Informe sobre la crisis económica del XIIº congreso de la CCI - La prueba del triunfo del marxismo

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Informe sobre la crisis económica del XIIº congreso de la CCI

La prueba del triunfo del marxismo

 

Desde 1989, las proclamas de la burguesía sobre el final del comunismo no han cesado. Nos han dicho y repetido que el desmoronamiento de los regímenes «comunistas» es la prueba de la imposibilidad de crear una forma de sociedad superior al capitalismo. Se nos anima así a creer que las predicciones del marxismo sobre la desintegración inevitable de la economía capitalista son falsas y que sólo son justas para el marxismo mismo. En fin de cuentas, vienen a decir, la historia no ha sido testigo del hundimiento del capitalismo sino del socialismo.

Los marxistas deben combatir esas campañas ideológicas y es bueno recordar que esas cantinelas no son nuevas. Hace casi 100 años, los «revisionistas» en la IIª Internacional, deslumbrados por los éxitos de una sociedad burguesa en su apogeo, afirmaban que la teoría marxista de las crisis estaba caduca, negando así la necesidad de un derrocamiento revolucionario del capitalismo.

El ala izquierda de la socialdemocracia, con Rosa Luxemburg en primera línea, no tuvieron reparo en mantenerse en los «viejos» principios del marxismo y contestar a los revisionistas afirmando que el capitalismo no podía evitar la catástrofe; lo que ocurrió en las tres primeras décadas del siglo XX demostró, y de qué manera, la razón que tenía. La Guerra del 14-18 demostró la falsedad de las teorías sobre la posibilidad de un capitalismo que evolucionara pacíficamente hacia el socialismo; el período de reconstrucción de posguerra fue de corta duración y, esencialmente, sólo interesó a los Estados Unidos, dando poco tiempo a la burguesía para congratularse de los éxitos de su sistema. La crisis de 1929 y la profunda depresión mundial subsiguiente proporcionaron todavía menos bases a la burguesía para afirmar que las predicciones económicas de Marx eran falsas o, en el mejor de los casos, sólo válidas para el siglo XIX.

No ha ocurrido lo mismo en el período de reconstrucción de la segunda posguerra. Las tasas de crecimiento sin precedentes observadas durante este período permitieron el desarrollo de toda una industria, lo cual hizo que se pusieran de moda todas las teorías sobre el emburguesamiento de la clase obrera, la sociedad de consumo, el nacimiento de un nuevo capitalismo «organizado» y el fin definitivo de la tendencia del sistema a entrar en crisis. Una vez más se proclamó que el marxismo estaba superado con mayor aplomo todavía.

La crisis que se abrió a finales de los años 60 puso de relieve una vez más la vacuidad de esa propaganda. Pero no lo reveló de una manera evidente, de una manera que pudiera ser comprendida inmediatamente por la mayor parte de los proletarios. En efecto, el capitalismo, desde mediados de los años 30, y sobre todo desde 1945, se ha «organizado», en el sentido de que el poder del Estado ha tomado la responsabilidad de prevenir las tendencias al hundimiento. Y la formación de bloques imperialistas «permanentes» hizo posible el menagement (la gestión) del sistema a escala planetaria. Si ya las formas de organización capitalistas de Estado facilitaron el boom de la reconstrucción de posguerra, también permitieron cierto freno a la crisis, de tal modo que en lugar de asistir a un desmoronamiento espectacular como el de los años 30, lo que hemos podido observar, durante los treinta últimos años, es una caída irregular, puntuada con numerosas «recuperaciones» y «recesiones» que han servido para ir ocultando la trayectoria subyacente de la economía hacia la quiebra total.

Durante este último período, la burguesía ha utilizado a fondo la evolución lenta de la crisis para desarrollar toda una serie de «explicaciones» sobre las dificultades de la economía. En los años 70, las tensiones inflacionistas se explicaban por el alza de los precios del petróleo y por las reivindicaciones excesivas de la clase obrera. A principios de los 80, el triunfo del «monetarismo» y de las Reaganomics echó la culpa a los gastos de Estado excesivos por parte de los gobiernos de izquierda que habían dirigido en el período precedente. Al mismo tiempo, la izquierda pudo permitirse poner de relieve la explosión del desempleo que acarrearon las nuevas políticas, acusando a la mala gestión de Thatcher, Reagan y demás. Los dos argumentos se basaban en cierta realidad: la de un capitalismo que, en la medida en que pueda ser gestionado, sólo puede serlo por el aparato de Estado.

Lo que tanto unos como otros ocultaban es que la «gestión», el menagement, es fundamentalmente una gestión de crisis. El hecho es que prácticamente todos los «debates» económicos que nos ofrecía la clase dominante lo eran en torno al mismo tema: la gestión de la economía; o dicho en otras palabras, la realidad del capitalismo de Estado ha sido utilizada para ocultar la realidad de la crisis, puesto que la naturaleza incontrolable de la crisis no ha sido admitida nunca. Esa utilización ideológica del capitalismo de Estado conoció una nueva etapa en 1989 con el desmoronamiento del modelo estalinista de capitalismo de Estado, el cual, como ya lo hemos dicho nosotros, ha servido a la burguesía de «prueba» de que la principal crisis de la sociedad de hoy no sería la del capitalismo, sino la del... comunismo.

El desmoronamiento del estalinismo y las campañas sobre el «fin del marxismo» también han acarreado las más extravagantes promesas de una «nueva era de paz y de prosperidad» que, obligatoriamente, iba a abrirse. Los siete años transcurridos han dado al traste con todas esas promesas, empezando por las referentes a la «paz». Pero aunque en lo económico, los marxistas podemos poner en amplia evidencia que éstos han sido años de vacas flacas, no debemos subestimar la capacidad de la burguesía para ocultar, a la clase explotada, la naturaleza realmente catastrófica de la crisis, impidiéndole que desarrolle su conciencia de la necesidad de echar abajo el capitalismo.

Por eso, en el XIº congreso de la CCI, nuestra Resolución sobre la situación internacional tenía que empezar la parte sobre la crisis económica por una denuncia de las mentiras de la burguesía según las cuales se percibía ya el inicio de una recuperación económica, especialmente en los países anglosajones. Dos años más tarde, la burguesía sigue hablando de recuperación, aunque admita que hay muchas recaídas y excepciones. Queremos, pues, evitar aquí el error que a menudo cometen los revolucionarios (comprensible por el entusiasmo de ver el advenimiento de la crisis revolucionaria) de caer en una evaluación inmediatista de las perspectivas para el capitalismo mundial. Pero, al mismo tiempo, vamos a procurar utilizar las herramientas mejor afiladas de la teoría marxista para demostrar la vacuidad de las afirmaciones de la burguesía y subrayar la profundización significativa de la crisis histórica del sistema.

La falsa recuperación

La Resolución sobre la situación internacional del XIº congreso de la CCI (abril de 1995) analizaba las razones de las tasas de crecimiento más altos en ciertos países:

«Los discursos oficiales sobre la “recuperación” prestan mucha atención a la evolución de los índices de la producción industrial o al restablecimiento de los beneficios de las empresas. Si efectivamente, en particular en los países anglosajones, hemos asistido recientemente a tales fenómenos, importa poner en evidencia las bases sobre las que se fundan:

– la recuperación de las ganancias resulta a menudo, particularmente para muchas de las grandes empresas, de beneficios especulativos; y tiene como contrapartida una nueva alza súbita de los déficits públicos; en fin, es consecuencia de que las empresas eliminan las “ramas muertas”, es decir, sus sectores menos productivos;

– el progreso de la producción industrial resulta en buena medida de un aumento muy importante de la productividad del trabajo basado en una utilización masiva de la automatización y de la informática.

Por estas razones, una de las características esenciales de la “recuperación” actual es que no ha sido capaz de crear empleos, de hacer retroceder el desempleo significativamente, ni el trabajo precario, que al contrario, se ha extendido más, puesto que el capital vela permanentemente por guardar las manos libres para poder tirar a la calle, en cualquier momento, la fuerza de trabajo excedentaria.» ([1])

La Resolución seguía insistiendo en «el endeudamiento dramático de los Estados, que durante los últimos años se ha disparado» y «si estuvieran [los Estados capitalistas] sometidos a las mismas leyes que las empresas privadas, ya se habrían declarado oficialmente en quiebra». El recurso al endeudamiento permite medir la quiebra real de la economía capitalista y anuncia convulsiones catastróficas de todo el aparato financiero. Ya tuvimos un aviso con la crisis del peso mexicano: México, considerado como un modelo de «crecimiento» del Tercer mundo, necesitó una operación de auxilio de 50 mil millones de dólares al iniciarse el hundimiento de su moneda, para impedir el desastre en los mercados monetarios del mundo. El episodio del peso no sólo puso de relieve la fragilidad de un crecimiento tan pregonado como el de las economías del Tercer mundo (y entre éstas es la de los «dragones» asiáticos la más elogiada), sino también la fragilidad de la economía mundial entera.

Un año más tarde, en abril de 1996, la Resolución sobre la situación internacional del XIIº congreso de Révolution internationale (RI) recordaba las perspectivas trazadas en el XIº congreso de la CCI para la economía mundial. Este congreso había previsto nuevas convulsiones financieras y un nuevo hundimiento en la recesión. La resolución del congreso de RI enumeraba los factores que confirmaban este análisis global: problemas dramáticos en el sector bancario y una caída espectacular del dólar en el plano financiero; y en cuanto a las tendencias hacia la recesión, las dificultades crecientes de los grandes modelos de crecimiento económico, Alemania y Japón. Esas indicaciones de la profundidad real de la crisis del capitalismo han sido todavía más significativas durante el año 1996.

El endeudamiento y la irracionalidad capitalista

En diciembre de 1996, Alan Greesnpan, director del Banco central estadounidense, al marcharse de una cena elegante no se le ocurrió otra cosa que hablar de «la exuberancia irracional» de los mercados financieros. Tomando eso como el mal presagio de un crash financiero, los inversores, en pleno pánico, se pusieron a vender por todas partes en el mundo, liquidándose miles de millones en acciones (25 mil millones sólo en Gran Bretaña) en una sola vez, una de las mayores bajas en las bolsas desde 1987. Los mercados financieros se recuperaron pronto de ese minicrash, pero ese episodio es muy significativo de la fragilidad de todo el sistema financiero. En efecto, Greenspan no dejaba de tener razón al hablar de irracionalidad. Los capitalistas mismos se dan cuenta de la absurdez de una situación en la que la Bolsa de Wall Steet tiende hoy a irse abajo en cuanto baja el desempleo, pues esto reaviva el miedo al «recalentamiento» de la economía y de nuevas tensiones inflacionistas. Los propios comentaristas burgueses son capaces de percibir el divorcio creciente entre las inversiones especulativas masivas realizadas en todos los mercados financieros del mundo y la actividad productiva real y, también, la venta y la compra «reales». Como ya decíamos en nuestro artículo «Una economía de casino» (Revista internacional nº87) escrito justo antes del mini-crash de diciembre del 96, el New York Stock Exchange ha festejado recientemente su centésimo aniversario anunciando que con un crecimiento de 620 % durante los 14 últimos años, había batido todos los récords anteriores, incluido el de la «exhuberancia irracional» que había precedido a la crisis de 1929. Varios expertos capitalistas acogieron con temor esa noticia: «Las cotizaciones de las empresas americanas ya no corresponden en nada a su valor real» decía Le Monde. «Cuanto más dure esta locura especulativa, más alto será el precio a pagar más tarde» decía el analista BM Bigss (citado también en las Revista internacional nº 87) El mismo artículo de esa Revista señalaba también que mientras que el mercado mundial anual ronda los 3 billones ([2]) de dólares, los movimientos internacionales de capitales se calculan en 100 billones, o sea 30 veces más. O sea, que hay un divorcio creciente entre los precios de las acciones en el mercado financiero y su valor real. Esto la burguesía lo sabe perfectamente y tan preocupada está que bastan cuatro alusiones de un gurú dirigente de la economía norteamericana para que cunda la desconfianza en los mercados financieros mundiales.

Lo que evidentemente nunca comprenderán los capitalistas es que la «locura especulativa» es precisamente un síntoma del callejón sin salida en que está metido el modo de producción capitalista. La inestabilidad subyacente del aparato financiero capitalista está basada en el hecho de que la actividad económica de hoy no es, en una gran parte, «realmente» retribuida sino que se mantiene gracias a una montaña de deudas cada vez mayor. Los engranajes de la industria, y por lo tanto de todas las ramas de la economía, funcionan gracias a unas deudas que no serán nunca reembolsadas. Recurrir al crédito ha sido un mecanismo fundamental no sólo de la reconstrucción de la posguerra, sino también de la «gestión» de la crisis económica desde los años 60. Es una droga que ha mantenido al enfermo capitalista en vida durante décadas, pero como también lo hemos dicho a menudo, la droga también lo está matando.

En una respuesta a los revisionistas en 1889, Rosa Luxemburg explicó con gran claridad por qué el recurrir al crédito, aunque parezca mejorar las cosas para el capital a corto plazo, no hace sino agudizar la crisis del sistema a largo plazo. Vale la pena citarla enteramente en ese punto, pues esclarece vivamente la situación a la que se enfrenta hoy el capitalismo:

«El crédito aparece como el medio para fundir en un solo capital gran cantidad de capitales privados –sociedades por acciones– y asegurar a un capitalista la disposición de capitales ajenos –crédito industrial. En calidad de crédito comercial, acelera el intercambio de mercancías y, por consiguiente, el reflujo del capital en la producción, o, dicho de otro modo, todo el ciclo del proceso de producción. Es fácil darse cuenta de la influencia que ejercen esas dos funciones principales del crédito en la gestación de las crisis. Si las crisis nacen, como se sabe, como consecuencia de la contradicción existente entre la capacidad de extensión de la producción y la capacidad de consumo restringida del mercado, el crédito es precisamente, según queda dicho arriba, el medio específico para que estalle esa contradicción tantas veces como sea posible. Ante todo, incrementa enormemente la capacidad de extensión de la producción y es la fuerza motriz interna que la empuja constantemente a superar los límites del mercado. Pero golpea por ambos lados. Tras haber provocado la sobreproducción, en tanto que factor del proceso de producción, con la misma seguridad destruye, durante la crisis, en tanto que factor del intercambio, las fuerzas productivas que han emergido gracias a él. Al primer síntoma de la crisis, el crédito se derrite, abandona el intercambio allí donde sería, al contrario, indispensable y aparece, donde todavía se ofrece, como algo inútil y sin efecto, reduciendo así al mínimo, durante la crisis, las capacidades de consumo del mercado.

Además de esos dos resultados principales, el crédito actúa también de otras formas en la gestación de las crisis. No sólo es el medio técnico para poner a disposición de un capitalista capitales ajenos, pero es para él al mismo tiempo, el estimulante para el uso atrevido y sin escrúpulos de la propiedad ajena y, por consiguiente, para aventuradas especulaciones. No sólo agrava la crisis, en su calidad de medio oculto de intercambio de mercancías, sino que además facilita su formación y extensión, transformando todo el intercambio en un mecanismo muy complejo y artificial, con un mínimo de dinero en metálico como base real, provocando así, a la menor ocasión, trastornos en ese mecanismo.

Y es así como el crédito, en lugar de ser un medio de supresión o de atenuación de las crisis, no es, al contrario, sino un medio muy poderoso de formación de las crisis. Y no puede ser de otra manera. La función específica del crédito consiste, de hecho, y hablando muy en general, en eliminar lo que queda de firme en todas las relaciones capitalistas, en introducir por todas partes la mayor elasticidad posible y hacer lo más extensibles, relativas y sensibles, a todas las fuerzas capitalistas. Es evidente que lo que hace es facilitar y agravar las crisis, que no son otra cosa sino el choque periódico entre las fuerzas contradictorias de la economía capitalista.» ([3])

En muchos aspectos, Rosa Luxemburg predijo las condiciones que hoy prevalecen: el crédito como factor que parece atenuar la crisis pero que en realidad la agrava; el crédito como base de la especulación; el crédito como base de una transformación del intercambio en un proceso «complejo y artificial» que se separa cada vez más de todo valor monetario real. Pero, aunque Luxemburg, en 1898, ya había planteado las bases de su explicación de la crisis histórica del sistema capitalista, era aquél un momento en el que sólo podían esbozarse los grandes rasgos de la decadencia del capitalismo. En el proceso de conquista de las últimas áreas no capitalistas del globo como espacio para la extensión del mercado mundial, el capitalismo funcionaba según sus propios «estatutos» internos y no se había vuelto irracional y absurdo como lo es hoy. Esto se aplica tanto al crédito como a cualquier otro ámbito. La «racionalidad» del crédito para el capital, es pedir prestado o prestar dinero pues servirá para ampliar la producción y extender el mercado. Mientras el mercado se puede extender, las deudas pueden devolverse. El crédito «tiene sentido» en un sistema con porvenir. En la época decadente del capitalismo, sin embargo, el mercado, desde un punto de vista global, ha alcanzado los límites de su capacidad para extenderse y el propio crédito se vuelve mercado. Y es así como, en lugar de ver que los capitales más grandes prestan a los más débiles con la idea de encontrar nuevos mercados, sacar ganacias y recuperar los préstamos con sus intereses, lo que se ve es a grandes capitales distribuyendo gigantescas masas de dinero a capitales más pequeños para poderles vender a éstos los propios productos de aquéllos. Así es como, grosso modo, Estados Unidos financió la reconstrucción de posguerra: el plan Marshall sirvió para que EEUU otorgara enormes préstamos a Europa y a Japón para que éstos pudieran convertirse en mercado para las mercancías norteamericanas. Y en cuanto las principales naciones industrializadas, sobre todo Alemania y Japón, se convirtieron en rivales económicos de EEUU, la crisis de sobreproducción volvió a surgir y se ha mantenido desde entonces.

Pero ahora, contrariamente a lo que ocurría en la época en que escribía Rosa Luxemburg, el crédito ya no desaparece en una crisis eliminando a los capitales más débiles, a la manera darwiniana, y reduciendo los precios en relación con la baja de la demanda. Al contrario, el crédito se ha convertido en el único mecanismo que mantiene al capitalismo fuera del agua. Así, actualmente, estamos en esta situación inédita en la que no sólo los grandes capitales prestan a los pequeños para que éstos puedan comprar a aquéllos sus mercancías, sino que los principales acreedores del mundo se han visto obligados a hacerse deudores. La situación actual de Japón lo demuestra a la perfección. Como decíamos en nuestro artículo «Una economía de casino»: «País excedentario en sus intercambios exteriores, Japón se ha convertido en banquero internacional con haberes exteriores de más de 1 billón de dólares. (...) Japón [es] la caja de ahorros del planeta ya que sólo él asegura el 50 % de la financiación de los países de la OCDE».

Pero en el mismo artículo hacíamos resaltar que Japón «es sin duda uno de los países más endeudados del planeta. En el presente, la deuda acumulada de los agentes no financieros (familias, empresas y Estado) se eleva a 260 % del PNB y alcanzará 400 % dentro de diez años». El déficit presupuestario de Japón se eleva al 7,6 % para 1995 cuando es de 2,8 % en EEUU. Para las instituciones bancarias mismas: «la economía japonesa ya debe enfrentarse a la montaña de 460 mil millones de $ de deudas insolventes» Todo eso ha llevado a los especialistas en análisis de riesgos (Moody’s) a colocar a Japón en la categoría D; o sea, que hay allí un riesgo financiero equiparable al de países como China, México o Brasil.

