha sufrido un enorme retroceso después de 1989. Esa tarea es inseparable de la lucha por reapropiarse sus tradiciones de solidaridad.

La solidaridad no es solo un componente central de la lucha cotidiana de la clase obrera, sino que además lleva en sí en germen la sociedad futura. Los dos aspectos, solidaridad y lucha, se enlazan con el presente y con el futuro y se influyen mutuamente. El despliegue, la extensión de la solidaridad de clase en las luchas obreras es un aspecto esencial de la dinámica actual de la lucha de la clase, del arranque de un camino hacia una nueva perspectiva revolucionaria. Esta perspectiva, a su vez, cuando haya quedado despejada, será un poderoso factor de reforzamiento de la solidaridad en las luchas inmediatas del proletariado.

Esta perspectiva es pues decisiva ante los problemas que le plantean a la clase obrera la decadencia y la descomposición del capitalismo. Así ocurre, por ejemplo, con la cuestión de la inmigración. En el capitalismo ascendente, la posición del movimiento obrero, especialmente las fracciones de izquierda, era defender las fronteras abiertas y el movimiento libre del trabajo. Eso formaba parte del programa mínimo de la clase obrera. Hoy, escoger entre fronteras abiertas o cerradas es una falsa alternativa, pues la única manera de resolver esa cuestión es la abolición de todas las fronteras. En las condiciones de la descomposición, el tema de la inmigración tiende a socavar la solidaridad de clase, amenazando incluso con contaminar a los obreros con la mentalidad pogromista. Ante esta situación, la perspectiva de una comunidad mundial, basada en la solidaridad, es el factor más eficaz de la defensa del principio del internacionalismo proletario.

Si la clase obrera, a través de un largo período de desarrollo de sus luchas y de reflexión política, logra reconquistar su identidad de clase, y por lo tanto es capaz de reconocer hasta qué punto el capitalismo de nuestros días destruye las emociones sociales, socava los vínculos y los modos de comportamiento entre las personas, entonces esa comprensión podrá ser a su vez un factor que empujará al proletariado a formular de manera consciente sus propios valores de clase. La indignación de la clase obrera ante los comportamientos provocados por el capitalismo en descomposición, y la conciencia de que únicamente la lucha proletaria podrá ofrecer una alternativa, son esenciales para que el proletariado pueda afirmar su perspectiva revolucionaria.

La organización revolucionaria tiene un papel indispensable que desempeñar en ese proceso, no sólo mediante la propaganda por los principios de clase, sino también, y por encima de todo, dando ella misma un ejemplo vivo de su aplicación y defensa.

Por otra parte, la defensa de la moral proletaria es un instrumento indispensable en la lucha contra el oportunismo y, por lo tanto, en la defensa del programa de la clase obrera. Con más firmeza que nunca, los revolucionarios deben situarse en la tradición del marxismo llevando a cabo un combate intransigente contra todo comportamiento procedente de una clase ajena.

“El bolchevismo ha creado el tipo del verdadero revolucionario que, fijándose objetivos históricos incompatibles con la sociedad contemporánea, subordina la condición de su existencia individual, sus ideas y sus juicios morales a aquellos. Las distancias indispensables con respecto a la ideología burguesa eran mantenidas en el partido a través de una vigilancia intransigente cuyo inspirador era Lenin. No dejaba de trabajar con el escalpelo cortando los lazos que el ambiente pequeñoburgués creaba entre el partido y la opinión pública oficial. Al mismo tiempo Lenin enseñaba al partido a formar su propia opinión pública, apoyándose en el pensamiento y en los sentimientos de la clase ascendente. Así, a través de la selección y la educación, en una lucha continua, el partido bolchevique creó su medio no solamente político, sino también moral, independientemente de la opinión pública burguesa e irreductiblemente opuesto a ésta. Fue solamente esto lo que permitió a los bolcheviques superar las vacilaciones en sus propias filas y manifestar la viril resolución sin la cual la victoria de Octubre hubiera sido imposible.” ([17]).

 

[1]) Luxemburgo: el Alma de la literatura rusa (Introducción a Korolenko), 1919.

[2]) Bujarin y Preobrazhenski: el ABC del comunismo – Comentarios al programa del 8e Congreso del Partido, 1919. Capitulo IX. La justicia proletaria. § 74 : Les métodos penales proletarios.