Si Japón es el acreedor del mundo ¿de dónde saca sus créditos?. Es un ovillo que ni el mejor samurai businessman japonés practicante del zen sería capaz de desenredar. Podríamos hacernos la misma pregunta respecto al capitalismo estadounidense, el cual también es, al mismo tiempo, banquero del planeta y deudor del globo, por mucho que sus gobernantes hayan echado las campanas al vuelo por la reducción del déficit USA (y así, en octubre del 96, el gobierno y la oposición se precipitaron para exigir créditos puesto que el déficit presupuestario de EEUU era el más bajo desde hacía 15 años, 1,8 % del PIB).

El hecho es que esta situación absurda demuestra que, a pesar de toda esa palabrería sobre las economías sanas y equilibradas que tanto les gusta usar a gobiernos y oposiciones, el capitalismo ya no puede seguir funcionando según sus propias leyes. Contra los economistas burgueses de su época, Marx escribía páginas enteras para demostrar que el capitalismo no puede crear un mercado ilimitado para sus propias mercancías; la reproducción ampliada de capital depende de la capacidad del sistema para extender constantemente el mercado más allá de sus fronteras. Rosa Luxemburg hizo resaltar las condiciones históricas concretas en las que esta extensión del mercado ya no podía verificarse, hundiendo así al sistema en un declive irreversible. Pero el capitalismo, en nuestros tiempos, ha aprendido a sobrevivir a su agonía mortal, haciendo sin el menor escrúpulo poco caso de sus propias reglas. ¿Que no quedan mercados?, pues vamos a crearlos aunque eso signifique quiebra, en el sentido estricto, para cada uno, incluidos los Estados más ricos del planeta. De esta manera, el capitalismo ha evitado, desde los años 60, el tipo de crash brutal, deflacionista que conoció en el siglo XIX y que fue también la forma de la crisis de 1929. En el período actual, las recesiones periódicas y los tropiezos financieros tienen la función de soltar un poco del vapor que el endeudamiento global produce en la olla del capitalismo. Pero también presagian explosiones mucho más serias en el futuro. El hundimiento del bloque del Este debería haber servido de aviso a la burguesía de todas partes; no se puede andar sorteando indefinidamente la ley del valor. Tarde o temprano, ésta se va a reinstalar por sí misma y cuanto más trampas se hayan hecho con ella, más destructora será su venganza. En este sentido, como lo subrayó Rosa Luxemburg: «El crédito no es ni mucho menos un medio de adaptación del capitalismo. Es, al contrario, un medio de destrucción con unos efectos de lo más revolucionario» (idem).

Los límites del crecimiento: la crisis en Estados Unidos, en Gran Bretaña,
en Alemania y en Japón

La Resolución del XIº congreso de la CCI era pues perfectamente correcta cuando hablaba de la perspectiva de una inestabilidad financiera creciente. ¿Hasta qué punto, sin embargo, se ha verificado la perspectiva de un nuevo hundimiento en la recesión? Antes de mirar este punto en detalle, debemos recordar aquí que hay un peligro en creerse a pies juntillas los análisis y la terminología de la burguesía. Es evidente que para la clase dominante no existe en absoluto una crisis irreversible de su modo de producción. Toda visión histórica amplia le es totalmente ajena y su visión de la economía, incluso cuando habla de «macroeconomía», es necesariamente inmediatista. Cuando habla de «crecimiento» o de «recesión» sólo usa los indicadores más superficiales y no se plantea problemas ni sobre las bases reales del crecimiento que constata ni sobre el significado real de los momentos que ella describe como recesiones. Como ya hemos podido subrayar anteriormente, los períodos de crecimiento son generalmente expresión de una recesión oculta y no contradicen en modo alguno la tendencia general de la economía capitalista a ir hacia un irremediable callejón sin salida. Para demostrar la existencia de la crisis, no es necesario mostrar que cada país en el mundo tiene una tasa de crecimiento negativa. Además, las estadísticas económicas de la burguesía poco nos informan sobre las consecuencias reales de la crisis sobre millones de seres humanos. El «Bilan du monde» de 1995 del diario francés le Monde nos dice, por ejemplo, que los países africanos alcanzaron tasas de crecimiento de 3,5 % en ese año y que se esperaba un nuevo aumento al año siguiente. Tales datos no sirven sino para ocultar que en amplios territorios del continente africano, la sociedad se ha desmoronado en medio de una aterradora pesadilla de guerras, enfermedades y hambres, lo cual es, todo ello, resultado de la crisis económica en los países «subdesarrollados» pero que nunca entran en las consideraciones de los expertos «económicos» de la burguesía pues son consecuencias históricas y no inmediatas.

En la situación actual, es tanto más importante no olvidarse de ese dato pues aparecen muchos factores, en apariencia contradictorios. La «recuperación» centrada en los países «anglosajones» se ha tambaleado un poco según las propias palabras de la burguesía, mientras que la mayoría de sus pitonisos siguen «serenamente optimistas» sobre las perspectivas de crecimiento. Por ejemplo, el Sunday Times del 29 de diciembre de 1996 hacía un repaso de las previsiones que hacen los peritos de EEUU sobre la economía estadounidense para 1997, basándose en los resultados de 1996: «Nuestro repaso de pronosticadores americanos empieza con los 50 mejores practicantes de este arte del Business Week. Como media, esos profetas esperan que 1997 sea una repetición de 1996. Se prevé que el producto interior bruto se incremente regularmente con la tasa anual de 2,1 % y que los precios de consumo aumenten 3 %... la tasa de desempleo se mantendrá baja, en 5,4 % y el tipo de interés a treinta años debería mantenerse cerca del nivel actual, 6,43 %». En efecto, el principal debate entre los economistas norteamericanos hoy es el de saber si la continuación del crecimiento no va a engendrar una inflación excesiva; es un tema que veremos más lejos.

La burguesía inglesa, o al menos su equipo gubernamental ([4]), ha cambiado su estilo por el de los americanos y, en lugar de ser prudentemente optimista, carga las tintas en cuanto se le presenta la ocasión. Según el canciller del Exchequer (ministro de Hacienda), la economía británica está «en su mejor forma para una generación». Hablando el 20 de diciembre del 96, citó los indicadores del servicio de Estadísticas nacionales que «prueban» que la renta real disponible se incrementó un 4,6 % en el año; los gastos de consumo aumentaron el 3,2 %; el crecimiento económico global alcanzó 2,4 % mientras que el déficit comercial disminuía. En el mismo mes, el desempleo oficial, en baja general desde 1992, pasó por debajo de dos millones por vez primera desde hacía 5 años. En enero del 97, diferentes organismos de previsión, como el Cambridge Econometrics y el Oxford Economic Forecasting preveían que 1997 sería un año más o menos parecido con tasas de crecimiento en torno al 3,3 %. En Gran Bretaña también, la preocupación de los expertos de la que más se habla es la posibilidad de «supercalentamiento» de la economía que podría provocar una subida de la inflación.

Como ya hemos visto, la CCI ya ha analizado las razones de los buenos resultados relativos de los países anglosajones en estos últimos años. Además de los factores citados en la resolución de nuestro XIº congreso, también subrayábamos que en el caso de Estados Unidos, «se debe a la brutalidad sin precedentes de los ataques contra los obreros que [la burguesía] explota (muchos se ven obligados a tener varios empleos para sobrevivir), y también a la aplicación de todos los medios que le da su estatuto de superpotencia, las presiones financieras, monetarias, diplomáticas y militares, al servicio de la guerra comercial que libra con sus competidores» ([5]). En el caso de Gran Bretaña, el informe del XIIº congreso de World Revolution (ver World Revolution nº 200) confirmó hasta qué punto esa «recuperación» está basada en la deuda, la especulación, la eliminación de las ramas muertas y el uso masivo de la automatización y de las tecnologías informáticas. Subraya también los avances específicos que Gran Bretaña ha obtenido al retirarse de la «serpiente monetaria europea» en 1992 y la devaluación de la libra que siguió, lo que incrementó sus exportaciones.

Pero el Informe detallaba también el empobrecimiento real de la clase obrera en el que se ha basado esa «recuperación» (incremento de la tasa de explotación, declive de los servicios sociales, aumento del número de personas sin techo, etc.) a la vez que dejaba en claro las mentiras de la burguesía sobre la baja del desempleo: desde 1979, la burguesía británica ha modificado los criterios de sus estadísticas de desempleo... 33 veces. La definición actual, por ejemplo, ignora a todos aquellos que se han vuelto «económicamente inactivos», o sea aquellos que han acabado abandonando toda idea de buscar trabajo. Este fraude ha sido reconocido incluso por el Banco de Inglaterra: «Casi todas las mejoras en los resultados referentes al paro en los años 90 en comparación con los años 80 se deben al incremento de la inactividad» ([6]). Y lo mismo para «los más altos niveles de vida desde hace una generación» cacareados por Mr. Clark.

Sin embargo, aunque una de las obligaciones de los marxistas siempre ha sido la de ser capaces de mostrar el coste real del crecimiento capitalista para la clase obrera, subrayar la miseria de los obreros no es suficiente en sí para demostrar que la economía capitalista se encuentra en mal estado. Si así fuera, el capitalismo no hubiera tenido nunca fase ascendente, puesto que la explotación de los obreros en el siglo XIX era, como todo el mundo sabe, una explotación sin límites. Para demostrar que las previsiones optimistas de la burguesía se asientan en la arena, debemos analizar las tendencias más profundas de la economía mundial. Para eso, debemos examinar aquellos países donde las dificultades económicas indican más claramente por dónde van las cosas. Como lo resaltaba la resolución del XIIº congreso de RI, la evolución más significativa a ese nivel, en los últimos años, ha sido el declive de las dos economías «locomotoras»: Alemania y Japón.

La última conferencia territorial de Welt Revolution (sección de la CCI en Alemania) ha identificado los factores que confirman ese declive en lo que respecta a Alemania. Son:

El estrechamiento del mercado interno: durante décadas, la economía alemana ha sido un gran mercado para los europeos y la economía mundial. Con el empobrecimiento creciente de la clase obrera, ya no es lo mismo. En 1994, por ejemplo, el gasto por alimentación ha bajado entre 6 y 20 %. Más generalmente, las inversiones internas serán 8 % inferiores en este año de 1997; las inversiones en la construcción y bienes de equipo están a 30 % por debajo del «pico» de 1992. El movimiento de capitales real disminuyó en 2% en 1995. Pero lo más significativo es sin duda que el desempleo está hoy por encima de los 4 millones de parados. Según la Oficina de Trabajo de Alemania, podría alcanzar los 4,5 millones en los próximos meses. Es la demostración más clara de la pauperización de la clase obrera alemana y de su capacidad declinante para servir de mercado al capital alemán y mundial.

El fardo creciente de la deuda: en 1995, el déficit del Estado (federal, länder y municipios) alcanzaba casi el billón y medio de DM; hay que añadir 529 000 millones de DM «ocultos», con una deuda que se acerca, por lo tanto, a 2 billones de marcos, que viene a ser el 57,6 % del PNB. En diez años, la deuda pública ha aumentado 162 %.

El incremento del coste del mantenimiento de la clase obrera: el crecimiento del desempleo aumenta más todavía la insolvabilidad del Estado, enfrentado a una clase obrera que no está derrotada y que no puede dejar así como así que los parados se mueran de hambre. A pesar de todas las medidas de austeridad introducidas por el gobierno Kohl en 1996, el gobierno tiene todavía una cuenta enorme que pagar para indemnizar a los parados, a los jubilados, a los enfermos. Unos 150 mil millones de DM de un presupuesto federal de 448 mil millones son gastados en retribuciones sociales a la clase obrera. La Oficina Federal de Desempleo tiene un presupuesto de 105 mil millones de DM y ya está en quiebra virtual.

El fracaso de la burguesía alemana en la construcción de un «paisaje industrial» en el Este: pese al inmenso gasto en los länder del Este después de la reunificación, la economía no ha despegado. Gran parte del dinero ha ido a las infraestructuras, telecomunicaciones y vivienda, pero poco a nuevas industrias. Al contrario, todas las fábricas antiguas, inadaptadas, han quebrado; y cuando las hay nuevas (se han instalado fábricas modernizadas), absorben menos del 10 % de la fuerza de trabajo. Siguen los batallones de desempleados, pero pueden «disfrutar» de telecomunicaciones sofisticadas y bonitas carreteras nuevas.

Todos esos factores son otras tantas trabas para la competitividad de Alemania en el mercado mundial, obligando a la burguesía a atacar de frente todos los aspectos de la vida de la clase obrera: salarios, ventajas sociales y empleos. El fin del «Estado social» alemán es también el fin de muchos mitos capitalistas: el de hacer creer que trabajar mucho y ser socialmente pasivo otorga a los obreros altos niveles de vida, el de la necesaria y provechosa colaboración entre patronos y obreros, en resumen, el fin del modelo alemán de prosperidad que pretendidamente iba a servir de modelo a los demás países. Pero también es el final de una realidad para el capital mundial: la capacidad de Alemania para servir de locomotora. Al contrario, es el declive mismo del capital alemán, y no la «recuperación» superficial de la que alardean las burguesías estadounidense y británica, lo que muestra la perspectiva real para el sistema entero.

El fin del «milagro» económico japonés es tan significativo. Ya se hizo visible a principios de los 90 cuando las tasas de crecimiento –que habían subido hasta el 10 % en los años 60– se desmoronaron hasta no superar el 1 %. Japón está ahora «oficialmente» en recesión. Hubo una ligera mejora en 1995 y 96, lo que llevó a a algunos comentaristas a agitarse con entusiasmo sobre las perspectivas para el año 97: un artículo en The Observer de enero del 96, subrayaba los resultados «imposibles de parar» de la exportación japonesa (un crecimiento de 10 % en 1994 que significaba que Japón había superado a EEUU como mayor exportador mundial de bienes manufacturados). Anunciaba con confianza que «Japón estaba de nuevo en el puesto de mando de la economía mundial».

Nuestro reciente artículo «Una economía de casino» enfriaba esas esperanzas. Ya hemos mencionado la montaña de deudas que pesa sobre la economía japonesa. El artículo proseguía insistiendo en que: «Todo esto relativiza mucho el anuncio hecho en Japón de un leve despertar del crecimiento tras cuatro años de estancamiento. Noticia sin duda calmante para los media de la burguesía, pero lo único que de verdad pone de relieve es la gravedad de la crisis, ya que ese difícil despertar sólo se ha conseguido gracias a la inyección de dosis masivas de liquidez financiera en la aplicación de nada menos que cinco planes sucesivos de relanzamiento. Esta expansión presupuestaria, en la más pura tradición keynesiana, ha acabado por dar algún fruto..., pero a costa de déficits todavía más colosales que los que habían provocado la entrada de Japón en una fase de recesión. Esto explica por qué la “recuperación” actual es de lo más frágil y acabará deshinchándose como un globo.»

El último informe de la OCDE sobre Japón (2 de enero de 1997) confirma plenamente ese análisis. Aunque el informe prevé un alza de las tasas de crecimiento para 1997 (en torno a 1,7 %), también insiste en la necesidad de enfrentar de cara la cuestión de la deuda: «La conclusión del informe es que, ahora que el estímulo fiscal del último año y medio ha sido crucial para compensar el impacto de la recesión, Japón debe, a medio plazo, controlar su déficit presupuestario para reducir la deuda acumulada por el gobierno. Esta deuda representa el 90 % del rendimiento anual de la economía» ([7]). La OCDE exige un aumento de los impuestos para las ventas, pero sobre todo reducciones drásticas del gasto público. Expone abiertamente su preocupación sobre la salud económica de Japón a más largo plazo. En resumen, ese «club de cerebros» dirigentes de la burguesía deja de lado el lenguaje diplomático y no oculta la fragilidad de toda «recuperación» japonesa, inquietándose sin rodeos al comprobar que esa economía se hundirá en problemas todavía más graves en el futuro.

Cuando los problemas son los de países como Alemania y Japón, las inquietudes de la burguesía se justifican. Fue, ante todo, la reconstrucción de esas economías destruidas por las guerras lo que sirvió de estimulante del gran boom de los años 50 y 60; fue el final de la reconstrucción en esos dos países lo que provocó el retorno de la crisis abierta de sobreproducción a finales de los años 60. Hoy, el fracaso cada vez más patente de esas dos economías representa un encogimiento significativo del mercado mundial y es el signo de que la economía global entra tambaleándose en una nueva etapa de su ocaso histórico.

Los «dragones» heridos

Decepcionada por las dificultades de Japón, la burguesía y sus medios han intentado crear nuevas y tan falsas esperanzas haciendo resaltar las hazañas de los «dragones» del Sureste asiático, o sea las economías de países como Tailandia, Indonesia y Corea del Sur, cuyas tasas de crecimiento vertiginosas se ponen de ejemplo emblemático, así como la China futura, presentada como país que alcanzará el estatuto de «superpotencia económica» en lugar de Japón.

El problema es que, como en los anteriores «éxitos» de algunos países del Tercer mundo como Brasil o México, el crecimiento de los dragones asiáticos es un globo hinchado por la deuda que puede estallar en cualquier momento. Los grandes inversores occidentales lo saben: «Entre las razones que a los países industriales más ricos les han vuelto tan preocupados por duplicar la línea de créditos de socorro del FMI hasta 850 mil millones, está el temor a una nueva crisis de estilo mexicano, esta vez en el Sureste asiático. El desarrollo de las economías en el Pacífico ha favorecido un flujo enorme de capital en el sector privado que ha sustituido el ahorro interno, llevando a una situación financiera inestable. El problema es saber qué dragón de Asia será primero en caer.

La situación en Tailandia empieza a ser ya dudosa. El ministro de Finanzas, Bodi Chunnananda, ha dimitido mientras los inversores perdían confianza y la demanda en los sectores clave, incluida la construcción, los bienes raíces y la finanza, símbolos todos ellos de una economía de «burbuja», se reducía. Del mismo modo, cierta incertidumbre se ha centrado en Indonesia, pues la estabilidad del régimen de Suharto y su no respeto de los derechos humanos se han vuelto problemáticos». ([8])

Lo más llamativo es la situación económica y social en Corea del Sur. La burguesía, ahí, inspirándose en sus colegas europeas, ha metido a los obreros en una maniobra a gran escala: en diciembre de 1996, decenas de miles de obreros se pusieron en huelga contra las nuevas leyes laborales, presentadas, sobre todo, como un ataque contra la democracia y los derechos sindicales, lo cual permitió a los sindicatos y a los partidos de oposición desviar a los trabajadores de su propio terreno. Sin embargo, tras el ataque provocador del gobierno, hay una respuesta real a la crisis a la que se enfrenta la economía de Corea del Sur: el aspecto central de esta ley es que a las empresas les facilita los despidos de obreros y la imposición de horarios laborales; y ha sido claramente entendido por los obreros como una preparación para otros ataques contra sus condiciones de vida.

En cuanto a que China estaría convirtiéndose en una nueva potencia generadora de crecimiento económico, eso es, más que nunca, una farsa siniestra. Es verdad que la capacidad de adaptación y de supervivencia del régimen capitalista de tipo estalinista de ese país es notable, cuando otros regímenes del mismo tipo se han desmoronado por completo. No será, sin embargo, el grado de liberalización económica, ni de «apertura al oeste», ni la explotación de nuevas salidas mercantiles abiertas por la cesión de Hong Kong, lo que va a transformar las bases de la economía china, una economía atrasada sin remedio, en la industria, en la agricultura y en los transportes, abotargada por el lastre crónico, como en todos los regímenes estalinianos, de una burocracia hipertrofiada y del sector militar. Como en otros regímenes desestalinizados, la liberalización ha hecho que China realice hazañas de tipo occidental tales como... el desempleo masivo. El 14 de octubre del 96, el China Daily, diario a sueldo del gobierno, admitía que el número de desempleados podría aumentar en más de la mitad de la cantidad actual hasta alcanzar los 258 millones en 4 años. Con millones de emigrantes del campo que inundan las ciudades, con las empresas estatales en quiebra que procuran desesperadamente quitarse de encima el «excedente» de mano de obra, a la burguesía china le inquieta la posibilidad de una explosión social. Según cifras oficiales, el 43 % de empresas estatales perdieron dinero en 1995 y en el primer trimestre de 1996, el sector estatal entero funcionaba con pérdidas. Cientos de miles, cuando no millones de obreros en las empresas del Estado no han sido pagados desde hace meses ([9]).

Es cierto que la proporción creciente de la renta industrial de China procede de empresas privadas o mixtas, pero por más dinámicos que sean esos sectores, mal podrán compensar el enorme peso de la bancarrota del sector directamente estatal.

Cada vez que se desmorona un mito, amenazando con desvelar la quiebra de todo el sistema capitalista, la burguesía saca otros nuevos. Hace años eran los milagros alemán y japonés; después, tras el descalabro del bloque del Este, nos anunciaron radiantes futuros gracias a los «nuevos mercados» en Europa del Este y en Rusia. En cuanto se cayeron esos mitos ([10]), se pusieron a alabar a los «dragones» del Sureste asiático y a China. Hoy, esos nuevos reyezuelos de la finanza aparecen desnudos. Puede que ahora la nueva gran esperanza de la economía mundial sean las «performances» de la libra esterlina en el Reino Unido, vaya usted a saber. Al fin y al cabo, ¿no fue ese país el laboratorio del mundo capitalista en el siglo pasado? ¿No será capaz hoy el león británico de volver a empezarlo todo desde el principio? Todo podría valer cuando ya no sólo se trata de la quiebra del capitalismo mundial sino también de los mitos con los que es ocultada.

Perspectivas

1. Una guerra comercial más agudizada

Otro mito que sirve para dar la idea de un capitalismo repleto de vitalidad todavía, es la fábula de la globalización o mundialización. En el artículo «Tras la “globalización” de la economía, la agravación de la crisis del capitalismo» (Revista internacional nº 86) demostrábamos, para atacar algunas confusiones que afectan incluso al medio revolucionario, que la globalización, a pesar de los bonitos discursos de la burguesía, no es, en absoluto, una nueva fase en la vida del capitalismo, una era de «libertad de comercio» en la que el Estado nacional tendría cada vez menos papel que desempeñar. Al contrario, la ideología de la globalización (haciendo abstracción de su interés para agitar la cuestión del nacionalismo en la clase obrera) es, en realidad, una tapadera para una guerra comercial que se ahonda. Dábamos en ese artículo el ejemplo de la nueva Organización mundial del comercio (OMC) para mostrar cómo las economías más poderosas –Estados Unidos especialmente– utilizan esa institución para imponer niveles de vida y de bienestar que las economías más débiles no podrán alcanzar nunca, desventajándolas así como rivales económicos potenciales. El encuentro ministerial de diciembre de 1996 de la OMC siguió por el mismo camino. Los países más desarrollados sembraron la división entre los más débiles para sabotear un plan de acceso sin aranceles a los mercados occidentales a algunos países de entre los más pobres. Los estadounidenses hicieron concesiones sobre aranceles para el güisqui y otros licores para así realizar algo más lucrativo: la apertura de los mercados europeos y asiáticos a los productos de la tecnología de la información. Es una prueba patente de que la «mundialización», la nueva «libertad de comercio» quieren decir, sobre todo, «libertad» para el capital americano de penetrar en los mercados mundiales sin el inconveniente de que sus competidores más débiles protejan sus propios mercados con aranceles. Nuestro artículo de la Revista subrayaba ya que era una «libertad» de dirección única: «el mismísimo Clinton que consiguió en 1995 que Japón abriera sus fronteras a los productos americanos, que no se cansa de pedir a sus “socios” la “libertad de comercio”, dio ejemplo estrenando su mandato con la subida de aranceles en aviones, acero y productos agrícolas y limitando la adquisición de productos extranjeros a las agencias estatales».

Ya hemos puesto de relieve que la capacidad de EEUU para hacerse respetar a escala internacional ha sido un factor de la mayor importancia en la fuerza relativa de la economía norteamericana en los últimos años. Pero esto también esclarece otra característica de la situación actual: la relación cada vez más estrecha entre guerra comercial y competición interimperialista.

Evidentemente, esa relación es producto a la vez de las condiciones generales de la decadencia, en la que la competencia económica está cada vez más subordinada a las rivalidades militares y estratégicas y de las condiciones específicas que prevalecen desde la desaparición del viejo sistema de bloques. La época de los bloques ponía de relieve la subordinación de las rivalidades económicas a las rivalidades militares, puesto que las dos superpotencias no eran los rivales económicos principales. En cambio, las oposiciones imperialistas que se han abierto a partir de 1989 corresponden más exactamente a las rivalidades económicas directas. Sin embargo, las consideraciones estratégico-imperialistas siguen predominando. En realidad es la guerra comercial la que ha aparecido, cada día más, como un instrumento de aquéllas.

Eso ha quedado claro con la ley Helms-Burton dictada por Estados Unidos. Esta ley hace una incursión sin precedentes en los «derechos comerciales» de los principales rivales imperialistas y económicos de EEUU, prohibiéndoles comerciar con Cuba so pena de sanciones. Es una clara respuesta provocadora de EEUU a las potencias europeas que han lanzado un reto a su hegemonía mundial, no sólo en los países «lejanos» como los Balcanes u Oriente Próximo sino incluso en el «patio trasero» estadounidense, América Latina con Cuba incluida.

Las potencias europeas no se han quedado de brazos cruzados frente a esa provocación. La Unión Europea ha denunciado a EEUU ante el tribunal de la nueva Organización Mundial del Comercio (OMC) en Ginebra, exigiendo la retirada de la ley Helms-Burton. Esto confirma lo que decíamos en nuestro artículo sobre la globalización, que la formación de conglomerados comerciales regionales como la Unión Europea «obedece a una necesidad para grupos de naciones capitalistas de crear zonas protegidas desde las cuales hacer frente a los rivales más poderosos» ([11]). La Unión Europea es pues un instrumento de la guerra comercial y los avances actuales hacia una moneda única europea deben comprenderse en función de esa guerra. Pero no sólo tiene una función puramente «económica». Como hemos visto durante la guerra en Yugoslavia, puede servir de instrumento más directo de enfrentamiento interimperialista.

Naturalmente, la propia Unión Europea está corroída por divisiones nacional-imperialistas profundas, como lo han demostrado recientemente los desacuerdos entre Alemania y Francia por un lado y Gran Bretaña por otro, sobre la moneda única. En un contexto general de fuerzas centrífugas, las rivalidades tanto comerciales como imperialistas será cada día más caóticas, agravándose la inestabilidad de la economía mundial. Y como cada nación está obligada a proteger su capital nacional se acentuará así la contracción del mercado mundial.

2. Inflación y depresión

Sea cual sea el hilo del que quiere tirar la burguesía, el capitalismo mundial está al borde de caer en grandes convulsiones económicas, a una escala sin comparación posible con lo que hemos visto en los últimos treinta años. Esto es seguro. Lo único que no puede estar tan claro para los revolucionarios es ni el plazo exacto de esas convulsiones (no nos vamos a poner aquí en plan de adivinos) ni la forma precisa que tendrán.

Tras la experiencia de los años 70, la burguesía ha presentado la inflación como el monstruo que había que aniquilar a toda costa: las políticas masivas de desindustrialización y los recortes en el gasto público defendidos por Thatcher, Reagan y demás monetaristas se basaban en el argumento de que la inflación era el peligro número uno para la economía. A principios de los años 90, la inflación, al menos en los principales países industriales, parecía haber sido domada, hasta el punto de que algunos economistas empezaron a hablar de victoria histórica sobre la inflación. Podemos preguntarnos si, en realidad, no estamos asistiendo al retorno, al menos en parte, de una crisis de tipo deflacionista como así ocurrió a principios de los años 30: una crisis clásica de sobreproducción en la que los precios se desploman a causa de la contracción brutal de la demanda.

Hay que notar, por cierto, que esa tendencia empezó a invertirse después de 1936, cuando el Estado intervino masivamente en la economía: el despliegue de la economía de guerra y la estimulación de la demanda por los gastos de gobierno hicieron aparecer tensiones inflacionistas. Ese cambio fue todavía más patente cuando la crisis abierta a finales de los 60. La primera respuesta de la burguesía fue la de seguir con las políticas «keynesianas» de las décadas anteriores. Eso dio el resultado de aminorar el ritmo de la crisis pero también el de alcanzar niveles de inflación muy peligrosos.

El monetarismo se presentó como alternativa radical al keynesianismo, como un volver a los valores seguros del capitalismo, es decir, gastar sólo lo que realmente se ha obtenido, «vivir según lo que se tiene», etc. Se pretendía desmantelar un aparato de Estado hipertrofiado e incluso algunos revolucionarios se dejaron camelar y hablaron de «demolición» del capitalismo de Estado. En realidad, el capitalismo no puede volver a las formas y a los métodos de su juventud. El capitalismo senil ya sólo puede sostenerse con las muletas de un aparato de Estado hipertrofiado; y aunque los thatcherianos hicieron cortes y recortes en algunos sectores, especialmente en los que tenían algo que ver con el salario social, apenas si tocaron, en cambio, a la economía de guerra, a la burocracia o al aparato represivo. Es más, la tendencia a la desindustrialización ha hecho crecer el peso de los sectores improductivos en la economía considerada como un todo. En resumen, las «nuevas políticas» de la burguesía no han sido capaces de eliminar los factores subyacentes de las tendencias inflacionistas del capitalismo decadente a causa de la necesidad de mantener un enorme sector improductivo.

Otro factor, del que hemos hablado, de la mayor importancia en esa ecuación es la dependencia cada vez mayor del sistema respecto al crédito. El altísimo nivel alcanzado por el endeudamiento de los gobiernos demuestra lo incapaz que es la burguesía de romper con las políticas «keynesianas» del pasado. En realidad, es la falta de mercados solventes lo que hace que a la burguesía, sea cual sea el barniz ideológico de sus equipos en el gobierno, le sea necesaria la creación de un mercado artificial. Hoy, la deuda se ha convertido en el principal mercado artificial para el capitalismo, pero, en un principio, las medidas propuestas por Keynes llevaban todo recto a esa situación.

Con esa idea en la mente, algunos de los más recientes discursos de la burguesía se esclarecen. Da la impresión de que su confianza en la «victoria histórica» contra la inflación no sea tan radical, pues en cuanto ha percibido el menor signo de retorno al crecimiento en países como Gran Bretaña o EEUU, empieza a hablar del peligro de tensión inflacionista. Los economistas tienen opiniones diferentes sobre las causas: los hay favorables a la tesis de la inflación por los costes, con una insistencia especial en el peligro que representan las reivindicaciones salariales irrealistas. La idea es que si los obreros dejan de tenerle miedo al paro y se dan cuenta de las ganancias realizadas, se van a poner a exigir más dinero y eso acarreará inflación. La otra tesis es que la inflación viene «arrastrada por la demanda»: si la economía crece demasiado deprisa, la demanda va a superar la oferta y los precios se van a incrementar. No vamos a repetir aquí los argumentos que hemos desarrollado hace 25 años contra esas teorías ([12]). Lo que diremos es que el verdadero peligro del «crecimiento» que llevaría a la inflación estriba en otra cosa: en que todo crecimiento, toda pretendida recuperación se basa en un incremento considerable de la deuda, en un estímulo artificial de la demanda, o sea, en capital ficticio. Esa es la matriz que engendra la inflación, pues expresa una tendencia profunda en el capitalismo decadente: el divorcio creciente entre dinero y valor, entre lo que ocurre en el mundo «real» de la producción de bienes y un proceso de intercambio que se ha convertido en «un mecanismo tan complejo y artificial» que la propia Rosa Luxemburg se quedaría estupefacta si pudiera verlo.

Si queremos observar un modelo de desplome de una economía que había puesto patas arriba la ley del valor, o sea el hundimiento de una economía capitalista de Estado, fijémonos en lo que está ocurriendo en los países del antiguo bloque del Este. Lo que vemos es no sólo el desplome de la producción a una escala mucho mayor que durante la crisis de 1929, sino también una tendencia a una inflación incontrolable y a la gansterización de la economía. ¿Será esa la forma que tomará en el Oeste?.

CCI

 

[1] Revista internacional, no 82.

[2] Un billón es un millón de millones.

[3] Rosa Luxemburg, Reforma o Revolución.

[4] Cuando se redactó este Informe gobernaba el partido conservador de Primer ministro Major.

[5] «Resolución sobre la Situación internacional del XIIº congreso de la CCI», Revista internacional nº 86.

[6] Financial Times, 12/09/96.

[7] The Guardian, 03/01/97.

[8] The Guardian, 16/10/96.

[9] The Economist, 14-20/12/96.

[10] Sobre el estado catastrófico de esos países, ver el artículo en la Revista internacional nº 88.

[11] Revista internacional nº 86.

[12] Ver al respecto: «Sobreproducción e inflación», en World Revolution nº 2 y Révolution internationale nº 6, diciembre de 1973.

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