[3]) Jeremy Benthan (1748-1832) filosofo, jurista y reformador británico. Era amigo de Adams Smith y de Jean Baptiste Say, dos de los economistas más importantes de la burguesía en la época en que era una clase revolucionaria. Influyó en filósofos “clásicos” de esa clase como John Stuart Mill, John Austin, Herbert Spencer, Henry Sidwick o James Mill. Apoyó la Revolución francesa de 1789, haciéndole propuestas sobre el instauración del derecho, el sistema judicial, penitenciario, la organización política del Estado, y la política hacia las colonias (Emancipate your Colonies). La joven República francesa lo hizo ciudadano honorífico el 23 de agosto de 1792. Su influencia aparece en el Código civil (llamado también “Código Napoleón”), que sigue hoy rigiendo el derecho privado francés. El pensamiento de Bentham parte de del principio siguiente: los individuos solo conciben sus intereses en relación con el placer o el sufrimiento. Lo que buscan es “maximizar” su felicidad, expresada ésta en lo que excede de placer respecto al sufrimiento. Se trata para cada individuo de hacer un cálculo hedonista. Cada acción acarrea efectos positivos y efectos negativos, para un tiempo más o menos largo y con diferentes grados de intensidad; se trata pues para el individuo de realizar las acciones que le producen más felicidad o placer. Bentham llamó Utilitarismo a esa doctrina en 1781, proponiendo un método: “Cálculo de la felicidad y del sufrimiento” con el que quería determinar científicamente –o sea con reglas precisas la cantidad de goce y de sufrimiento generado por nuestras acciones. Esos criterios eran siete:
– duración: un goce largo y duradero es más útil que uno pasajero;
– intensidad: un placer intenso es más útil que uno menos intenso;
– certidumbre: un placer es más útil si uno está seguro de que se realizará;
– proximidad: un goce inmediato es más útil que otro que se realice a largo plazo;
– extensión: un goce vivido entre varios es más útil que el vivido por uno solo;
– fecundidad: un placer que acarrea otros es más útil que un placer único;
– pureza: un goce que no acarrea sufrimiento posterior es más útil que otro que sí puede acarrearlo.

Teóricamente, la acción más moral será la que reúna el mayor número de criterios.

[4]) Mehring : “Retorno a Schopenhauer”, Neue Zeit, 1908/09.

[5]) La mayoría de las organizaciones políticas del proletariado se dotaron, junto a los órganos de centralización encargados de tratar los “asuntos cotidianos”, de instancias tales como “comisiones de control” o “de conflictos” compuestas de militantes experimentados y poseedores de la mayor confianza entre sus camaradas, encargados específicamente de temas delicados, sensibles, que exigen discreción tanto dentro como fuera de la organización.

[6]) Kautsky, “La ética del darwinismo” (Los instintos sociales) en Ética y materialismo histórico.

[7]) Eso quedó confirmado con las observaciones de Anna Freud: los niños huérfanos salidos de los campos de concentración, que establecían entre ellos una especie de solidaridad rudimentaria, con bases igualitarias, no aceptaban, en cambio, las referencias morales y culturales de la sociedad en su conjunto, excepto cuando estaban agrupados en más pequeñas unidades “familiares”, dirigidas cada una por una persona adulta respetada, hacia la cual los niños podían desarrollar afecto y admiración.

[8]) El libro de Kautsky sobre Ética fue el primer estudio marxista global sobre este tema y su contribución principal a la teoría socialista. Sobreestima, sin embargo, la importancia de la contribución de Darwin. Y por consiguiente subestima los factores específicamente humanos de la cultura y de la conciencia, de modo que acaba resultando una visión estática según la cual las diferentes formas sociales favorecen o desfavorecen más o menos unas pulsiones sociales que serían básicamente invariables.

[9]) Ver por ejemplo Paul Lafargue, “Búsqueda sobre el origen de la idea del bien y de lo justo”, 1885, reproducido en Neue Zeit, 1899-1900.

[10]) Mehring, Sobre la filosofía del capitalismo, 1891. Añadiremos que Nietzsche es el teórico del comportamiento del aventurero desclasado.

[11]) La vanguardia de la Contrarreforma contra el protestantismo, el jesuitismo, se caracterizó por la adopción de los métodos de la burguesía para defender una iglesia feudal. Por eso es por lo que, muy pronto, el jesuitismo fue la base de la moral capitalista, mucho antes de que la clase burguesa en su conjunto (que desempeñaba todavía un papel revolucionario) revelara los aspectos más innobles de su dominación de clase. Ver, entre otras cosas, Mehring, Historia de Alemania desde principios de la Edad Media, 1910. Parte 1. Cap. 6 : “Jesuitismo, Calvinismo, Luteranismo.”

[12]) Una apostilla de paso. La respuesta más apropiada a una pregunta que se hace desde los tiempos más remotos, la de saber si el ser humano es bueno o malo, podría ser probablemente dada parafraseando lo que Marx y Engels escribían en la Sagrada familia sobre la novela de Eugène Sue, los Misterios de París, en el capítulo dedicado a “Flor de María”: la humanidad no es ni buena ni mala, es humana.

[13]) Una conjura contra la Internacional. Informe sobre las actividades de Bakunin. 1874. Cap. VIII “La Alianza en Rusia (el Catecismo revolucionario. El llamamiento de Bakunin a los oficiales del ejército ruso)”

[14]) Dietzgen, la Esencia del trabajo intelectual humano, 1869.

[15]) Henriette Roland Holst, Comunismo y moral, 1925. Capítulo V. “El sentido de la vida y las tareas del proletariado”. A pesar de algunas debilidades, ese libro contiene una crítica excelente de la moral utilitarista.

[16]) ¿Qué quiere la Liga Espartaco? En este como en otros escritos de Rosa Luxemburgo, encontramos la comprensión profunda de la psicología de clase del proletariado.

[17]) Trotski, Historia de la Revolución rusa, 1930. Fin del capítulo: “Lenin llama a la insurrección”.

Series: 

Herencia de la Izquierda Comunista: