Si se escucha el discurso dominante, desde hace algunos años, una serie de grandes revueltas populares estarían poniendo en peligro el capitalismo, especialmente en los países llamados por la burguesía “países emergentes”.
En Sudamérica, por ejemplo, las mases populares de Argentina se habrían lanzado en los últimos años a un movimiento contra el sistema. El movimiento de los Piqueteros, comidas de beneficencia, empresas autogestionadas, se han montado cooperativas de apoyo para «organizar» a esas masas en revuelta.
En China, las cifras oficiales para 2004 indican 74 000 incidentes y revueltas sociales que han provocado muchos muertos, asesinados por la policía (el último incidente, en el pueblo de Dongzhu de la provincia costera de Guangdong, cerca de Hong Kong, provocó 20 muertos en la población civil) y la instauración de la ley marcial. Desde 1989, las autoridades chinas han hecho grandes inversiones para equipar a la policía y entrenarla para aplastar ese tipo de revueltas. Y los disturbios, tradicionales ya con ocasión de las cumbres de la OMC, a través del planeta y que han vuelto a estallar en la reciente Cumbre de Hongkong, son la imagen de un mundo en rebelión.
A esa lista hay que añadir un país central del sistema capitalista, Francia. En el otoño de 2005, durante varias semanas, los barrios periféricos de Paris y de otras grandes ciudades francesas fueron saqueados por el movimiento social más violento desde 1968. Ardieron, entre otras cosas, 8000 coches, se impusieron cientos de penas de cárcel y el Estado francés recurrió a unas leyes draconianas cuyo último uso había sido en 1955 contra el movimiento de independencia de Argelia.
Todos esos movimientos sociales, con causas y objetivos de lo más variopinto, han tenido una amplia publicidad, a menudo en primera plana de los periódicos del mundo entero. Ya es hora de que ls marxistas revolucionarios denuncien esas quimeras de revolución, oponiéndoles el auténtico movimiento de transformación social, el cual, en cambio, no recibe tanta atención por parte de los medios de comunicación: la lucha de clases del proletariado internacional.
Las causas y la naturaleza de las revueltas sociales
La causa general de esos movimientos sociales no es ningún secreto. El capitalismo mundial vive desde hace años, una crisis económica insoluble que se expresa a todos los niveles de la sociedad y afecta a todos los sectores de la población no explotadora: pobreza en aumento, desempleo de larga duración debidos a los planes de austeridad de los Estados capitalistas en los países avanzados, una siniestra miseria que acompaña el hundimiento de economías enteras en Latinoamérica, la ruina total de pequeños campesinos y granjeros por todo el Tercer mundo, la discriminación étnica, consecuencia de una política deliberada de la clase dominante para dividir y asegurar su dominio sobre las poblaciones, el terror impuesto en los países ocupados por los ejércitos imperialistas.
Sin embargo, por mucho que las revueltas sociales tengan en común la causa fundamental que es la opresión capitalista, eso no significa que puedan ser una respuesta común, ni siquiera una respuesta a secas. Todo lo contrario.
A pesar de la gran variedad de revueltas habidas hoy, ninguna de ellas representa, ni embrionariamente siquiera, la menor alternativa, ni económica, ni política ni social, a la sociedad capitalista cuyos síntomas de declive suscitan todas esas protestas y revueltas. Eso ha quedado muy claro en los recientes disturbios ocurridos en Francia. La cólera de los insurrectos se volvió contra sí mismos y no contra la causa de su miseria.
“De manera cotidiana son sometidos, sin ningún tipo de miramiento y con brutal grosería, a controles de identidad y cacheos indiscriminados y, en ese sentido, es totalmente lógico que sientan a la policía como sus perseguidores sistemáticos. Pero la realidad es que las principales víctimas de esta violencia son las propias familias o los allegados de los jóvenes que la protagonizan: los hermanos o hermanas que no podrán ir a sus escuelas habituales, parientes que han perdido sus vehículos que en caso de ser pagados por los seguros, lo serán a precios de saldo o la obligación imperiosa de realizar sus compras lejos de sus domicilios ya que las tiendas han sido pasto de las llamas» (Toma de posición de la CCI: «Ante la desesperación, sólo la lucha de clases puede ofrecer un porvenir», 8 noviembre 2005).
Pero incluso las revueltas que expresan la desesperanza de manera menos elemental, que dirigen su violencia contra los guardianes del régimen que les oprime y que incluso consiguen, como en China, hacer retroceder momentáneamente a la policía, no ofrecen perspectivas más allá de la protesta inmediata que expresan. Por muy espectacular que sea a menudo la violencia de esos disturbios sociales, esas revueltas están inevitablemente mal preparadas y coordinadas, incapaces de hacer frente a las fuerzas bien armadas y organizadas del Estado capitalista.
En el caso de los Piqueteros de Argentina o de lo Zapatistas de México, las revueltas sociales están directamente encuadradas por ciertas fracciones de la burguesía que procuran movilizar a la población detrás de sus propias «soluciones» a la crisis económica y que quieren hacerse un sitio en el seno del aparato de Estado.
No es pues de extrañar si la burguesía saca cierta satisfacción de la impotencia de las revueltas sociales, y eso que éstas lo que demuestran es la incapacidad del sistema para ofrecer la menor esperanza de sanar las llagas purulentas que afligen a la población mundial. Las revueltas sociales no son una amenaza para el sistema, no tienen ni reivindicaciones ni perspectivas con las que poner seriamente en entredicho el estatus quo. Nunca van más allá del marco nacional y quedan, en general, dispersas y aisladas. Y aunque la burguesía esté preocupada por la generalización de la inestabilidad social, al tener cada vez menos margen de maniobra en lo económico, piensa que puede apoyarse en la represión para ahogar y neutralizar los daños de la revuelta social. En Francia, por ejemplo, los disturbios de las periferias urbanas son reflejo de los machetazos en los presupuestos sociales que se dieron en el período precedente. Ha habido fuertes reducciones en los gastos para renovar las viviendas y la creación de empleos temporales. El número de profesores y de trabajadores sociales ha disminuido así como las subvenciones a las organizaciones benévolas. Los disturbios no han forzado a la burguesía a tomar medidas serias ni a poner en entredicho su política de austeridad; lo que sí le han permitido es dar más fuerza a la réplica de “la ley y el orden”. La conocida advertencia del ministro francés del Interior, Sarkozy, de que iba a “limpiar los barrios con mangueras a presión” para eliminar a quienes fomentan los disturbios ha sido el emblema de esa réplica. La burguesía francesa ha sabido utilizar los disturbios para justificar el reforzamiento de su aparato represivo y prepararse para la amenaza futura que constituye la lucha de la clase obrera.
En Argentina, la revueltas sociales del 19 y 20 de diciembre de 2001 se hicieron famosas por el pillaje masivo de los supermercados y el asalto a los edificios gubernamentales y financieros. Sin embargo, el movimiento popular organizado en torno a esas revueltas no ha frenado en nada el declive vertiginoso del nivel de vida de las masas oprimidas del país: la cantidad de personas que viven bajo el “umbral oficial de pobreza” ha pasado de 24 % en 1999 a 40 % hoy. Al contrario, es la organización de esas masas pauperizadas en un movimiento popular vinculado al Estado capitalista lo que permite a la burguesía hablar hoy de una “primavera argentina” y rembolsar en su plazo la deuda al FMI.
Numerosas capas sociales son víctimas del declive del sistema capitalista y reaccionan violentamente al terror y la miseria que provoca. Pero esas violentas protestas no ponen nunca en cuestión el modo de producción capitalista, no hacen sino reaccionar contra sus consecuencias.
A medida que el capitalismo se va hundiendo en su fase final de descomposición social, la ausencia total de perspectiva económica, política y social en el seno del sistema parece contaminar todos los pensamientos y todas las acciones que alimentan la desesperación violenta de las revueltas sociales.
La autonomía del proletariado
A primera vista, puede parecer irrealista proclamar que el verdadero movimiento por el cambio social es la “trasnochada” lucha de la clase obrera que está apenas volviendo hoy a encontrar el camino de la combatividad y de la solidaridad, tras la gran desorientación que sufrió tras el hundimiento del bloque de Este en 1989. Pero la lucha proletaria, a diferencia de las revueltas sociales no solo existe en el presente, sino que tiene una historia y se proyecta en el porvenir.
La clase obrera que hoy lucha, es la misma cuyo movimiento revolucionario sacudió el mundo entro entre 1917 y 1923, movimiento durante el cual tomó el poder político en Rusia en 1917, puso fin a la Iª Guerra Mundial, fundó la Internacional comunista y estuvo cerca de la victoria en otros países de Europa.
A finales de los años 1960 y en los 70, el proletariado mundial volvió a aparecer en la historia después de medio siglo de contrarrevolución.
La oleada de huelgas masivas iniciada por los obreros en Francia en 1968 para defender sus condiciones de vida, irrumpió en todos los demás países centrales del capitalismo. La burguesía tuvo que adaptar su estrategia política para encarar la amenaza poniendo a sus partidos de izquierda en el gobierno. En algunos países, ese movimiento fue casi una insurrección, como en Córdoba (Argentina), en 1969. En Polonia, en 1980, alcanzó su momento álgido. La clase obrera superó sus divisiones locales, se unió mediante asambleas y comités de huelga. Solo sería después de un año de sabotaje del nuevo sindicato Solidarnosc cuando la burguesía polaca, debidamente aconsejada por los gobiernos occidentales, pudo declarar la ley marcial y acabar aplastando el movimiento. Pero las luchas de clase internacionales prosiguieron, en Gran Bretaña en particular donde los mineros estuvieron en huelga durante más de un año en 1984-85.
A pesar de los reveses sufridos por la clase obrera, no ha sido derrotada de manera decisiva durante los 35 últimos años como así lo había sido en los años 1920 y 1930. El camino de la clase obrera sigue abierto para que pueda ella expresar su naturaleza y sus características revolucionarias.
La clase obrera es revolucionaria, en el sentido auténtico de la palabra, pues sus intereses corresponden a un modo de producción social totalmente nuevo. Su interés objetivo es reorientar la producción sin explotación de su trabajo y para la satisfacción de las necesidades de la humanidad en una sociedad comunista. Y tiene en sus manos –aunque no legalmente en su posesión– los medios de producción de masas que permitirán el advenimiento de esa sociedad. La interdependencia, completada ya, de esos medios de producción a escala mundial significa que la clase obrera es una clase verdaderamente internacional, sin ningún interés en conflicto o competencia, mientras que todas las demás capas y clases de la sociedad, por mucho que algunas sufran bajo el capitalismo, están sumidas en una división insuperable.
Aunque estén todavía aisladas y divididas por los sindicatos, aunque sean menos espectaculares que las revueltas sociales, la luchas defensivas de la clase obrera para intentar proteger el bajo nivel de vida que hoy le queda, llevan en sí, contrariamente a esas revueltas, los gérmenes de un asalto ofensivo contra el sistema capitalista como así lo han demostrado, por ejemplo, las luchas de solidaridad en el aeropuerto de Londres de julio de 2005, o también la oleada de huelgas obreras en Argentina durante el verano de 2005 y la reciente huelga en los transportes de Nueva York.
Por las razones mencionadas, la clase obrera ha sido capaz, desde hace 150 años, de desarrollar una alternativa política revolucionaria contra el imperio del capital. La alternativa socialista pone obligatoriamente en conflicto a la clase obrera con la legalidad capitalista de explotación, defendida por una cantidad descomunal de fuerzas armadas y represivas. Por eso, la violencia de la clase obrera, a diferencia de las actos desesperados de otras capas oprimidas es una violencia engendradora de historia, una violencia que hará realidad el parto doloroso de una nueva sociedad.
Para los medios de comunicación, las revueltas sociales son la atracción principal. Las luchas de la clase obrera, de nuevo emergentes, aparecen muy en segundo plano, y, en el mejor de los casos, como un apoyo logístico a aquellas revueltas.
En ese contexto, es vital que los revolucionarios defiendan el papel fundamental del proletariado y la necesidad de su autonomía, no sólo contra las fuerzas de la burguesía que pretenden ser sus defensores, como los partidos de izquierda y los sindicatos, sino también ante las revueltas desesperadas de capas y agrupamientos incoherentes de oprimidos por el capitalismo.
La burguesía, cuyos representantes más inteligentes son muy conscientes de la amenaza subyacente que el proletariado representa, está por lo tanto muy interesada en hacer la publicidad de las revueltas sociales y minimizar o ignorar si puede, los movimientos o acciones auténticas del proletariado.
La burguesía identifica el caos violento de las revueltas sociales con todas las demás manifestaciones de la descomposición de la sociedad. Espera así desprestigiar toda resistencia a su dominación, incluida especialmente la lucha de clase del proletariado.
La burguesía presenta las revueltas sociales como la principal expresión de la oposición a la sociedad capitalista. Espera así persuadir a los miembros de la clase obrera, a los jóvenes en especial, que esas acciones condenadas al fracaso son la única forma de lucha posible. La burguesía deja que se muestren los límites evidentes y los fracasos indudables de esas revueltas. Intenta así desmoralizar, apagar y dispersar la amenaza que representa la unidad proletaria, una unidad que requiere en particular la solidaridad entre la joven generación de la clase con las generaciones anteriores.
Esta táctica respecto a la clase obrera ha tenido cierto éxito, sobre todo entre los jóvenes y los desempleados de larga duración así como en algunas minorías étnicas en el seno el proletariado. Bastantes elementos de esos sectores se han integrado en las revueltas ocurridas en Francia. En Argentina, el movimiento de los Piqueteros ha logrado «organizar» a los desempleados detrás del Estado y a desviar algunas acciones de la reciente ola de huelgas, en 2005, hacia ese movimiento y otros atolladeros semejantes.
El ala izquierda de la burguesía y sus fuerzas de extrema izquierda en particular desempeñan un papel muy especial en la desmovilización de la clase obrera hacia ese tipo de atolladeros, utilizándola como masa de maniobra para impulsar campañas que proponen otra gestión del régimen capitalista.
Por desgracia, algunas fuerzas de la Izquierda comunista, aun siendo capaces de ver los “límites” de las revueltas sociales, son, en cambio, incapaces de resistir a la tentación de ver en ellas “algo” positivo. El Buró internacional para el partido revolucionario (BIPR), por ejemplo, fue ya seducido por los movimientos interclasistas de Argentina en diciembre 2001 y de Bolivia poco después, considerándolos como expresiones, reales o potenciales, de la clase obrera. En su toma de posición sobre los disturbios en Francia, el BIPR, a pesar de la crítica que hace de su inconsecuencia, ve la posibilidad de transformarlos en luchas de clase auténticas gracias al partido revolucionario. Y es más o menos lo mismo que encontramos en otros grupos que se reivindican de la Izquierda italiana, llamándose todos ellos “Partido comunista internacional”.
Evidentemente, puede uno ponerse a soñar despierto sobre la existencia de un partido de clase y los milagros que podría realizar, algo así como el viejo refrán ruso: “puesto que no hay vodka, hablemos de la vodka”. Pues resulta que si no existe hoy el partido revolucionario es precisamente porque la clase obrera deberá todavía desarrollar su independencia y su autonomía políticas respecto a las demás fuerzas sociales de la sociedad capitalista. Las condiciones que permitirán a la clase obrera dotarse de su partido revolucionario no se crearán gracias a unas explosiones sociales desesperadas, sino basándose en ese desarrollo de la identidad de clase del proletariado, sobre todo mediante la intensificación y la extensión de sus combates y también gracias a la intervención de las organizaciones revolucionarias en ellos. Cuando estemos en esa situación histórica, será entonces posible para el proletariado, con su partido político, llevar tras sí a todo el descontento de todas las demás capas oprimidas de la sociedad, pero únicamente basándose en el reconocimiento del papel central y dirigente de la clase obrera.
La tarea actual de los revolucionarios es insistir en la necesidad de que se cree la autonomía política del proletariado, y no ayudar a la burguesía a enturbiar esa necesidad con delirios de grandeza sobre el papel del partido revolucionario.
Como
(20/12/2005)
Hace un siglo en Chicago, el 27 de junio de 1905, en una sala abarrotada, Big Bill Haywood, dirigente de la combativa Western Miners Federation (WMF, Federación de Mineros del Oeste), pronunciaba el discurso de apertura de lo que el mismo calificaba como “el congreso continental de la clase obrera”. Se trataba de una asamblea llamada a cumplir el objetivo de crear una nueva organización revolucionaria de la clase obrera en Estados Unidos: Industrial Workers of the World (IWW, Obreros industriales del mundo) y cuyos miembros eran llamados frecuentemente los Wobblies ([1]). Haywood declaraba solemnemente a los 203 delegados presentes:
“Estamos aquí para agrupar a los trabajadores de este país en el seno de un movimiento de la clase obrera cuyo objetivo será la emancipación de la clase obrera de la esclavitud capitalista …La meta de esta organización debe ser la de permitir a la clase obrera tomar el control del poder económico, de los medios para su existencia y del aparato de producción y distribución, sin preocuparse por los patrones capitalistas… esta organización estará formada, basada y fundada sobre la lucha de clases, sin compromisos, sin claudicación y tendrá como única meta la de conducir a los trabajadores de este país a tomar posesión del pleno valor del producto de su trabajo” (Proceedings of the First IWW Convention) ([2]).
Así quedó marcado el inicio de la gran experiencia sindicalista revolucionaria en Estados Unidos, tema de la tercera parte de nuestra serie de artículos sobre el anarco-sindicalismo y el sindicalismo revolucionario ([3]). Durante los 16 años, de 1905-1921, en que tuvo una significativa existencia con la que la burguesía tuvo que vérselas, IWW se convirtió en la organización más temible y vilipendiada por su enemigo de clase. Durante ese periodo conoció una rápida evolución, tanto en el plano de los principios teóricos y de la claridad política como a nivel de su contribución en la lucha de clases.
Pero antes de entrar en materia sobre las lecciones que podemos sacar de su experiencia, vale la pena subrayar que, en el contexto histórico actual, el simple hecho de recordar esta experiencia reviste una importancia particular. En efecto, actualmente existe una especie de “Santa Alianza” que va desde Al Qaeda a la extrema izquierda del capital, pasando por los altermundistas y los gobiernos imperialistas rivales de la burguesía norteamericana, que tiene todo el interés por presentar –de manera más o menos sutil– al “imperialismo yanqui” (o el “Gran Satanás”) como el enemigo número uno de los pueblos y de los proletarios del mundo entero. Según la propaganda antiamericana de esta “Santa Alianza”, el “pueblo” americano sería cristiano, creyente, cruzado y aprovecharía sin reflexionar los frutos de la política imperialista americana. En los mismos Estados Unidos se presenta a la clase obrera como parte de las “clases medias”. La experiencia de IWW, la valentía ejemplar de sus militantes frente a una clase dominante que no se tienta el corazón para echar mano de la mayor y más vil violencia o hipocresía, esa experiencia de IWW está pues ahí para recordarnos que los obreros de Estados Unidos son decididamente hermanos de clase de los obreros del mundo entero, que su interés y sus luchas son los mismos y que el internacionalismo no es vana palabra para el proletariado, sino más bien la piedra angular de su existencia.
La aparición de IWW en Estados Unidos fue, en parte, una respuesta a las mismas tendencias generales que habían suscitado el sindicalismo revolucionario en Europa occidental: “el oportunismo, el reformismo y el cretinismo parlamentario” ([4]). La concreción en Estados Unidos de esa tendencia general internacional lleva el sello de algunas especificidades norteamericanas: La existencia de la Frontera ([5]); la emigración a gran escala de obreros que venían de Europa, a fines de los años de 1880 y a principios del 1900; la llegada al mercado laboral de una gran número de esclavos liberados después de la Guerra de Secesión (1861-65); la ruda oposición entre el sindicalismo por oficio y el sindicalismo de industria; y el debate sobre la política a adoptar frente a esos sindicatos de oficios: meterse en ellos para “socavarlos desde dentro” o crear un nuevo sindicato.
Esos dos factores, fuertemente entrelazados, tuvieron consecuencias significativas en el desarrollo del movimiento obrero en Estados Unidos.
La Frontera sirvió como válvula de seguridad ante la revuelta que rugía en los Estados industriales y fuertemente poblados del Noreste y del Medio Este.
Una cantidad importante de obreros, tanto nativos como emigrados, abrumados por la explotación en las fábricas, prefirieron huir de los centros industriales y migrar hacia el Oeste en busca de una independencia y de una “vida mejor” como granjeros, o con delirantes proyectos de enriquecerse rápidamente convirtiéndose en mineros. La existencia de esa válvula de seguridad tuvo un impacto sobre la capacidad del movimiento obrero para desarrollar su experiencia. Aunque el fenómeno de La Frontera dejó de existir a partir de los años 1890, el fenómeno de emigración hacia el Oeste perduró al menos hasta los albores del siglo xx ([6]).
Durante mucho tiempo, el movimiento obrero en Estados Unidos estuvo muy preocupado por las divisiones entre quienes habían nacido en el país, los obreros anglófonos (aunque ya fueran éstos la segunda generación de emigrantes) y los obreros inmigrados recién llegados, los cuales no hablaban y leían poco o nada en inglés. En su correspondencia con Sorge en 1893, Engels lo ponía en guardia contra el uso cínico que hacía la burguesía de las divisiones en el seno del proletariado y que retrasaban el desarrollo del movimiento obrero en Estados Unidos ([7]). En efecto, la burguesía utiliza hábilmente todos los prejuicios raciales, étnicos, nacionales y lingüísticos para dividir a los obreros entre sí y contrarrestar así el desarrollo de una clase obrera capaz de concebirse a sí misma como una clase unida. Estas divisiones fueron un serio obstáculo para la clase obrera en Estados Unidos ya que separaba a los obreros nacidos en América de la gran experiencia adquirida en Europa por los obreros recién inmigrados. Esas divisiones acarrearon, para los obreros americanos más conscientes, dificultades para mantenerse al nivel de los avances teóricos del movimiento obrero internacional, los hacía dependientes de la mala calidad de las traducciones de los escritos de Marx y Engels, lo cual reflejaba también las debilidades teóricas de los propios traductores.
Así pues, con un armamento teórico en retraso, el movimiento obrero de Estados Unidos se vio entorpecido en su capacidad para hacer frente al oportunismo y a las corrientes reformistas.
Las debilidades teóricas de Daniel DeLeon, líder del Socialist Labor Party (SLP, Partido socialista obrero) lo ilustran ampliamente. DeLeon defendía una variante de la “ley de bronce de los salarios” de Lassalle ([8]) y, debido a ese enfoque, subestimaba completamente la importancia de las luchas inmediatas del proletariado. Creía ingenuamente que la revolución se haría mediante la papeleta de voto, rechazaba el principio de la dictadura del proletariado pero dirigía el SLP de manera autoritaria y sectaria ([9]).
Por su parte, Eugene Debs, “eterno” candidato del Socialist Party of America (SPA, partido socialista rival del SLP ([10])) a la presidencia de los Estados Unidos, poseía grandes dotes como orador pero tenía serias limitaciones teóricas y organizativas. Estos dos hombres participaron en el congreso de fundación de IWW, pero el hecho es que ni ellos, ni sus respectivos partidos políticos fueron capaces de contribuir a la clarificación política en el seno de IWW, ello debido en gran parte y como consecuencia de las débiles tradiciones teóricas en el movimiento obrero norteamericano.
Otra consecuencia de la tradición de la Frontera es el peso de la violencia en la sociedad norteamericana. En sus inicios, las ciudades fronterizas del Oeste no contaban ni con un aparato de Estado formal ni con ninguna institución para mantener la ley y el orden. Ello ha contribuido al desarrollo de una “cultura de los fusiles y de la violencia” que persiste hasta nuestros días con su proliferación de armas de fuego y con niveles de violencia en la sociedad americana que sobrepasan, de lejos, los de cualquier otra gran nación industrializada ([11]). En este contexto, era casi inevitable que la lucha de clases en Estados Unidos, a finales del siglo xix y principios del xx, tomara una forma extremadamente violenta. La burguesía americana no vaciló un solo instante en utilizar la represión en esas confrontaciones con el proletariado, ya sea por medio del ejército, de milicias de los Estados, los infames Pinkerton (empleados de una agencia de detectives donde se alquilaba a los sicarios rompe huelgas, ndt) o por medio de la contratación de servicios de bandidos para aplastar las numerosas huelgas obreras, llegando incluso hasta masacrar a los huelguistas y sus familias. Los obreros, por su lado, no vacilaban tampoco en responder para defenderse. Esta situación desenmascaraba fácilmente la crueldad y la hipocresía de la dictadura de la democracia burguesa y mostraba claramente la futilidad de toda tentativa de querer cambiar fundamentalmente este estado de cosas por medio de una papeleta electoral. Sin embargo, esa misma situación extendía el escepticismo entre los obreros más concientes frente a la eficacia de la acción política que, en general, era concebida como la participación en las campañas electorales. Esta confusión era particularmente alimentada por el SLP de DeLeon y su fetichismo del voto que perpetuaba la falsa idea según la cual acción política y electoralismo serían, por definición, equivalentes. La incapacidad de los wobblies para comprender que la revolución es fundamentalmente un acto político que pasa por el enfrentamiento con el Estado capitalista y su destrucción, y por la conquista del poder por la clase obrera, iba tener graves consecuencias.
La organización llamada Knights of Labor (los “Caballeros del Trabajo”) que contaba con un millón de miembros en 1886, fue la primera organización nacional significativa de trabajadores en Estados Unidos. Los Caballeros consideraban que los obreros debían concebirse primero como asalariados, antes de considerarse irlandeses, italianos, judíos, católicos o protestantes. Sin embargo, eran lo propio de aquella época; es decir, un sindicato nacional que organizaba a los obreros en el marco de la corporación:
“organizar a los carpinteros como carpinteros, a los albañiles como albañiles y así con los demás tipos de trabajadores; enseñarles a todos a anteponer sus intereses de obreros cualificados a los intereses de los demás obreros” ([12]).
Los acontecimientos violentos que tuvieron lugar debido a la lucha por la jornada de 8 horas y que condujeron a la masacre de Haymarket ([13]) en 1886, significaron un serio golpe a los Caballeros que declinaron a partir de 1888. Los sindicatos de oficio se reagruparon entonces en la American Federation of Labor (AFL, Federación Americana del Trabajo, fundada en 1886) que consideraba al capitalismo y al sistema asalariado como inevitable y tenía por objetivo obtener de éstos las mayores ventajas posibles para los trabajadores cualificados que representaba. Bajo la dirección de Samuel Gompers, la AFL se presentaba como defensora sin reservas del sistema americano y una alternativa responsable para el radicalismo obrero. Al hacer esto, la AFL rechazaba toda responsabilidad ante la situación de millones de obreros norteamericanos, poco o no cualificados, que eran salvajemente explotados en las nuevas industrias manufactureras o mineras de alta concentración obrera.
En ese contexto, el conflicto entre el sindicalismo de oficio y el sindicalismo de industria, desde entonces considerado como un conflicto entre el sindicalismo del business (mundo de los negocios) o de colaboración de clase y un sindicalismo “industrial”, de lucha de clase, se transformó en la principal controversia en el seno del movimiento obrero a finales del siglo xix y a principios del xx ([14]).
Más allá de las especificidades históricas de los países “anglosajones” (en particular la combinación de un movimiento sindical fuerte con una tradición política socialista y marxista débil), ese debate expresaba, ante todo, los profundos cambios que se producían en el propio capitalismo: de un lado, el desarrollo de una industria a gran escala concretado en la aparición del “Taylorismo” ([15]), y del otro, el hecho que el periodo ascendente del capitalismo llegaba a su fin, imponiendo nuevos objetivos históricos y nuevos métodos a la lucha de la clase.
Los primeros sindicatos, o “trade-unions”, estaban basados (como lo indica el término inglés) en gremios o corporaciones particulares de la industria y dedicaban la mayor parte de su actividad a la defensa de los intereses de sus miembros, no solamente como obreros de forma general, sino como obreros cualificados. Esta defensa podía llegar hasta la imposición de barreras a la contratación de los obreros que no hubieran terminado el aprendizaje requerido para ejercer cierto oficio, o aún más, por ejemplo, la limitación de la contratación a los miembros de ciertos sindicatos a los cuales estaban reservados ciertos empleos. En su forma tradicional, la organización sindical tendía a la vez a crear divisiones entre los obreros de diferentes oficios y a excluir completamente a la enorme masa de trabajadores no cualificados que llegaban a las nuevas industrias de producción masiva que se desarrollaban a finales del siglo xix y principios del xx. Además, el hecho de que esos trabajadores no cualificados fueran frecuentemente inmigrantes que venían del campo o de otros países, los aislaba de los cualificados, por cuestiones de idioma o prejuicios raciales (que no se limitaban, ni mucho menos, al prejuicio sobre el color de la piel).
Otro factor importante de la situación era que, a principios del siglo xx, con el final del periodo ascendente del capitalismo, comenzaban a plantearse nuevas exigencias en la lucha de clases. Como lo hemos visto en los artículos sobre la Revolución rusa de 1905 (Revista internacional nos 120, 122, 123), la lucha de clases estaba llegando al punto en que las luchas por la defensa o mejora de los salarios y las condiciones de vida implicaban cada vez más poner en entredicho el propio orden capitalista. La cuestión que se presentaba de forma cada vez más aguda no era la de obtener reformas en el capitalismo, sino la de plantear la cuestión del poder: debía o no dejar el poder político del Estado en las manos de los capitalistas o, por el contrario, la clase obrera debía destruir el Estado capitalista y tomar el poder para construir una nueva sociedad comunista (o socialista como lo habría dicho IWW).
En esos dos planos, la concepción cerrada de un sindicalismo de oficio, corporativo, propuesto por la AFL era no solamente inadaptado, sino francamente reaccionario.
Dos soluciones se presentaron en los debates a lo largo de la historia del movimiento sindicalista-revolucionario ([16]): la primera preconizaba el método del dual unionism (“sindicalismo doble”), que quería decir concretamente crear un nuevo movimiento para rivalizar con los viejos sindicatos. Era una estrategia de alto riesgo puesto que abría la puerta a la acusación de dividir el movimiento obrero y sólo podía ser realmente eficaz si atraía a suficientes adherentes, como lo había demostrado muy claramente en negativo, a finales de los años 1890, el fracaso de las tentativas de DeLeon para crear un “sindicato de la industria”. La otra estrategia, llamada “boring from within” (“socavar desde el interior”), es decir, tomar los sindicatos existentes, no podía tener éxito más que si los sindicalistas-revolucionarios tomaban el control, y esto los ponía algunas veces a merced de los métodos sin principios de sus adversarios “tradicionalistas”, como Gompers de la AFL.
En fin de cuentas, la Revolución rusa de 1905 y más aún la de 1917 hicieron caducos esos debates, creando una nueva forma de organización, el soviet, adaptada a las nuevas condiciones históricas de la lucha proletaria, lo que nunca podría suceder ni con los sindicatos de oficio ni con los “sindicatos de industria” de IWW.
Entre los defensores del sindicalismo “industrial”, hubo evoluciones notables. Así por ejemplo, decepcionado por las repetidas traiciones y la actividad de rompehuelgas de los sindicatos de oficio en la industria de ferrocarriles, de lo que él fue testigo durante los 17 años de su carrera en el sindicato de obreros calificados del ferrocarril, Eugene Debs fundó en 1893, la American Railroad Union (ARU, sindicato americano de ferrocarriles); que era una organización industrial, abierta a todos los obreros del ferrocarril, sin distinción de oficio o de cualificación. El sindicato crece rápidamente, atrayendo no solamente a obreros no cualificados sino también a obreros cualificados que comprendían la necesidad de la mayor solidaridad en la lucha contra los patrones. En 1894, la ARU se encuentra comprometida prematuramente en una huelga en Pullman, lo que conduce al aniquilamiento del sindicato y a una pena de seis meses de prisión para Debs. Esta experiencia fue un momento importante en la evolución política de Debs que, en prisión, se adhirió al socialismo y se puso en la vanguardia de la crítica al sindicalismo al estilo de Gompers.
A finales de los años 1890, el SLP (Partido socialista obrero), dirigido por Daniel DeLeon, abandonó la política de “boring from within” consistente en utilizar a los sindicatos de la AFL para la conquista de puestos dirigentes, optando por la política de “dual unionism” creando un nuevo sindicato llamado Socialist Trades and Labor Alliance (“Alianza socialista de los oficios y del trabajo”), como la organización socialista del trabajo rival de la AFL. Para pertenecer a ella, había una condición: ser miembro del partido. Esta tentativa organizativa tuvo un éxito limitado.
La fundación de IWW, en 1905, reanima la acusación hecha por Samuel Gompers contra el “dual unionism” y su propaganda contra IWW provoca una gran controversia. Los anarcosindicalistas franceses que habían triunfado al tomar el poder de la CGT gracias a la victoriosa estrategia de “boring from within”, esencialmente por su influencia en los sindicatos de oficio, criticaban el abandono de la AFL por IWW. William Z. Foster, un miembro de IWW influido por los anarcosindicalistas franceses, con ocasión de una estancia en Francia, abogó con fervor por la disolución de IWW y de su reintegración en las AFL y terminó abandonando a los Wobblies ([17]).
Los dirigentes de IWW rechazaban la acusación de “dual unionism” –o sea de haber creado un sindicato opositor, como lo muestra la insistencia hecha por Haywood sobre la misión de IWW de organizar a los no organizados, a los obreros industriales no cualificados, ignorados por los sindicatos de oficio de la AFL. IWW no buscaba atraer a los miembros de los sindicatos de la AFL ni tampoco hacerles competencia buscando el apoyo de sectores particulares de la clase obrera. Sin embargo, es innegable que IWW era, en los hechos, rival de Gompers y de la AFL.
Las tentativas que realizaron los obreros de las minas de Colorado, Montana e Idaho en los años 1880 y 1890, para organizarse con una base industrial –tentativas que dieron nacimiento a la Western Federation of Miners (WFM, Federación occidental de mineros) – pueden ser consideradas como el impulso más importante que se hizo por el desarrollo de un sindicalismo industrial, en particular a causa del impacto directo que tuvieron en la fundación de IWW.
Exasperada por lo que se había transformado en una verdadera lucha de clases abierta contra las compañías mineras y las autoridades del Estado (los dos contendientes frecuentemente estaban armados), la WFM se radicaliza cada vez más. En 1898, la WFM patrocina la formación de la Western Labor Union (WLU, Sindicato occidental del trabajo), según la política de “dual union”. Era una alternativa regional a la AFL, pero jamás adquirió existencia independiente fuera de la influencia de su patrocinador. Aún cuando las reivindicaciones inmediatas planteadas por la WFM con frecuencia eran las mismas que las de la AFL (típicas del “pork chop unionism”) ([18]), en 1902 el objetivo que perseguía la WFM era el socialismo.
En su discurso de despedida en el congreso de la WFM en 1902, por ejemplo, el presidente saliente Ed Boyce ponía en guardia contra el hecho de que el sindicalismo puro y duro no bastaría para defender los intereses de los obreros. Defendía que, a fin de cuentas, la respuesta era
“... la abolición del salario, que es el sistema más destructor de los derechos del hombre y de la libertad que cualquier otro sistema de esclavitud creado hasta el presente” ([19]).
En 1902, la AFL presiona a la WFM para que desmantele el Western Labor Union y que se una a la AFL, pero la WFM respondió transformando la organización regional en el American Labor Union (ALU, Sindicato norteamericano del Trabajo), para competir con la AFL a nivel nacional y referirse más abiertamente al socialismo. La ALU comenzó entonces a tomar posiciones que a partir de entonces iban a servir de pautas a IWW: la primacía de la acción económica (lo que IWW iba a nombrar más tarde “la acción directa”) sobre la acción política y el modelo sindicalista-revolucionario para la organización de la sociedad revolucionaria. El periódico de la ALU tomaba posición de la siguiente forma:
“La organización económica del proletariado es el corazón y el alma del movimiento socialista (…) El objetivo del sindicalismo industrial es organizar a la clase obrera aproximadamente en los mismos sectores de producción y de distribución que se presentarían en una comunidad basada en la cooperación, de tal forma que si los obreros perdieran sus derechos, siempre conservarían una organización económica comprometida conscientemente para tomar en sus manos los instrumentos de la industria y las fuentes de riqueza para administrarlas en su provecho” ([20]).
La convención de la WFM de 1904 da el mandato a su comisión ejecutiva de tratar de crear una organización nueva para unir a toda la clase obrera. Después de las reuniones secretas, durante el verano y el otoño, en las que participaron representantes de diversas organizaciones –no exactamente las mismas cada vez–, se envió una carta a treinta personas, sindicalistas de la industria, miembros del SPA y del SLP y también a miembros de los sindicatos de la AFL, invitándolas
“... a reunirnos en Chicago, el lunes 2 de enero, en una conferencia secreta para discutir los métodos y los medios para unificar a los trabajadores de Estados Unidos con principios revolucionarios correctos (…) de manera que se asegure la integridad [de la organización] en tanto que protector real de los intereses de los obreros” ([21]).
Asistieron veintidós personas a la reunión de enero. Varios, como Debs, no pudieron acudir pero enviaron su caluroso apoyo. Solamente dos invitados, ambos miembros influyentes del SPA, se negaron a participar porque preferían trabajar en la AFL. La reunión de enero se concluyó con una llamada al congreso de fundación de los IWW.
Como organización sindicalista revolucionaria, IWW tomó una orientación que divergía fuertemente del anarcosindicalismo de la CGT francesa, a la cual ya hemos dedicado un artículo: “El anarco-sindicalismo ante un cambio de época: la CGT hasta 1914” (Revista internacional, no 120). A pesar del punto de vista sindicalista de los fundadores de IWW, para quienes la sociedad socialista debería organizarse según los mismos principios que los sindicatos industriales, había grandes diferencias entre IWW y el anarcosindicalismo tal como éste era en Europa. Estas diferencias se expresaban en particular a propósito de cuestiones vitales como el internacionalismo, la acción política y la centralización.
El internacionalismo
Durante el periodo que precedió al desencadenamiento de la Primera Guerra mundial, la oposición a la guerra de los anarcosindicalistas de la CGT francesa se parecía más al pacifismo que al internacionalismo. Y desde principios de la guerra en 1914, la CGT abandonó completamente su perspectiva antiguerra para dar su apoyo al Estado capitalista francés, participando en la movilización del proletariado en la guerra imperialista, franqueando así la frontera de clase y pasarse a la burguesía. En el sentido opuesto a esa traición de los principios de clase, los sindicalistas revolucionarios de IWW, antes de la entrada de EEUU en el conflicto, tenían una posición contra la guerra parecida a la de la socialdemocracia antes de la entrada en guerra de los principales beligerantes europeos. Así, por ejemplo, la convención de IWW adoptada en 1916 declaraba:
“Condenamos todas las guerras, y para impedirlas, estamos por la propaganda antimilitarista en tiempos de paz, también para promover la solidaridad de clase entre los trabajadores del mundo entero y, en tiempos de guerra, por la huelga general en todas las industrias. Extendemos nuestro apoyo tanto material como moral a todos los trabajadores que sufren a manos de la clase capitalista por el hecho de su adhesión a estos principios y llamamos a todos los obreros a unírsenos, para que cese el reino de los explotadores y que esta tierra sea hermosa gracias al establecimiento de una democracia industrial” (Actas de la convención de 1916).
Contrariamente a los anarcosindicalistas franceses y cualesquiera que fueran las ambigüedades de las acciones de IWW, jamás apoyó la guerra cuando EEUU participó en la masacre imperialista mundial, sufriendo así una violenta represión por parte del Estado- de lo cual hablaremos con más detalle en nuestro próximo artículo.
Si IWW y la CGT adoptaron ante la guerra un posicionamiento diferente sobre la defensa de los intereses del proletariado, no sólo se debió a unas circunstancias históricas diferentes, reales por lo demás, puesto que EEUU no tuvo que hacer frente a una invasión extranjera de su territorio y no entraría en guerra hasta 1917. Fue una actitud profundamente diferente lo que explica por una parte la capitulación de la CGT y, por otra, el internacionalismo de IWW ante la guerra. Como hemos visto en el artículo anteriormente citado sobre la CGT, ésta permaneció anclada en una visión “nacional” de la revolución que debía mucho a la experiencia de la Revolución francesa de 1789. Por su parte, Industrials Workers of the World jamás perdió de vista la naturaleza internacional de la lucha de clases y tomó muy en serio la referencia internacional contenida en el nombre que se dieron (obreros industriales del mundo). Desde el principio, la ambición de IWW fue unir a todo el proletariado mundial en una organización única, de lucha de clases; así, secciones afiliadas al “Gran sindicato” (One Big Union), se crearon en lugares alejados como México, Perú, Australia y Gran Bretaña. En EEUU, IWW fue pionero en combatir la brecha que existía entre obreros anglófonos, nacidos en EEUU, e inmigrantes. Acogían a obreros negros en la organización en las mismas condiciones que los blancos, en una época en que la segregación y discriminación racial hacía estragos en toda la sociedad y cuando la AFL rechazaba la admisión a los negros.
La acción política
Mientras que el anarcosindicalismo rechazaba la acción política, el sindicalismo revolucionario, como el encarnado por IWW, acogió la actividad y la participación de las organizaciones políticas en su congreso de fundación, incluidos al SPA y el SLP. De hecho, quienes participaron en el congreso de 1905 se consideraban socialistas, adherentes a una perspectiva marxista, y no anarquistas. A excepción de Lucy Parsons, viuda de Albert Parsons, mártir de Haymarket ([22]), que asistió en tanto que invitada de honor, los anarquistas o los sindicalistas no tuvieron ningún papel significativo en el congreso de fundación. Al final del congreso de fundación se podía constatar que “todos los dirigentes de los IWW eran miembros de un partido socialista” ([23]).
Uno de los momentos más emotivos del congreso de fundación fue el apretón de manos entre Daniel DeLeon, líder del SLP y Eugene Debs del SPA. A pesar de años de amargas disensiones y gracias al trabajo del sindicalismo revolucionario, estos dos gigantes políticos del movimiento socialista enterraron públicamente el hacha de guerra en interés de la unidad proletaria. Aunque luego IWW tomara distancias con los partidos socialistas y Debs y DeLeón salieran de la organización en 1908, siguió abierto a los militantes socialistas y, más tarde, lo fueron también a los del Partido comunista. Así, en 1911, Big Bill Haywood era a la vez miembro elegido de la comisión ejecutiva del SPA y uno de los dirigentes de IWW. Además, fue la fracción de derecha del Partido socialista, no la comisión de IWW, la que consideró inaceptable que Haywood asumiera su papel dirigente simultáneamente en las dos organizaciones. Después de que IWW retirara formalmente toda mención de acción política de su preámbulo revolucionario, la mayor parte de sus miembros votaron por candidatos socialistas, y las victorias electorales de los socialistas en lugares como Butte, en Montana, se atribuían en general a la presencia importante de electores Wobbly.
Los dirigentes de IWW rechazaron categóricamente toda adhesión a las teorías del sindicalismo revolucionario, considerándolas pertenecientes a doctrinas europeas y ajenas:
“... en enero de 1913, por ejemplo, un partidario Wobbly decía que el sindicalismo revolucionario era el término más comúnmente utilizado por los enemigos (de IWW). Los Wobblies mismos no tenían calificativos amistosos para los dirigentes sindicalistas europeos. Para ellos, Ferdinand Pelloutier era “el anarquista”, Georges Sorel, “el apologista monárquico de la violencia”, Herbert Lagardelle era un “antidemócrata” y el italiano Arturo Labriola, “conservador en política y revolucionario en los sindicatos” ([24]).
Sin embargo, a pesar de las insistencias de IWW sobre el hecho que ellos eran “sindicalistas de la industria” o “industrialistas” (según la terminología adoptada en EEUU) y no sindicalistas, es del todo justo caracterizar a esa organización como sindicalista revolucionaria, puesto que, para IWW, el “Gran sindicato” debía ser la fuerza organizativa del proletariado en el seno del capitalismo, el agente de la revolución proletaria y la forma organizativa de la sociedad socialista que la revolución debía crear.
De hecho, la actitud de IWW hacia la acción política era ambivalente. Aunque muchos Wobblies eran militantes del SPA o del SLP como hemos visto, IWW mantenía una desconfianza muy justificada hacia las disputas de facciones entre organizaciones políticas: el organizador (“General Organiser”) de IWW de 1908 a 1915, Vincent St John, decía claramente que se oponía a toda relación de IWW con un partido político y “combatía por salvar a IWW contra Daniel DeLeon por un lado y contra los “fantasiosos anarquistas” por el otro” ([25]).
Además, en la mayoría de los casos, las actividades de IWW eran más cercanas a las de una organización política que a las de un sindicato. En particular, la actitud de IWW hacia “la acción directa” reflejaba una concepción que iba más allá de las fronteras del sindicalismo tradicional según la cual la acción de las organizaciones debía limitarse a los lugares de trabajo para los sindicatos y a las urnas electorales para los partidos políticos. La “acción directa” significaba que la lucha podía ganar la calle y que el Estado era un enemigo que había que afrontar por las mismas razones que a los patrones. Uno de los ejemplos más claros son las batallas emprendidas por IWW de 1909 a 1913, por la libertad de palabra en el marco de sus campañas para organizar a los obreros, principalmente en las ciudades del Oeste; estas últimas habían adoptado leyes locales para prohibir los “soap box orators” (nombre dado a los “oradores sobre cajas de jabón”, según la expresión popular, porque los militantes obreros tenían por costumbre tomar la palabra en la calle subiéndose en esas cajas). IWW logró movilizar a todos los militantes disponibles para acudir en masa a esas ciudades, y en ellas transgredir la nueva ley, haciendo discursos en las calles de tal manera que las prisiones quedaron literalmente atascadas. Esta desobediencia civil recibió el apoyo de muchos obreros, de socialistas y de sindicatos como la AFL, y de elementos liberales de la burguesía. Aunque la idea de la “acción directa” debía servir más tarde de argumento a favor de la táctica sindical de “sabotaje” –sobre lo cual trataremos en el siguiente artículo- es claro que este modo de acción era un compromiso en la acción política, fuera de los parámetros tradicionales del sindicalismo revolucionario.
La centralización
Contrariamente a la concepción hostil a la centralización del anarcosindicalismo donde los principios federalistas promovían una confederación de sindicatos autónomos e independientes, IWW funcionaba según una orientación centralizada. La constitución de IWW en 1905 confería una “autonomía industrial” a sus sindicatos de industria, estableciendo claramente como principio que esos mismos sindicatos de industria estaban bajo el control de la Comisión ejecutiva general (General Executive Board, GEB), el órgano central de IWW:
“Las subdivisiones internacionales y nacionales de los sindicatos industriales tendrán una autonomía completa en lo que concierne a sus asuntos internos respectivos, a condición de que la Comisión ejecutiva general tenga el poder de controlarlas en lo que concierne los intereses sociales del conjunto” (Constitución y estatutos de IWW (1905), artículo 1º) ([26]).
Esta posición fue aceptada sin reservas en 1905. Solo la GEB podía autorizar a IWW a hacer huelga. El hincapié puesto en la centralización se basaba en “el reconocimiento de la centralización del capital y de la industria americanas” ([27]). A diferencia de los anarcosindicalistas que, según su perspectiva federalista, descentralizada, animaban a los sindicatos autónomos a lanzar frecuentemente huelgas, IWW prefería menos cantidad de huelgas, las cuales debían ser lo más rigurosamente planificadas, basadas en un análisis menos inmediatista de la relación de fuerzas entre las clases y de la fuerza de los trabajadores. Una comisión ejecutiva tenía una visión más global de la lucha y de la situación que los obreros aislados que reaccionaban espontáneamente ante los ataques a nivel local, y por tanto de tomar la decisión de la huelga.
Igualmente más tarde, después de que IWW llegara a rechazar la acción política y adoptara una perspectiva más abiertamente sindicalista revolucionaria, los partidarios de la centralización continuaron siendo mayoría sobre los que preconizaban una descentralización de la organización. Este debate opuso a la “fracción del Oeste” contra la “fracción del Este” en la GEB. Los adversarios de la centralización eran más fuertes en el Oeste y tenían como base a los obreros eventuales de la industria –leñadores, mineros y obreros agrícolas–, que eran en muchos casos solteros nacidos en Estados Unidos. En el Este, IWW ocupaba posiciones de fuerza en las industrias manufactureras y los puertos, donde los obreros muchas veces eran casados, tenían familias y se beneficiaban de condiciones de vida más estables. Y tras la huelga de Lawrence (Massachussets) en 1912, los obreros adherentes a los IWW en la mayoría de los casos eran inmigrantes. Los del Este estaban a favor de la centralización para guardar un control estrecho sobre lo que se hacía en nombre de la organización y para permitir a IWW tener una mayor estabilidad de adherentes, particularmente aportando a sus adherentes un apoyo durante y fuera de las luchas obreras –esencialmente el mismo tipo de ayuda que proporcionaban los sindicatos de la AFL. Los del Oeste se inclinaban por una mayor autonomía de los grupos locales de obreros y de elementos para así llevar a cabo acciones que ellos consideraban como un medio de elevar la moral y suscitar el entusiasmo de los militantes. Aunque era originario del Oeste, Haywood pertenecía a la fracción del Este y estaba a favor de la centralización para así construir una organización estable y permanente.
Ya hemos puesto en evidencia las diferencias entre el sindicalismo revolucionario y el anarcosindicalismo y subrayado que
“... el sindicalismo revolucionario representa un verdadero esfuerzo en el seno del proletariado, buscando encontrar una respuesta al oportunismo de los partidos socialistas y sindicatos (mientras que) el anarcosindicalismo representa la influencia del anarquismo en el seno de ese movimiento” (Revista internacional nº 120).
Sin embargo, ello no quiere decir que el sindicalismo revolucionario de IWW no sufriera de grandes debilidades. El objetivo del próximo artículo será examinar si los principios del sindicalismo revolucionario, como los que IWW expresó en el periodo 1905-21, se adaptaban a la lucha cuando tuvo que encarar concretamente la cuestión de la guerra y de la revolución, en aquel periodo crucial de enfrentamiento internacional entre la clase obrera y sus explotadores. Criticar las posiciones de IWW, que haremos en el próximo artículo, no significa en absoluto rechazar o negar el valor, el heroísmo, la combatividad y la entrega de los militantes de IWW quienes, en el mejor de los casos, lo que ganaron fue la prisión, cuando no perdieron la vida. Mucho menos hay que minimizar la importancia de las huelgas organizadas por IWW que unieron a los obreros inmigrantes y los obreros nacidos en América, los obreros blancos y los obreros negros en la lucha de clases. El próximo artículo verá mucho más de cerca qué hay tras la mitología novelesca Wobbly que ciega aún a militantes bien intencionados sobre las debilidades de esta organización y su herencia.
J. Grevin
[1]) Según la historia oficial de IWW, “el origen de la expresión ‘wobbly’ es incierto. La leyenda atribuye su procedencia a problemas de idioma de un dueño de un restaurante chino con el cual se habían hecho algunos acuerdos durante una huelga para alimentar a los miembros que pasaban por esa ciudad. Cuando el dueño del restaurante quería preguntar si ‘eran de IWW’, se dice que decía ‘All loo eye wobble wobble?’. La misma explicación, en Vancouver esta vez, es dada por Mortimer Downing en una carta citada en Nation nº 5, sept. 1923, concerniente al origen del término en 1911” (ver https://www.iww.org/culture/myths/wobbly.shtml [5]).
[2]) Citado por Howard Zinn en Una historia popular de los Estados Unidos.
[3]) Ver la Revista internacional números 118 y 120.
[4]) Prefacio de Lenin a un folleto de Voinov (Lunarcharski) sobre la actitud del partido ante los sindicatos (1907).
[5]) En la sociedad norteamericana la expresión “la Frontera” (The Frontier) tiene un sentido específico que se refiere a su historia. A todo lo largo del siglo xix uno de los aspectos más importantes del desarrollo de Estados Unidos fue la extensión del capitalismo industrial hacia el oeste, lo cual se tradujo en el asentamiento en esa región de poblaciones esencialmente compuestas de personas de origen europeo o africano –a expensas, evidentemente de las tribus indias autóctonas de esas regiones. La esperanza que representaba la Frontera ha marcado fuertemente la mentalidad y la ideología de Estados Unidos.
[6]) Por ejemplo, Vincent St John, uno de los más importantes dirigentes de IWW, quien había trabajado como minero antes de dedicarse al trabajo de organización, cada vez más decepcionado por la actividad de IWW terminó por dimitir del sindicato en 1914. Partió hacia el desierto de Nuevo México para buscar fortuna como minero. Evidentemente, jamás se hizo rico y aunque había dejado la organización mucho antes de que Estados Unidos entrara en guerra, cuando la burguesía se dedicó a perseguir, en 1917, a los dirigentes de IWW acusándolos de obstaculizar el esfuerzo de guerra, detuvo al pobre St John en el desierto.
[7]) Federico Engels “¿Por qué no hay un gran partido socialista en Estados Unidos? Engels a Sorge el 2 de diciembre de 1893”, en Marx and Engels, Basics writings on politics and philosophe, ed. Lewis Feuer, 1959. En esta carta Engels respondía a una pregunta de Fiedrich Adolf Sorge sobre la ausencia de un partido socialista significativo en Estados Unidos, explicando que “la situación en los Estados Unidos comporta dificultades muy importantes y particulares que obstaculizan el desarrollo regular de un partido obrero”. Entre esas dificultades una de las más importantes era “la inmigración que divide a los obreros en dos grupos: los nativos y los extranjeros, éstos últimos están divididos a su vez entre sí en 1) irlandeses, 2)alemanes, 3) y en muchos pequeños grupos donde a veces sólo comprenden sus propias lenguas: checos, polacos, italianos, escandinavos, etc. Y finalmente los negros. Construir un solo partido arrancando de esta base requiere de poderosas motivaciones que raramente se encuentran. Frecuentemente se presentan empujes vigorosos, pero a la burguesía le basta con esperar pasivamente a que las diferentes partes de la clase obrera se dispersen de nuevo” (traducido por nosotros).
[8]) El desarrollo del capitalismo industrial a principios del siglo xix, vino acompañado de una baja continua de salarios que hundió a la clase obrera en un estado peor que la esclavitud. La idea de que esta situación no puede ser superada a causa de la competencia entre capitalistas, afecta incluso a los pensadores socialistas. Algunos de estos llaman a los obreros a abandonar las luchas contra sus explotadores: Proudhon, por ejemplo, se pronuncia contra las huelgas obreras. Lassalle recoge esa misma idea diciendo que los salarios no podrán subir nunca a causa de las propias leyes del capitalismo: a eso lo llama “ley de bronce de los salarios”. Marx, por su parte, combatió siempre semejante idea, sobre todo en Miseria de la filosofía, escrito en 1847 contra las teorías de Proudhon y más tarde en Salario, precio y ganancia (1865): “el capitalista procura siempre bajar los salarios hasta su mínimo fisiológico y prolongar la jornada de trabajo hasta su máximo fisiológico, mientras que el obrero ejerce siempre un presión en sentido contrario. Todo ello se resume en una relación de fuerzas entre combatientes”. Por eso es por lo que Marx saluda las huelgas obreras, no solo como lucha contra los “abusos sin tregua del capital”, sino, y sobre todo, como preparativos para el derrocamiento del capitalismo: “Si la clase obrera cejara en su conflicto cotidiano contra el capital, sin la menor duda se privaría ella misma de la posibilidad de emprender tal o cual movimiento de mayor envergadura” (cap. “La lucha entre el capital y el trabajo y sus resultados”)
[9]) Hemos analizado estas debilidades en varios artículos de la prensa de la CCI de Estados Unidos. Ver “The heritage of DeLeonism” (La herencia del DeLeonismo) en Internationalism nos 114, 115,117 y 118.
[10]) El SPA era un partido socialista de masas en Estados Unidos que se hizo dominante a principios del siglo xx, se fundó a partir del agrupamiento de varias tendencias, incluyendo a militantes que habían roto con el SLP DeLeonista. Eugene Debs es la personalidad más conocida, fue hecho prisionero a causa de su oposición a la Primera Guerra mundial y fue candidato a la presidencia por el SPA mientras estaba en prisión, y aún así obtuvo un millón de votos.
[11]) En el 2002, 192 millones de armas de fuego de posesión individual fueron registradas en Estados Unidos. Las armas de fuego mataron a más de 29 700 estadounidenses en 2002 –más que la cantidad de soldados americanos muertos en el año más sangriento de la guerra de Vietnam. Los balazos son la segunda causa de mortalidad (después de los accidentes de automóvil) entre norteamericanos de menos de 20 años y la causa principal de mortalidad entre hombres afroamericanos de entre 15 y 24 años. El organismo Physicians for Social Responsability estima que la violencia armada cuesta 100 000 millones de $ a Estados Unidos por año. En 1999 las tasas por homicidios por arma de fuego era de 4,8 por cada 100 mil habitantes. Comparativamente, las mismas estadísticas arrojaban que en Canadá era de 0,54, en Suiza de 0,5, en Gran Bretaña de 0,12 y en Japón de 0,04.
[12]) Dubofsky, Melvyn, We Shall Be All: A History of the Industrial Workers of the World (Una Historia de Trabajadores Industriales del Mundo), Urbana and Chicago, University of Illinois Press, 2a edición, 1988.
[13]) El suceso de Haymarket surgió como consecuencia de un ataque con bombas – supuestamente obra de un anarquista desconocido – contra una multitud que se había reunido durante un mitin que se celebraba en la plaza Haymarket en Chicago el 4 de mayo de 1886 en apoyo a la jornada de 8 horas.
[14]) La traducción de ciertos términos usuales en Estados Unidos y en Gran Bretaña en esa época plantea problemas. Así, el término “unionist” puede designar indiferentemente “trade unionist” o “industrial unionist”, el primero corresponde a los sindicatos de oficio o corporación (en el cual los miembros, en esa época frecuentemente debían pasar por un aprendizaje específico antes de poder entrar en la corporación), el segundo se relaciona con el “sindicato industrial” al que podía adherirse cualquier obrero, cualificado o no, que trabajaba en la misma industria. El término inglés “syndicalist”, en cambio, designa un militante sindicalista-revolucionario. Un “industrial unionist” podía ser igualmente un “sindicalista”, pero no forzosamente. [NDT]
[15]) Frederick Winslow Taylor desarrolló una serie de principios en su monografía de 1911, The principles of scientific management (“Los principios de la gestión científica”), que esencialmente buscaban aumentar la productividad de la fuerza de trabajo reduciendo la producción industrial a una serie de tareas fáciles de aprender, que no exigían ninguna calificación de los obreros y que permitían, más fácilmente, imponerles un trabajo más intenso.
[16]) El debate también era importante en Inglaterra, como lo veremos cuando analicemos la historia del sindicalismo revolucionario en el movimiento de los shop-stewards.
[17]) Foster acabaría siendo un líder estalinista del Partido comunista norteamericano tras la derrota de la Revolución rusa.
[18]) En español “sindicalismo de chuleta de cerdo”, término peyorativo usado en esa época para designar al sindicalismo reformista.
[19]) Actas del Congreso de la WFM de 1902, citado por Dubofsky.
[20]) ALU Journal, 7 de enero de 1904, p. 2, citado por Dubofsky.
[21]) Versión oficial de la Conferencia y del Manifiesto de IWW, por Clarence Smith, Proceedings of the First Convention of the Industrial Workers of the World, New York , New York, 1905.
[22]) Albert Parsons estaba entre los militantes arrestados tras el atentado de Haymarket (ver nota más arriba) y fue condenado y ejecutado en base a pruebas falsificadas.
[23]) Dubofsky, Obra cit.
[24]) Conlin, Joseph Robert, Bread and Roses Too: Studies of the Wobblies. Westport, CT: Greenwood, 1969. Cita extraída de Williams E. Walling, “Sindicalismo industrial o revolucionario”, New Review no 1 (11 de enero,1913, p. 46). Y de Walling “Industrialismo contra sindicalismo”, Internationalist Socialist Review (agosto de 1913).
[25]) James Canon, Los IWW, y citado en Dubosky.
[26]) Disponible en el sitio “Jim Crutchfield de IWW (https://www.workerseducation.org/crutch/constitution/constitutions.html [6]).
[27]) Conlin, Bread and Roses Too.
En la Revista internacional no 123, anunciamos el comienzo del tercer volumen de la serie sobre el comunismo. Nos interesamos por las obras del joven Marx de 1843 para ir examinando el método que fue la base de la elaboración del programa comunista. En este tercer volumen tenemos la intención de retomar la cronología en donde la dejamos a finales del segundo, cuando se abrió el periodo de contrarrevolución tras la derrota de la oleada revolucionaria de 1917-23.
(Resumen del primer volumen)
En la Revista internacional no 123, anunciamos el comienzo del tercer volumen de la serie sobre el comunismo. Nos interesamos por las obras del joven Marx de 1843 para ir examinando el método que fue la base de la elaboración del programa comunista. En este tercer volumen tenemos la intención de retomar la cronología en donde la dejamos a finales del segundo, cuando se abrió el periodo de contrarrevolución tras la derrota de la oleada revolucionaria de 1917-23. Considerando que esta serie empezó hace casi quince años, pensamos que es necesario recordar el contenido de los dos primeros volúmenes: dedicaremos a eso este artículo y el próximo. Confiamos en que ese resumen animará a los lectores a volver a los primeros artículos que pronto publicaremos en forma de libro y en nuestro sitio Internet. Hasta ahora hemos tenido muy pocas respuestas escritas a esos artículos por parte del campo proletario; no obstante los consideramos como una fuente de estudio y de reflexión para todos aquellos que quieren esclarecer de verdad el sentido y el contenido reales de la revolución comunista.
El primer volumen –exceptuando el primer artículo que examinaba las ideas comunistas anteriores a la emergencia del capitalismo y concluía con las formas más primitivas del comunismo proletario– se concentra esencialmente en la evolución del programa comunista a lo largo del periodo ascendente del capitalismo, cuando la revolución comunista todavía no estaba al orden del día de la historia. El propio titulo del volumen es ya de por sí una respuesta polémica al tan gastado argumento que afirma que aun admitiendo que los regímenes estalinistas no corresponden a lo que Marx y otros pensaban que era el comunismo, éste sigue siendo un bello ideal teórico pero no podrá existir en la práctica. Por su parte, la visión marxista defiende que el comunismo no es un bello ideal, en el sentido de que sería un invento de mentes con las mejores intenciones o de algún pensador genial. El comunismo es una teoría, o más bien es un movimiento que incluye una dimensión teórica; pero la teoría comunista proviene de la práctica real de una fuerza social revolucionaria. En el centro de esa teoría está la idea de que el comunismo como forma de vida social se convierte en necesidad cuando el capitalismo deja de funcionar, cuando éste se opone cada día más a las necesidades humanas. Pero mucho antes de que se llegue a esa situación, el proletariado y sus minorías políticas no solo esbozarán los fines históricos de su movimiento, sino también desarrollarán y habrán de elaborar el programa comunista a la luz de la experiencia adquirida en las luchas prácticas de la clase obrera.
Una ojeada al sumario de esta revista, publicada en el primer trimestre de 1992, nos recuerda el contexto histórico en el que la serie salió a la luz. El articulo editorial está dedicado a la explosión de la URSS y a las matanzas en Yugoslavia; otro se titulaba “Notas sobre el imperialismo y la descomposición: hacia el mayor caos de la historia”. En resumen, la CCI había entendido que con el hundimiento del bloque del Este se estaba abriendo una nueva fase definitiva en la vida (o en la muerte) del capitalismo decadente, su fase de descomposición, que trae consigo nuevas pruebas y peligros desconocidos para la clase obrera y sus minorías revolucionarias. Simultáneamente, la caída espectacular de los regimenes estalinistas permitió a la clase dominante desencadenar una propaganda masiva para entorpecer y desmoralizar a una clase obrera que la había estado hostigando con sus luchas durante dos decenios. Basándose en unas premisas totalmente erróneas de que el estalinismo sería igual al comunismo, se nos echaba en cara con arrogancia que estábamos asistiendo a la muerte del comunismo, a la bancarrota definitiva del marxismo, a la desaparición de la clase obrera y hasta al fin de la historia… En un primer momento, se concibió entonces esta serie sobre el comunismo como respuesta a esa campaña perniciosa, para mostrar principalmente la diferencia fundamental entre el estalinismo y la visión auténtica del comunismo defendida por el movimiento obrero a lo largo de su historia. Habíamos previsto una corta serie de cinco o seis artículos. Pero ya desde el primero de ellos sentimos la obligación de profundizar más, por dos razones. La primera es que desde sus orígenes, el movimiento marxista revolucionario siempre se ha dado como tarea la clarificación de los fines del comunismo; esa tarea sigue siendo hoy importante y no depende de un acontecimiento histórico inmediato, por importante que sea la apertura de un nuevo periodo como así pasó con el hundimiento del bloque del Este. La segunda es que la historia del comunismo, de por sí, no solo es la del marxismo, no solo la del movimiento obrero, sino una historia de la humanidad.
En el artículo de la Revista internacional no 123, dedicamos una atención particular a una expresión que se puede leer en la carta de 1843 de Marx a Ruge: “… el mundo posee en sueños desde hace mucho tiempo aquello de lo que solo le falta tener conciencia para poseerlo realmente”. El primer artículo del no 68 de la Revista intentaba pues resumir los sueños comunistas de la humanidad. Fue la sociedad antigua la que por vez primera hizo una elaboración teórica de esos ideales; pero tuvimos que remontarnos más en el tiempo, al estar basadas, en cierto modo, esas primeras especulaciones en el recuerdo del comunismo verdadero – aunque limitado – de la sociedad tribal primitiva. El descubrimiento de que los seres humanos vivieron durante centenas de miles de años en una sociedad sin clases y sin Estado será un instrumento potente en manos del movimiento obrero para hacer contrapeso a todas aquellas proclamaciones que cantaban que el amor de la propiedad privada y la importancia de la jerarquía eran parte intrínseca de la naturaleza humana. Y, al mismo tiempo, el enfoque de los primeros pensadores comunistas, también contenía un poderoso factor mítico, vuelto hacia el pasado, como un lamento por una comunidad perdida que nunca volvería. Fue así, por ejemplo, con el “comunismo de posesión” de los primeros cristianos o de la rebelión de los esclavos dirigida por Espartaco, inspirada por la búsqueda de una edad de oro perdida. También fue en gran parte el caso de las prédicas de John Ball durante la revuelta campesina de 1381 en Inglaterra, a pesar de que en aquellos tiempos ya era evidente de que el único remedio contra la injusticia social era la propiedad común de la tierra y de los instrumentos de producción.
Las ideas comunistas que surgieron cuando nació el capitalismo muestran ser más capaces de volcarse hacia el porvenir y emanciparse progresivamente de esa obsesión de un pasado mítico. Desde el movimiento anabaptista conducido por Tomas Müntzer en el siglo XVI en Alemania, pasando por Winstanley y los Niveladores durante la guerra civil en Inglaterra hasta Babeuf y la Conspiración de los Iguales en la Revolución francesa, hay una evolución: partiendo de una visión religiosa apocalíptica del comunismo, va avanzando la idea central de la capacidad de la humanidad para liberarse de un orden social de explotación. A su vez, ello reflejaba el avance histórico posibilitado por el capitalismo, en particular el desarrollo de una visión científica del hombre y la emergencia lenta del proletariado como clase especifica en el nuevo orden social. El punto culminante de ese desarrollo se alcanzó con la aparición de los socialistas de la utopía como Owen, Saint-Simon y Fourier que hicieron cantidad de críticas muy penetrantes de los horrores del capitalismo industrial y supieron discernir las posibilidades que se abrirían después del capitalismo, sin lograr sin embargo ver cuál era la verdadera fuerza social capaz de aportar una sociedad más humana: el proletariado moderno.
Así, y contrariamente a la interpretación común, el comunismo no es un movimiento “inventado” por Marx. Como lo ha demostrado el primer artículo, el comunismo es anterior al proletariado y el comunismo proletario es anterior a Marx. Pero así como el comunismo del proletariado fue un paso cualitativo con respecto a todas las formas de comunismo que lo precedieron, el comunismo “científico” elaborado por Marx y todos los que tras él retomaron su método fue un paso cualitativo con respecto a las esperanzas y especulaciones de los utopistas.
El artículo refiere la evolución de Marx hacia el comunismo partiendo de una crítica a la filosofía de Hegel y a la democracia radical. Como lo demostramos en el artículo precedente (Revista internacional no 123), esa evolución fue muy rápida pero sin caer en manera alguna en la superficialidad. Marx insistía en la necesidad de examinar en detalle todas las corrientes comunistas que empezaban a surgir en Alemania y Francia, en particular en París en donde vivió Marx en 1844 y en donde entró en contacto con grupos de obreros comunistas. Esos grupos arrastraban necesariamente una serie de confusiones, de ideologías heredadas de las revoluciones del pasado. Pero junto a los primeros signos embrionarios de una lucha de clases más general de los obreros, esas primeras manifestaciones de un profundo movimiento histórico fueron suficientes para convencerle de que el proletariado era la verdadera fuerza social no solo capaz de inaugurar una sociedad comunista sino también que su propia naturaleza le obligaba históricamente a ello. Así el proletariado se ganó a Marx y éste a su vez le dio las armas teóricas que había adquirido de la burguesía.
Desde el principio (en particular en la Ideología alemana en donde lucha contra la filosofía idealista y la visión de la conciencia exterior a la cruda realidad material), Marx insiste en que la conciencia comunista emana del proletariado y que la vanguardia comunista no es sino un producto de ese proceso, que no es su demiurgo, por mucho que haya surgido precisamente para ser un factor activo de ese proceso. Ya es una refutación de la tesis defendida 50 años después por Kautsky que afirma que es la intelligentzia socialista la que inyecta la conciencia comunista “desde el exterior” a la clase obrera.
Tras haber cumplido ese cambio fundamental al adoptar el punto de vista del proletariado, Marx empezó elaborando una visión del proyecto gigantesco de emancipación de la humanidad que un movimiento proletario revolucionario estaba transformando, de sueños inaccesibles que eran hasta entonces, en meta social realizable. Los Manuscritos económicos y filosóficos (también llamados Manuscritos de 1844) contienen ciertas visiones de las más audaces de Marx sobre el carácter de la actividad humana en una sociedad realmente libre. A menudo fueron considerados como “premarxistas”, al seguir centrados en conceptos esencialmente filosóficos tales como la alienación, término clave del sistema filosófico de Hegel. Y es verdad que el concepto de alienación, o sea la visión del hombre ajeno a sus propios poderes, existe más o menos no solo en Hegel sino en toda la historia, hasta en las primeras expresiones de los mitos. También es verdad que Marx iba a realizar avances fundamentales de su pensamiento en las décadas siguientes. Sin embargo, hay una continuidad esencial entre los escritos del Marx “joven” y los del Marx “maduro”, el que produjo grandes obras “científicas” como el Capital. Cuando Marx analiza la alienación en los Manuscritos de 1844, ya la hace bajar del cielo de la mitología y de la filosofía hasta la tierra de la vida social real del hombre y de su actividad productora; también la inspirada descripción que hace de la humanidad comunista tiene sus raíces en las capacidades humanas reales. Obras posteriores como Grundrisse tienen el mismo punto de partida.
En los Manuscritos de 1844, Marx esboza el marco para describir esa humanidad liberada, analizando en profundidad los problemas que encara la especie: su alineación en la sociedad capitalista.
Marx identifica cuatro factores de alineación, enraizados en los procesos fundamentales del trabajo:
la alineación del hombre respecto a su propio producto, transformándose sus creaciones en potencias que lo van dominando; la máquina, fabricada por el obrero que la hace funcionar, encadena el obrero a su ritmo infernal; la riqueza social creada por el obrero, transformada en capital, se transforma en potencia impersonal que tiraniza el conjunto de la vida social;
la alienación con respecto a su propia actividad productora, por la que el trabajo pierde toda apariencia de placer creativo y se vuelve un suplicio par el obrero;
la alienación con respecto a los demás hombres: el trabajo alienado se funda en la explotación de una clase por otra, y esa división fundamental acarrea otras muchas, en particular bajo el reino de la producción universal de mercancías en la que la sociedad tiende a hundirse en una guerra de todos contra todos;
la alienación del hombre respecto a su propia naturaleza humana, que es la de un ser social y creativo y que ha sido vaciada de su contenido a un nivel sin precedentes por las relaciones burguesas de producción.
Pero el análisis marxista de la alineación no mira hacia el pasado, hacia la nostalgia de formas menos explícitas de alineación como tampoco es un pretexto para desesperarse. La clase explotadora también está alienada; pero, en cambio, en el proletariado la alineación se convierte en base subjetiva del ataque revolucionario contra la sociedad capitalista.
En sus primeros escritos, tras haber analizado la enfermedad, Marx también muestra a qué podría parecerse la especie con buena salud. En contra de toda idea de “igualitarismo” por abajo, Marx muestra que el comunismo es un paso inmenso hacia adelante para la especie humana, al permitir resolver conflictos que la habrán atormentado no solo en la sociedad burguesa, sino a lo largo de su historia: es “la solución al enigma de la historia”. En el comunismo, el hombre no será rebajado, sino que se elevará hasta los límites posibles de su naturaleza. Marx subraya varias dimensiones de la actividad social humana en cuanto sean suprimidas las cadenas del capital:
si la división del trabajo, y más todavía la producción bajo el imperio del dinero y del capital, dividen la humanidad en una infinidad de unidades en competencia, el comunismo restaura la naturaleza social del hombre, de modo que hace placentero el trabajo, en gran parte porque entiende que trabaja para los demás;
la división del trabajo es superada, además, en cada individuo. Los productores ya no estarán agobiados por una forma única de actividad, sea manual o intelectual; el productor será un individuo completo cuyo trabajo combina actividades mentales y físicas, artísticas e intelectuales;
liberado de la necesidad y del azote del trabajo forzado se abre el camino para una experiencia nueva del mundo, “la emancipación de todos los sentidos”; el individuo ya no se considera como atomizado y en contradicción con la naturaleza, sino que hace la experiencia de una conciencia nueva de su unidad con ella.
En sus primeros escritos, Marx expresa ya la idea de que las relaciones de producción determinan esencialmente la actividad humana; sin embargo, todavía no la ha elaborado en una presentación coherente y dinámica de la evolución histórica. La desarrollará rápidamente en su obra la Ideología alemana, en la que empieza estableciendo el método que se conocerá más tarde con el nombre de materialismo histórico. Pronunciarse a favor del comunismo y de la revolución proletaria no era un mero acto teórico, también implicaba necesariamente un compromiso político militante. Eso es reflejo de la propia índole del proletariado, clase sin propiedad que, al no poder, como hizo la burguesía en su tiempo, ganar una posición de fuerza económica en el seno de la vieja sociedad, no puede afirmarse más que en oposición a ella. Por consiguiente, una transformación comunista ha de estar precedida por una revolución política, por la toma del poder por la clase obrera. Y para prepararse para ello, el proletariado ha de crear su propio partido político.
Mucha gente dice hoy compartir las ideas de Marx pero, al haber estado traumatizados por la experiencia del estalinismo, no ven la necesidad de actuar de forma organizada y colectiva. Esa actitud es ajena al marxismo y al ser del proletariado. El proletariado es una clase colectiva y no le queda otro remedio para hacer avanzar su causa que formar asociaciones colectivas; y es inconcebible que a las partes más avanzadas de la clase, los comunistas, esa necesidad no les incumba.
Marx fue desde el principio un militante de la clase obrera. Su objetivo era participar en la formación de una organización comunista. De ahí la intervención en 1847 de Marx y Engels en el grupo que se llamará la Liga de los comunistas y que publicará el Manifiesto comunista, en vísperas de una oleada de sublevamientos revolucionarios en los que el proletariado iba a aparecer por primera vez en la escena de la historia como fuerza política distinta.
El Manifiesto empieza subrayando la nueva teoría de la historia, recordando rápidamente el auge y la caída de las diferentes formas de explotación de clase que precedieron la emergencia del capitalismo moderno. El texto no anda con rodeos para reconocer el papel revolucionario de la burguesía en la extensión global del modo de producción capitalista; identificando al mismo tiempo las contradicciones del sistema, en particular su tendencia inherente a la crisis de sobreproducción, mostrando que el capitalismo, a imagen de Roma o del feudalismo, tampoco es eterno y será remplazado por una forma superior de vida social.
El Manifiesto afirma esa posibilidad poniendo en evidencia una segunda contradicción fundamental del sistema, la contradicción de clase entre burguesía y clase obrera. El desarrollo histórico divide la sociedad capitalista en dos campos en conflicto cuya lucha llevará: o a la fundación de una sociedad superior o a “la ruina mutua de ambas clases en presencia”.
Son en realidad indicaciones para el futuro del capitalismo: ese futuro es la época en que el capitalismo ya no servirá para el progreso de la humanidad, sino que se habrá transformado en traba para el desarrollo de las fuerzas productivas. El Manifiesto, en ese punto, no es coherente. Reconoce la posibilidad de progreso bajo el régimen burgués, en particular la destrucción de los vestigios del feudalismo. Sugiere sin embargo en ciertas formulaciones que el sistema ya está yendo hacia su declive y que se ha vuelto inminente la revolución proletaria. Sin embargo, el Manifiesto es una auténtica obra “profética”: unos meses después de su publicación, el proletariado demostraba con su práctica que él era la nueva fuerza revolucionaria de la sociedad burguesa. Era un testimonio de la solidez del método histórico encarnado por el Manifiesto.
El Manifiesto es la primera expresión explícita de un nuevo programa político y señala las etapas que tendrá que franquear el proletariado para inaugurar la nueva sociedad:
la conquista del poder político: la lucha de clases se describe como una guerra civil más o menos velada y el Manifiesto considera la revolución como el derrocamiento violento de la burguesía. En esa etapa, la idea es que el proletariado tendrá que conquistar el aparato estatal utilizando la violencia de clase; y también está presente la idea de la conquista pacifica del poder “ganando la batalla por la democracia”. Este planteamiento será totalmente revisado a la luz de la experiencia posterior;
la conquista del poder por el proletariado ha de hacerse a nivel internacional. Es en ese texto donde Marx y Engels lanzan el inmortal grito “Los obreros no tienen patria” e insisten en el que “la acción unida de los países civilizados como mínimo es una de las primeras condiciones para la emancipación del proletariado”;
a largo plazo, el objetivo es sustituir un sistema dividido en clases por una “asociación en la que el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos”. Esa sociedad ya no necesitará Estado y superará la división embrutecedora del trabajo y entre la ciudad y el campo.
El Manifiesto no se imagina que el advenimiento de tal sociedad pueda realizarse en una noche, sino que necesitará un período de transición más o menos largo. Muchas de las medidas inmediatas preconizadas en el Manifiesto que significarían “una violación despótica del derecho de propiedad” –como la nacionalización de los bancos y el impuesto progresivo sobre la renta – son, como puede comprobarse en nuestros tiempos, perfectamente compatibles con el capitalismo y en particular con el capitalismo en su período de declive caracterizado por la dominación totalitaria del Estado. También en eso la experiencia revolucionaria de la clase obrera aportó cantidad de aclaraciones sobre el contenido económico de la revolución. Pero el Manifiesto tiene totalmente razón al afirmar el principio general de que el proletariado no puede ir adelante, hacia el comunismo, si no es centralizando las fuerzas productivas que controla.
La experiencia concreta de la Revolución de 1848 esclareció las cosas. Al haber previsto la inminencia de una gran sublevación social, el Manifiesto ya había previsto su carácter híbrido, a medio camino entre la gran revolución francesa de 1789 y la futura revolución comunista, como también proponía una serie de medidas tácticas para apoyar la lucha de la burguesía y de la pequeña burguesía contra el feudalismo, preparando también el terreno de la revolución proletaria que, según Marx y Engels, sucedería rápidamente siguiendo los pasos de la victoria de la burguesía.
La realidad no confirmó esa perspectiva. El surgimiento del proletariado en las calles de París –simultánea al brote del primer partido verdaderamente obrero en Inglaterra, los Chartistas– aterrorizó a la burguesía. Tomó conciencia de que esa fuerza ascendente no podría ser controlada fácilmente tras haberse desencadenado en la lucha contra los poderes feudales. De modo que se vio obligada a establecer compromisos con el antiguo régimen, en particular en Alemania. Por su parte, el proletariado no estaba lo bastante maduro políticamente como para asumir la dirección de la sociedad: las aspiraciones comunistas de los obreros parisinos eran más implícitas que explícitas. Y en muchos países, el proletariado estaba todavía constituyéndose a partir de la disolución de las antiguas formas de explotación.
Los acontecimientos de 1848 fueron el bautismo de fuego de la Liga de los comunistas recientemente formada. Intentando poner en práctica la táctica preconizada por el Manifiesto, la Liga se opuso al revolucionarismo fácil de los que consideraban que la dictadura del proletariado era una posibilidad inmediata y a quienes soñaban con liberar militarmente Alemania por la fuerza de las bayonetas francesas. Al contrario, la Liga intentó practicar la alianza táctica con la democracia radical alemana. Incluso fue demasiado lejos en ese sentido disolviéndose la Liga en las Uniones de Demócratas creadas por los partidos radicales burgueses y pequeño burgueses.
Ilustrados por sus errores y la reflexión suscitados por la represión brutal de los obreros parisinos y por la traición de la burguesía alemana respecto a su propia revolución, la Liga de los comunistas sacó lecciones vitales, en particular en el texto redactado por Marx para la Liga, las Luchas de clases en Francia:
la necesidad de la autonomía del proletariado. Era de esperar que la burguesía traicionara y había que preverlo. Esta acabaría inevitablemente aliándose con la reacción o, en el caso en que saliera victoriosa, se volvería contra los obreros. Era pues vital que los obreros conservaran sus propias organizaciones en el transcurso de revoluciones burguesas. Eso era válido tanto para la vanguardia política comunista como para las organizaciones mas generales de la clase (los círculos y ateneos obreros, los diferentes “comités”, etc.);
esos órganos debían armarse y estar dispuestos a formar un nuevo gobierno obrero. Además, Marx empezó entonces a entrever que ese nuevo poder no podría nacer sino destruyendo el aparato estatal existente, lección que la Comuna de París confirmaría plenamente en 1871.
La perspectiva seguía siendo la de “la revolución permanente”, una transición inmediata de la revolución burguesa a revolución proletaria. De hecho, esas lecciones son más propias de la época de la revolución proletaria, como lo demostrarán los acontecimientos de Rusia en 1917. En la misma Liga de los comunistas, hubo rudos debates sobre las perspectivas para la clase obrera después de las derrotas de 1848. Una tendencia inmediatista, encabezada por Willich y Schapper, pensaba que la derrota no tenía consecuencias y que la Liga debía prepararse para nuevas aventuras revolucionarias. La tendencia encabezada por Marx examinó en profundidad los acontecimientos y sus consecuencias; no solo entendió que la revolución no podía surgir directamente de las cenizas de la derrota, sino que no estaba todavía maduro el capitalismo para que la revolución proletaria pudiera realizarse; ésta no podría surgir más que a partir de una nueva crisis capitalista. Por ello, la tarea de los revolucionarios era preservar las lecciones del pasado y llevar a cabo un estudio serio del sistema capitalista para entender su verdadero destino histórico. Esas divergencias llevaron a la disolución de la Liga de los comunistas y, en el caso de Marx, a un período de trabajo teórico profundo que culminó con su obra maestra, el Capital.
1) “La historia como telón de fondo” (Revista internacional no 75)
La clave para entender el futuro del capitalismo está en la esfera de la economía política. En pleno auge de la fase revolucionaria de la burguesía, sus economistas políticos, Adam Smith en especial, hicieron importantes contribuciones para comprender la naturaleza de la sociedad capitalista y desarrollaron en particular la teoría del valor-trabajo, prácticamente abandonada hoy (en esta fase de decadencia del capitalismo), por los burgueses “expertos” en economía. Pero los propios prejuicios de clase impidieron a los mejores economistas burgueses sacar las conclusiones de aquellas primeras investigaciones. Sólo adoptando el punto de vista del proletariado es posible entender los verdaderos mecanismos internos del capital, puesto que únicamente esa clase es capaz de sacar lúcidamente unas conclusiones muy desagradables para la burguesía y sus apólogos: no solo el capitalismo es una sociedad basada en la explotación de clase, sino que es además la última forma de explotación de clase en la historia de la humanidad al haber creado la posibilidad y la necesidad de su superación por una sociedad comunista sin clases.
En su análisis del carácter y del destino del capital, Marx no se limitó a la época capitalista. Al contrario, hizo resaltar que no se puede entender el capitalismo más que poniendo como telón de fondo la historia de la humanidad. Por eso el Capital y su “borrador”, las Grundrisse, vuelven a tratar sobre las preocupaciones antropológicas y filosóficas que habían inspirado los Manuscritos de 1844, enriquecidos por un método histórico más elaborado:
la afirmación de la existencia de una naturaleza humana: el hombre no es una página blanca que renace con cada nueva formación económica; al contrario, el hombre desarrolla su naturaleza gracias a su propia actividad en la historia;
la afirmación del concepto de alineación, considerado también en su desarrollo histórico: el trabajo asalariado capitalista encarna la forma más avanzada de la alineación del trabajo y, al mismo tiempo, es la premisa de su emancipación. Eso implica el rechazo de una visión puramente lineal de la historia como progreso absoluto a favor del método dialéctico que concibe la evolución del avance histórico en un proceso contradictorio que contiene fases de regresión y de declive.
En ese marco, la dinámica de la historia muestra una disolución creciente de los lazos sociales originales del hombre, mediante la generalización de las relaciones mercantiles: el comunismo primitivo y el capitalismo están en los extremos antitéticos del proceso histórico, preparando el terreno para la síntesis comunista. El movimiento de la historia es el del auge y del declive de diferentes formaciones sociales antagónicas. El concepto de ascendencia y de decadencia de los modos de producción sucesivos es inseparable del materialismo histórico; y contrariamente a ciertas burdas incomprensiones, la decadencia de un sistema social no implica para nada el colapso total del crecimiento.
b) “El derribo del fetichismo de la mercancía” (Revista internacional no 76)
El Capital, a pesar de su profundidad y complejidad, es esencialmente una obra polémica. Es una denuncia apasionada contra los apólogos “científicos” del capitalismo y, en ese sentido, “el mísil más peligroso nunca antes lanzado a la cabeza de los burgueses” ([1]) utilizando la expresión de Marx.
El punto de partida de el Capital es elucidar la mistificación de la mercancía. El capitalismo es un sistema de producción universal de mercancías: todo está en venta. El reino de la mercancía enmascara la realidad del modo de funcionamiento del sistema. Era pues necesario revelar su verdadero secreto, la plusvalía, para así demostrar que toda la producción capitalista sin excepción está basada en la explotación de la fuerza de trabajo humano y que es esa plusvalía el verdadero origen de la injusticia y la barbarie en la vida bajo el capitalismo.
Al mismo tiempo, aprehender el secreto de la plusvalía, es demostrar que el capitalismo está marcado por profundas contradicciones que lo llevarán inevitablemente a su declive y a su caída final. Esas contradicciones arraigan en la naturaleza misma del trabajo asalariado:
– la crisis de sobreproducción: la mayoría de la población bajo el capitalismo está compuesta, por la naturaleza misma de la plusvalía, de sobreproductores y de subconsumidores. El capitalismo es incapaz de realizar todo el valor que produce en el circuito cerrado de sus relaciones de producción;
– la tendencia decreciente de la cuota o tasa de ganancia: solo la fuerza de trabajo del hombre puede crear un nuevo valor; sin embargo, la permanente competencia obliga constantemente al capitalismo a reducir la cantidad de trabajo vivo en relación con el trabajo muerto de las máquinas.
Durante el período ascendente, en el que vivió Marx, el capitalismo pudo diferir sus contradicciones internas extendiéndose sin cesar por las extensas regiones precapitalistas que le rodeaban. En el Capital, Marx comprende ya la realidad de ese proceso y de sus límites, pero el estudio de ese problema quedará sin terminar, no solo a causa de los limitaciones personales que tenía que encarar Marx, sino también porque sólo la evolución real del capitalismo podía dilucidar el proceso real por el que el sistema capitalista entraría en su fase de declive. La comprensión de la fase del imperialismo, de la decadencia capitalista, iba a ser desarrollada por los sucesores de Marx, Rosa Luxemburg en particular.
Las contradicciones del capitalismo indican también cuál es su solución: el comunismo. Una sociedad hundida en el caos por el imperio de las relaciones mercantiles sólo puede superarse con una sociedad que suprima el trabajo asalariado y la producción para el intercambio, una sociedad de “productores libremente asociados” en la que las relaciones entre seres humanos dejan de ser oscuras para hacerse simples y claras. Por eso, el Capital es también una descripción del comunismo; en gran parte en negativo, pero también de una manera más directa y positiva poniendo de relieve cómo funcionaría una sociedad de productores libremente asociados. Y además, el Capital y las Grundrisse vuelven otra vez a la inspirada perspectiva de los Manuscritos de 1844, procurando escribir qué es el reino de la libertad, y darnos una idea de qué es la libre actividad creadora del hombre, esencial de la producción comunista.
En 1864, se termina el período de reflujo de la lucha de la clase obrera. Los obreros de Europa y de América se han organizado en sindicatos en defensa de sus intereses económicos; usan más y más el arma de la huelga; y también se movilizan en el terreno político para apoyar causas progresistas como la guerra contra la esclavitud en América del Norte. Esa efervescencia de la clase engendró la Asociación internacional de los trabajadores (AIT); la fracción de Marx participó activamente en su formación. Marx y Engels reconocieron en la Internacional una auténtica expresión de la clase obrera, aunque estuviera formada por todo tipo de corrientes, algunas muy confusas. La fracción marxista en la Internacional se vio así involucrada en múltiples debates críticos con esas corrientes, en particular sobre:
– el principio de auto emancipación de la clase obrera (contra los reformistas burgueses bienpensantes que querían liberar la clase desde arriba), y el principio de la autonomía de la clase (contra los nacionalistas burgueses como Mazzini);
– la defensa de la lucha política y de la organización centralizada contra la posición antipolítica y los prejuicios federalistas de los anarquistas.
El debate sobre la necesidad de que el proletariado reconociera la dimensión política de su lucha, concretada en gran parte, en aquella época, en la discusión sobre si era necesario o no hacer campaña en el ámbito político burgués, el parlamento y las elecciones, relacionado todo ello con la noción de período histórico de la revolución: para los marxistas, la lucha por reformas estaba todavía al orden del día, porque el sistema capitalista no había entrado todavía en su “era de revoluciones sociales”. Pero en 1871, el movimiento real de la clase dio un paso adelante histórico: la primera toma del poder político por la clase obrera, la Comuna de París. A la vez que comprendía el carácter “prematuro” de esa insurrección, Marx supo ver en ella el signo anunciador fundamental del futuro, aportando un nuevo enfoque sobre el problema de las relaciones entre proletariado y Estado burgués. Mientras que en el Manifiesto comunista, la perspectiva era tomar el control del Estado existente, la Comuna de París demostró que esa parte del programa se había vuelto caduca y que el proletariado no podría alcanzar el poder si no fuera destruyendo violentamente el Estado capitalista. La Comuna no fue, ni mucho menos, una invalidación, sino todo lo contrario, fue su patente confirmación. La clarificación no ocurrió como venida de no se sabe dónde. En realidad, la crítica marxista del Estado remonta a los escritos de Marx de 1843 ; el Manifiesto concibe el comunismo como una sociedad sin Estado; y entre las lecciones sacadas por la Liga de los Comunistas de la experiencia de 1848, se insiste ya en la necesidad de una organización proletaria autónoma e incluso en la idea de que hay que destruir el aparato burocrático. Todo eso, después de la Comuna, podrá incorporarse en una síntesis superior.
El combate heroico de los Communards mostró claramente que la revolución de los obreros significaba:
la disolución de los ejércitos permanentes, sustituidos por el armamento de los proletarios;
la sustitución de una burocracia privilegiada por funcionarios públicos pagados al mismo nivel que los salarios obreros;
la sustitución de las instituciones de tipo parlamentario por órganos que reúnan las funciones ejecutiva y legislativa y, lo más importante, el principio de la elección y revocabilidad de todos los puestos de responsabilidad en el nuevo poder.
Ese nuevo poder proporciona el marco organizado para:
– atraer a las demás clases no explotadoras detrás del proletariado;
– iniciar la transformación económica y social que muestra la vía hacia el comunismo, aunque nada hubiera podido realizarse en aquella época y en un contexto limitado geográficamente.
La Comuna fue pues ya un “semiestado” históricamente destinado a abrir la vía hacia una sociedad sin clases. Pero incluso entonces, Marx y Engels fueron capaces de percibir lo “negativo” del Estado-Comuna: Marx demostró que lo que la Comuna podía proporcionar era únicamente el marco organizado para el movimiento de emancipación social del proletariado, pero que ella misma no era ese movimiento; Engels insistió en que ese Estado era un “mal necesario”. La experiencia posterior –la Revolución rusa de 1917-27– iba a demostrar la profundidad de esa idea y revelar hasta qué punto es algo vital que el proletariado forje sus propios órganos de clase autónomos para controlar el Estado - órganos como los consejos obreros que eran inconcebibles para los proletarios semiartesanos del Paris de 1871.
Para terminar, la Comuna fue la indicación de que el período de guerras nacionales en Europa se había terminado: frente al espectro de la revolución proletaria, la burguesía de Francia y la de Prusia unieron sus fuerzas para aplastar a su enemigo principal. Para el proletariado de Europa, la defensa nacional se había convertido en máscara para ocultar la defensa de unos intereses de clase totalmente hostiles a los suyos.
Tras el aplastamiento brutal de la Comuna, el movimiento obrero se encontró en un nuevo período de retroceso. La Internacional no iba a sobrevivir durante mucho tiempo. Para la corriente marxista, sería un período de combate político intenso contra unas fuerzas que, aún actuando en el seno del movimiento, eran más o menos la expresión de la influencia y de la perspectiva de otras clases. Fue un combate, por un lado, contra las influencias burguesas más explícitas del reformismo y del “socialismo de Estado” y, por otro, contra las ideologías pequeño burguesas y de desclasados del anarquismo.
La identificación entre capitalismo de Estado y socialismo ha sido la base de la mayor mentira del siglo XX, con la forma estalinismo = comunismo. Una de las razones por las cuales la mentira ha tenido tanto peso es porque recoge lo que antes fueron confusiones naturales en el movimiento obrero. Durante el período ascendente, cuando el capitalismo aparecía en gran parte con la forma de capitalistas privados, podía fácilmente pensarse que la centralización del capital por el Estado era un golpe contra el capital (como ya lo vimos en El Manifiesto, por ejemplo). Pero ya las propias bases de la teoría marxista contenían la crítica de esa idea cuando demostraban que el capital no es un vínculo legal sino una relación social, de modo que poca diferencia hay entre una plusvalía extraída por un individuo o por un capitalista colectivo. Además, a finales del siglo xix, cuando ya el Estado empezaba a intervenir con cada vez mayor fuerza en la economía, Engels hizo explícita esa crítica implícita.
En el período siguiente a la disolución de la Internacional, el centro del desarrollo del movimiento obrero se desplazó a Alemania. Las condiciones políticas atrasadas imperantes en ese país se reflejaban también en el atraso de la corriente en torno a Lassalle que se caracterizaba por una adoración del Estado, y del Estado semifeudal de Bismarck además. Ni siquiera la fracción marxista, dirigida por Bebel y Liebknecht, estaba totalmente desprovista de esos prejuicios. El compromiso entre ambos grupos dio origen al Partido obrero socialdemócrata alemán. El programa del nuevo partido, en 1875, fue objeto de una severa crítica de Marx en su Crítica del Programa de Gotha que resume el método marxista sobre la cuestión de la revolución y del comunismo en aquel momento. Así, contra la tendencia del Programa de Gotha a confundir reformas inmediatas con el objetivo a largo plazo del comunismo, Marx advertía al partido alemán contra la idea de dejar en manos del Estado de los explotadores la protección de los explotados y hasta la conducción de la sociedad hacia el socialismo:
– Contra la tendencia a hacer de la socialdemocracia un partido de todas las clases favorables a las reformas democráticas, los marxistas –para quienes “socialdemocracia” era una denominación totalmente inadecuada– insistían en el carácter de clase del partido y en su posición irremediablemente hostil a la sociedad burguesa.
– Contra las ideas substitucionistas que consideraban al partido como una élite burguesa educada que debía aportar la salvación a los obreros ignorantes, los marxistas defendían que la gente de otras clases solo podría unirse al movimiento proletario si rechazaba sus prejuicios burgueses.
– Contra las ilusiones sobre la noción de un «Estado del pueblo» que podría llegar poco a poco, con reformas, al socialismo, los marxistas insistían en que el comunismo implica transformación radical de la sociedad y que solo podría instaurarse tras un período de dictadura del proletariado, cuyo objetivo es la desaparición total de toda forma de Estado. El principio de la dictadura del proletariado quedó plenamente confirmado en los hechos con la Comuna de París.
– Contra el llamamiento del Programa de Gotha a una “justa distribución” del producto social, Marx insistía en que la clave de todo movimiento hacia el comunismo es la abolición del intercambio y de la ley del valor.
Mientras que el Programa de Gotha confunde socialismo con propiedad de Estado, Marx habla de un movimiento que recorre unas etapas desde las más bajas hasta las más elevadas del comunismo. Durante la primera etapa, la sociedad está todavía marcada por la penuria y las huellas de la vieja sociedad. Las relaciones sociales capitalistas deben ser combatidas con medidas que impidan que vuelva la tendencia a acumular plusvalía. Marx veía el sistema de bonos de trabajo como un primer paso hacia la abolición del sistema de salario, un sistema de bonos marcado todavía por el “derecho burgués”.
El combate contra las influencias abiertamente burguesas del “socialismo de Estado” iba emparejado con la lucha por superar los vestigios ideológicos de la pequeña burguesía, encarnados en el anarquismo. No era un combate nuevo: en una obra como Miseria de la Filosofía, el marxismo ya se había pronunciado contra las nostalgias proudhonianas y su sociedad de productores independientes regida por el «intercambio igualitario». En los años 1860, el anarquismo parecía haber evolucionado, ya que la corriente de Bakunin se denominaba colectivista e incluso comunista. En realidad, la esencia del bakuninismo era tan ajena al proletariado como la ideología proudhoniana. El bakuninismo tenía además la desventaja de no poder ser ya considerado como una expresión de la inmadurez del movimiento obrero, sino que de entrada se presentó en contra del avance fundamental que la visión marxista significó.
El conflicto entre marxismo y bakuninismo, entre posición proletaria y posición pequeño burguesa, se entabló en varios niveles:
– la cuestión de la organización: Bakunin entró en la vida de la Internacional presentándose como defensor de la libertad y de la autonomía local contra las tendencias centralizadoras que se expresaban en el Consejo general de la Internacional. La centralización expresa la necesidad de unidad del proletariado, mientras que los bakuninistas querían reducir la función del Consejo general a ser un simple receptáculo, impidiendo a la Internacional que hablara con una sola voz contra el enemigo de clase; esta orientación habría acabado obligatoriamente en desorganización del movimiento proletario. Los discursos de los bakuninistas sobre la libertad y la autonomía eran, además, pura hipocresía, pues su objetivo oculto era infiltrar la Internacional mediante una cofradía secreta que sí que era de lo más “autoritario”, basada en el modelo masónico y con el “Ciudadano B.” - Bakunin – a su cabeza. La lucha por principios organizativos proletarios, basados en la transparencia y unas responsabilidades claramente definidas, contra las intrigas típicamente pequeño burguesas del clan bakuninista, fue la cuestión central del Congreso de la Internacional de 1872.
– El método histórico: mientras que la corriente marxista defendía el método del materialismo histórico, concibiendo la orientación de la actividad del movimiento obrero en función de las condiciones objetivas históricas en las que se mueve, Bakunin rechazaba ese método, prefiriendo las peroratas sobre ideas eternas de justicia y libertad, pretendiendo que la revolución era posible en todo momento.
– El sujeto de la revolución: mientras que los marxistas reconocían que la única clase destinada a hacer la revolución comunista, el proletariado moderno, estaba todavía constituyéndose, poco les importaba eso a los bakuninistas para quienes la revolución era como una gigantesca conflagración que podía ser llevada a cabo por campesinos, rebeldes semiproletarios o bandoleros tanto como por la clase obrera.
– La naturaleza política de la lucha de clases: Puesto que, para los marxistas, la revolución comunista no estaba todavía al orden del día de la historia, la clase obrera debía consolidarse como fuerza política en el seno de la sociedad burguesa, lo cual significaba organizarse en los sindicatos y demás organismos de defensa similares e intervenir en el ruedo político burgués para defender sus intereses en el marco de la legalidad. Los bakuninistas, por su parte, rechazaban por principio toda actividad parlamentaria y –respecto a esta última al menos– rechazaban toda lucha que no tuviera el objetivo de la abolición del capitalismo; además, para ellos, el derrocamiento del capitalismo no exigía la conquista del poder político por los obreros, sino la “disolución” inmediata de toda forma de Estado. Contra esta visión, los marxistas sacaron las verdaderas lecciones de la Comuna: la revolución de la clase obrera implica, al contrario, la toma del poder político, pero ese nuevo poder es de un nuevo tipo también, es un poder en el que el proletariado en su conjunto, y no una élite privilegiada, toma directamente en sus manos la gestión de la vida económica y política. En la práctica, las frases ultrarrevolucionarias de los anarquistas no eran sino un ligero barniz para encubrir una práctica oportunista a remolque de la burguesía, del estilo de lo que harían en España al participar en instancias locales que en modo alguno estaban fuera del Estado capitalista.
– La cuestión de la sociedad futura: la verdadera naturaleza del anarquismo como reflejo de la visión conservadora de una capa pequeño burguesa arruinada por la concentración del capital, era más evidente todavía en la idea que se hacía de la sociedad futura. Esto era tan cierto para los “colectivistas” bakuninistas como lo había sido para Proudhon: el texto de Guillaume, en particular, la Construcción de un nuevo orden social propone que las diferentes asociaciones de productores y las comunas que nacerán después de la revolución, tendrían que estar vinculadas entre sí mediante los buenos oficios de un “Banco de intercambio” que organizaría la compraventa en nombre de la sociedad. Los marxistas, al contrario, insistían en que una sociedad verdaderamente “colectivista”, los productores no intercambiarían sus productos, porque ya son ellos el producto y la “propiedad” de la sociedad entera. La perpetuación de las relaciones mercantiles es necesariamente el reflejo de la existencia de la propiedad privada y serviría de base para el resurgir de una nueva forma de capitalismo.
Durante los últimos años de su vida, Marx dedicó buena parte de su energía intelectual al estudio de las sociedades arcaicas. La publicación de La sociedad arcaica de Morgan y las cuestiones que le planteaba el movimiento obrero ruso sobre las perspectivas para la revolución en Rusia, le llevaron a emprender un estudio intensivo que nos ha quedado en la forma de unas “Notas Etnográficas” muy incompletas, pero que siguen siendo de la mayor importancia. Esos estudios también nutrieron el gran trabajo antropológico de Engels, el Origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado.
El trabajo de Morgan sobre los indios de Norteamérica fue, para Marx y para Engels, una confirmación deslumbrante de sus tesis sobre el comunismo primitivo: en contra de la idea burguesa convencional según la cual la propiedad privada, la jerarquía social y la desigualdad entre los sexos serían inherentes a la naturaleza humana, el estudio de Morgan revelaba que cuanto más primitiva era una sociedad, más comunitaria era la propiedad, más colectivo era el proceso de toma de decisión y más de mutuo respeto era la base de las relaciones entre hombres y mujeres. Ese estudio fue un apoyo muy sólido para los argumentos comunistas contra las mitologías amañadas por la burguesía. Al mismo tiempo, el tema principal de las investigaciones de Morgan –les iroqueses– ya era una sociedad en transición entre las formas más antiguas de “estado salvaje” y el estado civilizado o la sociedad de clases; en las formas estructuradas de herencia en el clan o en el sistema de la Gens aparecían los gérmenes de la propiedad privada, base de la aparición de las clases, del Estado y de la “derrota histórica del sexo femenino”.
El método de Marx respecto a la sociedad primitiva se basaba en su método materialista que consideraba que la evolución histórica de las sociedades estaba, en última instancia, determinado por los cambios habidos en su infraestructura económica. Estos cambios acabarían provocando el fin de la comunidad primitiva y abriendo la vía a nuevas formas sociales más desarrolladas. Pero su concepto de progreso histórico era radicalmente opuesto al superficial evolucionismo burgués, el cual veía una ascensión puramente lineal, que iba de la oscuridad a la luz, un ascenso que habría culminado en el resplandor deslumbrante de la civilización burguesa. La visión de Marx era profundamente dialéctica: no rechaza, ni mucho menos, el comunismo primitivo como si fuera algo semihumano, sino que, al contrario, las «Notas» expresan el mayor respeto por las cualidades de la comunidad tribal: su capacidad para autogobernarse, el poder imaginativo de sus creaciones artísticas, su igualitarismo sexual. Los límites inherentes a la sociedad primitiva –las restricciones impuestas a los individuos, la división de la humanidad en unidades tribales y demás– fueron necesariamente superados por el progreso histórico. Pero lo positivo de esas sociedades se fue perdiendo a los largo de la historia y deberá ser restaurado a un nivel superior en el futuro comunista.
Engels compartía el mismo enfoque dialéctico de la historia – contrariamente a algunos que quieren establecer barreras entre Marx y Engels, acusando a éste de ser un vulgar “evolucionista” – y eso queda claramente demostrado en su libro, el Origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado.
El problema de las sociedades primitivas y precapitalistas no era una simple cuestión sobre el pasado. Los años 1870 y 1880 fueron un período durante el cual el capitalismo, tras haber realizado las tareas de la revolución burguesa en la vieja Europa, estaba alcanzando su fase imperialista en la que se iba a repartir las restantes regiones del mundo. El movimiento proletario debía por lo tanto adoptar una postura clara sobre la cuestión colonial, tanto más porque había en sus filas algunas corrientes que preconizaban la idea de un “colonialismo socialista”, una forma precoz de chovinismo cuyo peligro iba a desvelarse plenamente en 1914.
No era aceptable ni mucho menos que los revolucionarios apoyaran la misión progresista del imperialismo. Pero como muchos espacios del planeta estaban todavía dominados por formas precapitalistas de producción, era necesario elaborar una perspectiva comunista para esas áreas. Esto se concretó en Rusia: los fundadores del movimiento comunista en Rusia escribieron a Marx preguntándole cómo consideraba él la comunidad arcaica, el Mir agrario que seguía vigente en la Rusia zarista. ¿Podría servir de base esa estructura para el desarrollo del comunismo en Rusia? Y –contrariamente a lo que se esperaban algunos de sus adeptos “marxistas” en Rusia, más bien reservados sobre la respuesta de Marx– éste concluyó que “la revolución burguesa” no era una etapa obligada en Rusia y que la comuna agraria podría servir de base a una transformación comunista. Pero ponía una condición previa: eso sólo podría ocurrir si la revolución rusa contra el zarismo era la señal de una revolución proletaria en occidente.
Todo ese episodio muestra que el método de Marx no era en absoluto obtuso o dogmático: al contrario, rechazaba los esquemas de desarrollo histórico groseros que algunos marxistas deducían de sus premisas, y siempre revisaba y volvía revisar sus conclusiones. Además, también ahí quedó demostrada la valía profética de su método : aunque el desarrollo del capitalismo en Rusia acabaría socavando el Mir en su propia esencia, el rechazo por parte de Marx de una teoría de la revolución por etapas en Rusia iba a tener continuidad en la teoría de la revolución permanente de Trotski y en las “Tesis de Abril” de Lenin, quienes reconocieron, siguiendo a Marx, que la única esperanza para todo levantamiento revolucionario en Rusia era enlazarse inmediatamente con la revolución proletaria en Europa occidental.
La aparición de partidos «social demócratas» en Europa fue una importante expresión del resurgir del proletariado tras la aplastante derrota de la Comuna. A pesar de su disgusto por la denominación de “social democracia”, Marx y Engels apoyaron con entusiasmo la formación de esos partidos, que representaban un avance respecto a la Internacional en dos aspectos: primero, encarnaban una distinción más clara entre los órganos unitarios y generales de la clase (en aquel período, sobre todo los sindicatos) y la organización política que agrupa a los elementos más avanzados de la clase. Segundo, se formaron basadas en el marxismo.
No cabe duda de que había, desde sus orígenes, unas debilidades significativas en las bases programáticas de esos partidos. Incluso sus direcciones marxistas estaban a menudo marcadas por el peso de toda clase de vestigios; y al ir cobrando influencia, esos partidos empezaron a convertirse en polo de atracción para todo tipo de reformistas burgueses claramente hostiles al marxismo. El período de expansión capitalista de finales del xix creó las condiciones para el desarrollo de un oportunismo cada día más flagrante en el seno de esos partidos, proceso de degeneración interna que culminaría con la gran traición de 1914.
Esto llevó a muchas corrientes con pretensiones políticas radicales, que se proclamaban comunistas pero profundamente influidas por el anarquismo, a negar en bloque toda la experiencia socialdemócrata, y denunciarla como si no fuera otra cosa sino la expresión de una adaptación a la sociedad burguesa. Eso es ignorar por completo la continuidad real del movimiento proletario y cómo desarrolla éste la comprensión de sus fines históricos. Todos los mejores elementos del movimiento comunista del siglo xx – de Lenin a Luxemburg, de Bordiga a Pannekoek – pasaron por la escuela de la socialdemocracia y sin ésta nunca habrían existido como tales. No es casualidad si el método a-histórico que lleva a condenar globalmente a la socialdemocracia acaba a menudo arrojando a Engels, e incluso al marxismo, a los basureros de la historia, descubriendo así sus raíces anarquistas.
Contra quienes quieren separar a Engels de Marx, presentándolo como un vulgar reformista, la polémica de Engels – en Anti-Dühring en especial – contra las influencias burguesas reales en el seno de la socialdemocracia es sin lugar a dudas una defensa fundamental de los principios comunistas:
– la afirmación de las contradicciones insolubles del capitalismo, originadas por el carácter mismo de la producción y de la realización de la plusvalía;
– la crítica de la intervención del Estado y de la propiedad del Estado que no son una solución a esas contradicciones, sino la última defensa del capitalismo contra ellas;
– el rechazo del “socialismo de Estado” y la insistencia en que el socialismo/comunismo exige el agotamiento de toda forma de Estado;
– la definición del comunismo como una asociación de productores liberada del trabajo asalariado y de la producción de mercancías;
– la reafirmación de las metas más altas del comunismo que son la superación de la alienación y el verdadero comienzo de la historia de la humanidad.
Tampoco era Engels una figura aislada en los partidos socialdemócratas. Un breve estudio de los trabajos de August Bebel y de William Morris lo confirman: defendían que había que derrocar el capitalismo porque sus contradicciones llevarían a catástrofes cada vez mayores para la humanidad; negaban la identidad entre propiedad de Estado y socialismo ; insistían en la necesidad para la clase obrera revolucionaria de establecer una nueva forma de poder según el modelo de la Comuna de Paris ; afirmaban que el socialismo implica la abolición del mercado y del dinero; comprendían que el socialismo no puede construirse en un solo país, sino que requiere la acción unificada del proletariado mundial; hicieron la crítica internacionalista del colonialismo capitalista, refutando el chovinismo nacional, sobre todo en el contexto de las crecientes rivalidades entre las grandes potencias imperialistas. Todas esas posiciones no eran ajenas a los partidos socialdemócratas, sino que eran la expresión de su núcleo intensamente revolucionario.
Sólo después de haber dejado en evidencia la mentira sobre la naturaleza capitalista de la socialdemocracia de antes de 1914 podemos abordar seriamente el estudio de las fuerzas y los límites de la manera con la que los revolucionarios de aquel entonces consideraron la transformación de la vida social y la eliminación de los problemas más acuciantes para la humanidad.
Una de las grandes cuestiones para el pensamiento comunista en el siglo XIX era “la cuestión de la mujer”. Ya desde los Manuscritos de 1844, Marx sostuvo que las relaciones entre los hombres y las mujeres en cualquier sociedad eran una clave para entender si tal o cual sociedad estaba lejos o cerca de hacer realidad la naturaleza profunda de la humanidad. Los trabajos de Engels en el Origen de la familia y de Bebel en la Mujer y el socialismo analizan el desarrollo histórico de la opresión de la mujer, que rebasó una etapa fundamental con la abolición de la comunidad primitiva y la aparición de la propiedad privada y que ha quedado sin solución bajo las formas más avanzadas de la civilización capitalista. Ese método histórico es, por definición, una crítica de la ideología feminista, la cual tiende a atribuir la opresión des las mujeres a un factor innato, biológico en el macho humano y, por lo tanto, como un atributo eterno de la condición humana. El feminismo revela su planteamiento conservador, incluso cuando se oculta detrás de una crítica, pretendidamente radical, de una visión del socialismo como si éste sólo propugnara una transformación “puramente económica”. El comunismo no es en modo alguno una transformación “puramente económica”, sino que, de igual modo que empieza por el derrocamiento político del Estado burgués, su meta última es la transformación en profundidad de las relaciones sociales, lo cual implica eliminar las fuerzas económicas subyacentes en el conflicto entre hombres y mujeres, eliminar lo que ha transformado la sexualidad en mercancía.
Del mismo modo que los feministas acusan sin razón al marxismo de “no ir lo bastante lejos”, los ecologistas, retomando la mentira marxismo = estalinismo, afirman que el marxismo sólo es una ideología “produccionista” como las demás, y que, como las demás, es responsable de la destrucción del entorno natural en el siglo xx. También se hizo una misma acusación del mismo estilo, en un plano más filosófico, contra la socialdemocracia del siglo xix, cuyo método se identificaba a menudo como un materialismo puramente mecánico, como una “ciencia” no crítica que consideraba al hombre fuera de la naturaleza y trataría a la naturaleza como algo propio del capitalismo: como algo muerto que comprar, vender o explotar. En esto también se pone a Engels en el banquillo de los acusados. Sin embargo, por cierto que sea que esas tendencias mecanicistas existieron en el seno de los partidos socialdemócratas e incluso prevalecieron cuando se empezó a acelerar el proceso de degeneración, sus mejores representantes siempre defendieron un planteamiento muy diferente. En esto también hay total continuidad entre Marx y Engels, en el reconocimiento de que humanidad forma parte de la naturaleza y que el comunismo conducirá a una verdadera reconciliación entre la persona humana y la naturaleza después de miles de años de alienación.
Esa visión no se limitaba a un porvenir inconcebible y lejano; en los trabajos de Marx, Engels, Bebel, Morris y otros, se encuentra un programa concreto que el proletariado deberá poner en práctica cuando alcance el poder. Ese programa se resume en la expresión: “abolición de la separación entre la ciudad y el campo”. El estalinismo en el poder interpretó esa frase a su manera, justificando el envenenamiento del campo y la construcción de enormes cuarteles para alojar a los obreros. Pero para los auténticos marxistas del siglo xix, esa no significaba ni mucho menos urbanización frenética del planeta, sino eliminación de las ciudades superpobladas y reparto armonioso de la humanidad por el mundo. Ese proyecto sigue siendo más válido todavía en el mundo de hoy con sus gigantescas megalópolis y la contaminación del entorno que padecemos.
Como artista que se adhirió con toda su pasión al movimiento socialista, William Morris tenía el mejor enfoque para escribir sobre la transformación del trabajo en una sociedad comunista, pues comprendía perfectamente tanto la condición desmoralizante del trabajo en el capitalismo y las posibilidades de un cambio radical sustituyendo el trabajo asalariado por una actividad verdaderamente creadora. En su novela visionaria News from Nowhere (Noticias de ningún sitio), dice claramente que “la felicidad sin un trabajo cotidiano feliz es imposible”. Esto está en perfecto acuerdo con el concepto marxista del lugar central del trabajo en la vida del hombre: el hombre se hizo a sí mismo gracias al trabajo, pero se hizo en unas condiciones que generan su autoalienación. Por eso, la superación de alienación no podrá realizarse sin transformación fundamental del trabajo.
El comunismo, contrariamente a algunos que hablan en su nombre, no está en contra del trabajo, no es “anti-trabajo”. Incluso bajo el capitalismo, la ideología del “negación del trabajo” no es más que la expresión de una rebelión puramente individual de clases o capas marginales. Una de las primeras medidas del poder proletario será la de instaurar la obligación universal de trabajar. En las primeras fases del proceso revolucionario, eso implicará inevitablemente cierta imposición, pues será imposible abolir la penuria sin una transición más o menos larga, período que exigirá sin duda sacrificios materiales considerables, sobre todo en la fase inicial de la guerra civil contra la vieja clase dominante. Sin embargo, los progresos hacia el comunismo lo serán a medida que el trabajo vaya dejando de ser una forma de sacrificio y se vaya transformando en un verdadero placer. En su ensayo Trabajo útil y trabajo inútil, Morris identifica los tres aspectos principales del “trabajo útil”:
– Ese trabajo se respalda en “la expectativa de descanso”: la reducción de la jornada laboral deberá ser una medida inmediata de la revolución victoriosa; si no, será imposible para la mayoría de la clase obrera desempeñar un papel activo en el proceso revolucionario. El capitalismo ha creado ya las condiciones para la aplicación de esa medida al haber desarrollado una tecnología que podrá, una vez liberada de la búsqueda de la ganancia, ser utilizada para reducir masivamente la cantidad de tareas repetitivas e ingratas que el proceso del trabajo entraña. Al mismo tiempo, las cantidades enormes de trabajo humano despilfarradas en la producción capitalista –con el desempleo masivo o trabajo sin ningún fin utilitario (burocracia, producción militar, etc.)– podrán reorganizarse en la producción y servicios útiles, lo cual permitirá reducir la jornada de trabajo de todos. Ya hicieron estas observaciones gente como Engels, Bebel y Morris y hoy son todavía más válidas en este período de decadencia del capitalismo.
– Deberá existir “la expectativa del producto”, o sea que los trabajadores se interesarán por lo producido ya sea porque es esencial, ya por su hermosura. Ya en tiempos de Morris, el capitalismo poseía una gran capacidad para hacer productos inútiles y de mala calidad, pero la producción masiva, en el capitalismo decadente, de objetos horribles sin el menor interés, ha ido sin duda más allá que sus peores pesadillas.
– Deberá existir “la expectativa de placer en el trabajo mismo”. Morris y Bebel insistieron en que el trabajo deberá hacerse en condiciones agradables. Bajo el capitalismo, la fábrica es un modelo del infierno en la tierra; la producción comunista mantendrá el carácter asociado del trabajo en fábrica, pero con un entorno material muy diferente. De igual modo, la división capitalista del trabajo –que condena a tantos proletarios a faenas repetitivas y embrutecedoras día tras día– deberá ser superada, de modo que cada productor pueda disfrutar de un equilibrio entre trabajo intelectual y trabajo físico, pueda dedicarse a tareas variadas y, al irlas cumpliendo, desplegar una variedad de cualidades. Además, el trabajo del futuro se liberará del ritmo frenético que exige la búsqueda de ganancia y se adaptará a las necesidades humanas y a los deseos de las personas. Fourier, con su característico poder imaginativo, veía el trabajo en sus “falansterios” basado en la “atracción apasionada”, anticipando el acercamiento entre trabajo diario y juego. Marx, que admiraba a Fourier, afirmaba que el trabajo realmente creativo era un también un “asunto de lo más serio”, o, como dice en Grundrisse, “Un hombre puede volver a ser niño sin ser pueril”. Y sigue: “¿Es, sin embargo, insensible a la ingenuidad del niño, y no debe esforzarse por reproducir, a un nivel más elevado, la verdad de aquél?” ([2]). La actividad comunista habrá de superar la antigua contradicción entre el trabajo y el juego. Esos bosquejos del porvenir no eran utopías, pues el marxismo ya había demostrado que el capitalismo creó las condiciones materiales para que el trabajo diario se transforme por completo de esa manera e identificó la fuerza social que se vería obligada a emprender esa transformación, precisamente porque ella es la última víctima en la historia de la alienación del trabajo.
La dictadura del proletariado ha sido un concepto básico del marxismo desde su origen. Los artículos anteriores han mostrado que nunca fue una idea estática sino que ha ido evolucionando y se ha hecho más concreta a la luz de la lucha proletaria. De igual modo, la defensa de la dictadura del proletariado contra las diferentes formas de oportunismo ha sido un factor constante en el desarrollo del marxismo. Así, basando sus argumentos en la experiencia de la Comuna de Paris, Marx hizo una crítica sin concesiones a la noción lassaliana de un “Estado del pueblo” propuesto en el Programa de Gotha del nuevo Partido obrero socialdemócrata de Alemania.
Al mismo tiempo, puesto que la perspectiva del poder proletario está en constante pugna contra la ideología dominante, eso implica luchar también contra el impacto de esa ideología, incluidas las fracciones más lúcidas del movimiento obrero. Incluso después de la experiencia de la Comuna de Paris por ejemplo, el propio Marx hizo un discurso en 1872 en el Congreso de la Internacional en La Haya en el que sugería que al menos en ciertos países, el proletariado podría alcanzar el poder por la vía pacífica mediante el aparato democrático del Estado existente.
En los años 1880, Bismarck puso fuera de la ley al partido alemán, el más importante del movimiento internacional; eso ayudó a este partido a preservar su integridad política. Pero a pesar de que persistieran concesiones a la democracia burguesa, lo que prevalecía era que la revolución proletaria requería necesariamente el derrocamiento de la burguesía por la fuerza. No se había olvidado la lección básica de La Comuna (el aparato de Estado existente no puede ser conquistado, sino que debe ser destruido de arriba abajo).
Si embargo, durante la década siguiente, la legalización del partido, la llegada de intelectuales pequeño burgueses y, sobre todo, la expansión espectacular del capitalismo y la consecuente obtención de reformas importantes para la clase obrera proporcionaron el terreno favorable al reformismo en el seno de del partido, un reformismo cada vez más evidente. La tendencia “socialista de Estado” en torno a Vollmar y las teorías revisionistas de Bernstein, en particular, procuraban convencer al movimiento socialista para que abandonara sus posiciones en favor de una revolución violenta, y se declarara abiertamente como partido democrático reformista.
En un partido proletario, la penetración abierta de influencias burguesas como las mencionadas encuentra inevitablemente una fuerte resistencia por parte de quienes representan la médula proletaria de la organización. En el partido alemán, las tendencias oportunistas fueron combatidas de la manera más notoria por Rosa Luxemburg en su folleto ¿Reforma social o revolución?, pero el desarrollo de las fracciones de izquierda fue un fenómeno internacional.
Además, las luchas llevadas a cabo por Luxemburg, Lenin y otros parecía que iban a salir ganadoras. Los revisionistas fueron reprobados no solo por «Rosa la roja» sino también por “el papa” del marxismo, Karl Kautsky.
No obstante, las victorias de la izquierda se revelaron más frágiles de lo que parecían. La ideología democratista se había infiltrado en el conjunto del movimiento y ni el propio Engels se libró. En su introducción de 1895 al libro de Marx Las luchas de clases en Francia, Engels subrayaba con razón que recurrir a las barricadas y a los combates callejeros ya no era suficiente para echar abajo al régimen del capital, y que el proletariado debía construir una relación de fuerzas de masas en su favor antes de entablar el combate por el poder. Este texto fue deformado por la dirección del partido alemán para que diera la impresión de que Engels estaba en contra de toda forma de violencia proletaria. Pero como lo demostró Rosa Luxemburg, los oportunistas pudieron hacer esa labor porque efectivamente había debilidades en los argumentos de Engels: la construcción de la fuerza política proletaria se identificaba más o menos con el crecimiento gradual de los partidos socialdemócratas y de su influencia en el ruedo parlamentario.
Esa orientación del gradualismo parlamentario fue teorizada sobre todo por Kautsky, que se había opuesto a los elementos abiertamente revisionistas, pero defendía una posición de “centro” conservador que valoraba más que el partido apareciera unido que su claridad programática. En obras como La revolución social Kautsky identificaba la toma del poder por el proletariado a la conquista de la mayoría parlamentaria, aunque decía también claramente que en tal situación, la clase obrera debería prepararse para reprimir la resistencia de la contrarrevolución. Esta estrategia iba emparejada con una actitud “realista” en lo económico que perdía de vista el verdadero contenido del programa socialista –la abolición del salariado y de la producción mercantil– y veía el socialismo como una regulación de la vida económica por parte del Estado.
El artículo del próximo número de esta Revista resumirá el IIº volumen de la serie, que cubre el período que va de 1905 al final de la gran oleada revolucionaria internacional. Empezará mostrando cómo la cuestión de la forma y el contenido de la revolución se fue esclareciendo gracias a un rudo debate sobre las nuevas formas que empezaban a emerger en la lucha de clases, en un tiempo en que el capitalismo se estaba acercando al punto álgido entre su fase ascendente y su decadencia.
CDW
[1]) Marx a Johann Becker, 17 de abril de 1867 (en esta carta, en alemán, aparece “missile” en inglés).
[2]) Marx, Grundrisse – 1. Capítulo sobre el dinero
Una triste mascarada que ridiculiza la tradición de la Izquierda comunista
En el número 122 de nuestra Revista internacional hemos publicado un artículo sobre el ciclo de conferencias de los grupos de la Izquierda comunista realizado durante los años 1977 a 1980. Hemos vuelto a resaltar el avance que supusieron en su día esos encuentros pero también hemos deplorado que hubiesen saboteados deliberadamente justo por dos de los principales grupos participantes, el Partito comunista internacionalista (PCInt – Battaglia comunista) y la Communist Workers Organisation (CWO) ambos principales secciones hoy del Buró internacional para el partido revolucionario (BIPR).
La iniciativa de aquel ciclo de conferencias le corresponde al PCInt quien ya hizo un llamamiento en 1967 a favor de esta clase de ciclos y convocó el primero de estos en Milán en 1977. Pero de hecho, si la convocatoria de estas conferencias no acabó en un sonoro fracaso se debió a que contrariamente a aquellos grupos, quienes a pesar de haber anunciado su participación decidieron finalmente no acudir, la CCI se dio los medios para garantizar la asistencia de una importante delegación. La convocatoria de las dos conferencias siguientes no fue ya resultado del exclusivo impulso del PCInt sino del de un “Comité técnico” en cuyos trabajos la CCI se implicó muy a fondo organizándolas en París, sede geográfica de la sección más importante de nuestra organización. La seriedad de este esfuerzo tiene que ver con la importante cantidad de grupos participantes en las conferencias y con el hecho de que se publicasen con tiempo suficiente los boletines preparatorios de los encuentros. Al colar, deprisa y corriendo y casi al final de los debates, un criterio suplementario de “selección” para las conferencias que pudiese haber en el futuro, una iniciativa cuyo objetivo era eliminar explícitamente de ellas a nuestra organización, el PCInt con la complicidad de la CWO (finalmente convencida tras largas conversaciones paralelas en los pasillos) asumía la responsabilidad de demoler todo el trabajo realizado y en el cual él mismo había participado. En efecto, la IVª Conferencia, que finalmente tuvo lugar en septiembre de 1982, confirmaba el carácter catastrófico de la actitud que adoptó el PCInt y la CWO al final de la 3ª convocatoria de esta serie.
Todo esto quedará evidenciado en este artículo, basado esencialmente en las actas –en inglés– de aquella IVª Conferencia que fueron publicadas en formato folleto en 1984 (dos años después de su celebración) ([1]) por el BIPR (constituido a finales de 1983).
En la Presentación de la Conferencia, organizada en Londres por la CWO, ésta se refiere a las tres conferencias precedentes y hace particular referencia a la tercera:
“Seis grupos han participado en la IIIª Conferencia cuyo orden del día incluía la crisis económica, las perspectivas para la lucha de clases y el papel y las tareas del partido. Los debates de esa conferencia confirmaron unos acuerdos ya evidenciados previamente, pero se llegó a un estancamiento cuando se discutió la cuestión del papel y las tareas del partido. Con objeto de que las futuras conferencias pudieran ir más lejos de la simple reiteración sobre la necesidad del partido y con los mismos argumentos acerca de su papel, el PCInt propuso un criterio suplementario de participación en ellas en el que se estipula que el partido debe desempeñar un papel dirigente en la lucha de la clase. Esto hizo aparecer una clara división entre los grupos que comprenden que el partido tiene, hoy mismo, ya tareas que llevar a cabo y por tanto que asumir un papel dirigente en la lucha de la clase; y los que rechazan la idea de que el partido debe estar hoy organizado ya en la clase con el fin de estar en posición de ejercer un papel dirigente en la revolución de mañana. Únicamente la CWO apoyó la resolución del PCInt. Y la IIIª Conferencia se dispersó en desorden.
“Hoy, aunque debido a aquello hay menos grupos presentes aquí que en la última conferencia, podemos decir que existen ahora las bases para comenzar un proceso de clarificación sobre las tareas reales del partido. En este sentido la disolución de la última conferencia no fue una separación totalmente negativa. Como escribe la CWO en Revolutionary Perspectives, nº 18 en su descripción de la IIIª Conferencia: “Sea lo que sea lo que se decida en el futuro, el resultado de la IIIª Conferencia significa que el trabajo internacional entre los comunistas va a llevarse a cabo con bases diferentes a las del pasado.” (…) Hoy, aunque tenemos un número inferior de participantes que en las IIª y IIIª conferencias, partimos de bases más claras y más serias. Esperamos que esta conferencia demuestre esa seriedad a través de una clara voluntad de debatir y de discutir sobre el objetivo de cómo influir con nuestras posiciones y no sobre el de montar polémicas estériles o el de utilizar las conferencias como pasarela publicitaria para el propio grupo.”
Las actas de esa conferencia permiten hacerse una clarísima idea de la “enorme seriedad” que la distinguió de las precedentes.
La organización de la Conferencia
En primer lugar conviene examinar los aspectos “técnicos” (que tienen evidentemente un significado y una incidencia política) de preparación y de desarrollo de la conferencia.
Contrariamente a las conferencias precedentes no se dispuso de boletines preparatorios. Los documentos que se expusieron previamente a discusión eran en lo esencial textos ya publicados en la prensa de los grupos participantes. Respecto a este asunto hay que hacer una mención especial a los documentos que fueron propuestos por el PCInt: era una lista impresionante de textos, unos cuantos cientos de páginas (incluso un libro) sobre las cuestiones del orden del día (puede verse esa lista en la circular del PCInt del 25 de agosto de 1982, p. 39) y todo ello ¡en italiano!, una lengua bellísima, sin duda, y en la que se han escrito documentos muy importantes en la historia del movimiento obrero (los estudios de A. Labriola sobre marxismo, y sobre todo los textos fundamentales de la Izquierda comunista italiana entre 1920 y la Segunda Guerra mundial). Desafortunadamente el italiano no es una lengua internacional y podemos imaginarnos la perplejidad de los demás grupos participantes ante tal montón de documentos de los que no podían entender el contenido.
Hay que reconocer no obstante que en la misma circular, el PCInt se muestra preocupado por este problema del idioma:
“estamos traduciendo al inglés otro documento en relación con los puntos del orden del día que será enviado lo antes posible”.
Desgraciadamente en una carta del 15 de septiembre a uno de los grupos solicitantes puede leerse:
“Por razones técnicas el texto prometido no estará disponible hasta la misma conferencia” (p. 40).
Somos conscientes de las dificultades a las que se enfrentan en el terreno de las traducciones, como en el de muchos otros, los grupos de la Izquierda comunista y que son consecuencia de sus débiles fuerzas. No deseamos criticar esta fragilidad del PCInt en sí misma. Pero lo que revela su incapacidad para producir –“por razones técnicas”– con tiempo suficiente un documento comprensible para los demás componentes de la conferencia es la poca importancia que atribuye a ese problema. Si verdaderamente hubiese dado a ese tipo de actividad la seriedad que le dio la CCI en las anteriores conferencias, se habría movilizado mucho más para superar los “problemas técnicos”, recurriendo incluso a un traductor profesional.
La propia conferencia tuvo que vérselas con ese mismo problema de traducción. Tal y como podemos verlo en el informe sobre ella:
“El carácter relativamente breve de las intervenciones del PCInt es debido en gran parte a las limitaciones para las traducciones del italiano al inglés por parte del grupo que se ha encargado de acoger la conferencia”.
De esta manera muchas de las explicaciones y argumentos expuestos por el PCInt se han perdido. Lo que es verdaderamente una lástima. La CWO se excusó de su flojo conocimiento de la lengua italiana. Pero nos da la impresión que esta excusa se refiere al PCInt pues si éste se hubiese tomado en serio la conferencia habría enviado en su delegación a un camarada capaz de expresarse en inglés. Para una organización que aspira a ser un “partido”, debe ser posible encontrar en sus filas al menos un camarada con esa capacidad. A los camaradas de la CWO podrá parecerles que mientras la CCI estuvo presente en las conferencias, ésta no paraba de “repetir siempre los mismos argumentos sobre el partido”. Podrán incluso dar a entender que nosotros queríamos utilizar las conferencias de tribuna para nuestra política de camarilla. En todo caso, lo que sí debería reconocer es que las capacidades de organización del tándem que formaron con el PCInt son, con mucho, inferiores a las de la CCI. No es algo que se deba únicamente al número de militantes. La que sobre todo importa es comprender qué importancia se da a las tareas de los revolucionarios en la situación actual y de la seriedad con que se aborda su cumplimiento. La CWO y el PCInt consideran que el partido (y los grupos que lo preparan en el momento actual, es decir, ellos mismos) tienen como “tareas” las “de la organización” de las luchas de la clase. No es esa la posición de la CCI ([2]). Sin embargo, a pesar de nuestras dificultades, procuramos organizar lo mejor posible las actividades que nos corresponde cumplir. No parece ser el caso ni de la CWO ni el del PCInt quienes seguramente considerarán que si dedican hoy demasiada energía y atención a las tareas de organización estarán fatigados mañana cuando se trate de “organizar” a la clase para la revolución.
Los grupos participantes
En el folleto que hace el balance de la IVª Conferencia nos enteramos de qué grupos han sido invitados inicialmente (circular del 28 de junio de 1982). Son los siguientes:
Partito comunista internacionalista (Battaglia comunista), Italia;
Communist Workers Organisation, Gran Bretaña, Francia;
L’Éveil internationaliste, Francia;
Unity of Communist Militants, Irán;
Wildcat, Estados Unidos;
Kompol, Austria;
Marxist Worker, Estados Unidos;
Estos tres últimos grupos asistían con el estatuto de “observador”.
En la apertura no había más que tres grupos. Vamos a ver qué había ocurrido con el resto.
“En el momento en que se inicia la conferencia, Marxist Worker y Wildcat habían dejado aparentemente de existir” (p. 38).
Podemos hacernos un juicio de la perspicacia de la CWO y del PCInt, que formaban el “Comité técnico” encargado de preparar la conferencia: Preocupados como lo estaban por la “selección” de organizaciones “verdaderamente capaces de plantear correctamente la cuestión del partido y de atribuirle el papel dirigente en la revolución de mañana” se decidieron por invitar a grupos que prefirieron irse de vacaciones mientras esperaban al futuro partido (probablemente para tener más fuerzas con las que estar en condiciones de poder desempeñar la “función dirigente” llegado el momento). Podríamos decir que la conferencia se escapó de una buena: si Wildcat hubiese resucitado y hubiese aparecido por allí habría contaminado sin duda la Conferencia con su “consejismo” comparado con el cual, el consejismo con que el PCInt acusa a la CCI son menudencias. Un consejismo que era, desde luego, conocido, pero que aparentemente satisfacía los criterios que sirvieron, por otro lado, para excluir a la CCI.
Por lo que se refiere al resto de los grupos que no vinieron, dejamos de nuevo la palabra a la CWO:
“Sobre la base de los sucesos ocurridos, parece apropiado establecer hoy el significado de la última conferencia. Lo que la ausencia de los dos grupos que estuvieron inicialmente de acuerdo con participar parece manifestar es su alejamiento del marco de las conferencias. Kompol no ha vuelto a comunicarse con nosotros y l’Éveil communiste se ha embarcado en una trayectoria modernista que le lleva igualmente fuera del marco del marxismo” (Preámbulo).
Una vez más nos quedamos sorprendidos del olfato político, a toda prueba, de los grupos anfitriones.
Veamos ahora al SUCM (Estudiantes seguidores del UCM de Irán) único grupo presente en la conferencia a parte de los dos grupos convocantes.
He aquí lo que el folleto dice a propósito de él:
“El SUCM ha dejado de existir. Sus miembros se han integrado en una organización más amplia (la Organisation of the supporters of the Communist Party of Iran Abroad –OSCPIA) ([3]) que integra a los antiguos miembros del SUCM y a los del grupo kurdo Komala. A pesar de su adhesión inicial a los criterios de participación en las conferencias; a pesar de su voluntad de discutir y de mantener relaciones con las organizaciones pertenecientes a la tradición de la Izquierda comunista europea, el SUCM ha quedado atrapado en su posición de grupo de apoyo a un grupo iraní más amplio, grupo que se constituyó en 1983 como Partido comunista de Irán. Dejando de lado toda polémica, parece que este dato tiene una importancia objetiva, confirmada, por ejemplo, en la trayectoria que siguen los camaradas del SUCM en lo referente a la cuestión de la república democrática revolucionaria y a sus implicaciones. En el momento de la IVa Conferencia, el SUCM aceptaba claramente la idea de que las verdaderas guerras de liberación nacional son imposibles en la era del imperialismo, en el sentido de que no puede haber una auténtica guerra de liberación nacional al margen de la revolución de los obreros por el establecimiento de la dictadura proletaria. Posteriormente, sin embargo, el SUCM se ha reafirmado cada vez con mayor insistencia en la tesis de que las luchas comunistas emergen de las luchas nacionales. De hecho, su posición teórica se ha ido diluyendo para acomodarse con las posiciones del PC de Irán, posiciones que son muy peligrosas –como los artículos en la prensa de la CWO y del PCInt lo han demostrado. Así, en lugar de intensificar el proceso de clarificación, en vez de empujar a la organización iraní hacia posiciones más claras y firmemente enraizadas en suelo revolucionario, la OSCPIA intenta reconciliar con el Comunismo de izquierdas las deformaciones del programa comunista puestas de manifiesto por el SUCM y el PC de Irán. Es inevitable que haya habido deformaciones, de uno u otro tipo, en un área dónde no hay contacto con la tradición de la Izquierda comunista o con su legado de elaboración teórica y de lucha política. No obstante, no es tarea de los comunistas ni ocultar esas deformaciones ni aceptarlas ni adaptarse a ellas sino contribuir a superarlas. Desde este punto de vista la OSCPIA ha dejado pasar una oportunidad importante. Dado el estado actual de las divergencias, no es posible definir al PC de Irán como una fuerza que pueda reclamar el derecho a entrar de nuevo en el campo político delimitado por las conferencias de la Izquierda comunista.”
Si nos creyésemos las explicaciones dadas en ese pasaje, el SUCM, después de la conferencia, y ya en la estela del PC de Irán, habría evolucionado hacia posiciones que no le permitirían ya “reclamar el derecho a entrar en el campo político delimitado por las conferencias de la Izquierda comunista”. En suma, estas dos organizaciones se encuentran en el mismo caso que la CCI es decir, como ellas no podrá ya “reclamar tal derecho” ([4]).
En realidad, el PC de Irán no solo es que esté “fuera del campo político delimitado por las conferencias” sino que está además fuera del campo de la clase obrera. Es una organización burguesa de tendencia estalino-maoísta. Es fascinante la sutileza diplomática (¡¿para evitar “la polémica”!?) con que el BIPR habla de esa organización. Al BIPR no le gusta llamarle gato al gato. Prefiere decir que el animal evocado no es ni un perro ni un hámster, aunque sea igualmente un animal de compañía. Esta manera de proceder es bien conocida en el movimiento obrero y tiene un nombre: oportunismo. O se reconoce así o las palabras han dejado de tener sentido. Es cierto que no es agradable pensar que los elementos con quienes se ha tenido pocos meses antes una conferencia, en la perspectiva del futuro partido mundial de la revolución, hayan acabado siendo declarados defensores del orden capitalista. Es aun más difícil admitirlo públicamente. Entonces se opta por decir que estos elementos, a los que se les continúa llamando “camaradas”: “han dejado pasar una importante oportunidad”, se “han quedado atrapados”, su “posición teórica se ha ido diluyendo por su conformidad con las posiciones del PC de Irán”, posiciones a las que se califica de “muy peligrosas” para no decir que son burguesas.
Lo que el BIPR no ve o no quiere ver o simplemente se niega a reconocer públicamente es que la evolución del SUCM para acabar transformándose en un órgano de defensa del orden capitalista (rebautizado “fuerza que no puede reclamar el derecho a entrar en el campo político delimitado por las conferencias de la Izquierda comunista”), no es tal evolución, ni mucho menos. En el momento mismo de la conferencia el SUCM era ya una organización burguesa de tendencia maoísta. Esto es lo que muestran, a quien quiera abrir los ojos, sus intervenciones durante la conferencia.
Las intervenciones del SUCM
Reproducimos aquí algunas de sus intervenciones:
“En sus condiciones normales de funcionamiento, no de crisis, el capital, en el mercado interior de los países metropolitanos, tolera las reivindicaciones del movimiento sindical y es únicamente cuando la crisis se profundiza cuando recurre al aplastamiento decisivo del movimiento sindical” (p. 6).
Esta afirmación es, como mínimo, sorprendente en boca de un grupo que supuestamente pertenece a la Izquierda comunista. En realidad, en los países avanzados no es el movimiento sindical el que es aplastado por las fuerzas del orden cuando la crisis se agrava, sino las luchas obreras, con la complicidad del movimiento sindical. Hasta los trotskistas son capaces de reconocer eso. No así el SUCM que identifica sin problemas movimiento sindical y lucha de clase. Así, sobre la cuestión del papel de los sindicatos (que no es una cuestión secundaria sino de las más fundamentales), el SUCM se sitúa a la derecha del trotskismo para incorporarse a la posición de los estalinistas o de los socialdemócratas. Pues sí, sí, con un grupo así se proponían cooperar la CWO y el PCInt en pro de la formación del partido mundial.
Hasta aquí sólo un aperitivo. Sigamos leyendo:
“Hoy el proletariado en Irán está en vísperas de formar su partido comunista y éste, con la fuerza masiva que tiene tras su programa, deberá llegar a ser un factor independiente y determinante de los cambios actuales en Irán. El indiscutible liderazgo de Komala ([5]) en la lucha de amplios sectores de obreros y de explotados en el Kurdistán, influencia que el marxismo revolucionario ha adquirido entre los obreros avanzados de Irán; la existencia de amplias redes de núcleos obreros que distribuyen las publicaciones teóricas y obreras del marxismo revolucionario (…) a pesar de las condiciones de terror y de represión existentes (...); la pérdida de ilusiones en el populismo, el movimiento hacia el marxismo revolucionario (…), todo eso es expresión del importante papel que el proletariado socialista de Irán desempeñará en los próximos acontecimientos. Desde el punto de vista del proletariado mundial lo significativo de esta cuestión está en el hecho de que ahora, después de más de cincuenta años, la bandera roja del comunismo está a punto de convertirse en la bandera de la lucha de los obreros de un país dominado. El que esta bandera se haya izado en alguna parte del mundo es una llamada al proletariado mundial para acabar con la dispersión en sus filas, para unirse como clase contra la burguesía mundial y ajustarle las cuentas”
Frente a tal declaración caben tres hipótesis:
– o estamos tratando con elementos sinceros pero totalmente iluminados y sin ningún sentido de la realidad;
– o estamos frente a un farol de gran envergadura destinado a impresionar al público pero que no está basado en ninguna realidad;
– o, efectivamente, el PC de Irán y Komala tienen la influencia que nos describen y, si es así, podemos decir que una corriente política con tal influencia no puede ser más que burguesa, en las condiciones históricas de 1982.
Si la primera hipótesis es la verdadera lo primero que hay que sugerirles, antes de empezara discutir, es que se curen.
Si estamos ante una fanfarronada, la discusión con individuos que son capaces de mentir hasta tal punto no tienen ningún interés, incluso si creen que se pueden defender de esa manera las posiciones comunistas. Como dice Marx “la verdad es revolucionaria” y si la mentira es un arma preferente de la propaganda burguesa, jamás deberá formar parte del arsenal del proletariado y de su vanguardia comunista.
Queda la tercera hipótesis: el SUCM no es un grupo proletario sino izquierdista es decir, burgués. Es esta naturaleza burguesa la que aparece con claridad en las discusiones de la conferencia sobre la cuestión de la “revolución democrática” y sobre el programa del partido. En efecto, de entre las muchas intervenciones, que pretenden estar afianzadas teóricamente, apoyadas en citas de autores marxistas, incluso de Marx, de Lenin, nos sirvieron la siguiente:
“La crisis mundial del imperialismo crea el embrión de la emergencia de condiciones revolucionarias. No obstante, este embrión, precisamente a causa de las diferentes condiciones existentes en los países dominados y en las metrópolis, está más desarrollado en los países dominados. Las primeras chispas de la revolución socialista del proletariado mundial contra el capital y el capitalismo en su estadio más avanzado, prenden el fuego de la revolución democrática dentro de los países dominados. Revolución que, desde ese punto de vista, es una parte inseparable de la revolución socialista mundial aunque, debido a su aislamiento, a lo limitado de las fuerzas de los obreros y de los explotados en los países dominados, a la ausencia de condiciones objetivas en el seno del proletariado de estos países por un lado y por otro lado a la presencia de amplias masas de explotados que no son proletarios revolucionarios, tome inevitablemente la forma y se desarrolle primeramente en el seno de una revolución democrática. La presente revolución en Irán es esa clase de revolución.” (p. 7)
(…)
“La presente revolución es una revolución democrática cuya tarea es eliminar los obstáculos al libre desarrollo de la lucha de clase del proletariado por el socialismo.
“El contenido de la victoria de esta revolución es el establecimiento de un sistema político democrático bajo la dirección del proletariado lo que, desde el punto de vista económico, equivale a la negación práctica de la dominación del imperialismo.” (p. 8)
Veamos en otra cita como el SUCM denuncia en esos términos la política del gobierno de Jomeini, con ocasión de la guerra entre Irak e Irán que estalló en septiembre de 1980, un año después de la instauración de la “República islámica”:
“El ataque contra las victorias democráticas de la insurrección [la sublevación de comienzo de 1979 que destronó al Sha y permitió la toma del poder por Jomeini] y la represión contra el ejercicio de la autoridad democrática del pueblo para decidir y conducir sus propios asuntos.” (p. 10)
En fin, el SUCM hace una distinción entre programa mínimo (que sería el de la “República democrática “) y el programa máximo, el socialismo (p. 8). Tal distinción fue empleada por la socialdemocracia en tiempos de la IIª Internacional, cuando el capitalismo era aun un sistema social en ascenso y cuando la revolución proletaria aun no estaba al orden del día; pero fue rechazada por los revolucionarios para el periodo que se abría con la primera guerra mundial, incluidos Trotski y sus epígonos.
Las intervenciones de la CWO y del PCInt
Evidentemente, frente a las concepciones burguesas del SUCM, la CWO y el PCInt defienden las posiciones de la Izquierda comunista.
Acerca de la cuestión sindical el PCInt es muy claro en su intervención:
“Ningún sindicato puede hacer otra cosa que permanecer en el campo burgués (…) En la época imperialista los comunistas no pueden, en ninguna circunstancia, soñar con la posibilidad de enderezar los sindicatos o reconstruir otros nuevos (…) Los sindicatos conducen a la clase obrera a la derrota en la medida en que la mistifican con la idea de defender sus intereses por medio del sindicalismo. Es necesario destruir los sindicatos.” (p. 12)
Estas son posiciones políticas que la CCI podría firmar con las dos manos. Lo único que se echa de menos es que el PCInt, que enuncia esas posiciones en una presentación sobre las luchas en Polonia de 1980, no dice explícitamente que son totalmente opuestas a las expuestas por el SUCM poco antes, sobre el mismo tema.
¿Es acaso porque ha faltado vigilancia frente a las declaraciones del SUCM? ¿Es un problema de idioma? El caso es que la CWO comprende el inglés. ¿O es una “táctica” para no se enfade el SUCM?
En cualquier caso, sobre la cuestión de la “revolución democrática”, de la “república democrática” y del “programa mínimo”, lo único que deben hacer el PCInt y la CWO es rechazar de plano aquellas nociones que no tienen nada que ver con el patrimonio programático de la Izquierda comunista:
“La opresión y la miseria de las masas no pueden por sí mismas conducir a la revolución. Ésta no puede ocurrir más que cuando son dirigidas por el proletariado de estas regiones en alianza con el proletariado mundial. (…) Decir que Marx las apoyó [las reivindicaciones democráticas] en el pasado y que además las hemos de apoyar hoy, en una época diferente es, como Lenin dijo sobre otra cuestión, citar las palabras de Marx contra el espíritu de Marx. Hoy vivimos en la época del declive del capitalismo y esto quiere decir que el proletariado no tiene NADA QUE GANAR, ni que apoyar a tal o cual capital nacional ni a tal o cual reivindicación reformista. (…)
Es un disparate sugerir que podemos escribir un programa que proporcione las bases objetivas materiales para la lucha por el socialismo. O bien las bases objetivas existen o bien no existen. Como dijo el PC de Italia en sus tesis de 1922: “Nosotros no podemos crear las bases objetivas por decreto.” (…) Sólo la lucha por el socialismo puede destruir el imperialismo y de ninguna manera las oportunidades estructurales que nos ofrezca la democracia o las reivindicaciones minimalistas.” (p. 16)
Pensamos que el papel del partido comunista en los países dominantes y en los países dominados es el mismo. No incluimos en el programa comunista reivindicaciones mínimas del siglo xix. (…) Nosotros queremos hacer una revolución comunista y no lo lograremos sino poniendo por delante el programa comunista en el que jamás incluiremos reivindicaciones que puedan ser recuperadas por la burguesía.” (p. 18)
Podríamos multiplicar las citas en las que la CWO y el PCInt defienden las posiciones de la Izquierda comunista, incluso las citas del SUCM que evidencian que esta organización no tiene nada que ver con esa corriente. Desde luego, eso nos obligaría a reproducir casi un tercio del folleto ([6]).
Para quien sabe leer y conoce las posiciones del maoísmo en los años 70-80 está claro que el SUCM, que se dedica en muchas de sus intervenciones a criticar las concepciones maoístas oficiales, es de hecho una variante “de izquierdas” y “crítica” de esa corriente burguesa.
Hay partes en las que la propia CWO constata las similitudes entre las posiciones del SUCM y las del maoísmo:
“Nuestra verdadera objeción concierne sin embargo la teoría de la aristocracia obrera. Pensamos que son los últimos gérmenes del populismo del SUCM y su origen está en el maoísmo.” (p. 18)
“El pasaje sobre el campesinado [en el “Programa” de la Unidad de los Combatientes comunistas” sometido a la conferencia] es el último vestigio del populismo en el SUCM. (…) La teoría del campesinado es una reminiscencia del maoísmo, algo que nosotros rechazamos totalmente.” (p. 22)
No obstante, estas anotaciones suenan tímidas y “diplomáticas”. Hay una cuestión que la CWO y el PCInt debían haber planteado claramente al SUCM: se refiere al significado del párrafo siguiente, que figura en uno de los textos presentados por el SUCM a la conferencia: el “Programa del partido comunista” y que, adoptado por el SUCM y Komala, fue publicado en mayo de 1982 (cinco meses antes de la conferencia):
“El dominio del revisionismo en el partido comunista de Rusia ha llevado al desastre y al retroceso de la clase obrera mundial en uno de sus principales bastiones.”
Por revisionismo este programa entendía la revisión “Jrushchevista” ([7]) del “Marxismo-leninismo”. Esta es exactamente la visión defendida por el maoísmo y habría sido interesante que el SUCM precisara si antes de Jrushchof el partido comunista ruso de Stalin era todavía un partido de la clase obrera. Desgraciadamente esta pregunta fundamental no fue planteada ni por el PCInt ni por la CWO. ¿Habría que pensar que estas dos organizaciones no habían leído ese documento, ciertamente esencial puesto que expresa el programa del SUCM? Se debe rechazar tal interpretación ya que estaría en total desacuerdo con la “seriedad” insistentemente reivindicada por la CWO en su discurso de apertura. Es más, muchas intervenciones del PCInt y de la CWO citan de forma precisa pasajes de este documento. Queda otra interpretación: esas dos organizaciones no plantearon la pregunta porque tenían miedo de la respuesta. En efecto ¿Cómo habrían podido, si no, continuar una conferencia con una organización que consideraba como “revolucionario” y “comunista” a Stalin, el jefe supremo de la contrarrevolución desencadenada contra el proletariado en los años treinta, el asesino de los mejores combatientes de la Revolución de octubre, el gerente responsable de la masacre de decenas de millones de obreros y de campesinos rusos?
Evidentemente hacer esa pregunta no habría sido muy “diplomático” y se habría corrido el riesgo de provocar el fracaso inmediato de la conferencia, que habría quedado reducida a un cara a cara entre el PCInt y la CWO, es decir solos los dos grupos que habían adoptado en la 3ª conferencia el criterio suplementario destinado a eliminar a la CCI, con el fin de darle un nuevo impulso a las conferencias.
Estas dos organizaciones prefirieron suscribir el total acuerdo que existía entre su visión del papel del partido y la defendida por el SUCM en su presentación sobre esta cuestión y que afirma que:
“... el partido organiza todos los aspectos de la lucha de clases del proletariado contra la burguesía y dirige a la clase obrera hacia la realización de la revolución social” (p. 25).
Que el partido del PCInt y de la CWO tuviera un programa opuesto totalmente al SUCM (Revolución comunista o revolución democrática), que uno y otro “organizaran” y “dirigieran” las luchas en direcciones contrarias, tiene una importancia aparentemente secundaria para la CWO y para el PCInt. Lo esencial era que al SUCM no le colgaba ninguna etiqueta “consejista” como es el caso de la CCI.
Epílogo
La conferencia concluye con un listado de los puntos de acuerdo y de desacuerdo hecha por la presidencia ([8]). La lista de convergencias es netamente más larga. Dentro de las “áreas de desacuerdo”, está señalada únicamente la cuestión de la “Revolución democrática” sobre la que se dice:
“Son necesarias otras discusiones y clarificaciones con el SUCM:
“a) La revolución democrática debe ser definida en la próxima conferencia.
“b) Proponemos [la presidencia] que lo mejor es que se elabore un texto en el que se critique la visión del SUCM sobre la revolución democrática y que nosotros tengamos una discusión más extensa sobre las bases económicas del imperialismo” (p. 37).
De las visiones totalmente opuestas del papel de los sindicatos que se expresaron en el transcurso de la conferencia no hay ni una palabra, probablemente porque el SUCM aprobó totalmente la presentación sobre las luchas de Polonia, en la cual el PCInt había abordado esta cuestión en los términos que hemos visto anteriormente (cuando en realidad debería estar en desacuerdo con él sobre este asunto).
Al final el SUCM y el PCInt se expresaban así:
El SUCM:
“hace un año que hemos contactado con el PCInt y con la CWO. Les agradecemos su ayuda y apreciamos el contacto con los dos grupos. Hemos intentado trasmitir las críticas al UCM en Irán. Estamos de acuerdo con las conclusiones.”
El PCInt:
“estamos de acuerdo con las conclusiones. Estamos igualmente contentos de volver a ver a los camaradas que han venido de Irán. Ciertamente las discusiones con ellos deben continuar desarrollándose con el objetivo de encontrar una solución política a las divergencias sobre las cuales esta conferencia se ha focalizado.”
De esta manera, contrariamente a la IIIª que se “dispersó en el desorden” como recordó la CWO en el discurso de apertura, la “IVª Conferencia” concluyó con la voluntad de todos los participantes de proseguir la discusión. Ya se sabe lo que ocurrió después.
De hecho tuvo que transcurrir algún tiempo para que la CWO y el PCInt abrieran (¡un poco!) los ojos y vieran la verdadera naturaleza de sus interlocutores y eso sólo ocurrió en el momento en que éstos se quitaron la careta. Veamos: bastantes meses después de la “4ª conferencia”, la CWO, en su conferencia territorial, tomó violentamente partido contra la CCI que se había permitido, como es habitual en ella, llamar gato a un gato y grupo burgués, a un grupo burgués:
“Las intervenciones del SUCM han consistido principalmente en adular a la CWO: su única objeción concreta ha sido sugerir sutilmente a la CWO que dé un apoyo “crítico” y “condicionado” a los movimientos nacionales. Esta sugerencia quedó sin respuesta por parte de la CWO quien, en compensación, descargó su cólera contra la CCI cuando intentó plantear la cuestión de fondo de la presencia del SUCM; entonces la CWO corrió a taparle la boca al camarada de la CCI antes de que pudiese decir más de diez palabras” (World Revolution nº 60, mayo 1983: “When will you draw the line, CWO?”)
Con esta misma actitud nos hemos vuelto a encontrar en una reunión pública de la CCI en Leeds:
“Las intervenciones más vehementes de la CWO eran principalmente para apoyar al SUCM contra las “alegaciones no fundadas” de la CCI sobre la naturaleza de clase del UCM y de Komala y para saludar seguidamente la demagogia de SUCM como la contribución más clara a la reunión. Vociferar contra los comunistas porque ponen en guardia al movimiento revolucionario contra la invasión de la ideología burguesa fue el paso siguiente de la actitud sectaria de la CWO hacia la CCI” (Ibíd.)
Esa actitud, de grupos que emplean sus dardos más acerados contra las tendencias que ponen en guardia a los revolucionarios del peligro que para ellos comportan las organizaciones burguesas y que asumen de hecho la defensa de éstas, no es nada nuevo en el movimiento obrero. Es la actitud de la dirección centrista de la Internacional comunista cuando preconizaba el “Frente único” con los partidos socialistas, una actitud que la Izquierda comunista ha denunciado siempre como se merece.
Por todo eso la conferencia que se hizo en septiembre de 1982 en Londres no merece en absoluto el título de “IVª Conferencia de grupos de la Izquierda comunista”: Por un lado, porque se hizo con la presencia de un grupo que no aportaba nada al proletariado y menos a la izquierda comunista, el SUCM. Y por otra parte porque en esa conferencia estaban totalmente ausentes el espíritu y el modo de hacer político que caracterizan a la Izquierda comunista y que son producto de una búsqueda escrupulosa de la claridad, de la intransigencia contra todas las manifestación de penetraciones burguesas en el seno del proletariado y del combate contra el oportunismo ([9]).
No parece ser esa la opinión del BIPR quien, concluyendo sobre la presentación del folleto, afirma:
“Sin embargo, la validez o inutilidad de la 4ª conferencia internacional no gira alrededor de la participación del SUCM (la cual como para todos los demás grupos, depende de su aceptación de los criterios desarrollados de la Iª a la IIIª).
“La IVª Conferencia ha confirmado el desarrollo de una tendencia política clara en el medio político internacional, un tendencia que reconoce que la tarea de los revolucionarios hoy es desarrollar una presencia organizada en el seno de la lucha de clases y trabajar concretamente por la formación del partido mundial. Si el partido mundial se limita a ser una organización propagandista es decir, si no es un partido organizado en la clase obrera, entendida como un todo, no estará en posición de llevar la lucha de clase de mañana a su conclusión victoriosa.
“La formación del Buró internacional para el partido revolucionario (BIPR) en diciembre de 1983, es la manifestación concreta de esta tendencia y es en sí la prueba de la validez de la IVª Conferencia. La homogeneidad política alcanzada por el PCInt y la CWO (y confirmada sobre la marcha durante los debates con el SUCM) ha permitido a los dos grupos dar pasos prácticos hacia la formación del futuro partido. La correspondencia internacional de los dos grupos (y de otros miembros del Buró) es ahora responsabilidad del Buró. El Buró es algo más que un asunto PCInt-CWO, es un medio para las organizaciones y los elementos emergentes en el mundo entero con el que clarificar sus posiciones, tomando parte en un debate internacional y en el trabajo del propio Buró. De hecho es el punto de referencia internacional que el PCInt preveía en 1977 y que se puede desarrollar a partir de las conferencias. Integrando y desarrollando su trabajo en el seno de ese marco político claramente definido el Buró estará en su momento dispuesto a convocar una Vª Conferencia que será un paso más hacia la formación del partido internacional.”
No ha habido una Vª Conferencia; tras el fiasco y el ridículo de la IVª (que los miembros del BIPR no pueden disimular por mucho que procuren ocultarlo hacia fuera) han preferido ahorrarse los esfuerzos. Además, diciendo ahora lo mismo que los bordiguistas, el BIPR se considera ahora la única organización en el mundo capaz de contribuir eficazmente a la formación del futuro partido de la revolución mundial ([10]). No podemos hacer otra cosa que dejarles con sus sueños megalómanos y con su triste incapacidad para representar la continuidad de lo mejor que la Izquierda comunista ha aportado al movimiento histórico de la clase obrera.
Fabienne
[1]) 4ª International Conference of Groups of the Communist Left -Proceedings, Texts, Correspondence (4ª Conferencia internacional de grupos de la Izquierda comunista – normas (estatutos y procedimientos), textos, correspondencia).
[2]) Lo que no quiere decir de ninguna manera que nosotros subestimemos el papel del partido en la preparación y realización de la revolución proletaria. Es indispensable para el desarrollo de la conciencia en la clase y para dar una orientación política a sus combates incluida la cuestión de su autoorganización. Eso no quiere decir que el partido “organice” los combates de la clase o la toma del poder, tarea que corresponde a la organización específica del conjunto del proletariado, los consejos obreros.
[3]) SCUM: Organización de los Seguidores del Partido comunista de Irán en el extranjero.
[4]) Queremos ser muy claros con los lectores: a la CCI nunca se la ha ocurrido “exigir” tal “derecho”. Desde el momento (cuando la 3ª conferencia) en que el PCInt y la CWO afirmaron explícitamente que querían continuar las conferencias sin la presencia de la CCI, a ésta jamás se le ha ocurrido “forzar la mano” a esas organizaciones (como lo podíamos haber hecho, por ejemplo, si nos hubiésemos abstenido en el momento de la votación del criterio suplementario, pues l’Éveil internationaliste, que se abstuvo, fue invitado a la 4ª). Eso no nos ha impedido posteriormente (como la Revista internacional lo ha hecho patente repetidas veces) hacerles a esos grupos propuestas de trabajo en común cada vez que lo hemos considerado necesario, particularmente tomas de posición frente a los enfrentamientos imperialistas, las cuales han sido casi siempre rechazadas.
[5]) Komala es una organización guerrillera ligada al Partido democrático kurdo.
[6]) Animamos a los lectores a que lo lean (está en inglés y pueden pedirlo al BIPR) y a que lo conozcan íntegramente.
[7]) Nikita Jrushchof dirigió la URSS después de la muerte de Stalin (1953) hasta 1964.
[8]) Hay que resaltar que el PCInt aceptó en la “IVª Conferencia” lo que obstinadamente había rechazado en las conferencias precedentes: la existencia de una toma de posición que resumíera los puntos de acuerdo y los de desacuerdo. El motivo de su rechazo era que no quería adoptar ningún documento en común con los otros grupos debido a las divergencias existentes entre ellos. Estamos obligados a pensar que para el PCInt las divergencias existentes entre los grupos de la Izquierda comunista son más importantes que las que separan a los grupos comunistas de los grupos burgueses.
[9]) En ese sentido, tiene razón cuando dice en la apertura de la conferencia que “El resultado de la 3ª conferencia significa que el trabajo internacional entre los comunistas va a llevarse a cabo sobre bases distintas a las del pasado”. Desde luego que bien diferentes, aunque en lo concerniente al PCInt no en el buen sentido.
[10]) Para ser totalmente precisos, el rechazo por el BIPR de cualquier discusión o de cualquier trabajo en común con la CCI debido a “las importantísimas divergencias” no se aplica con el mismo rigor respecto a otros grupos. En muchos artículos de nuestra Revista hemos señalado su mayor apertura hacia grupos claramente consejistas, como Red and Black Notes de Canadá o a grupos que no pertenecen a la Izquierda comunista, ni siquiera al campo proletario, como es el caso de la OCI de Italia (véase al respecto el artículo “La visión marxista y la visión oportunista en la política de construcción del partido” de la Revista internacional nº 103 y 105). Esta apertura se aplica incluso a elementos que se presentan como los exclusivos defensores de las “verdaderas posiciones de la CCI” y que han constituido la “Fracción interna de la CCI” (FICCI), un pequeño grupúsculo parasitario que se distingue por comportamientos incalificables tales como el robo de material de nuestra organización, el chantaje, la delación e incluso la amenaza de muerte a uno de nuestros militantes. En su Bulletin communiste nº 33, la FICCI informa de las discusiones que mantiene con el BIPR y que presenta de esta manera:
“reanudando el hilo de esta discusión, la fracción y el BIPR resucitan el ciclo de Conferencias de los grupos de la Izquierda comunista que se hicieron en los años 1970 y 1980. La preocupación, el objetivo son los mismos. Y si las conferencias llegaron en parte a un estancamiento, es necesario reiniciar hoy la obra y llevarla a un nivel superior, sacando lecciones del pasado (…) despejando los malentendidos, los bloqueos ligados a cuestiones terminológicas a incomprensiones mutuas. Haciéndolo así estamos totalmente convencidos que recogemos la antorcha que la CCI ha abandonado encerrándose en un sectarismo cada vez más delirante.”
La FICCI no precisa por qué las conferencias se suspendieron mientras sus miembros estaban aun en la CCI y compartían nuestra condena de su sabotaje por el PCInt y por la CWO. Es una mentira más que poner en la lista de la FICCI. ¡Hay tantas!
Dicho esto, está claro que el BIPR parece dispuesto a discutir con elementos que afirman defender posiciones (las de la CCI) que justamente motivaron que el BIPR, desde hace ya mucho tiempo, se negara a discutir con la CCI. Ciertamente, la FICCI presenta grandes ventajas respecto a la CCI:
se pasa el tiempo denigrando a nuestra organización:
con ella no se corre el riesgo de que se “haga sombra al BIPR”, más que nada por su ridícula importancia;
no encuentra palabras lo suficientemente elogiosas para adular permanentemente a esa organización calificada como exclusivo polo de reagrupamiento internacional para el futuro partido revolucionario.
Es más, constatamos que la más servil lisonja parece ser un excelente “argumento” para convencer al BIPR a aceptar la discusión. A la vista está que si esas maneras le fueron eficaces en 1982 con un grupo burgués como el SUCM, aun hoy le son igualmente útiles con una pandilla de tramposos.
Dicho esto no parece que el BIPR se fíe mucho de las discusiones que mantiene con la FICCI pues estas no han aparecido en sus órganos de prensa hasta ahora; es más, el link –enlace– hacia la página Web de la FICCI ha desaparecido, hace ya tiempo, del espacio Internet del BIPR).
Desde 1989, el proletariado mundial ha pasado por una larga etapa de retroceso de su conciencia y de su combatividad. La caída de los regímenes pretendidamente “comunistas” y la campaña de la burguesía sobre la “imposibilidad” de una alternativa al capitalismo, le afectaron profundamente en su capacidad para concebirse como clase capaz de desempeñar un papel histórico, el de destruir el capitalismo y edificar una nueva sociedad. Esto hizo que las viejas cantinelas de los Marcuse, la Escuela de Frankfurt, etc., proclamando la desaparición del proletariado y su sustitución por nuevos “sujetos revolucionarios”, recobraran un nuevo predicamento en compañeros que se plantean cómo luchar contra este mundo de barbarie y miseria. Sin embargo, bajo los efectos de la agravación acelerada de las contradicciones del capitalismo, y particularmente en el ámbito de su crisis económica, ese estado de cosas empieza a ser superado. El proletariado internacional recupera su combatividad ([1]) y va desarrollando su conciencia, como lo atestigua la emergencia de minorías que no se plantean simplemente “¿quién es el sujeto revolucionario?” sino “¿Cuáles son los objetivos y los medios que debe darse el proletariado para asumir su naturaleza revolucionaria?” ([2])
Frente a esas cuestiones, la intervención del Grupo Comunista Internacionalista (GCI) siembra una gran confusión. Por un lado, se reivindica del “revolucionarismo más extremo” (condena del parlamentarismo y del nacionalismo, denuncia de la izquierda y extrema izquierda del capital, ataque a la propiedad privada etc.), pero, por la otra parte, apoya “críticamente”, como lo hace la extrema izquierda del Capital, algunas de las posiciones más reaccionarias de la burguesía y ataca furiosamente las posiciones de clase del proletariado y a sus verdaderas organizaciones comunistas. Así, la trayectoria del GCI durante los últimos 25 años se reduce a un apoyo, apenas disimulado, a causas abiertamente burguesas so pretexto de que tras ellas se ocultarían “movimientos proletarios de masas”. Este artículo se da por objetivo denunciar semejante impostura.
Nacido de una escisión de la CCI en 1979, el GCI no cesado desde entonces de aportar su apoyo a toda clase de causas burguesas:
- A principios de los años 80 toma partido de forma solapada por el Bloque popular revolucionario de El Salvador en la guerra que sacudió el país en aquella década (que enfrentaba el imperialismo USA al ruso con peones interpuestos). El GCI denunciaba la “dirección” del BPR como “burguesa” pero consideraba que “detrás de ella” se ocultaba un “movimiento de masas revolucionario” que debía ser apoyado ([3]).
- A partir de mediados de los años 80, en la guerra entre fracciones de la burguesía que opuso a Sendero Luminoso (4) contra las fracciones dominantes de la burguesía peruana, el GCI también tomó partido de manera indirecta por el bando senderista. Ahora la excusa era el “apoyo a los presos proletarios víctimas del terrorismo del Estado burgués” ([4]).
• a finales de los 80 y principios de los 90, frente a la lucha del movimiento nacionalista de la Cabilia argelina (1988) o la que se desarrolló en el Kurdistán iraquí (1991), el GCI empleó para apoyarlos pretextos más sofisticados: habló de la creación “por las masas” de “consejos obreros” cuando, como se ve obligado a reconocer en el caso de Cabilia, esos “consejos obreros” eran en realidad organismos interclasistas de aldeas o barrios constituidos por jefes tribales o líderes de partidos nacionalistas u opositores, ¡llamados en muchos casos “Comités de tribu”! ([5]).
En conflictos imperialistas recientes, el GCI ha seguido la misma tónica. Aparte de su decidida toma de partido por la “insurgencia iraquí” (sobre la que volveremos al final del artículo), merece destacarse cómo, en el conflicto entre Israel y Palestina, se ha arrojado sobre expresiones de ideología pacifista dentro de sectores de izquierda de la burguesía israelí, para presentarlos, desde luego de forma “crítica”, ¡nada menos que como “un primer paso” hacia el “derrotismo revolucionario”! Así, cita el pasaje siguiente de la carta de un objetor, quien, aunque se haya arriesgado al expresar su rebeldía contra la guerra, no se sale sin embargo de un terreno nacionalista:
«El ejército de ustedes, que se llama a sí mismo Israeli Defende Force (Fuerza de Defensa de Israel), no es más que el brazo armado del movimiento de las colonias. Este ejército no existe para defender la seguridad de los ciudadanos de Israel, sólo existe para garantizar la prosecución del robo de la tierra palestina. Como judío, los crímenes que comete esta milicia contra el pueblo palestino me repugnan. Mi deber, como judío y como ser humano es el de rechazar categóricamente todo tipo de participación en ese ejército. Como hijo de un pueblo víctima de pogromos y de destrucciones me niego a jugar cualquier papel en vuestra política insensata. Como ser humano, es mi deber negarme a participar en toda institución que comete crímenes contra la humanidad» (Carta citada en “¡No somos israelíes, ni palestinos, ni judíos, ni musulmanes... somos el proletariado!” en Communisme nº 54, abril 2003).
En efecto –más allá de las intenciones de su autor–, esta carta podría haber sido firmada por fracciones del Capital israelí quienes, percibiendo el descontento creciente en los obreros y en la población ante una guerra inacabable, emiten una crítica pública contra la manera de conducirla. La carta invoca “la defensa de la seguridad de los ciudadanos de Israel” que es una forma sofisticada de hablar de la seguridad del Capital israelí. No plantea el interés de los trabajadores o de las masas explotadas sino el interés de la nación israelí. Es decir, pone todos los ingredientes –defensa de la nación y del interés nacional– que sirven de base a la guerra imperialista.
Así pues, lo que “aporta” el GCI se resume en un cóctel de posiciones “radicales” y planteamientos típicos del tercermundismo y el izquierdismo burgués ¿Cómo concilia el GCI el agua con el fuego? Pues planteando el siguiente chantaje: ¿cómo vamos a despreciar un movimiento proletario porque su dirección sea burguesa? ¿Es que acaso, la revolución rusa de 1905 no se inició con una manifestación encabezada por el cura Gapón?
Este “argumento” se basa en un sofisma que, como veremos, es la arena movediza en la que se levanta todo el edificio “teórico” del GCI. Un sofisma es una afirmación falsa que se deduce de premisas correctas. Una ilustración sería el siguiente ejemplo célebre: “Sócrates es mortal, todos los hombres son mortales, luego todos los hombres son Sócrates”. Se trata de una deducción absurda que se ha sacado de afirmaciones correctas, jugando con silogismos.
1905 fue un genuino movimiento proletario con grandes masas en la calle que, al principio, la policía zarista intentó manipular. ¡Pero eso no quiere decir que todo movimiento con “grandes debilidades” y “con dirección burguesa” sea proletario! ¡Y ahí está el burdo sofisma de los señores del GCI! Son innumerables los “movimientos de masas” que han sido organizados por fracciones burguesas en su propio beneficio. Estos movimientos han llevado a violentos enfrentamientos, han conducido a espectaculares cambios de gobierno, tildados con frecuencia de “revoluciones”. Pero nada de eso hace de ellos movimientos proletarios comparables a la revolución de 1905 ([6]).
Un ejemplo del método de la amalgama que practica el GCI lo tenemos con su análisis de los acontecimientos de Bolivia 2003. Allí había masas en la calle, asaltos a bancos o instituciones burguesas, cortes de carretera, saqueos de supermercados, linchamientos, caídas de presidentes…, tenemos pues todos los ingredientes para que el GCI hable de “modelo de afirmación proletaria”, llevándole a exclamar:
“Hace mucho tiempo que no se proclamaba abiertamente que hay que destruir el poder burgués, el parlamento burgués con toda su democracia representativa (incluida la famosa Constituyente) y construir el poder proletario para realizar la revolución social” (“Algunas líneas de fuerza en la lucha del proletariado en Bolivia” en Communisme nº 56, octubre 2004).
Cualquiera que analice con un mínimo de seriedad los acontecimientos bolivianos no encontrará nada que se le parezca a una “destrucción del poder burgués” ni a una “construcción del poder proletario”. El movimiento fue dominado de cabo a rabo por reivindicaciones burguesas (nacionalización de los hidrocarburos, asamblea constituyente, reconocimiento de la nacionalidad aimara etc.) y sus objetivos generales gravitaron en torno a temas tan “revolucionarios” como “acabar con el modelo neo-liberal”, “poner otra forma de gobierno”, “luchar contra el imperialismo yanqui” ([7]).
El GCI tiene que reconocerlo pero inmediatamente saca de la chistera el “argumento irrebatible”: ¡eso formaría parte de las “debilidades” del movimiento! Siguiendo esa lógica “irrefutable”, una lucha por reivindicaciones burguesas de principio a fin sufre la maravillosa mutación de convertirse en “poder proletario para realizar la revolución social”. Esta versión “ultrarradical” de los viejos cuentos de hadas, sirve al GCI para operar una deformación grotesca de la lucha proletaria.
Toda sociedad en crisis y descomposición, como es el caso del capitalismo actual, sufre convulsiones crecientes que van desde rebeliones, enfrentamientos callejeros, asaltos, desórdenes, violaciones repetidas de las más elementales normas de convivencia… Pero ese caos manifiesto no es equivalente a una revolución social. Una revolución social –y más aún en el caso del proletariado, clase explotada y revolucionaria a la vez- altera efectivamente el orden establecido, lo pone patas arriba, pero lo hace de manera consciente, organizada, con una perspectiva de transformación social.
“Cuando los campeones del oportunismo en Alemania, oyen hablar de revolución piensan inmediatamente en la sangre vertida, en batallas callejeras, en la pólvora y en el plomo (…) Pero la revolución es otra cosa, es algo más que un simple baño de sangre. A diferencia de la policía que entiende por revolución simplemente la batalla callejera y la pelea, es decir, el desorden, el socialismo científico ve en la revolución antes que nada como una transformación interna profunda de las relaciones de clase” (Rosa Luxemburg, Huelga de masas, partido y sindicatos).
Es cierto que la revolución proletaria es violenta y pasa por combates encarnizados, pero se trata de medios conscientemente controlados por las masas proletarias y coherentes con el fin revolucionario al que aspiran. El GCI, en uno de sus habituales ejercicios de sofística, aísla y abstrae del fenómeno vivo que es una revolución, el elemento “desorden”, “alteración del orden público” y de ahí deduce con lógica imparable que toda convulsión que altere la sociedad burguesa es “revolucionaria”.
El activismo ciego de las “masas en revuelta” sirve al GCI para colar de contrabando la tesis según la cual estarían rechazando el electoralismo y estarían a punto de superar las ilusiones democráticas. Así, nos enseña que el eslogan “¡Que se vayan todos!”, tan agitado en Argentina por la pequeña burguesía en las convulsiones del 2001, ¡va más lejos que Rusia 1917!:
“la consigna ‘que se vayan todos’ es una consigna que va más allá de la democracia; es mucho más claro que las consignas que podemos encontrar en movimientos insurrecciónales netamente más potentes, incluido Octubre 1917 en Rusia donde el pan y la paz representaban las consignas centrales» (“A propósito de las luchas obreras en Argentina”, Communisme nº 56, octubre 2004).
Los señores del GCI falsean escandalosamente los hechos históricos: las “consignas centrales” de Octubre eran “Todo el poder a los Soviets”, es decir, planteaban la cuestión que permite la crítica de la democracia con los actos al derribar el Estado burgués e imponer sobre sus ruinas la dictadura del proletariado. En cambio, el “¡Que se vayan todos!” encierra el sueño utópico de la “regeneración democrática” mediante la “participación popular directa” sin “políticos profesionales”. Que en Argentina no se produjo ninguna “ruptura” con la democracia sino una mayor atadura a sus cadenas lo prueba un hecho que recoge el propio GCI: “En las elecciones, el voto mayoritario es el llamado «voto bronca», es decir, nulo, impugnado. Grupos de proletarios imprimen un boleto electoral, a modo de panfleto, con la leyenda «Ningún partido. No voto a nadie. Voto impugnado” (“A propósito de las luchas obreras en Argentina”, Communisme nº 54, abril 2003) Esto lo presenta ¡como una ruptura con el electoralismo!, cuando significa su apuntalamiento, pues estas acciones refuerzan la participación en el circo electoral al animar a votar aunque no se confíe en los “políticos actuales”. Expresa desconfianza en ellos pero confianza en la participación electoral.
Otra manifestación de cómo el GCI cuela por la puerta trasera del activismo lo que solemnemente rechaza por la puerta grande, nos la da su apoyo a los “escraches” en Argentina, que son acciones de protesta frente a domicilios de militares implicados en los bárbaros crímenes de la guerra sucia (1976-83). Estas acciones, impulsadas por el “ultrademócrata” Kirschner, constituyen actualmente una maniobra del Estado argentino para encubrir un ataque cada vez más desalmado a las condiciones de vida del proletariado y de la inmensa mayoría de la población. Algunos milicos argentinos son utilizados como chivo expiatorio donde descargar las iras de las masas descontentas. Lejos de debilitar al proletariado en su conciencia, para el GCI “A través de esta condena social, el proletariado desarrolla su fuerza, movilizando un gran número de personas (barrios, vecinos, amigos)”. Tras estas pomposas palabras, hay en realidad la típica movilización antirrepresiva de colectivos ciudadanos (vecinos, amigos, barrios) destinada a dar una fachada democrática al Estado ([8]).
Lo que el GCI postula como métodos de combate del proletariado consiste en un planteamiento sindicalista y –por qué no decirlo?– socialdemócrata que sólo se diferencia del izquierdismo clásico en su radicalismo verbal, en su exaltación de la violencia y en que a todo se le pone la etiqueta de “proletario”.
En unas tesis sobre la autonomía proletaria y sus límites (Communisme nº 54, abril 2003), en referencia a los acontecimientos de Argentina 2001, el GCI nos expone lo que podría ser la quintaesencia de la organización combatiente de los trabajadores y de sus métodos de lucha:
“En el curso de este proceso de afirmación como clase, el proletariado se dota de estructuras masivas de asociación como las asambleas barriales. Éstas son a su vez precedidas, posibilitadas y potenciadas por estructuras con una mayor permanencia y organización como los piqueteros que vimos aquí u otras estructuras que desde hace años luchan contra la impunidad de los torturadores y asesinos del Estado argentino (madres, hijos...), así como por asociaciones de trabajadores en lucha (fábricas ocupadas) o el movimiento de jubilados. Esa correlación entre los diferentes tipos de estructuras, la relativa permanencia en el tiempo de algunas de ellas y las formas de acción directa que adoptaron hicieron posible esa afirmación de la autonomía del proletariado en Argentina y están constituyendo un ejemplo que tiende a extenderse por América y el mundo: el piquete, el escrache, el saqueo organizado, la olla «popular»...
Así pues ¡las Asambleas barriales que en las revueltas de 2001 en Argentina eran en su inmensa mayoría expresiones de la pequeña burguesía desesperada se transforman en “estructuras masivas de asociación obrera”! ([9])
Sin embargo, lo que mejor expresa la visión del GCI sobre el “asociacionismo obrero” es su tesis de que esta “autoorganización del proletariado” sería “precedida, posibilitada y potenciada” por “estructuras permanentes” como piqueteros, asociaciones de fábricas ocupadas ¡y hasta las Madres de la Plaza de Mayo!
Una vez más, tal planteamiento se alinea con el que proponen la izquierda y la extrema izquierda del Capital: si queréis luchar tenéis que tener una organización masiva previa que os encuadre por sectores (organismos sindicales, cooperativos, antirrepresivos, de jubilados, de barrio etc.). ¿Y qué lecciones sacan los elementos sinceramente proletarios de su paso por estas estructuras? Pues sencillamente que no sirven de palancas de organización, concienciación y fuerza de la clase obrera sino que actúan como herramientas del Estado burgués para desorganizar, atomizar, desmovilizar y encerrar en un terreno burgués a los obreros que caen en sus redes. No son medios de fuerza del proletariado contra el Estado burgués sino armas que tiene éste contra el proletariado.
Esto es así porque en el capitalismo decadente no puede existir una organización de masas permanente que se proponga únicamente limitar tal o cual aspecto de la explotación y la opresión capitalistas. Semejante tipo de organización es irremediablemente absorbido por el Estado burgués y por ello mismo se integra necesariamente en sus mecanismos democráticos de control totalitario de la sociedad y especialmente de la clase obrera. En el capitalismo decadente, la existencia de organizaciones unitarias de defensa económica y política de la clase obrera está condicionada por la movilización masiva de los obreros.
En Argentina asistimos a una proliferación de organizaciones “de base”: movimiento piquetero, organización de empresas autogestionadas, redes de trueque llamadas de “economía solidaria”, sindicatos autoconvocados, comedores populares… Estos organismos han nacido generalmente al calor de respuestas obreras o de la población contra una explotación y una miseria cada vez más exasperantes y, estas respuestas se han hecho al margen y muchas veces en contra de los sindicatos e instituciones oficiales. Sin embargo, la tentativa de hacerlas permanentes ha llevado inevitablemente a su absorción por el Estado burgués gracias a la intervención rápida de organismos asistenciales (tales como ONG’s de la iglesia católica o procedentes del propio peronismo) y sobre todo de un enjambre de organizaciones izquierdistas (principalmente trotskistas).
El exponente más claro de la función antiobrera de estos organismos es el movimiento piquetero. En 1996-97 se produjeron en diferentes regiones argentinas cortes de carretera protagonizados por desocupados que luchaban por obtener un medio de vida. Estas primeras acciones expresaban una lucha proletaria genuina. Sin embargo, no pudieron extenderse, dada la situación de retroceso de la clase obrera a nivel mundial, tanto en el plano de su conciencia como de su combatividad. Poco a poco fueron concebidas como actos de presión, resultando cada vez más incapaces de establecer una relación de fuerzas favorable contra el Estado capitalista. Los desocupados fueron progresivamente “organizados” por sindicalistas radicales, por grupos de extrema izquierda (principalmente trotskistas) dando lugar al “movimiento piquetero” que degeneró en un auténtico movimiento asistencial (el Estado repartía bolsas de comida a las múltiples organizaciones piqueteras a cambio de su control sobre los obreros)
Pero contra esta conclusión sacada por gente de la propia Argentina ([10]), el GCI contribuye con todas sus fuerzas al mito antiproletario del movimiento piquetero presentándolo –¡nada menos!– que como expresión del renacimiento del proletariado en Argentina:
“La afirmación proletaria en Argentina no habría sido posible sin el desarrollo del movimiento piquetero, puntal del asociacionismo proletario durante el último lustro (…) Los piquetes en Argentina, la paralización de caminos, carreteras y autopistas y su extensión a otros países, mostraban al mundo que el proletariado como sujeto histórico volvía a afirmarse y que el transporte es el talón de Aquiles del capital en la fase actual” ([11]) (“A propósito de las luchas actuales en Argentina”, Communisme nº 54, abril 2003).
Y cuando la realidad le pone difícil continuar sosteniendo sus análisis, el GCI se escabulle de nuevo invocando una “debilidad” del movimiento piquetero, su “institucionalización”, para evitar hablar de su integración pura y simple en el Estado burgués. Así, refiriéndose a un congreso de organizaciones piqueteras celebrado el año 2000 concede que:
“... sin embargo este congreso, donde se estructura un plan de lucha que implica una escalada en los cortes de carretera durante un mes, se afirma como una tentativa de control por tendencias que buscan la institucionalización política del movimiento piquetero: CTA (Central de trabajadores argentinos) –a la cual está adherida la importante Federación de tierra y vivienda–, la CCC (Corriente clasista y combativa) y el Polo obrero-Partido obrero. Mezcla de diferentes ideologías politicistas e izquierdistas (populismo radical, trotskismo, maoísmo), esta tendencia busca en su práctica la oficialización del movimiento piquetero como interlocutor válido, con representantes permanentes y formulación de reivindicaciones claras y atendibles estatalmente («libertad a los luchadores sociales presos, planes “Trabajar” y fin de las políticas de ajuste neoliberales»), lo que los lleva a aceptar un conjunto de condiciones que desnaturalizan la fuerza del movimiento piquetero y tienden a su liquidación” (“A propósito de las luchas actuales en Argentina”, Communisme nº 54, abril 2003).
Sin embargo, para el GCI, esto no significa la pérdida del carácter “proletario” del movimiento como lo testimoniaría el hecho de que:
“... fuertes masas de piqueteros desconocen totalmente tales directivas, continúan con sus métodos de lucha y rompen con la legalidad que aquellos quieren imponer: el uso de capuchas (elemento que el movimiento fue afirmando como elemental en la seguridad y defensa), los cortes totales de carreteras y hasta la toma de agencias bancarias, de sedes administrativas del gobierno, se seguirán desarrollando” (“A propósito de las luchas actuales en Argentina”, Communisme nº 54, abril 2003).
En definitiva, el GCI sigue los mismos esquemas del izquierdismo burgués: éste también habla de “institucionalización” de las organizaciones de masas para añadir a continuación la existencia de una “base” que se contrapondría a la dirección y tomaría iniciativas de “lucha”. ¿Qué tipo de lucha? Pues “llevar capucha” o el radicalismo estéril de “cortes totales”, cosas que los propios sindicalistas saben emplear cuando necesitan evitar cualquier desbordamiento.
El objetivo del proletariado consistiría en «la reapropiación generalizada de medios de vida y el ataque a la burguesía y su Estado». Esta “reapropiación generalizada” se concreta en que:
«... a partir del día 18 de diciembre del 2001, por todos los rincones de Argentina, el proletariado realiza cientos de asaltos y recuperaciones en supermercados, camiones de reparto, comercios, bancos, fábricas... Reparto de mercancías expropiadas entre los proletarios y comidas «populares» surtidas con el producto de las recuperaciones».
El programa “comunista” del GCI se resume en que:
«... los proletarios expropian directamente la propiedad burguesa para satisfacer inmediatamente sus necesidades» (“A propósito de las luchas actuales en Argentina”, Communisme nº 54, abril 2003).
La frasecita, como en general el radicalismo verbal y chillón del GCI, puede impresionar a algún burgués idiota. Puede impresionar también a elementos rebeldes pero ignorantes. Sin embargo, si la analizamos seriamente resulta de lo más reaccionaria. El proletariado no se plantea el reparto “directo” de los bienes y riquezas existentes por la sencilla razón de que –como demostró Marx frente a las teorías de Proudhon– la raíz de la explotación capitalista no está en el modo en que se reparte lo producido, sino en las relaciones sociales a través de las cuales se organiza la producción ([12]).
Llamar a un saqueo “expropiación directa de la propiedad burguesa” no deja de ser un eufemismo envuelto en palabrería “marxista”. En un saqueo, la propiedad no es atacada sino que simplemente cambia de manos. El GCI no hace con esto sino situarse en continuidad directa con la doctrina de Bakunin que consideraba a los bandoleros como los “revolucionarios más consecuentes”. Que unos expropien a otros no forma parte de ninguna dinámica “revolucionaria” sino que es una reproducción de la propia lógica de la sociedad burguesa: la burguesía expropió a los campesinos y a los artesanos para transformarlos en proletarios, los burgueses se expropian entre ellos en la competencia feroz que les caracteriza. El robo de bienes de consumo forma parte, bajo diversas maneras, del juego de las relaciones capitalistas de producción (los ladrones que se apropian de lo ajeno, el comerciante que estafa a mayor o menor escala; el pequeño o gran capitalista que defrauda a los consumidores o a sus propios rivales etc.). Si tratamos de imaginar una sociedad donde la consigna sea «expropiaos los unos a los otros» sólo tenemos que mirar al capitalismo:
«Los matices entre especulación comercial, de la bolsa, pseudo-negocios de ocasión, adulteración de alimentos, chantaje, peculado, robo, escalamientos y rapiñas se confunden tanto entre sí que desaparecen los límites que separaban a la honorable burguesía de la delincuencia. Con el abandono de las barreras y de los soportes convencionales de la moral y del derecho, la sociedad burguesa, cuya ley íntima de existencia es la más profunda inmoralidad, la explotación del hombre por el hombre, recae directa y desenfrenadamente en la pura y simple delincuencia» (Rosa Luxemburg, La Revolución rusa).
“Atacar la propiedad” resulta ser una fórmula tan ruidosa como vacía. En el mejor de los casos va a los efectos sin rozar siquiera las causas. En su polémica con Proudhon, Marx rebate esos radicalismos grandilocuentes
«La propiedad constituye la última categoría en el sistema del señor Proudhon. En el mundo real, por el contrario, la división del trabajo y todas las demás categorías del señor Proudhon son las relaciones sociales que su conjunto forman lo que actualmente se llama propiedad; fuera de esas relaciones, la propiedad burguesa no es sino una ilusión metafísica y jurídica» ([13]).
¿Cómo debe ser la futura sociedad según la doctrina del GCI? Muy doctamente nos dice que
“... el objetivo invariante de la revolución proletaria es trabajar lo menos posible y vivir lo mejor posible, objetivo que, a fin de cuentas, es exactamente el mismo que aquel por el que luchaba el esclavo cuando se oponía al esclavismo hace 500 o 3000 años. La revolución proletaria no es otra cosa que la generalización histórica de la lucha por los intereses materiales de todas las clases explotadas de la antigüedad” (“Poder y Revolución”, Communisme nº 56, octubre 2004).
Típica del ideal de rebelión de la pequeña burguesía estudiantil, la audaz parrafada del GCI a favor de la “reducción del tiempo de trabajo” no es capaz de ir más allá de una visión que reduce el trabajo a la actividad alienante tal como es en las sociedades de clase y particularmente bajo el capitalismo. Semejante visión está a cien leguas de comprender que, en una sociedad liberada de la explotación, el trabajo dejará de ser un factor de embrutecimiento para convertirse en un factor de desarrollo del ser humano.
Proclamar que el “objetivo invariante” (sic) de la “revolución proletaria” es “trabajar lo menos posible y vivir lo mejor posible” es reducir el programa del proletariado a una perogrullada ridícula. Salvo algún que otro ejecutivo “drogado por el trabajo” todo el mundo tiene ese “objetivo invariante” empezando por Mister Bush, quien, pese a ser presidente de EEUU, echa todos los días la siesta, se va de descanso el fin de semana, haraganea todo lo que puede, cumpliendo rigurosamente el principio “revolucionario” del GCI.
El objetivo es tan “invariante” que, efectivamente, puede ser elevado a aspiración universal de todo el género humano, habido y por haber, y desde luego con tan democrático principio se puede igualar en un mismo plano a esclavos, siervos, proletarios… Semejante igualación significa negar todo lo que caracteriza a la sociedad comunista, la cual es el producto específico del ser y el porvenir histórico que encierra el proletariado. El proletariado es el heredero de todas las clases explotadas que le han precedido a lo largo de la historia, sin embargo, eso no quiere decir que tenga la misma naturaleza, ni los mismos objetivos, ni la misma perspectiva histórica, que aquellas. Esta verdad elemental del materialismo histórico es echada al cubo de la basura por el GCI reemplazada con sus sofismas baratos.
En los Principios del comunismo, Engels recuerda que
“... las clases trabajadoras han vivido en distintas condiciones, según las diferentes fases de desarrollo de la sociedad y han ocupado posiciones distintas respecto a las clases poseedoras y dominantes”,
mostrando en primer lugar las diferencias entre el esclavo y el proletariado moderno y particularmente que:
“El esclavo es considerado como una cosa y no como miembro de la sociedad civil. El proletario es reconocido como persona, como miembro de la sociedad civil. Por consiguiente, el esclavo puede tener la existencia mejor que el proletario, pero este último pertenece a una etapa superior de desarrollo de la sociedad y se encuentra a un nivel más alto que el esclavo”.
¿Cuál es el objetivo del esclavo?
“Este –responde Engels– se libera cuando de todas las relaciones de la propiedad privada se suprime una de ellas –la esclavitud–, gracias a lo cual se convierte en proletario. En cambio, el proletario solo puede liberarse suprimiendo toda la propiedad privada en general”.
La liberación del esclavo no consiste en abolir la explotación sino en pasar a otra forma superior de explotación: el trabajador “libre” sometido al trabajo asalariado capitalista, como sucedió por ejemplo en Estados Unidos tras la guerra de secesión.
Igualmente, examina las diferencias entre el siervo y el proletario:
“El siervo se libera ya refugiándose en la ciudad y haciéndose artesano, ya dando a su amo dinero en lugar de trabajo o productos, transformándose en libre arrendatario, ya expulsando al señor feudal y haciéndose él mismo propietario. Dicho en breves palabras, se libera entrando de una manera o de otra en la clase poseedora y en la esfera de la competencia. El proletario se libera suprimiendo la competencia, la propiedad privada y todas las diferencias de clase”.
Esas diferencias son las que hacen del proletariado la clase revolucionaria de la presente sociedad y las que constituyen los fundamentos materiales de su lucha histórica. El GCI quiere borrarlo todo eso de un plumazo para ofrecer a quienes quieran escucharle una “revolución” de pacotilla que no es ni más ni menos que una imagen más del desorden y la anarquía que cada vez más provoca la evolución del capitalismo.
Ya hemos puesto en evidencia que toda la doctrina del GCI se basa en la burda manipulación de sofismas. Su apoyo descarado al bando de la insurgencia en la criminal y caótica guerra imperialista que sacude Irak se basa en dos de ellos.
La lucha de clases es el motor de la historia. El antagonismo fundamental del capitalismo es la lucha de clase entre proletariado y burguesía. Pero ¿debemos deducir de ahí el dogma estúpido según el cual todo conflicto pertenece al antagonismo burguesía-proletariado? El GCI no tiene reparos en afirmarlo, para él,
“... la guerra se ha hecho cada vez más abiertamente una guerra civil, una guerra social directamente contra el enemigo de clase: el proletario (Communisme nº 56: “Haití: el proletariado enfrenta a la burguesía mundial”, octubre 2004).
Así
“... Este terror se concreta en la lucha contra la agitación social, en ocupaciones militares permanentes (Irak, Afganistán, la antigua Yugoslavia, Chechenia, la mayoría de países africanos…), en la guerra contra la subversión, en las prisiones y centros de detención, las torturas (…) Cada vez se hace más difícil hacer pasar esas operaciones internacionales de policía contra el proletariado por guerras entre gobiernos” (Communisme nº 56: “Y el Águila III no pasó”).
¡Mayor radicalismo es imposible de imaginar! ¿Pero adónde lleva ese inflado radicalismo? Pues a meter en el mismo saco de la “lucha de clases” las guerras imperialistas, las agitaciones sociales de cualquier tipo … Eso es concretamente un llamamiento a apoyar tanto a los combatientes islámicos, (que actualmente son los principales destinatarios de centros de tortura como Guantánamo) pues serían las víctimas visibles de la guerra social “contra el proletario”, como a los bandos no uniformados que operan en Irak so pretexto de que se opondrían a “las operaciones internacionales de policía contra el proletariado”.
Según el GCI, todas las fracciones de la burguesía mundial han cerrado filas tras Estados Unidos para efectuar una operación de policía contra el proletariado en Irak. El GCI nos informa que en Oriente Medio existiría una lucha de clases tan peligrosa que obligaría al gendarme mundial a intervenir. Los pobres ciegos que no ven esa “luminosa realidad” son fulminados por el GCI pues ello significaría obviar la cuestión:
“¿Pero dónde está el proletariado en medio de todo ese revoltijo? ¿Qué es lo que hace? ¿Cuáles son las alternativas que enfrenta en su intento por hacerse autónomo y destruir a todas las fuerzas burguesas? Sobre esto deberían discutir hoy los escasos núcleos proletarios que, en el ambiente nauseabundo de paz social que nos oprime, intentan mantener en alto la bandera de la revolución social. Pero la mayoría de ellos quedan atrapados en la problemática si tal o cual la contradicción ínter burguesa es o no fundamental” (“Algunas consideraciones sobre los acontecimientos que sacuden actualmente Irak” en Communisme nº 55, febrero 2004).
A partir de ahí, el GCI llega a la conclusión de que el capital posee un gobierno mundial único, negando lo que siempre ha defendido el marxismo, la división del capital en Estados nacionales que se pelean a muerte en la arena internacional:
“a través del mundo, un número creciente de territorios se encuentra así directamente administrados por las instancias mundiales de los capitalistas reunidos en esas cuevas de ladrones y asesinos que son la ONU, el FMI y el Banco Mundial (…) Regularmente, el Estado mundial del capital toma contornos cada vez más perceptibles en la imposición terrorista de su orden” (Communisme nº 56: “Haití: el proletariado enfrenta a la burguesía mundial”, octubre 2004).
El ultrarradical GCI nos sirve con esto una vieja teoría de Kautsky, que Lenin combatió enérgicamente, según la cual el capital se unificaría en un superimperialismo. Esta teoría es la que defiende regularmente la izquierda y extrema izquierda del capital que para mejor atar a los obreros a “su” Estado nacional hablan de un capital “unificado mundialmente” en instancias “apátridas” como la ONU, el FMI, el Banco mundial, las multinacionales etc. El GCI va en el mismo sentido que ellos sugiriendo (aunque sin decirlo abiertamente, lo cual es mucho peor) que el enemigo principal es el imperialismo americano, el súperimperialismo que federaría tras él lo esencial del capitalismo mundial. Todo esto es coherente con su papel de sargento reclutador para la guerra imperialista en Irak (¡aunque, eso sí, desde la distancia, instalado en su butaca!) que el GCI asume con el apoyo que da al movimiento burgués de la insurgencia iraquí con la excusa de hacerla pasar por proletaria:
“todo el aparato, los servicios, los órganos, los representantes del Estado mundial, que se encuentran en el lugar, son sistemáticamente elegidos como objetivo. Lejos de ser actos ciegos, esta resistencia armada tiene una lógica si hacemos el esfuerzo de salir de estereotipos y de la falsa propaganda ideológica que los burgueses nos proponen como única explicación de lo que pasa en Irak. Detrás de los objetivos, así como en la guerrilla cotidiana dirigida contra las fuerzas de ocupación, se pueden percibir designados los contornos de un proletariado que intenta luchar, organizarse, contra todas las fracciones burguesas que han decidido imponer el orden y la seguridad capitalista en la región, aún si todavía es extremamente difícil juzgar el grado de autonomía de nuestra clase en relación con las fuerzas burguesas que intentan encuadrar la rabia de nuestra clase contra todo aquello que representa al Estado mundial. Los actos de sabotajes, atentados, manifestaciones, ocupaciones, huelgas... no son hechos de islamistas o de nacionalistas panárabes. Dicha interpretación es demasiado simplista y va en el sentido del discurso dominante que quiere encerrar nuestra comprensión en una lucha entre «el bien y el mal», entre «los buenos y los malos», un poco como en una película de cowboys, eliminando una vez más la contradicción mortal del capitalismo: el proletariado” (Communisme nº 55 “Algunas consideraciones sobre los acontecimientos que sacuden actualmente Irak, febrero 2004).
La escisión de la CCI de la que procede el GCI tiene por origen una serie de divergencias dentro de la sección de la CCI en Bélgica que surgieron en 1978-79 sobre la explicación de la crisis económica, el papel del partido y sus relaciones con la clase, la naturaleza del terrorismo, el peso de las luchas del proletariado en los países de la periferia del capitalismo… Rápidamente los elementos en desacuerdo, aunque cada uno tenía una posición diferente, se reagruparon en una Tendencia y enseguida abandonaron la organización dando nacimiento al GCI sin establecer claramente los desacuerdos que fundaban la escisión. Así, el GCI no se constituyó sobre un conjunto de posiciones políticas coherentes alternativas a las de la CCI, sino sobre una amalgama de divergencias insuficientemente elaboradas y, sobre todo, en base a sentimientos negativos de ambiciones personales frustradas y de rencor ([14]). La consecuencia fue que los líderes del grupo pronto se enfrentaron entre ellos produciéndose dos nuevas escisiones ([15]), quedándose al frente del GCI el elemento con más inclinaciones izquierdistas que, desde entonces, no ha cesado de apoyar todo tipo de causas burguesas.
Un grupo como el GCI no es típicamente izquierdista, como pueden serlo los maoístas o los trotskistas, pues, al contrario de ellos, no tiene un programa que defienda abiertamente el Estado burgués. De hecho, los denuncia de forma muy radical. Sin embargo, como hemos puesto en evidencia a lo largo de este artículo, detrás de su radicalismo frente a las instituciones y fuerzas de la burguesía, sus análisis y consignas tienen como consecuencia esencial, no tanto la de armar política y teóricamente a los elementos que intentan plantear en términos y perspectivas políticas el rechazo legítimo que les inspira el mundo actual, sino más bien canalizarlos hacia los callejones sin salida del izquierdismo y el anarquismo ([16]).
Sin embargo, la contribución del GCI no se limita a este aspecto que es ya de por sí importante. La virulencia de sus ataques no soslaya a los auténticos revolucionarios y particularmente a nuestra organización. Empleando siempre el mismo método del sofisma que hemos puesto en evidencia, y sin ninguna argumentación seria, nos obsequia con epítetos como “socialdemócratas”, “pacifistas”, “kautkystas”, “auxiliares de la policía” etc. ([17]). En este sentido no hace más que aportar su pequeña contribución al esfuerzo general de la burguesía por desprestigiar todo combate que se inscriba auténticamente en una perspectiva revolucionaria. Y recordemos además aquí, sin volver a desarrollar el asunto, que el GCI ha llevado su radicalismo al servicio de una causa que no tiene, ni mucho menos, nada que ver con la emancipación del proletariado: ha llegado a incitar al asesinato de militantes de la sección de la CCI en México ([18]). Este llamamiento del GCI ha sido retomado con otra forma y dirigido esta vez contra los militantes de la CCI en España, por un grupo próximo al GCI (ARDE) ([19]).
Así pues, aunque el programa del GCI no forme parte del aparato político de la burguesía, eso no significa que pertenezca al campo proletario, dado que su vocación es la de atacarlo y destruirlo. En ese sentido, es un representante de lo que la CCI caracteriza como parasitismo político. Para terminar este artículo reproducimos unos extractos de un texto sobre dicho asunto que hemos publicado y que juzgamos perfectamente adaptados a la situación que hemos examinado:
“la noción de parasitismo político no es en manera alguna una invención de la CCI. Fue la AIT la primera que lo identificó y combatió, al verse enfrentada a esta amenaza contra el movimiento proletario. Fue ella, empezando por Marx y Engels, quien caracterizó ya a los parásitos como esos elementos politizados que, pretendiendo adherirse al programa y a las organizaciones del proletariado, concentran sus esfuerzos no sobre el combate, no tanto contra la clase dominante sino contra las organizaciones de la clase revolucionaria. La esencia de su actividad consiste en denigrar y maniobrar contra el campo comunista aunque pretendan pertenecer a él y servirlo” (Punto 9 de las “Tesis sobre el parasitismo” publicadas en la Revista internacional nº 94).
C.Mir 6-11-05
[1]) Ver Revista internacional nº 119 “Resolución sobre la lucha de clases”.
[2]) Un análisis de esta maduración de minorías en el proletariado internacional y de nuestra actividad ante ellas se puede ver en el balance del 16º Congreso de la CCI aparecido en la Revista internacional nº 122.
[3]) Ver Communisme nº 12, febrero 1981, el artículo “Lucha de clases en El Salvador”. El esquema argumental apenas se diferencia del que utiliza el trotskismo. Este también justifica su apoyo a luchas burguesas hablando de “movimientos revolucionarios de masas” ocultos tras la “fachada” de las “direcciones burguesas”.
[4]) Guerrilla peruana de inspiración maoísta que intentó hacer caer las ciudades mediante su cerco desde el campo donde eran reclutados los efectivos de la guerrilla. En realidad, era la población, y particularmente la de las zonas campesinas, la que pagaba los platos rotos de un régimen de terror impuesto por los dos campos burgueses, el que estaba instalado en el poder y Sendero Luminoso.
[5]) Cita de una fuente periodística tomada por el propio GCI: “La referencia a los lazos de sangre constitutivos del Arch permite agrupar las aldeas pertenecientes al mismo linaje, pero dispersas en diferentes municipios y distritos”. El programa acordado por una Coordinadora de los Arch de Cabilia (2000 delegados) es nacionalista y democrático aunque adobado con alguna reivindicación con gancho entre los trabajadores: “Reclaman, en desorden, la retirada inmediata de la gendarmería, la toma a cargo por el Estado de las víctimas generadas por la represión, la anulación de los juicios contra los manifestantes, la consagración del tamazight como lengua nacional y oficial, ventajas de libertad y justicia, la adopción de un plan de urgencia para Cabilia y el pago de una indemnización por desocupación a todos los parados» (Esta cita procede de Communisme nº 52, “Proletarios de todos los países la lucha de clases en Argelia es de todos”).
[6]) Ver la serie de artículos sobre este movimiento de nuestra clase iniciada en la Revista internacional nº 120.
[7]) Como acaba de ilustrarlo la victoria electoral del nuevo presidente Evo Morales que viene a engrosar las filas de la “Izquierda latina” (Castro, Lula, Chávez). Estos presidentes de izquierdas en América Latina quienes, además de proseguir los ataques contra la clase obrera, como lo haría cualquier gobierno de derecha, son capaces de venderle ilusiones.
[8]) Esto se ve corroborado por la afirmación del GCI en su artículo sobre la “autonomía proletaria en Argentina” según la cual las organizaciones de las Madres de Mayo ¡habrían contribuido a la autoorganización del proletariado!
[9]) Ver nuestro artículo en Revista internacional nº 109 sobre la revuelta social de 2001 en Argentina.
[10]) Ver el artículo de denuncia del movimiento piquetero realizado por un grupo argentino, el NCI, y que hemos publicado en Revista internacional 119.
[11]) Por otra parte, afirmar que el “transporte es el talón de Aquiles del capital actual” no deja de ser una ingeniosa constatación sociológica que oculta el deseo del GCI de encerrar al proletariado en una visión sindicalista de su lucha. En el periodo ascendente del capitalismo (siglo xix), la fuerza del proletariado, organizado en sindicatos, estaba en la capacidad para paralizar una parte de la producción capitalista. Sin embargo, no son esas las condiciones que prevalecen en el capitalismo decadente, caracterizado por la fuerte solidaridad, detrás del Estado, de todos los capitalistas contra el proletariado. La presión económica sobre un capitalista particular o, incluso, sobre un conjunto de ellos, no puede tener más que un impacto muy limitado. Por eso, ese tipo de lucha tomado de los métodos sindicales del siglo xix, hoy forma parte del juego de la clase capitalista. Pero eso no significa que los obreros hayan perdido la capacidad de constituir una fuerza contra el capital. Con métodos de lucha diferentes, ellos lo siguen consiguiendo como lo demuestra toda la historia del siglo xx: uniéndose mediante el desarrollo de una firme solidaridad entre todas las capas del proletariado, rompiendo las divisiones de sector, empresa, región, raza o nación, organizándose como clase autónoma en la sociedad, defendiendo sus propias reivindicaciones contra la explotación capitalista y asumiendo conscientemente el enfrentamiento con el Estado capitalista. Solamente de esa forma el proletariado desarrolla verdaderamente su fuerza y puede oponer una relación de fuerzas favorable contra el Estado.
[12]) La consigna de los proletarios de Roma, que popularizó el cristianismo, era el reparto de las riquezas. Pero ellos podían plantearse así la cuestión porque no desempeñaban ningún papel en la producción, que recaía enteramente en el trabajo de los esclavos: «Los proletarios romanos no vivían del trabajo, sino de las limosnas que les daba el gobierno. Por eso la demanda de los cristianos de propiedad colectiva no se refería a los medios de producción, sino a los medios de consumo. No pedían que la tierra, los talleres y las herramientas e instrumentos de trabajo fueran propiedad colectiva, sino que se dividiera todo entre ellos, casas, ropas, alimentos y otros productos necesarios para la vida. Las comunidades cristianas se cuidaban bien de no investigar el origen de esas riquezas. El trabajo de producción recaía siempre en los esclavos» (Rosa Luxemburgo, Socialism and the churches, tomado de Archivo de autores marxistas de Internet y traducido por nosotros).
[13]) Marx, Miseria de la filosofía.
[14]) Así, la razón primordial de esta escisión no se sitúa en las divergencias evocadas, que por otra parte eran reales, sino en la manera totalmente irresponsable con las que fueron asumidas. En efecto, las divergencias son normales en el seno de la organización revolucionaria y su debate riguroso y paciente es una fuente de clarificación y reforzamiento. Sin embargo, los principales protagonistas adoptaron una serie de actitudes y comportamientos antiorganizativos (ambiciones personales, contestación a los órganos centrales, difamación de camaradas, resentimientos…) que eran en parte el resultado de concepciones izquierdistas insuficientemente superadas, trabando de esta forma la discusión. Para más información sobre este episodio ver en la Revista internacional nº 109 el “Texto sobre el funcionamiento de la organización en la CCI”.
[15]) Que dieron lugar a dos grupos: Mouvement communiste y Fraction communiste internationaliste, este último ha tenido una existencia efímera.
[16]) La CCI ha criticado la interpretación anarquista que hace el GCI del materialismo histórico en los números 48, 49 y 50 de la Revista internacional dentro de la serie “Comprender la decadencia del capitalismo”.
[17]) Ver especialmente el artículo del GCI “Una vez más, la CCI al lado de los policías contra los revolucionarios” en Communisme nº 26 febrero 1988 así como nuestra respuesta “los delirios paranoicos del anarco-bordiguismo punk” en Révolution internationale nº 168 mayo 1988.
[18]) Ver a este propósito, nuestra toma de posición “los parásitos del GCI llaman al asesinato de nuestros militantes en México”, publicada en toda la prensa territorial de la CCI, concretamente en Acción proletaria de noviembre 1996, y en Revolución mundial. El llamamiento en cuestión se encuentra en el artículo del GCI “El eterno pacifismo euroracista de la socialdemocracia (la CCI en su versión mexicana)” en Communisme nº 43, mayo 1996.
[19]) Ver sobre ello nuestro artículo publicado en toda la prensa territorial de la CCI “¡Solidaridad con nuestros militantes amenazados!” concretamente en Acción proletaria nº 181.
La movilización de las jóvenes generaciones de proletarios en Francia contra el CPE en las facultades, los institutos de enseñanza media, en las manifestaciones y la solidaridad de todas las generaciones hacia esa lucha confirman la apertura de un nuevo período de enfrentamientos entre las clases. Un control auténtico de la lucha por parte de las asambleas generales, la combatividad y además la reflexión y la madurez que se han manifestado en ellas, sobre todo su capacidad para desmontar una buena cantidad de las trampas que le tendido la burguesía al movimiento, todo eso es el síntoma del brote de una dinámica profunda en el desarrollo de la lucha de clases. Esta dinámica tendrá un impacto en las luchas proletarias del futuro [1] [17]. La lucha contra el CPE en Francia no es, sin embargo, ni un fenómeno aislado ni “francés”, y tampoco es la única expresión del auge y de la maduración internacional de la lucha de clases. En ese proceso, tienden a afirmarse varias características nuevas de las luchas obreras. Estas se irán confirmando y ampliando cada día más en el futuro.
Estamos todavía lejos de ver surgir por todas partes luchas masivas, pero ya estamos asistiendo a demostraciones importantes de un cambio en el estado de ánimo de la clase obrera, a una reflexión más profunda, sobre todo en las generaciones jóvenes que no tuvieron que soportar las campañas sobre la muerte del “comunismo” tras el hundimiento del bloque del Este hace 16 años. En nuestra “Resolución sobre la situación internacional”, adoptada en el XVIº Congreso de la CCI y publicada en la Revista internacional nº 122 (3er trimestre de 2005), decíamos que desde 2003 estamos asistiendo a un “giro”, un “viraje” de la lucha de clases que se plasma, entre otras cosas, en la tendencia a la politización en la clase obrera. Poníamos de relieve que esas luchas tenían las características siguientes:
“– implican a sectores muy significativos de la clase obrera de los países del centro del capitalismo (por ejemplo en Francia en 2003); (…)
– la cuestión de la solidaridad de clase se plantea de una forma mucho más amplia y más explícita de lo que se planteó en los años 1980, (…)
– vienen acompañadas del surgimiento de una nueva generación de elementos que tratan de encontrar claridad política. Esta nueva generación se expresa tanto en una nueva afluencia de elementos claramente politizados, como en nuevas capas de trabajadores que, por vez primera, se incorporan a las luchas. Como se ha podido comprobar en algunas de las manifestaciones más importantes, se están forjando las bases de una unidad entre esta nueva generación y la llamada “generación de 1968” en la que se incluyen tanto la minoría política que reconstruyó el movimiento comunista en los años 1960 y 1970, como sectores más amplios de trabajadores que vivieron la rica experiencia de luchas de la clase obrera entre 1968 y 1989.
(…) El significado de este hecho es, en un plano más general, que el proletariado no está derrotado y que sigue estando vigente el curso histórico hacia masivos enfrentamientos de clase que se abrió en 1968. Pero, más concretamente, el “giro” del que antes hablábamos, conjugado con el surgimiento de una nueva generación de elementos que tratan de clarificarse; evidencia que hoy la clase obrera se encuentra en los primeros momentos de un nuevo intento de asalto contra el capitalismo, tras el fracaso de la tentativa de 1968-89.”
Cada uno de esos puntos puede hoy verificarse plenamente, no solo con las luchas contra el CPE en Francia, sino con otros ejemplos de respuestas a ataques de la burguesía.
La simultaneidad de las luchas obreras
Al mismo tiempo que las luchas contra el CPE, en dos de los países centrales más importantes, vecinos de Francia, los sindicatos se han visto obligados a tomar la delantera al descontento social creciente, organizando huelgas y manifestaciones sectoriales que han cobrado gran amplitud:
• En Gran Bretaña, la huelga del 8 de marzo convocada por los sindicatos y seguida por 1,5 millón de funcionarios territoriales para protestar contra una reforma de las jubilaciones que prevé que se trabaje hasta los 65 años para cobrar una pensión plena, en lugar de los 60 hoy. Esta huelga ha sido una de las más fuertes y más masivas desde hace muchos años. Para atajar la movilización, la burguesía ha montado una ruidosa propaganda en los medios, presentando a esos trabajadores como unos “privilegiados” en comparación con los del sector privado. Los sindicatos también lo han hecho todo para aislar a esa categoría de trabajadores, funcionarios del Estado que, por algún tiempo, siguen “disfrutando” de un estatuto en el que figura la edad de 60 años para jubilarse. La cólera obrera en Gran Bretaña ha sido tanto más fuerte porque, en estos últimos años, 80 000 trabajadores han ido perdiendo sus pensiones a causa de la quiebra de varios fondos de pensión. En realidad todos los obreros están recibiendo los ataques incesantes del gobierno laborista de Tony Blair.
• En Alemania, se amplía la jornada de trabajo en los servicios públicos a 40 horas, sin subida de sueldos (contra las 38,5 horas anteriormente) como consecuencia de la supresiones masivas de empleos en la función pública en los últimos años. En el marco de los ataques previstos en la “agenda 2010”, iniciada por el canciller socialdemócrata Schröder y su plan Hartz, a esa ampliación se le añade la reducción de más del 50 % de las pagas extras de vacaciones y de Navidad estipuladas para los funcionarios, todo lo cual provocó la primera huelga en el sector público desde hace diez años. La huelga dura ya desde hace 2 meses y medio en Bade-Wurtemberg. El Estado patrón ha tomado esas medidas a la vez que montaba una amplia campaña ideológica en los medios contra sus funcionarios, desde los basureros hasta el sector hospitalario, con requisiciones, amenazas de sustitución, tildándolos de “holgazanes” por negarse a trabajar 18 minutos más por día. A la vez que a los funcionarios públicos se les tilda de privilegiados que disfrutan de la seguridad del empleo, los sindicatos DBB y Ver.di hacen su contribución en la huelga dividiendo a los obreros entre sí, presentando cada ataque como un problema particular y aislando su lucha de la de los trabajadores del sector privado. Por eso, bajo la presión de un descontento social en aumento, el sindicato IG Metall lanzó una huelga el 28 de marzo que siguieron 80 000 metalúrgicos (de 3,4 millones de asalariados de ese ramo) de 333 empresas para exigir aumentos de sueldo en un sector en donde están bloqueados desde hace años, un sector muy golpeado por la supresión de empleos y el cierre de factorías. El ministro de trabajo socialdemócrata (de un gobierno de coalición entre la derecha y la izquierda), prudente, retiró un proyecto similar al CPE tras la movilización en Francia del 28 de marzo, (en el momento en que se estaban realizando las grandes manifestaciones contra el CPE). El proyecto alemán preveía que para todos los nuevos contratos, en todos los sectores de actividad, el período de “ensayo” pasara de 6 meses a dos años.
Las oleadas de efervescencia social también han afectado a Estados Unidos. En varias ciudades se han organizado grandes concentraciones contra el proyecto de ley presentado ante el Senado después de que la aprobación de la Cámara de representantes en diciembre de 2005, un proyecto de ley que criminaliza y endurece la represión no solo contra los trabajadores clandestinos y en situación irregular, originarios de Latinoamérica en especial, sino incluso contra las personas que les ayuden o les den cobijo. Además, se van a multiplicar los controles y bajar de 6 a 3 años, renovable una sola vez, la vigencia de los documentos de residencia que se entregan a los trabajadores inmigrantes. Y la administración US vuelve a hablar del proyecto de ampliación del muro ya existente en varios sitios (entre Tijuana y las afueras de San Diego, en especial) a los 3200 kilómetros de la frontera con México. En Los Ángeles se movilizaron entre medio millón y un millón de personas el 27 de marzo; eran más de 100 000 en Chicago el 10 de marzo; hubo concentraciones similares en muchas otras ciudades, Houston, Phoenix, Denver, Filadelfia.
Aunque no sean tan espectaculares, en el mundo se desarrollan otras luchas con una de las características esenciales del desarrollo actual de las luchas obreras a escala internacional en las que está germinando el porvenir. Se trata de la solidaridad obrera, por encima de los sectores, de las generaciones, de las nacionalidades.
La solidaridad obrera avanza
Contra esas recientes expresiones de solidaridad obrera los medios de comunicación han corrido un tupido velo.
En el Reino Unido ha habido otras luchas significativas: en Irlanda del Norte, un país de donde solo llegaban noticias de la guerra civil entre católicos y protestantes desde hace décadas, 800 empleados de correos se pusieron en huelga en febrero. La huelga, de dos semanas y media de duración, fue contra las multas y la presión de la dirección para aumentar los ritmos y las cargas de trabajo. El origen de la movilización fue impedir que se impusieran medidas disciplinarias contra compañeros de trabajo en dos oficinas de correos, una “protestante” y “católica” la otra. Y ahí el sindicato de comunicaciones mostró su verdadera cara oponiéndose a la huelga. En Belfast, uno de sus portavoces llegó incluso a declarar: “Nosotros rechazamos la huelga y pedimos a los trabajadores que vuelvan al trabajo, pues la huelga es ilegal”. Pero los obreros siguieron luchando, sin preocuparse por saber si su lucha era legal o ilegal. Así han demostrado que no necesitan a los sindicatos para organizarse.
En una manifestación común, los obreros traspasaron la “frontera” entre barrios católicos y protestantes, desfilaron juntos por las calles de la ciudad, yendo primero por una gran avenida del barrio protestante y volviendo por otra del barrio católico. Ya hubo luchas en los años anteriores, sobre todo en el sector de la salud, que mostraron una verdadera solidaridad entre obreros de creencias diferentes, pero era la primera vez que la solidaridad se exteriorizaba abiertamente entre obreros “católicos” y “protestantes” en el centro mismo de una provincia arruinada y desgarrada desde hace tantos años por una guerra civil sanguinaria.
Después, los sindicatos, ayudados por los izquierdistas, cambiaron de chaqueta pretendiendo que aportaban su “solidaridad”, organizando piquetes de huelga ante cada oficina de correos. Eso les permitió encerrar a los trabajadores en sus centros, aislarlos a unos de otros y acabar saboteando la lucha.
A pesar de ese sabotaje, la unidad explícita y práctica entre obreros católicos y protestantes en las calles de Belfast durante esta huelga hizo revivir los recuerdos de las grandes manifestaciones de 1932, cuando los proletarios, divididos entre los dos campos, se unieron para luchar contra la reducción de los subsidios por desempleo. Pero era entonces un período de derrota de la clase obrera que no posibilitaba que esas acciones ejemplares reforzaran la lucha de clases. Hoy, en cambio, existe un mayor potencial para que, en el futuro, la clase obrera haga fracasar las políticas de división de la clase dominante que le permiten reinar mejor y preservar su orden capitalista. La gran aportación de esa lucha ha sido la experiencia de una unidad de clase practicada fuera de los sindicatos. Su alcance ha ido más allá de la situación de quienes han sido sus principales protagonistas, los empleados de Correos. Ha sido un ejemplo valiosísimo que habrá que seguir y que deberá hacerse conocer al máximo.
Ese ejemplo no es hoy algo aislado. En Cottam, cerca de Lincoln, en la parte oriental de Inglaterra, a finales de febrero, unos 50 obreros hicieron huelga para apoyar a unos trabajadores inmigrados húngaros cuyos sueldos eran la mitad de los de sus compañeros ingleses. Los contratos de estos trabajadores eran de lo más precario, podían ser despedidos del día a la mañana o transferidos en todo momento a otras obras en cualquier otro lugar de Europa. También aquí, los sindicatos se opusieron a la huelga a causa de su “ilegalidad” pues, tanto en el caso de los obreros ingleses como en el de los húngaros, “no se había decidido mediante una votación democrática”. También los medios de comunicación se pusieron a denigrar la huelga, destacando un periodicucho local que refería las declaraciones del típico intelectual al servicio de la burguesía que decía que llamar a los obreros ingleses y a los húngaros a juntarse en los piquetes de huelga era dar una imagen “indecorosa”, una “adulteración del sentido del honor de la clase obrera británica”.
Para la clase obrera, reconocer que todos los obreros defienden los mismos intereses, sea cual sea su nacionalidad o las condiciones de trabajo y de retribución, es un paso importante para entablar la lucha como clase unida.
En el Jura suizo, en Reconvilier, después de una primera huelga en noviembre de 2004, 300 metalúrgicos de Swissmetal se pusieron en huelga durante un mes, a finales de enero y febrero, en solidaridad con 27 de sus compañeros despedidos. Esta lucha arrancó fuera de los sindicatos. Pero éstos acabaron organizando la negociación con la patronal imponiendo el siguiente chantaje: o aceptar los despidos o no cobrar las jornadas de huelga, “sacrificar” o los empleos o los salarios. Seguir la lógica del capitalismo era, según la expresión de una obrera de Reconvilier, como “escoger entre la peste y el cólera”. Y ya está programada otra tanda de despidos que afecta a 120 obreros. Pero lo que sí ha logrado plantear claramente la huelga es la cuestión de la capacidad de los huelguistas para oponerse al chantaje y a la lógica del capital. Otro obrero sacaba la lección siguiente del fracaso de la huelga: “Ha sido un error haber dejado el control de las negociaciones en otras manos que las nuestras”.
En India, hace menos de un año, en julio de 2005, se desarrolló la lucha de miles de obreros de Honda en Gurgaon, un suburbio de la capital, Delhi. Tras habérseles unido una masa de obreros llegados de factorías vecinas de otra ciudad industrial y apoyados por la población, los obreros tuvieron que afrontar una represión policial de lo más brutal y detenciones múltiples entre los huelguistas. El 1 de febrero último se pusieron en huelga 23 000 obreros en un movimiento que afectó a 123 aeropuertos de India. Esta huelga ha sido una respuesta a un ataque masivo de la dirección que proyectaba eliminar progresivamente el 40 % de las plantillas, sobre todo a los trabajadores mayores que se verían así en situación difícil para volver a encontrar trabajo. En Delhi y Bombay, el tráfico aéreo estuvo paralizado durante 4 días, y hubo también paros en Calcuta. La huelga fue declarada ilegal por las autoridades, las cuales enviaron policía suplementaria y fuerzas paramilitares a varias ciudades, a Bombay en particular, para aporrear a los obreros y hacerles volver al trabajo en aplicación de una ley que permite reprimir “acciones ilegales contra la seguridad de la aviación civil”. Al mismo tiempo, sindicatos e izquierdistas, como buenos socios de la coalición gubernamental, negociaban con ésta desde el 3 de febrero. Después unos y otros llamaron a los obreros a dialogar con el Primer ministro, empujándolos así a volver al trabajo a cambio de una vana promesa de reexaminar el plan de despidos en los aeropuertos. De este modo acabaron dividiéndolos entre partidarios de la rendición y partidarios de proseguir la huelga.
La combatividad obrera se expresó también en las factorías de Toyota cerca de Bangalore. Los obreros estuvieron en huelga durante 15 días a partir del 4 de enero contra el aumento de los ritmos de trabajo y la multiplicación de accidentes y multas a mansalva, unas multas por “rendimiento insuficiente” sistemáticamente deducidas de los salarios. Aquí también, los obreros pasaron inmediatamente por encima de de los sindicatos que habían declarado la huelga ilegal. La represión fue feroz: 1500 huelguistas de 2300 fueron detenidos por “alterar la paz social”. Esa huelga se granjeó el apoyo activo de otros obreros de Bangalore. Esto obligó a los sindicatos y a las organizaciones izquierdistas a montar un “comité de coordinación” en otras empresas de la ciudad para apoyar la huelga y contra la represión de los obreros de Toyota. Ese comité sirvió sobre todo para contener y sabotear el impulso espontáneo de solidaridad obrera. También a mediados de febrero, acudieron a Bombay obreros de otras empresas para manifestar su apoyo a 910 obreros de Hindusthan Lever en lucha contra los despidos.
Unas luchas internacionales en plena maduración, portadoras de futuro
Esas luchas confirman plenamente la maduración, la politización en la lucha de clases que empezó a perfilarse con el “giro” de las luchas de 2003 contra la “reforma” de la jubilación en Francia y Austria. La clase obrera ha manifestado desde entonces la solidaridad proletaria que nosotros hemos puesto de relieve con regularidad en nuestra prensa, en contra del silencio total de los medios sobre esas luchas. Las reacciones de solidaridad se produjeron, entre otros lugares, en la huelga en Mercedes-Daimler-Chrysler (Alemania) de julio de 2004, durante la cual los obreros de Bremen fueron a la huelga y se manifestaron junto a sus compañeros de Sindelfingen-Stuttgart, víctimas del chantaje al desempleo a cambio del sacrificio de sus “ventajas”, y eso aún cuando la dirección de la empresa se proponía transferir 6000 empleos desde Stuttgart a la factoría de Bremen.
Lo mismo ocurrió con los mozos de equipaje y otros empleados de British Airways en el aeropuerto de Heathrow que, en agosto de 2005, en los días siguientes a los atentados de Londres, en plena campaña antiterrorista de la burguesía, hicieron una huelga espontánea para apoyar a los 670 obreros, de origen pakistaní en su mayoría, de la empresa de catering Gate Gourmet, amenazados de despidos.
Otros ejemplos: la huelga de 18 000 mecánicos de Boeing durante tres semanas en septiembre de 2005 que rechazaron el nuevo convenio propuesto por al dirección de rebajar las pensiones y reducir los reembolsos en gastos médicos. En ese conflicto, los obreros se opusieron a las diferencias entre “jóvenes y viejos” y entre las diferentes factorías. Más explícitamente solidaria fue la huelga en el metro de Nueva York en diciembre de 2005, en vísperas de Navidad, contra un ataque sobre las jubilaciones dirigido abiertamente contra quienes serán contratados en el futuro. Los obreros mostraron su capacidad para rebelarse contra ese tipo de maniobras de división. A pesar de la presión enorme contra los huelguistas, la huelga fue ampliamente seguida, pues la mayoría de los proletarios tenía plena conciencia de que luchar por el porvenir de sus hijos, para las generaciones venideras, forma parte íntegra de su combate. Esa huelga ha sido además un mentís radical a la propaganda de la burguesía (basada en la realidad de que esa fracción del proletariado mundial tiene más dificultades que otras para llevar cabo luchas significativas) de que el proletariado norteamericano no existiría o estaría “integrado”.
En diciembre pasado, en la SEAT de Barcelona, en España, los obreros se pusieron en huelga espontáneamente, en contra de los sindicatos que habían firmado a sus espaldas el “pacto de la vergüenza” que permitía el despido de más de 600.
En Argentina, durante el verano de 2005, la mayor oleada de huelgas desde hace 15 años afectó a hospitales, otros servicios de salud, empresas de productos alimenticios, empleados del metro de Buenos Aires, trabajadores municipales de varias provincias, maestros. En varias ocasiones hubo obreros de otras empresas que se unieron a las manifestaciones en apoyo a los huelguistas. Así ocurrió en Caleta Olivia, donde trabajadores petroleros, judiciales, docentes, desempleados, se unieron a una manifestación de sus compañeros municipales. En Neuquén, los trabajadores sanitarios se unieron a la manifestación de los maestros en huelga. En un hospital pediátrico, los obreros en lucha exigieron el mismo aumento para todas las categorías profesionales. Los obreros se enfrentaron a una represión feroz y a unas campañas de denigración de sus luchas en los medios de comunicación.
Se está desarrollando un sentimiento de solidaridad frente a unos ataques masivos y frontales causado por la aceleración de la crisis económica y el atolladero en el que está inmerso el capitalismo. Un sentimiento que salta las barreras que por todas partes impone cada burguesía nacional: el gremio, la fábrica, la empresa, el sector, la nacionalidad. Y al mismo tiempo, la clase obrera se ve espoleada a tomar en sus propias manos las riendas de sus luchas, a afirmarse, a confiar en sus propias fuerzas. Y acaba así topándose con las maniobras de la burguesía y el sabotaje de los sindicatos para aislar y encerrar a los obreros. Es un largo y difícil proceso de maduración en cuyo seno la presencia de las jóvenes generaciones obreras que no han sufrido el impacto ideológico del retroceso de las luchas de clase que hubo después de 1989, es un importante fermento dinamizador. Es por eso por lo que las luchas actuales, aún con sus límites y sus debilidades, están ya preparando el terreno a otras luchas futuras, llevan en sí el desarrollo de la lucha de clases.
La quiebra del capitalismo y la agravación de la crisis son las aliadas del proletariado
Oficialmente, dicen que la economía mundial anda bien. En Estados Unidos, la tasa de desempleo sería la más baja desde hace 10 años, y, desde hace un año, estaría disminuyendo en Europa; España, dicen, hace alarde de un dinamismo económico sin precedentes. Y, sin embargo, no ha habido el menor respiro en los ataques contra la clase obrera. Muy al contrario. 60 000 metalúrgicos de la región de Detroit son despedidos (entre General Motors, amenazada de quiebra, y Ford). Los planes de despidos se suceden en las fábricas de Seat en Barcelona y de Fiat en Italia.
Por todas partes el Estado patrón, supremo representante de la defensa de los intereses del capital nacional, está en primera línea en los ataques, intensificando la precariedad de los empleos (CNE, CPE en Francia) y la flexibilidad del trabajo, atacando las pensiones, limitando el acceso a los cuidados médicos (Gran Bretaña, Alemania). El sector educativo y el de la salud están por casi todas partes en crisis. La burguesía estadounidense declara que no es bastante competitiva a causa del peso de las pensiones de jubilación sobre las empresas, pensiones, además, que se pagan con fondos sometidos a las fluctuaciones y las quiebras bursátiles.
El desmantelamiento sistemático del Estado “del bienestar” (jubilaciones, Seguridad Social, ataques contra los desempleados en sus condiciones y sus subsidios, multiplicación de los despidos en todos los países y sectores, generalización de la precariedad y la flexibilidad) no solo quiere decir más miseria y más precariedad para todos los proletarios en todos los países, sino, además, incapacidad cada mayor del sistema para integrar a las futuras generaciones obreras en la producción.
Por todas partes se presentan esos ataques en nombre de no se sabe qué “reforma”, de una adaptación estructural de la globalización de la economía. Una de las características más importantes de esos ataques es que la precariedad se generaliza a todas las generaciones, a los proletarios mayores como a los jóvenes, a quienes “quieren ingresar en la vida activa” como a los prejubilados o ya jubilados. La burguesía no está todavía por todas partes en una situación de crisis patente, pero el conjunto de ataques y de medidas que toma el capital contra la clase obrera es la prueba del atolladero histórico en que se encuentra, una ausencia total de perspectivas para las nuevas generaciones. Los países que se nos airea como modelos económicos en Europa, España, Dinamarca o Gran Bretaña son a menudo los que, detrás de la “buena salud” aparente de su economía, se han ilustrado por ataques antiobreros importantes y han conocido una agravación importante de la miseria. La fachada ideológica de esos países no resiste a la prueba de la realidad: baste un solo ejemplo, el de Gran Bretaña. Esta es la descripción que se hace en un artículo del semanario francés Marianne (edición del 1 de abril):
“el milagro blairiano, es esto también: un niño de cada tres vive bajo el umbral de pobreza. Un niño de cinco come menos de tres veces por día (Tony Blair prometió en un discurso pronunciado en Toynbee Hall en 1999 que la “pobreza de los niños sería erradicada en una generación”. ¿Cuántos años son una generación para el Primer ministro?) Unos 100 000 de esos niños duermen en una cocina o en un cuarto de baño por falta de sitio y por razones evidentes: ¡hay que remontar hasta el año 1925 para ver a un gobierno británico construir menos viviendas sociales que el New Labour-2bis! Diez millones de adultos no tienen medios ni para ahorrar, ni asegurar sus escasos bienes. Seis millones no tienen con qué vestirse convenientemente en invierno. Dos millones de hogares no tienen una calefacción adecuada, la mayoría jubilados: se calcula que más de 25 000 de estos murieron a causa del frío en 2004.”
¡Buen revelador de la quiebra de un sistema económico que ya no solo es incapaz de dar un empleo a sus jóvenes, sino que además condena a los niños a morir de hambre, de frío o de miseria!
Las revueltas en las barriadas francesas en noviembre último son un revelador ejemplar de ese atolladero. Si se observa la situación de conjunto como si fuera una fotografía, como una panorámica instantánea, el mundo actual sería desesperante. No hay más que desempleo, miseria, guerra, barbarie, caos, terrorismo, polución, inseguridad, desidia administrativa ante las catástrofes, ante la peste aviar y demás plagas. Tras los golpes asestados a los “viejos” y a los futuros jubilados, ahora les toca a los “jóvenes” y futuros desempleados. El capitalismo muestra abiertamente su verdadero rostro, el de un sistema decadente sin futuro que ofrecer a las nuevas generaciones. Un sistema corroído por una crisis económica insoluble. Un sistema que, desde el final de la Segunda Guerra mundial, ha despilfarrado cantidades descomunales en la producción de armas cada vez más sofisticadas y mortíferas. Un sistema que desde la guerra del Golfo de 1991 ha seguido matando y mutilando por el planeta entero, a pesar de todas las promesas sobre la “era de paz y de prosperidad” que iba a llegar tras el desmoronamiento del bloque del Este. Es el mismo sistema en quiebra, es la misma clase capitalista sin futuro la que, en los países del “Norte”, echa en la miseria y el desempleo a millones de seres humanos, y en Irak, Oriente Medio y África siembra la muerte. Pero la esperanza existe. Las jóvenes generaciones de proletarios en Francia lo acaban de demostrar. Al rechazar el nuevo ataque, el CPE, al pedir el apoyo y la participación no solo de sus padres sino de los demás asalariados, han hecho patente la toma de conciencia de que todas las generaciones están afectadas y que CPE no era sino una etapa más en los ataques de la burguesía que concernía ya a toda la clase obrera.
La burguesía ya no solo se dedicó a imponer durante semanas un silencio mediático sobre lo que pasaba en Francia, sino que los medios del mundo entero a las órdenes de la clase dominante se dedicaron a deformar los acontecimientos, presentando la situación como si el país estuviera a sangre y fuego, y como si el movimiento anti-CPE fuera una repetición de las revueltas de octubre-noviembre de 2005, focalizando las imágenes en enfrentamientos con la policía en la calle o en las “hazañas” de los reventadores en las manifestaciones. Detrás de esas amalgamas, empezando por la de asociar las violencias ciegas y desesperadas que inflamaron las barriadas en otoño, con la lucha de clases de los hijos de la clase obrera y de los trabajadores que se les unieron cuyos métodos y dinámica son diametralmente opuestos, está la voluntad deliberada de la clase dominante de desprestigiar la lucha impidiendo así que la clase obrera de otros países tome conciencia de la necesidad y la posibilidad de luchar por otras perspectivas.
Ese propósito de la burguesía se entiende perfectamente. Aunque por sus prejuicios de clase es incapaz de poseer una conciencia clara de las perspectivas del movimiento proletario, sí puede adivinar confusamente la importancia y la profundidad del combate que acaba de ocurrir en Francia. Importancia no solo para la clase obrera de ese país, sino, sobre todo, como etapa de la reanudación mundial de la lucha de clases. Profundidad, porque expresa, más allá de las reivindicaciones concretas con las que se organizó la movilización de la juventud estudiantil, el rechazo cada vez mayor por parte de las generaciones más jóvenes al futuro que les “ofrece” un sistema capitalista en las últimas y cuyos ataques contra los explotados provocarán cada vez más enfrentamientos masivos, y sobre todo más conscientes y solidarios.
Wim (15-04-06
[ [18]) Ver las “Tesis sobre el movimiento de los estudiantes de la primavera de 2006 en Francia” en esta misma Revista.
Estas tesis fueron adoptadas por la CCI cuando todavía se estaba desarrollando el movimiento de los estudiantes. Antes, en particular, de la gran manifestación del 4 de abril, que el gobierno esperaba que fuera menos potente que la anterior (del 28 de marzo), y a la que superó con creces. Incluso participaron en ella todavía más trabajadores del sector privado. En su discurso del 31 de marzo, el presidente Chirac intentó hacer una maniobra ridícula: anunció la promulgación de la ley de “Igualdad de oportunidades”, y a la vez pedía que el artículo 8º de dicha ley (el que instituía el Contrato de primer empleo, CPE, motivo principal de la cólera estudiantil) no se aplicara. Lo que provocó esa lamentable pirueta fue reforzar la movilización en lugar de debilitarla.
Además, el peligro de que se desencadenaran huelgas espontáneas en el sector directamente productivo, como había ocurrido en mayo de 1968, era cada vez más amenazador. El gobierno tuvo que rendirse a la evidencia de que sus maniobras de tres al cuarto no conseguían acabar con el movimiento, lo que acabó llevándolo, no sin antes hacer algunas contorsiones suplementarias, a retirar el CPE el 10 de abril. Estas Tesis contemplaron incluso la posibilidad de que el gobierno no retrocediera. El epílogo de la crisis con ese retroceso del gobierno, ha confirmado y reforzado, de todas maneras, la idea central de las Tesis: la importancia y la profundidad de la movilización de las jóvenes generaciones de la clase obrera en estas semanas de la primavera de 2006.
Ahora que el gobierno ha retrocedido sobre el CPE, que era la reivindicación principal de la movilización, ésta ha perdido toda su dinámica. ¿Significa esto que las cosas van a “volver a ser como antes” como lo desearía, claro está, la burguesía sea cual sea su tendencia?. Ni mucho menos. Como se dice en las Tesis: “esta clase [la burguesía] no podrá suprimir toda la experiencia acumulada durante semanas por miles de futuros trabajadores, su iniciación a la política y su toma de conciencia. Es ése un verdadero tesoro para las luchas futuras del proletariado, un elemento de la mayor importancia en la capacidad de esas luchas para continuar su camino hacia la revolución comunista”.
Es de lo más importante que los actores de ese gran combate hagan fructificar ese tesoro sacando todas las lecciones de su experiencia, que identifiquen claramente cuáles han sido las verdaderas fuerzas, pero también las debilidades de su lucha. Y sobre todo que despejen la perspectiva que se presenta a la sociedad, una perspectiva inscrita ya en la lucha que han llevado a cabo: contra los ataques cada vez más violentos que un capitalismo en crisis mortal va a aplicar inevitablemente contra la clase explotada, la única réplica posible que a ésta le queda es intensificar su combate de resistencia, preparándose así para el derrocamiento del sistema. Esta reflexión, como la lucha que se termina, debe ser llevada a cabo de manera colectiva, en debates, nuevas asambleas, círculos de discusión abiertos, como lo han sido las asambleas generales, a todos aquellos que quieran asociarse a esa reflexión, especialmente las organizaciones políticas que apoyan el combate de la clase obrera .
Esa reflexión colectiva solo podrá realizarse si se mantiene entre los actores de la lucha, la fraternidad, la unidad y la solidaridad que se han manifestado durante ella. Por eso, ahora que la gran mayoría de quienes han participado en la lucha se han dado cuenta de se ha terminado con la forma precedente, el momento ya no es para llevar a cabo combates de retaguardia, bloqueos ultraminoritarios y desesperados que están, de todas todas, condenados a la derrota y que podrían provocar divisiones y tensiones entre quienes, durante semanas, han llevado a cabo un combate de clase ejemplar.
18 de abril de 2006
El carácter proletario del movimiento
1. La movilización actual de los estudiantes en Francia aparece ya ahora como uno de los episodios más importantes de la lucha de clases en ese país desde hace 15 años, un acontecimiento como mínimo comparable a las luchas del otoño de 1995 sobre la cuestión de la reforma de la Seguridad social y en la función pública de la primavera de 2003 sobre la cuestión de las pensiones de jubilación. Este afirmación podrá parecer paradójica si se considera que no son hoy asalariados los que están movilizados en primera fila (si se exceptúa su participación en algunas jornadas de acción y manifestaciones: 7 de febrero, 18 y 28 de marzo), sino de un sector de la sociedad que todavía no ha entrado en el mundo del trabajo, la juventud escolar. Y sin embargo, eso no pone para nada en entredicho el carácter profundamente proletario del movimiento.
Por las razones siguientes:
• Durante las últimas décadas, la evolución de la economía capitalista ha ido requiriendo de manera creciente una mano de obra más formada y cualificada. Así, una buena proporción de estudiantes universitarios (incluidas las Escuelas universitarias de tecnología encargadas de dar una formación relativamente corta a futuros “técnicos”, en realidad obreros cualificados) va a engrosar, al final de sus estudios, las filas de la clase obrera (una clase obrera que no se limita ni mucho menos a los obreros industriales con mono de trabajo, según la estampa tradicional, sino que también incluye a los empleados, a los puestos intermedios de las empresas o de la función pública, a las enfermeras, a la gran mayoría del personal docente-maestros, profesores de secundaria, etc.) ;
• Paralelamente a ese fenómeno, el origen social de los estudiantes ha conocido una evolución significativa, con un importante incremento de estudiantes de origen obrero (según los criterios antes mencionados) lo que implica que haya una proporción muy alta (más o menos la mitad) de estudiantes obligados a trabajar para seguir sus estudios o adquirir un mínimo de autonomía;
• La reivindicación principal sobre la que se ha construido la movilización es la anulación de un ataque económico (la instauración del Contrato de primer empleo, CPE) que concierne a toda la clase obrera, incluidos los jóvenes asalariados, y no sólo a los futuros trabajadores hoy estudiantes, pues la existencia en la empresa de una mano de obra con la espada de Damocles de un despido sin motivo encima de la cabeza, es algo que también está obligatoriamente sobre la cabeza de los demás trabajadores.
La naturaleza proletaria del movimiento se ha confirmado desde su inicio porque la mayoría de las Asambleas generales retiraron de su lista de reivindicaciones aquellas que tenían un carácter exclusivamente “estudiantil” (como la exigencia de retirada del LMD – sistema europeo de diplomas impuesto en Francia recientemente que pone en desventaja a una parte de los estudiantes). Esta decisión responde a la voluntad afirmada desde el principio por la gran mayoría de los estudiantes, no solo de buscar la solidaridad de la clase obrera (el término que suele emplearse en las AG es el de “asalariados”), sino también de impulsarla a la lucha.
Las Asambleas generales (AG), pulmón del movimiento
2. El carácter profundamente proletario del movimiento ha quedado también ilustrado en las formas que se ha dado, especialmente las asambleas generales soberanas en las que se expresa una vida real que no tiene nada que ver con las caricaturas de “asambleas generales” que suelen convocar los sindicatos en las empresas. En ese aspecto, hay, evidentemente, gran heterogeneidad entre unas y otras universidades. Algunas AG eran muy parecidas a las asambleas sindicales, mientras que otras son el foco de una vida y reflexión intensas, expresando un alto nivel de implicación y de madurez de los participantes. Más allá, sin embargo, de esa heterogeneidad, es de lo más notable que muchas asambleas han logrado superar los escollos de los primeros días durante los cuales no paraban de dar vueltas y vueltas sobre cuestiones como “hay que votar sobre si hay que votar sobre tal o cual cuestión” (por ejemplo, la presencia o no presencia en la AG de personas ajenas a la Universidad, o que éstas puedan tomar la palabra), lo que acarreaba la partida de bastantes estudiantes y que las decisiones últimas las tomaran miembros de los sindicatos estudiantiles o de organizaciones políticas. Durante las dos primeras semanas del movimiento, la tendencia dominante en las asambleas fue la presencia cada vez mayor de estudiantes, la participación cada vez más amplia en las intervenciones, y una reducción proporcional de las intervenciones de miembros de sindicatos o de organizaciones políticas. La apropiación creciente por las asambleas de su propia vida se plasmó concretamente en el hecho de que la presencia de sindicatos y organizaciones en la tribuna encargada de organizar los debates ha ido reduciéndose en beneficio de quienes no tenían afiliación o ni siquiera experiencia particular antes del movimiento. Y en las asambleas mejor organizadas, hemos visto la renovación cotidiana de los equipos (de 3 miembros en general) encargados de organizar y animar la vida de la asamblea, mientras que las asambleas menos dinámicas y menos organizadas estaban más bien “dirigidas” todos los días por el mismo equipo, a menudo más pletórico que en aquéllas. Es importante volver a afirmar que la tendencia de las asambleas ha sido la de sustituir esta manera de funcionar por aquélla. Uno de los aspectos importantes en esa evolución es la participación de delegaciones estudiantiles de una universidad en las AG de otras, lo que, además de acrecentar el sentimiento de fuerza y de solidaridad entre las diferentes AG, ha permitido a las retrasadas inspirarse de los avances de las más punteras [1] [19]. Esa es también una de las características importantes de la dinámica de las asambleas obreras en los movimientos de clase cuando alcanzan un nivel importante de conciencia y organización.
3. Una de las expresiones más importantes del carácter proletario de las asambleas habidas durante estos días en las universidades es que, muy rápidamente, su apertura hacia el exterior no se ha limitado a los estudiantes de otras universidades, sino que se ha ampliado igualmente a la participación de personas que no son estudiantes. De entrada, las AG llamaron al personal de las universidades (docente, técnico o administrativo) a que vinieran a participar en ellas, a unirse a la lucha también. Pero fueron más lejos. Trabajadores o jubilados, padres o abuelos de alumnos universitarios o de secundaria en lucha, han recibido en general una calurosa y atenta acogida por las asambleas al ir sus intervenciones en el sentido del reforzamiento y de la extensión del movimiento, sobre todo hacia los asalariados.
La apertura de las asambleas a personas no pertenecientes a la empresa o al sector implicado directamente no solo como observadores, sino como participantes activos, es un componente de la mayor importancia en el movimiento de la clase obrera. Es evidente que cuando una decisión tomada necesita una votación, puede ser necesario instaurar modalidades que permitan que sean únicamente las personas pertenecientes a la unidad productiva o geográfica en la que se basa la asamblea, las que participen en la decisión, y eso para evitar el mangoneo de la asamblea por parte de los profesionales de la política burguesa o mercenarios a su servicio. Uno de los medios usados en ese sentido por muchas asambleas estudiantiles es contar no las manos sino las tarjetas de estudiante alzadas (diferentes en cada universidad).
Esa cuestión de las asambleas abiertas es crucial para la lucha de la clase obrera. En la medida en que, en tiempo “normal”, o sea fuera de los períodos de lucha intensa, quienes tienen mayor audiencia en las filas obreras son aquellos que pertenecen a organizaciones de la clase capitalista (sindicatos o partidos políticos de “izquierda”) el cierre de las asambleas es un medio excelente para que estas organizaciones conserven el control sobre los trabajadores, al servicio, claro está, de los intereses de la burguesía. Las asambleas abiertas, que permiten a los elementos más avanzados de la clase, y especialmente a las organizaciones revolucionarias, contribuir en la toma de conciencia de los trabajadores en lucha, siempre ha sido, en la historia de los combates de la clase obrera, una línea fronteriza entre las corrientes que defienden una orientación proletaria y quienes defienden el orden capitalista. Los ejemplos son muchos. Entre los más significativos se puede mencionar el del Congreso de los Consejos obreros celebrado en diciembre de 1918 en Berlín. El levantamiento de los soldados y de los obreros contra la guerra a principios de noviembre llevó a la burguesía alemana no solo a poner fin a la guerra, sino también a deponer al Káiser y dejar el poder en manos del Partido socialdemócrata. A causa de la inmadurez de la conciencia en la clase obrera y de las modalidades de designación de los delegados, ese Congreso estuvo dominado por los socialdemócratas que prohibieron la participación tanto a los representantes de los soviets revolucionarios de Rusia como a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, las dos figuras más preclaras del movimiento revolucionario con el pretexto de que no eran obreros. Aquel Congreso decidió en fin de cuentas, entregar todo su poder en manos del gobierno dirigido por la socialdemocracia, un gobierno que iba a asesinar a Rosa Luxemburg et Karl Liebknecht un mes más tarde. Otro ejemplo significativo fue lo ocurrido en la Asociación internacional de trabajadores (AIT – Primera Internacional), en su Congreso de 1866, cuando algunos dirigentes franceses, como un tal Tolain, obrero cincelador en bronce, intentaron imponer que “solo los obreros pudieran votar en el congreso”, disposición dirigida sobre todo contra Karl Marx y sus camaradas más cercanos. Cuando la Comuna de París de 1871, Marx fue uno de los defensores más ardientes de ella, mientras que Tolain estaba en Versalles en las filas de quienes organizaron el aplastamiento de la Comuna que ocasionó 30 000 muertos en las filas obreras.
En el movimiento actual, es significativo que las mayores resistencias a la apertura de las asambleas sean las de los miembros notorios del sindicato estudiantil UNEF (dirigido por el Partido socialista) y que las asambleas sean tanto más abiertas cuanto menor va siendo la influencia de la UNEF en su seno.
Contrariamente a 1995 y 2003, el movimiento ha sorprendido a la burguesía
4. Una de las características más importantes del episodio actual de la lucha de clases en Francia, es que ha sorprendido a casi todos los sectores de la burguesía y de su aparato político (partidos de derechas, de izquierdas y organizaciones sindicales). Ese es uno de los factores que permite comprender tanto la vitalidad y la profundidad del movimiento como la situación muy delicada en la que está inmersa la clase dominante en Francia hoy por hoy. Tenemos, pues, que hacer una distinción muy clara entre el movimiento actual y las luchas masivas del otoño de 1995 y de la primavera de 2003.
La movilización de los trabajadores en 1995 contra el “plan Juppé” de reforma de la Seguridad social había sido orquestado en realidad gracias a un reparto de tareas muy hábil entre el gobierno y los sindicatos. El gobierno, con toda la arrogancia del Primer ministro de entonces, Alain Juppé, asoció los ataques contra la Seguridad social (que concernían a todos los asalariados del sector público y del privado) con ataques específicos contra el régimen de pensiones de los trabajadores de los ferrocarriles franceses (SNCF) y de otras empresas públicas de transportes. Los trabajadores de esas empresas se convirtieron así en punta de lanza de la movilización. Pocos días antes de Navidad, cuando ya las huelgas llevaban semanas, el gobierno retrocedió en el tema de los regímenes especiales de pensiones lo que condujo, tras la llamada de los sindicatos, a la reanudación del trabajo en esos sectores. Esta vuelta al trabajo de los sectores más punteros acarreó evidentemente el fin del movimiento en los demás sectores. La mayoría de los sindicatos (excepto la CFDT), se mostró muy “combativa” llamando a extender el movimiento y a realizar asambleas generales frecuentes. A pesar de su amplitud, la movilización de los trabajadores no terminó en victoria, sino más que nada en un fracaso, pues la reivindicación principal, la retirada del “plan Juppé” de reforma de la Seguridad social no se realizó. Sin embargo, gracias al retroceso del gobierno en lo de las pensiones especiales, los sindicatos pudieron disfrazar esa derrota en “victoria”, lo que les permitió dar lustre a una imagen bastante deslucida tras sus sabotajes de las luchas obreras durante los años 80.
La movilización de 2003 en la función pública se produjo tras la decisión de prolongar el tiempo mínimo de trabajo antes de disfrutar de una pensión íntegra. Esta medida golpeaba a todos los funcionarios, pero los más combativos fueron los maestros, profesores y personal no docente de los establecimientos escolares, los cuales, además del ataque contra la jubilación, sufrían un ataque suplementario so pretexto de “descentralización”. El personal docente no era el destinatario de esta medida, pero se sintió concernido por un ataque que iba contra colegas de trabajo y por la movilización de éstos. Además, la decisión de subir a 40 años, e incluso más, la cantidad mínima de años de trabajo en unos sectores de la clase obrera que, debido a los años de formación, no empiezan a trabajar hasta la edad de 23-25 años, significaba que iban a tener que seguir trabajando en condiciones cada vez más penosas y agotadoras hasta bien pasada la edad legal de la jubilación, los 60 años. El Primer ministro, Jean-Pierre Raffarin, aunque de talante diferente al de Juppé en 1995, transmitió un mensaje del mismo estilo al declarar que “No es la calle la que gobierna”. Al final, a pesar de la combatividad de los trabajadores de la enseñanza y su perseverancia (algunos hicieron 6 semanas de huelga), pese a unas manifestaciones entre las más masivas desde mayo del 68, el movimiento no logró hacer retroceder a un gobierno que decidió, cuando la movilización empezaba a decaer, anular algunas medidas específicas que afectaban al personal no docente de los centros de enseñanza para así destruir la unidad que se había ido construyendo entre las diferentes categorías profesionales y, por lo tanto, la dinámica de movilización. La inevitable vuelta al trabajo del personal de los centros escolares significó el fin de un movimiento que, como en 1995 no había logrado impedir el ataque principal del gobierno: el ataque contra la jubilación. Pero mientras que el episodio de 1995 pudo ser presentado como una “victoria” por los sindicatos, lo que les permitió reforzar su dominio sobre los trabajadores, el de 2003 se vivió sobre todo como un fracaso (especialmente entre el personal docente donde algunos perdieron hasta 6 semanas de sueldo), lo cual socavó sensiblemente la confianza de los trabajadores en esas organizaciones.
La debilidad política de la derecha francesa
5. Los ataques de la burguesía contra la clase obrera en 1995 y 2003 pueden resumirse así:
– los dos resultan de la necesidad ineludible para el capitalismo, ante la crisis mundial de su economía y el insondable aumento de los déficits públicos, de proseguir el desmontaje de los mecanismos del llamado Estado del bienestar instaurado tras la Segunda Guerra mundial y, en particular, la Seguridad social y el sistema de jubilaciones;
– los dos ataques fueron cuidadosamente planificados por los diferentes organismos al servicio del capitalismo, en primer término por el gobierno de la derecha y las organizaciones sindicales, para asestar una derrota a la clase obrera; una derrota en lo económico, pero también en el plano político e ideológico;
– para ambos ataques se echó mano del método que consiste en acumular las agresiones en un sector particular, propulsándolo así a la vanguardia de la movilización, para “echarse atrás” después en algunos ataques específicos a un sector y desarmar así al movimiento entero;
– la dimensión política del ataque de la burguesía, aunque con métodos similares, no fue, sin embargo, la misma en los dos casos, pues en 1995, había que presentar el resultado de la movilización como una “victoria” de la que debían beneficiarse los sindicatos, mientras que en 2003, la evidencia de la derrota fue un factor de desmoralización y también de desprestigio de los sindicatos.
En la movilización actual hay una serie de evidencias:
– el CPE no era en absoluto una medida indispensable para la economía francesa. Esto lo demuestra el hecho de que buena parte de la patronal y de los diputados de derecha no eran favorables, incluso la mayoría de los miembros del gobierno, en particular los dos ministros directamente concernidos, el del Empleo y el de la “Cohesión social”;
– al hecho de que la medida no era indispensable desde un enfoque capitalista se le ha añadido la ausencia casi completa de preparación para imponerla; mientras que los ataques de 1995 y de 2003 se habían preparado de antemano en “discusiones” con los sindicatos (en ambos, incluso uno de los grandes sindicatos, la CFDT, de tonalidad socialdemócrata, apoyó los planes gubernamentales), el CPE forma parte de una serie de medidas agrupadas en una ley bautizada “Igualdad de oportunidades” propuesta ante el Parlamento precipitadamente y sin la menor discusión previa con los sindicatos. Uno de los aspectos más insoportables de la ley es que pretende nada menos que luchar contra la precariedad, cuando en realidad la institucionaliza para los jóvenes de menos de 26 años. Además es presentada como algo “muy benéfico” para los jóvenes de las barriadas “difíciles” que se amotinaron en el otoño de 2005, cuando, en realidad, contiene una serie de ataques contra esos jóvenes como el de hacer trabajar a los adolescentes a partir de los 14 años, con la excusa del aprendizaje, y el trabajo nocturno para los mayores de 15.
6. El carácter provocador del método gubernamental se ha revelado también en el intento de hacer pasar la ley “al estilo húsar” (por la vía rápida y sin miramientos), usando dispositivos constitucionales que permiten su adopción sin votación en el Parlamento, durante las vacaciones escolares de universitarios y alumnos de secundaria. Pero el “burdo refinamiento” del gobierno y de su jefe, Villepin, se volvió contra ellos. Esa grosera maniobra no sólo no sirvió para tomarle la delantera a una posible movilización. Lo que en realidad logró fue aumentar más todavía la ira estudiantil y radicalizar su movilización.
En 1995, el carácter provocador de las declaraciones del Primer ministro Juppé fue también un factor de radicalización del movimiento de huelga. Pero en aquel entonces, esa actitud se correspondía plenamente con los objetivos de la burguesía que había anticipado la reacción de los trabajadores. En un contexto en el que la clase obrera estaba sufriendo el peso de las campañas ideológicas resultantes del hundimiento del los regímenes pretendidamente “socialistas” (lo cual limitaba las potencialidades de su lucha), la burguesía había urdido una maniobra para dar nuevo lustre a los sindicatos. Hoy, en cambio, el Primer ministro ha conseguido polarizar contra su política la cólera de la juventud escolarizada y de la mayor parte de la clase obrera, de manera involuntaria. Durante el verano de 2005, Villepin logró que pasara sin más dificultades el CNE (Contrato de nuevo empleo) que permite a las empresas de menos de 20 asalariados despedir al trabajador durante dos años (tras su contrato), sea cual sea su edad y sin dar motivo alguno. A principios del invierno, Villepin estimó que sería lo mismo con el CPE, que extiende a todas las empresas, públicas o privadas, las mismas normas que el CNE, pero para los menores de 26 años. Lo ocurrido después le ha demostrado el error grosero de apreciación que hizo, pues todos los medios y todas las fuerzas de la burguesía lo reconocen, el gobierno se ha metido en una situación de gran fragilidad. En realidad no es ya solo el gobierno el que está en situación engorrosa; son todos los partidos burgueses (de derechas como de izquierdas) al igual que todos los sindicatos, que recriminan a Villepin su “método”. Incluso éste ha reconocido en parte sus errores diciendo que “lamentaba” el método empleado.
Es indiscutible que ha habido torpezas políticas por parte del gobierno, especialmente de su jefe. A éste la mayoría de las organizaciones de izquierda o sindicales lo presenta como un “autista” [2] [20], un personaje “altanero” incapaz de comprender las verdaderas aspiraciones del “pueblo”. Sus “amigos” de derechas (sobre todo, claro está, los partidarios de Nicolas Sarkozy, su gran rival para las próximas elecciones presidenciales) insisten en que como no ha sido nunca elegido (contrariamente a Sarkozy que ha sido diputado y alcalde de una ciudad importante [3] [21] durante años), le cuesta trabar lazos con la base “popular”. De paso dejan caer que su gusto por la poesía y las letras revela que se trata de una especie de “diletante”, de aficionadillo a la política. Sin embargo, el reproche más unánime que le hacen (incluida la patronal) es no haber precedido su proposición de ley por una consulta de los “agentes sociales” o “cuerpos intermedios”, según la terminología de los sociólogos televisivos, o sea los sindicatos. La mayor virulencia en ese reproche es la del sindicato más “moderado”, la CFDT, la cual, en 1995 y 2003, había apoyado los ataques gubernamentales.
Puede pues afirmarse que, en las circunstancias actuales, la derecha francesa se ha empeñado en revalidar su título de “derecha más tonta del mundo”. Y sin llegar a tanto, lo que sí puede afirmarse es que, en cierto modo, la burguesía francesa, en general, ha manifestado una vez más sus carencias en el control del juego político. Y lo ha vuelto a pagar como ya ocurrió en varios “accidentes” electorales como el de 1981 o 2002. En 1981, a causa de las divisiones de la derecha, la izquierda llegó al poder a contrapelo de la orientación que se había marcado al burguesía de otros grandes países avanzados frente a la situación social (en especial en Gran Bretaña, Alemania, Italia o Estados Unidos). En 2002, la izquierda (también a causa de sus divisiones) estuvo ausente en la segunda vuelta de la elección presidencial que se dirimió entre Le Pen, jefe de la extrema derecha, y Chirac, cuya reelección quedó lastrada por todos los votos de izquierda que votaron por él por aquello del “mal menor”. En efecto, al haber salido elegido con los votos de la izquierda, Chirac tenía las manos más atadas que si hubiera ganado frente al jefe de la izquierda, Lionel Jospin. Esa falta de legitimidad de Chirac es uno de los ingredientes que explican la debilidad del gobierno derechista frente a la clase obrera y sus dificultades para atacarla.
También es verdad que esa debilidad política de la derecha (y del aparato político de la burguesía francesa en general) no le impidió llevar a cabo con éxito, en 2003, un ataque masivo contra la clase obrera sobre el tema de las pensiones. Como tampoco permite explicar la amplitud de la lucha actual, sobre todo esa enorme movilización de cientos de miles de jóvenes futuros trabajadores, esa dinámica del movimiento, esas formas de lucha realmente proletarias.
Una expresión de la reanudación de las luchas y del desarrollo de la conciencia de la clase obrera
7. En 1968 también, la movilización de los estudiantes, y, después, la portentosa huelga obrera (9 millones de huelguistas durante varias semanas: más de 150 millones de jornadas de huelga) fue en parte resultado de los errores cometidos por el régimen de De Gaulle en pleno ocaso. La actitud provocadora de las autoridades para con los estudiantes (entrada de la policía en la Sorbona el 3 de mayo por primera vez desde hacía siglos, detención y encarcelamiento de estudiantes que intentaron oponerse a la evacuación forzada) fue un factor de movilización masiva de los estudiantes durante la semana del 3 al 10 de mayo. Tras la represión feroz de la noche del 10 al 11 de mayo y la emoción provocada en toda la opinión, el gobierno decidió echarse atrás en dos reivindicaciones estudiantiles: reapertura de la Sorbona y liberación de los estudiantes detenidos la semana anterior. Ese retroceso del gobierno y el enorme éxito de la manifestación convocada por los sindicatos el 13 de mayo [4] [22] llevaron a una serie de paros espontáneos en grandes factorías como la de Renault en Cléon y Sud-Aviation en Nantes. Uno de los estímulos de esas huelgas, sobre todo entre los obreros jóvenes, era que si la determinación de los estudiantes (que, sin embargo, no tienen ningún peso en la economía) habían conseguido hacer retroceder al gobierno, también se vería obligado a echarse atrás ante la determinación de los obreros, los cuales sí que disponen de un medio de presión mucho más poderoso, la huelga. El ejemplo de los obreros de Nantes y de Cléon se extendió como un reguero de pólvora sorprendiendo a los sindicatos. Temiendo éstos ser desbordados por completo, se vieron forzados a “coger el tren en marcha” algunos días después, llamando a una huelga que llegaría a contar 9 millones de obreros, paralizándose la economía del país durante varias semanas. Ya entonces había que ser miope para no ver que un movimiento de tal envergadura no podía deberse únicamente a causas coyunturales o “nacionales”. Correspondía necesariamente a un cambio importante a escala internacional en la relación de fuerzas entre burguesía y proletariado en beneficio de éste [5] [23]. Y esto se iba a confirmar un año más tarde con el «Cordobazo» del 29 de mayo de 1969 en Argentina [6] [24], el otoño caliente italiano de 1969 (también nombrado “Mayo rampante”), más tarde con las grandes huelgas del Báltico del “invierno polaco” de 1970-71 y muchos otros movimientos menos espectaculares pero que todos confirmaban que Mayo de 1968 no había sido una nube de verano, sino que plasmaba la reanudación histórica del proletariado mundial tras cuatro décadas de contrarrevolución.
8. El movimiento actual en Francia tampoco puede explicarse por los “errores” del gobierno de Villepin o los particularismos nacionales. Es, en realidad, una confirmación patente de lo que la CCI ha afirmado desde 2003: la tendencia a la reanudación de las luchas de la clase obrera internacional y al desarrollo de su conciencia:
“Las movilizaciones a gran escala de la primavera de 2003 en Francia y Austria han significado un giro en la lucha de la clase desde 1989. Han sido un primer paso significativo en la recuperación de la combatividad obrera tras el más largo período de reflujo desde 1968” (Revista internacional n° 117, “Informe sobre la lucha de clases”, 2º trimestre de 2004).
“Pero a pesar de todas estas dificultades, este período de retroceso no ha significado, ni mucho menos, el “fin de la lucha de clases”. Incluso en los años 1990 hemos visto algunos movimientos (como los de 1992 y de 1997) que ponían de manifiesto que la clase obrera conservaba aún intactas reservas de combatividad. Ninguno de esos movimientos supuso, no obstante, un verdadero cambio en cuanto a la conciencia en la clase. De ahí la importancia de los movimientos que han aparecido más recientemente, que aún careciendo de la espectacularidad y notoriedad de los ocurridos por ejemplo en Francia en Mayo de 1968, sí representan, en cambio, un giro en la relación de fuerzas entre las clases. Las luchas de 2003-2005 se han caracterizado por que:
– implican a sectores muy significativos de la clase obrera de los países del centro del capitalismo (por ejemplo en Francia en 2003);
– manifiestan una mayor preocupación por problemas más explícitamente políticos. En particular los ataques a las pensiones de jubilación plantean la cuestión del futuro que la sociedad capitalista puede depararnos a todos;
– Alemania reaparece como foco central de las luchas obreras, lo que no sucedía desde la oleada revolucionaria de 1917-23;
– la cuestión de la solidaridad de clase se plantea de una forma mucho más amplia y más explícita de lo que se planteó en los años 1980, como hemos visto, sobre todo, en los movimientos más recientes en Alemania;
– se ven acompañadas del surgimiento de una nueva generación de elementos que tratan de encontrar claridad política. Esta nueva generación se expresa tanto en una nueva afluencia de elementos netamente politizados, como en nuevas capas de trabajadores que, por vez primera, se incorporan a las luchas. Como se ha podido comprobar en algunas de las manifestaciones más importantes, se están forjando las bases de una unidad entre esta nueva generación y la llamada “generación de 1968” en la que se incluyen tanto la minoría política que reconstruyó el movimiento comunista en los años 1960 y 1970, como sectores más amplios de trabajadores que vivieron la rica experiencia de luchas de la clase obrera entre 1968 y 1989” (Revista internacional no 122 “Resolución sobre la situación internacional del XVIo Congreso de la CCI”, 2005).
Esas características que poníamos de relieve en nuestro XVIo Congreso se han concretado plenamente en el movimiento actual de los estudiantes de Francia.
El vínculo entre generaciones de combatientes se estableció espontáneamente en las asambleas de estudiantes: no sólo se autorizaba a tomar la palabra en las AG a los trabajadores mayores (incluidos jubilados) sino que además se les animaba a hacerlo, y sus intervenciones sobre sus experiencias de lucha eran recibidas por las jóvenes generaciones con atención y entusiasmo [7] [25].
En cuanto a la preocupación por el porvenir (y no solo por la situación inmediata) es la médula misma de una movilización que involucra a jóvenes que no antes de varios años (más de cinco para muchos de secundaria) podrían vérselas con un CPE. Esta preocupación por el porvenir ya apareció en 2003 sobre el la cuestión de las pensiones: en las manifestaciones de 2003 había muchos jóvenes lo cual es ya una indicación de la solidaridad entre generaciones de la clase obrera. En el movimiento actual, la movilización contra la precariedad, y por lo tanto contra el desempleo, plantea implícitamente y para una cantidad creciente de estudiantes y jóvenes trabajadores, la cuestión del porvenir que el capitalismo reserva a la sociedad; preocupación también compartida por muchos trabajadores mayores que se preguntan: “¿Qué sociedad dejamos a nuestros hijos?”
La cuestión de la solidaridad (entre generaciones pero también entre los diferentes sectores de la clase obrera) ha sido una de las cuestiones clave del movimiento:
– solidaridad de los estudiantes entre ellos, voluntad de los más en vanguardia, de los más organizados, de ir a apoyar a sus camaradas en situación difícil (sensibilización y movilización de los estudiantes más reticentes, organización y gestión de las AG, etc.);
– llamadas a los trabajadores asalariados insistiendo en que el ataque gubernamental va dirigido contra todos los sectores de la clase obrera;
– sentimiento de solidaridad entre los trabajadores, aunque esa conciencia no haya podido desembocar en una extensión de la lucha si se exceptúa la participación en las jornadas de acción y las manifestaciones;
– conciencia en muchos estudiantes que no son ellos los más amenazados por la precariedad (que afecta más masivamente a los jóvenes no diplomados), pero que su lucha interesa más todavía más a los jóvenes más desfavorecidos sobre todo aquellos que viven en las “barriadas” que “ardieron” en el pasado otoño.
Las generaciones jóvenes recogen la antorcha de la lucha
9. Una de las características primordiales del movimiento actual es que lo conducen las jóvenes generaciones. Y eso no es, ni mucho menos, por casualidad. Desde hace algunos años, nosotros hemos puesto de relieve el proceso de reflexión existente en las nuevas generaciones, una reflexión quizás no espectacular, pero profunda, que se expresa principalmente en el despertar a una política comunista de muchos más jóvenes que antes (unos cuantos forman ya parte de nuestra organización). Era para nosotros “la parte visible del iceberg” de un proceso de toma de conciencia que está atañiendo a amplios sectores de nuevas generaciones proletarias que, tarde o temprano, emprenderían combates de envergadura:
“La nueva generación de “elementos en búsqueda”, la minoría que se acerca a las posiciones de clase, tendrá un papel de una importancia sin precedentes en los futuros combates de clase, unos combates que estarán ante sus implicaciones políticas can más rapidez y profundidad que las luchas de 1968-1989. Esos elementos, que expresan ya un desarrollo lento pero significativo de la conciencia en profundidad, ayudarán a la extensión masiva de la conciencia en toda la clase” (Revista internacional no 113, “Resolución sobre la situación internacional del XVo Congreso de la CCI”).
El movimiento actual de los estudiantes en Francia es la emergencia de ese proceso subterráneo iniciado ya hace algunos años. Es el signo de que el impacto de las campañas ideológicas fomentadas desde 1989 sobre “el fin del comunismo”, “la desaparición de la lucha de clases” (y hasta de la clase obrera) ha perdido casi toda su eficacia.
Tras la reanudación histórica del proletariado mundial a partir de 1968, nosotros hacíamos constar que:
“El proletariado actual es diferente al de entreguerras. Por un lado, de la misma manera que los pilares de la ideología burguesa, las mistificaciones que en el pasado aplastaron la conciencia proletaria han ido agotándose progresivamente; el nacionalismo, las ilusiones democráticas, el antifascismo que fueron utilizados hasta la saciedad durante medio siglo, ya no tienen el impacto del pasado. Por otro lado, las nuevas generaciones obreras no han soportado unas derrotas como las de las precedentes. Los proletarios que hoy enfrentan la crisis no tienen la experiencia de sus mayores, pero tampoco están hundidos en la desmoralización.
La formidable reacción, que desde 1968-69 ha opuesto la clase obrera a las primeras manifestaciones de la crisis significa que la burguesía no está en condiciones para imponer la única salida que es capaz de dar a la crisis, es decir, un nuevo holocausto mundial. Previamente tendría que poder vencer a la clase obrera; la perspectiva actual no es pues la de guerra imperialista sino la de la guerra de clases generalizada” (Manifiesto de la CCI, adoptado en su Primer congreso en enero de 1976).
En nuestro VIIIº Congreso, trece años después, el “Informe sobre la situación internacional” completó ese análisis de esta manera:
“Se necesitaba que las generaciones marcadas por la contrarrevolución de los años 30 a los 60 dejaran el sitio a las que no la vivieron, para que el proletariado mundial recobrara las fuerzas para superarla. De igual modo, la generación que hará la revolución no podrá ser la que ha cumplido la tarea histórica esencial de haber abierto al proletariado mundial una nueva perspectiva tras la contrarrevolución más profunda de su historia, aunque hay moderar esa comparación, pues entre la generación del 68 y las anteriores hubo ruptura histórica, mientras que entre las generaciones siguientes ha habido continuidad”.
Unos meses más tarde, el desmoronamiento de los regímenes pretendidamente “socialistas” y el importante retroceso que ese acontecimiento provocó en la clase obrera iban a ser la concreción de nuestra previsión. En realidad, salvando las distancias, ocurre con la reanudación actual de los combates de clase como con la reanudación histórica de 1968 tras 40 años de contrarrevolución: las generaciones que sufrieron la derrota y sobre todo la terrible presión de las mistificaciones burguesas no podían ser las inspiradoras de un nuevo lance en el enfrentamiento entre las clases. Hoy es una generación que estaba todavía en la escuela primaria cuando se montaron las campañas tras el desmoronamiento del bloque del Este, una generación que no fue directamente afectada por ellas y es la primera que recoge la antorcha de la lucha.
La conciencia, mucho más profunda que en 1968, de pertenecer a la clase obrera
10. La comparación entre la movilización estudiantil de hoy en Francia y los acontecimientos de mayo del 68 permite despejar una serie de características importantes del movimiento actual. La mayoría de los estudiantes en lucha lo dice claramente: “nuestra lucha es diferente a la de Mayo del 68”. Cierto, pero hay que comprender por qué.
La primera diferencia, y es fundamental, estriba en que el movimiento de Mayo del 68 fue justo al principio de la crisis abierta de la economía capitalista mundial, mientras que hoy ya dura desde hace cuatro décadas (con una fuerte agravación a partir de 1974). A partir de 1967 hubo en varios países, en Alemania y Francia en particular, un incremento del número de desempleados, y fue esa una de las razones de la inquietud que empezaba a apuntar entre los estudiantes y del descontento que llevó a la clase obrera a entrar en lucha. Lo que pasa es que el número de desempleados en Francia es hoy 10 veces mayor que el de mayo de 1968 y este desempleo masivo (en torno al 10 % de la población activa en cifras oficiales) dura ya desde hace décadas. De ahí vienen una serie de diferencias.
Incluso si los primeros embates de la crisis fueron uno de los factores que provocó la cólera estudiantil en 1968, no fue ni mucho menos como hoy. En aquel tiempo, no había grandes amenazas de desempleo o de precariedad al término de los estudios. La inquietud principal de la juventud estudiantil de entonces era no poder ya acceder al mismo estatuto social que habían alcanzado las generaciones precedentes de diplomados universitarios. De hecho, la generación de 1968 era la primera en vérselas de golpe con el fenómeno de la “proletarización de los ejecutivos” abundantemente estudiado por los sociólogos de entonces. Ese fenómeno se había iniciado años antes de que la crisis abierta se manifestara, tras el incremento notable de alumnos universitarios. Este crecimiento se debía a las necesidades de la economía pero también al empeño y la posibilidad de la generación de sus padres, que había sufrido, con la Segunda Guerra mundial, un período de enormes privaciones, de dar a sus hijos la posibilidad de una situación económica y social mejor que la de ellos. La “masificación” universitaria ya había provocado desde hacía algunos años un malestar creciente producto de la persistencia en la Universidad de estructuras y métodos heredados de la época en que solo una élite podía llegar a ella, el autoritarismo en particular. Otro factor del malestar del mundo universitario, que empezó a surgir a partir de 1964 en Estados Unidos, fue la guerra de Vietnam que echaba por los suelos el mito “civilizador” de las grandes democracias occidentales y que favorecía la atracción en amplios sectores de la juventud universitaria por los temas tercermundistas, guevaristas o maoístas. Estos temas se nutrían de teorías de “pensadores” pseudo revolucionarios como Herbert Marcuse, que denunciaban “la integración de la clase obrera” y la emergencia de nuevas fuerzas “revolucionarias” como las “minorías oprimidas” (negros, mujeres, etc.), los campesinos del Tercer mundo y… los estudiantes incluso. Muchos estudiantes de aquella época se consideraban “revolucionarios” de igual modo que así consideraban a personajes como Che Guevara, Ho Chi Min o Mao. Y uno de los factores de la situación de entonces era la separación muy importante entre la nueva generación y la de sus padres a la que se le hacían muchas críticas. Entre otras, se reprochaba a esta generación, que había trabajado duramente para salir de la situación de miseria, de hambre incluso, causada por la Segunda Guerra mundial, de solo preocuparse por los bienes materiales. De ahí el éxito de las fantasías sobre “la sociedad de consumo” y consignas como “¡No trabajéis nunca!”. Hija de una generación que había recibido de lleno los golpes de la contrarrevolución, la juventud de los años 60 le reprochaba su conformismo y sumisión a las exigencias del capitalismo. Y recíprocamente, muchos padres no comprendían y les costaba aceptar que sus hijos trataran con desprecio los sacrificios que habían aceptado para darles una situación económica mejor que la de ellos.
11. El mundo de hoy es muy diferente al de 1968 y la situación de la juventud universitaria actual poco tiene que ver con la los “sixties”:
– No solo es ya que la depreciación de su futuro estatuto inquiete a la mayoría de los universitarios de hoy. Proletarios ya lo son, pues más de la mitad trabaja para pagarse sus estudios y no se hacen muchas ilusiones sobre las magníficas situaciones sociales que les esperan cuando los acaben. Sobre todo saben que su diploma les dará el “derecho” a integrar la condición proletaria en una de sus formas más dramáticas, el desempleo y la precariedad, el envío de cientos de currículum vitae sin respuesta y las filas de espera en las agencias de empleo. Y cuando al fin llegan a un empleo más estable, después de un largo período de “galeras” salpicado de cursillos no remunerados y contratos basura, será, en muchos casos, en puestos de trabajo que poco tienen que ver con su formación y sus aspiraciones.
– Por eso, la solidaridad que ahora sienten los estudiantes hacia los trabajadores nace en primer lugar de la conciencia que la mayoría de ellos tiene de que pertenecen al mismo mundo, al de los explotados, en lucha contra el mismo enemigo, los explotadores. Muy lejos estamos del “acercamiento a la clase obrera” de los estudiantes, actitud esencialmente pequeño burguesa y condescendiente, mezcla de fascinación hacia ese ser mítico, en mono de trabajo, héroe de lecturas mal digeridas de los clásicos del marxismo y eso cuando no eran de autores que nada tienen que ver con el marxismo, como los estalinistas o criptoestalinistas. La moda que tanto éxito tuvo después de 1968 de los “establecidos”, aquellos intelectuales que optaron por ir a trabajar en las fábricas por aquello de “contactar con la clase obrera”, difícilmente volverá.
– Por eso tampoco tienen el menor éxito entre los estudiantes en lucha los temas como ese de la “sociedad de consumo”, aunque haya todavía algún que otro retrasado anarquizante que los agite. En cuanto a la consigna de “¡No trabajéis nunca!” ya no aparecería hoy como un proyecto “radical” ni mucho menos, sino como una amenaza terrible y angustiosa.
12. Por eso es por lo que, paradójicamente, los temas “radicales” o “revolucionarios” están poco presentes en las discusiones y preocupaciones de los estudiantes de hoy. Mientras que los del 68 transformaron, en muchos sitios, las facultades en foros permanentes en donde se debatía sobre la revolución, los consejos obreros, etc., la mayoría de las discusiones de hoy en las universidades son sobre temas mucho más “prosaicos” como el CPE y sus implicaciones, la precariedad, los medios de lucha (bloqueos, asambleas generales, coordinadoras, manifestaciones, etc.). Sin embargo, la polarización en torno a la anulación del CPE, algo aparentemente menos “radical” que las ambiciones estudiantiles de 1968, no significa ni mucho menos que el actual sea un movimiento menos profundo que el de hace 38 años. Muy al contrario. Las preocupaciones “revolucionarias” de los estudiantes de 1968 (una minoría, en realidad, que era “la vanguardia del movimiento”) eran sinceras pero estaban muy marcadas por el tercermundismo (guevarismo o maoísmo) o el antifascismo. En el mejor de los casos, si así puede decirse, eran de tipo anarquista (siguiendo los pasos a Cohn-Bendit) o situacionistas. Tenían una visión romántica, pequeño burguesa, de la revolución y eso cuando no eran sino apéndices “radicales” de estalinismo. Pero fueran cuales fueran las corrientes que afirmaban ideas “revolucionarias”, de naturaleza pequeño burguesa o burguesa, ninguna de ellas tenía la menor idea del movimiento de la clase obrera hacia la revolución, y menos todavía de qué significaban las huelgas obreras masivas, primera expresión de que el período de contrarrevolución había llegado a su fin [8] [26]. Las preocupaciones “revolucionarias” de hoy no están todavía presentes de manera significativa en el movimiento. Pero su naturaleza de clase incontestable y el terreno de la movilización (el rechazo de un futuro de sumisión a las exigencias y condiciones de la explotación capitalista –desempleo, precariedad, arbitrariedad patronal, etc.), llevan en sí una dinámica que, obligatoriamente, provocará en muchos de los participantes en los combates de hoy, una toma de conciencia de la necesidad de derribar el capitalismo. Y esa toma de conciencia no se basará ni mucho menos en quimeras como las preponderantes en 1968 y que permitieron el “reciclaje” de los líderes del movimiento en el aparato político oficial de la burguesía (los ministros Bernard Kouchner y Joshka Fischer, el senador Henri Weber, el portavoz de los Verdes en el Parlamento europeo Daniel Cohn-Bendit, el patrón de prensa Serge July, etc.) y eso cuando no han acabado en el trágico atolladero del terrorismo (“Brigadas rojas” en Italia, “Fracción ejército rojo” en Alemania, “Acción directa” en Francia). Muy al contrario. La toma de conciencia se desarrollará mediante la comprensión de las condiciones fundamentales que hacen posible y necesaria la revolución proletaria: la crisis económica insalvable del capitalismo mundial, el atolladero histórico en que está metido el sistema, la necesidad de concebir las luchas proletarias de resistencia contra los ataques crecientes de la burguesía como otros tantos preparativos del derrocamiento final del capitalismo. En 1968, la rapidez de le eclosión de las preocupaciones “revolucionarias” fue en gran parte un indicio de su superficialidad y falta de consistencia teórico-política propia de su naturaleza básicamente pequeño burguesa. El proceso de radicalización de las luchas obreras, aunque en ciertos momentos vive aceleraciones sorprendentes, es mucho más largo, precisamente porque es incomparablemente más profundo. Como decía Marx, “ser radical es ir a la raíz de las cosas”, y es un proceso que exige necesariamente mucho más tiempo y se basa en acumular experiencias en las luchas.
La capacidad para evitar la trampa de la escalada de la violencia ciega provocada por la burguesía
13. La profundidad del movimiento de los estudiantes no se plasma en la “radicalidad” de sus objetivos ni en las discusiones. La profundidad se debe a las cuestiones fundamentales que platea implícitamente la reivindicación de la anulación del CPE: el futuro de precariedad y desempleo que el capitalismo en crisis prepara para las jóvenes generaciones, signo de su quiebra histórica. Más todavía, esa profundidad se expresa en los métodos y la organización de la lucha como hemos dicho en los puntos 2 y 3 de este texto: las asambleas generales vivas, abiertas, disciplinadas, que expresan una preocupación por reflexionar y apoderarse colectivamente de la dirección del movimiento, el nombramiento de las comisiones, comités de huelga, delegaciones responsables ante las AG, la voluntad de extender la lucha hacia todos los sectores de la clase obrera. En la Guerra civil en Francia, Marx indicó que el carácter verdaderamente proletario de la Comuna de París no se plasmó tanto en las medidas económicas adoptadas (supresión del trabajo nocturno de los niños, moratoria en los alquileres) sino en los medios y el modo de organizarse que la Comuna se dio. Ese análisis de Marx puede aplicarse perfectamente a la situación actual. Lo más importante en las luchas que lleva a cabo la clase en su terreno no estriba tanto en los objetivos contingentes que pueda proponerse en un momento dado y que quedarán superados en las etapas posteriores del movimiento, sino en su capacidad para controlar plenamente esas luchas y, por lo tanto, en los métodos con que se dota para ejercer ese control. Son esos métodos y medios de lucha la mejor garantía de la dinámica y de la capacidad de la clase para avanzar hacia el futuro. Es ésa una de las insistencias de Rosa Luxemburg en su libro Huelga de masas, partido y sindicatos, cuando saca las lecciones de la revolución de 1905 en Rusia. En realidad, aunque el movimiento actual esté lejos del de 1905, desde el punto de vista de lo que está en juego políticamente, hay que subrayar que los medios que se ha dado son, aunque embrionarios, los de la huelga de masas tal como se expresó, por ejemplo, en Polonia en agosto de 1980.
14. La profundidad del movimiento de los estudiantes se expresa también en su capacidad para no caer en la trampa de la violencia que la burguesía le ha tendido en varias ocasiones, incluido el uso de “reventadores”: ocupación policíaca de la Sorbona, ratonera al final de la manifestación del 16 de marzo, cargas policiales al final de la del 18 de marzo, violencias de los “reventadores” contra los manifestantes el 23 de marzo. Aunque una pequeña minoría de estudiantes, sobre todo los influidos por ideologías anarquizantes, se dejaron llevar a enfrentamientos con la policía, la gran mayoría lo hizo todo por evitar que se pudriera el movimiento en enfrentamientos repetitivos con las fuerzas represivas. En esto, el movimiento actual de los estudiantes ha dado pruebas de una mucho mayor madurez que el de 1968. La violencia –enfrentamientos con los CRS [9] [27] y barricadas– fue, entre el 3 y el 10 de mayo, uno de los componentes del movimiento que, tras la represión en la noche del 10 al 11 y los rodeos del gobierno, abrió las puertas a la inmensa huelga de la clase obrera. Pero, después, las barricadas y las violencias se convirtieron en un factor para la recuperación de la situación por las diferentes fuerzas de la burguesía, el gobierno y los sindicatos, socavando la simpatía granjeada en un primer tiempo por los estudiantes entre la población y, en especial, entre la clase obrera.
Para los partidos de izquierda y los sindicatos, les fue fácil poner en el mismo plano a quienes hablaban de necesidad de la revolución y quienes prendían fuego a los coches y no cejaban en su empeño de entrar “en contacto” con los CRS. Tanto más fácil porque efectivamente eran muchas veces los mismos. Para los estudiantes que se creían “revolucionarios”, el movimiento de Mayo del 68 era ya la Revolución, y las barricadas que se levantaban día tras día se presentaban como herederas de las de 1848 y de la Comuna. Hoy, incluso cuando se plantea la cuestión de las perspectivas generales del movimiento, y por lo tanto, la necesidad de la revolución, los estudiantes son muy conscientes de que no son los enfrentamientos con las fuerzas de policía lo que da fuerza al movimiento. De hecho, aunque quede mucho trecho antes de plantearse la revolución, y por lo tanto de reflexionar sobre el problema de la violencia de clase del proletariado en su lucha por echar abajo el capitalismo, el movimiento ha encarado implícitamente ese problema y ha sabido darle una respuesta en el sentido de la lucha y del ser mismo del proletariado. Este está enfrentado desde el principio a la violencia extrema de la clase explotadora, a la represión cuando intenta defender sus intereses, a la guerra imperialista y a la violencia cotidiana de la explotación. Contrariamente a las clases explotadoras, la clase portadora del comunismo no lleva en sí la violencia, y aunque no podrá evitar utilizarla, nunca se identificará con ella. La violencia que deberá usar para echar abajo el capitalismo y que deberá usar con determinación, es necesariamente una violencia consciente y organizada y deberá por lo tanto estar precedida por todo un desarrollo de su conciencia y de su organización a través de las diferentes luchas contra la explotación. La movilización actual de los estudiantes, especialmente por ser capaces de organizarse y abordar de manera reflexiva los problemas que se le plantean, incluida la violencia, está, por eso mismo, más cerca de la revolución, del derrocamiento violento del orden burgués, que pudieron estarlo las barricadas de Mayo del 68.
15. Es precisamente la cuestión de la violencia un factor esencial que revela la diferencia fundamental entre las revueltas de la periferia de las grandes ciudades del otoño de 2005 y el movimiento de los estudiantes de la primavera de 2006.
En los dos movimientos hay, evidentemente, una causa común: la crisis insalvable del modo de producción capitalista, el futuro de desempleo y precariedad que ofrece a los hijos de la clase obrera. Sin embargo, las revueltas de las barriadas, al expresar sobre todo una desesperanza total ante la situación, en ningún caso pueden ser consideradas como una forma, ni siquiera aproximada, de la lucha de clases. Más concretamente, los componentes esenciales de los movimientos del proletariado, la solidaridad, la organización, el control colectivo y consciente de la lucha, estaban totalmente ausentes de esas revueltas. Ninguna solidaridad de los jóvenes desesperados hacia los dueños de los coches a los que prendían fuego y que eran los de sus vecinos, ellos también proletarios víctimas del desempleo y de la precariedad. Muy poca conciencia la de los amotinados, a menudo muy jóvenes, con una violencia destructora ciega, que a veces parecía un juego.
En cuanto a la forma de organización y de acción colectivas, era la típica de las bandas de barriada dirigidas por un jefezuelo (cuya autoridad se debía, a menudo, a que era el más violento de la pandilla), y que andaban en competencia mutua para ganar el concurso de quema de coches. En realidad, el modo de actuar de los jóvenes rebeldes de octubre-noviembre de 2005 no solo hace de ellos presas fáciles para todo tipo de manipulaciones policíacas, sino que nos dan una idea de hasta qué punto los efectos de la descomposición de la sociedad capitalista podrían ser un obstáculo para el desarrollo de la lucha y de la conciencia proletarias.
La persuasión ante los jóvenes de las barriadas
16. Durante el movimiento actual, repetidas veces, las pandillas de “golfos” se han aprovechado de las manifestaciones para ir al centro de las ciudades y dedicarse a su deporte favorito: “quebrar policías y escaparates”, para mayor regodeo de los medios foráneos que ya a finales de 2005 se habían hecho notar con sus espectaculares imágenes en primera plana de periódicos y televisiones. Es evidente que las imágenes de violencia que durante cierto tiempo han sido las únicas que se hacía ver a los proletarios de fuera de Francia han sido un medio excelente para reforzar el silencio mediático sobre lo que realmente estaba ocurriendo, privando así a la clase obrera del mundo de elementos que podrían servir en su toma de conciencia. Pero las violencias de las pandillas no solo se han explotado respecto a los proletarios de otros países. En Francia misma, al principio, se utilizaron para intentar hacer pasar la lucha de los estudiantes como una especie de nueva versión de las violencias del otoño pasado. De nada sirvió: nadie se creyó semejante fábula y por eso el ministro del Interior, Sarkozy, tuvo que cambiar inmediatamente de tono declarando que él sabía distinguir claramente entre los estudiantes y los “gamberros”.
Las violencias fueron entonces usadas para intentar disuadir a la mayor cantidad de trabajadores, incluidos los alumnos universitarios y de secundaria, de participar en las manifestaciones, en la del 18 de marzo más precisamente. La participación excepcional fue la prueba de que no funcionó tal maniobra. Y el 23 de marzo los “reventadores” la emprendieron con los manifestantes para robarles o, simplemente, para golpearlos sin razón, con la autorización y el beneplácito de la policía. Esos desmanes desmoralizaron a muchos estudiantes:
“Cuando son los CRS los que nos aporrean nos da más energía todavía, pero cuando son los chavales de las barriadas, por quienes también nos peleamos, es un palo a las ganas de luchar”.
Sin embargo, una vez más, los estudiantes dieron prueba de su madurez y de su conciencia. En lugar de intentar organizar acciones violentas contra los jóvenes “reventadores” (como así lo hicieron los servicios de orden sindicales, los cuales, en la manifestación del 28 de marzo, los fueron empujando a porrazos hacia las fuerzas de policía), los estudiantes decidieron en varios sitios nombrar delegaciones para ir a discutir con los jóvenes de los barrios pobres para explicarles que la lucha de los estudiantes de universidad y de secundaria también se hacía por esos jóvenes hundidos en la desesperación del desempleo masivo y de la exclusión. De manera intuitiva, sin conocer las experiencias del movimiento obrero, la mayoría de los estudiantes ha llevado a la práctica una de las enseñanzas fundamentales extraídas de esas experiencias: ninguna violencia en el seno de la clase obrera. Frente a sectores del proletariado que pudieran dejarse arrastrar a acciones contrarias a sus intereses generales, la persuasión y la llamada a la conciencia de clase son el medio esencial de acción hacia esos sectores, eso en caso de que no sean meros apéndices del Estado burgués (como los comandos de rompehuelgas).
Una experiencia insustituible para la politización de las nuevas generaciones
17. Una de las razones de la gran madurez del movimiento actual, sobre todo respecto a la violencia, estriba en la fuerte participación de las alumnas de universidad y de secundaria en este movimiento. Es cierto que a esas edades las muchachas suelen ser más maduras que sus compañeros masculinos. Además, sobre el tema de la violencia, está claro que las mujeres no suelen dejarse arrastrar con tanta facilidad a ese terreno como los hombres. En 1968, las estudiantes también participaron en el movimiento, pero cuando la barricada se convirtió en su símbolo, el papel que se les dejó fue a menudo el de valedoras de los “héroes” con casco encaramados en un montón de adoquines, de enfermeras de los heridos y de recaderas de bocadillos para poder recuperarse entre dos cargas de CRS. Nada de eso en el movimiento actual. En los “bloqueos” a las puertas de las universidades, las estudiantes son numerosas y su actitud es significativa del sentido que el movimiento ha querido dar a esos piquetes: nada de “palo” a quienes quieren ir a clase, sino explicaciones, argumentos, persuasión. En las asambleas generales y las diferentes comisiones, aunque las estudiantes suelen levantar menos la voz y suelen estar menos comprometidas en organizaciones políticas que los chicos, son elementos de primer orden en la organización, la disciplina y la eficacia de asambleas y comisiones y en la capacidad de la reflexión colectiva.
La historia de las luchas del proletariado ha evidenciado que la profundidad de un movimiento podía medirse en parte por la proporción de obreras implicadas en él. En “tiempos normales” las mujeres proletarias, al soportar una opresión todavía más agobiante que los proletarios hombres suelen estar menos implicadas que ellos en los conflictos sociales.
Cuando los conflictos alcanzan una gran profundidad, las capas más oprimidas del proletariado, las obreras en particular, se lanzan al combate y a la reflexión de clase. La importantísima gran participación de alumnas de universidad y de secundaria en el movimiento actual, el papel de primer plano que en él desempeñan, es una indicación suplementaria no solo de su naturaleza auténticamente proletaria, sino también de su profundidad.
18. Como hemos dicho, el movimiento actual de los estudiantes en Francia es una expresión de gran importancia de la renovada vitalidad del proletariado mundial desde hace tres años, una nueva vitalidad y una capacidad creciente de toma de conciencia. La burguesía hará todo lo posible por limitar al máximo el impacto de este movimiento para el porvenir. Si tiene los medios, se negará a ceder en las reivindicaciones principales para así seguir alimentando en la clase obrera en Francia el sentimiento de impotencia que logró imponer en 2003. En todo caso, hará todo lo que pueda por que la clase obrera no saque las valiosas lecciones de este movimiento, induciendo al pudrimiento de la lucha como factor de desmoralización o de recuperación por los sindicatos y los partidos de izquierda. Pero sean cuales sean las maniobras de la burguesía, ésta no podrá suprimir toda la experiencia acumulada durante semanas por miles de futuros trabajadores, su iniciación a la política y su toma de conciencia. Es ése un verdadero tesoro para las luchas futuras del proletariado, un elemento de la mayor importancia en la capacidad de esas luchas para continuar su camino hacia la revolución comunista. Les incumbe a los revolucionarios participar plenamente tanto en la acumulación de la experiencia actual como en su utilización en los combates futuros.
3 de abril de 2006
[1] [28]) Para que la lucha cobrara la mayor fuerza y unidad posibles, surgió entre los estudiantes la necesidad de constituir una “coordinadora nacional” de delegados de las diferentes asambleas. Eso modo de hacer es, por sí mismo, totalmente correcto. Sin embargo, al ser una buena parte de los delegados miembros de organizaciones políticas burguesas (como la Liga comunista revolucionaria, trotskista) con presencia en el medio estudiantil, las reuniones semanales de la coordinadora han sido a menudo la escena de maniobras politiqueras de esas organizaciones, que han intentado, sin éxito hasta ahora, formar un “Buró de la coordinadora” que acabaría siendo instrumento de su política. Como lo hemos dicho ya a menudo en nuestra prensa (sobre las huelgas en Italia en 1987 y la de los hospitales en Francia en 1988, entre otras) la centralización, que es una necesidad en una lucha de gran amplitud, solo puede contribuir al desarrollo del movimiento si éste ha alcanzado un nivel muy elevado de apropiación y de vigilancia por la base, en las asambleas generales. Hay que subrayar también que una organización como la LCR intentó dotar al movimiento estudiantil de un “portavoz” ante los medios. El que no haya aparecido ningún “líder” mediático del movimiento no significa debilidad, sino, al contrario, la firmeza del movimiento.
[2] [29]) Se ha oído incluso en la televisión a un “especialista” en psicología del político declarar que Villepin pertenece a la categoría de los “tozudos narcisistas” .
[3] [30]) Hay que precisar que el municipio en cuestión es Neuilly-sur-Seine, ejemplo emblemático de las ciudades de población burguesa. Sin lugar a dudas no ha sido con sus electores con quienes Sarkozy habrá aprendido a “hablar al pueblo”.
[4] [31]) Fecha simbólica, pues era el décimo aniversario del golpe de Estado del 13 de mayo de 1958 que desembocó en la vuelta al poder de De Gaulle. Una de las consignas oídas en la manifestación era “¡Diez años, ya basta!”
[5] [32]) En enero de de 1968, nuestra publicación Internacionalismo en Venezuela (era en aquel entonces la única de nuestra corriente) anunciaba así la apertura de un nuevo período de enfrentamientos de clase a escala internacional: “No somos profetas ni pretendemos adivinar cuándo y de qué manera se van a desarrollar los acontecimientos futuros. Pero de lo que sí estamos seguros y conscientes, en lo que se refiere al proceso en el que está hoy metido el capitalismo, es que no es posible pararlo con reformas, devaluaciones, ni ningún otro tipo de medidas económicas capitalistas, sino que lleva directamente a la crisis. Y estamos también seguros de que el proceso inverso de desarrollo de la combatividad de la clase, que estamos hoy viviendo, va a llevar a la clase obrera a una lucha sin cuartel y directa por la destrucción del Estado burgués.”
[6] [33]) Ese día, tras una serie de movilizaciones en las ciudades obreras contra los ataques económicos violentos y la represión de la junta militar, los obreros de Córdoba desbordaron las fuerzas de policía y del ejército (equipados con tanques) haciéndose dueños de la ciudad (segunda del país). El gobierno solo conseguiría “restablecer el orden” al día siguiente mediante el envío masivo del ejército.
[7] [34]) Queda lejos la actitud de los estudiantes de 1968 que consideraban a sus mayores “viejos tontos”, a la vez que éstos los trataban a veces de “jóvenes imbéciles”).
[8] [35]) Hay que señalar que la ceguera sobre el significado verdadero de Mayo del 68 no afectaba solo a las corrientes de extracción estaliniana o trotskista, para quienes, claro está, nunca hubo contrarrevolución sino progresión de la “revolución” con la aparición, después de la Segunda Guerra mundial, de toda una serie de Estados “socialistas” u “obreros deformados” y con las “luchas de independencia nacional” iniciadas en ese período prolongándose durante décadas. Tampoco la mayoría de las corrientes y elementos vinculados a la Izquierda comunista, especialmente la Izquierda italiana, entendió casi nada de lo ocurrido en 1968 pues, todavía hoy, tanto los bordiguistas como Battaglia comunista opinan que todavía no hemos salido de la contrarrevolución.
[9] [36]) Policía antidisturbios.
En los primeros artículos de esta serie se hizo hincapié en por qué la forma y el contenido de la revolución de 1905 fueron algo totalmente nuevo que correspondía a las características del nuevo período de la vida del capitalismo, el de su decadencia. En esos artículos afirmábamos que los sindicatos fueron suplantados por una forma de organización más adaptada a los objetivos y el carácter de la lucha entablada por la clase obrera en aquel entonces, los soviets. Demostramos que era errónea la idea de que el surgimiento de los soviets se debiera al supuesto atraso de Rusia, poniendo, al contrario, de relieve que ese surgimiento correspondía al alto nivel de conciencia alcanzado por la clase obrera. De hecho, ante las nuevas tareas que se le plantean a la clase obrera, los sindicatos dejan de ser una herramienta de defensa de sus intereses para convertirse en obstáculo para el propio desarrollo de la lucha de clases. Aunque el movimiento de 1905 en Rusia, y después otra vez en 1917, hizo surgir sindicatos donde antes no había, eso se debió al ardor revolucionario de la clase obrera que procuraba usar todos los medios para hacer avanzar su lucha, pero también a una falta de experiencia respecto a los sindicatos. En realidad, la lucha la realizaron los soviets y eso fue lo que les dio su naturaleza revolucionaria; lo único que los sindicatos hicieron fue seguir la corriente.
El surgimiento de los soviets es inseparable de la huelga de masas, que apareció como el único medio de lucha contra el capitalismo cuando ya no son posibles las reformas parciales o los paliativos. Al igual que los soviets, la huelga de masas surge de las necesidades de la clase en su conjunto, al ser capaz de arrastrar a las masas obreras y ser un crisol para el desarrollo de su conciencia. En su desarrollo mismo, se topó con los sindicatos y con una parte del movimiento obrero, para el cual la huelga de masas era como desenterrar el espectro del anarquismo. Fue al ala izquierda del movimiento obrero, con Rosa Luxemburg y luego Anton Pannekoek a su cabeza, a la que le incumbió la tarea de defender la huelga de masas, no como simple táctica propugnada por las direcciones sindicales, sino como fuerza primordial, revolucionaria y constantemente renovada, surgida de las entrañas de la clase obrera, capaz de unificar su combatividad y su conciencia a un nivel superior.
Lo propio de 1905, lo que concentra todo lo demás, es que la lucha por reformas es sustituida desde entonces por la lucha por la revolución.
Hemos mostrado que esos cambios no eran algo específico de Rusia, sino que concernían a toda la clase obrera mundial, puesto que el capitalismo había entrado en su fase de decadencia. La clase obrera, que se había erigido como clase internacional capaz de combatir por sus propios intereses estaba desde entonces ante la lucha por el derrocamiento del capitalismo y la transformación de las relaciones de producción y ya no por la mejoras en su seno. En todas partes, la Primera Guerra mundial estuvo precedida por una escalada y una intensificación de las huelgas que empezaron a cuestionar las viejas formas de organización y los antiguos objetivos de lucha, y algunas de esas luchas acabaron en conflictos abiertos con el Estado. En resumen, después de 1905, la lucha de clases se convirtió plenamente en lucha por el comunismo.
El significado real de 1905 fue, por lo tanto, el de mostrar el futuro, abrir la vía a todas las luchas que entablará después la clase obrera en el capitalismo decadente. O sea, todas las luchas del siglo pasado, las de hoy y las de mañana.
El papel desempeñado en la preparación del futuro se verificó muy claramente en 1917, cuando los soviets se afirmaron como primer instrumento de la revolución. El poder soviético se irguió contra el poder burgués del Gobierno provisional, como Trotski lo escribe en su Historia de la Revolución rusa:
“¿Cuál era la constitución real del país, una vez instaurado el nuevo poder?
“La reacción monárquica se escondió por los rincones. Cuando aparecieron las primeras aguas del diluvio, los propietarios de todas las clases y tendencias se agruparon bajo la bandera del partido kadete, el cual se lanzó inmediatamente a la palestra como el único partido no socialista, y al propio tiempo, de extrema derecha.
“ (…) Las masas se derramaban en los soviets como si entrasen por la puerta triunfal de la revolución. Todo lo que quedaba fuera de las fronteras del Soviet diríase que quedaba al margen de la revolución y que pertenecía a otro mundo.
“Por los soviets sentíanse atraídos los elementos más activos que había en las masas, y sabido es que en los períodos revolucionarios la actividad es lo que triunfa; por eso, al crecer de día en día la actividad de las masas, el fundamento de sustentación de los soviets se ensanchaba constantemente. Era la única base real sobre la que se cimentaba la revolución.” [1]
Los soviets son la única forma de organización de la clase obrera apropiada a los fines y los medios de la lucha por el comunismo. Sin embargo, esto quedó poco claro en aquel entonces, en particular para los revolucionarios en Rusia. La cuestión sólo se esclarecería con la discusión sobre la cuestión de los sindicatos en el Primer congreso de la Tercera internacional, como lo desarrollamos en el artículo “Las tomas de posición políticas de la IIIa Internacional” [2]. Durante la discusión, los delegados de varios países europeos denunciaron firmemente el papel contrarrevolucionario desempeñado por los sindicatos. Y en el sentido contrario, en su presentación del Informe sobre Rusia, Zinoviev argumentaba:
“La segunda forma de organización obrera en Rusia son los sindicatos. Se han desarrollado de forma diferente que en Alemania: desempeñaron un papel revolucionario muy importante durante los años 1904-1905 y hoy están con nosotros en la lucha por el socialismo (…) Una mayoría importante de los miembros de los sindicatos apoyan las posiciones de nuestro partido, y todas las decisiones de los sindicatos se toman basándose en esas posiciones”.
Eso no prueba de ninguna manera que los sindicatos en Rusia tuvieran virtudes que les faltaban en otros países, sino sencillamente que debido a ciertas especificidades del país y a que “siguieron los pasos de los soviets”, como concluye el texto citado, revelaron menos que en otras partes su papel de instrumentos del Estado capitalista contra la clase obrera durante la fase revolucionaria.
La revolución de 1917 se hizo posible gracias a la de 1905, pero no desembocó en una revolución comunista mundial. Habría sido necesario para ello que la revolución lograra extenderse y ser vencedora fuera de Rusia. La inmadurez de la conciencia del proletariado en aquel entonces no lo permitió. Sin embargo, desde entonces, muchas de las lecciones de la oleada revolucionaria fueron sacadas por los grupos aislados de revolucionarios que sobrevivieron a la represión de la oleada revolucionaria de 1917-23 y a la contrarrevolución, y que intentaron reconstruir el movimiento revolucionario. Ese es el papel que ha desempeñado la Izquierda comunista. Esas lecciones también han sido confirmadas por la experiencia de la clase obrera tanto en su lucha cotidiana como en sus tentativas más importantes, como en Polonia a principios de los años 1980. La elaboración de esas enseñanzas empezó inmediatamente tras 1905, y ésa es la labor que hoy intentamos proseguir.
En esta última parte dedicada a 1905, vamos a examinar cómo comprendió el movimiento revolucionario los acontecimientos, el análisis que hizo y el método empleado. Este aspecto es importante pues todo cambio de situación histórica exige una adaptación de los medios que permita entenderla.
Lo notable del debate y de la lucha teórica emprendidos tras 1905 está en su carácter colectivo e internacional, a pesar de que todos los protagonistas no fueran conscientes de ello. Mientras que Marx fue capaz, tras la Comuna de París en 1871, de resumir en nombre del Consejo general de la Asociación internacional de los trabajadores (AIT, Primera internacional) su significado histórico en un folleto, no fue posible, debido a la complejidad de las cuestiones que se planteaban, hacer lo mismo para los acontecimientos de 1905.
Los revolucionarios de aquel entonces se enfrentaban en particular a un cambio sin precedentes de período histórico, cambio que ponía en tela de juicio muchas hipótesis y logros del movimiento obrero, así como el papel de los sindicatos y la forma de la lucha de clases. La principal contribución de la izquierda del movimiento obrero no solo fue haber aceptado el reto, sino haber manifestado además mucha lucidez sobre varias cuestiones gracias a la utilización notable del método marxista, dejando a la posteridad una brillante herencia teórica. Ese resultado compensa ampliamente las inevitables debilidades y fallos del esfuerzo teórico. Esperar más, esperar la perfección, no solo sería ingenuo sino que además demostraría una incapacidad para entender el carácter real del marxismo y de la propia lucha de la clase obrera. Sería como esperar que la clase obrera fuera victoriosa en cada huelga, que fuera capaz de comprender, siempre, cada maniobra del enemigo y, finalmente, que fuera capaz de hacer la revolución en cuanto están presentes las condiciones objetivas para ello.
El aspecto a veces fragmentado de las contribuciones y del debate no es en sí mismo una debilidad sino la consecuencia inevitable del desarrollo en caliente de una lucha teórica que era, a su vez, la otra cara de la lucha “práctica”. Se podría formular diciendo que la otra cara de la huelga de masas es la “lucha teórica de masas”. Es evidente que ésta no implica a tanta gente como aquella, pero expresa el mismo espíritu colectivo y exige las mismas cualidades de solidaridad, de modestia y de dedicación. Por encima de todo, exige un compromiso activo, como lo dejaron claro hace casi sesenta años nuestros compañeros de Internationalisme:
“Contra la idea de que los militantes no pueden actuar más que basándose en certezas (…) insistimos en el que no hay ninguna certeza sino un proceso continuo de superación de verdades anteriores. Solo la actividad basada en los desarrollos más recientes, en fundamentos continuamente enriquecidos, es realmente revolucionaria. Por el contrario, una actividad basada en las verdades de ayer, que ya han perdido su actualidad, resulta estéril, nociva y reaccionaria. Se podría intentar nutrir a los militantes de verdades y certezas absolutas, pero solo las verdades relativas, que contienen una antítesis de duda, pueden llevar a una síntesis revolucionaria” [3].
Eso es lo que separó la izquierda del movimiento obrero (Lenin, Luxemburg, Pannekoek, etc.) del centro representado por Kautsky y de la derecha abiertamente revisionista conducida por Bernstein. El abismo entre el centro y la izquierda ya era evidente en el debate en torno a la huelga de masas, en el que Kautsky demostró su incapacidad para ver los cambios subyacentes en la lucha de clases que analizaba Rosa Luxemburg. Al ser incapaz de superar la visión del pasado, Kautsky no entendió en absoluto la argumentación de Luxemburg y, en una segunda fase de la discusión, hasta intentó impedir su publicación [4].
Se pueden identificar ciertas características centrales de los documentos y debates provocados por 1905:
Todo ello expresa la realidad de un período de transformaciones, con sus rupturas y sus intentos para comprenderlas y dominarlas así como de desorientación para muchos elementos. Algunos rechazaban el pasado por completo, otros se agarraban a lo que conocían e intentaban ignorar los cambios, y otros también reconocían los cambios e intentaban adaptarse a ellos con la voluntad de conservar lo que seguía siendo válido del pasado. Todas esas respuestas determinaban, en el movimiento obrero, las divisiones que se estaban desarrollando entre la derecha, el centro y la izquierda. Además, los debates enfrentaban esencialmente esas tendencias más bien que a individuos. La izquierda fue la que intentó realmente entender la nueva situación, mientras que la derecha rechazaba las conclusiones y el método del marxismo y el centro iba abandonando el método a favor de una ortodoxia estéril y conservadora, ilustrada perfectamente por Kautsky.
La contribución fundamental de la izquierda fue reconocer que algo había cambiado; vio que la sociedad entraba en un periodo nuevo e intentó entenderlo. En eso la izquierda defendió el método marxista y por lo tanto la verdadera herencia de Marx. Las obras de Lenin, Luxemburg y Trotski evidencian claramente que sus autores estaban impulsados por las condiciones objetivas, desarrollando cada uno de ellos análisis esenciales:
El esfuerzo teórico en la clase obrera no se limita ni mucho menos a esas tres figuras del movimiento obrero: hubo tendencias de izquierda que surgieron allí donde existían expresiones políticas organizadas del movimiento obrero. Lenin, con el Imperialismo, fase suprema del capitalismo y Luxemburg con la Acumulación del capital intentaron expresar lo que había cambiado en la estructura del capitalismo como un todo, pero eso ya va más lejos que el tema de este articulo.
La herencia de 1905 es patrimonio común de toda la izquierda del movimiento obrero y vamos a examinar los esfuerzos realizados por ésta para entender sucesivamente las cuestiones vitales de las metas, de la forma y de los medios de las luchas obreras en el nuevo periodo abierto.
Aunque no hubiera sido objeto de ninguna declaración explícita, el reconocimiento de que la revolución proletaria ya no se viera como algo lejano, que dejara de ser una aspiración general, sino que se hiciera realidad tangible era algo compartido por toda la izquierda. Desde un punto de vista formal, Lenin, Trotski y Luxemburg defendían que el objetivo de la próxima revolución era la revolución burguesa. Pero su análisis del carácter de esa revolución burguesa y del papel que la clase obrera tendría que desempeñar en ella contradice implícitamente esa perspectiva. Todos ellos subrayan, de diversas formas y niveles, que el proletariado será la principal fuerza en acción en esa revolución. Y por eso es por lo que los tres están unidos de hecho contra todos aquellos que no hacen sino repetir los antiguos esquemas ya caducos.
En 1906, Trotski publica Resultados y perspectivas, en el que expone la idea de la revolución permanente, o “revolución ininterrumpida”, como entonces se decía. Explica también las condiciones requeridas para la revolución y sugiere que ya están prácticamente cumplidas. La primera condición concierne el nivel de desarrollo de los medios de producción. Explica que ya se ha alcanzado:
“La primera condición previa objetiva del socialismo está dada desde hace mucho. Desde que la división del trabajo social condujo a la división del trabajo en la manufactura y, especialmente, desde que ésta ha sido reemplazada por la producción mecánica de las fábricas” [5].
También sugiere que:
“ya desde hace 100 o 200 años, las suficientes condiciones previas técnicas para la producción colectivista”
Añade sin embargo que:
“Pero las ventajas técnicas del socialismo, por sí solas, no son suficientes para realizarlo. (...) Porque en aquella época no había ninguna fuerza social dispuesta ni capaz de realizar ninguno de los dos proyectos [de Bwellers y Fourier]”.
Esto nos conduce a la segunda premisa, « socioeconómica », o sea el desarrollo del proletariado. Aquí Trotski se pregunta:
“Hasta dónde necesita llegar la fuerza numérica absoluta y relativa del proletariado? ¿Debernos contar con la mitad, con los dos tercios o con los nueve décimos de la población?”
Pero rechaza inmediatamente semejante visión “automática” para afirmar que:
“La importancia del proletariado se deriva principalmente de su papel en la gran producción”.
Para Trotski, el papel que desempeña el proletariado es más cualitativo que cuantitativo. Eso trae consigo dos implicaciones importantes. Primero, no es necesario que el proletariado sea mayoritario en la población para instaurar el socialismo. Segundo, el nivel de la industria y la concentración del proletariado en Rusia daba a éste un peso relativo más importante que en Gran Bretaña o Alemania, países en que representaba, sin embargo, una proporción idéntica de la población. Tras haber examinado el papel del proletariado en otros países importantes, Trotski concluye:
“De todo ello podemos sacar la conclusión de que la evolución económica –el crecimiento de la industria, el crecimiento de las grandes empresas, el crecimiento de las ciudades, el crecimiento del proletariado en general y del proletariado industrial en particular– ha preparado ya la escena no sólo para la lucha del proletariado por el poder político sino también para su conquista.”.
La tercera premisa es la “dictadura del proletariado”, que suele en Trotski corresponder esencialmente al desarrollo de la conciencia de clase:
“Por encima de todo esto, es necesario que esta clase sea consciente de su interés objetivo. Es menester que comprenda que para ella no hay otra salida que el socialismo; es necesario que se una en un ejército suficientemente fuerte como para conquistar en lucha abierta el poder político.”
No se pronuncia explícitamente sobre el tema de saber si la condición está cumplida, pero rechaza la idea de “muchos ideólogos socialistas” según la cual:
“El proletariado y «la humanidad» en general necesitarían ante todo perder su vieja naturaleza egoísta; en la vida social deberían predominar los impulsos del altruismo, etc.”.
Y concluye:
“El socialismo no se propone la tarea de desarrollar una psicología socialista como condición previa del socialismo, sino la de crear condiciones de vida socialistas como condición previa de una psicología socialista.”.
Ese reconocimiento de la relación dinámica entre revolución y conciencia es una de las manifestaciones más importantes de su clarividencia sobre el desarrollo de la revolución. Al examinar la situación particular de Rusia, Trotski sugiere que 1905 plantea directamente la cuestión de la revolución:
“...el proletariado ruso mostró una fuerza que tampoco los socialdemócratas rusos, ni siquiera en su tendencia más optimista, se habían esperado en una medida tan extraordinaria. El transcurso de la revolución rusa estaba decidido en sus rasgos esenciales. Lo que fue o pareció hace dos o tres años una posibilidad ha llegado a ser probabilidad y todo denota que esta probabilidad está dispuesta a convertirse en necesidad” [6].
Pero antes, en Resultados y perspectivas, Trotski afirma que el desarrollo histórico implica que ya no es la burguesía sino el proletariado quien tiene que desempeñar desde entonces el papel revolucionario: la revolución de 1905 y la creación del Soviet de Petrogrado fueron la confirmación de ese cambio. Eso implicaba que las revoluciones burguesas tal como se las había conocido hasta entonces ya no eran posibles. En particular, Trotski rechaza la idea de que el proletariado conduciría la revolución para luego dejarla en manos de la burguesía:
“Imaginarse que la socialdemocracia puede entrar en un gobierno provisional, dirigirlo durante un periodo de reformas democrático-revolucionarias que también incluya sus reivindicaciones más radicales –apoyándose en el proletariado organizado– y que luego, después de haber cumplido con su programa democrático se mude del edificio que ella ha construido, dejando libre el camino a los partidos burgueses, entrando en la oposición e iniciando una época de política parlamentaria; imaginarse esto significaría comprometer la idea de un gobierno obrero. No porque fuera inadmisible “por principio” –tal actitud carece de sentido– sino porque sería completamente irreal, porque sería un utopismo de la peor especie, una clase de utopismo filisteo-revolucionario…” [7].
Si el proletariado tiene la mayoría en un gobierno, su tarea ya no es realizar un programa mínimo de reformas sino el programa máximo de revolución social. No se trata de una cuestión de opción, sino de dinámica de la situación. Trotski lo ilustra con el ejemplo de la jornada de ocho horas:
“Tomemos la reivindicación de la jornada laboral de ocho horas. Como es sabido, no se contradice en lo más mínimo con las condiciones capitalistas de producción y entra, por tanto, en el programa mínimo de la socialdemocracia. Pero imaginémonos el cuadro de su realización real durante un periodo revolucionario en el que todas las pasiones sociales están en tensión. La nueva ley chocaría, sin duda, con la resistencia organizada y obstinada de los capitalistas, por ejemplo en forma de lock-out y cierre de fábricas y empresas.”
Un gobierno burgués enfrentado a semejante situación daría marcha atrás y reprimiría a los obreros, pero…
“para el gobierno obrero sólo hay una respuesta a un lock-out en masa: la expropiación de las fábricas, y –por lo menos en el caso de las más grandes– la organización de la producción sobre una base estatal o comunal”.
En resumen, para Trotski,
“...la revolución rusa creará las condiciones bajo las cuales el poder puede pasar a manos del proletariado (y, en el caso de una victoria de la revolución, así tiene que ser) antes de que los políticos del liberalismo burgués tengan la oportunidad de desplegar completamente su genio político” [8].
Lenin, como Trotski, sitúa la revolución en el contexto del desarrollo internacional de las condiciones objetivas:
“... no debemos temer (…) la victoria completa de la socialdemocracia en la revolución democrática, esto es, la dictadura revolucionario-democrática del proletariado y de los campesinos, pues una victoria tal nos dará la posibilidad de levantar a Europa; y el proletariado socialista europeo, sacudiéndose el yugo de la burguesía, nos ayudará, a su vez, a realizar la revolución socialista. (…). Vperoyd [9] indicaba al proletariado revolucionario de Rusia una misión activa: triunfar en la lucha por la democracia y aprovecharse de esta victoria para trasladar la revolución a Europa.” [10].
Esa es una cita de la larga polémica que opuso a bolcheviques y mencheviques sobre la Revolución de 1905 que ambos consideraban sin embargo de carácter democrático-burgués. Unos (los autores de la resolución del congreso al que se hace referencia en la cita de arriba) llaman al proletariado a que tome la dirección del movimiento, cuando los otros (los que causaron la resolución de la Conferencia [11]) tienden a dejar la iniciativa a la burguesía:
“La resolución de la Conferencia habla de la liquidación del antiguo régimen en el proceso de una lucha recíproca de los elementos de la sociedad. La resolución del Congreso dice que nosotros, Partido del proletariado, debemos efectuar esta liquidación, que sólo la instauración de la república democrática constituye la liquidación verdadera, que esta república debemos conquistarla, que lucharemos por ella y por la libertad completa no sólo contra la autocracia, sino también contra la burguesía cuando ésta intente (y lo hará sin falta) arrebatarnos nuestras conquistas. La resolución del Congreso llama a la lucha a una clase determinada, por un objetivo inmediato, definido de un modo preciso. La resolución de la Conferencia razona sobre la lucha recíproca de las distintas fuerzas. Una resolución expresa la psicología de la lucha activa, otra la de la contemplación pasiva” [12].
Lenin insistió infatigablemente en la necesidad para el proletariado de asumir el papel dirigente, en contra de la visión menchevique a la que calificaba de derecha en el partido:
“El ala derecha de nuestro partido no cree en la victoria completa de la revolución actual, democrático-burguesa en Rusia; teme esa victoria; no propone con insistencia y seguridad la consigna de esa victoria ante el pueblo. Está constantemente engañada por la idea, básicamente errónea, una idea que es marxismo vulgar, de que únicamente la burguesía puede, independientemente del resto, “hacer” la revolución burguesa, o que sólo la burguesía debería encabezar la revolución burguesa. El papel del proletariado como vanguardia en la lucha por la victoria completa y decisiva de la revolución burguesa no está claro para los socialdemócratas de derecha” [13].
“Las condiciones actuales en Rusia a los socialdemócratas les imponen unas tareas cuya amplitud que ningún otro partido socialdemócrata conoce en Europa occidental. Estamos mucho más lejos que nuestros camaradas occidentales de la socialista; nosotros estamos ante una revolución campesina democrático-burguesa en la que el proletariado desempeñará el papel dirigente [14].
Esas citas ponen en evidencia el carácter dinámico de la posición bolchevique: aun no reconociendo la existencia de condiciones para una revolución proletaria, fue sin embargo capaz de entender el papel central desempeñado por el proletariado y expresarlo claramente en términos de lucha por el poder. Aunque Lenin afirme claramente que 1905 no era sino una revolución burguesa [15], el análisis que desarrolla del papel particular que debe asumir el proletariado es una base que permitirá la evolución de su posición en abril del 17 y su llamamiento a la revolución proletaria:
“La peculiaridad del momento actual en Rusia consiste en el paso de la primera etapa de la revolución, que ha dado el poder a la burguesía por carecer el proletariado del grado necesario de conciencia y de organización, a su segunda etapa, que debe poner el poder en manos del proletariado y de las capas pobres del campesinado” [16].
La cuestión de la táctica inmediata, que tanto lugar ocupa en los escritos de Lenin y que pueden tener la apariencia de cambios de posición (como, por ejemplo, sobre las elecciones en la Duma) resulta de la preocupación constante de relacionar la comprensión general de la situación con la actividad real de la clase obrera y de su organización revolucionaria en lugar de encerrarse en esquemas intemporales.
Luxemburg también reconoce que 1905 plantea la cuestión de la revolución proletaria, afirmando también que la tarea histórica es la de la revolución burguesa. Eso es evidente en su análisis de la huelga de masas como expresión de la revolución:
“La huelga de masas es sencillamente la forma que toma la lucha revolucionaria (...) la huelga de masas, cuyo modelo nos lo ofrece la revolución rusa, no es un medio ingenioso para potenciar los efectos de la lucha proletaria, sino que es el movimiento mismo de la masa proletaria, la expresión misma de la fuerza de la lucha proletaria durante la revolución” [17].
También subraya el papel central desempeñado por el proletariado:
“... el 22 de enero, por primera vez, el proletariado ruso aparece como clase en la escena política; por primera vez, la única fuerza con capacidad histórica para echar al zarismo al basurero e izar el estandarte de la civilización, en Rusia y por todas partes, ha aparecido activa en escena (...) el poder y el futuro del movimiento revolucionario se basa entera y exclusivamente en el proletariado ruso consciente” [18].
Luxemburg es la más explícita en cuanto al cambio de periodo histórico cuando compara las revoluciones francesa, alemana y rusa:
“la revolución rusa actual estalla en un momento de la evolución histórica que se sitúa ya en la otra vertiente de la montaña, del otro lado del cumbre de la sociedad capitalista; la revolución burguesa ya no puede quedar ahogada por la oposición entre la burguesía y el proletariado; al contrario, se extiende durante un largo período de conflictos sociales violentos que hacen aparecer los viejos ajustes de cuentas con el absolutismo como algo insignificante comparados con los nuevos que la revolución exige. La revolución de hoy está plasmando, en el caso especial de la Rusia absolutista, los resultados del desarrollo capitalista internacional; aparece menos como heredera de las viejas revoluciones burguesas que como la precursora de una nueva serie de revoluciones proletarias. El país más atrasado, precisamente por su imperdonable retraso en realizar su revolución burguesa, muestra al proletariado de Alemania y de los demás países capitalistas más avanzados, cuáles son las vía y los métodos de la lucha de clases del futuro” [19].
Más lejos parece incluso afirmar que la tarea que le espera al proletariado alemán es la revolución proletaria:
“Por eso, un período de luchas políticas abiertas no tendría, en Alemania, otro objetivo histórico que la dictadura del proletariado” [20].
La contribución más importante de Luxemburg a la discusión en torno a 1905 fue su obra Huelga de masas, partido y sindicatos, escrita en agosto de 1906 [21], en donde analiza la naturaleza y las características de la huelga. Tras haber examinado la posición marxista tradicional sobre la huelga de masas, tras una crítica de la posición anarquista y de la revisionista, examinando el desarrollo real de la huelga en Rusia, Luxemburg esboza los aspectos principales de la huelga de masas.
Primero, y contrariamente a la idea de los anarquistas y de muchos miembros del Partido socialdemócrata alemán, Rosa mostró que la huelga de masas no es “un acto único”, sino “un término que designa la totalidad de un período de la lucha de clases que se extiende durante varios años, a veces, décadas” [22]. Establece así una diferencia entre huelgas políticas de masas “de demostración” y huelgas de huelga de lucha”. Aquéllas son una táctica utilizada por el partido y exigen “un nivel muy elevado de disciplina de partido, una dirección política y una ideología política conscientes, y, según los esquemas, sería la forma más elevada y madura de la huelga de masas” [23], pero, en realidad, forman parte de los inicios del movimiento y acaban siendo cada vez menos importantes “a medida que se desarrollan las luchas revolucionarias” [24]. Abren el camino a la fuerza más elemental de la huelga de masas de lucha.
Segundo, esa forma de huelga de masas supera la separación artificial entre las luchas económicas y las políticas
“Cada nuevo ímpetu y cada victoria nueva de la lucha política dan un poderoso impulso a la lucha económica ampliando sus posibilidades de acción exterior y dando a los obreros un nuevo ánimo para mejorar su situación incrementándose así su combatividad. Cada oleada de acción política deja tras sí un limo fértil del que surgen inmediatamente mil nuevos brotes, las reivindicaciones económicas. Y, a la inversa, la guerra económica incesante que los obreros libran al capital mantiene despierta la energía combativa incluso en tiempos de calma política; es, en cierto modo, una reserva permanente de energía de la que la lucha política extrae siempre renovadas fuerzas...” [25].
La unidad de las luchas económicas y las políticas “es precisamente la huelga de masas” [26].
Tercero, “la huelga de masas es inseparable de la revolución”. Luxemburg, sin embargo, rechaza un esquema muy extendido en el movimiento obrero, según el cual, la huelga de masas sólo puede desembocar en un enfrentamiento sangriento con el Estado que acabaría inevitablemente en un inmenso baño de sangre, al poseer ése el monopolio de las armas. Era el argumento utilizado por los detractores de la huelga de masas que la presentaban como gesticulaciones inútiles. Al contrario, mientras que la revolución rusa implicaba, sin lugar a dudas, enfrentamientos con el Estado, la huelga de masas surge de las condiciones objetivas de la lucha de clases; surge del movimiento de unas masas en acción cada vez más numerosas. En resumen, “no es la huelga de masas la que engendra la revolución, sino la revolución la que engendra la huelga de masas” [27].
Cuarto, lo que el punto anterior implica es que las verdaderas huelgas de masas no pueden ser decretadas o planificadas de antemano. Esto lleva a Rosa Luxemburg a subrayar el factor espontaneidad, a la vez que impugna la idea de que ese factor se debiera a un pretendido atraso de Rusia:
“Aunque el proletariado, con la socialdemocracia a su cabeza, desempeña allí un papel dirigente, la revolución no es una maniobra del proletariado, sino una batalla que se está desarrollando mientras a su alrededor se resquebrajan todos los fundamentos sociales, se desmoronan y se desplazan sin cesar. Si el factor espontáneo desempeña un papel tan importante en las huelgas de masas en Rusia, no es porque el proletariado ruso esté “por educar”, sino porque las revoluciones no se aprenden en la escuela” [28].
Pero esto no llevó a Rosa a negar la importancia de la organización:
“La resolución y la decisión de la clase obrera desempeñan también un papel y hay que precisar que la iniciativa y la dirección de las operaciones incumben naturalmente a la parte más clarividente y mejor organizada del proletariado” [29].
El análisis de Luxemburg es muy diferente al de los anarquistas y de los marxistas ortodoxos porque se sitúa en un contexto diferente, el de la revolución. Ya en las primeras páginas de Huelga de masas, partido y sindicatos, afirma claramente que sus conclusiones, aparentemente tan contradictorias con las de los propios Marx y Engels, son la consecuencia de la aplicación del método de éstos a la nueva situación:
“... son los mismos razonamientos, los mismos métodos que inspiraron la táctica de Marx y de Engels y que son la base todavía hoy de la práctica de la socialdemocracia alemana, y que, en la revolución rusa, han engendrado nuevos factores y nuevas condiciones de la lucha de clases”.
En resumen, Luxemburg presenta un análisis de la dinámica revolucionaria, con la clase obrera a su cabeza, que surge de unas condiciones objetivas en pleno cambio. Esto la lleva a subrayar, con razón, la espontaneidad de la huelga de masas, pero también a reconocer que esa espontaneidad es, en realidad, el fruto de la experiencia de la clase obrera. Esto la alejaba de Kautsky y sus afines, quienes, aunque se les consideraba entonces como favorables a la huelga de masas, seguían estando prisioneros de la visión ortodoxa, incapaces de comprender los cambios habidos en la situación que se concretaron en la revolución rusa de 1905.
El debate sobre la huelga de masas tuvo una segunda fase en 1910 [30] y acabó en separación final entre Luxemburg y Kautsky. En ese debate, Pannekoek tuvo un papel importante, no solo defendiendo posturas cercanas a las de Luxemburg sino desarrollándolas. Empieza por vincular explícitamente la huelga de masas a las lecciones de 1905 : “El proletariado ruso... ha enseñado al pueblo alemán el uso de un arma nueva, la huelga general”; “La revolución rusa ha creado las condiciones de un movimiento revolucionario en Alemania” [31]. Comparte con Luxemburg la noción de la naturaleza de la huelga de masas; la considera como un proceso y critica la concepción de Kautsky de un “acontecimiento que ocurre una vez por todas”. Pannekoek afirma que la huelga de masas está en continuidad con la lucha cotidiana, establece un vínculo entre la forma de la acción del momento, a pequeña escala, y las luchas que llevarán a la conquista del poder.
Pone en relación la acción de masas y el desarrollo del capitalismo:
“... bajo la influencia de las formas modernas del capitalismo, se han desarrollado nuevas formas de acción en el movimiento obrero, o sea, la acción de masas. (…) en la medida que el potencial práctico de la acción de masas se desarrollaba, empezó a plantear nuevos problemas; la cuestión de la revolución social, hasta ahora una meta última, distante e inalcanzable, se convertía ahora en un problema vivo para el proletariado militante” [32].
Prosigue defendiendo los aspectos dinámicos de la huelga de masas :
“... que lo que cuenta en el desarrollo de estas acciones, en las que los intereses y pasiones más profundos de las masas salen a la superficie, no es el número de miembros de la organización ni la ideología tradicional, sino en una magnitud siempre creciente el carácter de clase real de las masas” [33].
Y concluye diciendo que la diferencia fundamental entre esa posición y la de Kautsky concierne la cuestión de la revolución, demostrando así adónde acabará llevando a Kautsky su centrismo:
“Es acerca de la naturaleza de esta revolución en lo que nuestras visiones divergen. Por lo que respecta a Kautsky, ésta es un acontecimiento del futuro, un apocalipsis político, y todo lo que tenemos que hacer entretanto es prepararnos para la confrontación final juntando nuestras fuerzas y agrupando e instruyendo a nuestras tropas. En nuestra visión, la revolución es un proceso cuyas primeras fases estamos experimentando ahora, pues es sólo mediante la lucha por el poder mismo cómo las masas pueden agruparse, instruirse y constituirse en una organización capaz de tomar el poder. Estas concepciones diferentes conducen a evaluaciones completamente diferentes de la práctica actual; y está claro que el rechazo de los revisionistas a cualquier acción revolucionaria y el aplazamiento de Kautsky de la misma a un futuro indedeterminado se enlazan para unirles en muchos de los problemas actuales sobre los cuales ambos se nos oponen» [34].
Trotski describe perfectamente los soviets en su libro 1905, como ya vimos en las partes precedentes de esta serie. Al final de su libro, en un pasaje que ya hemos citado en esta serie, resume la importancia del soviet durante la revolución:
“Antes de la aparición del soviet encontramos entre los obreros de la industria numerosas organizaciones revolucionarias, dirigidas sobre todo por la socialdemocracia. Pero eran formaciones «dentro del proletariado», y su fin inmediato era luchar «por adquirir influencia sobre las masas». El soviet, por el contrario, se transformó inmediatamente en “la organización misma del proletariado”; su fin era luchar por «la conquista del poder revolucionario»”.
“Al ser el punto de concentración de todas las fuerzas revolucionarias del país, el soviet no se disolvía en la democracia revolucionaria; era y continuaba siendo la expresión organizada de la voluntad de clase del proletariado. En su lucha por el poder, aplicaba métodos que procedían, naturalmente, del carácter del proletariado considerado como clase: estos métodos se refieren al papel del proletariado en la producción, a la importancia de sus efectivos y a su homogeneidad social. Más aún, al combatir por el poder, a la cabeza de todas las fuerzas revolucionarias, el soviet no dejaba ni un instante de guiar la acción espontánea de la clase obrera; no solamente contribuía a la organización de los sindicatos sino que intervenía incluso en los conflictos particulares entre obreros y patronos. Y, precisamente porque el soviet, en tanto que representación democrática del proletariado en la época revolucionaria, se mantenía en la encrucijada de todos sus intereses de clase, sufrió desde el principio la influencia todopoderosa de la socialdemocracia. Este partido tuvo entonces la posibilidad de utilizar las inmensas ventajas que le daba su iniciación al marxismo; este partido, por ser capaz de orientar su pensamiento político en el «caos» existente, no tuvo que esforzarse en absoluto para transformar al soviet, que no pertenecía formalmente a ningún partido, en aparato organizador de su influencia.
“El principal método de lucha aplicado por el soviet fue la huelga general política. La eficacia revolucionaria de este tipo de huelga reside en que, aparte de su influencia sobre el capital, desorganiza el poder del gobierno. Cuanto mayor es la «anarquía» que lleva consigo, más cercana está la victoria. Tiene que darse, sin embargo, una condición indispensable: que la anarquía que se produzca no sea conseguida por métodos anárquicos. La clase que, al suspender momentáneamente todo trabajo, paraliza el aparato de la producción y, al mismo tiempo, el aparato centralizado del poder, aislando una a una las diversas regiones del país y creando un ambiente de incertidumbre general, tiene que estar suficientemente organizada para no ser la primera víctima de la anarquía que ella misma ha suscitado. En la medida en que la huelga destruye la actividad del gobierno, la organización misma de la huelga se ve empujada a asumir las funciones del gobierno. Las condiciones de la huelga general, en tanto que método proletario de lucha, eran las mismas condiciones que dieron al Soviet de diputados obreros su importancia ilimitada”.
Tras la derrota de la revolución, siguió estudiando el papel que debería desempeñar el soviet en el futuro:
“La Rusia urbana era una base demasiado estrecha para la lucha. El sóviet ha intentado extender la lucha a escala nacional, pero ha sido sobre todo una institución de San Petersburgo... No cabe ninguna duda de que en el próximo surgimiento revolucionario, los consejos obreros se formarán por todo el país. Un soviet panrruso de obreros, organizado por un Congreso nacional… asegurará la dirección... Le historia no se repite. El nuevo soviet no deberá volver a hacer la experiencia de estos cincuenta días. Pero de estos cincuenta días, sí será capaz de sacar todo su programa de acción..: cooperación revolucionaria con el ejército, el campesinado, y las capas plebeyas de las clases medias; abolición del absolutismo; destrucción de la máquina militar del absolutismo; desmantelamiento parcial y transformación parcial del ejército; abolición de la policía y del aparato burocrático; jornada de ocho horas; armamento del pueblo, de los obreros en especial; transformación de los soviets en órganos de gobierno revolucionario y urbano; formación de soviets campesinos para que se encarguen de la revolución agraria inmediata; elecciones a la asamblea constituyente... Es más fácil formular un plan así que de realizarlo. Pero si el destino de la revolución es salir victoriosa, sólo el proletariado podrá llevarlo a cabo. Y alcanzará unas metas revolucionarias como nunca antes ha conocido el mundo” [35].
En Resultados y perspectivas, Trotski pone en evidencia que los soviets fueron una creación de la clase obrera que correspondía al periodo revolucionario:
“no se trata aquí de organizaciones de conspiradores minuciosamente preparadas, que en un momento de exaltación se hacen con el poder sobre la masa del proletariado. No, aquí se trata de órganos creados metódicamente por esta misma masa para la coordinación de su lucha revolucionaria. Y estos soviets, elegidos por las masas y responsables ante ellas, estas organizaciones incondicionalmente democráticas, practican una política de clase enormemente decisiva en el sentido del socialismo revolucionario” [36].
Ya evocamos en la Revista internacional no 123 la actitud de Lenin con respecto a los soviets en 1905, citando una carta inédita en la que refutaba la oposición de ciertos bolcheviques a los soviets, en la que defendía “a la vez al soviet de diputados obreros tanto como al Partido” [37], mientras rechazaba el argumento de que el soviet debía alinearse con un partido. Tras la revolución, Lenin siempre defendió el papel de los soviets en la organización y la unificación de la clase.
Antes del congreso unificador de 1906 [38], escribió un proyecto de resolución sobre los soviets de diputados obreros a los que reconocía como una característica de la lucha revolucionaria más que como algo específico de 1905:
“Los soviets de diputados obreros surgen espontáneamente durante las huelgas políticas de masas (...) esos soviets son un embrión de la autoridad revolucionaria ” [39].
La resolución sigue sobre la actitud de los bolcheviques con respecto a los soviets y concluye que los revolucionarios deben tener un papel activo en ellos e incitar a la clase obrera y a los campesinos, soldados y marineros a participar en ellos, insistiendo sin embargo en el que la extensión de las actividades y de la influencia del soviet se hundiría si no la apoyaba un ejército…
“… y que, en consecuencia, una de las tareas principales de esas instituciones en cada situación revolucionaria ha de ser el armamento del pueblo y reforzar las instituciones militares del proletariado” [40].
En otros textos, Lenin defiende el papel de los soviets como órganos de la lucha revolucionaria general, mientras subraya que no bastan para organizar la insurrección armada. En 1917, Lenin ve que los acontecimientos han ido mucho más allá de la revolución burguesa, van hacia la revolución proletaria, y que los soviets ocupan el lugar central de ese movimiento:
“No una república parlamentaria –volver a ella desde los Soviets de diputados obreros sería dar un paso atrás– sino una república de los Soviets de diputados obreros, braceros y campesinos en todo el país, de abajo arriba” [41].
Analiza entonces el carácter de doble poder existente en Rusia en aquel entonces con términos muy similares, por cierto, a los de Trotski:
“Ese doble poder se hace evidente en la existencia de dos gobiernos: uno, el principal, el real, el gobierno de hecho de la burguesía, el «gobierno provisional» de Lvov y compañía, que tiene en sus manos todos los órganos de poder; el otro es un gobierno suplementario y paralelo, un gobierno «de control» con la forma del soviet de diputados de obreros y soldados de Petrogrado, que no posee ningún órgano de poder de Estado, pero que se basa directamente en el apoyo de una clara e indiscutible mayoría del pueblo, en los obreros en armas y los soldados” [42].
Las cuestiones planteadas por la revolución de 1905 marcaron toda la práctica revolucionaria y las discusiones que la siguieron. En ese sentido, podemos concluir que 1905 no fue una mera repetición general de 1917, como se dice a menudo, sino el primer acto de un drama cuyo desenlace sigue todavía hoy abierto. Las cuestiones de práctica y de teoría discutidas a principios del siglo xx, que hemos evocado a lo largo de esta serie, no han cesado de profundizarse desde entonces. Lo que sí es constante en esa labor es que ha sido y sigue siendo la izquierda del movimiento obrero la encargada de realizarla. Durante la oleada revolucionaria, muchos otros se unieron a Lenin, Luxemburg y Pannekoek. Tras la derrota, sus filas fueron dramáticamente diezmadas a medida que triunfaba la contrarrevolución en general y más particularmente el estalinismo. El estalinismo fue la negación de todo lo que 1905 contenía de vital y de proletario: en nombre del Estado “obrero” se disolvieron los soviets en beneficio de una burocracia centralizada y fue pervertida la noción de revolución proletaria para ser trasformada en arma ideológica de la política exterior del Estado estalinista.
Pero hubo minorías que resistieron a la contrarrevolución en el mundo entero. Las más determinadas y rigurosas fueron aquellas organizaciones a las que definimos como pertenecientes a la Izquierda comunista, a la que la CCI ha dedicado numerosos estudios [43]. Las cuestiones del fin, del método y de las formas de la revolución fueron el meollo del trabajo de esas minorías y gracias a sus esfuerzos y a su dedicación muchas de las lecciones de 1905 han sido profundizadas y clarificadas.
Sobre el tema central de la revolución proletaria, el mayor paso hacia adelante fue el de reconocer que las condiciones materiales para la revolución comunista mundial estaban ya presentes desde principios del siglo xx. Eso es lo que defendió el Primer congreso de la Tercera internacional y que más tarde desarrolló la Izquierda comunista italiana, con la elaboración de la teoría de la decadencia del capitalismo. Quedó desde entonces claro que se había acabado la era de las revoluciones burguesas. De hecho, la discusión sobre el papel del proletariado en Rusia no era la expresión del retraso de la revolución burguesa en ese país, sino un indicador de la entrada del mundo en un nuevo período cuya perspectiva era y sigue siendo la revolución comunista mundial. Esa clarificación es el único marco de análisis capaz de hacer comprender las demás cuestiones.
Reconocer el papel irreemplazable de la huelga de masas, es reafirmar la posición marxista fundamental según la cual es el proletariado quien hace la revolución comunista en su lucha de clases contra la burguesía. La vía parlamentaria jamás ha sido un medio para cambiar la sociedad, como tampoco el comunismo puede ser el resultado de una acumulación de reformas arrancadas mediante luchas parciales. La acción de masas enfrenta a una clase contra la otra, y es además el medio por el cual el proletariado desarrolla su conciencia y su experiencia práctica. Como lo constataron Luxemburg y Pannekoek, fue la acción de masas lo que aceleró la educación de los obreros y su entrenamiento para la lucha. Es un movimiento heterogéneo que surge de la clase obrera y en el que desempeñan un papel dinámico las minorías revolucionarias. Su realidad confirma la posición marxista fundamental sobre la interacción mutua entre conciencia y acción.
La discusión sobre al papel de los soviets o consejos obreros permitió una clarificación de las relaciones entre la organización revolucionaria y los consejos, y sobre toda la cuestión del periodo de transición del capitalismo al comunismo.
North, 2/2/06
[1]) Volumen I, capítulo X, “El nuevo poder “.
[2]) Revista internacional no 123.
[3]) “El concepto de jefe genial”, reproducido en Revista internacional no 33.
[4]) Véase Teoría y práctica, de Rosa Luxemburg.
[5]) Trotski, Resultados y perspectivas, 1906.
[6]) Ídem.
[7]) Ídem.
[8]) Ídem.
[9]) Vperoyd fue creada después de que los mencheviques tomaran el control de Iskra tras el Segundo congreso del Partido obrero socialdemócrata de Rusia en 1903.
[10]) Lenin, Dos tácticas de la socialdemocracia.
[11]) En abril de 1905, los bolcheviques llamaron al Tercer Congreso del POSDR. Los mencheviques se negaron a participar y organizaron su propia Conferencia.
[12]) Lenin, Dos tácticas de la socialdemocracia.
[13]) Lenin, Informe sobre el Congreso de unificación del POSDR, abril 1906.
[14]) Lenin, La victoria electoral socialdemócrata en Tiflis.
[15]) “El grado de desarrollo económico de Rusia (condición objetiva) y el grado de conciencia y de organización de las grandes masas del proletariado (condición subjetiva, indisolublemente ligada a la objetiva) hacen imposible la liberación completa inmediata de la clase obrera. Sólo la gente más ignorante puede desconocer el carácter burgués de la revolución democrática que se está desarrollando…”, Lenin, Dos tácticas de la socialdemocracia.
[16]) Lenin, Tesis de Abril.
[17]) Rosa Luxemburg, Huelga de masas, partidos y sindicatos.
[18]) Ídem.
[19]) Ídem.
[20]) Ídem.
[21]) Rosa Luxemburg escribió este libro en Finlandia tras su salida de la cárcel en Polonia, en donde había participado en el movimiento revolucionario. Es importante decir que pasó entonces mucho tiempo en compañía de la vanguardia bolchevique, Lenin incluido.
[22]) Rosa Luxemburg, Huelga de masas, partido y sindicatos.
[23]) Ídem.
[24]) Ídem.
[25]) Ídem.
[26]) Ídem.
[27]) Ídem.
[28]) Ídem.
[29]) Ídem.
[30]) Para más información, ver nuestro libro la Izquierda comunista germano-holandesa (en francés e inglés).
[31]) “Prussia in Revolt”, International Socialist Review, Vol X, No.11, May 1910.
[32]) “Teoría marxista y táctica revolucionaria”, Die Neue Zeit, XXXI, nº 1, 1912.
[33]) Ídem.
[34]) Ídem.
[35]) Extracto de una contribución a “la Historia del soviet”, citado por I. Deutscher en el Profeta armado, “La revolución permanente”.
[36]) Trotski, Resultados y perspectivas, escrito en la cárcel, 1906.
[37]) Lenin, Nuestras tareas y el Sóviet de diputados obreros.
[38]) El Congreso de unificación del POSDR que reunió a bolcheviques y mencheviques en abril de 1906 fue una de las consecuencias de la dinámica de la revolución.
[39]) Lenin, “Una plataforma táctica para la unidad del Congreso”.
[40]) Ídem. No hubo discusiones sobre los soviets en aquel congreso que fue dominado por los mencheviques.
[41]) Lenin, Tesis de Abril, “Las tareas del proletariado en la revolución presente”.
[42]) Ídem.
[43]) Véanse los libros la Izquierda comunista de Italia 1926-45, la Izquierda comunista germano-holandesa, The Russian Communist Left y The British Communist Left.
En el número anterior de esta Revista internacional publicamos un resumen del primer volumen de nuestra serie de artículos sobre el comunismo, cuyo objetivo era el examen del desarrollo del programa comunista durante el período ascendente del capitalismo y de los trabajos de Marx y Engels en particular. El segundo volumen de la serie estaba centrado en las precisiones aportadas a ese programa por las experiencias prácticas y las reflexiones teóricas del movimiento proletario durante la oleada revolucionaria que sacudió el mundo capitalista en 1917 y durante los años siguientes. Presentamos el resumen de ese segundo volumen en dos partes: la primera, la de este número, trata de la fase heroica de la oleada revolucionaria, en el momento en que la perspectiva de una revolución mundial era perfectamente posible y real y en la que el programa comunista aparecía como algo muy concreto. La segunda parte se centrará en la fase de reflujo de la oleada revolucionaria y sobre los esfuerzos realizados por las minorías revolucionarias para comprender el avance inexorable de la contrarrevolución.
En el número anterior de esta Revista internacional publicamos un resumen del primer volumen de nuestra serie de artículos [1] sobre el comunismo, cuyo objetivo era el examen del desarrollo del programa comunista durante el período ascendente del capitalismo y de los trabajos de Marx y Engels en particular. El segundo volumen de la serie estaba centrado en las precisiones aportadas a ese programa por las experiencias prácticas y las reflexiones teóricas del movimiento proletario durante la oleada revolucionaria que sacudió el mundo capitalista en 1917 y durante los años siguientes. Presentamos el resumen de ese segundo volumen en dos partes: la primera, la de este número, trata de la fase heroica de la oleada revolucionaria, en el momento en que la perspectiva de una revolución mundial era perfectamente posible y real y en la que el programa comunista aparecía como algo muy concreto. La segunda parte se centrará en la fase de reflujo de la oleada revolucionaria y sobre los esfuerzos realizados por las minorías revolucionarias para comprender el avance inexorable de la contrarrevolución.
El objetivo del segundo volumen de la serie de artículos sobre el comunismo es mostrar cómo el programa comunista se fue desarrollando a través de la experiencia directa de la revolución proletaria. El contexto es la nueva época de guerra y de revolución que quedó inaugurada definitivamente con la Primera Guerra imperialista mundial y, en particular, con el desarrollo y la posterior extinción de la primera oleada revolucionaria de la clase obrera internacional, entre 1917 y finales de 1920. Por eso hemos modificado el título de la serie que abre este segundo volumen, para dejar claro que el comunismo ha dejado de ser una perspectiva que ha de esperar a que el capitalismo haya concluido su misión progresista, y que las nuevas condiciones de la decadencia del capitalismo, periodo en el que éste no solo se ha convertido en un obstáculo para el progreso sino que se muestra como una verdadera amenaza para la supervivencia de la propia sociedad, han puesto al comunismo “al orden del día de la historia”. Iniciamos sin embargo el volumen en 1905, un momento de transición en el curso del cual se perfilan ya las nuevas condiciones antes de ser definitivas, un periodo de ambigüedad que se refleja frecuentemente en lo impreciso de las propuestas y perspectivas trazadas por los mismos revolucionarios. La repentina explosión de la huelga de masas y las sucesivas sublevaciones que tuvieron lugar en Rusia en 1905 vinieron a clarificar una discusión que había comenzado ya en las filas del movimiento marxista y que concierne a una cuestión totalmente adaptada a las necesidades de esta serie: ¿cómo tomará el proletariado el poder cuando suene el momento de la revolución proletaria? Ese es el verdadero contenido del debate sobre la huelga de masas que animó particularmente el Partido socialdemócrata alemán
Este debate implicaba sustancialmente a tres protagonistas: Por una parte a la izquierda revolucionaria, agrupada en torno a figuras del calado como Rosa Luxemburg y Anton Pannekoek, que combatía tanto a las posiciones abiertamente revisionistas de Eduard Bernstein y de aquellos que querían explícitamente abandonar toda referencia a la destrucción revolucionaria del capitalismo, como a la burocracia sindical, la cual no deseaba reconocer otra lucha obrera que la que no fuese rígidamente controlada por los sindicatos y que quería que cualquier movimiento de huelga general quedase estrechamente limitado a sus reivindicaciones y a los límites temporales por ellos impuestos. Por otra parte al centro “ortodoxo” del Partido, el cual, aunque oficialmente apoyaba la idea de la huelga de masas, la consideraba, al mismo tiempo, como una táctica limitada, subordinada a una estrategia fundamentalmente parlamentaria. La izquierda, al contrario, consideraba la huelga de masas como el indicador de que el capitalismo había llegado al punto máximo de su curso ascendente y por tanto como una señal precursora de la revolución. Pese a que todas las fuerzas conservadoras en el seno del Partido lo habían rechazado generalmente como “anarquista”, el análisis que desarrollaron Luxemburg y Pannekoek no era un nuevo envoltorio de la vieja abstracción anarquista de la huelga general, sino que se esforzaba en resaltar las verdaderas características del movimiento de masas en el nuevo periodo. A saber:
– su tendencia a estallar espontáneamente, a surgir “desde abajo”, incluso a partir de cuestiones parciales y transitorias. Esta espontaneidad no estaba en contradicción con la organización. Al contrario, en el nuevo periodo la organización de la lucha es realizada por la lucha misma, que la impulsa a un nivel superior al que la hizo surgir.
– su tendencia a extenderse a capas cada vez más amplias de la clase, esencialmente sobre una base geográfica. Una tendencia fundamentada en la búsqueda de la solidaridad de clase.
– la interacción de las dimensiones económica y política hasta alcanzar la etapa de la insurrección armada.
– la importancia del partido en ese proceso no quedaba reducida sino acentuada. No fue su tarea la organización técnica de la lucha sino que su papel fundamental de dirección política apareció, precisamente entonces y a causa de ella, en primer plano.
Si Luxemburg desarrolló esas características generales de la huelga de masas, la comprensión de las nuevas formas de organización de la lucha –los soviets– fue en gran parte elaborada por los revolucionarios en Rusia. Lev Trotski y Vladimir Ilich –Lenin– entendieron rápidamente el significado real de los soviets como instrumentos de organización de la huelga de masas, como forma flexible que permite a las masas debatir, decidir y desarrollar su conciencia de clase, como órganos de la insurrección y del poder político proletarios. Contra los “súper-leninistas” del Partido, cuya primera reacción fue llamar a los soviets a disolverse en el Partido, Lenin afirma que el partido, en tanto que organización de la vanguardia revolucionaria, y el soviet, en tanto que organización de la unificación de la clase en su conjunto, no son rivales si no perfectamente complementarios. Lenin revela así que la concepción bolchevique del partido expresa una verdadera ruptura con la vieja noción socialdemócrata del partido de masas y es un producto orgánico de la nueva época de luchas revolucionarias.
Los acontecimientos de 1905 dieron lugar a un vivo debate en torno a la perspectiva de la revolución en Rusia. Este debate implicó también a tres protagonistas:
– los Mencheviques que defienden que Rusia debe pasar por la fase de la revolución burguesa y que la principal tarea del movimiento obrero es la de apoyar a la burguesía liberal en su lucha contra la autocracia zarista. El contenido contrarrevolucionario de esta teoría se desveló plenamente en 1917.
– Lenin y los bolcheviques, sabiendo que la burguesía liberal rusa era demasiado débil para luchar contra el zarismo, dicen que las tareas de la revolución burguesa debían ser asumidas por la “dictadura democrática” puesta en marcha por un levantamiento popular en el que la clase obrera tendría el papel dirigente.
– Trotski, basándose en la noción que había desarrollado Marx en 1848 –“la revolución permanente”– razona primero y por encima de todo desde un punto de vista internacional y defiende que la revolución rusa impulsará necesariamente a la clase obrera al poder y que el movimiento podrá rápidamente evolucionar hacia una fase socialista si se liga a la revolución en Europa occidental. Esta manera de ver las cosas constituía un vínculo importante entre lo escrito por Marx, a finales de su vida, sobre Rusia, y la experiencia concreta de la revolución de 1917 en ese país. En gran medida esta posición fue retomada por Lenin quien, en 1917, abandona la noción de “dictadura democrática” y se opone de nuevo a los Bolcheviques “ortodoxos”.
Durante este tiempo, en el Partido socialdemócrata alemán la derrota de la insurrección de 1905 había reforzado los argumentos de Kautsky y de los que defendían que la huelga de masas debía únicamente ser contemplada como una táctica defensiva y que la mejor estrategia para la clase obrera era la “guerra de desgaste”, gradual, esencialmente legalista, en la que el parlamento y las elecciones constituían los instrumentos fundamentales para que el proletariado accediera al poder. La respuesta de la izquierda está incorporada en el trabajo de Pannekoek. Éste demuestra que el proletariado ha desarrollado nuevos órganos de lucha que corresponden a una nueva época de la vida del capital. Contra la idea de “guerra de desgaste” Pannekoek reafirma la posición marxista según la cual la revolución no tiene como objetivo tomar el Estado sino destruirlo y reemplazarlo por nuevos órganos de poder político.
Según la filosofía empirista burguesa el marxismo no es más que una seudo-ciencia cuyas hipótesis no se pueden probar. De hecho, en la decisión del marxismo de utilizar el método científico no entra la idea de someter sus hipótesis a las verificaciones realizadas entre los muros de cualquier laboratorio sino únicamente a las del gran laboratorio de la historia social. Los sucesos terribles de 1914 fueron una demostración patente de la perspectiva que ya había sido advertida en el Manifiesto comunista de 1848 –donde se anuncia la perspectiva general, socialismo o barbarie– y de la predicción asombrosamente precisa de Federico Engels, publicada en 1887, de una guerra devastadora en Europa. Igualmente, las convulsiones revolucionarias de 1917-19 confirmaron el segundo término de la alternativa: la capacidad de la clase obrera para ofrecer una alternativa a la barbarie del capitalismo en decadencia.
Esos movimientos plantearon el problema de la dictadura del proletariado de forma eminentemente práctica. Sin embargo, para el movimiento obrero no hay una separación rígida entre teoría y práctica. El Estado y la Revolución de Lenin, redactado durante el periodo dramático de febrero a octubre de 1917 en Rusia, obedece a la necesidad para el proletariado de elaborar una clara comprensión teórica de su movimiento práctico. Lo cual era tanto más necesario cuanto que el predominio del oportunismo en los partidos de la Segunda Internacional había hecho añicos el concepto de dictadura del proletariado teorizando una especie de vía gradual, parlamentaria para el proletariado en su camino hacia el poder. Contra estas distorsiones reformistas, aunque también contra las falsas respuestas dadas por el anarquismo, Lenin emprendió la recuperación de las enseñanzas fundamentales del marxismo sobre el problema del Estado y del periodo de transición al comunismo.
La primera tarea de Lenin fue pues la de demoler la noción de Estado como un instrumento neutro que puede ser utilizado, bien o mal, según la voluntad de los que lo dirigen. Era una necesidad elemental reafirmar la concepción marxista según la cual el Estado no puede ser más que un instrumento de opresión de una clase por otra realidad ocultada no solamente por los argumentos bien afirmados de Kautsky y otros apologistas sino, dentro de la misma Rusia, por los Mencheviques y sus aliados, quienes hablaban con grandes frases de la “democracia revolucionaria”, que sirvió de taparrabos al Gobierno provisional capitalista colocado en el poder tras la sublevación de febrero.
Órgano adaptado a la dominación de clase de la burguesía, el aparato de Estado burgués existente no puede ser “transformado” en interés del proletariado. Lenin rememora el desarrollo de la idea marxista del Estado desde el Manifiesto comunista hasta ese momento y muestra cómo las experiencias sucesivas de la lucha del proletariado –las revoluciones de 1848 y sobre todo la Comuna de París de 1871– dejaron claro lo necesario que es para la clase obrera la destrucción del Estado existente y su sustitución por un nuevo tipo de poder político. Este nuevo poder debe basarse en una serie de medidas esenciales que permitan a la clase obrera mantener su autoridad política sobre todas las instituciones del periodo de transición: la disolución del ejército profesional, el armamento general de los obreros, la elección y revocabilidad de todos los funcionarios públicos –quienes recibirán una remuneración equivalente al salario medio de los obreros–, la fusión de todas las funciones ejecutivas y legislativas en un único cuerpo.
Esos fueron los principios del nuevo poder obrero que Lenin defendió contra el régimen burgués del Gobierno provisional. La necesidad de pasar a la acción en septiembre-octubre de 1917 impidió a Lenin desarrollar por qué soviets eran una forma de dictadura del proletariado superior a la Comuna de París. Pero el Estado y la Revolución tiene el inmenso mérito de enterrar ciertas ambigüedades contenidas en los escritos de Marx y Engels en las que estos se preguntaban si la clase obrera podría llegar al poder de manera pacífica en los países más democráticos, como Gran Bretaña, Holanda o los Estados Unidos. Lenin estableció claramente que en las condiciones de la nueva época imperialista, en la que, en todas partes, el Estado militarizado había puesto todo bajo el manto de su arbitrario poder, no podía haber ninguna excepción. Tanto en los países “democráticos” como en los países más autoritarios, el programa proletario es el mismo: la destrucción del aparato de Estado existente y la formación de un “Estado-comuna”.
Contra el anarquismo, el Estado y la Revolución señala que el Estado, como tal, no puede ser abolido en una noche. Después de derrocar el Estado burgués, las clases continúan existiendo y con ellas la realidad de la penuria material. Estas condiciones objetivas hacen necesario el semi-Estado del periodo de transición. No obstante, Lenin aclara que el objetivo del proletariado no es reforzar continuamente el Estado sino asegurar la disminución gradual de su papel en la vida social, hasta su completa desaparición. Eso requiere la participación constante de las mases obreras en la vida política y su control vigilante sobre todas las funciones estatales. Al mismo tiempo, eso requiere una transformación económica en una dirección comunista. Respecto a esto Lenin asume las indicaciones contenidas en la Crítica de Marx al Programa de Gotha que defiende un sistema de bonos de trabajo, como alternativa temporal a la forma salarial.
Lenin escribió el Estado y la Revolución en vísperas de una experiencia revolucionaria gigantesca. Era pues imposible para él hacer algo más que plantear los parámetros generales de los problemas del periodo de transición. Este libro contiene inevitables lagunas e insuficiencias que serán extraordinariamente clarificadas durante el transcurso de los años de victorias y de derrotas que siguieron. Veamos:
– su descripción de las medidas económicas que llevan al comunismo contiene serias confusiones sobre la posibilidad de que el proletariado pueda adueñarse pura y simplemente del aparato económico del capital, una vez que éste haya tomado una forma estatalizada –“capitalismo de Estado”–. Esta falta de comprensión de los peligros que representa el capitalismo de Estado se amplifica con la falsa idea según la cual el “socialismo” sería un modo de producción intermedio entre el capitalismo y el comunismo. Al mismo tiempo falta una insistencia sobre el hecho de que la transición al comunismo no puede emprenderse verdaderamente más que a escala internacional.
– el libro habla muy poco de las relaciones entre el Partido y el nuevo aparato de Estado y deja la puerta abierta a confusiones de tipo parlamentario sobre el partido que toma el poder y se identifica con el Estado.
– hay una tendencia a subestimar las competencias del aparato de Estado y reducirlas a “los obreros en armas”, en lugar de asumir plenamente la visión del Estado desarrollada por Engels según la cual el Estado emana de la sociedad de clases y –aunque continúa siendo un órgano de represión por excelencia– tiene la tarea de mantener la cohesión de la sociedad, tarea que resalta su naturaleza conservadora; lo que vale también para el semi-Estado del periodo de transición. Es más, la experiencia rusa permitía ir más lejos en la argumentación de Engels y poner de relieve el peligro, que comportaba el nuevo Estado, de acabar convertido en la clave de la burocratización y, finalmente, de la contrarrevolución burguesa.
A pesar de todo el Estado y la Revolución muestra mucha perspicacia sobre los aspectos negativos del Estado. Reconociendo que el Estado debe gestionar una situación de penuria material y por tanto mantener el derecho burgués en la distribución de la riqueza social, Lenin se refiere también al nuevo Estado como a “un Estado burgués sin burguesía”, fórmula provocadora que, aunque falta de precisión, expresa acertadamente la percepción de peligros potenciales propios del Estado de transición.
El estallido de la revolución en Alemania en 1918 confirma la perspectiva que había guiado a los Bolcheviques hacia la insurrección de octubre: la de la revolución mundial. Dadas las tradiciones históricas de la clase obrera alemana y el lugar de Alemania en el corazón del capitalismo mundial, la revolución alemana era la piedra de toque del conjunto del proceso revolucionario mundial. Contribuyó en poner fin a la guerra y fue la esperanza para el poder proletario asediado en Rusia. De igual manera, su derrota definitiva en los años que siguieron decidió la suerte de la revolución en Rusia que sucumbió a una terrible contrarrevolución interna y, cuando la victoria de la revolución habría podido abrir la puerta a una etapa nueva y superior de la sociedad humana, su fracaso desembocó en un siglo de una tal barbarie que la humanidad jamás había conocido nada igual hasta entonces.
En diciembre de 1918 –un mes después de la sublevación de noviembre y un mes antes de la derrota trágica de la sublevación de Berlín, en el curso de la cual fueron segadas las vidas de Rosa Luxemburg y de Karl Liebknecht– el Partido comunista de Alemania (KPD) tenía su Congreso fundacional. El Programa del nuevo partido (conocido por el título con el que se publicó por primera vez en Die Rote Fahne: “¿Qué quiere la Liga espartaquista?”) fue presentado por la propia Rosa Luxemburg situándolo en su contexto histórico. Aunque estaba inspirado en el Manifiesto comunista de 1848 el nuevo programa debía asentarse sobre bases muy diferentes. Así se hizo ya con el programa de Erfurt de la socialdemocracia alemana, introduciendo la distinción entre programa mínimo y programa máximo, adaptándose al periodo en el que la revolución proletaria no estaba inmediatamente a la orden del día. La guerra mundial metió a la humanidad en una nueva época de su historia –la época del declive del capitalismo, la época de la revolución proletaria- y el nuevo programa debía contener la lucha directa por la dictadura del proletariado y la construcción del socialismo. Esto requirió una ruptura no únicamente con el programa formal de la socialdemocracia sino además con las ilusiones reformistas que habían infectado profundamente al Partido entre finales del siglo xix y el primer decenio del xx –ilusiones en una conquista gradual, parlamentaria, del poder que había afectado incluso a revolucionarios tan lúcidos como el propio Engels.
Defender que la revolución está a la orden del día de la historia no implica que el proletariado sea capaz de llevarla a cabo inmediatamente. De hecho los acontecimientos de la revolución de noviembre habían mostrado en particular que la clase obrera alemana tenía aun mucho camino que recorrer para librarse del peso muerto del pasado, peso del que la influencia desmesurada de los traidores socialdemócratas en el seno de los consejos obreros era la expresión. Luxemburg insistía en el hecho de que la clase obrera tenía necesidad de educarse a sí misma a través de un proceso de luchas económicas y políticas, defensivas y ofensivas que le aportarían la confianza y la conciencia que necesitaba para hacerse totalmente cargo de la sociedad. Una de las grandes tragedias de la revolución alemana fue que la burguesía lograse provocar al proletariado tras una insurrección prematura que paralizó el desarrollo de ese proceso, privándolo además de sus líderes políticos más clarividentes.
El documento del KPD comienza afirmando sus objetivos y fines generales. Afirma con fuerza la necesidad de suprimir violentamente el poder burgués, rechazando la idea de que la violencia proletaria sea una nueva forma de terror. El socialismo, señala, significa tal salto cualitativo en la evolución de la sociedad humana que es imposible implantarlo por una serie de decretos venidos desde arriba. No puede ser sino el producto de la acción creativa y productiva de millones de proletarios.
Este documento es también un verdadero programa, en el sentido de que instaura una serie de medidas prácticas dirigidas a establecer la dominación de la clase obrera y a dar los primeros pasos hacia la socialización de la producción. Veamos:
– desarme de la policía y de los oficiales del ejército, embargo por los consejos obreros de todas las armas y municiones y formación de una milicia obrera.
– disolución de la estructura de mando del ejército y generalización de los consejos de soldados.
– establecimiento de un congreso central de consejos de obreros y de soldados de todo el país y disolución simultánea de las antiguas asambleas municipales y parlamentarias.
– reducción, a seis horas, de la jornada de trabajo.
– confiscación de todos los medios necesarios para nutrir, vestir y alojar a la población.
– expropiación de tierras, bancos, minas y grandes empresas industriales y comerciales.
– establecimiento de consejos de empresas para asumir las tareas esenciales de administración de fábricas y de otros lugares de trabajo.
La mayoría de las medidas preconizadas por el programa del KPD son todavía hoy válidas aunque, al haber sido un documento producido al inicio de una inmensa experiencia revolucionaria, no era bastante claro en todos sus puntos. Habla de nacionalización de la economía como de una etapa hacia el socialismo y no se podía suponer entonces hasta qué punto el capital podía adaptarse fácilmente a esa fórmula. Aunque rechazaba cualquier forma de golpe de Estado mantenía la idea de que el partido debe presentarse como candidato al poder político. Es muy incompleto respecto a las tareas internacionales de la revolución. Son debilidades que podían haber sido superadas si la revolución alemana no hubiese sido asesinada antes de nacer.
La plataforma de la Internacional comunista (IC) fue establecida en su Primer congreso en marzo de 1919, apenas unos meses después del trágico desenlace de la insurrección de Berlín. Pero la oleada revolucionaria internacional estaba aun en su punto álgido: en el mismo momento en que la IC celebraba su Congreso llegaba la noticia de la proclamación de una República de los soviets en Hungría. La claridad de las posiciones políticas adoptadas por el Primer congreso refleja ese movimiento ascendente de la clase, de la misma manera que su evolución oportunista ulterior reflejará la fase descendente del movimiento.
Bujarin abrió la discusión del Congreso sobre el proyecto de plataforma y sus observaciones fueron fortalecidas por los considerables avances teóricos que hicieron los revolucionarios durante ese periodo. Bujarin insistía sobre el hecho de que el punto de partida de la plataforma era el reconocimiento de la bancarrota del sistema capitalista a escala global. Desde su inicio la IC entendió que la “mundialización” del capital era ya una realidad consumada y por tanto un factor fundamental de su declive y de su derrumbe. El discurso de Bujarin pone también de relieve una característica del Primer congreso: su apertura a los nuevos desarrollos aportados por la entrada en una nueva época inaugurada por la guerra. Reconoce pues que por lo menos en Alemania los sindicatos existentes habían dejado de desempeñar cualquier papel positivo y que por lo tanto debían ser sustituidos por nuevos órganos de la clase producidos por el movimiento de masas, en particular los comités de fábricas. Esto contrasta, de hecho, con los congresos posteriores, en los que la participación en los sindicatos oficiales acabó siendo obligatoria para todos los partidos de la Internacional. Lo que es sin embargo coherente con la visión que hay en la plataforma acerca del capitalismo de Estado según la cual, algo que por otra parte desarrolla Bujarin, la integración de los sindicatos en el sistema capitalista es precisamente una función del capitalismo de Estado.
La propia plataforma hace un breve estudio del nuevo periodo y de las tareas del proletariado. No persigue ofrecer un programa detallado de medidas para la revolución proletaria. Repetida y claramente afirma que con la guerra mundial “una nueva época ha nacido. La época de la decadencia del capitalismo de su desintegración interna, la época de la revolución comunista proletaria”. Insistiendo sobre el hecho de que la toma del poder por el proletariado es la única alternativa a la barbarie capitalista, apela a la destrucción revolucionaria de todas las instituciones del Estado burgués (parlamento, policía, tribunales, etc.) y a su reemplazo por los órganos del poder proletario fundamentados en los consejos obreros armados. También denuncia la vacuidad de la democracia burguesa y proclama que el sistema de consejos es el único que permite a las masas ejercer una verdadera autoridad. Traza las grandes líneas para la expropiación de la burguesía y la socialización de la producción. Estas incluyen la socialización inmediata de los principales centros industriales y agrícolas capitalistas, la integración gradual de los pequeños productores independientes al sector socializado, medidas radicales encaminadas a sustituir el mercado por la distribución equitativa de los productos,...
Refiriéndose a la lucha por la victoria, la plataforma insiste en la necesidad de una ruptura política completa con el ala derecha de la socialdemocracia –“despreciables lacayos del capital y verdugos de la revolución comunista”– y con el centro kautskysta. Esta posición –diametralmente opuesta a la política de Frente único que la IC adoptó apenas dos años más tarde– no tenía nada de sectaria, puesto que se correspondía con el llamamiento a la unidad de todas las auténticas fuerzas proletarias, incluidos los componentes del movimiento anarcosindicalista. Contra el frente unido de la contrarrevolución capitalista, que se había llevado ya las vidas de R. Luxemburg y K. Liebknecht, la plataforma llamaba al desarrollo de luchas masivas en todos los países, llevadas hasta la confrontación directa con el Estado burgués.
La existencia de varios programas, de diferentes partidos nacionales, adosados a la plataforma de la IC testifica la persistencia de cierto federalismo, incluso en esta nueva internacional que se esfuerza por superar la autonomía nacional que contribuyó al fracaso de la vieja.
El programa del Partido ruso, establecido en su IX Congreso –1919–, tiene un interés particular: mientras que el programa del KPD era el producto de un partido confrontado a la tarea de dirigir a la clase obrera hacia un revolución inminente, el nuevo programa del Partido bolchevique era una toma de posición sobre los objetivos y los métodos del primer poder soviético, de la dictadura real del proletariado. Iba acompañado, a un nivel más concreto, de una serie de decretos que expresaban la política de la República soviética sobre toda clase de cuestiones concretas incluso si, como admitía Trotski, muchos de estos decretos tenían más de naturaleza propagandística que de carácter político inmediatamente realizable.
Como la plataforma de la IC, el programa se inicia certificando el comienzo de un nuevo periodo de decadencia del capitalismo y la necesidad de la revolución proletaria mundial y continúa insistiendo en la necesidad de una ruptura completa con los partidos socialdemócratas oficiales.
Seguidamente, el programa se estructura de acuerdo a los siguientes elementos:
• Política general: la superioridad del sistema de soviets sobre el democrático burgués está demostrada por su capacidad para llevar a la inmensa mayoría de los explotados y los oprimidos a dirigir el Estado. El programa resalta que los soviets obreros, organizándose en los lugares de trabajo, con preferencia a los lugares de residencia, muestran ser una expresión directa del proletariado como clase; que la necesidad para el proletariado de dirigir el proceso revolucionario se refleja en la superrepresentación de los soviets de las ciudades en relación con los del campo. No aparece en él ninguna teorización en torno a la idea de que el partido ejercería el poder a través de los soviets. De hecho, la preocupación dominante en el programa, redactado durante los rigores de la guerra civil, es encontrar los medios de contrarrestar las presiones crecientes de la burocracia en el seno del nuevo aparato de Estado, atribuyendo tareas de gestión estatal a cada vez mayor número de obreros. En las terribles condiciones con las que estaba enfrentado el proletariado ruso, estas medidas resultaban inadecuadas y conseguían transformar a obreros combativos en burócratas de Estado en lugar de imponer la voluntad de la clase obrera combativa sobre la burocracia. Esta parte del programa revela una conciencia precoz de los peligros que provienen del aparato estatal.
• El problema de las nacionalidades: aunque el punto de partida es correcto –la necesidad de superar las divisiones nacionales en el seno del proletariado y de las masas oprimidas y de desarrollar una lucha común contra el capital– el programa presenta aquí uno de sus aspectos más débiles, adoptando la noción de autodeterminación nacional. En el mejor de los casos esta consigna no podía significar más que la autodeterminación para la burguesía y, en la época del imperialismo desenfrenado, no podía sino llevar a los nacionalistas a ver cómo su antiguo jefe imperialista era suplantado por otro. Rosa Luxemburg y otros explicaron los efectos desastrosos de esta política y de qué manera todas las naciones que habían recibido de los bolcheviques su “independencia” acabaron sirviendo de cabeza de puente a la intervención imperialista contra el poder soviético.
• Las cuestiones militares: el programa, tras haber reconocido la necesidad del Ejército rojo para defender el nuevo régimen soviético en una situación de guerra civil, propone una serie de medidas cuyo objetivo era asegurar que el nuevo ejército se mantuviera como un verdadero instrumento del proletariado: debía estar compuesto de proletarios y de semi-proletarios; sus métodos de entrenamiento debían corresponder a los principios socialistas; los comisarios políticos, elegidos entre los mejores comunistas, debían trabajar con el personal militar y asegurar que los antiguos expertos militares zaristas trabajasen plenamente en interés del régimen soviético; al mismo tiempo cada vez más oficiales debían proceder de las filas de los obreros conscientes. Pero la práctica de elegir a los oficiales, que había sido una reivindicación de los primeros soviets de soldados, no fue considerada como un principio y hubo un debate en el IXo Congreso, animado por el grupo Centralismo democrático, sobre la necesidad de mantener los principios de la Comuna incluso en el ejército y de oponerse a la tendencia en el ejército de volver a los viejos métodos y a la vieja organización jerárquica. Otra debilidad, puede que más importante, fue que la formación del Ejército rojo estuvo acompañada de la disolución de los Guardias rojos, privando así a los consejos obreros de su fuerza armada específica a favor de un órgano de tipo estatal y por lo tanto menos reactivo a las necesidades de la lucha de clases.
• La justicia proletaria: los tribunales burgueses fueron sustituidos por tribunales populares en los que los jueces eran elegidos en el seno de la clase obrera. La pena de muerte debía ser abolida y el sistema penal limpiado de toda actitud de revancha. Sin embargo en las condiciones de violencia de la guerra civil, la pena de muerte fue rápidamente restaurada y los tribunales revolucionarios, puestos en funcionamiento para tratar situaciones de urgencia, cometieron frecuentemente abusos; sin hablar de la Comisión especializada en la lucha contra la contrarrevolución –la Checa– que escapaba cada vez más al control de los soviets.
• La educación: a causa del gran retraso de Rusia, muchas de las reformas educativas acometidas por el estado soviético se limitaron a una recuperación de las prácticas educativas más avanzadas que estaban ya funcionado en las democracias burguesas (como la educación libre y mixta para todos los niños hasta los diecisiete años). Al mismo tiempo, el objetivo previsto a largo plazo era transformar la escuela a fin de que dejase de ser para siempre un órgano de adoctrinamiento burgués y se convirtiera en instrumento de la transformación comunista de la sociedad. Eso exigía la superación de los métodos coercitivos y jerárquicos, la eliminación de la separación entre el trabajo manual y el trabajo intelectual y de, manera general, la educación de las nuevas generaciones en un mundo en el que el estudio y el trabajo fuesen un placer y no un infortunio.
• La religión: a la vez que se insistía en la necesidad de que el poder soviético llevase a cabo una propaganda inteligente y sensible encaminada a combatir los arcaicos prejuicios religiosos de las masas, hubo un total rechazo de cualquier intento de suprimir por la fuerza la religión, pues un método así el único efecto que tendría, necesariamente, sería el de reforzar la influencia de la religión, como lo demostró la experiencia del estalinismo.
• Los asuntos económicos: aun reconociendo que el comunismo no podía ser realizado más que a escala mundial, el programa contenía las líneas generales de una política económica del proletariado en aquellas áreas que estaban bajo su control: expropiación de la vieja clase dominante; centralización de las fuerzas productivas bajo el control de los soviets; utilización, basándose en los principios de solidaridad de clase, de toda la fuerza de trabajo disponible; integración gradual de los productores independientes en la producción colectiva… El programa reconocía también la necesidad para la clase obrera de ejercer la gestión colectiva del proceso productivo, pero no ve a los consejos ni a los comités de fábrica (que ni siquiera están mencionados en el programa) como los instrumentos de esa gestión sino a los sindicatos, órganos que por su naturaleza tienden a arrancar el control colectivo de la producción de las manos de los obreros y ponerlo en manos del Estado. Más decisivas aun fueron las condiciones de la guerra que empujaron a la dispersión, e incluso al desclasamiento, a las masas proletarias de las ciudades, haciendo cada vez más difícil para la clase obrera no sólo el control de las fábricas sino el del propio Estado.
En el ámbito de la agricultura el programa reconoce que la producción agrícola no podía ser colectivizada en una noche y que su integración en el sector socializado debía pasar por un proceso más o menos largo. El poder soviético debía, mientras tanto, animar la lucha de clases en el campo y aportar su apoyo a los campesinos pobres y a los semi-proletarios agrícolas.
• La distribución: El poder soviético se asignó la tarea grandiosa de reemplazar el comercio por una distribución de los bienes basada en la satisfacción de las necesidades, coordinándola a través de una red de comunas de consumidores. De hecho, si durante la guerra civil, el viejo sistema monetario, medio hundido, pudo ser reemplazado por un sistema de confiscaciones y de racionamiento, fue a consecuencia, directamente, de la penuria y de la necesidad y no porque se hubiesen establecido nuevas relaciones sociales comunistas, aunque lo ocurrido se haya teorizado como tal. Únicamente la abundancia permite el verdadero comunismo y tal estadio no puede lograrse dentro de un poder proletario aislado.
• Las finanzas: La visión optimista del Comunismo de guerra se reflejó también en otras áreas, en particular a través de la idea de que integrando simplemente los bancos existentes en un solo Banco estatal se daría un paso adelante hacia la desaparición de los bancos como tales bancos. El sistema monetario reapareció rápidamente en Rusia, únicamente había sido dejado de lado durante el periodo de Comunismo de guerra. La forma dinero y los medios de ahorro persistirán mientras no se superen las relaciones de cambio mediante la creación de una comunidad humana unificada.
• La vivienda y la sanidad pública: El poder proletario puso en marcha muchas iniciativas para encarar la falta de viviendas y la superpoblación, en concreto expropiando a la burguesía. Sin embargo sus amplias miras de construir un nuevo entorno urbano fueron bloqueadas por las ásperas condiciones de del periodo post-insurreccional. Lo mismo ocurrió con muchos otros decretos del poder soviético: la reducción de la jornada de trabajo, los subsidios para enfermos y desempleados, la mejora radical de la situación sanitaria… También en estas áreas el objetivo inmediato era alcanzar el nivel logrado ya por los países más desarrollados. En todas estas áreas, el nuevo poder no pudo generalmente aportar verdaderas mejoras debido a la enorme sangría de recursos que eran dedicados al esfuerzo de guerra.
Bujarin que redacta el programa del Partido ruso, escribe también un estudio teórico sobre los problemas del periodo de transición y aunque no faltan en él buen número de errores, este documento no solo es una seria contribución a la teoría marxista sino que además el examen de sus debilidades aclara también los problemas que intenta plantear.
Bujarin estuvo en la vanguardia del Partido bolchevique durante la guerra imperialista. Su libro el imperialismo y la economía mundial, estaba emparentado con las investigaciones de Rosa Luxemburg acerca de las condiciones económicas del nuevo periodo de declive del capitalismo –la Acumulación de capital. El libro de Bujarin fue uno de los primeros en mostrar que el cnuevo periodo había inaugurado una nueva etapa de la organización del capital –la etapa del capitalismo de Estado que él relacionaba en primer lugar a la lucha militar general entre Estados imperialistas. En su artículo “Hacia una teoría del Estado imperialista”, Bujarin adopta una posición muy avanzada sobre la cuestión nacional (desarrollando también ahí una visión similar a la de Rosa Luxemburg sobre la imposibilidad de la liberación nacional en la época imperialista) y sobre la cuestión del Estado, llegando más rápidamente que Lenin a la posición que éste defiende en el Estado y la Revolución, la necesidad de destruir el aparato de Estado burgués.
Estas concepciones son desarrolladas por Bujarin en su libro la Economía del periodo de transición, redactado en 1920. En él, Bujarin reitera la visión marxista del final inevitablemente violento y catastrófico de la clase capitalista y de la necesidad de la revolución proletaria como la única base para construir un modo de producción nuevo y superior. Al mismo tiempo va más lejos en el descubrimiento de las características de esta nueva fase de la decadencia capitalista. Prevé la tendencia creciente del capitalismo senil a dilapidar y destruir las fuerzas de producción acumuladas, encarnada sobre todo en la economía de guerra, pese al “crecimiento” cuantitativo que ésta haya podido ocasionar. Muestra igualmente cómo, en el capitalismo de Estado, los antiguos partidos y los sindicatos obreros son “nacionalizados” es decir, integrados en el aparato de Estado capitalista monstruosamente hipertrofiado.
En sus grandes líneas, la articulación entre la alternativa comunista y ese sistema mundial en declive está perfectamente clara: una revolución mundial fundamentada en la autoactividad de la clase obrera en sus órganos de lucha, los soviets; una revolución que tiene como objetivo unir a la humanidad en una comunidad mundial que sustituya las leyes ciegas de la producción de mercancías por la regulación consciente de la vida social. Pero los medios y los objetivos de la revolución proletaria deben concretarse y esa concreción no puede ser más que el resultado de la experiencia viva y de la reflexión sobre esa experiencia. Y en eso es en lo que el libro muestra sus flaquezas. Aunque Bujarin formó parte de la tendencia comunista de izquierda en el Partido bolchevique en 1918, fue sobre todo por lo de la cuestión de Brest-Litovsk. A diferencia de otros comunistas de izquierda, como Osinski, él no fue capaz de desarrollar una visión crítica frente a los primeros signos de burocratización del Estado soviético. Al contrario, su libro sirvió de alguna manera de apología del statu quo durante el proceso de guerra civil, puesto que constituyó, sobre todo, una justificación teórica de las medidas de comunismo de guerra como si fueran la expresión de un auténtico proceso de transformación comunista.
Así pues, para Bujarin la desaparición virtual del dinero y de los salarios durante la guerra civil –resultado directo del hundimiento de la economía capitalista– quería decir que la explotación estaba ya superada y que una forma de comunismo había sido alcanzada. Incluso, la horrible necesidad impuesta al bastión proletario en Rusia –una guerra de frentes dirigida por el Ejército rojo– se convierte en su libro no solamente en una “norma” del periodo de luchas revolucionarias sino también en modelo de extensión de la revolución que se presenta ahora como una batalla épica entre los Estados proletario y capitalistas. Sobre esta cuestión el Bujarin “de izquierda” está muy a la derecha de Lenin, quien no olvida jamás que la extensión de la revolución es ante todo una tarea política y no militar.
Una de las ironías del libro de Bujarin es que, a pesar de haber identificado el capitalismo de Estado en tanto que forma universal de la organización capitalista en la época de declive del sistema, el autor muestra una obstinada ceguera ente el peligro del capitalismo de Estado después de la revolución proletaria. Y se pueden concluir de su lectura cosas como que bajo “el Estado proletario”, en el sistema de “nacionalizaciones proletarias”, es imposible la explotación. Que incluso, puesto que el nuevo Estado es la expresión orgánica de los intereses históricos del proletariado, sería mucho más eficaz si se fusionan todos los órganos de clase de los obreros en el aparato de Estado, restaurando incluso las prácticas más jerárquicas en la gestión de la vida económica y social. No tiene conciencia ninguna del hecho de que el Estado de transición, en tanto que expresión de la necesidad de mantener cohesionada una formación social dispar y transitoria, puede desempeñar un papel conservador, llegando incluso a desgajarse de los intereses del proletariado.
En el periodo que siguió a 1921 la trayectoria de Bujarin en el partido pasó rápidamente de la izquierda a la derecha. Pero de hecho, había una continuidad en esa evolución: una tendencia a acomodarse con el statu quo. Como la economía del periodo de transición constituía ya un intento de presentar el régimen riguroso del Comunismo de guerra como el objetivo final de de los esfuerzos del proletariado, no tuvo que dar un gran salto para proclamar, pocos años después, que la Nueva política económica (NEP) que abrió las puertas a las leyes del mercado (que, en realidad, sólo habían quedado “arrinconadas” durante el periodo precedente) sería ya la antecámara del socialismo. Bujarin, incluso más que Stalin, fue el teórico del “socialismo en un solo país” y esta idea está ya presente en la proclamación absurda según la cual el bastión ruso aislado desde 1918-20, donde el proletariado fue diezmado por la guerra civil y progresivamente sometido al engorde del nuevo Leviatán burocrático, era ya la nueva sociedad comunista.
El aislamiento de la Revolución rusa llegó a tener un impacto tan negativo sobre las posiciones políticas de la nueva Internacional comunista, que comenzó a perder la claridad que había demostrado en su Primer congreso y en particular frente a los partidos socialdemócratas. Denunciados con anterioridad como partidos de la burguesía, la IC comienza a formular la táctica del “frente único” con ellos, en parte porque buscaba ampliar el apoyo al devastado bastión ruso. El ascenso del oportunismo en la IC fue vigorosamente combatido por las corrientes de izquierda en algunos países, en particular en Alemania y en Italia.
Una de las primeras manifestaciones del ascenso del oportunismo en la IC fue el folleto de Lenin la Enfermedad infantil del comunismo. Este texto sirvió después de base a numerosas distorsiones a propósito de la izquierda comunista, en particular de la izquierda alemana y el KAPD –escisión del KPD en 1920. El KAPD fue acusado de ceder a una política “sectaria” que quería reemplazar los verdaderos sindicatos obreros por “uniones revolucionarias” artificiosas. Acusado sobre todo de caer en el anarquismo, debido a su punto de vista sobre cuestiones tan vitales como el parlamento y el papel del partido.
Es cierto que el KAPD –producto de una ruptura prematura y trágica con el partido alemán– no fue nunca una organización homogénea. Constaba de un cierto número de elementos verdaderamente influenciados por el anarquismo, influencia que, con el reflujo de la revolución, dio nacimiento a las ideas consejistas que se desarrollaron ampliamente en el movimiento comunista alemán. Sin embargo, un breve examen de su programa muestra que el KAPD, en su mejor momento, alcanzó un alto grado de claridad marxista:
– contrariamente al anarquismo, el programa se sitúa en las circunstancias históricas objetivas del capitalismo mundial: el nuevo periodo de decadencia del capitalismo abierto por la guerra mundial, que plantea la alternativa socialismo o barbarie.
– contrariamente al anarquismo el programa expresa sin reservas su solidaridad con la revolución rusa y afirma la necesidad de su extensión mundial. Alemania es específicamente identificada como la portadora de un papel central a desempeñar en esa perspectiva.
– la oposición del KAPD al parlamentarismo y a los sindicatos no está basada en no se sabe qué moralismo válido para todos los tiempos, ni en una obsesión acerca de las formas de organización, sino en la comprensión de las nuevas condiciones impuestas por la llegada de una nueva época de revolución proletaria en la que el parlamento y los sindicatos no podían, desde entonces, sino servir a la clase enemiga.
– lo mismo hay que decir de la defensa por el KAPD de las organizaciones de fábrica y de los consejos obreros. No se trataba de formas artificiosas con las que soñaban un puñado de revolucionarios sino expresiones organizativas concretas del movimiento real de la clase en el nuevo periodo. Incluso si no podía existir una claridad completa sobre las organizaciones de fábrica (a las que el KAPD consideró siempre como una especie de forma permanente, precursoras de los consejos, basadas en un programa político mínimo) no eran para nada artificiales sino que agrupaban a algunos de los obreros más combativos en Alemania.
– lejos de estar contra el partido, el programa (que iba acompañado de tesis sobre el papel del partido en la revolución) afirma claramente el papel indispensable del partido en tanto que núcleo de la intransigencia y de la claridad comunistas en el movimiento general de la clase.
– el programa defiende igualmente, sin dudar, la concepción marxista de la dictadura del proletariado.
Entre las medidas prácticas que propone el programa del KAPD –en continuidad directa con el del KPD– está en particular el llamamiento a disolver todos los cuerpos parlamentarios y municipales y a sustituirlos por un sistema centralizado de consejos obreros. El programa de 1920 es, sobre todo, más claro en lo referente a las tareas internacionales de la revolución. Llama, por ejemplo, a la fusión inmediata con otras repúblicas soviéticas. Va incluso más lejos sobre el problema del contenido económico de la revolución al insistir en la necesidad de dar pasos para orientar la producción hacia la satisfacción de las necesidades (incluso si es discutible la afirmación del programa según la cual la formación de “un bloque económico socialista” con Rusia sería obligatoriamente un paso positivo hacia el comunismo).
Para acabar: el programa plantea algunas “nuevas” cuestiones, no tratadas por el programa de 1918, por ejemplo: cómo aborda el proletariado la cuestión del arte, la ciencia, la educación, la juventud…, que muestran que el KAPD, lejos de ser una corriente puramente “obrerista” estaba interesada por todas las cuestiones planteadas por la transformación comunista de la vida social.
CDW
[1]) Revista internacional nos 68 a 88.
En la primera parte de este artículo (publicada en la Revista internacional nº 124), examinamos el contexto histórico en el que se fundó IWW, a comienzos del siglo xx, momento crítico de cambio del capitalismo de su fase ascendente a la de su decadencia. Sobre la base de la teoría de “el unionismo industrial”, Industrial Workers of de World (IWW, Trabajadores industriales del mundo) trataba de buscar una respuesta a los problemas planteados por la incapacidad creciente del “cretinismo parlamentario” y del sindicato reformista de Samuel Gomper (la American Federation of Labour, AFL) para hacer frente a los problemas planteados por el capitalismo y la lucha de clases. Contrariamente a los anarquistas y a los anarcosindicalistas que tenían una visión federalista, los fundadores de IWW trataron de construir una organización de lucha de clases unida y centralizada que debía ser al mismo tiempo capaz de reunir a todo el proletariado para la toma del poder y ofrecer un marco para ejercer el poder proletario después de la revolución.
En este artículo examinaremos si la teoría y la práctica de IWW le permitieron conseguir sus objetivos y hacer frente al mayor reto al que jamás estuvo confrontado el movimiento obrero mundial: el desencadenamiento del primer gran conflicto imperialista mundial de la historia, en 1914.
El preámbulo adoptado por la Convención de fundación de IWW tomó claramente partido por la destrucción revolucionaria del capitalismo.
“La clase obrera y la clase de los patronos no tienen nada en común. No podrá haber paz mientras millones de trabajadores conozcan el hambre y la necesidad, mientras una minoría, que forma la clase de los patronos, posea todas las buenas cosas de la vida... Entre estas dos clases, la lucha debe proseguir hasta que los obreros del mundo se organicen como clase, se apropien de la tierra y del aparato de producción y acaben con el trabajo asalariado... Es la misión histórica de la clase obrera de abolir el capitalismo”.
Sin embargo la organización de IWW no fue clara sobre la naturaleza de esta revolución ni sobre los medios para conseguirla, en particular sobre la naturaleza económica y política de la revolución. Además, aunque IWW había aceptado y también saludado la participación de organizaciones y de militantes políticos en sus filas y que sus miembros apoyaran a los candidatos socialistas en las elecciones, ellos mantenían desde sus orígenes grandes confusiones sobre la naturaleza de la acción política del proletariado.
En 1905, los miembros del Partido socialista (SPA, Socialist Party of America) [1] presentes en la Convención de la fundación suponían que IWW apoyaría al Partido. Por otra parte, sus rivales DeLeonistas esperaban que IWW se aliara con el SLP (Socialist Labor Party). Estas ingenuas esperanzas manifestaban una seria subestimación del escepticismo que entonces prevalecía en la Convención de fundación frente a la política. A pesar de sus simpatías marxistas, los fundadores de IWW pensaban, por lo general, que los obreros debían subordinar la lucha política a la lucha económica. Por ejemplo, antes de la Convención, la Western Federation of Miners (Federación occidental de mineros) escribía:
“La experiencia nos ha enseñado que la organización económica y la organización política deben estar distanciadas y separadas... Según nosotros es necesario unir a los obreros en el ámbito económico antes que unirlos sobre el terreno político” [2].
A pesar de los puntos de vista muy divergentes sobre la política, en interés de la unidad, la Convención formuló en términos muy complicados una concesión a los socialistas de los dos partidos aceptando insertar, en el preámbulo de la constitución de IWW, un párrafo político que se presentó de esta manera:
“Entre las dos clases, la lucha debe proseguir hasta que todos los trabajadores se reúnan tanto en el terreno político como en el industrial, y se apropien de lo que producen con su trabajo, mediante una organización económica de la clase obrera, sin afiliación a partido político alguno”.
Para la mayor parte de los delegados, esta concesión referente a la política era incomprensible. Un delegado se quejaba:
“Yo no puedo permitirme, cada vez que me encuentre con alguien, tener junto a mí a DeLeon para poder explicar a esa persona lo que quiere decir tal o cual párrafo” [3].
La oposición a la política provenía de una incomprensión teórica de la lucha de clases, de la revolución proletaria y de las tareas políticas del proletariado. Para IWW, la “política” tenía un sentido muy estrecho; significaba parlamentarismo y participación en las elecciones burguesas. Desde este punto de vista, la acción política –es decir la participación en las elecciones– no tenía más que un valor de propaganda y demostraba la inutilidad del electoralismo como lo demuestra esta toma de posición:
“El único valor de la actividad política para la clase obrera, es desde el punto de vista de la agitación y de la educación. Su mérito educativo consiste únicamente en probar a los obreros su total ineficacia para vencer el poder de la clase dominante y por lo tanto forzar a los obreros a apoyar la organización de su clase en las industrias del mundo”.
“Es imposible pertenecer al Estado capitalista y utilizar el aparato del Estado en interés de los obreros. Todo lo que se puede hacer, es intentarlo hasta que nos culpen de todo –y así ocurrirá – sacando así una lección para los obreros sobre el carácter de clase del Estado” [4].
Tales tomas de posición estaban muy extendidas. Aun cuando los “antipolíticos” detestaban a DeLeon, no sin ironía, compartían con él a menudo muchas concepciones teóricas como:
– la primacía de la lucha económica sobre la política.
– la identificación entre política y urnas electorales.
– el rechazo de la dictadura del proletariado.
– la incomprensión de que, en las condiciones del capitalismo históricamente progresista, fuera verdaderamente posible participar en el parlamento y arrancar reformas a la burguesía.
– la incapacidad de hacer la diferencia entre las reformas ganadas por la lucha de clases (como la jornada de trabajo de 8 horas, la limitación del trabajo de los niños, etc.) y la doctrina contrarrevolucionaria del reformismo que defendía que se podía llegar al socialismo de forma pacífica por la vía electoral.
En su rebelión contra “la política”, puesto que era imposible utilizar el Estado capitalista para las necesidades revolucionarias de la clase obrera, los wobblies [5] mostraban que no comprendían la naturaleza de la revolución proletaria y revelaban su ignorancia de una lección fundamental sacada por Marx de la experiencia de la Comuna de París: el reconocimiento de que el proletariado debe destruir el Estado capitalista. ¿Es que hay algo más político que destruir el Estado capitalista, que adueñarse de los medios de producción? La revolución proletaria será el acto político y social más audaz y más completo de toda la historia de la sociedad humana – una revolución durante la cual las masas explotadas y oprimidas se levantarán para destruir el Estado de la clase explotadora e imponer su propia dictadura revolucionaria de clase sobre la sociedad para así realizar la transición al comunismo. A partir del punto de vista justo según el cual los obreros no pueden apoyarse en el Estado burgués y utilizarlo al servicio del programa revolucionario, “los antipolíticos” llegaban a la conclusión falsa según la cual la revolución proletaria era un acto económico y no político. Al igual que los anarquistas, IWW deducía que se podía ignorar la política, no solamente el parlamento, sino el propio poder del Estado burgués. IWW defendía este punto de vista a pesar de su propia actividad como la de las luchas por la libertad de expresión que mantenía no sólo en los lugares de trabajo, sino en la calle y como acto de enfrentamiento político con el Estado [6]. Y a pesar de los duros enfrentamientos con la burguesía, durante los cuales ésta ni siquiera respetaba sus propias leyes, IWW no comprendió en absoluto que se estaba abriendo un período durante el cual el parlamento y las leyes burguesas no eran sino máscaras para el ejercicio del poder más despiadado contra la amenaza proletaria. Esto debería tener consecuencias catastróficas, como veremos, y fue una tragedia de dimensión histórica que en aquel nuevo período, tantos militantes valientes y leales fueran lanzados a la lucha sin tener asimilados esos aspectos fundamentales de la perspectiva marxista.
El entendimiento político evocado más arriba (la concesión a los socialistas de los dos partidos) plasmado en el preámbulo de 1905 no fue suficiente para mantener la unidad de la organización. En la Convención de 1908 la perspectiva antipolítica triunfó. DeLeon no pudo participar en la Convención por cuestiones de mandato, él y sus partidarios rompieron para formar, en Detroit, su propio IWW subordinado al SLP; esta organización tampoco logró sobrevivir a la Socialist Trade and Labor Aliance. Debs y otros miembros del SPA no renovaron su adhesión y se retiraron de la organización. Igualmente el WFM, que había tenido un papel vital en la fundación de IWW, se retira de la organización. En 1911 es al mismo tiempo miembro dirigente de IWW y miembro del Secretariado del Partido socialista, hasta que abandona este último a favor de IWW, ya que los socialistas consideraban imposible esa doble pertenencia a causa de la posición de IWW sobre el sabotaje y su oposición a la acción política.
Para IWW la unión industrial era una forma organizativa que lo englobaba todo. La unión no era solo una organización unitaria que sirve a la vez para defender los intereses de la clase obrera y para encarnar la forma de dominación proletaria después de la revolución, era también una organización de militantes revolucionarios y de agitadores. Tras su constitución en 1908, IWW pensaba que:
“el ejército de productores debe organizarse no solo para la lucha cotidiana contra los capitalistas, sino igualmente para dirigir la producción después del derrocamiento del capitalismo. Organizándonos sobre una base industrial estamos en vías de crear una nueva sociedad en el interior de la antigua”.
Como hemos mostrado anteriormente en esta serie de artículos, ésa es una visión sindicalista que ve la posibilidad de:
“formar la estructura de la nueva sociedad en el interior mismo de la antigua (…) que proviene de una profunda incomprensión del antagonismo que existe entre la última de las sociedades de explotación – el capitalismo– y la nueva sociedad sin clases que se trata de instaurar. Es un error grave, que conduce a subestimar la profundidad de la transformación social necesaria para operar la transformación entre esas dos formas sociales y, conduce también, a subestimar la resistencia de la clase dominante a la toma del poder por la clase obrera” [7].
Además, la idea según la cual la misma organización podría ser simultáneamente una organización revolucionaria de obreros y agitadores conscientes de la clase y una organización abierta a todos los obreros en la lucha de clases dentro del capitalismo, revela una doble confusión característica del sindicalismo revolucionario. La primera de estas confusiones consiste en la incapacidad para distinguir los dos tipos de organización que fueron segregados históricamente por la clase obrera: las organizaciones revolucionarias y las organizaciones unitarias. IWW no llegó a comprender que una organización revolucionaria, que agrupa a los militantes sobre la base de un acuerdo compartido y de un compromiso con los principios y el programa revolucionario es, por esencia, una organización política, es de hecho un partido de clase aunque no tome ese nombre. Tal organización, por definición, sólo puede agrupar a un minoría de la clase obrera, a sus miembros más conscientes políticamente y más entregados. Como lo señaló el Manifiesto comunista de 1848:
“Los comunistas son, pues, prácticamente, la parte más decidida, el acicate siempre en tensión de todos los partidos obreros del mundo. Teóricamente, llevan de ventaja a las grandes masas del proletariado su visión clara de las condiciones, los derroteros y los resultados generales a que debe abocar el movimiento proletario”.
La incapacidad de IWW para hacer esta distinción lo condenó a una existencia inestable. La admisión en la organización estaba tan abierta como las puertas de un molino, por las que salieron tan rápido como entraron quizá hasta un millón de obreros entre 1905 y 1917. Se creaban nuevas secciones sindicales que desaparecían rápidamente, sin dejar la menor huella, una vez que terminaba la lucha que las había hecho nacer.
La tensión que resulta de esa idea contradictoria, querer ser una organización revolucionaria y una organización de masas abierta a todos los obreros, iba a contribuir, al cabo, al fracaso histórico de IWW durante la oleada revolucionaria que siguió a la Primera Guerra mundial. La visión que IWW tenía de su tarea, como sindicato de masas que agrupaba a los obreros, lo condujo a preocuparse cada vez más de la construcción de una organización sindical en detrimento de los principios revolucionarios.
La segunda confusión viene de que IWW no comprendió que la batalla librada por las uniones industriales contra el sindicalismo de oficio y los sindicatos colaboracionistas, pese a estar inspirada en la defensa de los intereses de su clase, era un anacronismo. A principios del siglo xx estaba cambiando el periodo histórico. La creación del mercado mundial y la tendencia a su saturación hacían que el capitalismo entrara en su fase de decadencia acabando con la época en que era posible la lucha por reformas duraderas. En esas nuevas condiciones, la forma sindical de organización, ya sea de oficios o industrial, ya no se ajusta a las necesidades de la lucha de clase y está condenada a ser absorbida por el Estado capitalista y convertirse en un órgano de control de la clase obrera. La experiencia de la huelga de masas en Rusia, en 1905, y la creación, por los obreros de ese país, de los soviets o consejos obreros es un momento clave para todo el proletariado mundial. Las lecciones de ello y su impacto en la lucha de clases son el centro de los trabajos teóricos de Rosa Luxemburg, León Trostski, Antón Pennekoek y otros en el ala izquierda de la Segunda Internacional.
Los consejos obreros, contrariamente a la teoría del sindicalismo revolucionario, ocuparon el lugar de los sindicatos como organización unitaria de la clase obrera. Este nuevo tipo de organización unía a los obreros de todas las industrias, de una zona territorial dada, para el enfrentamiento revolucionario contra la clase dominante, y eran la forma “históricamente encontrada” que tomaría la dictadura del proletariado (empleando la expresión acuñada por Lenin). También es importante, como la experiencia de 1905 lo demostró, que las organizaciones unitarias de masas de la clase obrera en lucha no pueden mantenerse como organizaciones permanentes en el seno del capitalismo, cuando la movilización obrera refluye. Aunque la Convención de fundación de IWW expresó su solidaridad con las luchas obreras del proletariado en la Rusia de 1905, desgraciadamente no fueron capaces de hacer un trabajo de elaboración teórica a partir de la experiencia rusa y nunca pudieron reconocer el cambio de periodo histórico, ni el significado de los consejos obreros, y siguieron cantando las bondades del “unionismo industrial [como] el único camino hacia la libertad” [8].
Fue especialmente perjudicial que IWW fuera incapaz de sacar las lecciones de la experiencia real concreta, ni siquiera de darse cuenta de los avances teóricos que el ala izquierda de la Socialdemocracia (que más tarde se convertiría en el armazón sobre el que se construyó la Internacional comunista), pero, en realidad, su trabajo teórico era, en general, muy flojo. En sus periódicos de propaganda, al abordar las cuestiones teóricas, se limitaban a repetir los puntos fundamentales del marxismo relativos a la plusvalía, al conflicto entre proletariado y burguesía, sin tomar en cuenta las elaboraciones posteriores de la teoría marxista realizadas por el ala izquierda de la Socialdemocracia. IWW no aportó gran cosa, o nada, en el plano histórico a la teoría del marxismo, ni siquiera a la teoría del unionismo. Melvyn Dubosky, como historiador, señala que IWW…
“… no aporta ninguna idea realmente original, ninguna explicación radical de cambio social, ninguna teoría fundamental de la revolución” [9].
Su crítica del capitalismo jamás va más allá de un odio visceral hacia la explotación y la opresión del sistema y como no se plantea nunca examinar los matices y lo intrincado del desarrollo del capitalismo, no comprende el significado ni las consecuencias del cambio de las condiciones en las que la clase obrera desarrolla sus luchas.
La única excepción, desastrosa por lo demás, a esa ignorancia de IWW de la necesidad de elaboración teórica, es su esfuerzo por explicar más profundamente su concepto de “acción directa” lo que les lleva a una ingenua defensa teórica del “sabotaje” como arma de la lucha de clases, lo que los hace vulnerables a las acusaciones de terrorismo y abre la puerta a la represión. IWW excluye, en su defensa del sabotaje, atentar contra la vida humana pero confunde toda una serie de tácticas (como la huelgas de celo o la divulgación de “obscuros secretos” de la fábrica, las acciones puramente individuales similares a las del anarquismo pequeño burgués de la “propaganda por los hechos”) con los métodos de lucha masiva de la clase obrera. IWW apoyó, por ejemplo, que en un teatro de Chicago alguien...
“... esparciera por el suelo productos tóxicos durante una representación y se largara rápidamente en silencio” [10].
Ciertos oradores soap box [11] de IWW defendían demagógicamente el uso de dinamita y bombas. Al ser difícil reconciliar la glorificación del sabotaje de individuos o pequeños grupos de obreros y el compromiso con la lucha de masas, IWW resuelve la contradicción declarando que tal contradicción no existe:
“los actos individuales de sabotaje realizados con el fin de que la clase obrera saque provecho de ellos no pueden, de modo alguno, emplearse contra la solidaridad. Al contrario son un factor de unidad. El saboteador solo se compromete a sí mismo y si toma tales riesgos es por su vigoroso espíritu de clase”.
Las guerras y las revoluciones son momentos históricos cruciales para las organizaciones que se reivindican del proletariado, son una prueba para su auténtica naturaleza del clase. El estallido de la Primera Guerra mundial, en agosto de 1914, reveló la traición de los principales partidos socialdemócratas europeos: tomaron partido por sus respectivas burguesías, apoyaron la guerra imperialista dando la espalda a los principios del internacionalismo proletario y de la oposición a la guerra imperialista; ayudaron a movilizar al proletariado en la carnicería y traspasaron la frontera de clase que los separaba de la burguesía.
IWW, por su parte, despreciaba el patriotismo. En sus propias palabras:
“entre todas las ideas idiotas y perversas que los obreros aceptan de esa clase que vive de su miseria, el patriotismo es la peor”.
Los wobblies formalmente defendían el internacionalismo proletario y se oponían a la guerra. En 1914, poco después de que la guerra estallase en Europa, la Convención de IWW adopta una resolución en la que se establece que:
“… el movimiento industrial barrerá todas las fronteras y establecerá relaciones internacionales entre todos los hombres comprometidos en la industria… Como miembros que somos del ejercito industrial nos negamos a batirnos por otro objetivo que no sea el logro de la libertad industrial”.
En 1916 la Xª Convención anual adoptó una resolución por la que la organización se comprometía con un programa que defendía…
“la propaganda antimilitarista en tiempos de paz, la defensa de la solidaridad entre los obreros del mundo entero y, en tiempos de guerra, la huelga general de todas las industrias” [12].
Pero en abril de 1917 cuando el imperialismo americano entró en guerra junto a los Aliados, IWW falla lamentablemente y se olvida en la práctica de su internacionalismo y antimilitarismo. La organización cae en una actitud centrista y oscilante caracterizada por la prudencia y la inactividad. IWW, contrariamente a AFL, no respaldó jamás la guerra ni participó en movilizar al proletariado para la carnicería. Pero tampoco hicieron una oposición activa a la guerra.
Jamás adoptó una resolución que denunciara la guerra, a diferencia de los socialistas. Es más, los folletos contra la guerra, como The Deadly Parallel, se retiraron de la circulación. Los oradores soapbox de IWW pararon su agitación contra la guerra. Haywood, defendiendo el mismo punto de vista que el Buró ejecutivo general, considera la guerra como una desviación de la lucha de clases y que lo más importante es construir la unión; temía que una oposición activa a la guerra desencadenase una represión contra IWW [13].
Ben Williams, editor de Solidarity, atacó violentamente lo que llamaba acciones antiguerra “sin sentido”.
“En caso de guerra, escribía Williams, queremos que la One Big Union salga más fortalecida del conflicto, con más control sobre la industria que antes. ¿Por qué deberíamos sacrificar los intereses de la clase obrera en aras de algunos desfiles y manifestaciones antiguerra impotentes?. Continuemos nuestra tarea de organizar a la clase obrera para que pueda adueñarse de las fábricas, en guerra o no, y detener cualquier agresión capitalista futura que lleve a la guerra o a cualquier otra forma de barbarie” [14].
He ahí el fruto de la acumulación de confusiones: IWW no entiende el significado de la guerra mundial, ni que ésta marcaba la apertura de una nueva era de guerras y de revoluciones, ni el cambio que suponía para las condiciones de la lucha de clases. Tampoco entendía que su tarea era la de una organización revolucionaria (de hecho la de un partido) y en su lugar se centró en su papel de sindicato de masas y la perspectiva de su crecimiento, como si no pasara nada.
A pesar de las promesas de la resolución de 1916 de…
“… extender su seguro de apoyo moral y material a todos los obreros que sufren a manos de la clase capitalista por sus principios [contra la guerra]”,
IWW dejó a sus militantes solos, que decidieran individualmente si se sometían al reclutamiento y a la guerra imperialista o resistían, sin recibir apoyo alguno de la organización. Muchos dirigentes de IWW se oponían, con razón, a las manifestaciones interclasistas contra la guerra y defendían que IWW no tenía la influencia suficiente en el proletariado para organizar una huelga general contra la guerra con éxito. Pero tampoco buscaban los medios de oponerse a la guerra imperialista desde el terreno de la clase obrera. Haywood en una de sus cartas a Frank Little, uno de los dirigentes de la fracción antiguerra del Buró general ejecutivo, le aconseja:
“Mantén la cabeza fría; no hables. Muchos ven las cosas como tú, pero la guerra mundial tiene poca importancia comparada con la gran guerra de clases… Me siento incapaz de definir los pasos que hay que dar contra la guerra” [15].
Este consejo, que representa el punto de vista de la mayoría del Buró, supone una completa subestimación del significado del periodo que abre la guerra mundial y deja al ala izquierda de IWW completamente desarmada frente a la represión estatal que se avecina.
James Slovick, secretario del sindicato de transportes marítimos de IWW escribe a Haywood en febrero de 1917, antes de que Estados Unidos entrase en guerra, aconsejando preparar en el futuro una huelga general contra la guerra, incluso si esto llevaba a la destrucción de la organización. Slovick presentía, con razón, que la burguesía iba a utilizar la guerra como excusa para atacar despiadadamente a IWW, llevase ésta o no una acción contra la guerra. Defendía que una huelga general contra la guerra tendría una importancia histórica y demostraría que IWW era la única organización obrera del mundo capaz de luchar por terminar con la carnicería, y por eso requirió la convocatoria de una convención extraordinaria de IWW para decidir sobre esa cuestión. Haywood se negó a hacerlo:
“Evidentemente es imposible para esta tarea… que lances acciones por tu iniciativa individual. Sin embargo añadiré tu carta a un expediente que trataremos más adelante”.
Frente a los preparativos de la burguesía para su entrada en guerra, de implicación en la masacre imperialista generalizada, la exigencia de convocar urgentemente una convención del Congreso continental de la clase obrera para discutir una respuesta proletaria acorde con la situación… ¡se deja para un dossier que se tratará más adelante!. ¿Y quién lo va a tratar? ¡Ni más ni menos que el muy combativo Big Hill Haywood!. Todo ello porque ¡oponerse a la guerra imperialista podría perturbar la construcción de la unión!
Frank Little, por su parte, considera la guerra imperialista como el mayor crimen cometido por el capitalismo contra la clase obrera mundial y quiere hacer campaña contra el reclutamiento. Dice:
“IWW se opone a todas las guerras y debe hacer todo lo que pueda para impedir que los obreros empuñen las armas”.
Little responde a aquellos que dicen que la represión del Estado se abatirá contra quien se oponga a la conscripción, invocando el peligro de que el resultado de esa oposición será la condena de IWW, que “Mas vale morir combatiendo que abandonar” [16]. La voz de Little fue rápidamente silenciada, se dejó de escuchar en el debate interno en IWW, porque lo asesinaron unos sicarios de la empresa durante la huelga minera de Montana, en el verano de 1917. Su punto de vista, a pesar de tener el mérito de defender resueltamente el internacionalismo proletario, pecaba de una gran ingenuidad política al aceptar la represión como una fatalidad.
IWW en vez de atacar la guerra y preparar a sus militantes y sus dirigentes para una actividad clandestina, centraron todos sus esfuerzos en construir la unión, organizando huelgas en las industrias que consideraban vulnerables a la presión de la lucha. Para ellos era más importante que el gobierno les atacase por luchar por mejores salarios, o algo similar, que por luchar contra la guerra. Lo irónico de la historia es que una vez que Estados Unidos entró en el conflicto, el blanco de la represión fue IWW, que conscientemente había decidido no luchar activamente contra la guerra, y no los partidos socialistas que sí lo habían hecho. Mientras que a los socialistas, como Eugene Debs, que habían alzado abiertamente su voz contra el reclutamiento se les detenía y encarcelaba como individuos, a IWW se le acusó como organización de conspiración y sabotaje contra el esfuerzo de guerra. La guerra, en ese sentido, ofreció a la burguesía la excusa para reprimir a IWW por sus actividades pasadas, por su lenguaje radical y el miedo que había inspirado. Se podría decir que la burguesía estadounidense era más consciente que los propios dirigentes de IWW, del peligro que representaba su organización. El 28 de septiembre de 1917 se acusó a 165 dirigentes de IWW por obstrucción a la conscripción y al esfuerzo de guerra, de conspiración y sabotaje, así como de interferir en la buena marcha de la economía y la sociedad. El gobierno estaba hasta tal punto decidido a decapitar a IWW que incluso acusó a personas muertas y a algunos que ya habían abandonado la organización mucho antes de que Estados Unidos entrara en la guerra. Así, entre los wobblies acusados, encontramos, por ejemplo, a:
– Frank Little asesinado en agosto de 1917;
– Gurley Flynn y Joseph Ettor excluidos de la organización en 1916, mucho antes de que Estados Unidos participara en la guerra;
– Vincent St John que había dimitido de la organización, abandonó la política y participó en la prospección del desierto de Nuevo México en 1914.
Los abogados de los wobblies durante el proceso defendieron que los acusados no habían tratado de entorpecer el esfuerzo de guerra. Sostuvieron que sólo 3 de los 521 conflictos laborales habidos durante el periodo de guerra los había organizado IWW, el resto eran obra de la AFL. Haywood en su testimonio renegó de la postura defendida por Frank Little, afirmando que se había retirado de la circulación la literatura contra la guerra, como el Deadly Parallel o el folleto sobre el sabotaje, desde el momento en que Estados Unidos entró en la guerra.
En menos de media hora de deliberación los wobblies, pese a su inocencia respecto a las acusaciones que se les imputaba, fueron declarados culpables y la mayoría de los dirigentes que centralizaban IWW enviados, encadenados de pies y manos, a Leavernworth. Así la organización empezó a declinar y a caer bajo el control de los anarcosindicalistas anticentralización, a pesar de su compromiso en las huelgas generales de Winnipeg, en Canadá, y de Seattle o en las importantes luchas de Butte (Montana) o Toledo (Ohio).
La imagen romántica del wobbly, revolucionario aguerrido, incansable trotamundos, viajando clandestinamente en trenes de mercancías, errando de ciudad en ciudad, para hacer propaganda de la One Big Union –un caballero andante proletario con una armadura deslumbrante– aun persiste en la cultura americana. Este modelo de revolucionario, individuo ejemplar que tanto seduce a los anarquistas, carece de interés para el proletariado. La lucha de clases no avanza gracias a individuos heroicos aislados, sino por el esfuerzo colectivo de la clase obrera, una clase explotada y revolucionaria al mismo tiempo, cuya fuerza no reside en individuos brillantes sino en la capacidad de las masas obreras para desarrollar la conciencia, para debatir y todos juntos llevar a cabo una acción común.
Pese a su más que justificada oposición al oportunismo y al cretinismo parlamentario, las inadecuaciones teóricas de IWW características del sindicalismo revolucionario, lo incapacitaron para comprender las tareas políticas del proletariado. IWW vivió en una época muy especial de la historia de la lucha de clases. En un periodo en que el capitalismo, una vez alcanzado su apogeo, se muda en traba al desarrollo de las fuerzas productivas, convirtiéndose en un sistema decadente. El capitalismo deja de ser un sistema históricamente progresivo y las condiciones para su destrucción revolucionaria, y su sustitución por un nuevo modo de producción controlado por la clase obrera mundial, ya estaban maduras. En aquel periodo el proletariado mundial descubre, con la experiencia de 1905 en Rusia, la huelga de masas como la forma de conducir la lucha, y los soviets o consejos obreros como medio de ejercer su dictadura revolucionaria de clase para acometer la transformación de la sociedad. Es un periodo en que el capitalismo decadente ponía a la humanidad ante el dilema histórico de guerra o revolución, no como algo abstracto sino como algo inmediato y práctico. Los acontecimientos y las luchas dieron un impulso formidable al esfuerzo teórico llevado a cabo por el ala izquierda de la socialdemocracia para comprender las fuerzas en conflicto, sacar rápidamente las enseñanzas de la experiencia de la lucha de clases y perfilar las líneas del camino a seguir para ir más lejos. En medio de aquel torbellino de acontecimientos históricos y de elaboración teórica, la visión que tenía IWW sobre la clase obrera y la revolución era prisionera de los estrechos límites del debate sobre los sindicatos de oficio y el unionismo industrial, debates característicos del periodo ascendente del capitalismo que ya no tenían nada que ver con las tareas que tiene que abordar el proletariado en el capitalismo decadente.
El tan aireado internacionalismo de IWW se disuelve como un azucarcillo en la vacilación y el centrismo ante la Primera Guerra imperialista mundial, que pone de relieve la auténtica naturaleza de la clase de quienes se reivindican de la defensa de los principios revolucionarios y del internacionalismo proletario. Como hemos puesto en evidencia, la mayoría de los dirigentes, Haywood incluido, no ven la guerra imperialista mundial y la resistencia a esa carnicería como un momento decisivo de la lucha de clases sino como algo que se interfiere en el trabajo “real” de construir la unión. Resulta irónico que, a pesar de las vacilaciones de IWW en luchar contra la guerra, la clase dominante estadounidense eligiera esa oportunidad para utilizar la retórica revolucionaria del pasado de IWW contra él y lanzar un ataque sin precedentes para decapitarlo para luego convertirlo en un mito de la cultura anarcosindicalista.
La experiencia concreta demuestra que toda organización que se aferra a concepciones teóricas que la historia ha dejado atrás, está condenada a desaparecer o a sobrevivir vegetando como una secta incapaz de comprender la lucha de clases, y mucho menos influir en ella. Hoy día, una secta anarquista sigue llamándose IWW, celebró el año pasado su centenario, pero es totalmente incapaz de contribuir para nada en la lucha revolucionaria. Los mejores militantes de IWW o se perdieron a causa de la represión del Estado al final de la Primera Guerra Mundial o ingresaron, tras ella, en los nuevos partidos comunistas. La Revolución rusa ejerció una potente atracción en los miembros no anarquistas de IWW “atrayendo a militantes como moscas” [17]. Conocidos wobblies evolucionaron hacia el Partido comunista que acababa de ser fundado, como Harrison George, George Mink, Elizabeth Gurley Flynn, John Reed, Harold Harvey, George Hardy, Charles Asleigh, Ray Brown et Earl Browder, alguno de los cuales pronto se volverían estalinistas. Big Hill Haywood también evolucionó hacia el comunismo, aunque siguió en IWW hasta que se exilió en 1922 en Rusia.
“Big Hill Haywood dijo a Ralph Chaplin ‘la Revolución rusa es el mayor acontecimiento de nuestra vida. Representa todo lo que hemos soñado y todo por lo que nos hemos peleado en nuestra vida. Es la obra de la libertad y de la democracia industrial’”.
Sin embargo, a Haywood le desilusionó la revolución rusa, en gran parte porque la revolución no tomó la forma unionista. Pero en un comentario hecho a Max Eastman, Haywood resume de forma sucinta el fracaso del sindicalismo revolucionario de IWW del que, en gran parte, había sido el arquitecto:
“IWW ha intentado coger el mundo entero en sus manos pero una parte del mundo ha ido más lejos que él” [18].
Es cierto que los sindicalistas revolucionarios actuaban de buena fe y estaban realmente entregados a la causa de la clase obrera, pero su respuesta al oportunismo, al reformismo y al cretinismo parlamentario erró totalmente su objetivo. Su unionismo industrial y su sindicalismo revolucionario ya no se correspondían con el periodo histórico. El mundo “había ido más lejos que ellos” y los había dejado atrás.
Su incapacidad para comprender qué quiere decir política para la clase obrera, y para cumplir un papel como organización que era, o sea, fundamentalmente, el de un partido político, llevó a IWW a fracasar ante la guerra imperialista. Su total incapacidad para comprender lo que la guerra significaba en el desarrollo histórico del capitalismo condujo a sus dirigentes a confiar en la democracia burguesa y en una “ley justa” durante el Gran proceso contra IWW. El resultado, por no haberlo entendido y no haber preparado la clandestinidad para continuar la lucha, fue literalmente la destrucción de IWW, sus finanzas casi arrasadas por completo, sus dirigentes encarcelados o exiliados. Por eso fueron incapaces de desempeñar su papel para que el proletariado norteamericano pusiera todo su peso en la balanza en apoyo de la Revolución rusa.
J.Grevin
[1]) Para mas detalles sobre esta y otras organizaciones, así como sobre las personalidades citadas en este artículo, ver la primera parte publicada en la Revista internacional nº 124.
[2]) Miners Magazine, VI (23 febrero 1905), citado en Dubosky.Melvyn, We shall be all : a history of the Industrial Workers of the World, Urbana and Chicago, II, University of Illinois Press, 2nd edition, 1988, p. 83.
[3]) Dubosky, p. 83-85.
[4]) The IWW and the political parties, de Vincent St John, fecha desconocida, transcrito por J.D. Crutchfield. (véase www/workerseducation.org/crutch/pamphlets/political.html).
[5]) “Wobblies” es el término popular para designar a los militantes de IWW. Ver la nota nº 6 de la primera parte de este artículo (Revista internacional nº 124).
[6]) Ver el artículo anterior en la Revista internacional nº 124.
[7]) Revista internacional no 118, “Historia del movimiento obrero: lo que distingue al movimiento sindicalista revolucionario”.
[8]) Joseph Ettor, Industrial Unionism: The Road to freedom, 1913.
[9]) Dubosky, p. 147.
[10]) Walker C. Smith, Sabotage: Its History, Philosophy and Function, 1913.
[11]) Ibid. Los “soap box orators” era el nombre dado a los “oradores sobre cajas de jabón”, según la expresión popular, porque los militantes obreros tenían por costumbre tomar la palabra en la calle subiéndose en esas cajas.
[12]) Proceedings of the Tenth Annual Convention of the IWW (Actas de la Xª Convención anual de IWW) Chicago, 1916.
[13]) Patrick Renshaw, The Wobblies, Garden City: Doublday, 1967, citando notas, actas y otros documentos de IWW en el Tribunal de apelación de Estados Unidos, 7º distrito, octubre 1917.
[14]) Solidarity, febrero de 1917, citado por Dubosky.
[15]) “Haywood a Little”, 6 de mayo de 1917, citado por Renshaw.
[16]) Renshaw citando declaraciones e interrogatorio de Haywood en US versus William D. Haywood.
[17]) James P. Cannon, The IWW: The Great Infatuation, NY, Pioneer Press, 1955.
[18]) Colin, Bread and Roses too, citando a Ralph Chaplin, Wobbly: the Rough and Tumble Story of an American Radical, Chicago, University of Chicago, 1948
Durante el período reciente, los hechos más señalados de la actualidad mundial han ilustrado lo que hoy está históricamente en juego para la humanidad. Por un lado, el sistema capitalista que domina el mundo ha dado pruebas suplementarias del siniestro y criminal atolladero al que condena a la sociedad entera. Por otro lado, asistimos a la confirmación del desarrollo de las luchas y de la conciencia del proletariado, única fuerza en la sociedad capaz de darle un futuro.
La alternativa proletaria no es todavía perceptible para el conjunto de la clase obrera, ni siquiera para los sectores que han entrado en lucha recientemente. En una sociedad en la que “las ideas dominantes son las de la clase dominante” (Marx), solo unas pequeñas minorías comunistas pueden, por ahora, ser conscientes de lo que de verdad está en juego en la situación actual de la sociedad humana. Es por eso por lo que incumbe a los revolucionarios hacer resaltar esos retos, denunciando, en particular, todos los intentos de la clase dominante por ocultarlos.
Lejos queda el tiempo en que el dirigente principal del mundo, el presidente de EEUU, George Bush padre, anunciaba, con el fin de la “guerra fría” y después de la guerra del Golfo de 1991, la apertura de un “período de paz y prosperidad”. Cada día que ha pasado lo único que nos ha traído es una nueva atrocidad guerrera. África sigue siendo el ruedo de conflictos sangrientos y de gran mortandad, no solo a causa de las armas sino también por epidemias y las hambrunas que provocan. Cuando parece que una guerra se termina en un lado, vuelve a empezar en otro con más brutalidad todavía, como hemos podido ver últimamente en Somalia donde los “tribunales islámicos” han llevado a cabo una ofensiva contra los “señores de la guerra” (Alianza por las restauración de la paz y contra el terrorismo – ARPCT) aliados de Estados Unidos. La intervención de este país a principios de los años 90 se remató con un punzante revés en 1993 y lo único para lo que sirvió fue para desestabilizar todavía más la situación, e incluso si hoy los “tribunales islámicos” parecen dispuestos a colaborar con la potencia estadounidense, está claro que en Somalia, como en muchos otros países el retorno de la paz será de corta duración. Y la voluntad de la Administración norteamericana de hacer de “la lucha contra el terrorismo uno de los pilares de la política de Estados Unidos para el Cuerno de África” (declaración de la subsecretaria de Estado para asuntos africanos, el 29 de junio) no será, desde luego, la garantía de una posible estabilización futura de la situación en el Cuerno de África.
Una buena proporción de las guerras de hoy se justifican precisamente, si no son su origen, por esa pretendida “lucha contra el terrorismo”. Es el caso de dos de los conflictos más importantes que hoy afectan a Oriente Medio: la guerra en Irak y la guerra entre Israel y las camarillas armadas de Palestina.
En Irak, ya son decenas de miles los muertos con que la población ha pagado el “fin de la guerra” proclamado el Primero de mayo de 2003 por Georges W. Bush desde el portaviones Abraham Lincoln. Y ya son más de 2500 los jóvenes soldados americanos muertos en Irak desde que su gobierno les ha encargado de “asegurar la paz”. Todos los días sin excepción, las calles de Bagdad y otras ciudades iraquíes son el escenario de matanzas a mansalva. Y esa violencia no va dirigida especialmente contra las tropas de ocupación, sino sobre todo contra la gente de a pie para la cual el haber alcanzado la “democracia” es sinónimo de un terror permanente y de una miseria que no tienen nada que envidiar a las sufridas bajo Sadam Husein. La invasión de Irak se hizo, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, en nombre de la lucha contra dos amenazas:
– la del terrorismo de Al Qaeda, a quien pretendidamente habría estado vinculado el régimen de Sadam Husein;
– la de las “armas de destrucción masiva” de que dispondría el dictador iraquí.
En lo que a armas de “destrucción masiva” se refiere, ha quedado establecido que las únicas actualmente en Irak son las que allí han llevado las fuerzas de la “coalición” dirigida por Estados Unidos. En cuanto a la lucha contra el terrorismo, nueva cruzada oficial de la primera potencia mundial, puede comprobarse su ineficacia total, peor todavía, la presencia de tropas de EEUU son, sin lugar a dudas, el mejor acicate para suscitar vocaciones de kamikaze entre jóvenes completamente desesperados y fanatizados por los sermones islamistas. Y eso no es solo verdad en ese país, sino por todas las partes del mundo, incluidos los países más desarrollados: nadie puede desmentir que, un año justo después de los atentados del Metro de Londres, la existencia y desarrollo, en el seno de las metrópolis del capitalismo, de grupos terroristas que se reivindican de la “guerra santa” ([1]).
El otro gran conflicto de Oriente Próximo, el conflicto palestino, no cesa de hundirse más y más en el pozo sin fondo de la guerra, desmintiendo todas las esperanzas de “paz” que celebraron los sectores dominantes de la burguesía mundial tras los acuerdos de Oslo en 1992. Por un lado, un aparato de Estado fantasma, la Autoridad palestina, que expone sus divisiones abiertamente y en la calle con ajustes de cuentas cotidianos entre las diferentes camarillas armadas (sobre todo las de Hamás y de Al Fatah), que por eso es incapaz de hacer reinar el orden frente a los pequeños grupos que han decidido proseguir las acciones terroristas, mostrando así su incapacidad de ofrecer la menor perspectiva a una población abrumada por la miseria, el desempleo y el terror. Por el otro lado, un Estado armado hasta los dientes, Israel, cuya política consiste esencialmente, como puede hoy comprobarse, en desplegar y dar rienda suelta a su poderío militar frente a las acciones terroristas, una potencia militar cuyas víctimas no son tanto los grupos que originan esas acciones, sino la población civil, lo cual no hace sino alimentar nuevas vocaciones para la yihad, o “guerra santa”, y más voluntarios para los atentados kamikaze. De hecho, el estado de Israel practica a su pequeña escala una política parecida a la de su gran hermano americano, una política que no sólo es incapaz de restablecer la paz, sino que echa más leña al fuego ([2]). Desde que se desmoronaron el bloque del Este y la URSS, a finales de los años 80, derrumbe cuya inevitable consecuencia fue la desaparición del bloque occidental, Estados Unidos se otorgó el papel de supergendarme del mundo, encargado de hacer reinar “el orden y la paz”. Era el objetivo declarado por George Bush senior, en su guerra contra Irak de 1991 y que nosotros analizábamos así en vísperas de dicha guerra:
“Lo que hoy demuestra la guerra del Golfo es que, frente a la tendencia al caos generalizado propia de la fase de descomposición, y a la que el hundimiento del bloque del Este ha dado un considerable acelerón, no le queda otra salida al capitalismo, en su intento por mantener en su sitio a las diferentes partes de un cuerpo con tendencia a desmembrarse, que la de imponer la mano de hierro de la fuerza de las armas. Y los medios mismos que está utilizando para contener un caos cada vez más sangriento son un factor de agravación considerable de la barbarie guerrera en la que se ha hundido el capitalismo”.
“En el nuevo período histórico en que hemos entrado, y los acontecimientos del Golfo lo vienen a confirmar, el mundo aparece como una inmensa timba en la que cada quien va a jugar por su cuenta y para sí, en la que las alianzas entre Estados no tendrán ni mucho menos, el carácter de estabilidad de los bloques, sino que estarán dictadas por las necesidades del momento. Un mundo de desorden asesino, de caos sanguinario en el que el gendarme americano intentará hacer reinar un mínimo de orden con el empleo cada vez más masivo y brutal de su potencial militar”.
Sin embargo, hay mucha distancia entre los discursos de los dirigentes de este mundo (por muy sinceros que a veces parezcan) y la realidad de un sistema que se niega obstinadamente a doblegarse a su voluntad:
“En el período actual, en el cual, mucho más que en las décadas pasadas, la barbarie guerrera (mal que les pese a los señores Bush, Mitterrand y compañía y sus profecías sobre el “nuevo orden de paz”) será un dato permanente y omnipresente de la situación mundial, que implicará de manera creciente a los países desarrollados” (“Militarismo y descomposición”, Revista internacional n° 64, 1er trimestre de 1991)
Desde hace 15 años, la situación mundial no hace más que confirmar de manera trágica aquella previsión de los revolucionarios. Los enfrentamientos bélicos no han cesado de agobiar a la población de muchas partes del mundo, la inestabilidad y las tensiones en las relaciones entre los países no han conocido ni un respiro y hoy tienden a agravarse más todavía, especialmente con las ambiciones de Estados como Irán y Corea del Norte que quieren seguir el camino de otros países de la región, como India y Pakistán, y dotarse del arma atómica, equipándose de misiles capaces de lanzar esas armas contra un enemigo lejano. El lanzamiento de varios misiles “Taepodong” el 4 de julio por Corea del Norte, y la impotencia de la llamada “comunidad internacional” para reaccionar ante lo que aparece como una auténtica provocación, subrayan la inestabilidad creciente en la situación mundial. Corea del Norte no es, claro está, una amenaza real para la potencia de EE.UU, por mucho que sus misiles pudieran alcanzar las costas de Alaska. Pero sus provocaciones dan una idea de la incapacidad del gendarme norteamericano, empantanado en el barrizal iraquí, para hacer reinar su “orden”.
Los planes militares de Corea del Norte aparecen como un absurdo total, consecuencia para algunos de la “enfermedad mental” de su jefe supremo, Kim Jong-il, que condena a la población a la hambruna y dilapida los escasos recursos del país en programas militares absurdos y, en fin de cuentas, suicidas. En realidad, la política llevada por Corea del Norte no es sino la caricatura de la realizada por todos los Estados del mundo, empezando por el más poderoso de ellos, el Estado norteamericano cuya aventura iraquí también ha sido atribuida a la estupidez de George W. Bush junior, ese otro “hijo de su padre” como Kim Jong-il. En realidad, por muy locos, paranoicos o megalómanos que sean algunos dirigentes (cierto en el caso de Hitler, de Bokassa “emperador” de África Central, y tantos otros, no parece, sin embargo, que ese sea el caso de George W., aunque tampoco sea una lumbrera), la política “de locura” que tienen que llevar a cabo no es sino la expresión de las convulsiones de un sistema que sí que se ha vuelto “loco”, debido a las propias convulsiones que sacuden sus bases económicas.
Éste es el mundo, el futuro que nos ofrece la burguesía: inseguridad, guerra, hambres y, de guinda, la promesa de una degradación irreversible del medio ambiente cuyas consecuencias empiezan ya a manifestarse con unos desajustes climáticos cuyas consecuencias futuras serán sin duda mucho más catastróficas que las de hoy (tempestades, huracanes, inundaciones mortíferas, etc.). Y una de las cosas más indignantes es que todos los sectores de la clase dominante tienen la cara de presentarnos las atropellos y los crímenes de los que son responsables como si fueran acciones inspiradas por la voluntad de llevar a la práctica unos grandes principios humanos: la prosperidad, la libertad, la seguridad, la solidaridad, la lucha contra la opresión…
En nombre de la “prosperidad y del bienestar” la economía capitalista, cuyo único motor es la búsqueda de beneficios, hunde a miles de millones de seres humanos en la miseria, el desempleo y el desaliento, a la vez que va destruyendo sistemáticamente el entorno. En nombre de la “libertad” y de la “seguridad” realiza sus operaciones militares tanto la potencia estadounidense como las demás. En nombre de la “solidaridad entre naciones civilizadas” o de la “solidaridad nacional” ante la amenaza terrorista o de otro tipo, se van tejiendo los taparrabos ideológicos de esas operaciones. En nombre de la lucha de los oprimidos contra el “Satán americano” y sus cómplices, las pandillas terroristas realizan sus acciones contra civiles perfectamente inocentes de preferencia.
No será la clase dominante ni sus clónicos terroristas de quienes se podrá esperar que defiendan esos valores, sino de la clase explotada por definición, el proletariado.
En medio de la cruenta barbarie que caracteriza el mundo actual, la única esperanza para la humanidad es la reanudación de los combates de la clase obrera a escala mundial habidos sobre todo desde hace un año. La crisis económica se extiende a nivel mundial, no evita ningún país, ninguna región del mundo; por eso, la lucha del proletariado contra el capitalismo tiende también a desarrollarse a escala universal, llevando en sus entrañas la perspectiva futura de la destrucción del capitalismo. El carácter simultáneo de los combates de clase de estos últimos meses tanto en los estados más industrializados como el los países del “Tercer mundo” son significativos de la reanudación actual de la lucha de clases: tras las huelgas que paralizaron el aeropuerto de Heathrow en Londres y los transportes de Nueva York en 2005, fueron los trabajadores de Seat en Barcelona, luego los estudiantes en Francia que llevaron a cabo una lucha masiva en la primavera pasada. Los metalúrgicos de Vigo, en España, les siguieron los pasos. Al mismo tiempo, en los Emiratos Árabes Unidos, en Dubai, una oleada de luchas estalló entre los obreros inmigrados que trabajan en la construcción. Ante la represión, los trabajadores del aeropuerto de Dubai se pusieron espontáneamente en huelga de solidaridad con los trabajadores de la construcción. En Bengladesh, han sido cerca de dos millones de obreros textiles de la región de Dhaka que iniciaron una serie de huelgas salvajes masivas a finales de mayo y principios de junio para protestar contra unos sueldos miserables y las condiciones de vida insoportables que les impone el capitalismo ([3]). Por todas partes, tanto en los países más desarrollados como Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y, anteriormente, Alemania o Suecia, o en los menos desarrollados como Bengladesh, la clase obrera está levantando la cabeza, desarrollando sus luchas. La enorme combatividad que ha caracterizado las recientes luchas revela que, por todas partes, la clase explotada se niega hoy a someterse a lo inaceptable y a la lógica inhumana de la explotación capitalista.
Frente a esa práctica propia de todas las camarillas burguesas de “cada uno a la suya” y de “guerra de todos contra todos” que invade el mundo, la clase obrera empieza a oponer su propia perspectiva: la de la unidad y la solidaridad contra los ataques incesantes del capitalismo. Es la solidaridad la que ha marcado todas las luchas obreras desde hace un año y eso es un avance considerable en al conciencia de clase del proletariado. Ante el atolladero del capitalismo, al desempleo, los despidos y el “no future” que este sistema ofrece a los obreros y, en especial, a las nuevas generaciones, la clase explotada está tomando conciencia de que su única fuerza está en su capacidad para oponer un frente masivo para afrontar el Moloch capitalista.
Son dos mundos los que se enfrentan: el mundo de la burguesía y el mundo obrero. Aquélla, tras haber encarnado frente al feudalismo, el progreso de la humanidad, se ha vuelto hoy la defensora de toda la barbarie, la bestialidad, la desesperación que abruman a la especie humana. En cambio, aunque no tenga plena conciencia de ello todavía, la clase obrera representa el futuro, un futuro definitivamente librado de la miseria y de la guerra. Un futuro en el que uno de los principios más valiosos de la especie humana, la solidaridad, volverá a ser la regla universal. Una solidaridad que las luchas obreras recientes han demostrado que no estaba enterrada definitivamente en una sociedad a la deriva, sino que lleva en sí el futuro de la lucha.
Fabienne (8/07/2006)
[1]) Eso no excluye, ni mucho menos, que los gobiernos de los países “democráticos” se dediquen, en algunas circunstancias, a desarrollar o favorecer la actividad de ese tipo de grupos para así justificar sus operaciones bélicas o el reforzamiento de la represión. El ejemplo más evidente de esa política es la llevada a cabo por el Estado norteamericano antes y después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 que solo los ilusos pueden creer que no fueron deliberadamente previstos, alentados e incluso organizados en parte por los órganos especializados de dicha Administración (leer al respecto: “Pearl Harbor 1941, “Torres Gemelas” 2001: El maquiavelismo de la burguesía” en la Revista internacional n° 108).
[2]) Esos son los temores que se están expresando ya en algunos sectores de la burguesía israelí frente a la ofensiva del ejército en la franja de Gaza justificada por la búsqueda de un soldado israelí capturado por un grupo terrorista.
[3]) Ver nuestro artículo “Dubai, Bangla Desh: la clase obrera se rebela contra la explotación capitalista” en Acción proletaria nº 190, julio-septiembre de 2006 (ver sitio Internet para otros idiomas).
Hace 70 años, en mayo de 1936, estallaba en Francia una inmensa oleada de huelgas obreras espontáneas contra la agravación de la explotación provocada por la crisis económica y el desarrollo de la economía de guerra. En julio de ese mismo año, en España, frente al alzamiento militar de Franco, la clase obrera se puso inmediatamente en huelga general, tomando las armas para replicar al ataque. Muchos revolucionarios, incluidos los más conocidos como Trotski, creyeron percibir en aquellos acontecimientos el inicio de una nueva oleada revolucionaria internacional. En realidad, debido a un análisis superficial de las fuerzas en presencia, acabaron equivocándose a causa de la adhesión entusiasta y la “radicalidad” de algunos discursos. Basándose en un análisis lúcido de la relación de fuerzas internacional, la Izquierda comunista de Italia (en su revista Bilan) comprendió que los frentes populares no eran, ni mucho menos, la expresión de un desarrollo revolucionario, sino todo lo contrario: expresaban el encierro cada vez mayor del la clase obrera en la ideología nacionalista, democrática y el abandono de la lucha de clases contra las consecuencias de la crisis histórica del capitalismo: «El Frente popular es al fin y al cabo el proceso real de disolución de la conciencia de clase de los proletarios, el arma destinada a mantener, en todas las circunstancias de su vida social y política, a los obreros en el terreno de la sociedad burguesa” (Bilan n° 31, mayo-junio de 1936). Rápidamente, tanto en Francia como en España, el aparato político de la izquierda “socialista” y “comunista” sabrá ponerse en cabeza de los movimientos y, tras encerrar a los obreros en la falsa alternativa fascismo/antifascismo, logrará sabotearlos desde dentro, orientarlos hacia la defensa del Estado democrático y, finalmente, alistar a la clase obrera para la segunda carnicería interimperialista mundial.
Hoy, en un contexto de lenta reanudación de la lucha de clases y de brote de nuevas generaciones en búsqueda de alternativas radicales frente a la quiebra cada día más patente del capitalismo, los círculos altermundistas, como ATTAC, denuncian el liberalismo salvaje y la “dictadura del mercado”, que quita el poder político de manos del Estado y, por lo tanto, de los ciudadanos y llama a “la defensa de la democracia contra las imposiciones financieras”. Ese “otro mundo” propuesto por los altermundistas recuerda políticas que se aplicaron durante los años 1930 o 1950 a 70, cuando el Estado ocupaba un lugar mucho más importante como actor económico directo que, según ellos, hoy habría perdido. Es evidente que, según ese enfoque, la política de los gobiernos de Frente Popular, con sus programas de control por el Estado de la economía, de “unidad contra los capitalistas y la amenaza fascista”, mediante la puesta en marcha de una “revolución social”, debe ser utilizada para demostrar la afirmación de que “otro mundo”, otra política es posible en el seno del capitalismo.
Por eso es más que nunca indispensable evocar, con ocasión de este 70 aniversario, el contexto de 1936:
– para recordar las lecciones trágicas de aquellas experiencias, en especial la trampa fatal que para la clase obrera constituye el abandonar el terreno de la defensa intransigente sus intereses específicos para someterse a las necesidades de la lucha de un campo burgués contra otro;
– para denunciar esa patraña propalada por la “izquierda” de que habría sido durante esos acontecimientos la encarnación de los intereses de la clase obrera, y demostrar que, al contrario, fue su enterrador.
Los años 1930 – marcados por la derrota de la oleada revolucionaria de los años 1917-23 y el triunfo de la contrarrevolución – se diferencian radicalmente del período histórico actual que se distingue por al progreso de las luchas y el lento desarrollo de la conciencia. Sin embargo, las nuevas generaciones de proletarios que intentan deshacerse de las ideologías contrarrevolucionarias, siguen teniendo que enfrentarse a esa misma “izquierda”, a sus trampas y sus manipulaciones ideológicas, por mucho que se haya puesto los vestidos nuevos del altermundismo. Y no podrán quitársela de encima si no se adueñan de las lecciones, tan duramente pagadas, de la experiencia pasada del proletariado.
Los frentes populares pretendían “unificar las fuerzas populares frente a la arrogancia de los capitalistas y el ascenso del fascismo”, pero ¿lograron de verdad instaurar una dinámica de reforzamiento de la lucha contra la explotación capitalista? ¿Fueron una etapa en el camino de la revolución? Para contestar, el planteamiento marxista no puede basarse únicamente en el radicalismo de los discursos y la violencia de los choques sociales que sacudieron a varios países de Europa occidental en aquel entonces, sino en un análisis de la relación de fuerzas entre las clases a escala internacional y de toda una época histórica. ¿En qué contexto general de fuerza y debilidad del proletariado y de su enemiga mortal, la burguesía, surgen los acontecimientos de 1936?
Producto de la derrota histórica del proletariado
Tras la pujante oleada revolucionaria que obligó a la burguesía a poner fin a la guerra, que llevó a la clase obrera a tomar el poder en Rusia, a hacer temblar el poder burgués en Alemania y al conjunto de la Europa central, el proletariado iba a sufrir toda una serie de derrotas sangrientas durante los años 1920. El aplastamiento del proletariado en Alemania en 1919 y luego en 1923 por lo socialdemócratas del SPD y sus “perros sangrientos”, dejó el camino despejado a la llegada de Hitler al poder. El trágico aislamiento de la revolución en Rusia fue la sentencia de muerte de la Internacional comunista, dejando cancha libre al triunfo de la contrarrevolución estalinista que aniquiló toda la vieja guardia de los bolcheviques y las fuerzas vivas del proletariado. Y, al fin, en 1927 fueron despiadadamente ahogados en China los últimos sobresaltos proletarios. El curso de la historia se había invertido. La burguesía había obtenido victorias decisivas sobre el proletariado internacional y el curso hacia la revolución mundial dejó el sitio a una marcha inexorable hacia la guerra mundial, lo cual acarreó el peor de los retornos de la barbarie capitalista.
Aquellas derrotas aplastantes de los batallones de vanguardia del proletariado mundial no excluyeron, sin embargo, sobresaltos de combatividad de la clase, a menudo importantes, especialmente en los países donde no había sufrido un aplastamiento físico o ideológico directo en los enfrentamientos revolucionarios del período 1917-1927. Por ejemplo, en lo más álgido de la crisis económica de los años 1930, en julio de 1932, estalla en Bélgica una huelga salvaje en las minas que alcanzó inmediatamente una dimensión insurreccional. A partir de un movimiento contra las reducciones de salario en las minas de la comarca del Borinage, el despido de los huelguistas provocó una extensión de la lucha por toda la comarca y enfrentamientos violentos con la gendarmería. En España, ya entre 1931 y 1934, la clase obrera española se lanza a cantidad de movimientos de lucha que serán reprimidos sin piedad. En octubre de 1934, todas las comarcas mineras de Asturias y el cinturón industrial de Oviedo y de Gijón inician una insurrección suicida que será aplastada por el gobierno republicano y su ejército al mando del general Franco y que terminará en una represión brutal. En fin, en Francia, aunque la clase obrera está profundamente agotada por la política “izquierdista” del PC (cuya propaganda pretende, hasta 1934, que la revolución seguía siendo algo inminente y que había que instalar “soviets por todas partes”), sigue dando prueba de cierta combatividad. Durante el verano de 1935, ante unos decretos-ley que imponen importantes reducciones salariales a los trabajadores del Estado, se producen grandes manifestaciones y enfrentamientos violentos con la policía en los arsenales de Tolón, Tarbes, Lorient y Brest. En esta ciudad, después de que un obrero fuera mortalmente golpeado a culatazos por los militares, los trabajadores exasperados desencadenan violentas manifestaciones y revueltas entre el 5 y el 10 de agosto de 1935, con 3 muertos y cientos de heridos y muchos obreros encarcelados ([1]).
Esas manifestaciones de una persistente combatividad, a menudo marcadas por la cólera, la desesperanza y el desconcierto político, fueron, en realidad, “sobresaltos desesperados” que en absoluto desmentían una situación internacional de derrota y disgregación de las fuerzas obreras, como lo recuerda la revista Bilan respecto a España:
“Si el criterio internacionalista quiere decir algo, hay que afirmar que, bajo el signo de una contrarrevolución en auge a escala mundial, la orientación de España, entre 1931 y 1936, lo único que podía seguir era una dirección paralela [al curso contrarrevolucionario de los acontecimientos, ndlt] y no una inversión hacia un desarrollo revolucionario. La revolución no puede alcanzar su pleno desarrollo si no es como resultado de una situación revolucionaria a escala internacional” (Bilan n° 35, enero de 1937).
Sin embargo, para encuadrar a los obreros de los países en que no habían sufrido el aplastamiento de los movimientos revolucionarios, las burguesías nacionales tuvieron que usar una mistificación particular. Allí donde el proletariado había sido aplastado tras un enfrentamiento directo entre las clases, el alistamiento belicista tras el fascismo o el nazismo, o, en el caso del estalinismo, tras la ideología específica de la “defensa de la patria socialista”, un alistamiento obtenido sobre todo mediante el terror, aparecía con formas particulares del desarrollo de la contrarrevolución. A esos regímenes políticos particulares, va a corresponder, en los países que siguieron siendo “democráticos”, el mismo alistamiento guerrero llevado a cabo tras los estandartes del antifascismo. Para lograrlo, las burguesías francesa y española (y también otras como la belga, por ejemplo) usaron la llegada de la izquierda al gobierno para movilizar a la clase obrera tras el antifascismo en defensa del Estado “democrático” e instaurar la economía de guerra.
El posicionamiento de la izquierda respecto a los combates proletarios mencionados muestra ya de manera muy explícita que las posiciones propias del Frente Popular no se desarrollan para reforzar la dinámica de las luchas obreras. Esto es patente también en Bélgica. Cuando las huelgas insurreccionales de 1932 en ese país, el Partido Obrero Belga y su comisión sindical se negaron a apoyar el movimiento, lo cual va a orientar la cólera de los trabajadores también contra la socialdemocracia: la Casa del Pueblo de Charleroi será tomada por asalto por los insurrectos a la vez que los obreros rompen y queman sus carnés de miembros del POB y de sus sindicatos. Para canalizar la rabia y la desesperanza obreras, el POB propondrá desde finales de 1933 el famoso “Plan del Trabajo”, alternativa “popular” a la crisis del capitalismo.
España es también un testimonio muy ilustrador de lo que el proletariado puede esperar de un gobierno “republicano” y de “izquierdas”. Desde los primeros meses de su existencia, la República española demostrará que en lo que a aplastamiento de obreros se refiere, poco tiene que envidiar a los regímenes fascistas: muchas luchas de los años 1930 serán aplastadas por gobiernos republicanos en los que también está, hasta 1933, el PSOE. La insurrección suicida de Asturias de octubre de 1934, estimulada por un discurso “revolucionario” de un PSOE en la oposición en ese momento, quedará totalmente aislada gracias a ese mismo PSOE y su sindicato, la UGT, que impidieron toda extensión del movimiento. Desde ese momento, Bilan plantea en términos muy claros qué significan los regímenes democráticos de “izquierda”:
“En efecto, desde su fundación en abril de 1931 y hasta diciembre de ese año, el “paso a la izquierda” de la República Española, la formación del gobierno Azaña-Largo Caballero-Lerroux, su amputación del ala derecha representada por Lerroux, no significa ni mucho menos que hayan sido condiciones favorables para el avance de las posiciones de clase del proletariado o para la formación de organismos capaces de dirigir su lucha revolucionaria. No se trata aquí, claro está, de ver qué ha hecho o ha dejado de hacer el gobierno republicano y radical-socialista por la… revolución comunista, sino que se trata de saber si sí o no, esa conversión a la izquierda o a la extrema izquierda del capitalismo, ese unánime concierto que iba de los socialistas hasta los sindicalistas en defensa de la República, ¿ha creado las condiciones para el desarrollo de las conquistas obreras y de la marcha revolucionaria del proletariado? ¿O no será que esa conversión a la izquierda ha sido dictada por la necesidad, para el capitalismo, de emborrachar a unos obreros empapados de una profunda voluntad revolucionaria para que no se orienten hacia la lucha revolucionaria?” (Bilan n° 12, noviembre de 1934).
Y es muy significativo que, en Francia, los enfrentamientos violentos de Brest y Tolón del verano de 1935 estallaran precisamente cuando se forma el Frente Popular. Se desarrollaron espontáneamente, en contra de las consignas de los líderes políticos y sindicales de la “izquierda”, y éstos no vacilarán en tratar a los rebeldes de “provocadores”, recriminándoles que alteraban “el orden republicano”:
“ni el Frente popular, ni los comunistas, que están en primera fila, rompen escaparates, saquean cafés, ni desgarran banderas tricolores” (editorial de l’Humanité, diario del PC francés, 07/08/35).
Desde el principio, pues, como ponía de relieve Bilan respecto a España desde 1933, las políticas de los Frentes populares no se sitúan en absoluto en una dinámica de reforzamiento de los combates proletarios, sino que se desarrollan en contra de ellos, y eso cuando no se enfrentan a los movimientos obreros en un terreno de clase para ahogar aquellos últimos sobresaltos de resistencia contra la “disolución total del proletariado en el capitalismo” (Bilan nº 22, agosto-septiembre de 1935) :
“En Francia, el Frente popular, fiel a la tradición de los traidores, sin la menor duda ha de llamar a asesinar a quienes no se dobleguen ante el “desarme de los franceses” y quienes, como en Brest y Tolón, desencadenen huelgas reivindicativas, batallas de clase contra el capitalismo y fuera del control de los pilares del Frente popular” (Bilan n° 26, diciembre-enero de 1936).
El antifascismo ata a los trabajadores al carro de la defensa del Estado burgués
¿No unieron, sin embargo, los Frentes populares “a las fuerzas populares frente al auge del fascismo”? Ante la llegada al poder de Hitler en Alemania, a principios de 1933, la izquierda va a explotar el empuje de las fracciones de extrema derecha o fascistoides en los diferentes países “democráticos” para plantear la necesidad de la defensa de la democracia mediante un amplio frente antifascista.
Esa estrategia será puesta a punto desde principios de 1934 por primera vez en Francia y su punto de partida es una enorme manipulación. El pretexto lo dio la violenta manifestación de protesta y descontento del 6 de febrero de 1934 contra los efectos de la crisis y de la corrupción de los gobiernos de la IIIª República, manifestación en la que se mezclaban grupos de extrema derecha (Croix de Feu, Camelots du Roi) pero también militantes del PC. Pero unos días más tarde se asiste a un brusco cambio de rumbo por parte del PC, debido al cambio de estrategia de Stalin y de la Komintern. Estos preconizaban ahora sustituir la táctica de “clase contra clase” por una política de acercamiento a los partidos socialistas. El 6 de febrero fue desde entonces presentado como una “ofensiva fascista” y una “intentona de golpe de Estado” en Francia.
La revuelta del 6 de febrero de 1934 va a permitir a la izquierda sacar a relucir un posible peligro fascista en Francia y así lanzar una amplia campaña de movilización de los trabajadores en nombre del antifascismo por la defensa de la “democracia”. La huelga general lanzada conjuntamente por el PCF y la SFIO ([2]) el 12 de febrero sirvió para encumbrar al antifascismo mediante la consigna: “¡Unidad! ¡Unidad contra el fascismo!” El PCF asimila rápidamente la nueva orientación; el único punto al orden del día de la conferencia nacional de Ivry de junio de 1934 es “La organización del Frente único de lucha antifascista” ([3]), lo que conduce rápidamente a la firma de un pacto de unidad de acción entre el PC y la SFIO el 27 de julio de 1934.
Una vez identificado el fascismo como “enemigo principal”, el antifascismo va a ser desde entonces el tema que permitirá agrupar a todas las fuerzas de la burguesía “amantes de libertad” tras las banderas del Frente popular y, por lo tanto, atar los intereses del proletariado a los del capital nacional formando esa “alianza de la clase obrera con los trabajadores de las clases medias” para evitar a Francia “la vergüenza y las desgracias de la dictadura fascista”, como declara Thorez. En continuidad con eso, el PCF desarrolla el tema de las “200 familias y sus mercenarios que saquean a Francia y hacen rebajas con el interés nacional”. Todo el mundo, excepto esos “capitalistas” sufre la crisis y es solidario de modo que se disuelve a la clase obrera y sus intereses de clase en el pueblo y la nación contra “un manojo de parásitos”: “Unión de la Francia que sufre, que trabaja y acabará deshaciéndose de los parásitos que la carcomen” (Comité central del PCF, 02/11/1934)
Por otro lado, el fascismo es denunciado, de manera histérica y cotidiana, como el único promotor de guerras. El Frente popular moviliza así a la clase obrera en la defensa de la patria contra el invasor fascista, identificando al pueblo alemán con el nazismo. Las consignas del PCF exhortan a “comprar francés” y glorifican la reconciliación nacional (“Nosotros, comunistas, que hemos reconciliado la bandera tricolor de nuestros padres con la bandera roja de nuestras esperanzas” (M. Thorez, Radio París, 17/04/1936). La izquierda ata así a los proletarios al carro del Estado mediante el nacionalismo más ultra, el patrioterismo más cerril y la xenofobia.
Aquellas campañas intensivas alcanzan su apoteosis en la celebración unitaria del 14 de julio de 1935 bajo la consigna de la defensa “de las libertades democráticas conquistadas por el pueblo de Francia”. El llamamiento del comité de organización hace el juramento siguiente:
“Juramos permanecer unidos para defender la democracia (…), para poner nuestras libertades lejos del alcance del fascismo”.
Las manifestaciones se concluyen con la constitución pública del Frente popular el 14 de julio de 1935, haciendo cantar “la Marsellesa” a los obreros bajo los retratos paralelos de Marx y de Robespierre, haciéndoles gritar “¡Viva la República Francesa de los Soviets!” Así, gracias al desarrollo de la campaña electoral por el “Frente popular de la paz y del trabajo”, los partidos de “izquierda” desvían los combates del terreno de clase al electoral de la democracia burguesa, anegan al proletariado en la masa informe del “pueblo de Francia” y lo alistan para la defensa de los intereses nacionales.
“Fue ésa una consecuencia de las nuevas posiciones del 14 de julio, lógico término de la política llamada antifascista. La República ya no era el capitalismo, sino el régimen de la libertad, de la democracia, que son, como ya se sabe, la plataforma misma del antisfascismo. Los obreros juraban solemnemente defender esa República contra los facciosos del interior y del exterior, a la vez que Stalin les recomendaba dar su acuerdo al armamento del imperialismo francés en nombre de la defensa de la U.R.S.S.” (Bilan n° 22, agosto-septiembre de 1935).
Y se aplica en otros países esa misma estrategia de movilización de la clase obrera en el terreno electoral de defensa de la democracia, integrándola en las capas “populares”, movilizándola por los intereses nacionales. En Bélgica, la movilización de los trabajadores tras la campaña sobre el “Plan de Trabajo” es orquestada con medios de propaganda psicológica que nada tienen que envidiar a la propaganda nazi o estalinista y que dará lugar a la entrada del POB en el gobierno, en 1935. La matraca antifascista, llevada sobre todo a cabo por la izquierda del POB, tiene su punto álgido en 1937 en el duelo singular en Bruselas entre Degrelle, jefe del partido fascista Rex, y el primer ministro Van Zeeland, que tiene el apoyo de todas las fuerzas “democráticas”, incluido el Partido comunista belga (PCB). El mismo año, Spaak, uno de los dirigentes del ala izquierda del POB, subraya el “carácter nacional” del programa socialista belga, proponiendo que el partido se transforme en partido popular, puesto que defiende el interés común y no el de una sola clase.
Va a ser, sin embargo, en España donde el ejemplo francés servirá más claramente de inspiración a la política de la izquierda. Después de las matanzas de Asturias, el PSOE va también a hacer del antifascismo el eje de su propaganda, “el frente unido de todos los demócratas”, llamando a un programa de Frente Popular frente al peligro fascista. En enero de 1935, firmará con el sindicato UGT, los partidos republicanos, el PCE, una alianza de “Frente popular”, con el apoyo crítico de la CNT ([4]) y del POUM ([5]). Ese “Frente popular” pretende abiertamente sustituir la lucha obrera por la papeleta de voto, por una lucha en el terreno de la burguesía contra la fracción “fascista” de ésta en beneficio de su ala “antifascista” y “democrática”. Se entierra el combate contra el capitalismo en aras de un ilusorio “programa de reformas” del sistema que iba a realizar la “revolución democrática”. Engañando al proletariado gracias a ese frente antifascista y democrático, la izquierda moviliza en el terreno electoral y obtiene un triunfo en febrero de 1936:
“En 1936, después de aquella experiencia concluyente [la coalición republicano-socialista de 1931-33, ndlr] sobre la función de la democracia como instrumento de maniobra para mantener el régimen capitalista, han logrado una vez más, como en 1931-1933, arrastrar al proletariado español a alinearse no con un programa de clase sino de defensa de la “república”, del “socialismo” y del “progreso” contra las fuerzas de la monarquía, el clerical-fascismo y la reacción. Esto demuestra el gran desconcierto de los obreros de ese país, en donde, sin embargo, tantas pruebas de combatividad y de espíritu de sacrificio han dado los proletarios” (Bilan n° 28, febrero-marzo de 1936).
En la realidad de los hechos, la política antifascista de la izquierda y la formación de “frentes populares”, va a lograr atomizar a los trabajadores, diluirlos en la población, movilizarlos por una adaptación democrática del capitalismo, a la vez que se les inculca el veneno chovinista y nacionalista. Bilan no se equivoca cuando comenta la constitución oficial en Francia del Frente popular el 14 de julio de 1935 :
“Bajo el signo de imponentes manifestaciones de masas se está disolviendo el proletariado francés en el régimen capitalista. A pesar de los miles y miles de obreros desfilando por las calles de París, se puede afirmar que en Francia, ni más ni menos que en Alemania, no subsiste ya una clase proletaria que luche por sus propios objetivos. Y en esto, el 14 julio ha sido un momento decisivo en el proceso de disgregación del proletariado y en la reconstrucción de la sacrosanta unidad de la nación capitalista. (…) Así pues, los obreros han tolerado la bandera tricolor, han cantado La Marsellesa e incluso han aplaudido a los Daladier, Cot y demás ministros capitalistas, los cuales, junto con Blum, Cachin ([6]), han jurado solemnemente que “darán pan a los trabajadores, trabajo a los jóvenes y paz al mundo” o sea, dicho con otras palabras: plomo, cuarteles y guerra imperialista para todos” (Bilan n° 21, julio-agosto de 1935).
¿Pero al menos no habrá limitado la izquierda, mediante sus programas de mayor control del Estado de la economía, las angustias de la libre competencia del capital “monopolístico”, protegiendo así las condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera? Es importante volver a situar las medidas propuestas por la izquierda en el marco general de la situación del capitalismo.
A principios de los años 1930, la anarquía de la producción capitalista es total. La crisis mundial ha tirado a la calle millones de proletarios. Para la burguesía triunfante, la crisis económica ligada a la decadencia del sistema capitalista, que se manifiesta por todas partes a través de una gran depresión en los años 30 (crac bursátil de 1929, tasas de inflación récord, caída de la producción industrial y del crecimiento, aceleración vertiginosa del desempleo), la llevaba imperiosamente a la guerra por un nuevo reparto de un mercado mundial sobresaturado. “Exportar o morir” era la consigna de cada burguesía nacional, claramente expresada por los dirigentes nazis.
Marcha hacia la guerra y desarrollo de la economía de guerra
Después de la Primera Guerra mundial, Alemania, tras el Tratado de Versalles, se vio privada de sus ya escasas colonias y lastrada con enormes deudas de guerra. Se encuentra encerrada en el centro de Europa y ya desde entonces se va a plantear el problema que va a determinar la política entera de todos los países de Europa durante las décadas siguientes. Con la reconstrucción de su economía, Alemania se verá ante la necesidad imperiosa de dar salidas a sus mercancías y su expansión solo podrá realizarse dentro del marco europeo. Los acontecimientos se aceleran con la llegada de Hitler al poder en 1933. Las necesidades económicas que empujan a Alemania hacia la guerra van a tener en la ideología nazi su plasmación política: puesta en entredicho del Tratado de Versalles, exigencia de un “espacio vital” que solo puede ser Europa.
Todo eso va a precipitar a algunas fracciones de la burguesía francesa en la convicción de que la guerra no podrá evitarse y que la Rusia soviética será, en ese caso, un buen aliado para hacer fracasar las intenciones del pangermanismo. Tanto más porque a un nivel internacional las cosas se clarifican: en el mismo período en que Alemania abandona la Sociedad de Naciones, la URSS ingresa en ella. La URSS, en un primer tiempo, había jugado la baza alemana para luchar contra el bloqueo continental que le imponían las democracias occidentales. Pero cuando se reforzaron los lazos entre Alemania y Estados Unidos, cuando este país invierte en aquél y, mediante el plan Dawes ([7]), reflotan la economía alemana apoyando la reconstrucción económica del “bastión” de occidente contra el comunismo, la Rusia estalinista va a reorientar toda su política exterior para intentar romper esa alianza. En efecto, hasta muy tarde, fracciones importantes de la burguesía de los países occidentales creen que es posible evitar la guerra con Alemania haciendo algunas concesiones y sobre todo orientando la necesaria expansión de Alemania hacia el Este. Munich, en 1938, será la expresión de esa incomprensión de la situación y de la guerra que se avecina.
El viaje que el ministro de Asuntos exteriores, Laval, hace a Moscú en mayo de 1935 va a subrayar espectacularmente esa instalación de los peones del imperialismo en el tablero europeo con el acercamiento franco-ruso: la firma por Stalin de un tratado de cooperación implica su reconocimiento implícito de la política de defensa francesa y un aliento al PCF para que vote los créditos militares. Unos meses más tarde, en agosto de 1935, el VIIº Congreso del PC de la Unión Soviética (PCUS) va a sacar en el plano político las consecuencias de la posibilidad para Rusia de una alianza con los países occidentales para hacer frente al imperialismo alemán. Dimitrov designa al nuevo enemigo que hay que combatir: el fascismo. Los socialistas, a quienes se insultaba violentamente la víspera, se convierten en una (entre otras) fuerza democrática con la que hay que aliarse para vencer al enemigo fascista. Los partidos estalinistas en los demás países, van a seguir los pasos de su hermano mayor, el PCUS, mediante un golpe de timón de 180°, haciendo de ellos los mejores defensores de los intereses imperialistas de la pretendida “patria de socialismo”.
En resumen, en todos los países industriales, la necesidad se impone de desarrollar poderosamente la economía de guerra, no solo la producción masiva de armamento, sino toda la infraestructura necesaria para esa producción. Todas las grandes potencias, “democráticas” como “fascistas”, desarrollan de manera similar, bajo el control del Estado, una política de “grandes obras” y una industria bélica enteramente orientadas hacia la preparación de una nueva carnicería mundial. La industria se organiza en torno a esa necesidad; se imponen nuevos sistemas de trabajo, de los que el “taylorismo” será uno de los vástagos que más futuro tendría.
La izquierda y las medidas de control estatal
Una de las características centrales de las políticas económicas de la “izquierda” es precisamente el reforzamiento de las medidas de intervención del Estado para sostener la economía en crisis y de control estatal sobre diversos sectores de la economía. Justificaba ese tipo de medidas propias...
“de “la economía dirigida”, del socialismo de Estado, [porque] hacen madurar las condiciones que permitirán a los “socialistas” conquistar “pacífica” y progresivamente los engranajes esenciales del Estado” (Bilan n° 3, enero de 1934).
Esas medidas son propugnadas de manera general por toda la socialdemocracia en Europa. Y son retomadas en los programas económicos del Frente popular en Francia, conocidos con el nombre de “plan Jouhaux”. En España, el programa del Frente popular se apoyaba en una amplia política de créditos agrarios y en un gran plan de obras públicas para absorber el desempleo, y también en leyes “obreras” como la de fijar un salario mínimo. ¿Qué significaron de verdad esos programas? Analicemos el ejemplo de uno de sus grandes modelos, el “New Deal”, instaurado en Estados Unidos tras la crisis de 1929 por los demócratas bajo la presidencia de Roosevelt, y también una de las concreciones teóricas más acabadas de ese “socialismo de Estado”, el “Plan de Trabajo” del socialista belga Henri De Man.
El “New Deal”, instaurado en Estados Unidos a partir de 1932 era un plan de de reconstrucción económica y de “paz social”. La intervención del gobierno pretendía restablecer el equilibrio del sistema bancario y relanzar el sistema financiero, realizar grandes obras (embalses, programas públicos) e iniciar algunos programas sociales (instauración de un sistema de pensiones, de seguro de desempleo, etc.). Se creó una nueva agencia federal, la National Recovery Administration (NRA), cuya misión era estabilizar los precios y los salarios mediante la cooperación de empresas y sindicatos. Ésta creó la Public Works Administration (PWA), que debía realizar la política de grandes obras públicas.
¿Estaría abriendo el gobierno de Roosevelt – aunque fuera sin saberlo – la vía a la conquista de los engranajes esenciales del Estado por el partido de los trabajadores? Para Bilan, la verdad es lo contrario:
“La intensidad de la crisis económica que allí se sufre combinada con el desempleo y la miseria de millones de personas, acumulan las amenazas de temibles conflictos sociales que el capitalismo americano debe disipar o ahogar por todos los medios a su disposición” (Bilan n° 3, enero de 1934).
Las medidas de “Paz social” no lo son, ni mucho menos, a favor de los trabajadores, sino, al contrario, son ataques directos contra la autonomía de clase del proletariado.
“Roosevelt se ha dado como objetivo, no el de dirigir a la clase obrera hacia una oposición de clase, sino hacia su disolución en el seno mismo del régimen capitalista bajo control del Estado capitalista. Así los conflictos sociales ya no podrían surgir de la lucha real – y de clase – entre los obreros y la patronal, se limitarían a una oposición de la clase obrera y de la N.R.A., organismo del Estado capitalista. Los obreros deberían así renunciar a toda iniciativa de lucha y confiar su destino a su propio enemigo” (Id.).
¿Se encuentran objetivos similares en el “Plan de Trabajo” de Henri De Man? Este arquitecto principal de esos programas de control estatal y gran inspirador de la mayoría de las medidas tomadas tanto por los Frentes populares como por los regímenes fascistas (Mussolini era uno de sus grandes admiradores) era director del Instituto de dirigentes del POB, vicepresidente desde 1933 y gran estrella del partido. Para De Man, que había estudiado profundamente el desarrollo industrial y social de Estados Unidos y Alemania, hay que apartar los “viejos dogmas”. Para él, la base de la lucha de clases es el sentimiento de inferioridad social de los trabajadores. Así que, mejor que orientar el socialismo para saciar las necesidades materiales de una clase (los trabajadores), hay que orientarla hacia valores universales como la justicia, el respeto de la personalidad humana y la preocupación por el “interés general”. Quedarían así resueltas las contradicciones inevitables e irreconciliables entre clase obrera y capitalistas. Por otra parte, al igual que la revolución, hay que rechazar también el “viejo reformismo” que, en tiempos de crisis, es inoperante: de nada sirve reivindicar una parte más grande de un pastel que se va reduciendo cada día más, sino que hay que fabricar un pastel más grande. Es el objetivo de lo que De Man llama la “revolución constructiva”. Con este enfoque, desarrolla para el llamado congreso de “Navidad” de 1933 del POB su “Plan del Trabajo” que prevé “reformas de estructura” del capitalismo:
– la nacionalización de los bancos, que siguen existiendo pero que venden parte de sus acciones a una institución de crédito del Estado y se someterán a las orientaciones del Plan económico;
– esa misma institución de crédito del Estado comprará parte de sus acciones a los grandes monopolios en algunos sectores industriales de base (la energía, por ejemplo) de modo que éstos se convertirán en empresas mixtas, propiedades conjuntas de capitalistas y Estado;
– junto a esas empresas “asociadas”, sigue existiendo un sector capitalista libre, estimulado y sostenido por el Estado;
– los sindicatos estarán directamente implicados en esa economía mixta de concertación mediante el “control obrero”, orientación que De Man propaga a partir de las experiencias en las grandes empresas norteamericanas.
¿Son esas “reformas de estructura”, propuestas por De Man, favorables al combate de la clase obrera? Para Bilan, De Man quiere...
“... demostrar que la lucha obrera debe limitarse naturalmente a objetivos nacionales en su forma y en su contenido, que socialización significa nacionalización progresiva de la economía capitalista, o economía mixta. Con el pretexto de la “acción inmediata”, De Man llega a predicar la integración nacional de los obreros en la “nación una e indivisible” que (…) se ofrece como refugio supremo de los obreros aplastados por la reacción capitalista”.
En conclusión,
“El objetivo de las reformas de estructura de H. De Man es, por lo tanto, trasladar la verdadera lucha de los trabajadores a un espacio irreal (y ésa es su única función), un espacio en el que está excluida toda lucha por la defensa de los intereses inmediatos y, por lo tanto, de los históricos del proletariado , y eso en nombre de una reforma de estructura que, tanto en su concepto como en sus medios, solo puede servir a la burguesía para reforzar su Estado de clase, reduciendo la clase obrera a la impotencia” (Bilan n° 4, febrero de 1934).
Pero Bilan va más lejos, poniendo la instauración del “Plan del Trabajo” en relación con el papel que la izquierda desempeña en el periodo histórico.
“La subida al poder del fascismo en Alemania clausura un período decisivo de la lucha obrera (…). La socialdemocracia, que fue un elemento decisivo en esas derrotas, es también un elemento de la reconstitución orgánica del capitalismo (…), la socialdemocracia emplea un nuevo lenguaje para seguir haciendo su función, rechaza un internacionalismo verbal que ya no es necesario, para pasar sin rodeos a la preparación ideológica de los proletarios por la defensa de “su nación”. (…) Ahí es donde encontramos la fuente verdadera del plan De Man. Ese es el intento concreto de sancionar, mediante una movilización adecuada, la derrota sufrida por el internacionalismo revolucionario y la preparación ideológica para incorporar al proletariado a la lucha del capitalismo por la guerra. Por eso es por lo que el nacional-socialismo de De Man tiene la misma función que el nacional-socialismo de los fascistas” (Bilan n° 4, febrero de 1934)
El análisis del New Deal como el del Plan De Man pone de relieve que esas medidas no van ni mucho menos, hacia el reforzamiento del combate proletario contra el capitalismo, sino, al contrario, lo que procuran es reducir la clase obrera a la impotencia, sometiéndola a las necesidades de la defensa de la nación. En este aspecto, como lo hace notar Bilan, el plan De Man no se diferencia en nada del programa de control por el Estado de los regímenes fascista y nazi; como tampoco de los planes quinquenales del estalinismo que se aplicaron en Rusia desde 1928 y que, por otra parte, habían inspirado en su origen a los demócratas de EE.UU.
Si se generalizó ese tipo de medidas fue porque correspondían a las necesidades del capitalismo decadente. En aquel período, en efecto, la tendencia general hacia el capitalismo de Estado es una de las características dominantes de la vida social.
“En este periodo, cada capital nacional se encuentra privado de toda base para un desarrollo potente, y condenado a una concurrencia imperialista aguda. Obligado a enfrentar económica y militarmente a sus rivales en el exterior, en el interior debe hacer frente a la exacerbación creciente de las contradicciones sociales. La única fuerza de la sociedad que es capaz de cumplir esas tareas es el Estado. Efectivamente, sólo el Estado puede:
– encargarse de la economía nacional de forma global y centralizada, para atenuar la competencia interna que la debilita; a fin de reforzar su capacidad para hacer frente, como un todo, a la competencia en el mercado mundial.
– construir el aparato militar necesario para defender sus intereses ante el endurecimiento de los antagonismos internacionales.
– en fin, gracias entre otras cosas a las fuerzas de represión y a una burocracia cada vez más monstruosa, puede afirmar la cohesión interna de la sociedad amenazada de dislocación por la creciente descomposición de sus fundamentos económicos” (Plataforma de la CCI).
En realidad todos esos programas cuya pretensión era alcanzar una nueva organización de la producción nacional bajo control del Estado, estaban totalmente orientados hacia la guerra económica y la preparación de una nueva carnicería mundial (economía de guerra), y correspondían perfectamente a las necesidades de supervivencia de los Estados burgueses en el capitalismo en el período de decadencia.
Las huelgas masivas de mayo-junio de 1936 en Francia y las medidas sociales tomadas por el gobierno del Frente popular en ese país, al igual que la «revolución española» iniciada en julio de 1936 ¿no son acaso un desmentido de esos análisis pesimistas?, ¿no confirmarán en la práctica la justeza del modo de hacer de los frentes “antifascistas” o “populares”?, ¿no serán, al fin y al cabo, la expresión concreta de esa “revolución social” en marcha? Examinemos cada uno de los movimientos aquí evocados.
Mayo-junio de 1936 en Francia: los trabajadores se movilizan tras el Estado democrático
La gran oleada que seguirá, a partir de mediados de mayo, la subida al poder del gobierno del Frente Popular tras la victoria electoral del 5 de mayo de 1936, va a confirmar todos los límites del movimiento obrero, marcado por el fracaso de la oleada revolucionaria y aplastado por la pesada losa de la contrarrevolución.
Lo “adquirido” en 1936
El 7 de mayo se desencadena una oleada de huelgas, en el sector aeronáutico primero, y, luego, en la metalurgia y el automóvil, con ocupaciones espontáneas de fábricas. Esas luchas son testimonio sobre todo, a pesar de toda su combatividad, de lo débil que era la capacidad de los obreros para llevar a cabo un combate en su terreno de clase. En efecto, desde los primeros días, la izquierda conseguirá disfrazar de “victoria obrera” el desvío al terreno del nacionalismo y del interés nacional, de la combatividad obrera subsistente. Si bien es cierto que por primera vez se asistió en Francia a ocupaciones de fábricas, es también la primera vez que se ve a los obreros cantar a a vez la Internacional y la Marsellesa, desfilar tras los pliegues de la bandera roja mezclados con la tricolor. El aparato de encuadramiento, el PC y los sindicatos, es dueño de la situación, consigue encerrar a los obreros, que se dejan adormecer al son de la acordeón mientras les ajustan las cuentas en las alturas de unas negociaciones que van a desembocar en los Acuerdos de Matignon. Si unidad hay, no es desde luego la de la clase obrera, sino la del encuadramiento de la clase obrera por parte de la burguesía. Cuando algunos recalcitrantes no parecen entender que tras los acuerdos hay que volver al trabajo, l’Humanité ([8]) se encarga de explicarles que “hay que saber terminar una huelga... hay que saber incluso aceptar un compromiso” (M. Thorez, discurso del 11 de junio de 1936), “no hay que asustar a nuestros amigos radicales”.
Durante el juicio de Riom, que organizó el régimen de Vichy en 1942 ([9]) contra los responsables de la “decadencia moral de Francia”, Blum mismo recuerda por qué las ocupaciones de fábrica iban precisamente en el sentido de la movilización nacional buscada:
“los obreros estaban allí como guardianes, vigilantes, y también, en cierto modo, como copropietarios. Y desde el punto de vista especial que nos interesa, el de constatar una comunidad de derechos y deberes hacia el patrimonio nacional, ¿no es acaso eso lo que lleva a asegurar y preparar la defensa común de ese patrimonio, la defensa unánime? (…). Es de esta manera cómo, poco a poco, se va creando para los obreros una copropiedad de la patria, cómo se les enseña a defender la patria”.
La izquierda obtuvo lo que buscaba: llevó la combatividad al terreno estéril del nacionalismo, del interés nacional.
“La burguesía está obligada a recurrir al Frente popular para canalizar en provecho propio la explosión inevitable de la lucha de clases y solo puede hacerlo si el Frente popular aparece como una emanación de la clase obrera y no como la fuerza capitalista que ha disuelto al proletariado para movilizarlo para la guerra” (Bilan n° 32, junio-julio 1936).
Para acabar con toda resistencia obrera, los estalinistas van a liarse a porrazos con “quienes no saben terminar una huelga” y “se dejan arrastrar a acciones inconsideradas” (Thorez, 8 de junio de 1936) y el gobierno del Frente popular, en 1937, va a mandar a Clichy a sus guardias antidisturbios a ametrallar a los obreros. Con el aporreo o el ametrallamiento de las últimas minorías de obreros recalcitrantes, la burguesía acababa de ganar su partida de arrastrar al conjunto del proletariado francés hacia la defensa de la nación.
El programa del Frente popular no contenía nada de fundamental que pudiera inquietar a la burguesía. El presidente del Partido radical, E. Daladier, ya desde el 16 de mayo le daba toda clase de seguridad:
“El programa del Frente popular no contiene ningún artículo que pudiera perjudicar los intereses legítimos de cualquier ciudadano, inquietar el ahorro, menoscabar a ninguna fuerza sana del trabajo francés. Muchos de quienes lo han combatido con la mayor pasión, sin duda no lo han leído nunca” (l’Oeuvre, 16/05/1936).
Sin embargo, para poder difundir la ideología antifascista y ser creíble en su papel de defensor de de la patria y del Estado capitalista, la izquierda tenía que dar algunas migajas. Los acuerdos de Matignon y lo pseudo adquirido en 1936 fueron elementos determinantes para poder presentar la llegada de la izquierda al poder como “una gran victoria obrera”, para arrastrar a los proletarios a dar confianza al Frente popular haciéndoles adherir a la defensa del Estado burgués incluso en sus iniciativas bélicas.
Aquel famoso acuerdo de Matignon, concluido el 7 de junio de 1936, celebrado por la CGT como una “victoria sobre la miseria”, que todavía en nuestros días quieren presentar como modelo de “reforma social”, fue en realidad la zanahoria presentada a los obreros. Y en realidad, ¿qué era es Acuerdo?
Con apariencia de “concesiones” a la clase obrera, como aumentos de sueldo, las “40 horas”, las “vacaciones pagadas”, la burguesía aseguraba ante todo la organización de la producción bajo la dirección del Estado “imparcial” como así lo hace notar el líder de la CGT, Leon Jouhaux:
“el principio de una nueva era… la era de las relaciones directas entre las dos grandes fuerzas económicas organizadas del país (…) Las decisiones se han tomado en la mayor independencia, bajo la égida del gobierno, cumpliendo éste, si era necesario, la función de árbitro correspondiente a su papel de representante del interés general” (discurso radiado, 8 de junio de 1936).
Además, hacía pasar medidas esenciales para condicionar a los trabajadores y que aceptaran una intensificación sin precedentes de los ritmos de producción, con la introducción de nuevos métodos de organización del trabajo para multiplicar los rendimientos horarios y hacer funcionar al máximo la industria armamentística en su caso. Es la generalización del taylorismo, del trabajo en cadena y de la dictadura del cronómetro en las fábricas.
Fue el propio Leon Blum quien quitará la careta “social” a las leyes de 1936 durante el juicio antes mencionado, organizado para hacer aparecer al Frente popular y las 40 horas como responsables de la abrumadora derrota de 1940 tras la invasión de los ejércitos nazis:
“El rendimiento horario, ¿de qué depende? (…) depende de la buena coordinación y de la buena adaptación de los movimientos del obrero con su máquina; depende también de la condición moral y física del obrero.
“Hay toda una escuela en Estados Unidos, la escuela Taylor, la escuela de los ingenieros Bedeau, a quienes se les ve pasearse durante las inspecciones, que han llevado muy lejos el estudio de los métodos de organización material que llevan al máximo rendimiento horario de la máquina, lo cual es precisamente su objetivo. Pero también existe la escuela Gilbreth que ha estudiado e investigado los datos más favorables en las condiciones físicas del obrero para poder sacar ese rendimiento. El dato fundamental es que debe limitarse el cansancio del obrero…
“¿No creen ustedes que nuestra legislación social era capaz de mejorar esa condición moral y física del obrero?: jornada más corta, ocio, vacaciones pagadas, sentimiento de dignidad, de igualdad conquistada, todo eso era y debía ser uno de los elementos que pueden llevar al máximo el rendimiento horario que el obrero puede sacar a la máquina”.
Eso son el cómo y el porqué de las medidas “sociales” del gobierno de Frente popular, paso obligado para adaptar y reajustar a los proletarios a los nuevos métodos infernales de producción cuyo objetivo era el rearme rápido de la nación antes de que llegaran las primeras declaraciones de guerra oficiales. Hay que apuntar, además, que las famosas vacaciones pagadas, bajo una u otra forma, fueron acordadas en la misma época en la mayoría de los países desarrollados que se dirigían hacia la guerra, imponiendo así a sus obreros los mismos ritmos productivos.
Así, en junio de 1936, inspirándose en los movimientos de Francia, estalla en Bélgica una huelga de estibadores. Tras haber intentado atajarla, los sindicatos reconocen el movimiento orientándolo hacia reivindicaciones similares a las del Frente popular en Francia: subida de salarios, semana de “40 horas” y una semana de vacaciones pagadas. El 15 de junio, el movimiento se generaliza hacia el Borinage y las regiones de Lieja y Limburgo: 350 000 obreros están en huelga en todo el país. El resultado final será la rectificación del sistema de concertación social con la constitución de una Conferencia nacional del trabajo en la que patronal y sindicatos se ponen de acuerdo sobre un plan nacional para optimizar el nivel competitivo de la industria belga.
Una vez obtenido el final de las huelgas y la instauración de un rendimiento horario máximo de explotación de la fuerza de trabajo, al gobierno de Frente popular ya solo le quedaba… recuperar el terreno concedido. Unos meses más tarde, la inflación va a recortar los aumentos de sueldo (incremento del 54 % de los precios de los productos alimenticios entre 1936 y 1938), el propio Blum se olvidará de la promesa de las 40 horas un año después y serán definitivamente enterradas cuando el gobierno radical de Daladier en 1938 lance la máquina económica a pleno gas para la guerra, suprimiendo los incentivos por las 250 primeras horas de trabajo extras, anulando los dispositivos de los convenios colectivos que prohibían el trabajo a destajo y aplicando sanciones por toda negativa a hacer horas extras por la defensa nacional:
“(…) Cuando se trataba de fábricas que trabajaban para la defensa nacional, las derogaciones a la ley de las 40 h siempre fueron acordadas. Además, en 1938, obtuve de las organizaciones obreras una especie de concordato mediante el cual se aumentaba hasta las 45 h la jornada de trabajo en las empresas que trabajaban, directa o indirectamente, para la defensa nacional” (Blum en el juicio de Riom).
Y, en fin, las vacaciones pagadas serán devoradas de un mordisco, pues, a propuesta de la patronal y con el apoyo del gobierno de Blum y el acuerdo sindical, las fiestas de Navidad y de Primero de Año serán recuperables. Una medida que se aplicará después a todas las fiestas legales, o sea 80 horas de trabajo suplementarias, lo equivalente a las dos semanas de vacaciones pagadas.
En cuanto al reconocimiento de los delegados sindicales y de los convenios colectivos, eso no es ni más ni menos que reforzar el control de los sindicatos sobre los obreros gracias a una mayor implantación en las fábricas. ¿Para qué? Léon Jouhaux, socialista y dirigente sindical, nos los explica muy bien de esta manera:
“… las organizaciones obreras [o sea los sindicatos, ndlr] quieren la paz social. Primero para no poner trabas al gobierno del Frente popular y, además, para no frenar el rearme”.
De hecho, cuando la burguesía prepara la guerra, el Estado se ve obligado a controlar a toda la sociedad para orientar todas las energías hacia la macabra perspectiva. Y en las fábricas es evidente que son los sindicatos los mejor situados para que el Estado pueda desarrollar su presencia policíaca.
Si hubo victoria fue, en verdad, la victoria siniestra del capital que estaba preparando la única solución para resolver la crisis: la guerra imperialista.
La preparación para la guerra
Desde el origen del Frente popular en Francia, tras el eslogan de “Paz, pan, libertad” y más allá del antifascismo y el pacifismo, la defensa de los intereses imperialistas de la burguesía francesa se mezclará con las ilusiones democráticas. En ese marco, el Frente popular utiliza con habilidad la preparación a la guerra que se está llevando a cabo a nivel internacional, como “peligro fascista a la puerta de casa”, armando, por ejemplo, mucho ruido en torno a la agresión italiana en Etiopía. Más claro todavía, la SFIO y el PC hacen un reparto de tareas respecto a la guerra civil española: mientras que la SFIO rechaza la intervención en España en nombre del “pacifismo”, el PC defiende la intervención en nombre de la “lucha antifascista”.
Si hay pues una tarea por la que el capital francés debe estar agradecido al gobierno del Frente popular, es la de haber preparado la guerra. De tres maneras:
– primero, la izquierda pudo utilizar a la masa obrera en huelgas como medio de presión sobre las fuerzas más retrógradas de la burguesía, imponiendo las medidas necesarias para la salvaguarda del capital nacional frente a la crisis haciendo además que todo eso pasara como una victoria de la clase obrera;
– luego, el Frente popular lanzó un programa de rearme basado en la nacionalización de las industrias de guerra. Blum, en el juicio de Riom declarará lo siguiente sobre ese programa:
“Presenté un gran proyecto fiscal… con el objetivo de que todas las fuerzas de la nación se concentraran en el rearme, un rearme intensivo que será la condición misma, el factor mismo de un despegue industrial y económico definitivo. Se desmarca resueltamente de la economía liberal, y se sitúa plenamente en la economía de guerra”.
La izquierda es, en efecto, consciente de la guerra que se avecina; es ella la que empuja hacia un entendimiento franco-ruso, la que denuncia violentamente las tendencias “muniquesas” en la burguesía francesa. Las “soluciones” que propone a la crisis no son diferentes de las de la Alemania fascista, de los Estados Unidos del New Deal o de la Rusia estalinista: desarrollo del sector improductivo de las industrias de armamento. Sea cual sea la máscara tras la que se oculta el capital, las medidas económicas son las mismas. Así lo pone de relieve Bilan :
“No es casualidad si esas grandes huelgas se desencadenan en la industria metalúrgica empezando por las factorías aeronáuticas […] pues se trata de sectores que están hoy trabajando a pleno rendimiento, debido a la política de rearme seguida en todos los países. Los obreros que lo viven en sus carnes han tenido que entablar su movimiento para reducir los ritmos embrutecedores de la cadena (…)”
– en fin, y sobre todo, el Frente popular ha llevado a la clase obrera al peor terreno para ella, el de su derrota y su aplastamiento: el terreno del nacionalismo. Mediante la histeria patriotera que la izquierda jalea con el antifascismo, arrastra al proletariado a defender una fracción de la burguesía contra otra: la demócrata contra la fascista, un Estado contra otro: Francia contra Alemania. El P.C.F, declara:
“Ha llegado la hora de realizar efectivamente el armamento general del pueblo, realizar las reformas profundas que aseguren una potencia multiplicada por diez de los medios militares y técnicos del país. El ejército del pueblo, el ejército de los obreros y de campesinos bien encuadrados, bien instruidos y mandados por oficiales fieles a la República”.
En nombre de ese “ideal” los “comunistas” van a honrar a Juana de Arco “gran liberadora de Francia”, en nombre de ese “ideal” el PC llama a hacer un Frente Francés y recupera la consigna que fue la de la extrema derecha unos años antes: “¡Francia para los franceses!” Fue con el pretexto de defender las libertades democráticas amenazadas por el fascismo con el que se llevó a los proletarios a aceptar los sacrificios necesarios por la salud del capital francés para, finalmente, aceptar el sacrifico de sus vidas en la carnicería de la Segunda Guerra mundial.
En esa tarea de verdugo, el Frente popular va a encontrar aliados eficaces entre sus críticos de izquierda: el Partido socialista obrero y campesino (PSOP) de Marceau Pivert, trotskistas o anarquistas. Estos van a desempeñar el papel de ojeadores para acorralar a los elementos más combativos de la clase y llevarlos al redil de modo que siempre se presentan como “más radicales”, de hecho más “radicales” en la manipulación de las patrañas contra la clase obrera. Las Juventudes Socialistas del departamento del Sena, donde hay trotskistas como Craipeau y Roux dedicados al “entrismo”, son los primeros en preconizar y organizar milicias antifascistas, los amigos de Pivert, agrupados en el PSOP, serán los más virulentos en la crítica de la “cobardía” de Munich. Todos son unánimes en la defensa de la República Española junto a los antifascistas y todos participarán más tarde en la matanza interimperialista en el seno de la resistencia. Todos dieron su óbolo por la defensa del capital nacional, ¡todos son merecedores de la patria!
Julio de 1936 en España: el proletariado enviado al matadero de la guerra “civil”
Con la formación del Frente popular y su victoria en las elecciones de febrero de 1936, la burguesía había inoculado en la clase el veneno de la “revolución democrática” consiguiendo así atar a la clase obrera a la defensa del Estado “democrático” burgués. De hecho, cuando una nueva oleada de huelgas estalla tras las elecciones, es frenada y saboteada por la izquierda y los anarquistas porque “hacen el juego de la patronal y de la derecha”. Todo se va a concretar trágicamente con el golpe militar del 18 de julio de 1936. Contra el golpe de Estado, los obreros replican inmediatamente con huelgas, ocupaciones de cuarteles y desarme de los soldados y eso contra las directivas del gobierno que no hizo más que llamar a la calma. Allí donde se respetan los llamamientos del gobierno (“El gobierno manda, el Frente popular obedece”), los militares toman el control en medio de un baño de sangre.
“La lucha armada en el frente imperialista es la tumba del proletariado” (Bilan n° 34)
Sin embargo, la ilusión de la “revolución española” se reforzará gracias a una falsa “desaparición” del Estado capitalista republicano y la no existencia de la burguesía, ocultándose todos tras la careta de un pseudo “gobierno obrero” y de organismos “más a la izquierda” como el “comité central de milicias antifascistas” o el “consejo central de la economía”, que mantienen la ilusión de un doble poder. En nombre de ese “cambio revolucionario”, tan fácilmente conquistado, la burguesía obtiene la Unión sagrada de los obreros en torno a un solo y único objetivo: derrotar a la otra fracción de la burguesía, a Franco. Ahora bien,
“la alternativa no es Azaña o Franco, sino entre burguesía y proletariado; por muy derrotado que salga uno de los dos adversarios, eso no impedirá que el que saldrá realmente derrotado será el proletariado, el cual pagará los gastos de la victoria de Azaña o la de Franco” (Bilan n° 33, julio-agosto de 1936).
Muy rápidamente, el gobierno republicano del Frente popular, con la ayuda de la CNT y del POUM, desvía la reacción obrera contra el golpe de estado hacia la lucha antifascista, desplegando toda una serie de maniobras para desplazar el combate social, económico y político contra el conjunto de las fuerzas de la burguesía hacia el enfrentamiento militar en las trincheras únicamente contra Franco, y solo se entregan armas a los obreros para mandarlos a la carnicería de los frentes militares de la “guerra civil”, totalmente fuera de su terreno de clase.
“Podría suponerse que el armamento de los obreros poseería virtudes políticas congénitas y que una vez materialmente armados, los obreros podrían quitarse de encima a los jefes militares para pasar a formas superiores de su lucha. Nada de eso. Los obreros que el Frente popular ha logrado incorporar para la burguesía, pues bajo la dirección y por la victoria de una fracción de la burguesía combaten, se prohíben precisamente por eso la posibilidad de evolucionar hacia posiciones de clase” (Bilan n° 33, julio-agosto de 1936).
Además esa guerra de “civil” no tiene nada. Se convierte rápidamente, tras el compromiso de Francia y Rusia con los republicanos y de Italia y Alemania con los franquistas, en puro conflicto imperialista, preludio de al segunda carnicería imperialista mundial.
“En lugar de fronteras de clase, las únicas que habrían podido amedrentar a los regimientos de Franco, volver a dar confianza a los campesinos aterrorizados por las derechas, han surgido otras fronteras, específicamente capitalistas éstas, y se ha realizado la Unión Sagrada para la matanza imperialista, región por región, ciudad contra ciudad en España y, por extensión, Estados contra Estados en los dos bloques democrático y fascista. Que no haya guerra mundial no significa que la movilización del proletariado español e internacional no esté hoy realizada para el mutuo degüello bajo las banderas imperialistas de los adversarios fascista y antifascista” (Bilan n° 34, agosto-septiembre de 1936).
La guerra de España engendró otro mito, desarrolló otra mentira. A la vez que a la guerra de clases del proletariado contra el capitalismo le sustituía la guerra entre “Democracia” y “Fascismo”, el Frente popular desfiguraba el contenido mismo de la revolución: el objetivo primordial ya no era la destrucción del Estado burgués y la toma del poder político por el proletariado, sino las pretendidas medidas de socialización y la gestión obrera de las fábricas. Son sobre todo los anarquistas y algunas tendencias que se reivindican del consejismo las que más exaltan ese mito, proclamando incluso que, en aquella España republicana, antifascista y estalinista, la conquista de posiciones socialistas había llegado más lejos que lo alcanzado en la Revolución de Octubre en Rusia.
Sin desarrollar más esta cuestión aquí, hay que subrayar, sin embargo, que esas medidas, aunque hubiesen sido más radicales que lo que en realidad fueron, no habrían cambiado para nada el carácter fundamentalmente contrarrevolucionario de lo ocurrido en España. Para la burguesía como para el proletariado, el problema central de la revolución no puede ser otra cosa que la destrucción, para éste, o la conservación, para aquélla, del Estado capitalista. El capitalismo no solo puede acomodarse momentáneamente de medidas de autogestión o de pretendidas socializaciones (cooperativas…) de las tierras en espera de poner orden a la primera ocasión, sino que incluso puede suscitarlas para engañar y desviar las energías proletarias hacia conquistas ilusorias, desviando así al proletariado del objetivo central la Revolución: la destrucción del poder del capitalismo, de su Estado.
La exaltación de las pretendidas medidas sociales como el no va mas de la revolución no son más que palabras radicales que desorientan al proletariado de su lucha revolucionaria contra el Estado, disfrazando así su movilización de carne de cañón al servicio de la burguesía. Tras haber dejado su terreno de clase, el proletariado no solo va a ser alistado en las milicias antifascistas de anarquistas y poumistas y enviado al matadero del frente, sino, además, soportará una ruda explotación y siempre más sacrificios en nombre de la producción por la guerra “de liberación”, de la economía de guerra antifascista: reducción de salarios, inflación, racionamiento, militarización del trabajo, jornadas de trabajo más largas. Y cuando el proletariado desesperado, se subleve en Barcelona en mayo de 1937, el gobierno central del Frente popular, con el apoyo de los anarquistas, y la Generalitat catalana reprimirán abiertamente a la clase obrera de esa ciudad, mientras que los franquistas interrumpen las hostilidades para permitir a los verdugos de izquierda aplastar el levantamiento obrero.
La izquierda celebra este año el 70º aniversario del Frente popular. Desde los socialdemócratas a los izquierdistas, todos están de acuerdo, incluidas algunas fracciones de la derecha de la burguesía, para ver en la subida al poder gubernamental de la izquierda en 1936 en Francia y en España (y también, de manera menos trascendental, sin duda, en otros países como Bélgica y Suecia) una gran victoria de la clase obrera y un signo de su combatividad y de su fuerza en los años 30. Frente a esas manipulaciones ideológicas, lo revolucionarios de hoy, como sus predecesores de la revista Bilan, deben afirmar el carácter mistificador de los Frentes populares y de las “revoluciones sociales” que éstos, pretendidamente, habrían iniciado. La llegada al poder de la izquierda en aquella época era la expresión, al contrario, de la profundidad de la derrota del proletariado mundial y permitió un encuadramiento directo de la clase obrera en Francia y en España para la guerra imperialista que estaba preparando toda la burguesía, reclutando masivamente tras las patrañas de la ideología antifascista.
“ (…) Y yo pensaba sobre todo que era un inmenso resultado y un inmenso servicio el haber devuelto las masas y la élite obrera al amor y al sentimiento del deber hacia la patria” (declaraciones de Blum en el juicio de Riom).
“1936” marca para la clase obrera el período más negro de la contrarrevolución, cuando las peores derrotas de la clase obrera le eran presentadas como victorias; cuando, frente a un proletariado que seguía sufriendo las consecuencias del aplastamiento de la oleada revolucionaria que había empezado en 1917, la burguesía pudo imponer casi sin resistencia su “solución” a la crisis: la guerra.
Jos
[1]) Leer B. Kermoal, “Colère ouvrière à la veille du Front populaire”, le Monde diplomatique, junio de 2006.
[2]) O sea “Sección francesa de la Internacional obrera”, nombre histórico del Partido socialista francés (referencia a la IIª Internacional que traicionó en 1914 al proletariado).
[3]) Las citas que se refieren al Frente popular francés están casi todas sacadas del libro de L.Bodin y J. Touchard, Front populaire, 1936, París, Armand Colin, 1985.
[4]) Confederación nacional del trabajo, central anarcosindicalista.
[5]) Partido obrero de unificación marxista, pequeño partido concentrado en Cataluña, representante de la extrema izquierda “radical” de la Socialdemocracia. Formaba parte del “Buró de Londres” que agrupaba internacionalmente a las corrientes socialistas de izquierda (SAPD alemán, PSOP francés, Independent Labour Party británico, etc.).
[6]) Edouard Daladier, dirigente del Partido radical, ministro en muchas ocasiones desee 1924 (en especial de las Colonias y de la Guerra), jefe del gobierno en 1933, 1934 y 1938 y como tal firmó el 30 de septiembre de 1938 los acuerdos de Munich. Pierre Cot empezó su carrera política como radical y la terminó como compañero de viaje del PCF. Fue nombrado ministro del Aire en 1933 por Daladier. Leon Blum, jefe histórico de la SFIO tras la escisión del Congreso de Tours de 1920 que vio nacer el Partido comunista. Marcel Cachin: figura mítica del PCF, director de l’Humanité de 1918 a 1958. Su hoja de servicios es elocuente: es un intransigente belicista durante la 1ª Guerra mundial y por eso el gobierno francés lo envía a Italia para entregar a Mussolini (socialista por aquel entonces) dinero para fundar Il Popolo d’Italia, destinado a la propaganda para que Italia entrara en la guerra. En 1917, tras la revolución de Febrero, es enviado a Rusia para convencer al Gobierno provisional que prosiga la guerra. En 1918 se enorgullece por haber llorado cuando la bandera francesa volvió a ondear en Estrasburgo tras la victoria de Francia sobre Alemania. En 1920 ingresa en el PCF en el que forma parte de la derecha del partido junto a Frossard. Toda su vida estuvo marcada por el arribismo y el servilismo lo cual le permitió adaptarse con talento a los innumerables virajes de PCF.
[7]) Plan adoptado siguiendo la propuesta del banquero americano Charles Dawes, por la Conferencia de Londres de agosto de 1924 que agrupa a los vencedores de la guerra y a Alemania. Ese plan alivia a este país de las “reparaciones de guerra” que debía pagar a sus vencedores (sobre todo a Francia) lo que le permitió relanzar su economía y favorecer las inversiones estadounidenses.
[8]) L’Humanité era y es el diario del llamado Partido comunista francés (PCF).
[9]) Tras la derrota de Francia en 1940, el régimen nazi ocupó la Francia del norte, mientras que el Sur, aunque bajo control alemán, con la capital en la ciudad de Vichy, estaba gobernado por el régimen del mariscal Pétain.
Una de las consecuencias dramáticas de la contrarrevolución que ahogó en sangre la revolución de octubre de 1917, fue el aislamiento completo en que quedó el puñado de revolucionarios en la URSS que sobrevivieron a los gulag ([1]) y a las redadas de la GPU y del KGB ([2]) (que también lograron incluso enterrar las contribuciones de la Izquierda comunista rusa). Cuando se hundió la URSS se empezó a levantar la pesada losa impuesta por la burguesía estalinista. Era pues importante que los revolucionarios de occidente y en los países de la extinta URSS intentaran volver a estrechar lazos para intercambiar sus experiencias e ideas, de manera que los revolucionarios de esos países puedan volver a encontrar el lugar que les corresponde en el medio político proletario internacional. Por eso es por lo que la CCI participa desde 1996 en las conferencias organizadas en Moscú (y en Kiev en 2005) por el grupo Praxis, y ha establecido un trabajo regular de correspondencia con varios grupos y contactos en Rusia y Ucrania. Ya hemos publicado varios artículos sobre esta correspondencia en nuestra página web en ruso. Acabamos también de sacar en ruso la última de las publicaciones impresas de la CCI (Internacionalismo, en ruso, ver imagen) para facilitar los intercambios de ideas especialmente con los compañeros que no tienen acceso a Internet.
Sabemos que es un trabajo que requiere mucha paciencia por parte de unos y otros. Los problemas de lengua y de traducción son ya una gran escollo; las ideas de la Izquierda comunista, de la que la CCI tiene su herencia, son poco conocidas en Rusia; además, las nociones desarrolladas por los camaradas que viven en territorios de la extinta URSS están a menudo marcadas por la experiencia específica de esos países y son poco conocidas por los lectores de países de occidente. Los dos artículos que publicamos aquí son el fruto de un trabajo de largo alcance: el primero, extracto de una correspondencia con un camarada de Voronezh (ciudad situada en el Don al sur de Moscú), contiene nuestra respuesta sobre la cuestión de la autogestión.
Querido compañero,
Hemos recibido tu última carta y volvemos a saludar tus contribuciones sobre la ley del valor y la autogestión. Forman parte de la inevitable discusión entre comunistas para definir con el mayor rigor el programa de la revolución proletaria. Así abordas tú los problemas:
• “En vuestro libro la Decadencia del capitalismo, decís que bajo el socialismo se liquidará la producción mercantil. Pero es imposible liquidar la producción mercantil son abolir la ley del valor. Según la teoría de Marx, bajo el socialismo, los productos del trabajo se intercambiarán según la cantidad de tiempo de trabajo necesario (según el trabajo), o sea en conformidad con la ley del valor.”
• “En vuestro folleto Plataforma y Manifiestos, el punto 11 se titula: “La autogestión, autoexplotación del proletariado”. ¿Qué quiere decir autoexplotación? La explotación, es la apropiación de los productos del trabajo de otro. Si he entendido bien, la autoexplotación es la apropiación de los productos del trabajo propio. O sea que Robinson Crusoe se autoexplotaba cuando consumía los productos de su propio trabajo. Robinson Crusoe se explotaba a sí mismo.”
Vamos a procurar contestar a esas dos cuestiones, mostrando que están relacionadas la una con la otra.
En tu carta del 26 de diciembre de 2004, citas un pasaje de la Crítica del programa de Gotha de Marx:
“La sociedad le entrega un bono [al productor individual] consignando que ha cumplido tal o cual cantidad de trabajo (después de descontar lo que ha trabajado para el fondo común), y con este bono saca de los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente a la cantidad de trabajo que cumplió. La misma cantidad de trabajo que ha dado a la sociedad bajo una forma, la recibe de ésta bajo otra distinta. Aquí reina, evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por cuanto éste es intercambio de equivalentes” ([3]).
La idea esencial defendida por Marx ahí es que después de la revolución, cuando ya el proletariado tiene el poder, es todavía necesario durante todo un período alinear los “salarios” de los obreros con el tiempo de trabajo y, por lo tanto, calcular el tiempo de trabajo contenido en los productos para llagar a un “valor de cambio” de los productos que puede expresarse en “bonos de trabajo”. La producción mercantil, la ley del valor, y, por lo tanto, el mercado, todavía subsisten, y por lo tanto estamos en acuerdo con Marx. Comprendemos, pues, tu sorpresa cuando en nuestro libro la Decadencia del capitalismo, has leído que en el socialismo la producción mercantil habría desaparecido. Se trata en realidad de un malentendido en los términos. En efecto, en nuestra prensa, siempre usamos la palabra socialismo como sinónimo de comunismo, como objetivo final del proletariado: una sociedad sin clases y sin Estado en donde los productos del trabajo ya no serán mercancías y se habrá eliminado la ley del valor. Desde la época en que escribió Miseria de la filosofía (1847), Marx era muy claro al respecto, en el comunismo ya no habrá intercambio, no habrá mercancías:
“En una sociedad venidera, en la que habrá dejado de existir el antagonismo de clases, en la que ya no habrá clases, el uso ya no estará determinado por el mínimo de tiempo de producción, sino que el tiempo de producción que se dedicará a los diferentes objetos estará determinado por su nivel de utilidad social” ([4]).
En esa fase, se habrá abolido el valor de cambio. La comunidad humana reunificada, mediante órganos administrativos encargados de la planificación centralizada de la producción, decidirá qué cantidad de trabajo deberá dedicarse a la producción de tal o cual producto. Pero ya no necesitará el “rodeo” del intercambio como así ocurre bajo el capitalismo, puesto que lo que importa es el grado de utilidad social de los productos. Estaremos entonces en una sociedad de abundancia en la que no solo se satisfarán las necesidades más elementales del ser humano, sino que incluso esas necesidades mismas conocerán un desarrollo fantástico. En tal sociedad, el trabajo mismo habrá cambiado totalmente de naturaleza: al haber reducido al mínimo el tiempo dedicado a la creación de las necesidades de la subsistencia, el trabajo será por primera vez una actividad verdaderamente libre. La distribución, como la producción, cambiarán también de naturaleza. Poco importará entonces el tiempo dedicado por el individuo a la producción social, pues solo dominará un principio: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades!”
La identificación y la defensa de ese objetivo final de la lucha proletaria – una sociedad sin clases, sin Estado ni fronteras nacionales, sin mercancías, atraviesan toda la obra de Marx, de Engels y de los revolucionarios de las generaciones posteriores. Es importante recordarlo, pues ese objetivo determina profundamente el movimiento que lleva hacia él, de igual modo que los medios necesarios que hay que poner en marcha.
Tras la experiencia de la Revolución rusa, y luego de la contrarrevolución estalinista, creemos que es necesario para la claridad política hablar de un “período de transición del capitalismo al socialismo” más que de “socialismo” o de “fase inferior del comunismo”. Es evidente que no se trata de una simple cuestión de palabras. En efecto, la dictadura del proletariado no puede concebirse como una sociedad estable, ni como un modo de producción específico. Es una sociedad en plena evolución, tensa toda ella hacia el objetivo final, hecha de cambios sociales y políticos en los que las antiguas relaciones de producción son combatidas para acabar decayendo mientras aparecen y se van reforzando las nuevas. En la Crítica del programa de Gotha, justo antes del pasaje citado, Marx precisa bien:
“De lo que aquí se trata no es de una sociedad comunista que se ha desarrollado sobre su propia base, sino, al contrario [subrayado nuestro], de una que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede…” ([5]).
Unas páginas más lejos, afirma claramente:
“Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera a la segunda. A ese período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.”
Nuestra carta anterior permitió, al menos eso nos parece, borrar un malentendido y tu respuesta expresaba un acuerdo de fondo:
“Como entiendo yo el marxismo, ese período de transición se llama socialismo. No hablo de comunismo de mercado, sino de socialismo de mercado. (...) Con el aumento de las fuerzas productivas, la distribución en función del trabajo se transforma en distribución según las necesidades, el socialismo se transforma paso a paso en comunismo, acabando por desaparecer el mercado”.
En tu carta del 26 de diciembre de 2004, subrayabas que sólo existen tres formas de distribución de productos basadas en el tiempo de trabajo socialmente necesario contenido en esos productos:
– mediante el dinero (A), en cuyo caso el intercambio de mercancías (M) se efectúa bajo la forma M-A-M;
– mediante un bono de trabajo (B) del que hablaba: M-B-M;
– directamente en forma de trueque: M-M.
Y hacías notar que en los tres casos, estábamos ante un intercambio de mercancías y, por lo tanto, ante la existencia de un mercado, es decir, de una sociedad que utiliza un equivalente general, la moneda, para expresar el tiempo de trabajo, incluso cuando la moneda no es necesaria, en el caso arcaico del trueque, para determinar la equivalencia. Tal como dices:
“El dinero y los bonos es casi lo mismo, porque miden lo mismo: el tiempo de trabajo. La diferencia entre ellos es la misma que entre una regla graduada en centímetros y otra en pulgadas.”
Estamos de acuerdo contigo para decir que es a esa situación económica a la que se enfrentará el proletariado después de la toma del poder. Ignorarlo sería una regresión respecto al marxismo. Tanto más porque la guerra civil entre proletariado y burguesía a escala mundial habrá acarreado muchas destrucciones que se plasmarán en un retroceso de la producción. Sin cesar, los comunistas deberán combatir las ilusiones de una extinción rápida y sin problemas de la ley del valor. La necesidad para el proletariado de llevar hasta el final la supresión del intercambio, creando las condiciones del decaimiento del Estado hará del período de transición una época de trastornos revolucionarios como nunca antes haya conocido otra la humanidad.
A pesar de esas precisiones, es evidente que subsiste un desacuerdo. Escribes, por ejemplo, en la misma carta:
“bajo el socialismo, los productos del trabajo serán intercambiados según la cantidad de trabajo socialmente necesario. Y allí donde los productos del trabajo se intercambiarán según la cantidad de trabajo, el mercado y la producción mercantil seguirán existiendo. Por consiguiente, para abolir la producción mercantil hay que abolir la distribución basada en la cantidad de trabajo. Por lo tanto, si queréis abolir la producción mercantil, tendréis que abolir el socialismo. Si os consideráis como marxistas, debéis reconocer que el socialismo, en su esencia, está basado en el mercado. Y si no, ¡id con los anarquistas!”
Según lo visto, suponemos que nombras “socialismo” al período de transición del capitalismo al comunismo. Este período es, por esencia, inestable: o el proletariado sale victorioso y la “economía de transición” se transforma hacia el comunismo, o sea hacia la abolición de la economía mercantil; o el proletariado pierde terreno, las leyes del mercado se reafirman y existe entonces el peligro de que se abra la vía de la contrarrevolución.
En la misma carta también, escribes que se encuentra esa ignorancia en los anarquistas. Y, en efecto, para ellos la emancipación de la humanidad se deberá únicamente al esfuerzo de voluntad, y. por lo tanto, el comunismo podría haber nacido en cualquier época histórica. Y así rechazan todo conocimiento científico del desarrollo social y son por eso incapaces de comprender qué papel pueden desempeñar la lucha de clases y la voluntad humana. En su “Prefacio” a el Capital, Marx contestaba, sin mencionarlos, a los anarquistas, los cuales niegan que sea inevitable un período de transición:
“Incluso en el caso en que una sociedad haya llegado a descubrir la pista de la ley natural que preside su movimiento – y la finalidad de esta obra es descubrir la ley económica que mueve la sociedad moderna – no puede saltar ni suprimir por decreto sus fases naturales del desarrollo. Pero puede acortar y hacer menos doloroso el parto” ([6]).
Según Marx y Engels, la necesidad de la dictadura proletariado, es decir de un período de transición entre los dos modos de producción “estables” que son el capitalismo y el comunismo, se basa en dos fundamentos:
– la imposibilidad de un florecimiento del comunismo en el seno mismo del capitalismo (contrariamente a éste que nació en el seno del feudalismo);
– en el hecho de que el extraordinario desarrollo de las fuerzas productivas realizado por el capitalismo es todavía insuficiente para permitir la plena satisfacción de las necesidades humanas que caracteriza al comunismo.
Eso, evidentemente, los anarquistas son totalmente incapaces de entenderlo, pero, además, su “visión del comunismo” no va más allá que el estrecho horizonte burgués. Puede comprobarse ya en la obra de Proudhon. Para éste, la economía política es la ciencia suprema y se empeña en sacar a toda costa, en cada categoría económica capitalista, lo bueno y lo malo. Lo bueno del intercambio es que pone frente a frente dos valores iguales. Lo bueno de la competencia es la emulación. Y encontrará, inevitablemente, un lado bueno a la propiedad privada:
“Pero es evidente que aunque la desigualdad es uno de los atributos de la propiedad, tampoco es toda la propiedad; pues lo que hace placentera la propiedad, como decía ya no sé qué filósofo, es la facultad de disfrutar a voluntad no sólo del valor de su bien sino su naturaleza específica, de explotarlo a su gusto, de fortificarse en él, de hacer uno uso de él según se lo sugieren el interés, la pasión o el capricho” ([7]).
Se nos anunciaba el reino de la libertad, y acabamos ganando los sueños obtusos y mezquinos del pequeño productor. Para los anarquistas, la sociedad ideal no es más que un capitalismo idealizado del que serán dueños el intercambio y la ley del valor, o sea las condiciones de la explotación del hombre por el hombre. Y, al contrario, el marxismo se presenta como una crítica radical del capitalismo que defiende la perspectiva de una verdadera emancipación del proletariado y, por ello mismo, de la humanidad entera. Marx y Engels siempre combatieron el comunismo tosco que limitaría la revolución a la esfera de la distribución y que sencillamente acabaría en reparto de la miseria. Contra ese burdo “comunismo” proclamaban el florecimiento de las fuerzas productivas liberadas de las cadenas del capitalismo. No sólo requerían la satisfacción de las necesidades elementales del ser humano, sino también su realización, la superación de la separación entre individuo y comunidad, el desarrollo de todas las facultades del individuo actualmente atenazadas por la división del trabajo:
“En una fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!” ([8]).
Ahí, el marxismo no cae en la verborrea del radicalismo pequeño burgués y de la utopía; sabe que el único medio para salir del capitalismo, es la eliminación del salariado y del intercambio que resumen todas las contradicciones del capitalismo, que son la causa básica de las guerras, de las crisis y de la miseria que arruinan la sociedad. La política económica instaurada por la dictadura del proletariado está totalmente orientada hacia ese objetivo. Según esta idea, no existe una transmutación espontánea, sino una destrucción de las relaciones sociales capitalistas.
Esa cita nos permite subrayar la gran confusión con la que los anarquistas pretenden superar la separación del obrero de los productos de su trabajo. En las mentes anarquistas, al hacerse dueños de la fábrica en la que trabajan, los obreros se hacen obligatoriamente dueños del producto de su trabajo. Por fin lo dominan, obteniendo incluso el disfrute completo. Resultado: la propiedad se ha vuelto eterna y sagrada. Estaríamos entonces en presencia de un régimen federalista heredado de los modos de producción precapitalistas. Lassalle usa el mismo método. Este aprendió de Marx que la explotación se plasma en extracción de plusvalía. Exijamos entonces para el obrero el producto íntegro del trabajo y el problema está arreglado…. Y así, como dice Engels en el Anti-Dühring :
“Se sustrae a la sociedad la función progresiva más importante que tiene, la acumulación, que va a parar a las manos y al arbitrio de los individuos”.
Después de los trabajos de Marx, resulta difícil aceptar esas confusiones sobre el trabajo, la fuerza de trabajo y el producto del trabajo. Los disparates teóricos comunes de Lassalle y de los anarquistas son la base de las ideas autogestionarias. Con la autogestión, ya no se orienta a la sociedad hacia la abolición del intercambio, hacia el comunismo, sino que se multiplican los obstáculos en el camino. Así concluye Marx, también en la Crítica del programa de Gotha, su acerada diatriba contra esas ideas:
“Me he extendido sobre el “fruto íntegro del trabajo”, de una parte, y de otra, sobre “el derecho igual” y “el reparto equitativo”, para demostrar en qué grave falta se incurre, de un lado, cuando se quiere volver a imponer a nuestro Partido como dogmas ideas que, si en otro tiempo tuvieron un sentido, hoy ya no son más que tópicos en desuso, y, de otro, cuando se tergiversa la concepción realista – que tanto esfuerzo ha costado inculcar al Partido, pero que hoy está ya enraizada – con patrañas ideológicas, jurídicas y de otro género, tan en boga entre los demócratas y los socialistas franceses.”
Desde ese punto de vista, a nosotros nos parece que tú te paras a medio camino en tu razonamiento. Estás de acuerdo con nosotros cuando dices que durante ese período no habrá explotación de la clase obrera, puesto que es el proletariado el que ejerce el poder, a causa del proceso de colectivización de los medios de producción, porque el sobretrabajo ya no adquiere la forma de una plusvalía destinada a la acumulación del capital sino destinada (una vez deducida la reserva destinada a los miembros improductivos de la sociedad) a la satisfacción creciente de las necesidades sociales. Dices muy justamente: “La diferencia entre el socialismo [periodo de transición] y el capitalismo consiste en que, bajo el socialismo, la mano de obra no existe como mercancía” (carta del 23 de enero de 2005). Pero afirmas en tu carta siguiente: “La ley del valor seguirá vigente completa y no parcialmente.” Esto lo refuerza tu expresión: “socialismo de mercado”. Tú ves la necesidad de atacar el salariado, pero no la de atacar el intercambio mercantil. Y, sin embargo, ambos están estrechamente enlazados.
La ley del valor descubierta por Marx no solo consiste en elucidar el origen del valor de las mercancías, sino que resuelve el enigma de la reproducción ampliada del capital. El proletario recibe de la venta de su fuerza de trabajo un salario que corresponde al valor real de ese trabajo y, sin embargo, proporciona un valor muy superior en el proceso de producción. La explotación que permite que pueda extraerse así la plusvalía del trabajo del proletario existía ya en la producción mercantil a partir de la cual nació y se desarrolló el capitalismo. No es pues posible suprimir la explotación del proletariado sin combatir el intercambio mercantil. Eso es lo que nos explica claramente Engels en el Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado:
“En cuanto los productores dejaron de consumir directamente ellos mismos sus productos, deshaciéndose de ellos por medio del cambio, dejaron de ser dueños de los mismos. Ignoraban ya qué iba a ser de ellos, y surgió la posibilidad de que el producto llegara a emplearse contra el productor para explotarlo y oprimirlo. Por eso, ninguna sociedad puede ser dueña de su propia producción de un modo duradero ni controlar los efectos sociales de su proceso de producción si no pone fin al cambio entre individuos” ([9]).
Si la ley del valor sigue “vigente por completo”, como lo afirmas tú, el proletariado seguirá siendo entonces una clase explotada. Para que cese la explotación durante el período de transición, no basta con haber expropiado a la burguesía. También deben dejar de existir como capital los medios de producción. El principio capitalista del trabajo muerto, del trabajo acumulado, que somete el trabajo vivo para la producción de plusvalía, hay que sustituirlo por el principio del trabajo vivo que controla en trabajo acumulado para una producción destinada a satisfacer las necesidades de los miembros de la sociedad. La dictadura del proletariado deberá combatir el productivismo absurdo y catastrófico del capitalismo. Como decía la Izquierda comunista de Francia,
“La parte del sobretrabajo que el proletariado tendrá que deducir será, sin duda, al principio tan grande como bajo el capitalismo. El principio económico socialista no podría diferenciarse, en su importancia inmediata, de la relación entre el trabajo pagado y el no pagado. Solo la tendencia de la curva, la tendencia al acercamiento de esa relación podrá servir de indicación sobre la evolución de la economía y ser el barómetro que indique la naturaleza de clase de la producción” ([10]).
El segundo tema en discusión es el tratado en el punto 11 de nuestra plataforma: “La autogestión, autoexplotación del proletariado». Aquí tú afirmas un neto desacuerdo con nuestra posición. Te parece inconcebible que los obreros se exploten a sí mismos: “No lo entiendo en absoluto”, escribes, “¿cómo es posible explotarse?, sería como robarse a uno mismo.” Desde las grandes luchas obreras de finales de los años 60, la mayoría de nuestras secciones se las ha visto con la cuestión de la autogestión que realizarían los obreros de “su” empresa en el seno de la sociedad capitalista. Pudieron comprobar en la práctica que tras la careta autogestionaria se oculta la trampa del aislamiento tendida por los sindicatos. Los ejemplos son muy numerosos: la empresa que fabricaba los relojes Lip en Francia en 1973, Quaregnon y Salik en Bélgica en 1978-79, Triumph en Inglaterra en la misma época y recientemente, la mina de Tower Colliery en Gales. Cada vez el guión era el mismo: la amenaza de quiebra provoca la lucha en los obreros, los sindicatos organizan el aislamiento de la lucha y acaban obteniendo la derrota usando como señuelo la compra de la fábrica por los obreros y los cuadros, entregando a veces eso sí, varios meses de sueldo o la prima por despido para aumentar el capital de la empresa. En 1979, la fábrica Lip, tras haberse convertido en cooperativa obrera, se vio obligada a cerrar bajo la presión de la competencia. En la última Asamblea general, un obrero expresó su rabia y desesperación ante unos delegados sindicales que habían llegado a ser, de hecho, los verdaderos patrones de la empresa: “¡Sois unos rastreros! Hoy sois vosotros quienes nos echáis a la calle… Nos habéis mentido!” ([11]) Hacer aceptar los sacrificios que impone la crisis económica, obliga a ahogar las luchas obreras de resistencia. Para eso sirve la consigna de la autogestión.
Esa postura de principio está en pleno acuerdo con el marxismo. Hay que decir que no somos los primeros en usar la noción de autoexplotación de los obreros. Rosa Luxemburg escribía lo siguiente en 1898:
“Pero en la economía capitalista la distribución domina la producción y, debido a la competencia, la completa dominación del proceso de producción por los intereses del capital --es decir, la explotación más despiadada-- se convierte en una condición imprescindible para la supervivencia de una empresa.
Esto se manifiesta en la necesidad, a causa de las exigencias del mercado, de intensificar todo lo posible los ritmos de trabajo, alargar o acortar la jornada laboral, necesitar más mano de obra o ponerla en la calle..., en una palabra, practicar todos los métodos ya conocidos que hacen competitiva a una empresa capitalista. Y al desempeñar el papel de empresario, los trabajadores de la cooperativa se ven en la contradicción de tener que regirse con toda la severidad propia de una empresa incluso contra sí mismos, contradicción que acaba hundiendo la cooperativa de producción, que o bien se convierte en una empresa capitalista normal o bien, si los intereses de los obreros predominan, se disuelve” ([12]).
Cuando unos obreros hacen consigo mismos el papel de empresarios capitalistas, a eso es a los que nosotros llamamos autoexplotación. Tu defensa de la autogestión se apoya en la experiencia de las cooperativas obreras del siglo xix y, en particular, citas la “Resolución sobre el trabajo cooperativo”, adoptada en el primer Congreso de la AIT. Marx y Engels, en efecto, alentaron en varias ocasiones el movimiento cooperativo, sobre todo de cooperativas de producción, no tanto por sus resultados prácticos, sino porque fortalecían la idea de que los proletarios podrían muy bien pasar de los capitalistas. Por eso fue por lo que insistieron en los límites, en los riesgos constantes de que cayeran más o menos directamente bajo el control de la burguesía. Su preocupación era evitar que las cooperativas desviaran a los obreros de la perspectiva revolucionaria, de la necesidad de la toma del poder sobre el conjunto de la sociedad. Esa resolución estipula:
“a) Reconocemos el movimiento cooperativo como una de las fuerzas transformadoras de la sociedad actual, basada en el antagonismo de las clases. Su gran mérito es mostrar en la práctica que el sistema actual de subordinación del trabajo al capital, despótico y pauperizador, puede ser sustituido por el sistema republicano de la asociación de productores libres e iguales.
b) Pero el sistema cooperativo se limita a unas formas minúsculas surgidas de unos esfuerzos individuales de los esclavos asalariados y es impotente para transformar por sí mismo la sociedad capitalista. Para convertir la producción social en un sistema de trabajo cooperativo amplio y armonioso, son indispensables los cambios generales. Estos cambios no se obtendrán nunca sin el empleo de las fuerzas organizadas de la sociedad. O sea, el poder de Estado, arrancado de las manos de los capitalistas y de los grandes propietarios, debe ser manejado por los productores mismos” ([13]).
Tú citas, por cierto, la primera parte de ese pasaje, pero no la segunda, y eso que es ésta la que de verdad pone las cosas en su sitio y refleja con mucha más fidelidad el pensamiento de Marx. Sabemos que en la Iª Internacional, Marx tenía que componérselas con toda una serie de esuelas socialistas confusas a las que esperaba hacer progresar. A medida que iba tomando conciencia de sí mismo, el movimiento obrero acabaría quitándose de encima las “recetas doctrinarias” y en ello Marx contribuyó activamente. Las asociaciones cooperativas pertenecían a esos “doctrinarios” que pretendían, con sus propuestas, soslayar la lucha de clases, la protección de los obreros, la lucha sindical e incluso la demolición de la sociedad capitalista. Para Marx, era indispensable que la clase obrera se alzara hasta la comprensión teórica de lo que debía realizar en la práctica. Por eso, la expresión: “un amplio y armonioso sistema de trabajo cooperativo” designa para él, sin lugar a dudas, la sociedad comunista y no una federación de cooperativas obreras.
La primera parte de esa resolución significa para ti que la lucha por reformas no es contradictoria con el derrocamiento revolucionario del capitalismo, que le es complementaria. Pero esa complementariedad solo era posible en la época del capitalismo progresista, época durante la cual la burguesía podía todavía desempeñar un papel revolucionario respecto a los vestigios del feudalismo. Entonces, los obreros debían participar en las luchas parlamentarias y sindicales por el reconocimiento de los derechos democráticos, para imponer grandes reformas sociales y acelerar la aparición de las condiciones de la revolución comunista. Hoy, en cambio, vivimos en la época de la decadencia del capitalismo. Con el estallido de la Primera Guerra mundial, con la aparición de un nuevo período del capitalismo, el imperialismo, las reformas se han hecho imposibles. Sin ese método histórico propio del marxismo, se acaba olvidando la advertencia de Lenin en la Revolución proletaria y el renegado Kautsky:
“Uno de los métodos más arteros del oportunismo consiste en repetir una posición que fue válida en el pasado.”
Afirmas que, según Marx, “el socialismo nace en el seno de la sociedad burguesa vieja y moribunda” Si leemos el Manifiesto comunista, por ejemplo, no encontramos en ningún sitio semejante idea. Marx y Engels explican en él que la burguesía desarrolló nuevas relaciones de producción progresivamente en el seno del feudalismo y que su revolución política vino a coronar el dominio económico antes adquirido. Y muestran que el proceso es inverso para el proletariado:
“Todas las clases anteriores que conquistaban la hegemonía, trataban de asegurarse su posición existencial ya conquistada sometiendo a toda la sociedad a su modo de apropiación. Los proletarios sólo pueden conquistar las fuerzas productivas sociales aboliendo su propio modo de apropiación en vigencia hasta el presente, aboliendo con ello todo el modo de apropiación vigente hasta la fecha. Los proletarios no tienen nada propio que consolidar; sólo tienen que destruir todo cuanto hasta el presente, ha asegurado y garantizado la propiedad privada” (Manifiesto comunista, “Burgueses y proletarios”).
La revolución política del proletariado es la condición indispensable para que surjan nuevas relaciones de producción. Lo que nace en el seno de la sociedad burguesa son las condiciones del socialismo, y no el socialismo mismo.
Para apoyar tu argumentación, desarrollas la idea de que:
“Decadencia significa estancamiento económico, incremento de la delincuencia, de la miseria y del desempleo, un poder de Estado débil e inestable (un buen ejemplo fueron los imperios militares en la antigua Roma que solo se mantenían durante algunos meses), una lucha de clases tensa. Y lo principal que no habéis mencionado en vuestro libro la Decadencia del capitalismo, es la aparición de nuevas relaciones de clase en el seno de la antigua sociedad moribunda. En el Imperio romano eran los colonos, los esclavos en las explotaciones agrícolas, o sea siervos en su esencia. En el período de destrucción de la sociedad burguesa, son las empresas autogestionadas, más precisamente las cooperativas.”
Es cierto que en el capitalismo decadente, la sociedad burguesa está marcada por una gran inestabilidad. La burguesía tiene que encarar un debilitamiento económico sin precedentes, la crisis de sobreproducción causa enormes estragos a causa de la insuficiencia de mercados solventes a escala internacional, las rivalidades imperialistas se agudizan acabando en guerra mundial. Y, precisamente, la burguesía responde a esa situación fortaleciendo el Estado como así fue en la decadencia del Imperio romano y con la monarquía absoluta en la del feudalismo. Agravación de la competencia, necesidad de una sobreexplotación del proletariado, aparición de un desempleo masivo, un estado totalitario que extiende sus tentáculos por toda la sociedad civil (y no un “Estado débil e inestable”): esas son precisamente las razones que hacen imposible que sobrevivan las cooperativas obreras.
Estamos plenamente de acuerdo contigo cuando dices que fueron “los comunistas de Izquierda los que tenían razón sobre la cuestión [del capitalismo de Estado] y no Lenin.” Comprendieron intuitivamente que el capitalismo se estaba reforzando en Rusia incluso sin burguesía privada y que el poder de la clase obrera estaba en peligro. En efecto, a causa del aislamiento de la revolución, los Consejos obreros acabaron perdiendo el poder en beneficio de un Estado con el que acabó identificándose por completo el partido bolchevique. Pero no por ello estamos de acuerdo con los remedios propuestos por la Oposición obrera de Alejandra Kolontai. Exigir que la gestión de las empresas y el intercambio de productos pasen bajo control de los obreros de cada fábrica lo único que podría hacer era agravar el problema, hacerlo más complicado todavía. No sólo los obreros habrían obtenido un poder simbólico, sino que además habrían perdido su unidad de clase que tan magníficamente había realizado con el surgimiento de los Consejos obreros y la influencia de un auténtico partido de vanguardia en su seno, el partido bolchevique.
Tú crees, al contrario, que:
“Es mucho más fácil y cómodo para los obreros controlar la producción a nivel de las empresas. (...) después de Octubre del 17, la economía se gestionó de manera centralizada. Finalmente, el socialismo se degradó en capitalismo de Estado, a pesar de la voluntad de los bolcheviques. (...) Así pues, bajo el socialismo, los Consejos obreros no tendrán la función de gestionar la economía, no planificarán la producción ni repartirán los productos. Si se les da esas funciones a los Consejos obreros, el socialismo evolucionará inevitablemente hacia el capitalismo de Estado.”
Nosotros, en cambio, estamos convencidos que la centralización es fundamental para el poder obrero. Si al socialismo le quitas la centralización, lo único que se obtendrá son unas comunidades autónomas anarquistas y la consiguiente regresión de las fuerzas productivas. Lo que ocurrió en Rusia fue que una fuerza centralizada, el Estado, suplantó a otra fuerza centralizada, los Consejos obreros. ¿De dónde vino, por consiguiente, la burocracia primero y la nueva burguesía estalinista después? Su origen es el Estado y no los Consejos obreros, los cuales sufrieron un proceso de decaimiento. No fue la centralización la causa de la degeneración de la revolución rusa. Si los Consejos obreros se debilitaron hasta desaparecer, si los propios bolcheviques acabaron siendo absorbidos por el Estado, se debe todo eso al aislamiento de revolución. Las ametralladoras que siegan al proletariado alemán alcanzan, de rebote, a un proletariado ruso que, muy rápidamente, será un gigante herido, debilitado, exangüe. Nueva confirmación, trágica y gran lección de la revolución rusa: ¡el socialismo es imposible en un solo país!
Para concluir, volvamos a tu idea de la autogestión de las empresas bajo el capitalismo ([14]). En esas cooperativas, los obreros deciden colectivamente el reparto de la ganancia. El salariado ya no existe, «los obreros reciben el valor de uso y no el valor de cambio de su fuerza de trabajo.» Nos parece, primero, que hay ahí una confusión entre «valor de cambio» y «valor de uso»: éste expresa la utilidad de lo producido, el uso que de ello puede hacerse. Y lo específico y fundamental del proceso de producción realizado por el proletariado moderno, comparado con otras épocas de la historia, es precisamente que los valores de uso que produce sólo la sociedad entera puede apropiárselos: contrariamente a los zapatos (por poner un ejemplo) producidos por el zapatero, los cientos de millones de microchips electrónicos producidos por los obreros de Intel o AMD no tienen ningún valor de uso “en sí”; su valor de uso sólo existe como componente de otras máquinas producidas por otros obreros en otras fábricas y que a su vez entran en la cadena de producción de otras fábricas... Y eso es cierto incluso para los “zapateros” contemporáneos: los obreros de Jinjiang en China producen 700 millones de pares por año: ¡trabajo cuesta imaginarse que podrían calzarlos todos! También cuesta imaginarse que tal o cual factoría autogestionada pague a sus obreros con máquinas cosechadoras, indivisibles por definición y otra pagara con bolígrafos.
Pero bueno, admitamos que, como dices tú, los obreros reciben lo equivalente tanto del capital variable como de la plusvalía producida. No podrán sin embargo consumir íntegramente los beneficios de la empresa, sino sólo una parte relativamente pequeña, pues el resto debe transformarse en nuevos medios de producción. En efecto, las leyes de la competencia (puesto que, evidentemente, seguimos estando en un contexto de competencia) son como son, de modo que toda empresa debe crecer y aumentar su productividad si no quiere perecer. Se acumula, por lo tanto, una parte de la ganancia y se transforma de nuevo en capital. Y obligatoriamente será una parte casi tan importante como la de una fábrica no autogestionada, si no, la empresa autogestionada no crecerá tan rápidamente como las demás y acabará también por decaer. Como mínimo, los precios de coste de la fábrica autogestionada deberán ser tan bajos como los del resto de la economía capitalista, pues si no, no encontrará compradores para sus productos. Lo cual quiere decir que inevitablemente los obreros de las fábricas autogestionadas deberán alinear sus sueldos y ritmos de trabajo con los empleados en empresas capitalistas: en una palabra, deberán autoexplotarse.
Es más, nos encontramos en las mismas condiciones de explotación que en cualquier otra empresa, puesto que la fuerza de trabajo sigue sometida, alienada, al trabajo muerto, al trabajo acumulado, al capital. Podrán recuperar, a lo más, esa fracción de la ganancia que en la empresa capitalista tradicional, sirve para el consumo personal del patrón o los dividendos de los accionistas. Los obreros, tan contentos por haber obtenido un suplemento de sueldo, pronto perderán sus ilusiones. Los jefes que habían elegido con la mayor confianza puesta en ellos, deberán pronto aprender a convencerlos de que devuelvan ese suplemento e incluso acepten reducciones de sueldo.
“Pero ni la transformación en sociedades por acciones ni la transformación en propiedad del Estado [ni la transformación en empresas autogestionadas, podríamos añadir] suprime la propiedad del capital sobre las fuerzas productivas”, dice Engels en Anti-Dühring. La transformación del estatuto jurídico de las empresas no cambia para nada su naturaleza capitalista, porque el capital no es una forma de propiedad, sino que es una relación social. Únicamente la revolución política del proletariado, al imponer una nueva orientación a la producción social, puede eliminar el capital. Pero no podrá realizar su destino yendo hacia atrás, hacia etapas anteriores a la socialización internacional alcanzada bajo el capitalismo. Muy al contrario, deberá dar término a esa socialización, rompiendo los marcos nacionales, de la empresa y la división del trabajo. La consigna del Manifiesto comunista tomará entonces todo su sentido: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”.
En espera de volver a leerte, recibe nuestros saludos fraternos y comunistas.
C.C.I., 22 de noviembre de 2005
[1]) GULAG son las siglas en ruso de la administración de los campos de concentración que el régimen estalinista había sembrado por toda la geografía de la URSS y, por extensión, los campos mismos.
[2]) Policía política y servicios de Seguridad del Estado en la extinta URSS.
[3]) Crítica al programa de Gotha. Glosas marginales en www.marx.org [45].
[4]) Karl Marx, Miseria de la filosofía. C. 1º: “Un descubrimiento científico”; 2ª parte: “El valor constituido o el valor sintético”
[5]) Karl Marx, Obra citada.
[6]) K. Marx, Prólogo a la primera edición alemana del primer tomo de el Capital (1867). www.marxists.org/espa [46]ñol
[7]) Pierre-Joseph Proudhon, citado por Claude Harmel, Histoire de l’anarchie, Ed. Champ Libre, París, 1984. (trad. nuestra).
[8]) Marx, Crítica del Programa de Gotha. I.
[9]) Cap. V, “Génesis del Estado ateniense”. Biblioteca virtual Espartaco.
[10]) “L’expérience russe”, Internationalisme n° 10, mayo de 1946, reproducido en la Revista internacional n° 61, II-1990.
[11]) Révolution internationale n° 67, publicación de la CCI en Francia (11/1979).
[12]) Rosa Luxemburg, Reforma o revolución, 2ª parte, cap. 2: “Sindicatos, cooperativas y democracia política”.
[13]) Marx, Resoluciones del primer Congreso de la A.I.T. (reunido en Ginebra en septiembre de 1866), en Œuvres, Économie I, Éditions Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, París. Traducido del francés por nosotros.
[14]) Así dice tu carta:
“La autogestión (en el sentido pleno del término), es cuando los obreros gestionan ellos mismos su empresa, repartiéndose incluso las ganancias. De hecho, la empresa se ha vuelto propiedad de los obreros.”
“Para mí, las empresas cooperativas tienen las características siguientes:
1) ausencia total de salariado,
2) elección de todos los responsables,
3) distribución de las ganancias por el colectivo de los trabajadores de la empresa.”
“En las empresas en las que no existe salariado, o sea, cuando los obreros reciben el valor de uso [el capital variable + la plusvalía] y no el valor de cambio de su fuerza de trabajo [le capital variable], la producción es diez veces más eficaz.”
“Los obreros fabrican productos, los venden en el mercado. Con lo que han ganado, pueden comprar lo equivalente de la misma cantidad de trabajo a otros obreros. Hay así una distribución realizada sobre la base de la cantidad de trabajo. Después, una parte del valor va a la renovación de los medios de producción, mientras que la otra va al consumo individual de los obreros.”
La “revolución naranja” de 2004 en Ucrania fue un acontecimiento muy mediatizado en Occidente. Poseía todos los ingredientes de una novela de política-ficción: por un lado una mafia estaliniana corrompidísima, probablemente culpable del asesinato de un periodista al que se le achacaba una encuesta demasiado profunda sobre los “negocios” de esa mafia, y por el otro Víctor Yúshchenko, el heroico defensor de la democracia de rostro devastado por el veneno de un atentado fallido del KGB y apoyado por la hermosa Yulia Timoshenko, figura emblemática de la juventud y de la esperanza en el porvenir.
Una de las mayores cualidades de este articulo, muy documentado, está en que muestra las partes escondidas de la “revolución naranja” y, por ello, desmitifica las ilusiones sobre la democratización en los países de la antigua URSS. Desde 2004, los acontecimientos han confirmado ampliamente el análisis expuesto por este artículo: esencialmente, la democratización en Ucrania fue el disfraz de las luchas por el poder entre los principales clanes de la burguesía nacional. Timoshenko, Primera ministra del nuevo gobierno de Yúshchenko, fue destituida por éste al cabo de apenas nueve meses. Las elecciones de 2006 (en las que se vio al Partido de las Regiones de Yanukóvich, candidato presidencial frustrado y heredero de Kushma, hacerse con el mayor bloque parlamentario) fueron seguidas por una serie de negociaciones entre todos los partidos. Entonces se vio a Y. Timoshenko (que no había logrado recuperar su puesto de Primera ministra a pesar de un intento de acuerdo con el partido Nuestra Ucrania de Yúshchenko) unirse con los “socialistas”, con los “comunistas” y... con el Partido de las Regiones para acabar nombrando para ese cargo a su antiguo enemigo, Yanukóvich. Las alianzas son tan inestables y basadas en luchas de camarillas que la situación puede haber cambiado del todo cuando se publique este artículo.
Hacemos nuestra la denuncia de la democracia hecha por el autor del artículo. En particular, queremos subrayar la justeza de la idea que dice que “cuando los obreros se unen a un movimiento burgués bajo consignas democráticas, ello implica que se niegan a luchar por sus intereses específicos de clase”. Hay sin embargo varios puntos con los que hemos considerado necesario señalar desacuerdos o que consideramos imprecisos. Para no perturbar el hilo de la argumentación, esos puntos están señalados con letras (a, b…) y referenciados en unas “Notas de la redacción” al final del artículo.
CCI, 7 de julio de 2006.
Estamos asistiendo en varios países del mundo a una tendencia creciente a la restricción de los derechos y de las libertades de los ciudadanos, a un retroceso de la democracia burguesa. Por otro lado van surgiendo periódicamente en la vida pública movimientos que reclaman el restablecimiento de la democracia. Sus consignas son a veces confusas e inconsecuentes, pero casi siempre son totalmente huecas. Sin embargo, como lo ha demostrado la experiencia de la “revolución naranja” en Ucrania, pueden arrastrar a millones de seres. Es tan grande el poder de atracción de la democracia y tan masivos son los movimientos que fomenta que mucha gente de izquierdas, radicales o moderados, se precipitan para alistarse en el campo de los “revolucionarios demócratas”. Se les llena el alma de la noble aspiración de escapar de la cárcel del autoritarismo para entrar en el reino de la libertad. Pero si en el pasado la victoria del orden capitalista para establecer una democracia burguesa era compatible con la actividad revolucionaria, hoy en día, en la sociedad capitalista desarrollada, la lucha por la democracia ya no tiene nada que ver con la lucha revolucionaria. El marxista que no lo entiende cae en una situación trágica cuando no tragicómica. Puede escapar de la cárcel del autoritarismo, pero apenas lo ha hecho se cierra brutalmente la trampa de la democracia y ya no le es posible escaparse. Ahora voy a intentar desarrollar esta toma de posición.
Un desarrollo desigual, la anarquía de la producción y una multitud de intereses de la clase dominante son característicos de la sociedad capitalista. Esto es un axioma para cualquier observador que no tenga prejuicios. Este es pues nuestro punto de partida. La experiencia muestra que en la sociedad capitalista, la configuración de los diversos grupos de intereses en la clase dominante se modifica en lapsos relativamente cortos. En la práctica, hoy ya no es como ayer y mañana será bastante diferente de hoy. En la medida en que el equilibrio de intereses de la burguesía cambia de forma dinámica, resulta necesario que el sistema político de la sociedad capitalista sea capaz de adaptarse a tiempo a esas transformaciones. O sea que no sólo ha de ser flexible sino que ha de poder tomar también las formas más variadas. De esto resulta que cuanto menos flexibles sean las formas políticas de la sociedad burguesa menos serán capaces de responder a esas modificaciones de las relaciones de fuerza y menos podrán perdurar.
La dictadura es probablemente una de las formas menos flexibles del sistema político burgués, uno de los menos adaptados para reaccionar rápidamente a una modificación de las relaciones de fuerza en la misma burguesía. En realidad, no la crea la burguesía más que para perpetuar un equilibrio adquirido cuando triunfa. Sin embargo, resulta imposible eliminar una característica de la sociedad burguesa como la de los cambios de intereses en la misma clase dominante. Por ello y por regla general las dictaduras son históricamente de poca duración. Concretamente, se pueden contar con los dedos de una mano los regímenes burgueses de dictadura que han durado más de un cuarto de siglo. Y siempre por regla general, semejante longevidad no se ve más que en países atrasados. Un ejemplo de ello es Corea del Norte, en donde la familia Kim ejerce su dictadura desde hace sesenta años. Los regímenes democráticos burgueses pueden en cambio sobrevivir durante siglos. El secreto de su estabilidad está en su flexibilidad. La democracia burguesa permite reflejar fácil y eficazmente las modificaciones de los grupos de intereses de la burguesía en el sistema político. En ese sentido, es la máscara política ideal para la dominación del capital [a].
Pero lo que aquí nos interesa no son las ventajas que saca el capitalismo de la democracia burguesa, sino los procesos que se han desarrollado en condiciones dominadas por regímenes no democráticos, autoritarios o francamente dictatoriales. Claro está que existen razones objetivas para el establecimiento de un modo particular de gobierno, o sea que ciertos equilibrios de intereses en la burguesía conducen a su aparición. Pero ese equilibrio no es el mismo hoy que ayer. Y si las causas que han permitido que se establezca un régimen autoritario desaparecen, significa que el régimen mismo ha de desaparecer.
Pero como ya lo hemos dicho, los regímenes dictatoriales o autoritarios no se adaptan a las situaciones de la sociedad, exigen, por contrario, que las situaciones se adapten a ellos. Y ante la perspectiva de desaparecer prefieren agarrarse a mentiras y engaños para intentar prolongar su existencia a pesar del estado de la sociedad civil. Semejante situación no puede satisfacer a las capas de la burguesía cuyos intereses no se expresan en el régimen en el poder. Intentan actuar como oposición, acusan el régimen de ser antidemocrático e intentan acabar con ese poder. Al ser alternativas a la dictadura, proponen la democracia porque ésta les permite cambiar el reparto de poder en los órganos del poder estatal en función del nuevo equilibrio de intereses, lo que no permite la dictadura o un modo de dominación autoritario. Cualquier oposición burguesa en ese tipo de sistema despliega entonces con orgullo la bandera de la democracia. Para nosotros es secundario que siga fiel a los principios de la democracia tras su triunfo, porque si no lo sigue siendo, la bandera democrática será entonces alzada por otra fracción de la burguesía, quizás una fracción del grupo en el poder, y así volverá a empezar la lucha por la democracia.
Mucho más importantes son los métodos que utiliza la oposición burguesa en la lucha por sus ideales políticos propios. Dependen en gran parte de las características del régimen contra el que lucha. Un régimen autoritario cuanto más ignore con obstinación las reivindicaciones de la opinión pública burguesa, cuanto más se agarre al poder y utilice la violencia para evitar el hundimiento ante una nueva relación de fuerzas entre diversos intereses, más fuerte será la resistencia que ha de combatir la oposición burguesa y más radicales los medios empleados por sus políticos. Recordaremos que la oposición al actual dictador de Turkmenistán, Niyázov, ha originado una emigración política secreta o que Mijail Saakashvili (Presidente de Georgia ([1]) y Yúshchenko (Presidente de Ucrania) llamaron “revolución”, sin la menor vergüenza, a los acontecimientos que los auparon al poder.
Así es cómo el radicalismo más o menos grande de los métodos de lucha por la democracia depende de las condiciones del régimen autoritario y de la dictadura. Cuanto mayor es la orgía arbitraria que se permite una dictadura cuando lucha para sobrevivir, tantas más posibilidades existen de que las figuras mas respetables de las oposiciones burguesas declaren que son revolucionarias.
Cuanto más extremista e inflexible se ponga un régimen autoritario ante los cambios necesarios, más la oposición burguesa ha de concentrar sus fuerzas para derribarlo. Para reunir esas fuerzas, debe tener el apoyo de las masas trabajadoras y de la pequeña burguesía. Cuando lo logra, aumenta ampliamente sus capacidades de triunfar sobre su enemigo. Obreros, campesinos y comerciantes se unen así con la oposición con unas bases burguesas desde el principio, puesto que la única finalidad estratégica que propone dicha oposición son unos cambios a favor de las élites burguesas. En consecuencia, cuando los obreros se unen a un movimiento burgués bajo consignas democráticas, ello implica que se niegan a luchar por sus intereses específicos de clase. Y los marxistas que hoy abandonan los fines estratégicos de la lucha de clases a favor de los intereses de un movimiento de oposición no hacen sino salir del terreno independiente de clase poniéndose a la cola de la burguesía. Al desarrollar la propaganda a favor de la democracia, no hacen sino ayudar a una fracción de la burguesía a derribar a otra, sin más.
Por mucho que esa lucha sea de gran amplitud, por mucho que en ella se impliquen las masas trabajadoras, por muy radicales que sean sus métodos, por muy tenaz que sea la resistencia contra el adversario e incluso por muy capaz que sea de organizar una rebelión armada, todo eso no hace de ella una lucha revolucionaria. Lo más que hace es dar la ilusión de una revolución, debido a las similitudes con las formas y métodos de lucha de las experiencias realmente revolucionarias. Pero que se parezca exteriormente no significa que tenga una misma esencia. Así como una ballena puede parecerse a un pez cuando en realidad es un mamífero, así la lucha a favor de la democracia en la sociedad capitalista desarrollada podría parecer una revolución pero no lo es. La revolución es un cambio cualitativo en el desarrollo de la sociedad, una transición de una forma a otra, y su elemento principal es un cambio en las relaciones de propiedad [b]. ¿Qué cambios en las relaciones de propiedad ha realizado la “revolución naranja” por ejemplo? ¿Qué cambio ha habido en Ucrania en 2004?
Dicho eso, se sabe también que el término “revolución” se utiliza igualmente para calificar acontecimientos que no ponen en tela de juicio a las relaciones de propiedad, como por ejemplo en Francia en 1830, 1848 o 1870. Esos acontecimientos se caracterizaban por cambios efectivos progresivos: cada vez tomaba el poder la fracción de la burguesía menos lastrada que las demás por restos feudales. Esos acontecimientos, últimos actos de la Gran Revolución francesa de 1789, desembarazaron a la sociedad de relaciones feudales de propiedad y en ese sentido sí que se puede hablar de ellos como de revoluciones. Cuando la sociedad capitalista llega a su madurez, cualquier cambio en las fracciones dominantes, sean cuales sean sus métodos, no son, ni mucho menos, el cambio de una fracción burguesa, cargada de residuos feudales, a otra más progresista. El cambio se hace entre semejantes, entre una fracción burguesa y otra equivalente. No se puede hablar ya de fracciones más progresistas. En la sociedad capitalista puede haber luchas democráticas contra la dictadura o luchas a favor de la dictadura contra la democracia pero el único cambio revolucionario es el que conduce a su destrucción y a la creación de un nuevo orden, superior, el comunismo.
Los marxistas que intentan aliarse a grupos de oposición burgueses están condenados a liquidarse a sí mismos. Al entrar en lucha al lado de un grupo burgués y al abandonar entonces su posición independiente, también abandonan, voluntariamente, la actividad comunista revolucionaria que es hoy la única posible. Sean cuales sean sus intenciones subjetivas, ya no luchan a favor del comunismo. Esta es la trampa en la que caen al defender la democracia. Piensan que derribando la dictadura se acercarán a una nueva forma social, cuando en realidad destruyen totalmente su fuerza propia y su capacidad de luchar por su causa. Sus reivindicaciones propias se disuelven en el movimiento de oposición democrática: su diferencia de esencia también.
Esa es la teoría. De ella se desprenden conclusiones prácticas muy importantes. Los marxistas que viven en países bajo régimen autoritario han de prepararse para derribarlo. El primer signo anunciador de ese futuro derribo será la aparición de oposiciones burguesas con consignas generalmente democráticas. Luego, cuanto más estúpidos sean quienes ocupan el aparato estatal más se parecerá su derrocamiento a una revolución. Pero es necesario entender claramente que una oposición burguesa, sea cual sea su lucha por la victoria, no puede ser revolucionaria y no traerá con ella cambios fundamentales. Sean cuales sean las circunstancias, los marxistas no han de seguir a la oposición burguesa, incluso si a nivel táctico su lucha y la nuestra contra el gobierno burgués puedan coincidir temporalmente. Al contrario, es necesario denunciar tanto el régimen autoritario como las ilusiones democráticas que provoca. Solo así se puede utilizar la ruina de un régimen autoritario para reforzar nuestras propias posiciones en la lucha por el comunismo. ¿Por qué? Porque en el sistema político por el que luchamos no habrá sitio para la burguesía, sea democrática o autoritaria.
Ucrania no ha conocido desde 1993 una crisis política tan aguda como la de la “revolución naranja”. Aquel año estuvo marcado por la huelga general en el Donbass y la región industrial de Pridneprovie. Basado en una coincidencia entre sus intereses propios y los de los “patrones rojos”, la clase obrera luchó contra las políticas de depredador del Estado ucraniano. La huelga provocó la dimisión de Leonid Kuchma (entonces ministro) y una crisis en la cabeza del Estado burgués. Como consecuencia de esto hubo elecciones parlamentarias y presidenciales anticipadas. Pero la clase obrera no había alcanzado su objetivo principal, o sea acabar con la crisis económica y el robo.
La crisis de noviembre-diciembre del 2004 es muy diferente de la de agosto-septiembre del 1993. Mientras que en ésta el proletariado había luchado como fuerza política independiente, en 2003 no apareció como tal [c]. Por ello un análisis social de clase de los acontecimientos ha de basarse en el conocimiento del equilibrio existente entre las fuerzas del poder burgués. Es precisamente una ruptura en sus filas la que ha provocado la “revolución naranja”.
Hasta el verano del 2004, el régimen Kuchma logró mantener oculto lo que ocurría en Ucrania; por eso las primeras etapas de la separación entre el ala “blanquiazul” y el ala “naranja” pasaron desapercibidas para la mayoría de la gente. El propio autor de estas líneas, que vive en la región “blanquiazul”, lo más que notó fue una atmósfera de estabilidad asfixiante. Mientras tanto, en Ucrania occidental, en Kiev y ciertas regiones del centro, el movimiento “naranja” había empezado a surgir. Pero la ruptura en la clase dominante había precedido ese proceso.
La famosa crisis del invierno 2000-2001 (el “asunto Gongadze” ([2])) favoreció el surgimiento de una oposición anti-Kuchma. Tras muchas dudas y fluctuaciones, Víktor Yúshchenko se unió a la oposición. En abril 2001, Kuchma lo había dimitido de sus funciones de Primer ministro. La oposición había amenazado a Kuchma de acusarlo y éste temió que Yúshchenko se transformara en adversario, puesto que según la Constitución, es el Primer ministro quien cumple con las funciones de Presidente si éste es acusado. Lo que temía Kuchma se verificó. El ex primer ministro Yúshchenko encabezó una oposición de derechas y afirmó sus ambiciones presidenciales. Gracias a las elecciones parlamentarias de 2002 en las que se dieron fraudes masivos en particular en la región de Donetsk (cuyo gobernador era Yanukóvich), Kuchma logró obtener una mayoría estable para apoyar su presidencia. Los opositores de todo tipo desaparecieron gradualmente del escenario político; el control de los medios fue reforzado, etc. Lenta pero firmemente, Ucrania se “putinizaba”. Sin embargo, entre bastidores, las cosas no eran tan sencillas. Y Kushma tenía que pensar en su sucesor a la Presidencia.
Los antiguos pensaban que el mundo se apoyaba en tres ballenas. A pesar de no ser “el mundo”, Leonid Kuchma también tenia tres pilares, tres clanes oligárquicos o, para ser mas precisos, tres grupos industrial-financieros. Eran los clanes de Kiev, del Donetsk y del Dniepropetrosk. Éste mantuvo durante mucho tiempo una posición dominante, lo que no es de extrañar puesto que era el clan originario del antiguo presidente. Gracias a Leonid Kuchma restableció la posición dominante que tenía en tiempos de Bréznev. El jefe indiscutible del clan del Donetsk es Rinat Ahmetov, y el clan de Kiev está dirigido por los hermanos Surkis y Medvedchuk.
En los años 1990 el clan de Dniepropetrovsk tenía el papel dirigente en la política ucraniana, pero la situación cambió con la segunda presidencia de Kuchma. El desarrollo industrial iniciado en Ucrania reforzó las posiciones del clan de Donetsk. Se tienen pocos detalles sobre las luchas internas entre clanes en aquellas condiciones de cambio de equilibrio, pero se conoce el resultado final. En el otoño del 2002, el clan de Donetsk hizo ascender como heredero de Kuchma a un jefe de la administración estatal del oblast (región) de Donetsk, de nombre Víctor Yanukóvich. Durante el verano del 2003, se confirmó que esa elección era definitiva.
Para el clan de Donetsk empezó un proceso de reforzamiento, lo que se llama en ciencias económicas un efecto de multiplicación. El reforzamiento relativo con respecto a los demás clanes le permitió ganarse el puesto de Primer ministro, lo que a su vez favoreció un reforzamiento económico de Donetsk y también entonces la perspectiva de las presidenciales, con la posibilidad de dominar definitivamente a sus rivales. Utilizando la posibilidad que Yanukóvich significaba, los hombres de Donetsk fueron los actores de una gran expansión económica. A principios de los 90, expertos independientes ya notaron que ello disgustaba al clan del Dniepropetrovsk y también potencialmente a los hombres de negocio de Járkov. Sin embargo, a principios de 2004, la burguesía de Járkov seguía en buenos términos con el jerarca de Donetsk y el yerno del Presidente, Pinchuk (o sea el clan del Dniepropetrovsk), junto con Ahmétov privatizaron el gran complejo industrial de Krivorozhsteel. Las fricciones internas en la alianza dominante de los clanes y sus apéndices regionales no desaparecieron más que en el otoño de 2004.
La amenaza de la unidad de la fracción dominante de la burguesía vino de fuera. La burguesía ucraniana demostraba su incapacidad para superar la ruptura provocada por el asunto Gongadze, a pesar de los esfuerzos del partido autoritario. Las causas siguen siendo oscuras. En cualquier caso, el autor de este texto lo único que puede decir es que no posee suficientes informaciones sobre el tema. Sin embargo, a pesar del aislamiento gradual de la oposición, habían representantes del “partido autoritario” que seguían uniéndose a sus filas. En 2001-2002, el “partido” perdió gente de negocios y políticos tan importantes como Petr Poroshenko (que dimitió del Partido socialdemócrata de Ucrania (unificado)), Yury Yejanurov (que salió del Partido democrático del pueblo), Roman Bezsmertny (que abandonó directamente a Kuchma, pues era diputado presidencial en el Parlamento). El partido de Yúshchenko se benefició del apoyo del alcalde de Kiev, Alexander Omelshenko. A principios de 2004, Alexander Zinshenko, miembro importante del SPSDU(u) también se pasó a la oposición. Se peleó con sus colegas de partido y con el clan de Kiev, tomando partido por Yúshchenko. En septiembre de 2004 fue gastándose la mayoría presidencial en el parlamento, debido al éxito evidente de la campaña electoral de Yúshchenko. Varios diputados abandonaron la fracción del “centro” y el presidente ya solo poseía una mayoría relativa. La propaganda activa de Yúshchenko se iba desarrollando y en la futura región “naranja”, una organización, “Pora” (“¡Ahora ya!”) empezó a desarrollar sus actividades. Tuvo poco eco en el Sur. Mientras que en Ucrania occidental y en Kiev, las autoridades locales apoyaban claramente la campaña electoral de Yúshchenko, el aparato estatal seguía apoyando a Yanukóvich en el Centro, el Sur y el Este. Y a pesar de que ya durante el verano de 2004 era evidente que en las regiones centrales, la población estaba resueltamente opuesta a los dirigentes, no por eso se preocuparon los diputados que habrían podido temer por sus escaños.
Hemos de decir que el silencio de los “media” tuvo su importancia durante el verano de 2004. La región “blanquiazul” no conocía gran cosa del estado de ánimo dominante en la región “naranja”. Es una razón más para que los marxistas consideren que un partido bien organizado es necesario. En unas condiciones en que la clase dominante impide que circulen las informaciones que la molestan, sólo un partido fuertemente estructurado puede crear un canal para organizar la recogida y la difusión alternativas de las informaciones sobre lo que está ocurriendo en el país.
Sin embargo, también era particular la ruptura en la clase dominante. Antes de la “revolución naranja”, Pinchuk, Kushma y Putin – en momentos diferentes e independientemente unos de otros – habían tomado posición tanto a favor de Yúshchenko como de Yanukóvich, pues eran representantes de la misma orientación. Kushma hasta expresó arrepentimiento con respecto a la escisión. Pero a pesar de la escisión, entre sus representantes había como un especie de gentlemen’s agreement. A pesar de que cada uno de los partidos cubría con toneladas de basura y de material comprometedor a los demás, un tema permanecía tabú. La verdadera historia de la mentira sin precedentes con la que se engañó a la población ucraniana durante el primer decenio de la independencia es realmente un pozo sin fondo de informaciones que hubieran podido perjudicar a los adversarios, pero ni Yúshchenko ni Yanukóvich las utilizaron. El que tanto uno como otro hayan participado en esos sucios negocios probablemente fue más importante que su hostilidad mutua. Pero una cosa queda clara: les elecciones no debían cambiar el régimen sino modificar su composición.
La única diferencia significativa entre ambos partidos se refiere a la política exterior. Yanukóvich tenía la intención de proseguir la orientación de Kuchma en 2001-2004, que consistía en oscilar entre Unión Europea y Rusia con una tendencia fuerte hacia ésta. Yúshchenko tenía fama de ser pro-norteamericano cuando en realidad se inclinaba más hacia la Unión Europea y a alejarse de Rusia. La política del gobierno desde su triunfo lo confirma totalmente. Pero ¿quién tenía razón?
En enero del 2005, el periódico Uriadovy Courier publicó las primeras estadísticas sobre el desarrollo del comercio exterior de Ucrania en 2004. Nos llevan a concluir que la victoria de Yúshchenko no fue accidental. Entre enero y noviembre de 2004, las exportaciones aumentaron el 42,7 % para alcanzar unos 29 482,7 millones de dólares cuando las importaciones aumentaban en un 28,2 % con 26 070,3 millones de dólares. La balanza positiva del comercio paso de 324,3 millones de dólares a 3412,4 millones de dólares. Es una suma fantástica. Semejante ingreso del comercio exterior permitiría rembolsar la deuda exterior en apenas cuatro años. Pero el aspecto más interesante es que la parte rusa no alcanza más que 18 % de las exportaciones ucranianas y la parte norteamericana un 4,9 %. La Unión Europea se ha impuesto como el principal socio comercial de Ucrania (29,4) cuando la parte de la CEI es 26,2 %. El desarrollo industrial de Ucrania, al depender de la orientación de la economía hacia la exportación, el aumento de las ganancias de la burguesía ucraniana y hasta la del clan del Donetsk depende del éxito del desarrollo del comercio con la Unión Europea. Pero ya sabemos que la Unión Europea impide el acceso a sus mercados a los hombres de negocios de Estados hostiles. Por eso la burguesía ucraniana tenía sus razones para apoyar a Yúshchenko.
La coyuntura económica extranjera podía reforzar la posición del grupo de Yúshchenko en su lucha contra Kuchma-Yanukóvich, pero no podía hacer surgir los acontecimientos conocidos bajo el nombre de “revolución naranja”. Un factor interno era necesario para sublevar a las masas. Ese factor fue el descontento acumulado durante años en la sociedad. Pero tampoco eso era suficiente. No cabe duda de que el mismo descontento existe en Rusia, sin que por ello dé lugar a una “revolución naranja”. Por eso hemos de concluir que el factor decisivo que sirvió de derivativo al descontento fue la propia escisión en la clase dominante. La oposición decidió explotar el descontento de los explotados, orientarla en su beneficio y transformarla en ariete para destruir las posiciones del grupo dominante. Esa fue la esencia de la “revolución naranja”.
El movimiento naranja utilizó los valores oficiales del régimen de Kushma: el nacionalismo, la democracia, el mercado y la pretendida “opción europea”. Aquí no hay nada nuevo. Esos elementos son la base del mesianismo plasmado en la consigna “Yúshchenko, salvador de la nación” que ya ha abierto el camino a un culto de la personalidad. Esa es la única diferencia del movimiento naranja con la ideología que había lavado los cerebros de la población ucraniana desde hacía catorce años. En esas circunstancias, para ser un opositor naranja y tomar partido por Yúshchenko bastaba con creer que Kushma era un hipócrita que no cumplía con sus promesas.
Las ilusiones tan entusiastas en la propaganda de Yúshchenko no eran ni mucho menos compartidas por todos los grupos sociales. Los obreros del Sur y del Este estaban bastante satisfechos de los éxitos económicos de los últimos años y escépticos con respecto a las promesas de Yúshchenko de salvar Ucrania. Una cuestión seria es: ¿por que no tuvo la misma actitud el proletariado de Kiev? A pesar de que también considera que se beneficia del desarrollo industrial, ha apoyado a la fracción naranja. Otro elemento es que si ha tenido poco eco el nacionalismo ucraniano de Yúshchenko entre las poblaciones del Sur y del Este, es por que están compuestas esencialmente de rusos y ucranianos rusificados. Si se exceptúan los jóvenes cuya conciencia se ha formado en las condiciones de la propaganda nacionalista, Yúshchenko no tuvo apoyos en esas regiones, y ese apoyo entre la juventud era mas débil que en el Centro o en el Oeste.
En fin de cuentas, gran parte del “movimiento naranja” proviene de las capas pequeño-burguesas de la Ucrania central y occidental. Son campesinos, semiproletarios, comerciantes y estudiantes. Muchos proletarios de esas regiones apoyaron sin embargo a la fracción naranja. Ello merece que examinemos su carácter social. Excepto Liv, Lvov y otras ciudades más pequeñas, el proletariado de Ucrania del Centro y del Este está concentrado en pequeñas ciudades dispersas entre las aldeas. Según el censo de 1989, cuando el nivel de urbanización en Ucrania alcanzó su cota más alta, el 33,1 % de la población vivía en el campo. De las 16 regiones que apoyaron a la fracción naranja (excepto Kiev), solo en tres de ellas esa proporción era inferior al 41 %. En otras cinco oscilaba entre 43 y 47 % y en ocho sobrepasaban el 50 %, algunas de forma notable (oblast de Tarnopol: 52 %; oblast de Zakarpate, 58,9 %). La situación empeoró en los años 90: la industria estaba destruida, el nivel cultural de la población había retrocedido, los obreros debían recurrir a su huerta para sobrevivir y muchos empezaron a volver a trabajar la tierra, a restaurar sus vínculos sociales con las aldeas en las que tenían familia. La influencia del ambiente pequeño burgués rural aumentó muchísimo. Finalmente, los últimos años de auge industrial en las regiones agrarias se reflejan claramente en el plano electoral: la burguesía y la población de los grandes centros industriales se benefició de ese auge, pero no la zona naranja. El resultado es que el potencial de descontento se ha mantenido en esas regiones y que el grupo de Yúshchenko supo explotarlo para la lucha por sus intereses de facción, utilizando para sus fines a un proletariado muy infectado por una conciencia pequeño burguesa.
Yúshchenko y su hermana de armas Timoshenko (que hizo un poco el papel de Pasionaria ([3]) en la “revolución naranja”) probablemente nunca habrán oído hablar de los razonamientos de ciertos marxistas caídos en el menchevismo en busca de un nuevo tipo revolucionario. Los dirigentes naranja han sacado directamente lecciones de la experiencia de los bolcheviques [d]. En la noche del 22 de noviembre (recuento de votos de la segunda vuelta de las elecciones), no solo llamaron a sus simpatizantes a bajar a la calle en Kiev. Antes los habían unido y preparado, habían edificado la base organizativa apropiada y tenían preparada una estructura política. Las manifestaciones “espontáneas” en los parques de la ciudad habían sido preparadas de antemano por una propaganda y una minuciosa organización de las masas. Como muchos lo han dicho en Kiev, las tiendas de campaña aparecieron en la plaza de la Independencia antes de la segunda vuelta de las elecciones y los simpatizantes ya habían ido explicando desde la primavera quién era culpable y qué había que hacer. Es evidente además que aunque no sea ese el factor principal, las autoridades de la ciudad les facilitaron la tarea. Al llegar la hora decisiva, los descontentos del resultado ya sabían adónde había que ir y con quién reunirse. Estuvieron entonces esperando con “Pora” delante de la sede de Yúshchenko, y de las de los partidos Nuestra Ucrania y Batkivshchina (la Patria). La protesta social (poco importa lo que se esconde detrás) fue canalizada en luchas para “salvar la nación”. ¿Podrían decirnos los partidarios de los nuevos tipos de revolución cómo es posible neutralizar tales trampas de la burguesía y liberar aunque sea parte de la población de su dominio sin oponerle la misma arma, un partido organizado y preparado?
Es necesario también volver sobre unos puntos que han ocasionado ciertas dudas. Primero, ¿hubo fraude cuando las elecciones presidenciales? ¡Claro que sí! ¡De ambos lados! Se ha hablado menos de las maniobras de los simpatizantes de Yúshchenko porque éste no controlaba el aparato estatal como Yanukóvich y por eso sus posibilidades eran más limitadas. Es posible que sin fraude, ambos Víctor habrían obtenido los mismos votos en la segunda que la primera vuelta.
Otros afirman que el movimiento naranja era artificial, que la gente que lo apoyaba lo hacia por dinero, etc. En realidad no fue así, ni mucho menos. Empecemos por los aspectos negativos. Es sabido que a los que trabajaban para Yúshchenko se les pagaba, antes y durante las elecciones. Los partidos burgueses siempre lo hacen abiertamente. También se sabe que los activistas de Pora son pagados. Los individuos que fueron perseguidos por haber bloqueado el gabinete ministerial durante los acontecimientos “naranja” contestaron a los investigadores con respuestas aprendidas de memoria, lo que demuestra que no actuaban por convicciones. También se sabe que a muchas personas se les pagó el viaje a Kiev (aunque esta información se limite a la región “blanquiazul”). También es un hecho sabido que hubo “huelgas” de empresarios de un lado como del otro.
El periódico ruso Mirovaia Revolutsi (Revolución mundial) ya ha dado elementos sobre el carácter de ese fenómeno de las “huelgas patronales” en la CEI, aunque en su artículo se sugiere que esa facilidad no la necesite la burguesía ucraniana en un futuro cercano. Sin embargo, la realidad ha llevado a ese periódico a volver a tratar el tema. Los directores de empresas en el Donbass y en la región de Pridneprovie fueron los primeros en tomar la iniciativa de apoyar a Yanukóvich. Tras la segunda vuelta, hicieron una serie de huelgas cortas contra Yúshchenko: al sonar la sirena de la empresa, los obreros dejaban el trabajo y debían asistir a un mitin y rápidamente cada cual volvía a su puesto de trabajo a producir plusvalía. No son muy conocidas ni están analizadas las maniobras de los directores de fábrica “naranja”, pero es posible confirmar que la mayoría de oleadas de huelga en Ucrania occidental tras la segunda vuelta de las elecciones eran artificiales, viniendo la iniciativa desde arriba y no de abajo. En la región de Vinytsya, por ejemplo, Petr Poroshenko cerró todas sus fábricas y propuso llevar a la gente a los mítines de Kiev. Sin embargo, no se ha oído hablar de representantes de grupos de trabajadores o de comités de huelga relacionados con la “revolución naranja” ([4]).
Por otro lado, multitud de testimonios muestran que la mayoría de simpatizantes naranja ocuparon por convicción las plazas de la ciudad. Los mítines en Kiev reunieron a varios centenares de miles de personas. Se puede imaginar su importancia si se sabe que la plaza de la Independencia y las calles adyacentes no podían contener a todos los que querían estar presentes. La marea naranja iba hasta la plaza Sofía en donde está el monumento dedicado a Bogdan Jmelnitski. Los que conocen Kiev no necesitan más explicación para imaginarse lo que ello representa. Los simpatizantes naranja no temían el frío glacial que castigaba la capital a finales de noviembre. Ni la nieve, ni una temperatura de –10° C los dispersaron. La población de Kiev ayudó activamente a los visitantes, dándoles comida y habitación. Durante los primeros días de la “revolución”, el estado mayor de Yúshchenko no había logrado todavía reunir provisiones para los participantes a los mítines, pero fue el apoyo de los habitantes de la capital lo que contribuyó ampliamente en el éxito de las manifestaciones. En ciertos casos, alumnos y estudiantes hicieron novillos para participar en las acciones reivindicativas a pesar de los esfuerzos de los profesores por impedirlo. En las universidades de Lvov y Kiev, y en otras grandes escuelas se suspendieron las clases, no porque así lo hubieran decidido las administraciones de las universidades favorables a Yúshchenko, sino porque los estudiantes abandonaban las aulas para ir a manifestarse. El dinero no es suficiente para organizar todo eso.
También ha de mencionarse el fuerte nivel de disciplina de los simpatizantes naranja. Un servicio de orden para proteger los mítines se organizó casi inmediatamente en Kiev. Según testimonios dignos de confianza, éste se hizo en un primer tiempo espontáneamente. Después, claro está, se encargaron de ese trabajo los patrones naranja. A pesar del frío, los participantes a los mítines no bebían alcohol. Alcohólicos y drogados se localizaban rápidamente y se les echaba de las manifestaciones. El movimiento logró de esta forma evitar las provocaciones, las peleas y los desórdenes espontáneos. Todos esos hechos desmienten las tesis filisteas tan repetidas, del estilo de: ¿cómo es posible hacer una revolución con semejante pueblo? Si esas gentes fueron capaces de demostrar tales cualidades en la lucha por objetivos burgueses, ¡qué disciplina y organización sabrán demostrar cuando luchen por sus intereses de clase! Desgraciadamente hemos de reconocer que en las circunstancias actuales, centenares de miles de personas en Ucrania dedicaron sin reservas su tiempo, su energía, su salud en una lucha de una parte de la burguesía contra otra, para que el Primer ministro apartado por Kuchma triunfara sobre el que ocupaba el puesto.
Desde ese punto de vista, hemos de reconocer que desde el período de la Perestroika, jamás la burguesía había dominando tanto como hoy al proletariado [f]. No vimos ni el menor intento de nadie por defender una posición de clase independiente, salvo algunos grupos marxistas microscópicos. Todo eso se parece al año 1987, cuando la gente estaba unida al partido y hasta dispuesta a morir por él. La burguesía ha logrado restaurar su hegemonía sobre el proletariado con la victoria de Yúshchenko, pero lo ha hecho de tal forma que esa hegemonía no puede durar. Pronto empezará a deshacerse, aunque tengamos que analizar más precisamente el cómo y el porqué. También quisiera añadir que en las circunstancias actuales, es tal el liderazgo de Yúshchenko que puede ignorar totalmente los intereses del proletariado. El “poder honrado” de Yúshchenko no tardará en demostrar una arbitrariedad sin igual con respecto a los explotados. Basta con decir que los planes para que el Primero de mayo deje de ser fiesta ya están en marcha ([5]). Es un primer paso simbólico. ¡Todo un programa en un solo gesto!
Terminaremos con un análisis de los conflictos internos de la clase burguesa. La oleada naranja ha destrozado inmediatamente todas las estructuras en las que se apoyaba Yanukóvich. Los consejos regionales y municipales de varias regiones de Ucrania occidental y central declararon que reconocían a Yúshchenko de presidente, así como un municipio de Kiev. Litvin, presidente del Soviet supremo, empezó cautelosamente a apoyar a Yúshchenko y los representantes del alto mando del ejército declararon que no se opondrían al pueblo. En cuanto al presidente Kuchma, sorprendió a todos los observadores al retirarse por sí mismo. Se temió durante los primeros días de la “revolución naranja” que se utilizara la fuerza para dispersar los mítines. Leonid Kuchma no lo intentó. Es uno de los enigmas de la “revolución naranja”. Las contradicciones entre los hombres del Donetsk y los de Dniepropetrovsk debilitaron probablemente la posición de Kuchma. Como hemos dicho, éste sintió probablemente el incremento de la influencia de aquéllos. En todo caso, el clan Kuchma se negó a apoyar a Yanukóvich. Tres hechos importantes lo demuestran: la inacción de Kuchma, que el poderoso hombre de negocios Sergei Tigibko, que dirigía en aquel entonces tanto el Banco nacional de Ucrania como la campaña electoral de Yanukóvich, presentara su dimisión y abandonara a su suerte el estado mayor de su patrón, y que se produjera un levantamiento en Dniepropetrovsk cuando quedó claro que la “revolución naranja” no podía ya derrumbarse. En gobernador V. Yatsuba, protegido de Yanukóvich, dimitió porque los diputados del consejo regional eligieron a Shvest, predecesor de Yatsuba, como nuevo presidente. El gobernador se negó naturalmente a trabajar con su enemigo. Sin embargo, prudentemente, Kushma no confirmó esa dimisión.
También hubo una lucha encarnizada en la región de Járkov. Los círculos de negocios de la ciudad vieron la posibilidad de emanciparse de la tutela de los hombres de Donetsk y apoyaron el movimiento naranja. El consejo municipal de Járkov era favorable a Yúshchenko. El “salvador de la Nación” vino en persona para tratar con los hombres de negocios locales. Pero, por su lado, las autoridades locales luchaban a favor de Yanukóvich. Járkov, a pesar de la actividad naranja, siguió siendo blanquiazul.
Así es como la oleada naranja provocó una división en la clase dominante, socavando la posición de Yanukóvich. Muchos entre sus simpatizantes cambiaron de campo y se pasaron al de Yúshchenko. El control del aparato estatal empezaba a írsele a aquél de las manos. Podemos en esto observar la ventaja de Yúshchenko sobre su rival. Beneficiaba del apoyo de un movimiento popular masivo que Yanukóvich no tenía. La inacción de Kuchma permitió que la “revolución naranja” empezara a triunfar. Su éxito se debe en gran parte a la parálisis de la autoridad del Estado central. Sin embargo, a finales de la primera semana, los blanquiazules lanzaron una contraofensiva encabezada por una convención de representantes de los gobiernos locales en la ciudad de Severodonetsk. Esa convención exigía la transformación de Ucrania en federación y amenazaba con una secesión de las regiones blanquiazules. Al mismo tiempo empezaba la sesión del tribunal constitucional de Ucrania que decidió que los resultados del voto no eran válidos, decidiendo que se celebraran otras elecciones. La decisión del tribunal fue otro éxito de los naranja. La lucha luego se limitó a batallas por ganar posiciones, pero quedó claro que los blanquiazules estaban perdiendo. Sin embargo tuvieron algún éxito organizando un movimiento masivo de apoyo a Yanukóvich, pero mucho más débil que el movimiento naranja.
Globalmente, la “revolución naranja” se acabó con una victoria parcial del grupo Yúshchenko. Se concluyeron acuerdos entre él y Kuchma. Hubo que esperar a febrero de 2005, para que el consejo de ministros propusiera la reducción de los privilegios de Kuchma, y el edicto con las garantías a Kuchma contra toda diligencia contra él (como el que había promulgado V. Putin a favor de B. Yeltsin) y empezaran las maniobras gubernamentales para nacionalizar la fábrica de Krivorozhsteel, en Pinchuk ([6]). Es muy posible que Kushma no ganara gran cosa y que fuera Yúshchenko quien más se benefició del compromiso. Los detalles de las negociaciones se desconocen. Las fuerzas de la camarilla Kuchma-Yanukóvich decidieron garantizar su seguridad y llevar a cabo reformas constitucionales para ello. Estas reformas fueron la base para el arreglo entre la burguesía naranja y la blanquiazul. A nivel general, es muy interesante el destino de la reforma institucional. Al principio fue concebida para reforzar el poder presidencial y adaptar el sistema político ucraniano a las normas europeas. Luego, a finales del 2003, la mayoría presidencial decidió que era necesario cambiar de dirección disminuyendo el poder del Presidente. Probablemente había inquietudes de que el poder cayera en manos del popular Yúshchenko, y temor de dar demasiado poder a un protegido de los hombres del Donetsk, que iba a suceder sin la menor duda a Kushma. La oposición, encabezada por Yúshchenko y Timoshenko, apoyó el nuevo proyecto al principio para pronunciarse contra él a continuación. El voto sobre las enmiendas fracasó lamentablemente en enero del 2004. Solo faltaron cinco votos para que fuera aprobado. Pero había la posibilidad para que pudiera ser votado durante la sesión de otoño del Soviet supremo. Durante la “revolución naranja”, los que seguían en la mayoría presidencial utilizaron esa oportunidad. Declararon ser favorables a la reforma constitucional como condición esencial a la satisfacción de una serie de exigencias políticas de la “revolución naranja” ([7]). También estuvo de acuerdo la fracción Yúshchenko ([8]). Solo votó en contra la fracción de Timoshenko. Timoshenko puede lamentarse de ello hoy. Tras haber llegado a ser Primera ministra podía haberse beneficiado de todas las ventajas de la reforma. Desde enero del 2006, se ha limitado el poder del Presidente y el personaje central es el Primer ministro, designado por la mayoría parlamentaria ante la que es responsable. No importa que no haya actualmente mayoría en el Soviet supremo. Cuando éste votó a favor de Timoshenko para Primera ministra, 357 diputados de los 425 presentes votaron a su favor. Nunca desde 1989 había habido tanta “aprobación”. La burguesía ucraniana celebró así su total hegemonía sobre el proletariado.
En definitiva, una lección importante de la “revolución naranja” puede sacarse sobre el funcionamiento del Tribunal constitucional de Ucrania. Ya se sabe que las víctimas apelaron dos veces, exactamente por las mismas razones. En noviembre del 2004, Yúshchenko lo hizo contra la falsificación de los resultados de la segunda vuelta, y Yanukóvich hizo lo mismo para los resultados de la tercera vuelta en enero de 2005. No solo fueron diferentes los resultados, sino también la sentencia. En el primer caso, el Tribunal obró de buena fe y, en cuanto al fondo, contestó positivamente a las reclamaciones del demandante. En el segundo, la reunión acabó siendo una farsa y ni siquiera se planteó responder positivamente a la denuncia. Los adeptos de Yanukóvich dicen que el Tribunal estaba vendido a los naranja, pero es absurdo. En realidad, todo lo determina la relación de fuerzas. Centenares de miles de individuos apoyaban a Yúshchenko, dispuestos a recurrir a medidas extremas para apoderarse del poder por la violencia y no estaban concentrados en la periferia, sino en la misma capital. Yanukóvich no tenía la capacidad de movilizar a fuerzas tan importantes. El movimiento blanquiazul tenía entonces muchas menos fuerzas que el naranja y además no tenía apoyos en la capital. No ha de sorprender, pues, que perdieran. De ello se deriva:
1. que la concentración del poder de un movimiento social (independientemente de su carácter) en la capital es un factor importante de victoria;
2. que son las masas las que deciden cómo se concluye una lucha en los momentos de conflictos sociales importantes;
3. que el derecho del poder siempre es más fuerte que el poder de la ley, y que las reivindicaciones públicas masivas son capaces de triunfar sobre cualquier ley.
Esas conclusiones no contienen nada nuevo y confirman la validez de las tácticas revolucionarias elaboradas en tiempos de las grandes revoluciones europeas. También es necesario recordar que la similitud de los métodos no significa obligatoriamente que sean de igual naturaleza. La “revolución naranja” no era revolucionaria en nada. Todas sus vueltas y revueltas no pueden explicarse por motivos de “lucha de clases” sino por motivos de “luchas de clanes”. El pueblo, que tuvo un papel determinante en la victoria de Yúshchenko, nunca se vio reconocido como el actor social principal y se sometió voluntariamente al “salvador de la nación”. Confío en que este artículo lo haya mostrado debidamente y también en que los jefes naranja destruirán, de forma más o menos persuasiva, las ilusiones de los lectores que sigan siendo escépticos sobre esta toma de posición ([9]).
Yuri Shakin
[a] Estamos totalmente de acuerdo con esa caracterización. Queremos insistir en que es la capacidad de mistificar a la clase obrera de esa forma particularmente eficaz de la dictadura del capital, lo que determina por qué la burguesía en general no tiene otra posibilidad que la de recurrir a la democracia frente a las fracciones más importantes del proletariado mundial, cuando éstas no han sufrido una derrota física o política profundas, como las que sufrió el proletariado, en los años 30, en países como Alemania o Italia.
[b] Estamos totalmente de acuerdo con la profunda deferencia de carácter entre la revolución proletaria y las “ilusiones de revolución” que corresponden a formas que suelen adoptar las luchas entre fracciones de la burguesía. Queremos insistir, no obstante, sobre la superficialidad de esa semejanza de la que trata el texto entre revolución proletaria y movilización del pueblo en la calle por parte de la burguesía para sus propios fines. A nuestro parecer, en este plano, no existe similitud en las forma de la lucha y menos aún en sus métodos. Basta leer las páginas escritas por Trotski sobre las revoluciones de 1905 y 1917 en Rusia para convencerse de ello. Esas páginas ponen de relieve la espontaneidad de las masas obreras, su actividad creadora y su capacidad para autoorganizarse.
[c] Aquí hay sin duda una dificultad en la elección de los términos. Decir que el proletariado ha surgido como “fuerza política independiente” implica una capacidad de éste para actuar por sus propios intereses en el terreno político frente al poder estatal. Esto supone, por su parte, un nivel muy alto de conciencia, una de cuyas expresiones es la formación de su propio partido de clase. Está claro que esa situación no existe en Ucrania (como en ningún otro sitio) en 1993 y que resultaría más correcto decir que el proletariado luchaba en aquel entonces en su propio terreno de clase, o sea por intereses económicos propios, contrariamente a 2004.
[d] Es innegable que fue la capacidad del Partido bolchevique para hacer fracasar las trampas de la burguesía, y en particular la provocación de julio de 1917 para hacer estallar una insurrección prematura, lo que permitió la Revolución de octubre, como también lo fue su contribución esencial a la constitución del Comité militar revolucionario que permitió la victoria de la insurrección. Pero afirmar, como hace sin más el texto, que, gracias a sus cualidades políticas, el Partido bolchevique habría podido ser una fuente de inspiración para los dirigentes naranja tiende a limitarlo a un papel de estado mayor de la clase obrera. Esa visión del Partido bolchevique (ignoramos si la comparte el autor) es la del estalinismo y del trotskismo en degeneración. Para nosotros, no corresponde a la realidad de los lazos entre la clase obrera y su partido de clase. En particular porque pone en segundo plano el elemento fundamental, o sea la lucha política de ese partido por el desarrollo de la conciencia del proletariado.
[e] Aunque puede ser verdad puntualmente en la situación ucraniana, hay que precisar que la relación de fuerzas entre burguesía y proletariado no está determinada fundamentalmente por lo nacional, en cada país, sino internacionalmente. La relación de fuerzas actualmente desfavorable a los obreros de Ucrania podrá verse cambiada en el porvenir por el desarrollo de luchas obreras en otros países.
[f] Nos parece que la generalización es abusiva y que por ello puede crear confusiones. Como lo ha demostrado la historia, la burguesía es capaz de poner a las masas en movimiento de forma prematura con respecto a su nivel general de preparación, para infligirle una derrota militar decisiva como así fue con la insurrección en Berlín en enero de 1919.
[1]) En 2004, le pretendida revolución llamada “de las rosas” echó abajo al presidente Shevardnadze en Georgia.
[2]) En noviembre del 2000, el cadáver del periodista de la oposición Georgui Gonzadze, desaparecido en septiembre, apareció mutilado y decapitado. Se sospecha al presidente Kuchma de estar implicado en el asesinato.
[3]) Para los lectores occidentales es necesario precisar que contrariamente a Dolores Ibárruri, Yulia Timoshenko es multimillonaria y se la sospecha de haber construido su fortuna en gran parte gracias a gas robado procedente de Rusia y de su venta ilegal.
[4]) Hoy solo se sabe de tres huelgas a favor de Yúshchenko durante la “revolución naranja”. Se produjeron en Kiev y en las regiones de Lvov y Volin.
[5]) A pesar de que esos planes se han abandonado, la tendencia general demuestra que el poder es cada día más arbitrario.
[6]) Se nacionalizó para ser inmediatamente vendida con beneficios.
[7]) Dimisión del fiscal general y del presidente de la Comisión central electoral, revisión de los resultados oficiales de las elecciones, etc. Los Naranja lo obtuvieron al dar su acuerdo a la reforma constitucional.
[8]) Sus votos eran suficientes para que se aceptaran las enmiendas.
[9]) Las pasadas elecciones parlamentarias muestran que mi conclusión era muy optimista. Las ilusiones en el campo naranja están desapareciendo pero mueren tan lentamente como nacieron.
En la primera parte de este resumen del segundo volumen (ver Revista internacional nº 125) analizamos cómo el programa comunista se enriqueció con el enorme avance realizado por la clase obrera en el levantamiento revolucionario provocado por la Primera Guerra mundial. En esta segunda entrega veremos el combate que libraron los revolucionarios para comprender el retroceso y la posterior derrota de esta oleada revolucionaria, y cómo ese combate también nos legó lecciones de importancia inestimable para las futuras revoluciones.
Si como señaló Rosa Luxemburg, la revolución rusa fue “la primera experiencia de dictadura del proletariado en la historia mundial” (la Revolución rusa), se debe deducir que cualquier revolución futura deberá tener en cuenta esta primera experiencia y las lecciones que de ella se sacaron. El movimiento obrero no tiene el más mínimo interés en rehuir la realidad de los hechos. Por ello el esfuerzo por entender esas lecciones deberá abarcar el conjunto del movimiento revolucionario desde sus inicios, aunque asimilar completamente el legado dejado por la revolución fuera el resultado de años de experiencias penosas y de reflexiones no menos costosas.
El folleto de Rosa Luxemburg, la Revolución rusa, fue escrito en la cárcel en 1918, y constituye un auténtico ejemplo de cómo hacer la crítica de los errores de la revolución, puesto que lo primero que hace es manifestar su completa solidaridad con el poder de los soviets y el Partido bolchevique y subrayar que las dificultades a la que estos se enfrentan provienen, ante todo, del aislamiento del bastión revolucionario ruso. Concluye así que sólo la intervención del proletariado mundial – y especialmente del proletariado alemán – al ejecutar la sentencia histórica del capitalismo y acabar con él, permitiría superar esas dificultades.
A partir de ahí, Rosa Luxemburg plantea tres críticas a los bolcheviques:
• Sobre la cuestión agraria. Aunque Rosa reconocía que la consigna de los bolcheviques (“la tierra para los campesinos”) estaba plenamente justificada desde un punto de vista táctico para granjearse las masas campesinas para la revolución, veía también que actuando así los bolcheviques estaban creándose un problema añadido al establecer formalmente la parcelación de la propiedad agraria. Rosa tenía razón al afirmar que ese proceso conduciría a la formación de una capa conservadora de campesinos propietarios, pero la verdad es que tampoco la colectivización de la tierra hubiera supuesto, por sí misma, garantía alguna de avance al socialismo, si la revolución seguía estando aislada.
• Sobre la cuestión nacional. Las críticas de Luxemburg a la consigna de la “autodeterminación de las naciones” (críticas que también surgían desde las filas bolcheviques, como fue el caso de Piatakov), quedaron completamente confirmadas por los acontecimientos. Efectivamente la “autodeterminación nacional” sólo podía significar la “autodeterminación” para la burguesía. Y, por ello, en la época ya del imperialismo y de las revoluciones proletarias, los países (o sea las burguesías) a los que el poder soviético concedió la “independencia”, quedaron en realidad subordinados a las grandes potencias imperialistas en su combate, precisamente, contra la revolución rusa. Es verdad que el proletariado no podía ignorar los sentimientos nacionales de los obreros de las “naciones oprimidas”, pero para ganarlos para la causa de la revolución había que apelar a sus intereses comunes de clase, y no a sus ilusiones nacionalistas.
• Sobre la “democracia” y la “dictadura”. La posición de Rosa, en este aspecto, era muy contradictoria. Por un lado juzgaba que la supresión de la Asamblea constituyente por los bolcheviques había tenido un efecto negativo sobre la revolución. Aquí Luxemburg parece mostrar una extraña nostalgia por las formas ya superadas de la democracia burguesa. Sin embargo pocos meses más tarde, en la redacción del programa de la Liga espartaquista, se reivindica la sustitución de las caducas asambleas parlamentarias por los congresos de consejos obreros. Esto demuestra que, sobre esta cuestión, Rosa evolucionó muy rápidamente. En cualquier caso, sí están plenamente justificadas sus críticas a la tendencia de los bolcheviques a suprimir la libertad de expresión en el seno del movimiento obrero, pues las medidas que estos tomaron contra otros partidos y agrupamientos obreros, así como la transformación de los soviets en meras oficinas de registro del Partido-Estado bolchevique, tuvieron un efecto sumamente negativo para la supervivencia y la integridad de la dictadura del proletariado.
Pero también en la misma Rusia, y también desde 1918, empezaron a surgir reacciones contra el progresivo descarrilamiento del partido. El principal foco de esa respuesta (al menos en lo referente a la corriente revolucionaria marxista) fue la tendencia de la Izquierda comunista que existía dentro del propio Partido bolchevique. A esta tendencia se la conoce, especialmente, por su oposición al tratado de paz de Brest-Litovsk del que temía que significara la pérdida no sólo de importantes territorios, sino, sobre todo, de los principios mismos de la revolución. En lo relativo a los principios hemos de decir que no hay comparación posible entre este tratado y el que, cuatro años después, se firmó en Rapallo. Mientras que el primero se expuso abiertamente sin ocultar sus gravosas consecuencias, el segundo se pactó en secreto y significó, de hecho, una alianza entre el imperialismo alemán y el Estado soviético. También es verdad que la posición defendida por Bujarin y otros comunistas de izquierda en favor de una “guerra revolucionaria” se basaba, como más tarde demostró Bilan, en una grave confusión: la creencia en la posibilidad de extender la revolución mediante acciones militares de una u otra índole, cuando, en realidad, la única forma de ganar para su causa al resto de trabajadores del mundo era a través de medios esencialmente políticos (como la formación de la Internacional comunista en 1919).
Sin embargo, los primeros debates entre Lenin y las Izquierdas sobre la cuestión del capitalismo de Estado fueron de los más provechosos de la revolución. Si Lenin defendió la aceptación de los términos de la paz impuestos por Alemania en Brest-Litovsk, lo hacía persuadido de que el poder de los soviets necesitaba “un espacio vital” que hiciese posible reconstruir un mínimo de vida social y económica.
Los desacuerdos se centraban en dos cuestiones:
– los métodos empleados para conseguir tal objetivo. Mientras que Lenin, muy preocupado por desarrollar la productividad y la eficacia (para poder contrarrestar el enorme atraso de Rusia), postulaba medidas radicales como la aplicación del taylorismo y el restablecimiento de la dirección unipersonal en las fábricas, la Izquierda insistía en que tales medidas hacían peligrar que el proletariado pudiera asumir su propia educación y su propia actividad. También hubo encendidos debates sobre hasta qué punto eran aplicables al Ejército Rojo los principios de la Comuna.
– el peligro del capitalismo de Estado. Para Lenin, considerando el estado de fragmentación casi medieval en que se encontraba la economía rusa, el capitalismo de Estado suponía un paso adelante. En esto era coherente con su análisis de que las medidas de capitalismo de Estado que los países más adelantados habían adoptado durante la guerra, constituían, en cierto modo, una preparación para la transformación socialista. En cambio, las Izquierdas, veían en el capitalismo de Estado una amenaza inminente contra el poder de los soviets, y alertaban del riesgo que suponía que el partido se enredase en los mecanismos de control del Estado burocrático y que, finalmente, se situara en oposición a los intereses del proletariado.
Es verdad que esas críticas de las Izquierdas al capitalismo de Estado, aún muy embrionarias, no estaban exentas de confusiones, como por ejemplo creer que la principal amenaza provenía de la pequeña burguesía y no ver que la propia burocracia estatal podía desempeñar, por sí misma, el papel de una nueva burguesía. Mantenían, igualmente, ilusiones en las posibilidades de una auténtica transformación socialista dentro de las fronteras de Rusia.
Pero Lenin se equivocaba al no ver que el capitalismo de Estado era la antítesis del comunismo. Las advertencias lanzadas por la Izquierda contra los riesgos del desarrollo del capitalismo de Estado en Rusia resultaron ser verdaderamente premonitorias.
A pesar de las importantes diferencias que existían en el seno del Partido bolchevique a propósito de la dirección tomada por la revolución, y más aún sobre la orientación que tomaba el Estado soviético, la amenaza inminente de la contrarrevolución hizo que esos desacuerdos quedaran, de alguna manera, contenidos. Lo mismo cabe decir de las tensiones que se vivían en la sociedad rusa en general. Trabajadores y campesinos sufrieron espantosas condiciones de vida durante la guerra civil, pero la prioridad de la lucha contra los Blancos relegó a un segundo plano los conflictos de aquéllos contra el recién creado aparato de Estado. Pero tras la victoria en la guerra civil se destaparon abiertamente. Además, el aislamiento de la revolución, que se acentúo aún más tras una serie de derrotas cruciales del proletariado en Europa, puso más en evidencia esos conflictos y los convirtió en la contradicción central del régimen de transición.
El Partido bolchevique abordó estos problemas de fondo a los que se enfrentaba la revolución, a través del debate sobre la cuestión sindical que ocupó un lugar preeminente en las sesiones del Xº Congreso del partido (marzo de 1921). En ese debate se confrontaron, esencialmente, tres posiciones distintas, si bien hay que decir que dentro de ellas se manifestaban también diferencias y matices.
• La posición de Trotski. Al haber llevado al Ejército rojo a la victoria sobre los blancos (a menudo de manera inesperada), Trotski había acabado por convertirse en un ferviente partidario de los métodos militares y de aplicarlos a todos los ámbitos de la vida social, y sobre todo a la esfera laboral. Trotski pensaba que no podía existir conflicto de intereses entre la clase obrera y las necesidades de dicho Estado, ya que quien aplicaba tales mecanismos era un Estado “obrero”. Llegó incluso a teorizar la hipótesis de un supuesto carácter históricamente progresista del trabajo forzado. En ese contexto, Trotski defendió que los sindicatos debían actuar, pura y simplemente, como órganos de la disciplina del trabajo en nombre del Estado obrero. Al mismo tiempo, comenzó a desarrollar una justificación teórica explícita de la noción de la dictadura del partido comunista y del terror rojo.
• La posición de la Oposición obrera reunida en torno a Kollontai, Shliapnikov y otros. Para Kollontai el Estado soviético tenía más bien un carácter heterogéneo y era sumamente vulnerable a la influencia de fuerzas no proletarias tales como el campesinado o la burocracia. Lo que ellos propugnaban era que los órganos específicos de la clase obrera, que para la Oposición obrera eran los sindicatos, se encargaran de la actividad creativa de reconstrucción de la economía rusa. Postulaban que a través de los sindicatos industriales, la clase obrera sí podía mantener el control de la producción y emprender un decisivo avance hacia el socialismo. Aunque esta corriente representó una sincera reacción proletaria contra la creciente burocratización del Estado de los soviets, también era víctima de importantes confusiones como, por ejemplo, su alegato a favor de los sindicatos industriales como mejor forma de expresión de los intereses de la clase obrera. Esta idea suponía una regresión respecto a la comprensión de que los verdaderos instrumentos obreros para hacerse cargo no sólo de la vida económica sino también de la política, eran los consejos obreros aparecidos en la nueva época revolucionaria. Igualmente las ilusiones de la Oposición obrera sobre la posibilidad de construir las nuevas relaciones comunistas en Rusia, ponía de manifiesto una profunda subestimación de los estragos de un aislamiento de la revolución que en ese momento, 1921, era ya prácticamente completo.
• La posición de Lenin que se opuso firmemente a los excesos de Trotski en ese debate, y criticó el sofisma de que ya que el Estado era un Estado “obrero” no podían existir divergencias de intereses inmediatas entre éste y la clase obrera. De hecho Lenin afirmó, en un momento dado, que el Estado de los soviets era en realidad un Estado «obrero y campesino», pero que, en cualquier caso, se trataba de un Estado profundamente marcado por deformaciones burocráticas y que por tanto en una situación así, la clase obrera debía defender sus intereses materiales incluso, llegado el caso, contra el propio Estado. Por tanto, los sindicatos no podían quedar relegados a meros instrumentos de la disciplina del trabajo, sino que debían actuar como órganos de autodefensa de los trabajadores. Lenin rechazó igualmente la posición de la Oposición obrera al considerarla una concesión al anarcosindicalismo.
Con la ventaja que hoy nos da la distancia de los acontecimientos, podemos señalar que en las premisas mismas de ese debate se manifestaban muchas debilidades. En primer lugar, el hecho de que los sindicatos aparezcan como los órganos más apropiados para imponer la disciplina del trabajo no es una casualidad, sino que obedece a una trayectoria dictada por las nuevas condiciones del capitalismo decadente. No podían ser los sindicatos, sino los organismos creados por la clase obrera en respuesta a esas nuevas condiciones – es decir los comités de fábrica, los Consejos obreros – los que habían de encargarse de la defensa de la autonomía obrera. Por otra parte todas las posiciones que se confrontaron en ese debate compartían, en mayor o menor medida, la idea de que la dictadura del proletariado debía ser ejercida por el partido comunista.
Este debate representaba, eso sí, un intento de comprensión en una situación marcada por una gran confusión, de los problemas que surgían cuando el poder de un Estado creado por la revolución empieza a escapársele de las manos al proletariado y se vuelve en realidad contra los intereses de éste. Este problema adquirió dimensiones dramáticas cuando, tras una serie de huelgas en Petrogrado, estalló el levantamiento de Cronstadt en el mismo momento en que se celebraba el Xº Congreso.
La dirección bolchevique denunció, en un primer momento, que este levantamiento era una nueva conspiración de los guardias blancos. Más tarde insistió más bien en su carácter pequeño burgués, pero siempre justificó el aplastamiento de dicha revuelta señalando que si triunfaba abriría las puertas, tanto geográfica como políticamente, a la irrupción de la contrarrevolución. No obstante, y sobre todo Lenin, se vio obligado a reconocer que dicha revuelta era un aviso de que los métodos de trabajo forzoso instaurados en la etapa del comunismo de guerra no podían seguir manteniéndose, y que, por el contrario, la situación exigía una especie de “normalización” de relaciones sociales capitalistas. Pero en ningún momento se puso en cuestión que sólo la dominación exclusiva por parte del Partido bolchevique podía garantizar la defensa del poder del proletariado en Rusia. Esta posición era compartida por muchos comunistas de izquierda. Por ejemplo los miembros de los grupos de oposición presentes en el Xº Congreso fueron los primeros en presentarse voluntarios para participar en el asalto a la guarnición de Cronstadt. Ni siquiera el KAPD en Alemania apoyó a los rebeldes. Incluso Víctor Serge defendió, con mucho dolor de corazón, que el aplastamiento de la revuelta era un mal menor comparado con la caída de los bolcheviques y el sometimiento a una nueva tiranía de los blancos.
Sí hubo, sin embargo, muchas voces que desde el campo revolucionario se elevaron contra la represión de Cronstadt. Los anarquistas, que ya habían criticado acertadamente los excesos de la Checa y la supresión de organizaciones de la clase obrera, se opusieron, evidentemente, a ello. Pero el anarquismo pocas lecciones puede sacar de esta importante experiencia puesto que, según ellos, la respuesta de los bolcheviques a la revuelta estaba inscrita, desde sus orígenes, en la naturaleza misma de todo partido marxista.
Hay que decir que en Cronstadt mismo muchos bolcheviques participaron en la revuelta invocando los ideales iniciales de Octubre de 1917: por el poder de los soviets y por la revolución mundial. El comunista de izquierdas Miasnikov se negó a sumarse a los que participaron en el asalto contra la guarnición de Cronstadt pues preveía los catastróficos resultados que supondría el aplastamiento de una rebelión obrera por parte de un Estado “obrero”. Es verdad que, entonces, se trataba sólo de una intuición y que habría que esperar a los años 1930, cuando el trabajo de la Izquierda comunista italiana permitió sacar más claramente las lecciones, reconociendo el carácter proletario de la revuelta de Cronstadt y rechazando, por una cuestión de principios, el empleo de la violencia entre proletarios. La Izquierda italiana comprendió también que la clase obrera debe seguir conservando los medios para defenderse frente al Estado de transición, dado que éste, por su propia naturaleza, es proclive a ser el punto de concentración de las fuerzas de la contrarrevolución. Vio también que el partido comunista no podía implicarse en el aparato de Estado sino que debía mantenerse independiente de él. Con este análisis que anteponía los principios a las contingencias inmediatas pudo afirmar que más hubiera valido perder Cronstadt que mantenerse en el poder y socavar los objetivos fundamentales de la revolución.
En 1921 el partido se enfrentó a un dilema histórico: o conservar el poder y convertirse en un agente de la contrarrevolución, o bien abandonarlo para militar en las filas de la clase obrera. Lo que sucedía es que la fusión entre el partido y el Estado estaba ya tan avanzada que difícilmente el conjunto del partido podía plantearse esta segunda opción. Había llegado pues el momento del desarrollo del trabajo de las fracciones de izquierda para contrarrestar, actuando tanto dentro como fuera del partido, contra su pendiente degenerativa. El hecho de que el Xº Congreso del partido prohibiera las fracciones hizo que éstas se vieran cada vez más obligadas a trabajar fuera del partido y, en definitiva, contra él.
Las concesiones al campesinado – que Lenin veía como una necesidad inexorable que el levantamiento de Cronstadt había sacado a la luz – quedaron recogidas en la Nueva política económica (NEP). A esta NEP se la consideró como un retroceso momentáneo que permitiría al poder soviético devastado por la guerra, poder reconstruir una economía arrasada, y poder así seguir manteniéndose como bastión de la revolución mundial. Pero, en la práctica, el esfuerzo por superar el aislamiento del Estado soviético condujo a concesiones cada vez mayores sobre los principios de la revolución. No nos referimos con ello al comercio con potencias capitalistas, que en sí mismo no supone ningún atentado a esos principios, pero sí al establecimiento de alianzas militares secretas como la establecida con Alemania en el tratado de Rapallo. Estas alianzas militares tenían su corolario en alianzas políticas “contra natura” con fuerzas como la socialdemocracia a la que, pocos años antes, se denunciaba como ala izquierda de la burguesía. Esa fue la política del “Frente único” adoptada por el IIIº Congreso de la Internacional comunista.
En la propia Rusia, Lenin que en 1918 afirmaba que el capitalismo de Estado suponía un paso adelante para un país tan atrasado, siguió afirmando, en 1922, que ese capitalismo de Estado podría ser útil para el proletariado, siempre y cuando estuviera regido por un “Estado proletario”, lo que cada vez más equivalía a decir por el partido del proletariado. Y, sin embargo, el propio Lenin tuvo que admitir que en vez de dirigir ellos el Estado heredado de la revolución, lo que sucedía era más bien lo contrario: era el Estado el que los conducía cada día más a ellos y no precisamente hacia donde querían ir, sino hacia la restauración de una burguesía.
Lenin se dio pronto cuenta de que el propio partido comunista se encontraba profundamente afectado por ese proceso de involución, aunque atribuía el origen del problema a los estratos inferiores de burócratas sin preparación que habían empezado a afluir al partido. Pero ya en los últimos años de su vida, empezó a tomar dolorosamente conciencia de que esa podredumbre alcanzaba los niveles más altos del partido. Trotski tenía razón cuando afirmó que el último combate de Lenin fue contra Stalin y contra el creciente estalinismo. Pero, atrapado en el engranaje infernal del Estado, Lenin se vio incapaz de hacer propuestas que no fueran puras medidas administrativas con las que tratar de contener el avance de la marea burocrática. De haber vivido algunos años más, probablemente, habría acentuado más aún esa oposición, pero lo cierto es que la lucha contra una contrarrevolución ascendente debía pasar ya a otras manos.
En 1923 estalló la primera crisis económica de la NEP que supuso reducciones de los salarios y supresiones de empleo que motivaron una oleada de huelgas espontáneas. Esto provocó, en el seno del partido, debates y conflictos que dieron lugar a nuevos agrupamientos de la oposición. La primera expresión abierta de éstos fue la “Plataforma de los 46” en la que se encontraban elementos cercanos a Trotski (este ya muy desplazado del poder por el triunvirato: Stalin, Kamenev y Zinoviev), así como miembros del grupo Centralismo democrático. Esta Plataforma criticaba que se considerara a la NEP como si fuera la mejor vía hacia el socialismo, y exigía, en cambio, que la prioridad fuera una mayor planificación centralizada. Alertaba también, y esto era lo más importante, de la asfixia progresiva de la vida interna del partido.
Esa Plataforma, sin embargo, quiso mantener las distancias con los grupos de oposición más radicales. De éstos el más importante era el Grupo Obrero de Miasnikov, que tenía cierta presencia en los movimientos huelguísticos que hubo en los centros industriales. Aunque fue etiquetado como una reacción comprensible pero “pesimista” ante el progreso de la burocratización, el Manifiesto del Grupo Obrero fue, de hecho, una expresión de la seriedad y el rigor de la Izquierda Comunista rusa, pues:
– situaba claramente el origen de las dificultades que afrontaba el régimen de los soviets en el aislamiento de éste, y en el fracaso en la extensión de la revolución.
– realizaba una crítica muy lúcida de la política oportunista del Frente Único, reafirmándose en el análisis original sobre los partidos socialdemócratas como partidos del capitalismo;
– alertaba sobre el riesgo de aparición de una nueva oligarquía capitalista, y llamaba a la revitalización de los soviets y comités de fábrica;
– al mismo tiempo se mostraba sumamente prudente a la hora de caracterizar el régimen de los soviets y el Partido bolchevique. A diferencia de lo que planteaba por ejemplo el grupo de Bogdanov (“Verdad obrera”), el Grupo obrero no pensaba en absoluto que la revolución o el Partido bolchevique hubieran sido burgueses desde sus orígenes. Se concebía a sí mismo como una fracción de izquierda que trabajaba tanto dentro como fuera del partido por la regeneración de éste.
Los comunistas de izquierda fueron pues la vanguardia teórica de la lucha contra la contrarrevolución en Rusia. El hecho de que Trotski se pasara, en 1923, abiertamente a la oposición, tuvo gran importancia para ellos habida cuenta de su inmenso prestigio como líder de la insurrección de Octubre. Pero si se comparan las posiciones intransigentes del Grupo Obrero y la oposición de Trotski frente al estalinismo, comprobaremos que la de éste estuvo muy marcada por una actitud centrista y vacilante:
– Trotski se negó en varias ocasiones a llevar a cabo un combate abierto contra el estalinismo, como se puso de manifiesto especialmente en sus reticencias a utilizar el famoso “Testamento” de Lenin en el que se advertía sobre quién era Stalin y que había de desplazarlo de la dirección del partido;
– tendía a recluirse en el mutismo y a no participar en muchos debates que tenían lugar en el seno del órgano central del Partido bolchevique.
Estos errores son, en parte, atribuibles a rasgos de personalidad. Trotski no era un redomado conspirador como Stalin, ni tenía la desmesurada ansia de poder de éste. Sin embargo, hay motivaciones políticas más trascendentales que explican por qué Trotski no pudo llevar hasta el final sus críticas al estalinismo y llegar así a las mismas conclusiones a las que llegó la Izquierda comunista:
– en primer lugar, Trotski jamás entendió que Stalin y su fracción no eran una tendencia centrista equivocada dentro del campo proletario, sino la punta de lanza de la contrarrevolución burguesa.
– en segundo lugar, la propia trayectoria personal de Trotski, figura central del régimen de los soviets, y por eso mismo le costaba distanciarse del proceso de degeneración. Trotski, y otros militantes de la oposición, estaban imbuidos de un “patriotismo de partido” que les impedía aceptar plenamente que el partido se equivocaba.
En 1927 Trotski aceptó ya la idea de un posible riesgo de restauración de la burguesía en Rusia mediante una especie de contrarrevolución rampante sin necesidad de que el régimen bolchevique se alterara formalmente. Y, aún así, subestimó enormemente la magnitud que había ya alcanzado esa contrarrevolución, ya que:
– le era muy difícil darse cuenta y entender que él mismo había contribuido, y mucho, en ese proceso de degeneración, a través de políticas como las de la militarización del trabajo o la represión de Cronstadt;
– aunque comprendiera que el problema con el que se encaraba la URSS era resultado de su aislamiento y del retroceso de la revolución mundial, Trotski no calibraba el alcance de la derrota que había sufrido la clase obrera y no supo reconocer que la URSS empezaba a integrarse en el sistema imperialista mundial;
– estaba convencido que el “Thermidor” vendría del triunfo de las fuerzas que impulsaban la vuelta a la propiedad privada (los llamados “hombres de la NEP”, los “kulaks”, el ala derecha encabezada entonces por Bujarin…). Definía al estalinismo como una especie de centrismo y no como la punta de lanza de la contrarrevolución capitalista de Estado.
Las teorías económicas de la Oposición de izquierdas organizada en torno a Trotski, constituían además un obstáculo importante para la comprensión de que el mismísimo “Estado soviético” se estaba convirtiendo en el agente directo de la contrarrevolución sin necesidad de que retornaran las formas clásicas de la propiedad “privada”. Hasta el significado de la declaración de Stalin proclamando el socialismo en un solo país, les pasó desapercibida hasta pasado un tiempo, y ni aún entonces comprendieron en profundidad lo que verdaderamente significaba. En efecto Stalin, envalentonado por la muerte de Lenin y por el innegable estancamiento de la revolución mundial, proclamó tal aberración que suponía una clara ruptura con el internacionalismo y, en cambio, un compromiso para hacer de Rusia una potencia imperialista. Tal declaración se situaba en las antípodas de la posición de los bolcheviques en 1917 que veían que sólo el triunfo de la revolución mundial podía llevar al socialismo. Pero cuanto más implicados estaban los bolcheviques en la gestión del Estado y la economía rusas, más desarrollaban teorías sobre los avances hacia el socialismo que supuestamente podrían efectuarse incluso en las condiciones de un país aislado y retrasado. El debate sobre la NEP, por ejemplo, se planteó en gran medida en esos términos. Y si el ala derecha del partido defendía que podía alcanzarse el socialismo a través de las leyes del mercado, la izquierda postulaba, en cambio, la planificación y el desarrollo de la industria pesada.
Preobrazhensky, que era el principal teórico en materia económica de la izquierda opositora, preconizaba la superación de la ley del valor capitalista mediante el monopolio sobre el comercio exterior y la acumulación sobre el sector estatalizado, lo que llegó incluso a bautizar como “acumulación socialista primitiva”.
Esta teoría de la acumulación socialista primitiva identificaba erróneamente el crecimiento de la industria con los intereses de la clase obrera y el socialismo. Lo cierto es que el crecimiento industrial en Rusia sólo podía hacerse acentuando la explotación de la clase obrera. En definitiva que esa “acumulación socialista primitiva” era, pura y simplemente, acumulación de capital. Por ello, más tarde, la Izquierda comunista italiana, por ejemplo, puso en guardia contra cualquier creencia de que el crecimiento industrial, o el desarrollo de una industria estatalizada, supusieran medidas de avance hacia el socialismo.
De hecho quien tomó la iniciativa en la lucha contra la teoría del socialismo en un solo país fue, una vez roto el triunvirato gobernante, el propio sector “zinovievista”. Esto supuso la formación, en 1926, de la Oposición unificada que, en un primer momento, incluía también a los Centralistas democráticos. Aunque se hubieran manifestado formalmente de acuerdo con la prohibición de las fracciones, lo cierto es que esta nueva Oposición se vio cada vez más obligada a desarrollar sus críticas al régimen en las organizaciones de base del partido e incluso directamente entre los trabajadores. Por ello tuvo que enfrentarse a amenazas, insultos y difamaciones de todo tipo, a la represión y la expulsión. A pesar de todo ello, muchas veces no comprendían bien la naturaleza de lo que estaban combatiendo. Por ello Stalin se aprovechó del deseo de estos opositores de reconciliarse con el partido para obligarles a retirarse de cualquier actividad catalogada como “fraccional”. Los “zinovievistas” y algunos seguidores de Trotski claudicaron inmediatamente. De hecho, cuando Stalin anunció, en 1928, su famoso “giro a la izquierda”, consistente en una industrialización a marchas forzadas, muchos trotskistas, incluido el propio Preobrazhensky, creyeron que finalmente Stalin había hecho suyas sus propuestas.
Al mismo tiempo sin embargo, algunos elementos de la Oposición se veían influidos por los comunistas de izquierda, que eran mucho más conscientes de la realidad de la contrarrevolución. Los Centralistas democráticos, por ejemplo, a pesar de que aún se hacían ilusiones sobre la posibilidad de una reforma radical del régimen de los soviets, sí tenían más claro que industria estatalizada no equivalía a socialismo, que la fusión del partido y el Estado conducía a la liquidación del partido y que la política exterior del régimen soviético estaba cada vez más en contra de los intereses internacionales de la clase obrera. Tras las expulsiones masivas de los miembros de la Oposición en 1927, los comunistas de izquierda comprendieron que ni el régimen ni el partido podían ser ya reformados. Los elementos que permanecían en el grupo de Miasnikov desempeñaron un papel clave en ese proceso de radicalización. En lo sucesivo los intensos debates sobre la naturaleza del régimen iban a desarrollarse en las mazmorras de Stalin.
Habida cuenta de la magnitud de la derrota en Rusia, el centro de gravedad de los esfuerzos por comprender la naturaleza del régimen estalinista se desplazó a Europa occidental. Y puesto que los partidos comunistas estaban “bolchevizados” – es decir convertidos en instrumentos al servicio de la política exterior rusa –, los grupos de oposición que surgían en ellos se veían rápidamente abocados a la escisión o a la expulsión.
En Alemania esos grupos alcanzaron, en ocasiones, miles de miembros, pero en seguida ese número se vio reducido. El KAPD, que aún seguía existiendo, desplegó una intensa actividad hacia estos agrupamientos. Uno de los más conocidos fue el grupo en torno a Karl Korsch. La correspondencia mantenida entre éste y Bordiga, en 1926, nos sirve para darnos una idea de los inmensos problemas a los que debían hacer frente los revolucionarios en esa época.
Una de las características de la Izquierda alemana – y uno de los factores que contribuyeron a su debilidad organizativa – era su tendencia a precipitarse en sacar conclusiones sobre la naturaleza del nuevo sistema existente en Rusia. Aún llegando a entender que se trataba de un régimen capitalista, se mostraron muchas veces incapaces de responder a la cuestión clave: ¿cómo es posible que un poder proletario haya podido transformarse en su contrario? Muy frecuentemente la única respuesta que alcanzaban a dar era decir que ese régimen nunca había tenido un carácter proletario, que la revolución de Octubre no había sido más que una revolución burguesa, y que los bolcheviques no eran otra cosa que un partido de la “intelligentsia”. La respuesta que les ofreció Bordiga era característica del método más paciente y tenaz de la Izquierda italiana. Bordiga, que se oponía a la construcción precipitada de nuevas organizaciones sin una base programática seria, preconizaba, en cambio, la necesidad de un amplio y profundo debate sobre una situación que planteaba muchísimas y muy nuevas cuestiones, y que este debate fuera la única base posible de un agrupamiento revolucionario consecuente. Al mismo tiempo Bordiga se negaba a claudicar sobre la naturaleza proletaria de la revolución de Octubre, e insistía en que la cuestión que debía abordar el movimiento revolucionario era comprender cómo un poder proletario aislado en un solo país podía sufrir un proceso de degeneración interna.
Tras el triunfo del nazismo en Alemania, el centro de estas discusiones se desplazó nuevamente, esta vez hacia Francia, donde algunos de estos grupos de oposición se reunieron en una Conferencia en París en 1933, con objeto de discutir la naturaleza del régimen ruso. A esa Conferencia asistieron algunos representantes “oficiales” de Trotski, pero la mayoría de grupos participantes se situaban a la izquierda de éste, y entre estos estaba la Izquierda italiana en el exilio. En esta Conferencia se plantearon numerosas teorías sobre la naturaleza del régimen ruso, muchas de ellas sumamente contradictorias. Para algunos se trataba de un sistema de clase de nuevo tipo al que no debía dársele apoyo. Otros planteaban que era efectivamente un sistema de clases de nuevo tipo pero que sí había que respaldar. Hubo también quien defendió que se trataba de un régimen proletario pero que no había que apoyar… Todo esto pone de manifiesto las inmensas dificultades que tenían los revolucionarios para comprender verdaderamente el significado y la perspectiva hacia la que podía evolucionar la situación en la Unión Soviética. También puede verse, sin embargo, que la posición de los trotskistas “ortodoxos” – según la cual la URSS seguía siendo, a pesar de su degeneración, un Estado obrero, al que había que defender contra el imperialismo – era combatida desde diferentes ángulos.
Estas presiones de la Izquierda fueron en gran parte la causa de que Trotski escribiera, en 1936, su famoso análisis de la revolución rusa: la Revolución traicionada.
Este libro es la demostración palpable de que, a pesar de sus deslices oportunistas, Trotski seguía siendo todavía un marxista. Así, por ejemplo, fustiga de forma elocuente las patrañas de Stalin que presentaba a la URSS como un paraíso de los trabajadores. Igualmente, y basándose en la toma de posición de Lenin de que el Estado de transición era “un Estado burgués, pero sin la burguesía”, expone desde puntos de vista completamente válidos, la naturaleza de ese Estado, y los riesgos que representa para el proletariado. Trotski concluía también que el viejo Partido bolchevique había muerto y que no había posibilidad de reformar la burocracia, sino que debía ser derrocada por la fuerza. Sin embargo este libro es fundamentalmente incoherente, pues rebate la visión de que la URSS sea una forma de capitalismo de Estado, aferrándose a la tesis de que la existencia de formas de propiedad nacionalizadas probaría el carácter proletario del Estado. Y aunque llegue a admitir, teóricamente, que en el período de declive del capitalismo se manifiesta una tendencia al capitalismo de Estado, rechaza sin embargo la idea de que la burocracia estalinista pudiera ser una nueva clase dirigente justificándolo con que carece de títulos de propiedad o acciones, y en que no puede transmitir propiedad alguna a sus herederos. Es decir que en vez de ver la esencia del capital como una relación social impersonal, Trotski lo reduce a una forma jurídica.
La idea misma de que la URSS podía ser aún un Estado obrero pone de manifiesto las profundas incomprensiones de Trotski sobre la naturaleza de la revolución proletaria, por cuanto admitía que la clase obrera, como tal, estaba completamente excluida del poder político. La revolución proletaria es en efecto la primera en la historia que es obra de una clase sin propiedad alguna, de una clase que no posee su propia forma de economía y que no puede alcanzar su emancipación más que utilizando el poder político como palanca para someter las leyes “naturales” de la economía al control consciente por el hombre.
Lo más grave, sin embargo, es que esa caracterización por parte de Trotski de la URSS como un Estado “obrero”, obligaba a sus seguidores a convertirse en apologistas del estalinismo en todo el mundo. Por ejemplo, Trotski señalaba que el rápido crecimiento industrial de Rusia bajo Stalin, demostraba la superioridad del socialismo sobre el capitalismo, cuando en realidad tal industrialización se hacía gracias una explotación feroz de la clase obrera, y suponía un aspecto esencial del desarrollo de una economía de guerra en preparación de un nuevo reparto imperialista del planeta. Otro ejemplo de lo que decimos fue el acérrimo apoyo de los trotskistas a la política exterior rusa y su defensa incondicional de la URSS contra los ataques imperialistas, cuando ya el propio Estado ruso se estaba convirtiendo en protagonista activo del escenario imperialista mundial. Estos análisis contienen los gérmenes de lo que, durante la Segunda Guerra Mundial, supondrá la traición definitiva de esta corriente al internacionalismo proletario.
En el mencionado libro de Trotski se deja entrever que la cuestión de la naturaleza de la URSS aún no había quedado definitivamente zanjada, y que, por consiguiente, habría que esperar que acontecimientos históricos decisivos, como la guerra mundial, pudieran hacerlo. En sus últimos escritos, consciente quizás de la inconsistencia de su teoría del “Estado obrero” pero manteniéndose aún reticente a aceptar la naturaleza capitalista de Estado de la URSS, Trotski comenzó a especular con la idea de que si se confirmase que el estalinismo era una nueva forma de la sociedad de clases, ni capitalista ni socialista, eso significaría que el marxismo quedaría completamente desacreditado. Trotski murió asesinado antes de que pudiera pronunciarse sobre si el “enigma ruso” había sido finalmente elucidado por la guerra. De sus camaradas más antiguos, solo aquellos (nos referimos a Stinas en Grecia, Munis en España, y su propia mujer, Natalia) que descubrieron las aportaciones de la Izquierda comunista y caracterizaron a la URSS como capitalismo de Estado, fueron capaces de mantenerse leales al internacionalismo proletario, tanto durante la Segunda Guerra mundial, como después.
La Izquierda comunista tuvo sus expresiones más avanzadas en las fracciones del proletariado mundial en los países que, además de Rusia, habían desafiado con mayor fuerza al capitalismo durante la gran oleada revolucionaria mundial de 1917-23; es decir el proletariado alemán y el italiano. Por ello las Izquierdas comunistas de Alemania y de Italia, fueron la vanguardia teórica de la Izquierda comunista en general, fuera de Rusia.
La Izquierda alemana fue, muchas veces, la que más lejos llegó en la comprensión de la naturaleza del régimen surgido de las cenizas de la derrota en Rusia. No sólo comprendió que el sistema estalinista era una forma de capitalismo de Estado, sino que fue también capaz de vislumbrar que el capitalismo de Estado era una tendencia universal del capitalismo en crisis. Y sin embargo, también muy frecuentemente, estos análisis se acompañaban de una tendencia a renegar de la revolución de Octubre y a ver el bolchevismo como la punta de lanza de la contrarrevolución. Esta visión se acompañó de una tendencia precipitada a abandonar la idea misma de un partido proletario y a subestimar el papel de la organización revolucionaria.
La Izquierda italiana, en cambio, se tomó más tiempo para llegar a una comprensión clara de la naturaleza de la URSS, pero su actitud, más paciente y más rigurosa, se apoyaba en premisas fundamentales:
– reafirmar su convicción de que Octubre había sido una revolución proletaria.
– puesto que el capitalismo mundial era un sistema en declive, la revolución burguesa ya no estaba a la orden del día en ninguna parte del mundo.
– y, sobre todo, defensa intransigente del principio del internacionalismo proletario, lo que significaba un rechazo tajante de la noción de socialismo en un solo país.
Pero, a pesar de la firmeza de estas premisas, la visión que la Izquierda italiana tenía en los años 30 sobre la naturaleza de la URSS era todavía muy contradictoria. Aparentemente coincidía con Trotski en que el mantenimiento de formas nacionalizadas de propiedad permitía hablar de Estado proletario. Por otra parte definía la burocracia estalinista más como una casta parasitaria que como una clase explotadora en el pleno sentido del término.
Sin embargo, el acendrado internacionalismo de la Izquierda italiana la distinguía netamente de los trotskistas cuya posición de defensa del Estado obrero degenerado acabó haciéndoles caer en la trampa de la preparación de la guerra imperialista. La publicación teórica de la Izquierda italiana (Bilan) comenzó a editarse en 1933. Los acontecimientos que se fueron sucediendo en los años siguientes (el ascenso de Hitler al poder, el apoyo al rearme francés, la adhesión de la URSS a la Sociedad de naciones, la guerra de España), la convencieron de que, aún cuando la URSS siguiera teniendo un Estado proletario, desempeñaba, sin embargo, un papel contrarrevolucionario a escala mundial. Y por consiguiente, el interés internacional de la clase obrera exigía que los revolucionarios rechazaran cualquier solidaridad con dicho Estado.
Este análisis de Bilan guardaba una estrecha relación con su reconocimiento de que la clase obrera había sufrido una derrota histórica y que el mundo se encaminaba hacia una nueva guerra imperialista. Bilan predijo, con una impresionante clarividencia, que la URSS acabaría inevitablemente alineándose con uno de los campos que se estaban formando para preparar la masacre. Rechazó pues el análisis de Trotski que suponía que, ya que la URSS era fundamentalmente hostil al capital mundial, las potencias imperialistas mundiales se verían forzadas a aliarse contra ella.
Por el contrario, Bilan, demostró que a pesar de la supervivencia de formas de propiedad “colectivizadas”, la clase obrera sufría en Rusia un nivel despiadado de explotación, y que la industrialización acelerada bautizada como “construcción del socialismo” no edificaba en realidad más que una economía de guerra que permitiría a la URSS defender sus intereses en el nuevo orden imperialista. La Izquierda italiana rechazaba totalmente las alabanzas que Trotski dedicaba a la industrialización de la URSS.
Bilan tomó también conciencia de la existencia de una tendencia creciente al capitalismo de Estado en los países occidentales, ya fuera con la forma del fascismo o con la del “New Deal” democrático. Sin embargo, Bilan vacilaba aún en llevar este análisis hasta el final, es decir reconocer que la burocracia estalinista era de hecho una burguesía de Estado. Se inclinaba más por presentarla como «agente del capital mundial» que como una nueva representación de la clase capitalista.
No obstante los argumentos en pro del “Estado proletario” quedaban cada vez más en entredicho con la evolución de los acontecimientos en la escena mundial. Por ello una minoría de camaradas de esa Fracción de la Izquierda comunista, empezó a poner en tela de juicio toda esa teoría. No es casualidad que fueran dichos camaradas quienes estuvieran mejor armados para resistir ante el desconcierto que en la Fracción provocó, en un primer momento, el estallido de la guerra. Desconcierto éste que se había puesto de manifiesto por ejemplo con la teoría revisionista de la “economía de guerra”. Esta teoría que presuponía que la guerra mundial finalmente no estallaría, había llevado a la Fracción a un verdadero atolladero.
Siempre se pensó que el estallido de la guerra resolvería, en uno u otro sentido, la cuestión rusa. Los militantes más claros de la Izquierda italiana pensaban que la participación de la URSS en una guerra imperialista de rapiña constituía la prueba definitiva. Quienes primero plantearon una argumentación más coherente para definir a la URSS como imperialista y capitalista fueron los militantes que hacían el trabajo de Bilan de la Fracción en Francia de la Izquierda comunista y, tras la guerra, la Izquierda comunista de Francia. Esta corriente integró los mejores análisis de la Izquierda alemana, sin por ello caer en la descalificación consejista de Octubre, pudiendo así demostrar por qué el capitalismo de Estado era la forma esencial que adoptaba el sistema en su etapa de declive. Respecto a Rusia abandonaron los últimos residuos de una visión “jurídica” del capitalismo, y reafirmaron la visión marxista que define al capitalismo como una relación social que puede ser administrada tanto por un Estado centralizado, como por un conglomerado de capitalistas privados. Esta corriente dedujo pues las conclusiones para abordar, desde un punto de vista proletario, los problemas del período de transición: el progreso hacia el comunismo no puede medirse por el crecimiento del sector estatalizado – en realidad éste contiene los mayores peligros de una vuelta al capitalismo – sino por la tendencia al dominio del trabajo vivo sobre el trabajo muerto, por la sustitución de la producción de plusvalía por una producción orientada a la satisfacción de las necesidades humanas.
Frente a la postura cada vez más superficial del pensamiento burgués sobre la cultura que tiende a reducirla a las expresiones más inmediatas de grupos nacionales o étnicos, o incluso al estatuto de una moda social pasajera, el marxismo sitúa el problema en un contexto más amplio y más profundo: el de las características fundamentales de la humanidad, en lo que ésta tiene de específico respecto al resto de la naturaleza, y también en el contexto de los diferentes modos de producción que se han ido sucediendo a lo largo de la historia de la humanidad.
La revolución proletaria en Rusia, tan sumamente rica en lecciones sobre los objetivos políticos y económicos de la clase obrera, se vio igualmente acompañada de una explosión, breve pero muy intensa, de creatividad en los ámbitos artísticos y culturales: pintura, escultura, arquitectura, literatura y música; y también en la organización práctica de la vida cotidiana según principios más comunitarios, en el campo de las ciencias humanas como la psicología, etc. Al mismo tiempo se planteó la cuestión general de la transición de la humanidad de una cultura burguesa a una cultura superior, comunista.
Una de las cuestiones centrales de esos debates entre los revolucionarios era saber si esta transición daría lugar al desarrollo de una cultura específicamente proletaria. Algunos razonaban que dado que las culturas anteriores estuvieron íntimamente ligadas a la visión del mundo de la clase dominante, el proletariado, una vez convertido en nueva clase dominante, construiría su propia cultura en oposición a la de la vieja clase explotadora. Este era, desde luego, el punto de vista del movimiento llamado Proletkult que se desarrolló muy ampliamente durante los primeros años de la revolución.
En una resolución que sometió al Congreso del Proletkult de 1920, el propio Lenin parecía inclinarse por esta idea de una cultura específicamente proletaria. Pero, al mismo tiempo, criticaba algunos aspectos de ese movimiento: por ejemplo su obrerismo filisteo que le conducía a una glorificación de la clase obrera tal y como ésta era, y no como debía llegar a ser, así como el rechazo iconoclasta que Proletkult hacía de todas las adquisiciones culturales de anteriores etapas de la humanidad. Lenin rechazaba también la tendencia de Proletkult a concebirse a sí mismo como un partido diferente, con su propia organización y su propio programa. La resolución propuesta por Lenin abogaba por que la orientación de la actividad cultural en el régimen de los soviets estuviera directamente bajo la égida del Estado. Pero el interés principal de Lenin por la cuestión cultural se situaba más bien en otros aspectos. Para él la cuestión de la cultura no se centraba tanto en dilucidar si podía o no existir una nueva cultura proletaria en la Rusia soviética, sino en cómo superar el inmenso atraso cultural de las masas rusas, aún muy influenciadas por costumbres medievales y supersticiones. La preocupación de Lenin era, sobre todo, que esa debilidad del desarrollo cultural de las masas, era un caldo de cultivo para la plaga de la burocracia en el Estado de los soviets. La elevación del nivel cultural de las masas era, para Lenin, un medio de combatir esa plaga y, por tanto, de aumentar la capacidad de las masas de conservar el poder político.
Por su parte, Trotsky, sí desarrolló una crítica mucho más detallada del movimiento Proletkult. En su análisis de éste – expuesto en un capítulo de su libro Literatura y revolución – señalaba que la propia expresión “cultura proletaria” era inapropiada. La burguesía como clase explotadora que durante todo un período pudo desarrollar su poder económico en las entrañas del viejo sistema feudal, también pudo, por ello, desarrollar su propia cultura específica. No es ésa, en cambio, la situación del proletariado: como clase explotada que es, carece de las bases materiales necesarias para desarrollar su propia cultura en el seno de la sociedad capitalista. Y si bien es cierto que el proletariado está llamado a convertirse en la clase dominante durante el período de transición al comunismo, no hay que olvidar que se trata de una dictadura política transitoria cuyo objetivo no es la preservación indefinida del proletariado sino la disolución de éste en la nueva comunidad humana.
Literatura y revolución fue escrito en 1924, y supuso, de hecho, un elemento del combate contra el ascenso del estalinismo. Aunque en los primeros años de la revolución, el alegato de Proletkult en pro de la iniciativa autónoma del proletariado había hecho de este movimiento un lugar de reunión del ala izquierda que se oponía al desarrollo de la burocracia soviética, con el paso de los años, sus herederos tendieron más bien a identificarse con la ideología del socialismo en un solo país, pues tal ideología les parecía coherente con la idea de que una cultura “nueva” se estaba desarrollando en la Unión Soviética. En sus escritos sobre la cultura, Trotski denunció la vacuidad de tales afirmaciones y se opuso tajantemente a la transformación del arte en propaganda de Estado, tomando en cambio posición a favor de una política “anarquista” en el terreno cultural, que no podía ser dictada ni por el Estado ni por el partido.
La visión de Trotski sobre la cultura comunista del futuro aparece en el último capítulo de Literatura y revolución. En éste, Trotski empieza reiterando su oposición al término “cultura proletaria” como definición de la relación entre el arte y la clase obrera en el período de transición al comunismo. Trotski distingue además entre arte revolucionario y arte socialista. El primero se distinguiría esencialmente por su oposición a la sociedad existente, y Trotski incluso cree que estará marcado por un «espíritu de odio social». Se llega incluso a preguntar qué “escuela” artística sería la más apropiada para un período revolucionario y emplea el término de “realismo” para definirla. Eso no significa ni mucho menos para Trotski la subordinación sumisa del arte a la propaganda del Estado, tal y como defendía la escuela estalinista del “realismo socialista”. Tampoco quiere decir con ello que deban rechazarse las aportaciones de formas de arte no directamente vinculadas con el movimiento revolucionario, o caracterizadas incluso por una huída desesperada de la realidad.
Para Trotski, el arte socialista estará impregnado de las emociones más intensas y más positivas que florezcan en una sociedad basada en la solidaridad. Rechaza, igualmente, la idea de que en una sociedad en la que se hayan abolido la división en clases y los factores que dan lugar a la opresión y la angustia, el arte se convertiría en algo estéril. Para Trotski será todo lo contrario: el arte tenderá a impregnar todos los aspectos de la vida cotidiana de una energía creativa y armoniosa. Dado que los seres humanos en una sociedad comunista seguirán teniendo que afrontar las cuestiones fundamentales de la vida humana (el amor y la muerte por encima de todas ellas), la dimensión trágica del arte seguirá teniendo sentido. Trotski se sitúa aquí en completo acuerdo con la postura que Marx defendió en los Grundrisse cuando explicó las razones por las que el arte de etapas anteriores de la humanidad sigue emocionándonos ahora. Esto es así, decía Marx, porque el arte no puede ser reducido a los aspectos políticos de la vida del hombre, ni siquiera a las relaciones sociales de un momento particular de la historia, sino que está directamente vinculado a las necesidades esenciales y las aspiraciones de nuestra propia naturaleza humana.
El arte del futuro no será tampoco un arte monolítico. Todo lo contrario. Trotski prevé, incluso, la formación de “partidos” que tomen posición a favor o en contra de las diferentes propuestas, o dicho en otros términos, que se generará un debate continuo y vivo entre los productores libremente asociados.
En esa sociedad futura, el arte estará integrado en la producción de bienes de consumo, en la construcción de las ciudades, en la concepción del paisaje. Dejará de ser el coto exclusivo de una minoría de especialistas y se convertirá en parte íntegra de lo que Bordiga llamó “un plan de vida para la especie humana”, expresando la capacidad del hombre para construir un mundo que estará, como decía Marx, “en armonía con las leyes de la belleza”.
El hombre del futuro modelará el paisaje en torno suyo, pero no para restaurar una visión idílica de la vida rural ya perdida. Ese futuro comunista se basará en los descubrimientos más avanzados de la ciencia y la tecnología. La ciudad más que el pueblo será la unidad central del futuro. Pero Trotski no contradice la visión marxista de la necesidad de establecer una nueva armonía entre la ciudad y el campo, y postula la desaparición de esas monstruosas y superpobladas “megapolis” que, en la decadencia del capitalismo, se han convertido en una realidad cada vez más inhumana y destructiva. Es evidente que para Trotski el tigre y la selva virgen, por poner un ejemplo, deberán ser protegidos y respetados por las generaciones futuras.
Finalmente Trotski se atreve incluso a describir cómo serían los habitantes humanos de ese futuro comunista aún lejano. Será una humanidad liberada del dominio de las ciegas fuerzas naturales y sociales. Una humanidad que ya no estará dominada por el miedo a la muerte y que, por ello, será capaz de expresar libremente sus instintos de vida. Los hombres y las mujeres de ese futuro se desplazarán con gracia y precisión, según las leyes de la belleza, “al trabajar, al caminar y al jugar”. El nivel medio de esos hombres “se elevará a la altura de un Aristóteles, de un Goethe, o de un Marx”. Puede irse incluso más lejos y aseverar que, al comprender y dominar las profundidades del inconsciente, la humanidad no sólo llegará a ser plenamente humana, sino que, en cierto sentido, evolucionará hacia una nueva especie:
“el hombre tendrá como objetivo el dominio de sus sentimientos, la elevación de sus instintos hasta el nivel de su conciencia haciéndolos evidentes, la ampliación del radio de acción de su voluntad hasta los rincones más recónditos. Con ello se elevará a un nuevo plano creando un tipo biológico-social superior, o si lo preferís así, el superhombre, el hombre más allá del hombre”.
Estamos pues ante una de las más serias tentativas realizada por un comunista revolucionario de describir su visión sobre el destino que puede alcanzar la humanidad. Esta visión está sólidamente basada en las potencialidades reales de la humanidad, así como en la revolución proletaria mundial como condición indispensable para ello. No puede por tanto desdeñarse como si se tratara de una regresión hacia el socialismo utópico. En realidad lo que hace es asentar las proyecciones más inspiradas de los utopistas en un terreno mucho más sólido: el terreno del comunismo como ámbito de ilimitadas posibilidades.
CDW
La posición de los revolucionarios ante la guerra que arruina permanentemente Oriente Medio o el conflicto que recientemente acaba de ensangrentar Líbano e Israel no puede dejar lugar a la ambigüedad. Por eso apoyamos plenamente las pocas voces internacionalistas y revolucionarias que se hacen oír en esas regiones, como la del grupo “Enternasyonalist Komunist Sol” de Turquía. En su toma de posición sobre la situación en Líbano y Palestina que hemos publicado en varios órganos de nuestra prensa territorial y en nuestra página WEB, ese grupo rechaza con firmeza cualquier tipo de apoyo a las camarillas y facciones burguesas rivales que se están enfrentando y cuyas víctimas directas son millones de proletarios, sean de origen palestino, judío, chií, suní, kurdo, druso y demás. Con razón ese grupo afirma que “el imperialismo es la política natural de cualquier Estado nacional o cualquier organización que funciona como un Estado nacional”. También denuncia que “en Turquía como en el resto del mundo, la mayor parte de los izquierdistas han apoyado totalmente a la OLP o a Hamás. En la última guerra, se han expresado como un solo hombre para decir que “todos somos Hizbolá”. Siguiendo esa lógica que dice que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, han apoyado plenamente a esa organización violenta que precipita a la clase obrera en una guerra nacionalista desastrosa. El apoyo de los izquierdistas al nacionalismo nos indica por qué no tienen nada que decir diferente de los que afirma el MPH [Partido de la acción nacionalista, o “Lobos grises” fascistas] (…) La guerra entre Hizbolá e Israel y la guerra en Palestina son guerras interimperialistas y todos los campos en liza utilizan el nacionalismo para alistar a la clase obrera de su región. Cuanto más sean aspirados los obreros hacia el nacionalismo más perderán su capacidad para actuar como clase. Por ello ni Israel, ni Hizbolá, ni la OLP ni Hamás han de ser apoyados, sean cuales fuesen las circunstancias”. Esto demuestra que la perspectiva proletaria vive y sigue afirmándose, no solo a causa el desarrollo de las luchas de la clase obrera en el mundo entero, Europa, Estados Unidos, América Latina, India o Bangladés, sino también porque están apareciendo en varios países grupos y elementos politizados que intentan defender las posiciones internacionalistas que son el signo distintivo de la política proletaria.
La guerra en Líbano del verano pasado es una etapa más en la ruina de Oriente Medio y el hundimiento del planeta en un caos cada día más incontrolable, una guerra en la que contribuyen todas las potencias imperialistas de la pretendida “comunidad internacional”, desde las mayores hasta las más pequeñas. Siete mil bombardeos aéreos en el territorio libanés sin contar los innumerables tiros de misiles en el norte de Israel, más de 1200 muertos en Líbano e Israel (entre ellos más de 300 niños de menos de 12 años), más de 1500 heridos, un millón de civiles que huían de las bombas y las zonas de combate. Los más pobres ni pudieron huir, escondiéndose como podían, con el miedo en las entrañas… Barrios y pueblos destrozados y en ruinas, hospitales abarrotados, ese es el terrible balance de un mes de guerra en Líbano y en Israel tras la ofensiva de Tsahal, el ejército israelí, para reducir la influencia creciente de Hizbolá, en respuesta a varios ataques sangrientos de las milicias islamistas más allá de la frontera israelí-libanesa. Las destrucciones rondan los 6 mil millones de euros, y eso sin los costes militares de la guerra misma.
El Estado israelí ha librado una verdadera política de tierra quemada con una violencia, un salvajismo y una saña increíbles contra las poblaciones civiles de los pueblos del Líbano meridional, expulsadas sin miramientos de sus casas, reducidas a morirse de hambre, sin agua potable, expuestas a las peores epidemias y calamidades. También son 90 puentes y un número incalculable de vías de comunicación sistemáticamente cortadas (carreteras, autopistas…), tres centrales eléctricas y miles de viviendas destruidas, una contaminación sin límites y bombardeos incesantes. El gobierno israelí y su ejército no han cesado de proclamar su voluntad de “no castigar a los civiles”, declarando que matanzas como la de Caná han sido “accidentes lamentables” (del estilo de los famosos “daños colaterales” de las guerras del Golfo y de los Balcanes). Y sin embargo, han sido las poblaciones civiles las que han sufrido la gran mayoría de víctimas, ¡90 % de los muertos!
En cuanto a Hizbolá, a pesar de sus posibilidades más limitadas y por consiguiente menos espectaculares, ha tenido exactamente la misma política mortífera y sanguinaria de bombardeos a mansalva, atacando con sus misiles las poblaciones civiles del norte de Israel (dicho sea de paso, ¡75 % de los muertos lo han sido entre las poblaciones árabes que pretenden defender!).
El atolladero de la situación en Oriente Medio ya se había concretado en la subida al poder de Hamás en los territorios palestinos (que la intransigencia del gobierno israelí ayudó a realizar al “haber radicalizado” a una mayoría de la población palestina) y en la grieta abierta entre fracciones de la burguesía palestina, principalmente entre Al Fatah y Hamás, que impide en adelante cualquier solución negociada. Ante ese callejón sin salida, la reacción de Israel ha sido la que parece tener más éxito hoy en todos los Estados: la huida ciega. Para reafirmar su autoridad, Israel ha querido acabar con la influencia creciente en el Sur de Líbano de un Hizbolá ayudado, financiado y armado por el régimen iraní. El pretexto invocado por Israel para desencadenar la guerra fue liberar a dos soldados israelíes prisioneros del Hizbolá: cuatro meses tras su secuestro, siguen detenidos por las milicias chiíes. El otro motivo invocado era el de “neutralizar” y desarmar a Hizbolá cuyos ataques e incursiones en Israel desde el Sur de Líbano eran una amenaza permanente para la seguridad del Estado hebreo.
En fin de cuentas, la operación bélica aparece como un revés doloroso que pone un punto final al mito de la invencibilidad, de la invulnerabilidad del ejército israelí. Civiles como militares en el propio seno de la burguesía israelí se responsabilizan mutuamente de la desastrosa preparación de la guerra. Inversamente, Hizbolá sale fortalecido del conflicto y ha ganado una legitimidad en las poblaciones árabes por su lucha de resistencia. En su origen, Hizbolá, como Hamás, no era sino una de las tantas milicias islámicas que se crearon contra el Estado de Israel. Nació cuando la ofensiva israelí en el Sur Líbano en 1982. Gracias a su componente chií, pudo crecer gracias al apoyo financiero abundante del régimen de los ayatolás y los mulás iraníes. Siria también lo utilizó aportándole una ayuda logística importante, utilizándolo como base de retaguardia cuando estuvo obligada en 2005 a retirarse de Líbano. Esa banda de sicarios sanguinarios también ha sabido establecer pacientemente una poderosa red de reclutadores con la tapadera de la ayuda médica, sanitaria y social alimentada por los importantes fondos sacados del maná petrolero del Estado iraní. Esos fondos también le permiten financiar las reparaciones de las casas destruidas por las bombas y los misiles y así alistar a la población civil en sus filas. Los reportajes han mostrado que en ese “ejército de la sombra” también hay muchos críos entre 10 y 15 años que sirven de carne de cañón en esos sangrientos ajustes de cuentas.
Siria e Irán forman momentáneamente el bloque más homogéneo en torno a Hamás o a Hizbolá. Irán, en particular, afirma claramente sus ambiciones de ser la principal potencia imperialista de la región. El arma atómica le garantizaría efectivamente ese papel. Esa es precisamente una de las mayores inquietudes de la potencia norteamericana, pues la “Republica islámica” cultiva una hostilidad permanente hacia EE.UU. desde su fundación en 1979.
Ha sido pues con la bendición de EE.UU. si Israel lanzó su ofensiva contra Líbano. Hundidos hasta las orejas en el cenagal de la guerra en Irak y en Afganistán, tras el fracaso de su “plan de paz” para arreglar la cuestión palestina, Estados Unidos no puede sino constatar el evidente fracaso de su estrategia para instaurar una “Pax americana” en Oriente Próximo y Medio. La presencia norteamericana en Irak se ha plasmado en estos tres últimos años en un caos sangriento, una verdadera y espantosa guerra civil entre facciones rivales, atentados cotidianos que golpean ciegamente a la población a la cadencia infernal de 80 a 100 muertos diarios.
En ese contexto, ni hablar para Estados Unidos de intervenir directamente cuando su objetivo en la región es la de meter en cintura a los estados a los que acusa de “terroristas” y encarnación del “eje del mal”, Siria e Irán, que apoyan directamente a Hizbolá. La ofensiva israelí, que debía ser una advertencia a esos estados, muestra la total convergencia de intereses entre la Casa Blanca y la burguesía israelí. El fracaso de Israel también significa por consiguiente un paso atrás suplementario de Estados Unidos y la continuación en el debilitamiento del liderazgo norteamericano.
El colmo del cinismo y de la hipocresía lo alcanzó la ONU, organismo que no dejó, durante toda la guerra en Líbano, de proclamar su “voluntad de paz” sin dejar de hacer alarde de… su “impotencia” ([1]). Es una mentira asquerosa. Esa “cueva de ladrones” (según los términos empleados por Lenin para hablar de la Sociedad de las naciones, precursora de la ONU) es el cenagal en el que retozan los cocodrilos mas voraces del planeta. Los cinco miembros permanentes del Consejo de seguridad son los estados más depredadores de la Tierra:
– Estados Unidos cuya hegemonía se basa en los ejércitos más poderosos del mundo y cuyos crímenes bélicos desde la proclamación en 1990 de una “era de paz y de prosperidad” por Bush padre (las dos guerras del Golfo, la intervención en los Balcanes, la ocupación de Irak, la guerra en Afganistán…) son evidentes.
– Rusia, responsable de las peores atrocidades durante las dos guerras de Chechenia, tiene mal digerida la implosión de la URSS, masculla sus ganas de revancha, ostenta hoy nuevas pretensiones imperialistas aprovechándose del debilitamiento de EE.UU. Por ello apoya hoy a Irán y más discretamente a Hizbolá.
– China, aprovechándose de su creciente influencia económica, sueña con lograr nuevas zonas de influencia fuera de Asia del Sureste. Ya está echando miradas cariñosas a Irán, socio económico privilegiado que le dispensa petróleo a precio muy ventajoso. Cada una por su lado, esas dos potencias no han parado de intentar sabotear las resoluciones de la ONU en las que participaban.
– Gran Bretaña hasta ahora ha acompañado las principales expediciones de castigo norteamericanas, defendiendo sus intereses propios. Pretende reconquistar de esta forma la zona de influencia que tuvo con su protectorado en esa región (en particular Irán e Irak).
– La burguesía francesa tiene nostalgia de la época en la que se repartía con Gran Bretaña las zonas de influencia en Oriente Medio. Por ello se ha incorporado al plan norteamericano sobre Líbano en torno a la famosa resolución 1201 de la ONU, urdiendo incluso el plan de despliegue de la FINUL. Por ello también ha aceptado aumentar su compromiso militar en el Sur de Líbano, pasando de 400 a 2000 soldados en su participación en la FINUL.
Otras potencias también han entrado en liza, como Italia que asumirá el mando supremo de las fuerzas de la FINUL en Líbano tras febrero del 2007, proporcionando para ello el mayor contingente de fuerzas a la ONU. Pocos meses después de haber retirado las tropas italianas de Irak, tras haber criticado duramente la incorporación del gobierno de Berlusconi en ese conflicto, Prodi hace lo mismo en Líbano, confirmando las ambiciones de Italia de tener su asiento en la mesa de los grandes, a riesgo de salir desplumada. Todas las potencias están implicadas en la guerra.
Oriente Medio es hoy un concentrado del carácter irracional de la guerra, en donde cada imperialismo se hunde cada día más para defender sus intereses propios a costa de más y más conflictos, cada día más amplios y mortíferos, unos conflictos que implican cada vez a más estados.
La extensión de las zonas de enfrentamientos bélicos en el mundo es una manifestación del carácter ineluctable de la barbarie guerrera del capitalismo. Guerra y militarismo son sin lugar a dudas el modo de vida permanente del capitalismo decadente en plena descomposición. Es una de las características esenciales de bloqueo trágico de un sistema que no tiene nada que ofrecer a la humanidad sino miseria y muerte.
El gendarme responsable de preservar el “orden mundial” es hoy en día un poderoso factor de aceleración del caos. ¿Cómo se explica que el primer ejército del mundo, dotado de los medios tecnológicos más modernos, de los servicios de información más potentes, de armas tan sofisticadas que son capaces de apuntar y hacer blanco a miles de kilómetros de distancia, esté metido en semejante cenagal? ¿Cómo se explica que Estados Unidos, país mas poderoso del mundo, tenga a su cabeza a un medio tonto rodeado de una banda de activistas tan poco conformes a la imagen tradicional de una “gran democracia” burguesa responsable? Bush Junior, descrito por el escritor Norman Mailer como “el peor presidente de la historia de EE.UU.: ignorante, arrogante y totalmente estúpido” se ha rodeado de un equipo de “cabezas pensantes” particularmente perturbadas que le dictan su política, desde el vicepresidente Dick Cheney al secretario de Defensa Donald Rumsfeld, pasando por su gurú-mánager, Kart Rove, y por el “teórico” Paul Wolfowitz. Desde principios de los 90, éste fue el portavoz mas consecuente de una “doctrina” qua anunciaba claramente que “la misión política y militar esencial de Norteamérica una vez terminada la guerra fría, será hacerlo todo para que ninguna superpotencia rival pueda emerger en Europa del Oeste, Asia o cualquier otro territorio de lo que fue la Unión Soviética”. Esa “doctrina” se dio a conocer en marzo del 92, cuando la burguesía norteamericana todavía tenía ilusiones sobre el éxito de su estrategia, tras el hundimiento de la URSS y la reunificación de Alemania. Fue con ese objetivo con el que esa gente declaraba hace unos años que para movilizar a la nación, imponer los valores democráticos de Estados Unidos e impedir las rivalidades imperialistas, “seria necesario un nuevo Pearl Harbor”. Recordemos aquí que el ataque de las fuerzas navales norteamericanas por parte de Japón en diciembre del 41, que costó unos 4500 muertos o heridos a Estados Unidos, favoreció la entrada en guerra de este país junto a los Aliados, invirtiendo la posición de la opinión publica hasta aquel entonces muy reticente. Las más altas autoridades norteamericanas estaban enteradas de ese ataque, dejando sencillamente que se realizara. Desde que Cheney y compañía llegaron al poder gracias a la victoria de Bush junior en el 2000, han realizado lo que habían previsto: los atentados del 11 de septiembre fueron el nuevo “Pearl Harbor”: en nombre de la nueva cruzada contra el terrorismo justificaron la invasión de Afganistán y de Irak, así como los nuevos programas militares, especialmente costosos, sin olvidar el reforzamiento sin precedentes del control policial sobre la población. El que Estados Unidos se haya dado semejantes dirigentes que juegan con el destino del planeta como aprendices de brujo, obedece a la misma lógica del capitalismo decadente en crisis que en otros tiempos llevó al poder a un Hitler en Alemania. No es tal o cual individuo en la cumbre del Estado el que hace evolucionar el capitalismo en tal o cual sentido, sino que, al contrario, es el sistema en total decadencia el que permite llegar al poder a tal o cual individuo representativo de esa evolución y capaz de llevarla a la práctica. Es una expresión clara del atolladero histórico en el que el capitalismo está metiendo a la humanidad.
El balance de esa política es abrumador: 3000 soldados muertos desde que empezó la guerra en Irak hace tres años (más de 2800 norteamericanos), 655 000 iraquíes han fallecido entre marzo del 2003 y julio del 2006, y ya es sabido que los atentados mortíferos entre fracciones chiíes y suníes no cesan de intensificarse. Hay 160 000 soldados de ocupación bajo mando norteamericano presentes hoy en suelo iraquí, incapaces de “asegurar el mantenimiento del orden” en un país al borde de la guerra civil y de la fragmentación. En el Sur, las milicias chiíes intentan imponer su ley multiplicando las demostraciones de fuerza, en el Norte los activistas suníes reivindican con orgullo sus vínculos con Al Qaeda y acaban de autoproclamar una “república islámica” mientras que en el centro, en la región de Bagdad, la población está expuesta a bandas de saqueadores, a atentados con coches bomba y cualquier patrulla aislada de las tropas norteamericanas se expone a caer en una emboscada.
Las guerras en Irak y Afganistán tragan además cantidades colosales de dinero, que ahondan siempre más el déficit presupuestario y precipitan a EE.UU. en un endeudamiento descomunal. La situación en Afganistán también es catastrófica. El interminable rastreo para dar con Al Qaeda y, también aquí, la presencia de un ejército de ocupación favorecen a los talibanes que fueron expulsados del poder en 2002 pero que hoy, rearmados por Irán y mas discretamente por China, multiplican las emboscadas y los atentados. Los “demonios terroristas”, Bin Laden o el régimen de los talibanes, son ambos, además, engendros creados por Estados Unidos para acorralar a la URSS en la época de los bloques imperialistas, cuando la invasión de Afganistán por las tropas rusas. El primero es un ex espía reclutado por la CIA en 1979; tras haber servido en Estambul de intermediario financiero en un tráfico de armas de Arabia Saudita y EE.UU. hacia la guerrilla de Afganistán, evolucionó “naturalmente”, en cuanto empezó la intervención rusa, para servir de intermediario a los norteamericanos en el reparto de la financiación entre la resistencia afgana. Los talibanes, por su parte, fueron armados y financiados por Estados Unidos y se hicieron con el poder con la bendición del Tío Sam.
También es patente que la gran cruzada contra el terrorismo, lejos de erradicarlo, lo único que ha conseguido es centuplicar las acciones terroristas y los atentados kamikaze cuyo único objetivo es hacer cuantas más víctimas, mejor. La Casa Blanca hoy es impotente ante las burlas más humillantes que le hace el Estado iraní. Esta impotencia da alas a potencias de cuarto o quinto orden como Corea del Norte que se ha permitido el lujo de proceder el 8 de octubre a una prueba atómica que la sitúa en octava posición de los países poseedores del arma atómica. Ese enorme reto pone en peligro a toda Asia del Sureste, fortaleciendo a su vez las aspiraciones de nuevos pretendientes al arma nuclear. Justifica la remilitarización y el rearme rápido de Japón, así como su orientación hacia la producción de armas nucleares para hacer frente a su vecino inmediato. Es un peligro importante que ilustra el “efecto dominó” de la huida ciega en el militarismo y en la tendencia a tirar “cada uno por su cuenta”.
También se ha de evocar la situación de caos espantoso en Oriente Medio, en particular en la Franja de Gaza. Tras la victoria electoral de Hamás a finales de enero fue suspendida la ayuda internacional directa y el gobierno israelí organizó el bloqueo de las transferencias de fondos por ingresos fiscales y aduaneros a la Autoridad Palestina. Ya van siete meses que 165 000 funcionarios no cobran su sueldo, pero su rabia, como la de toda una población de la que un 70 % vive por debajo del umbral de pobreza, con un nivel de desempleo de 44 %, es fácilmente recuperada en enfrentamientos callejeros que oponen de nuevo regularmente desde el 10 de octubre las milicias de Hamás y las de Al Fatah. Los intentos de gobierno de unión nacional abortan uno tras otro. Mientras se iba retirando del Sur de Líbano, Tsahal ha vuelto a cercar las zonas fronterizas con Egipto junto a la Franja de Gaza y a bombardear con misiles el pueblo de Rafá, so pretexto de acorralar a los activistas de Hamás. Los controles de quienes siguen teniendo trabajo son permanentes. La población vive en un clima de terror y de permanente inseguridad. Desde el 25 de junio han sido contabilizados 300 muertos en esa zona.
El descalabro de la política norteamericana es patente. Por eso asistimos a un amplio cuestionamiento de la administración Bush hasta en su propio campo, el de los republicanos. Las ceremonias del quinto aniversario del 11 de septiembre fueron la ocasión de un verdadero chaparrón de críticas contra Bush, retransmitidas por los medios norteamericanos. Hace cinco años, a la CCI se la acusaba de tener una visión maquiavélica de la historia cuando demostraba la hipótesis de que la Casa Blanca había dejado que se perpetraran los atentados con conocimiento de causa para justificar las aventuras militares en preparación [2]. Hoy, es un numero incalculable de libros, documentales, artículos en Internet que no solo cuestionan la versión oficial del 11 de septiembre, sino que gran parte de ellos avanzan teorías mucho mas fuertes, denunciando un complot y una manipulación de la camarilla de Bush. Según los sondeos más recientes, más de una tercera parte de los norteamericanos y casi la mitad de la población neoyorquina piensan que hubo manipulación de los atentados, que el 11 de septiembre fue un inside job (una labor interna).
Y el 60 % de la población norteamericana piensa que la guerra en Irak es una “mal asunto”; la mayor parte de ella ya no cree en la tesis de la posesión de armas nucleares ni en los lazos entre Sadam y Al Qaeda, considerando que no fue sino un pretexto para justificar la intervención en Irak. Media docena de libros recientes (entre ellos el del famoso periodista Bob Woodward que en tiempos de Nixon denunció el escándalo del Watergate) acusan sin ambages, denunciando esa “mentira” de Estado, exigiendo que se retiren las tropas de Irak. Ello no significa que la política militarista de EE.UU. se autoinmole voluntariamente, sino que el gobierno está forzado a tenerlo en cuenta y exponer sus propias contradicciones para intentar adaptarse.
La pretendida última pifia de Bush, admitiendo el paralelo con la guerra de Vietnam, la hizo al mismo tiempo que el propio James Baker organizaba las “filtraciones” de unas entrevistas que le hicieron. El plan del antiguo jefe del Estado mayor de la era Reagan, que también fue secretario de Estado en la época de Bush Senior, preconiza la apertura del dialogo con Siria e Irán, y sobre todo una retirada parcial de las tropas en Irak. Ese intento de retirada limitada pone de relieve el nivel de debilitamiento de la burguesía norteamericana para la cual la simple retirada de Irak sería la mayor humillación de su historia, algo que no puede permitirse. El paralelo con Vietnam es, a decir verdad, una subestimación engañosa. En aquel entonces, la retirada de las tropas norteamericanas de Vietnam permitió a EE.UU. reorientar su estrategia de alianzas, llevándose a China a su propio campo contra la URSS. La retirada de hoy de las tropas norteamericanas de Irak sería pura y rotundamente una capitulación sin contrapartida, que provocaría un desprestigio total de la potencia norteamericana. Ocasionaría la fragmentación de un país, provocando un aumento considerable del caos en toda la región. Esas contradicciones son la expresión patente de la crisis y del debilitamiento del liderazgo estadounidense, y del avance del desorden creciente en las relaciones internacionales. Y un cambio de mayoría en las elecciones “intermedias” de noviembre para el próximo congreso o la elección posible de un presidente demócrata dentro de dos años no tendrá otro resultado que seguir las mismas huellas de las aventuras bélicas por el mismo camino que lleva al atolladero. El clan de exaltados que gobierna en Washington ya ha dado la prueba de un nivel de incompetencia pocas veces alcanzado por una administración norteamericana. Pero sean los que sean los equipos que tomen el relevo, hay un dato fundamental que no podrán cambiar: ante un sistema capitalista que se está hundiendo en su crisis mortal, la clase dominante no es capaz de responder sino es siguiendo la senda de la barbarie guerrera. Y la primera burguesía mundial lo hará todo por mantener su rango en ese plano.
En Estados Unidos, el peso de la patriotería alimentada tras el 11 de septiembre ha desaparecido en gran parte a causa de la experiencia del doble fracaso de la lucha antiterrorista y del hundimiento en el barrizal de la guerra en Irak. Las campañas de reclutamiento del ejército tienen enormes dificultades para encontrar candidatos dispuestos a jugarse la vida en Irak y la desmoralización está alcanzando a la tropa. A pesar de los riesgos, hay miles de deserciones. Ya se cuentan más de mil desertores en Canadá.
Esta situación no solo refleja el callejón sin salida de la burguesía sino que anuncia otra alternativa. El peso más y más insoportable de la guerra y de la barbarie en la sociedad es una dimensión indispensable de la toma de conciencia por parte de los proletarios de la quiebra irremediable del sistema capitalista. La única respuesta que la clase obrera pueda oponer a la guerra imperialista, la única solidaridad que pueda manifestar a sus hermanos de clase expuestos a las peores masacres, es la de movilizarse en su terreno de clase contra sus explotadores. Es la de luchar y desarrollar sus combates en el terreno social contra sus propias burguesías nacionales. La clase obrera ya empezó a concretarlo durante la huelga de solidaridad de los empleados del aeropuerto de Heathrow en agosto del 2005, en plena campaña antiterrorista, con los obreros pakistaníes despedidos por la empresa Gate Gourmet. También lo ha hecho en la movilización de los futuros proletarios contra el CPE en Francia y de los metalúrgicos en Vigo en España. En Estados Unidos, también lo hicieron los 18 000 mecánicos de Boeing en septiembre de 2005, que se opusieron a la disminución de las pensiones de jubilación y también a la discriminación de los regímenes entre obreros jóvenes y veteranos. Los obreros del Metro y de transportes públicos en la huelga en Nueva York en vísperas de Navidad de 2005, contra un ataque a las jubilaciones que explícitamente sólo iba a afectar a los futuros empleados, afirmaron su toma de conciencia de que luchar por el porvenir de sus hijos forma parte del propio combate. Esas luchas siguen siendo muy débiles todavía y el camino que conduce a los enfrentamientos decisivos entre proletariado y burguesía será largo y difícil, pero son la manifestación de una reanudación de los combates de clase a escala internacional. Son el único rayo de esperanza de un porvenir diferente, de una alternativa para la humanidad frente a la barbarie capitalista.
W (21 octubre)
[1]) Ese cinismo y esa hipocresía se revelaron en el terreno mismo, durante un episodio de los últimos días de guerra: un convoy compuesto por una parte de la población de un pueblo libanés, con muchas mujeres y niños que intentaban huir de la zona de combates, tuvo una avería y fue ametrallado por el ejército israelí. Los miembros del convoy buscaron entonces la protección en un campo cercano a un puesto de la ONU. Se les contestó que era imposible protegerlos, que la ONU no tenia mandato para ello. La mayoría (58 personas) de entre ellos murieron bajo la metralla del ejército israelí ante la mirada pasiva de la FINUL (según un testimonio de una familia superviviente).
[2]) Léase nuestro artículo « Pearl Harbor 1941, las “Twin Towers” 2001 », el maquiavelismo de la burguesía, Revista internacional no 108.
En la noche del 23 al 24 de octubre de 1956, los obreros de Budapest, seguidos inmediatamente por los de Hungría entera, exasperados por las condiciones de explotación infernales y el terror impuesto por el régimen estalinista instaurado desde 1948, se rebelaron en una insurrección armada que se propagó por todo el país. En 24 horas, la huelga llegó a las principales ciudades industriales y la clase obrera, organizada en consejos, fue tomando el control del levantamiento. Aquella revuelta, auténtica, del proletariado húngaro contra el orden capitalista al modo estaliniano (pesada losa sobre los obreros de los países del Este de Europa) fue una realidad que la burguesía, desde hace ahora 50 años, no ha cesado de ocultar o, más a menudo, de adulterarla. La versión expurgada y falsificada minimiza el lugar y las acciones del proletariado al máximo posible. Y cuando se trata de hablar del papel central de los consejos obreros, ni que decir tiene que se les menciona por lo bajo y con boca pequeña, como algo anecdótico o perdidos en un montón de comités, consejos nacionales o municipales a cada cual más nacionalista, y eso cuando no acaban siendo sencillamente dejados en el olvido.
Ya en 1956, las mentiras más rastreras circulaban tanto al Este como en el Oeste. Según el Kremlin, y sus voceros occidentales, los PC de Europa, los acontecimientos de Hungría no eran sino una “insurrección fascista” manipulada por los “imperialistas de occidente”. Para los estalinistas de entonces, además de la necesidad de encontrar un pretexto para aplastar al proletariado húngaro con los tanques rusos, había que mantener ante los obreros del Oeste, la ilusión sobre el carácter “socialista” del bloque soviético y evitar a toda costa que reconocieran en el levantamiento de sus hermanos húngaros la expresión de una lucha proletaria.
La insurrección húngara unos la disfrazaron de “obra de bandas fascistas a sueldo de Estados Unidos” mientras que para los otros, la burguesía del bloque occidental, era una lucha por “el triunfo de la democracia”, “de la libertad” y de la “independencia nacional”. Esas dos mentiras se completan para ocultar a la clase obrera su propia historia, pero será la versión del combate patriótico en el que se mezclan todas las clases en el “ardor popular” por la “victoria de la democracia” la que acabará siendo el eje único de la propaganda burguesa, apoyada después en la exposición de los crímenes del estalinismo sobre todo después del desmoronamiento del bloque del Este.
Y es así como, al conmemorar cada diez años el aplastamiento de aquella lucha, la burguesía prosigue su maniobra montada ya durante los acontecimientos mismos, con la única finalidad de que la clase obrera no comprenda que la insurrección húngara fue una expresión de su naturaleza revolucionaria, de su capacidad para enfrentarse al Estado, organizándose para ello en consejos obreros. Este carácter revolucionario es tanto más manifiesto porque se expresa en 1956, en el peor de los momentos imaginables, el de la contrarrevolución, cuando a escala mundial el proletariado está con las fuerzas más bajas, hecho trizas por la Segunda Guerra mundial, amordazado por los sindicatos y sus compinches de la policía política. Y esa es la razón por la cual, en aquel contexto tan difícil, la revuelta de 1956 no podía de ninguna manera transformarse en tentativa consciente por parte del proletariado para apoderarse del poder político y construir una nueva sociedad.
Como suele ocurrir, la realidad es muy diferente de lo que presenta la burguesía. La insurrección húngara es, ante todo, una respuesta proletaria a la feroz sobreexplotación que se había impuesto en los países caídos bajo la dominación imperialista de la URSS tras la Segunda Guerra mundial.
Los tormentos de la guerra y los mazazos del régimen fascista del almirante Horthy [1] primero, los del gobierno de transición después (1944-1948). De remate, los obreros húngaros conocerán bajo las botas estalinistas una nueva forma de bajada a los infiernos.
Al final de la guerra, en los territorios llamados “liberados” de la ocupación nazi en Europa del Este, el “liberador” soviético tiene la intención de arraigarse y prolongar su imperio hasta las puertas de Austria. El ejército rojo (y siguiéndole los pasos la policía política rusa, el NKVD) domina entonces un espacio que se extiende desde el Báltico a los Balcanes. En toda la región, los saqueos, las violaciones y las deportaciones de masas hacia campos de trabajos forzados forman parte del menú sanguinolento de la ocupación soviética, primicias de lo que pronto será la instalación definitiva de los regímenes estalinistas. En Hungría, a partir de 1948, la hegemonía del llamado Partido “comunista” sobre el aparato político es total, la estalinización del país aparece como un hecho patente. Matyas Rakosi [2], del que se dice que era el mejor alumno de Stalin, rodeado de una pandilla de asesinos y torturadores (el siniestro Gerö [3], por ejemplo), es la personificación misma de todo el edificio estalinista en Hungría cuyos pilares principales son (según la receta bien sabida): terror político y explotación sin límites de la clase obrera.
La Unión Soviética, vencedora y ocupante del Este de Europa, exige de los países vencidos y ocupados, en especial de los que habían colaborado con las potencias del Eje, como así había sido con Hungría, el pago de abrumadoras reparaciones. De hecho, no es más que un pretexto para acaparar los sistemas de producción de los países recién satelizados y hacerlos funcionar a pleno régimen en beneficio de los intereses económicos e imperialistas de la URSS. Se instala un auténtico sistema de vampirización en 1945-1946: se desmontan, por ejemplo, algunas fábricas y se transfieren, con los obreros incluidos, a tierras rusas.
Del mismo estilo es la instauración del COMECON, el mercado de “intercambio privilegiado” de 1949 en donde lo “privilegiado” va en sentido único. El Estado ruso puede dar salida a su producción vendiendo a precios más elevados que los del mercado mundial, y, en cambio, recaba productos en los satélites a precio de saldo.
Es pues toda la economía húngara la que se doblega ante la voluntad y los planes productivos de la dirección central rusa, lo que queda perfectamente ilustrado en el año 1953 con el estallido de la guerra de Corea, viéndose Hungría obligada por la URSS a transformar la gran mayoría de sus factorías en fábricas de armas. Hungría se convertirá, además, a partir de entonces en el abastecedor principal de armas de la Unión Soviética.
Para satisfacer las apetencias económicas y los imperativos militares rusos, la política de industrialización húngara va a realizarse a marchas forzadas. Los planes quinquenales, especialmente el de 1950, aseguran un salto de la producción y de la productividad sin precedentes. Pero como los milagros no caen del cielo, detrás de los engranajes de esa industrialización galopante lo que hay, y no es una novedad, es la explotación despiadada de la clase obrera. La menor partícula de su energía será aspirada para realizar el plan de 1950-1954 cuya prioridad es la industria pesada vinculada a la producción de armamento. Ésta se multiplicará por 5 al término del plan.
Todo sirve para sacar lo máximo al proletariado húngaro. Para ello se instaura y se sistematiza el salario a destajo, acompañado de cuotas productivas periódicamente revisadas al alza. El PC rumano decía al respecto, con todo el cinismo de que es capaz el estalinismo, que “el trabajo a destajo es un sistema revolucionario que elimina la inercia… todo el mundo tiene la capacidad de trabajar más duramente…”, en realidad el sistema “elimina” sobre todo a quienes niegan la “capacidad” de morir en el tajo por un salario de miseria.
Un poco igual que Sísifo condenado en los infiernos a empujar y empujar un peñasco monte arriba, los sísifos húngaros estaban condenados a unos ritmos de trabajo infernales e ininterrumpidos.
En la mayoría de las fábricas, a finales de cada mes, la dirección comprobaba que, fatalmente, había peligrosos retrasos respecto a las previsiones inhumanas del plan. Se hacían sonar entonces las alarmas para el “gran zafarrancho”, una explosión de los ritmos semejante a la “sturmovchina” [4] que debían soportar regularmente los obreros rusos. Y ya no solo había “sturmovchina” a finales de cada mes, sino cada vez más, al final de la semana. En el momento del “gran zafarrancho”, las horas extras caían como chaparrones, igual, claro está, que los accidentes laborales. Se llevaba a hombre y a máquina hasta los límites extremos.
Para colmo, solía ocurrir que los obreros tuvieran la grata sorpresa, al llegar a la fábrica, de enterarse de su propia “carta de compromiso” firmada y enviada en su nombre por… el sindicato. Agotados ya al máximo, se encontraban con “el compromiso solemne” de aumentar la producción una vez más, en honor de tal o cual aniversario o festejo. En realidad, todo servía para lanzar ese tipo de jornadas de trabajo “voluntario”… y, ni que decir tiene, gratuito. Entre marzo de 1950 a febrero de 1951, hubo hasta 11 jornadas de ese tipo: día de la “liberación”, Primero de mayo, semana de Corea, cumpleaños de Rakosi y demás pretextos propicios al alborozo y… las horas extras no pagadas.
Durante el Primer plan quinquenal, aún cuando la producción se había duplicado y la productividad se había incrementado 63 %, el nivel de vida de los obreros se hundía inexorablemente. En 5 años, de 1949 a 1954, el salario neto se redujo un 20 % y durante el año 1956, solo 15 % de las familias vivían por encima del mínimo vital ¡definido por los propios especialistas del régimen!
La era del stajanovismo no llegó a Hungría gracias al voluntariado o el amor a la “patria socialista”. Es evidente que la clase dominante la impuso con toda la persuasión del terror, las amenazas de represalias violentas y las fuertes multas en caso de no cumplir unas normas de producción que no cesaban de aumentar.
El terror estalinista tendrá su pleno sentido en el seno de las fábricas. El 9 de enero de 1950, por ejemplo, el gobierno adopta un decreto por el que se prohíbe a los obreros dejar su lugar de trabajo sin permiso. La disciplina era estricta y las “infracciones” castigadas con fuertes multas.
Ese terror cotidiano implicaba necesariamente una infraestructura policíaca omnipresente. Policía y sindicatos tenían que estar por todas partes hasta el punto de que en algunos sitios la situación acababa en lo burlesco. La factoría MOFEM de Magyarovar cuyos efectivos habían triplicado entre 1950 y 1956, tuvo que contratar, para mantener el control represivo de sus obreros, no ya tres veces sino diez veces más personal de vigilancia: permanentes del sindicato, del partido y de la policía interior de la fábrica.
Los estatutos dados a los sindicatos por el régimen en 1950 no son, en eso, nada equívocos:
“…organizar y difundir la emulación socialista de los trabajadores, combatir por una mejor organización del trabajo, por el reforzamiento de la disciplina… y el incremento de la productividad”.
Las multas y las vejaciones no eran, por desgracia, las únicas sanciones contra los “recalcitrantes”.
El 6 de diciembre de 1948, el ministro de industria, Istvan Kossa, de visita en la ciudad de Debrecen se puso a despotricar contra
“… los trabajadores [que] han adoptado una actitud terrorista hacia los directores de las industrias nacionalizadas …”
o sea, aquellos que no se doblegaban “de buena gana” a las normas stajanovistas o sencillamente no lograban alcanzar las inverosímiles cuotas de producción exigidas. Y así, los obreros que parecían poco “enamorados” de su trabajo eran regularmente denunciados como “agentes del capitalismo occidental”, “fascistas” o “estafadores”.
Kossa añadió en aquel discurso que si no cambiaban de “actitud”, un período de trabajos forzados podría ayudarles. Y eso no eran amenazas verbales: un ejemplo entre otros muchos fue el de un obrero de la factoría de vagones de Györ acusado de “estafa al salario” y condenado por ello a una pena de cárcel en un campo de presos. El testimonio de Sandor Kopacsi, director de prisiones en 1949 y jefe de la policía de Budapest en 1956, es también muy aleccionador:
“Según los datos, pude comprobar que los campos estaban llenos de obreros, de labriegos más bien pobres; algunas personas pertenecían a clases hostiles al régimen. La tarea [del director] era sencilla: había que prolongar, generalmente 6 meses, el tiempo de reclusión de los detenidos. […] Seis meses de reclusión o seis de prórroga que se practicaban en las estepas de Siberia… Lo cual no quita que una reclusión era una reclusión y con el sistema de prolongaciones de “seis meses en seis meses”, los condenados no volvían a la vida civil no mucho antes que quienes “saboreaban” entre quince y veinticinco años en el extremo norte siberiano.”
En 1955, la cantidad de detenidos se dispara y, curiosamente, ocurre que la mayoría de ellos son obreros tipo “recalcitrante”.
Bajo el régimen de Rakosi desaparecerán miles de personas sin dejar rastro… estaban en realidad detenidas y encarceladas. Se decía entonces que un mal profundo golpeaba a Hungría: “la enfermedad del timbre”. Esa metáfora quería decir que cuando alguien llamaba al timbre por la mañana en una casa, no se podía saber nunca si era el cartero o un agente de la policía política (Államvédelmi Hatóság, AVH).
A pesar del terror, de la presencia del Ejército rojo y las torturas de la AVH, la rabia en el proletariado era cada día más palpable y eso ya desde 1948. El resentimiento de los obreros no estaba lejos de estallar en la calle. Sentían cómo se iba albergando en ellos la necesidad irrenunciable de quitarse de encima a todo el aparato jerarquizado de la burocracia soviética, desde quienes estaban en la cima y tomaban las decisiones clave sobre el nivel y las normas de producción hasta los contramaestres y demás sicarios que con el cronómetro en la mano les presionaban para que transformaran los planes en productos acabados.
Los obreros, exasperados, estaban destrozados. Las condiciones de explotación habían superado lo intolerable, la insurrección estaba incubándose.
Lo que había instaurado la URSS en Hungría era, claro está, lo mismo que lo que en los demás países estalinizados del bloque del Este. Por eso también el descontento de los obreros era en ellos algo tan patente como en Hungría. Ya a principios del mes de junio del año 1953, los obreros checoslovacos, en Pilsen, se habían enfrentado al aparato de Estado estalinista pues se negaban a seguir siendo pagados según el ya demasiado conocido salario a destajo. Quince días más tarde, el 17 de junio de 1953, fue en Berlín Este donde una huelga general, organizada por los obreros de la construcción, estalla tras el alza generalizada de las normas productivas, 10 %, y una pérdida de salario de un 30 %. Los obreros desfilaron por la Stalin Allee al grito de “Abajo la tiranía de las normas”, “somos trabajadores, no esclavos”. Surgieron espontáneamente comités de huelga para animar a la extensión de la lucha y caminaron hacia el sector occidental de la ciudad para llamar a los obreros de Berlín Oeste a unirse a ellos. El famoso muro no había sido construido todavía, de modo que los aliados occidentales decidieron cerrar a toda prisa el sector occidental. Fueron los tanques rusos estacionados en la RDA (Alemania del Este) los que acabaron con la huelga. Ahí se vio bien cómo, al Este y al Oeste, la burguesía conjugaba sus fuerzas, en un entendimiento sin fisuras, para encarar la acción proletaria. Al mismo tiempo hubo otras manifestaciones y levantamientos obreros en 7 ciudades polacas. Se instauró la ley marcial en Varsovia, Cracovia, en Silesia y también aquí tuvieron que intervenir los tanques rusos para aplastar la agitación obrera. La clase obrera de Hungría no se quedó atrás. Estallaron huelgas, primero en el gran barrio obrero, el centro de producción siderúrgico de Csepel en Budapest, para después irse extendiendo hacia otras ciudades industriales como Ozd y Diösgyör.
Soplaban vientos de revuelta contra el estalinismo por tierras del Este. Y acabó siendo vendaval y punto álgido con la insurrección húngara de octubre 1956.
Ni que decir tiene que el clima de agitación que atraviesa Hungría inquieta sobremanera al Kremlin. Para intentar aflojar la presión de esa caldera en ebullición, Moscú había decidido separar temporalmente del poder a quien personificaba el terror del régimen, Matyas Rakosi, dimitiéndolo en junio de 1953 de su puesto de Primer ministro. Vuelve al poder en 1955, y lo vuelven a dimitir en julio de 1956. Pero eso no sirve de nada, pues la tensión acumulada es demasiado importante y las condiciones de vida siguen igual; la caldera está para explotar.
En un ambiente insurreccional, propicio al derrocamiento del régimen dominante, las fracciones nacionalistas de la burguesía húngara comprenden rápidamente que tienen una baza que jugar para librarse del vasallaje a Moscú, o, al menos, soltar un poco el collar y alargar la correa. La sovietización a marchas forzadas del Estado húngaro, la toma del poder total por parte de los hombres del Kremlin apoyados por los tanques del ejército rojo, una industria íntegramente puesta al servicio de los intereses económicos e imperialistas de la URSS… era demasiado para una gran parte de la burguesía nacional que esperaba su hora para expulsar al ocupante. Las aspiraciones de independencia nacional están presentes, incluso en algunos estalinistas húngaros, los llamados “comunistas nacionales”, que hacen votos por una “vía húngara al socialismo” al igual que muchos intelectuales. Harán de Imre Nagy [5] su adalid, “héroe” de la insurrección de octubre. Tampoco pudo llevarse a cabo la sovietización de los ejércitos sin las concesiones al nacionalismo por parte de los antiguos oficiales. La alianza con la URSS, no correspondía para ellos con las exigencias del interés nacional, orientado tradicionalmente hacia el Oeste. Con el levantamiento de octubre, el ejército ve también la posibilidad de librarse de las ataduras estalinistas. De ahí que participara en parte en los combates callejeros. Ese arrebato de resistencia patriótica se encarnará en el general Pal Maleter y las tropas del cuartel Kilian de Budapest. Esas fracciones de la burguesía y de la pequeña burguesía emponzoñan la atmósfera de la revuelta obrera con su propaganda nacionalista. No es pues de extrañar que hasta hoy la clase dominante procure hacer de Nagy y Maleter los personajes míticos de los acontecimientos de 1956. Rememorando únicamente esos “íconos” burgueses, da crédito a la mentira de una “revolución de liberación democrática y nacional”.
Y es así cómo, desde la destitución de Rakosi en julio, la presión de elementos pequeño burgueses, de intelectuales nacionalistas de la Unión de escritores y los estudiantes del Círculo Petofi mantienen un clima de agitación. Éstos últimos organizarán el 23 de octubre una manifestación pacífica en Budapest a la que acuden muchos obreros. Una vez llegados a la estatua del general Bem, se lee una resolución de la Unión de Escritores, en la que se expresan las pretendidas aspiraciones independentistas del “pueblo húngaro”.
Eso es para la burguesía la quintaesencia de la insurrección húngara… una concentración de estudiantes e intelectuales que luchan por la liberación de la nación del yugo moscovita. De ese modo, desde hace 50 años, la clase dominante echa un tupido velo sobre el actor principal del levantamiento, la clase obrera y su motivación, que, muy lejos de la resistencia nacional y el amor por la patria, intentaba ante todo resistir a las terribles condiciones de vida que le imponían.
Los obreros de Budapest, al salir de las fábricas, se unen masivamente a la manifestación. Aún cuando la manifestación se ha terminado oficialmente, los obreros no se dispersan, sino al contrario. Antes que quedarse con las ganas, convergen todos hacia la plaza del Parlamento y la estatua de Stalin que empiezan a destruir a mazazos y con soplete. Después la marea humana se dirige hacia la Casa de la Radio para protestar contra la alocución del Primer ministro Gerö que acusaba a los manifestantes de no ser otra cosa sino “una cuadrilla de aventureros nacionalistas cuyas intenciones son quebrar el poder de la clase obrera”. Fue entonces cuando la policía política (AVH) dispara contra la muchedumbre y la protesta se torna en insurrección armada. Los intelectuales nacionalistas, iniciadores de la manifestación, se vieron hasta tal punto superados por el cariz de los acontecimientos que, según reconoció el propio secretario del Círculo Petofi, Balazs Nagy, ellos “más que impulsar el movimiento lo frenaban”.
En 24 horas, la huelga general, con la fuerza de 4 millones de obreros, se extiende por toda Hungría. En los grandes centros industriales surgen consejos obreros espontáneamente; y así es como la clase obrera se organiza y se apodera del control de la insurrección.
Los proletarios son, sin la menor duda, la espina dorsal del movimiento. Eso se demuestra por una combatividad y una determinación a toda prueba. Se arman, levantan barricadas por todas partes, luchan por todas la esquinas de la capital, con gran desventaja, contra la AVH y los tanques rusos. Sin embargo, la AVH es rápidamente desbordada por los acontecimientos y el gobierno recién instalado, constituido en la urgencia y dirigido por un “progresista”, Imre Nagy, pide, sin la menor vacilación, la intervención de los tanques soviéticos para proteger el régimen de la cólera obrera. Ese dirigente no cesará desde entonces de llamar a que se restaure el orden y “los insurgentes se sometan”. Más tarde, ese campeón de la democracia afirmará que la intervención de las fuerzas soviéticas “ha sido necesaria en interés de la disciplina socialista”.
Lo tanques entran en Budapest el 24 de octubre hacia las 2 de la madrugada. Es en las barriadas obreras del extrarradio donde se enfrentan con las primeras barricadas. La factoría de Csepel con sus miles de metalúrgicos va a realizar una de las resistencias más empecinadas: fusiles viejos y cócteles Molotov contra divisiones blindadas rusas.
Nagy, el candidato legítimo de todas las aspiraciones nacionalistas, es incapaz de restablecer la calma. Nunca obtendrá la confianza y el desarme de los obreros, porque, contrariamente a los intelectuales y a una parte del ejército húngaro, los trabajadores, aunque hubieran podido estar contaminados por la propaganda y los cantos patrióticos del entorno, no luchaban por “la liberación nacional”, sino, y sobre todo, se rebelaron contra el terror y la explotación.
El 4 de noviembre, en el mismo momento en que Moscú sustituye a Nagy por Janos Kadar, 6000 tanques soviéticos se lanzan sobre la capital en una segunda carga para acabar de una vez con el levantamiento. Y todo el peso de ese asalto se hizo sobre las barriadas obreras: Csepel la roja, Ujpest, Kobanya, Dunapentele. A pesar de un enemigo 100 veces superior en hombres y material bélico, los obreros siguen luchando y resistiendo como indómitos leones.
“En Csepel, los obreros se han decidido a luchar. El 7 de noviembre hay una salva de artillería apoyada por un bombardeo aéreo. Al día siguiente, un emisario soviético va a pedir a los obreros que se rindan. Se niegan a ello y sigue el combate. Al día siguiente, otro oficial lanza un último aviso: o entregan las armas o será una lucha sin cuartel. Una vez más, los insurgentes se niegan a someterse. Las salvas de artillería son más y más intensas. Las fuerzas soviéticas emplean morteros lanzacohetes que causan enormes destrozos en fábricas e inmuebles vecinos. Gastadas las municiones, los obreros cesan el combate” (Budapest, la insurrección, François Fejtö).
Solo el hambre y la falta de munición parecen poder acabar con los combates y la resistencia obrera.
Los barrios obreros acabaron totalmente arrasados y se estima que hubo varias decenas de miles de muertos. Y sin embargo, a pesar de las matanzas, la huelga se prolongó durante algunas semanas. Incluso una vez terminada ésta, siguió habiendo actos de resistencia esporádica hasta enero de 1957.
La valentía, la revuelta contra la miseria, el hastío por las condiciones de explotación y el terror estalinista son factores de primer orden para explicar la resistencia tenaz de los obreros húngaros. Pero hay que añadir otro factor importantísimo: el que aquella revuelta se organizara mediante consejos obreros.
En Budapest, como en las regiones, la insurrección se plasmó de inmediato en la constitución de consejos. Por primera vez desde hacía casi 40 años, los obreros de Hungría en su lucha contra la burocracia estalinista encontraron espontáneamente las formas de la organización y el poder proletarios, que sus antecesores habían hecho surgir por primera vez en Rusia durante la Revolución de 1905 y durante la oleada revolucionaria iniciada en Petrogrado en 1917 y que llegó hasta Budapest en 1919 con su breve República de los consejos. Desde el 25 de octubre de 1956, las ciudades de Dunapentele, Szolnok (gran nudo ferroviario del país), Pécs (en las minas del Sureste), Debrecen, Szeged, Miscolk, Györ, son dirigidas por consejos obreros que organizan el armamento de los insurgentes, el abastecimiento y plantean reivindicaciones económicas y políticas.
Fue con ese medio con el que se condujo la huelga con dominio y maestría en los principales centros industriales de Hungría. Sectores tan básicos para la movilidad de los proletarios como los transportes, tan vitales como los hospitales y la energía eléctrica siguieron funcionando en muchos casos por orden de los consejos. Y lo mismo ocurrió con la insurrección: los consejos formaban y controlaban las milicias obreras, repartían las armas (bajo control de los obreros de los arsenales), y exigían la disolución de algunos organismos del régimen.
Muy pronto, el 25 de octubre, el consejo de Miscolk lanza un llamamiento a los consejos obreros de todas las ciudades para “coordinar sus esfuerzos y crear un solo y único movimiento”; pero su concreción será mucho más lenta y caótica. Después del 4 noviembre, se esboza un intento para coordinar en el distrito la actividad de los consejos de Csepel. En los distritos XIII y XIV se constituye un primer consejo obrero de distrito. Más tarde, el 3 de noviembre, el consejo de Ujpest impulsa la creación de un gran consejo para toda la capital y así nace el Consejo central del Gran Budapest. Primer paso, tardío, hacia una autoridad unificada de la clase obrera.
Pero para los obreros húngaros, el papel político de los consejos, a pesar de ser algo central en esos órganos destinados a la toma del poder, sólo era como una especie de remedio momentáneo, una función que la situación imponía en espera de algo “mejor”, en espera de que los “especialistas”, los “peritos en la cosa política” se recobraran y agarraran las riendas del poder:
“Nadie sugiere que los consejos obreros mismos podrían ser la representación política de los obreros. Sí, sin duda, el consejo obrero debería realizar ciertas funciones políticas, pues se oponía a un régimen y los obreros no poseían ninguna otra representación, pero en la mente de los trabajadores era algo visto como provisional” (Testimonio de Ferenc Töke, vicepresidente del Consejo central del Gran Budapest).
Nos topamos aquí con uno de los límites más importantes del levantamiento: el débil nivel de conciencia del proletariado húngaro, el cual, sin perspectiva revolucionaria y el apoyo de los obreros de los demás países, no podía hacer milagros. Los acontecimientos de Hungría se desarrollaban, en efecto, a contracorriente, en un periodo siniestro, el de la contrarrevolución que tanto pesaba en los ánimos de la clase obrera tanto del Este como del Oeste.
Cierto es que los obreros fueron el motor de la insurrección contra el gobierno apoyado por los tanques rusos. Pero, aunque aquel movimiento tuvo su sentido proletario en la resistencia tenaz y rebelde a la explotación, sería erróneo identificar la gran combatividad de los obreros húngaros como una manifestación patente de conciencia revolucionaria. La insurrección obrera 1956 marca inevitablemente un retroceso del nivel de conciencia de los proletarios en comparación con el alcanzado durante la oleada revolucionaria de 1917-1923. Mientras que los consejos obreros al final de la Primera guerra mundial, aparecen como los órganos políticos de la clase obrera, expresión de su dictadura de clase, los consejos de 1956 no ponen en ningún momento en entredicho al Estado. Aunque el consejo obrero de Miscolk proclama el 29 de octubre “la supresión de la AVH” (identificada más fácilmente con el terror del régimen), añade inmediatamente que “el gobierno solo deberá apoyarse en dos fuerzas armadas: el ejército nacional y la policía ordinaria.” El Estado capitalista no solo no es amenazado en su existencia, sino que incluso sus dos líneas de defensa armada son preservadas.
Los consejos de 1919, en el sentido opuesto, que comprendían claramente cuál era el objetivo histórico de su lucha, plantearon de entrada la necesidad de disolver el ejército. En aquel entonces, las factorías de Csepel, a la vez que creaban sus consejos, se daban la consigna de:
“– echar abajo a la burguesía y sus instituciones;
– viva la dictadura del proletariado;
– movilización por la defensa de las adquisiciones revolucionarias mediante el armamento del pueblo”.
En 1956, los consejos llegarán incluso a enterrarse a sí mismos definiéndose como simples órganos de gestión económica de las fábricas:
“Nuestra intención no era pretender tener un papel político. En general, nos parecía que del mismo modo que se necesitan especialistas para dirigir la economía, también la dirección política debe ser asumida por expertos” (Ferenc Töke).
A veces, incluso, se identifican con una especie de comité de empresa:
“La fábrica pertenece a los obreros, éstos pagan al Estado el impuesto calculado en función de unos dividendos establecidos según los beneficios …el consejo obrero zanja en caso de conflicto, de los contratos y de despidos” (resolución del consejo del Gran Budapest).
En aquel período sombrío de los años 1950, el proletariado internacional está exangüe. Los llamamientos de los consejos de Budapest a los “trabajadores del resto del mundo” a “huelgas de solidaridad” quedan en papel mojado. Y, al igual que sus hermanos de clase de otros países, los obreros húngaros, a pesar de su bravura, poseen una conciencia de clase muy debilitada. Les consejos surgen, en ese contexto, de una manera instintiva, pero su vocación, que es la toma del poder, está inevitablemente ausente. “Forma sin contenido”, los consejos de 1956 solo pueden entenderse como consejos “inacabados” o, en el mejor de los casos, como esbozos de consejos.
A partir de ahí, les es mucho más fácil a los servidores del Estado y a los intelectuales encerrar a los obreros en la prisión de las ideas nacionalistas y a los tanques rusos aplastarlos.
Quizás, para muchos obreros, los consejos no eran órganos políticos. En cambio para Kadar, para el alto mando ruso y las grandes democracias occidentales, sí que eran, siguiendo su experiencia, órganos plenamente políticos. En efecto, a pesar de todas las debilidades de la clase obrera debidas al período, el aplastamiento del proletariado húngaro estuvo a la altura del pánico que a la burguesía inspira cualquier expresión de la lucha proletaria.
Desde el principio, cuando Nagy habla de desarmar a la clase obrera, piensa, claro está, en las carabinas, pero, sobre todo, en los consejos. Y cuando Janos Kadar vuelve al poder en noviembre, expresa exactamente la misma preocupación: los consejos deben “ser puestos bajo control y habrá que purgarlos de los demagogos que nada tienen que hacer en ellos”.
De modo que en cuanto aparecen los consejos, los sindicatos a sueldo del régimen van a dedicarse a la labor que tan bien conocen: el sabotaje. Cuando el Consejo nacional de sindicatos (CNS) “propone a los obreros y empleados que empiecen… a elegir consejos obreros en los talleres, las fábricas, las minas y en todos los lugares de trabajo…” es solo para acapararlos, reforzar su tendencia a limitarse a tareas económicas, impedir que se planteen la cuestión de la toma del poder e integrarlos en el aparato de Estado:
“El consejo de obreros será responsable de su gestión ante todos los trabajadores, y ante el Estado… [los consejos] tienen, en lo inmediato, la tarea esencial de asegurar la reanudación del trabajo, restablecer y garantizar el orden y la disciplina” (Declaración del presídium del CNS, le 27 octubre).
Por suerte, los sindicatos, con sus jefes nombrados bajo el reinado de Rakosi, poco crédito tienen ante los obreros, como lo prueba esta rectificación hecha por el consejo del Gran Budapest el 27 de noviembre:
“Los sindicatos intentan actualmente presentar a los consejos obreros como si éstos se hubieran formado gracias a la lucha de los sindicatos. Ni que decir tiene que eso es una afirmación sin el menor fundamento. Solo los obreros han luchado por la creación de los consejos obreros y la lucha de los consejos ha sido incluso en muchos casos entorpecida por los sindicatos que han evitado, sobre todo, ayudarles”.
El 6 de diciembre, empiezan las detenciones de miembros de los consejos: es el preludio de otras más masivas y brutales. Varias fábricas son rodeadas por las tropas rusas y de la AVH. En la isla de Csepel cientos de obreros reúnen las pocas fuerzas que les quedan, librando una última batalla para impedir que la policía entre en las fábricas y proceda a detenciones. El 15 de diciembre se aplica la pena de muerte por huelga por tribunales de excepción autorizados a ejecutar in situ a los obreros considerados “culpables”. Guirnaldas de ahorcados decoran los puentes del Danubio.
El 26 de diciembre, Gyorgy Marosan, socialdemócrata y ministro de Kadar, declara que, si fuera necesario, el gobierno liquidaría a 10 000 personas para así demostrar que es él quien gobierna y no los consejos.
Detrás de la represión kadarista, lo que aparece claramente es la ferocidad del Kremlin en su voluntad de aplastar a la clase obrera. Para Moscú se trata evidentemente de poner firmes a sus satélites y que olviden sus veleidades independentistas pero se trata ante todo de cortar de raíz todo árbol que recuerde la amenaza proletaria y su símbolo, el consejo de obreros. Fue por eso por lo que los Tito, Mao y toda la caterva de estalinistas de todo pelaje del mundo aportaron un apoyo incondicional a la línea del Kremlin.
El bloque de las grandes democracias, por su parte, dará su consentimiento a la represión. El embajador de Estados Unidos en Moscú, Charles Bohlen, cuenta en sus memorias que el 29 de octubre de 1956, el secretario de Estado John Foster Dulles le encargó que transmitiera un mensaje urgente a los dirigentes soviéticos Jruschev, Bulganin y demás de que EEUU no consideraba a Hungría o a cualquier otro satélite como aliado militar posible. Era una manera clara de decir: “Señores, son ustedes dueños en su casa, les incumbe limpiarla”.
Contrariamente a todas las mentiras que la burguesía no ha cesado de verter sobre la insurrección de 1956 en Hungría, hubo, sin lugar a dudas, un combate obrero contra la explotación capitalista. El período no era el idóneo para los combates de clase. La clase obrera no vivía en una perspectiva de oleada revolucionaria internacional como la de 1917-1923 que había hecho florecer la efímera República húngara de Consejos en marzo de 1919. Por eso era imposible que los obreros húngaros plantearan claramente la necesidad de destruir el capitalismo y tomar el poder, lo cual explica su incomprensión sobre la naturaleza política y subversiva de los consejos que ellos mismos hicieron surgir durante la lucha. Y sin embargo, lo que se estaba reafirmando clara y valerosamente en la revuelta de los obreros húngaros y su organización en consejos era la naturaleza revolucionaria del proletariado; la reafirmación del papel histórico del proletariado tal como lo formuló Tibor Szamuelly [6] en 1919: “Nuestro objetivo y nuestra tarea es el aniquilamiento del capitalismo”.
Jude, 28 de julio
[1]) Antiguo jefe militar de Hungría y dictador (regente vitalicio) entre 1920 y 1944.
[2]) Secretario general del Partido comunista de Hungría (KPU) y Primer ministro de Hungría a partir de 1952.
[3]) Dirigente del NKVD en España, Enrö Gerö organiza en julio de 1937 el rapto y asesinato de Erwin Wolf, cercano colaborador de Trotski. Vuelve a Hungría en 1945 para proseguir su faena de carnicero estalinista, como secretario general del Partido comunista húngaro.
[4]) Palabra rusa que significa forzar las cadencias al límite extremo.
[5]) El 13 de junio de 1953, en el marco de la desestalinización, sustituye a Mátyás Rákosi como ministro presidente. Cuando preconiza la idea de un “socialismo nacional y humano”, vuelve a reanudarse la lucha por el poder en el seno del Partido siendo el grupo estalinista de su predecesor Rákosi quien acabe ganando. Imre Nagy fue destituido el 14 de abril de 1955 por la dirección del Partido comunista húngaro y unos meses más tarde fue excluido de él.
[6]) Figura señera del movimiento obrero húngaro, Tibor Szamuelly fue el ardiente defensor de la creación de un Partido comunista unitario, que agrupara a marxistas y anarquistas, que acabará surgiendo en noviembre de 1918 con el programa de la dictadura del proletariado. Las fuerzas contrarrevolucionarias ejecutarán en agosto de 1919 a este defensor intransigente de la revolución húngara.
Nuestra organización se ha propuesto escribir una serie de artículos sobre el concepto marxista de decadencia de un modo de producción y más especialmente sobre la decadencia del modo de producción capitalista. Esta serie se imponía para afirmar y desarrollar una vez más lo que es el corazón del análisis marxista de la evolución de las sociedades humanas en el que se fundamenta la necesidad del comunismo. En efecto, solo ese análisis puede ofrecer un marco que integre en un todo coherente el conjunto de fenómenos que atraviesan la vida del capitalismo desde que estalló la Primera Guerra mundial. Esta serie se ha hecho además necesaria a causa de las tergiversaciones y las críticas a ese marco de análisis, y eso cuando no es su abandono puro y simple, por parte de diferentes grupos y elementos revolucionarios.
Esta serie se inició en el número 118 de esta Revista con un primer artículo para ilustrar el lugar central de la teoría de la decadencia en la obra de los fundadores del marxismo. La necesaria clarificación hace que sea para nosotros prioritaria la confrontación con posiciones divergentes en el seno del medio revolucionario y, por eso, intercalamos en esta serie dos artículos polémicos (Revista internacional n° 119 y 120), para replicar ante el abandono apenas encubierto de ese concepto fundamental del marxismo por parte del BIPR [1]. Y hemos proseguido nuestra serie examinando también el lugar central que ocupa ese concepto en las organizaciones del movimiento obrero desde los tiempos de Marx hasta la IIIª Internacional (Revista internacional n° 121) y también en las posiciones políticas de ésta en sus dos primeros congresos (Revista internacional n° 123). Antes de tratar en un próximo número la discusión sobre la decadencia del capitalismo habida en el Tercer congreso de la Internacional comunista, vamos a intercalar de nuevo aquí una polémica con el BIPR sobre un artículo (“El papel económico de la guerra en la fase de decadencia del capitalismo”) escrito por la CWO y aparecido en el nº 37 de su publicación Revolutionary Perspectives (noviembre de 2005).
En ese artículo, CWO intenta demostrar que existiría una racionalidad económica a la guerra porque la prosperidad que viene después estaría
“...basada en el crecimiento de la cuota de ganancia procurado por los efectos económicos de la guerra” y, por lo tanto, “las guerras mundiales se han convertido en algo esencial para la supervivencia del capitalismo desde principios del siglo xx, habiendo así sustituido a las crisis decenales del siglo xix”.
Para demostrarlo, CWO basa su análisis de la crisis del capitalismo únicamente en la ley de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia que Marx hizo descubrir. En el mismo artículo también, CWO nos acusa de abandonar el método materialista, mencionando nuestro rechazo a otorgar una racionalidad económica a las guerras habidas en la decadencia del capitalismo así como nuestra pretendida ausencia de método en que se basaría nuestro análisis de la fase actual de descomposición del capitalismo.
En nuestra respuesta nos proponemos abordar sucesivamente los cinco temas siguientes:
1) Mostraremos por qué el BIPR sólo comprende muy parcialmente el análisis de Marx sobre la dinámica y las contradicciones del modo de producción capitalista. Ya hemos criticado largo y tendido ese método heredado [2] de Paul Mattick (1904-81) [3], método que hace que CWO sea incapaz de comprender correctamente las raíces de la decadencia del capitalismo, de sus crisis y más especialmente sus múltiples guerras, expresiones más patentes de la quiebra del sistema. Nos proponemos aquí profundizar esta cuestión para despejar la divergencia de fondo entre el análisis de la CWO y el de Marx y exponer con más amplitud éste último.
2) Mostraremos que no existe relación de causalidad mecánica entre la crisis económica y la guerra misma, aunque ésta es, en última instancia, la expresión de la quiebra del modo de producción capitalista y de la agravación de sus contradicciones económicas. Veremos por qué la prosperidad habida tras la segunda guerra mundial no se debe a las destrucciones ocurridas durante dicha guerra. Explicaremos por qué es arbitrario identificar las guerras de la decadencia del capitalismo a las crisis decenales del siglo xix y, en fin, mostraremos por qué la mecánica económica real de la guerra no tiene nada que ver con las elucubraciones especulativas de CWO.
3) Examinaremos por qué esa teoría de la función económica de las guerras en la supervivencia del capitalismo –como así la presenta CWO– no tiene ninguna tradición en el movimiento obrero: en realidad, tiene sus raíces en los análisis economistas del consejista Paul Mattick en su libro Marx y Keynes (1969). Aunque una parte de la Izquierda italiana tampoco está exenta de ambigüedades sobre este tema, nunca analizó el papel de la guerra como lo hace CWO, o sea que las destrucciones de la guerra serían como un auténtico baño de juventud que permitiría que las cuotas de ganancia se regeneraran… [4].
4) Rebatiremos teórica y empíricamente toda idea de racionalidad de la guerra en período de decadencia del capitalismo. A este respecto, está claro que desde principios de los años 1980, reanudamos con la tradición del movimiento obrero que, como hemos de ver, siempre negó que la guerra tuviera la menor función económica en la decadencia del capitalismo.
5) En fin, mostraremos que el método de análisis en que se basa la idea de la necesidad económica de la guerra para la supervivencia del capitalismo pertenece a un materialismo vulgar que evacua totalmente la lucha de clases en la compresión de la evolución social. Esa adulteración del materialismo histórico impide que CWO comprenda siquiera el origen de la fase de descomposición de un modo de producción tal como lo desarrolló Marx.
En conclusión, aparecerá claramente que, aunque la guerra interimperialista ha ocupado un lugar central en el seno del movimiento obrero, no solo ha sido por su papel económico en la supervivencia del capitalismo como lo afirma el BIPR sino porque la Primera guerra mundial fue la marca patente del inicio de la fase de decadencia del modo de producción capitalista ; porque lanzó un reto al movimiento obrero que ocasionó la fractura más importante en su seno sobre la cuestión del internacionalismo proletario; porque, a causa de las desgracias que ocasionó, fue el maremoto que provocó la primera oleada revolucionaria a escala mundial (1917‑23) ; porque, en el caso de la Segunda Guerra mundial, puso políticamente a prueba a todos los grupos comunistas que rechazaron el estalinismo; porque las guerras imperialistas son una destrucción monstruosa de todo el patrimonio acumulado por la humanidad (sus fuerzas productivas, sus riquezas históricas y culturales, etc.) y, en especial, su componente principal: la clase obrera y sus vanguardias.
En resumen, si la guerra es una cuestión importante en el seno del movimiento obrero no ha sido, ni esencialmente ni en primer lugar, por una razón económica, sino ante todo por razones políticas, sociales e imperialistas.
Inspirándose en las teorías desarrolladas por el consejista Paul Mattick, la Communist Workers Organisation [5] defiende una visión de causa única y muy parcial de la dinámica del capitalismo, basándose únicamente en la Ley de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia (en otras traducciones de el Capital: “Ley de la baja tendencial de la tasa de beneficio”, ndlr) que Marx demostró en el Capital. Esta ley sería la base tanto de las crisis económicas como de la irrupción de la decadencia o de las múltiples guerras que asolan el mundo. Siguiendo a Marx, nosotros consideramos también que esta ley desempeña un papel esencial en la dinámica del capitalismo, pero, como también él lo señaló, interviene únicamente en uno de “los dos actos del proceso de producción capitalista”. Porque Marx siempre dejó claro que para cerrar el ciclo de acumulación, los capitalistas no sólo deben producir con ganancias suficientes –“primer acto del proceso de producción capitalista” (y es en esa fase en la que la tendencia decreciente de la cuota de ganancia tiene toda su importancia)– sino también vender la totalidad de la mercancía producida. Esta venta es lo que Marx llama “segundo acto del proceso de producción capitalista”. Es fundamental, pues, vender en el mercado, es la condición indispensable para poder realizar, en forma de plusvalía para ser reinvertida, la totalidad del trabajo cristalizado en la mercancía durante la producción. Marx no sólo subrayó constantemente la necesidad imperiosa de esos dos actos, puesto que, decía, si uno de ellos no se realiza, estaría en peligro todo el cierre del ciclo de acumulación, sino que nos propuso la clave de las relaciones entre ambos. Marx, en efecto, siempre insistió en que, aunque estrechamente vinculados, el acto de producción es “independiente” del acto de venta. Precisará incluso que esos dos actos “no son idénticos”, que no están “teóricamente ligados”. O sea, Marx nos enseñó que la producción no crea automáticamente su propio mercado contrariamente a las sandeces emitidas por los economistas burgueses, e incluso, dirá también,
“la extensión de la producción no corresponde necesariamente al crecimiento de los mercados”.
¿Por qué? Sencillamente porque la producción y el mercado están determinados de manera diferente: le extracción del sobretrabajo (acto primero: la producción) “solo tiene el único límite de la fuerza productiva de la sociedad” (Marx) mientras que la realización de ese sobretrabajo en el mercado (segundo acto: la venta) tiene como único límite “la capacidad de consumo de la sociedad”; ahora bien,
“esa capacidad de consumo está determinada por relaciones de distribución antagónicas, ese consumo de la gran masa de la sociedad se reduce a lo mínimo” (Marx).
Se necesita, insiste Marx, por consiguiente, que “el mercado crezca sin cesar”. Precisará incluso que “esa contradicción interna”, resultante del proceso inmediato de producción, “busca una solución en la extensión del campo exterior de la producción”.
En efecto, cuando Marx resume en la conclusión de su capítulo sobre la Ley de tendencia decreciente de la cuota de ganancia lo que considera que es su comprensión global del movimiento y las contradicciones del proceso de producción capitalista, habla sin la menor duda, de una obra que se desarrolla en dos actos [6]. El primer acto es el movimiento “de adquisición de la plusvalía” que, “a medida que se desarrolla el proceso de producción, se plasma en baja de la cuota de ganancia e incremento de la masa de plusvalía” mientras que el segundo acto corresponde a la necesidad para “la masa total de mercancías de ser vendida”. Y subraya que:
“Si no logra venderse o sólo se vende en parte o a precios inferiores a los de producción, aunque el obrero haya sido explotado, su explotación no se realiza como tal para el capitalista”.
Marx precisa incluso las relaciones existentes entre esos dos actos que son la producción y la venta diciendo que teóricamente “las condiciones de la explotación directa y las de su realización no son idénticas”.
Muy diferente es la idea de la CWO-BIPR que reduce el proceso capitalista de producción únicamente al “primer acto de adquisición de plusvalía” que “a medida que se desarrolla el proceso de producción, se traduce por la baja de la cuota de ganancia y el crecimiento de la masa de plusvalía”. Esto explica que en ninguna parte de su artículo, la CWO evoque la necesidad del segundo acto del proceso de producción, o sea la necesidad para “la masa total de mercancías de ser vendidas”. Sencillamente porque el BIPR, siguiendo los pasos a Paul Mattick, pretende que la producción engendra por sí misma su propio mercado [7]. Para el BIPR, ese segundo acto, el de la venta, no plantea problemas, si no es debido a la insuficiencia de plusvalía acumulable resultante de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia. La crisis de sobreproducción estaría únicamente determinada por las dificultades encontradas en el acto primero de la producción. Y sin embargo, hemos visto que, para Marx, está muy claro que esos dos actos de la producción y de la venta no están teóricamente vinculados, son independientes uno del otro: “En efecto, el mercado y la producción, al ser factores independientes, la extensión de uno no corresponde necesariamente al del otro” (Marx, Gründrisse). Esto significa que la producción no crea automáticamente su propio mercado o, dicho de otra manera, el mercado no está básicamente determinado por las condiciones de la producción sino por
“la capacidad de consumo de la sociedad. Pero ésta no se halla determinada ni por la capacidad productiva absoluta ni por la capacidad absoluta de consumo, sino por la capacidad de consumo a base de las condiciones antagónicas de distribución que reducen el consumo de la gran masa de la sociedad a un mínimo susceptible sólo de variación dentro de límites muy estrechos” (Marx, el Capital, ver nota 2).
La posición de CWO-BIPR tiene ya más de siglo y medio, pues fue la postura defendida por economistas burgueses como Ricardo, Mill y Say a los que ya Marx contestó claramente y en varias ocasiones:
“Los economistas que, como Ricardo, consideran que la producción se identifica directamente con la autovaloración del capital, y desdeñan por lo tanto los límites del consumo o de la circulación, pues, para ellos, la producción crea automáticamente una equivalencia entre consumo y circulación, no planteándose problema alguno entre oferta y demanda; sólo se interesan pues por el desarrollo de las fuerzas productivas (...) [Para] Mill (remedado por el insulso Say) la oferta y la demanda serían idénticas, tendrían por tanto que concordar. La oferta sería pues una demanda medida por su propia cantidad. Gran confusión aquí...» (Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política – Gründrisse).
¿Cuál es la base de la respuesta de Marx a esa “gran confusión” de le economía burguesa, gran confusión que reina también en CWO-BIPR?
Primero, Marx está plenamente de acuerdo con esos economistas para constatar que:
“La producción misma, en efecto crea una demanda, al emplear nuevos obreros en el mismo ramo industrial y al crear nuevos ramos en los que los nuevos capitalistas emplean a su vez nuevos obreros y al mismo tiempo, correlativamente, se transforman en mercado para los viejos ramos productivos...”
pero, añade inmediatamente en esa misma cita, admitiendo en esto lo que decía Malthus:
“...la demanda creada por el propio trabajador productivo nunca puede ser una demanda adecuada, puesto que no abarca la magnitud total de lo que produce. Si lo hiciera no habría beneficio alguno y por lo tanto, ningún motivo para emplearlo. La existencia misma de un beneficio sobre una mercancía cualquiera presupone una demanda exterior a la del trabajo que la produjo...” (ídem).
En el fondo, lo único que hace Marx aquí es expresar lo enunciado de otra manera y citado arriba, o sea el límite de “la capacidad de consumo de la sociedad” que se explica porque esa
“capacidad de consumo [está determinada por] las condiciones antagónicas de distribución que reducen el consumo de la gran masa de la sociedad a un mínimo”.
¿Y cómo explica Marx entonces esos límites de “la capacidad de consumo [a causa] de las condiciones antagónicas de distribución”? Como todos los modos anteriores de producción basados en la explotación, el capitalismo se articula en torno a un conflicto entre clases antagónicas en el que se dirime la apropiación del sobretrabajo. Por consiguiente, la tendencia inmanente del capitalismo consiste, para la clase dominante, en restringir constantemente el consumo de los productores para poder apropiarse de un máximo de plusvalía:
“Cada capitalista sabe, respecto de sus obreros, que no se les [contra]pone como productor frente a los consumidores y desea reducir al máximo el consumo de ellos, es decir, su capacidad de cambio, su salario” (ídem).
Esta tendencia inmanente y permanente del capitalismo de intentar siempre restringir el poder de consumo de los explotados no es más que la ilustración de la contradicción “social-privada” o sea, la contradicción entre la dimensión cada vez más social de la producción y su apropiación siempre privada. En efecto, desde el punto de vista del interés privado de cada capitalista tomado individualmente, el salario aparece como un coste que hay que reducir al máximo igual que los demás costes de producción, mientras que, desde el punto de vista social del funcionamiento del capitalismo como un todo, la masa salarial aparece como un mercado en el que cada capitalista vierte su producción. A partir de ahí, Marx prosigue su explicación en la misma cita (lo subrayado es suyo):
“[Cada capitalista] desea, naturalmente, que los obreros de los demás capitalistas consuman la mayor cantidad posible de sus propias mercancías. (...) la ilusión –correcta para el capitalista individual a diferencia de todos los demás-, de que a excepción de sus obreros, todo el resto de la clase obrera se le contrapone como consumidores y sujetos del intercambio, no como obreros sino como dispensadores de dinero, [esa ilusión] surge precisamente de que se olvida, como dice Malthus : «La existencia misma de un beneficio sobre una mercancía cualquiera presupone una demanda exterior a la del trabajador que la produjo” y, por tanto que “la demanda del propio trabajador no podrá nunca ser suficiente”. Esta demanda puesta por la producción misma impele, por una parte, a ésta a transgredir la proporción en la que tendría que producir con respecto a los obreros, tiene que sobrepasarla; por otra parte, desaparece o se contrae la demanda exterior a la demanda del propio trabajador, con lo cual aparece el derrumbamiento” (ídem).
Es pues la continuidad de los intereses privados de cada capitalista –espoleado por el reto de clase en torno a la apropiación del máximo de sobretrabajo – lo que incita a cada uno de ellos a mermar el salario de sus propios obreros para apropiarse del máximo de plusvalía, pero al hacer esto, esa tendencia inmanente del sistema a comprimir los salarios engendra la base social de los límites del capitalismo pues su resultado es restringir “la capacidad de consumo de la sociedad”. Esa contradicción “social-privada” que explica que el “consumo de la gran masa de la sociedad se reduce a un mínimo” es lo que Marx llama
“las relaciones de distribución antagónicas”: “base de las condiciones antagónicas de distribución que reducen el consumo de la gran masa de la sociedad a un mínimo susceptible sólo de variación dentro de límites muy estrechos”.
Y esto no significa otra cosa que lo enunciado por Marx en la cita de el Capital que hemos reproducido en la nota 2: “Pero cuanto más se desarrolla la capacidad productiva, más choca con la angosta sobre la que descansan las condiciones del consumo”.
Tras haber examinado cuál es la divergencia esencial entre el análisis de Marx y el de la CWO y haber visto cómo Marx ya contestó a ésta hace más de un siglo, tenemos ahora que examinar cómo analizó realmente la dinámica y las contradicciones del modo de producción capitalista.
Cada modo de producción que ha recorrido la historia de la humanidad –tales como los modos asiático, antiguo, feudal y capitalista– se caracteriza por una relación social de producción que le es específica: tributo, esclavitud, servidumbre, salariado. Es esa relación social de producción lo que determina el vínculo que une a los poseedores de los medios de producción a los trabajadores en una relación conflictiva entre clases cuyo objeto es la apropiación del sobretrabajo. Son esas relaciones sociales la médula de la dinámica y de las contradicciones de cada uno de esos modos de producción [8]. En el capitalismo, la relación específica que vincula los medios de producción a los trabajadores es el salariado:
“Por consiguiente, el capital presupone el trabajo asalariado, y éste, el capital. Ambos se condicionan y se engendran recíprocamente” (Marx, Trabajo asalariado y capital).
Esa relación social de producción que, a la vez, imprime la dinámica del capitalismo, pues es el lugar de extracción de la plusvalía (es el acto primero del proceso capitalista de producción), y, al mismo tiempo, contiene sus contradicciones insuperables, puesto que lo que se juega en torno a la apropiación de esa plusvalía tiende a restringir la capacidad de consumo de la sociedad (es el segundo acto del proceso capitalista de producción, la venta):
“La razón última de toda verdadera crisis es siempre la pobreza y la capacidad restringida de consumo de las masas, con las que contrasta la tendencia de la producción capitalista a desarrollar las fuerzas productivas como si no tuviesen más límite que la capacidad absoluta de consumo de la sociedad” (Marx, el Capital, vol. III).
Son las dificultades que surgen a la vez de las contradicciones dentro y entre esos dos actos del proceso capitalista de producción las que engendran “una epidemia social, que, en cualquier otra época, habría parecido absurda: le epidemia de la sobreproducción” (Marx-Engels, el Manifiesto comunista, 1848), por eso Marx repetirá constantemente que “es en las crisis del mercado mundial cuando estallan las contradicciones y los antagonismos de la producción burguesa” (Marx, Gründrisse, trad. de la edición francesa).
El salariado es una relación dinámica porque, para sobrevivir, el sistema, aguijoneado por la tendencia decreciente de la tasa de ganancia y por la competencia, debe constantemente llevar hasta el límite la explotación salarial, ampliar el campo de aplicación de la ley del valor, acumular constantemente y ampliar sus mercados solventes:
“Es evidente que con el desarrollo de la producción capitalista, con la baja, por lo tanto, del precio de las mercancías, éstas se incrementan en cantidad; y hay entonces que vender más; y es necesaria, por consiguiente, una extensión constante del mercado, necesidad del modo de producción capitalista. (...) Todas las contradicciones de la producción burguesa estallan conjuntamente en las crisis generales del mercado mundial, y de manera aislada, dispersa, en las crisis particulares (en su contenido y extensión). La sobreproducción es una consecuencia particular de la ley de la producción general del capital: producir en proporción con las fuerzas productivas (es decir según la posibilidad de explotar, con una masa de capital determinada, la máxima masa de trabajo) sin tener en cuenta los límites reales del mercado ni las necesidades solventes; realizar esa ley mediante la extensión incesante de la reproducción y de la acumulación, o sea mediante la retransformación constante de la renta en capital, mientras que, por otra parte, la masa de productores es limitada y debe, sobre la base de la producción capitalista, permanecer limitada a la cantidad media de las necesidades” (Marx, Gründrisse).
Dentro de esa dinámica, la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, ocupa un lugar central, pues es ella la que empuja a cada capitalista a compensar la baja de la ganancia en cada una de sus mercancías gracias a la producción en masa para así restablecer e incluso incrementar su cantidad total de ganancia. Cada capitalista se encuentra así ante la necesidad de vender en el mercado una cantidad cada vez mayor de mercancías:
“El fenómeno derivado de la naturaleza misma de la producción capitalista y que consiste en que a medida que aumenta la productividad del trabajo disminuye el precio de cada mercancía o de una cantidad dada de mercancías y aumenta el número de mercancías producidas, reduciéndose la cuota de ganancia calculada sobre la suma total de mercancías y aumentando en cambio la masa de ganancia correspondiente a la suma total de mercancías, sólo indica disminución de la masa de ganancia por cada mercancía, (…). En realidad, la baja de los precios de las mercancías y el aumento de la masa de ganancia sobre la masa incrementada de las mercancías más baratas no es más que una manera distinta de expresar la ley de la cuota decreciente de ganancia a la par que la masa de la ganancia aumenta.” (Marx, el Capital, vol. III).
Pero el salariado es también una relación contradictoria, porque si bien la producción tiene un carácter cada vez más social y ampliado al mundo entero, el sobreproducto sigue siendo apropiado de un modo privado. Apoyándose en esa contradicción “social-privada”, Marx demuestra que, en un marco en que “el consumo no se incrementa al ritmo del incremento de la productividad del trabajo”, el capitalismo engendra...
“... una sobreproducción originada por el hecho de que la masa del pueblo no puede nunca consumir más que la cantidad media de los bienes de primera necesidad, que su consumo no aumenta pues al ritmo del aumento de la productividad del trabajo. (...) Ricardo no comprende que la mercancía debe transformarse necesariamente en dinero. La demanda de los obreros no será nunca suficiente, puesto que la ganancia proviene precisamente de que la demanda de los obreros es inferior al valor de su producto y la ganancia es tanto mayor cuanto menor es relativamente dicha demanda. La demanda de los capitalistas entre ellos tampoco podría ser suficiente” (Marx, el Capital, traducido de la edición francesa del volumen IV, “Teorías sobre la plusvalía”).
“Decir que los capitalistas lo único que deben hacer es intercambiar y consumir sus mercancías entre ellos, es olvidar todo el carácter de la producción capitalista, olvidar que se trata de valorizar el capital y no de consumirlo” (Marx, el Capital).
En la fase ascendente del capitalismo, en un marco en el que, como lo dice Marx, las beneficios en productividad, aunque espectaculares para la época, eran todavía moderados y en el que la apropiación privada confisca lo esencial de ellos, ya que “el consumo (de la masa del pueblo) no aumenta al ritmo del aumento de la productividad del trabajo”, la generalización del salariado, en aquel contexto de “base estrecha en la que se basan las relaciones de consumo”, restringe inevitablemente las salidas mercantiles a causa de las necesidades relativamente descomunales de la acumulación ampliada del capital, obligando así al sistema a tener que encontrar compradores no sólo en sus seno, sino, cada vez más, fuera de la esfera capital-trabajo:
“...cuanto más se desarrolla la producción capitalista, tanto más obligada se ve a producir a una escala que no tiene nada que ver con la demanda inmediata, sino que depende de una extensión constante del mercado mundial (...). La simple relación entre trabajador asalariado y capitalista implica: 1. Que la mayor parte de los productores (los obreros) no sean consumidores (no compradores) de una gran porción de su producto, los medios y la materia de trabajo; 2. Que la mayor parte de los productores, de los obreros, no puedan consumir un equivalente para su producto, mientras siguen produciendo ese equivalente, mientras producen la plusvalía, el sobreproducto. Deben ser constantemente sobreproductores, producir más allá de sus propias necesidades para poder ser consumidores o compradores (...). La condición de la superproducción es la ley general de producción del capital: producir a la medida de las fuerzas productivas, o sea según la posibilidad que se tiene de explotar la mayor masa posible de trabajo con una masa dada de capital, sin tener en cuenta los límites existentes del mercado o de las necesidades solventes” (Marx, Teorías sobre la plusvalía, traducido por nosotros de la edición francesa).
En ese contexto, Marx demostró claramente lo ineluctables que eran las crisis de superproducción a causa de la restricción relativa de la demanda final debida, por un lado, al avance ciego pero necesario de la producción que se impone a cada capitalista para incrementar la masa de plusvalía que compense la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, y, por otra parte, el obstáculo que se alza periódicamente ante el capital: estalla la crisis a causa del estrechamiento relativo del mercado necesario para dar salida a dicha producción, mucho antes de que se manifieste la insuficiencia de la plusvalía engendrada por la tendencia decreciente de la tasa de ganancia:
“Durante la reproducción y la acumulación, hay constantemente pequeñas mejoras que acaban modificando toda la escala de la producción: hay un creciente desarrollo de las fuerzas productivas. Decir que esa producción creciente necesita un mercado cada vez más amplio y que se desarrolla más rápidamente que dicho mercado, es expresar, en su forma real y ya no abstracta, el fenómeno que hay que explicar. El mercado crece menos rápidamente que la producción; o, dicho de otro modo, en el ciclo de su reproducción –un ciclo en el que no solo hay reproducción simple, sino ampliada–, el capital describe no un círculo, sino una espiral: llega un momento en que el mercado parece demasiado estrecho para la producción. Es lo que ocurre al final del ciclo. Pero eso no significa otra cosa que, sencillamente, el mercado está supersaturado. La superproducción es patente. Si el mercado se hubiera ampliado a la par que el crecimiento de la producción, no habría ni atascamiento del mercado ni sobreproducción. Sin embargo, si se admite que el mercado debe extenderse con la producción, suele admitirse igualmente la posibilidad de una sobreproducción. Desde el punto de vista geográfico, el mercado es limitado: el mercado interior es restringido con relación a un mercado interior y exterior, el cual lo es con relación al mercado mundial, el cual, ‑aunque susceptible de extensión - es también limitado en el tiempo. Si se admite que el mercado debe extenderse para evitar la sobreproducción, se admite la posibilidad de la sobreproducción. En efecto, al ser el mercado y la producción factores independientes, la extensión de uno no corresponde necesariamente al crecimiento del otro. Puede ocurrir que los límites del mercado no se extiendan tan rápidamente como lo exige la producción o que los nuevos mercados se saturen rápidamente, hasta el punto de que el mercado ampliado se convierte en otra barrera como lo había sido antes el mercado estrecho” (traducido del francés, Marx, Gründrisse, la Pléiade, Économie II) [9].
Aunque primordial para explicar el desarrollo de las crisis recurrentes de sobreproducción que atraviesan toda la vida del capitalismo, la dimensión contradictoria del salariado que tiende constantemente a reducir el mercado solvente en comparación con las necesidades cada vez mayores de la acumulación del capital no es evidentemente el único factor analizado por Marx que participa en el origen de las crisis. Otras contradicciones y factores se conjugan para alimentarlas. Así ocurre con el desequilibrio en el ritmo de acumulación entre los grandes sectores de la producción (el de bienes de consumo y el de bienes de producción), de la velocidad diferente de rotación de los capitales en los diferentes ramos de la producción, de la ley de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, etc. Marx explica todo eso ampliamente, pero no es posible exponer sus argumentos aquí, en el marco de este artículo. Hay que señalar, sin embargo, que entre todos esos factores que participan en el estallido de las crisis de superproducción, la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia ocupa efectivamente un lugar central –Marx hizo de esa ley la clave para comprender los ciclos decenales de los dos primeros tercios del siglo xix [10]: en efecto, cuando se invierte la dinámica al alza de la cuota de ganancia y ésta disminuye, engendra inevitablemente una espiral depresiva que frena la acumulación y, luego, los pedidos mutuos entre ramas de la producción, provocando entonces despidos de asalariados y compresión de la masa salarial, etc. Todos esos fenómenos se van conjugando para acabar provocando una generalización de malas ventas de las mercancías.
Así pues, la crisis de superproducción aparece a la vez como una crisis de rentabilidad del capital (baja de la cuota de ganancia) y de reparto (insuficiencia de mercados solventes). Ese doble carácter de la crisis se debe a que cada capitalista procura individualmente reducir los salarios hasta donde pueda (sin preocuparse para nada de los mercados en un plano general) y, a la vez, procura aumentar al máximo su productividad frente a la competencia (lo que, al cabo, pesará en la cuota de ganancia: crisis de valorización). El carácter privado y conflictivo del capitalismo le prohibe a medio y largo plazo toda regulación con la que gestionar las tendencias contradictorias que lo atraviesan: la superinversión (superacumulación) y la insuficiencia relativa de salidas mercantiles retornan periódicamente entorpeciendo la acumulación del capital y disminuyendo su tasa de crecimiento.
Marx puso, sin embargo, muy de relieve que esa tendencia decreciente de la cuota o tasa de ganancia no es, en absoluto, el resultado de un esquema repetitivo, que se pueda definir matemáticamente, e intemporal. Debe analizarse y comprenderse en lo que tiene de específico cada vez que se manifiesta, pues, a causa de los tres factores básicos que la determinan (salarios, productividad del trabajo y productividad del capital), existen varios escenarios posibles, sobre todo cuando las combinaciones de esos tres factores pueden, a su vez, conjugarse con contratendencias que varían mucho a lo largo del tiempo: disposición de un amplio mercado interno, colonialismo, inversiones en países o sectores de composición orgánica del capital más reducida [11], incremento de la feminización del trabajo, requerimiento de mano de obra inmigrada, etc.
O sea que se puede decir que para funcionar correctamente, el capitalismo debe producir con ganancia y vender las mercancías así producidas. Según Marx, esas dos exigencias, en las condiciones del capitalismo real, son eminentemente contradictorias. No pueden llegar a ser compatibles a medio y largo plazo, porque la competencia, la apropiación privada y lo que está en juego en torno a la apropiación del sobretrabajo prohíben socialmente al capitalismo regular durablemente esas contradicciones. Es pues la relación social de producción fundamental del capitalismo –el salariado– lo que se pone en entredicho.
¿Por qué nos ha parecido necesario precisar todo esto que podría aparecer como algo “técnico y complejo” a alguien que no esté acostumbrado a manejar conceptos económicos y las relaciones entre ellos? Pues porque eso nos permite precisar las divergencias fundamentales entre lo que decía Marx y lo que dice CWO, a la vez que nos precavemos contra posibles polémicas sin sentido.
Sí, siguiendo a Marx, nosotros entendemos perfectamente que la dinámica provocada por la tendencia decreciente de la cuota de ganancia favorece el origen de las crisis de sobreproducción pero en lo que CWO diverge totalmente de Marx :
1) es cuando CWO deja totalmente de lado esa dimensión contradictoria del salariado –y eso que Marx no cesó de insistir en ella–, base primera y principal de las crisis de sobreproducción pues tiende a restringir permanentemente el poder de consumo de los asalariados y por lo tanto de los mercados solventes tan necesarios para concluir plenamente una producción de mercancías que crece sin cesar,
2) cuando CWO, en el lugar de esa contradicción social central en la relación salarial, hace de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia el mecanismo único de las crisis de superproducción e incluso el principio y el fin de todas las contradicciones del capitalismo, incluidas su decadencia y todas las guerras imperialistas,
3) y, en fin, cuando hace depender estrictamente la dimensión del mercado solvente de la dinámica hacia la extensión o la contracción de la producción, la cual dependería también de la evolución de la cuota de ganancia, cuando, en realidad, según los propios términos de Marx, los dos actos del proceso de producción (la producción y la venta) “no son idénticos”, son “independientes”, “no vinculados teóricamente”. La mejor prueba, si falta hiciera, sobre la que nos explicaremos ampliamente en la continuación de este artículo, del carácter profundamente erróneo de esa visión de CWO, es que hace ya más de un cuarto de siglo que la cuota o tasa de ganancia está claramente orientada al alza y que ha alcanzado cuotas predominantes durante los “treinta años gloriosos” ... mientras que las tasas de crecimiento de la productividad, de la inversión, de la acumulación y, por lo tanto, del crecimiento, siguen orientadas a la baja o se estancan [12]! Puede comprenderse esta paradoja únicamente cuando se ha entendido que la crisis es consecuencia de la insuficiencia relativa de mercados solventes a causa de la contracción masiva de la masa salarial, contracción que explica, por otra parte, por qué se han recuperado las cuotas de ganancia.
¿Cómo supera el capitalismo su tendencia inherente a restringir los mercados solventes? ¿Cómo puede resolver esta contradicción “interna” de su modo de funcionamiento? La respuesta de Marx es muy clara e idéntica en toda su obra:
“Por consiguiente, el mercado debe crecer sin cesar (...) Esta contradicción interna busca una solución en la extensión del campo exterior de la producción» (el Capital);
“Esa demanda creada por la producción... tiende a superar con creces su demanda (la de los asalariados), mientras que, por otra parte, la demanda de las clases no obreras desaparece o se reduce fuertemente, ‑ es así como se prepara el hundimiento”(Gründrisse).
Esta comprensión de Marx fue la que retomaría Rosa Luxemburg en su obra La Acumulación del Capital. En cierto modo, la insigne revolucionaria habrá de prolongar lo desarrollado por Marx al escribir el capítulo sobre el mercado mundial, uno de los que Marx no pudo terminar [13]. La obra de Rosa está toda ella atravesada por la idea maestra de Marx según la cual...
“... esa demanda creada por la producción... tiende a superar con creces la de los asalariados, mientras que, por otra parte, la demanda de las clases no obreras desaparece o se reduce fuertemente, ‑ es así cómo se prepara el hundimiento”.
Y precisará esa idea planteando que, puesto que la totalidad de la plusvalía del capital social global necesita, para realizarse, una ampliación constante de sus mercados tanto internos como externos, el capitalismo depende de sus conquistas continuas de mercados solventes tanto a nivel nacional como internacional :
“De este modo, el capital va preparando su bancarrota por dos caminos. De una parte, al expansionarse a costa de todas las formas no capitalistas de producción, camina hacia el momento en que toda la humanidad se compondrá exclusivamente de capitalistas y de proletarios asalariados, haciéndose imposible, por tanto, toda nueva expansión, y como consecuencia de ello toda acumulación. De otra parte, en la medida en que esta tendencia se impone, el capitalismo va agudizando los antagonismos de clase y la anarquía económica y política internacional en tales términos que, mucho antes de que se llegue a las últimas consecuencias del desarrollo económico, es decir, mucho antes de que se imponga en el mundo el régimen absoluto y uniforme de la producción capitalista, sobrevendrá la rebelión del proletariado internacional, que acabará necesariamente con el régimen capitalista. (...) El imperialismo actual (...) es el último capítulo de su proceso histórico [del capital] de expansión: es el período de la concurrencia general mundial de los Estados capitalistas que se disputan los últimos restos del medio no capitalista de la Tierra” (la Acumulación del capital, “Apéndice: una anticrítica”) [14].
Rosa pondrá en su contexto y concretará esa idea en la realidad viva del recorrido histórico del capitalismo y en estos tres ámbitos:
a) Describirá magistralmente la progresión concreta del capitalismo en su tendencia permanente a “la extensión del campo exterior de la producción”, explicando el nacimiento y el desarrollo del capitalismo en el interior de la economía mercantil surgida de las ruinas del feudalismo, hasta su dominación sobre el conjunto del mercado mundial.
b) Luxemburg comprenderá las contradicciones propias de la época imperialista, ese...
“... fenómeno de carácter internacional que Marx no conoció: el desarrollo imperialista de los últimos veinticinco años. (…) este desarrollo inauguraba, como es sabido, un nuevo período de efervescencia en los Estados europeos: su expansión, su carrera a ver quién llega antes, hacia los países y zonas del mundo no-capitalistas. Ya antes de los años 80 asistíamos a un nuevo empuje particularmente violento hacia las conquistas coloniales” (la Crisis de la socialdemocracia, –folleto de Junius–, III,).
c) Y precisará más profundamente la razón y el momento de la entrada en decadencia del sistema capitalista, pues, además de analizar el vínculo histórico entre las relaciones sociales de producción capitalistas y el imperialismo, demostrando que el sistema no puede vivir sin extenderse, sin ser, por esencia, imperialista, lo que Rosa Luxemburg precisa más todavía es el momento y la manera en que el sistema capitalista entra en su fase de decadencia.
Una vez más, sobre este último punto, lo único que hace Rosa Luxemburg es retomar y desarrollar una idea muchas veces repetida por Marx desde el Manifiesto comunista según la cual “la constitución del mercado mundial, al menos en sus grandes rasgos” y “una producción condicionada por el mercado mundial” rubricarán el final de la fase ascendente del capitalismo:
“La verdadera misión de la sociedad burguesa, es crear el mercado mundial, al menos en sus grandes rasgos así como una producción condicionada por el mercado mundial” (Carta de Marx a Engels del 8 de octubre de 1858).
Siguiendo la intuición de Marx sobre el momento de la entrada en decadencia del capitalismo, y casi en los mismos términos, Rosa Luxemburg deducirá la dinámica y el momento:
“... Las crisis tales como las hemos conocido hasta hoy (tienen) también ellas, en cierto modo, el carácter de crisis juveniles. No hemos alcanzado todavía el grado de elaboración y de agotamiento del mercado mundial que podría provocar el asalto fatal y periódico de las fuerzas productivas contra las barreras de los mercados, asalto que constituiría el tipo mismo de la crisis senil del capitalismo... Una vez elaborado el mercado mundial y constituido en sus grandes rasgos y tal que ya no puede seguir creciendo mediante bruscas pulsiones expansionistas; la productividad del trabajo continuará incrementándose de manera irresistible; empezará entonces, a mayor o menor plazo, el asalto de las fuerzas productivas contra las barreras que encauzan los intercambios, asalto cuya repetición misma será cada día más duro y avasallador” (Reforma social o Revolución, primera edición en lengua alemana, citada por F. Sternberg, en El Conflicto del siglo).
Desde entonces, el agotamiento relativo – o sea en relación con las necesidades de la acumulación ‑ de esos mercados deberá precipitar el sistema en su fase de decadencia. A esa cuestión, Rosa responderá cuando aparezcan los signos siniestramente anunciadores de la guerra 14-18, estimando que el conflicto interimperialista mundial abre la época en la que el capitalismo se convierte en traba permanente para el desarrollo de las fuerzas productivas:
“La necesidad del socialismo está plenamente justificada desde el momento en que la otra, la dominación burguesa de clase, deja de ser portadora de progreso histórico y se convierte en un freno y un peligro para la evolución ulterior de la sociedad. Es precisamente lo que la guerra actual ha revelado acerca del orden capitalista” (Luxemburg, la Crisis de la socialdemocracia).
Así pues la entrada en decadencia del sistema se caracterizó no por la desaparición de los mercados extracapitalistas (o sea de “la demanda de las clases no obreras” – Marx), sino por su insuficiencia respecto a las necesidades de la acumulación ampliada alcanzada por el capitalismo. O sea, la masa de plusvalía realizada en los mercados extracapitalistas se ha hecho insuficiente para recuperar la fracción necesaria de la parte de plusvalía producida por el capitalismo y destinada a ser reinvertida. Una fracción del capital total ya no encuentra posibilidad de salida en el mercado mundial, poniendo de relieve una sobreproducción que, tras haber sido episódica en período ascendente, tenderá a convertirse en obstáculo permanente al que se verá enfrentado el capitalismo a todo lo largo de su decadencia. Esta idea de Rosa Luxemburg, además, ya había sido explícitamente desarrollada por Engels cuando, en febrero de 1886 escribía a Florence Kelley-Wischnewtsky que:
“si hay tres países (digamos Inglaterra, Estados Unidos y Alemania) que se enfrentan comparativamente en situación de igualdad por la posesión del mercado mundial, eso no podría dar otro resultado que una superproducción crónica, al ser uno solo de ellos capaz de abastecer toda la cantidad pedida”.
La acumulación ampliada se encuentra entonces frenada pero no por ello ha desaparecido. La historia económica del capitalismo desde 1914 es la historia del desarrollo de los paliativos contra ese estrangulamiento y la historia de la ineficacia de esos paliativos quedó patente, entre otros hechos, en la gran crisis de los años 30, en la IIª Guerra mundial y en los treinta cinco últimos años de crisis.
La identidad entre los análisis de Marx y de Rosa Luxemburg sobre las contradicciones del capitalismo hace totalmente absurdas las acusaciones sin base alguna – propaladas por el estalinismo y el izquierdismo y desgraciadamente retomadas también por el BIPR – para oponer el uno a la otra y pretender erróneamente que: 1) la explicación de Marx sobre las crisis se basaría en la tendencia decreciente de la cuota de ganancia mientras que la de Rosa Luxemburg se basaría en la saturación de los mercados; 2) que Marx identificaría las contradicciones del capitalismo en el seno de la producción mientras que Rosa los situaría en la realización, o también que, 3) para Marx la contradicción sería “interna” del capitalismo (la producción) mientras que para Rosa sería “externa” (los mercados), etc. Todo eso no tiene sentido alguno cuando se comprende que son las propias leyes internas y contradictorias del capitalismo las que, en su desarrollo, tienden a restringir la demanda social final y engendran las crisis recurrentes de sobreproducción. Marx y Rosa no dijeron otra cosa.
Estimulado por la necesidad de acaparar el máximo de sobretrabajo, el capitalismo somete al mundo a la dictadura del salariado. Y al hacerlo, instaura la contradicción más descomunal: restringe relativamente el poder de consumo de la sociedad respecto a una producción de mercancías que se incrementa sin cesar, engendrando un fenómeno desconocido hasta hoy en la historia de la humanidad, las crisis de sobreproducción:
“Es en las crisis del mercado mundial en donde estallan las contradicciones y los antagonismos de la producción burguesa” (Marx).
Marx vincula fundamentalmente las crisis de sobreproducción a los frenos que esa relación salarial impone al crecimiento del consumo final de la sociedad y más específicamente de los trabajadores asalariados. Más precisamente, Marx sitúa esa contradicción entre, por un lado, la tendencia a “un desarrollo absoluto de las fuerzas productivas” y por lo tanto, a un crecimiento sin límites de la producción social en valor y en volumen y, por otro lado, el límite del crecimiento del consumo final de la sociedad. Esa es la contradicción que Marx define, en el llamado libro IVº de el Capital, “Teorías sobre la plusvalía”, como contradicción producción-consumo final [15] :
“Todas las contradicciones de la producción burguesa estallan colectivamente en las crisis generales del mercado mundial; en las crisis particulares, aparecen, en cambio, dispersas, aisladas, parciales. La condición especial de la superproducción es la ley general de producción del capital: producir a la medida de las fuerzas productivas (o sea según la posibilidad que se tenga de explotar la mayor masa posible de trabajo con una masa determinada de capital) sin tener en cuenta los límites existentes de los mercados o de las necesidades solventes...” (trad. del francés por nosotros).
En este artículo hemos visto que, aunque la ley de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia participa plenamente en el origen de las crisis de sobreproducción, no es ni mucho menos la causa única y ni siquiera la causa principal. En la continuación de este artículo, veremos que esa ley tampoco es capaz de explicar las grandes etapas que han marcado la evolución del sistema capitalista, ni su entrada en decadencia, ni su tendencia a engendrar guerras cada vez más extensas y mortíferas que ponen en peligro la existencia misma de la sociedad humana.
Engels que conocía perfectamente los análisis económicos de Marx – sobre todo porque trabajó durante años sobre los manuscritos de los Libros II y III de El Capital- no se equivocaba cuando en el prefacio de la edición inglesa del Libro I (1886), al insistir en el atolladero histórico del capitalismo, no se refiere a la tendencia decreciente de la cuota de ganancia sino a la contradicción señalada constantemente por Marx entre “un desarrollo absoluto de las fuerzas productivas” y “el límite del crecimiento del consumo final de la sociedad”:
“Y al paso que la capacidad productiva crece en progresión geométrica, la expansión de los mercados sólo se desarrolla, en el mejor de los casos, en progresión aritmética. Cierto es que parece haberse cerrado el ciclo decenal de estancamiento, prosperidad, superproducción y crisis, que venía repitiéndose constantemente desde 1825 hasta 1867, pero sólo para hundirnos en el pantano desesperante de una depresión permanente y crónica” (“Prólogo de Engels a la edición inglesa”, 1886, el Capital, Libro I).
Y ese “pantano desesperante de una depresión permanente y crónica” al que se refiere Engels no es sino el anuncio premonitorio de la entrada en decadencia del capitalismo. Entrada que se caracteriza por una “superproducción crónica”, como lo dirá Engels el mismo año en una carta a F.K. Wischnewtsky ya citada. Podemos ahora comprender por qué son sin lugar a dudas, los análisis de Rosa Luxemburg los que se sitúan en plena continuidad con los de Marx y Engels, llevándolos más lejos, y no los del BIPR.
C. Mcl
[1]) La CWO es, con Battaglia comunista (BC), uno de los dos cofundadores del BIPR (Buró internacional para el partido revolucionario). Como defienden ambas el mismo análisis de la guerra, nuestro artículo criticará indistintamente a una o a la otra de esas dos organizaciones.
[2]) Para hacerse una idea de esas divergencias, invitamos al lector a ver los artículos siguientes de nuestra Revista internacional: n° 12, “Algunas respuestas de la CCI a la CWO – Sobre las teorías de las crisis; n° 13, “Marxismo y teorías de las crisis”; n° 16, “Teorías económicas”; n° 19, “Sobre el imperialismo”; n° 22, “Las teorías de las crisis”; n° 82, “el concepto del BIPR de la decadencia y la cuestión de a guerra”; n° 83, “La naturaleza de la guerra imperialista: respuesta al BIPR”; n° 84, “Las teorías de la crisis histórica del capitalismo: respuesta al BIPR”; n° 121, “La bajada a los infiernos”.
[3]) Militante de las Juventudes espartaquistas ya a los 14 años, fue elegido delegado por el Consejo obrero de las factorías Siemens de Berlín durante el período revolucionario. En 1920, deja el partido comunista (KPD), integrándose en el KAPD (Partido comunista obrero de Alemania). En 1926 emigra a Estados Unidos junto con otros camaradas. Participa en IWW (Industrial Workers of the World; ver al respecto, el artículo de nuestra Revista international n° 124) para entrar después en un pequeño partido de orientación comunista de consejos que publicará Living Marxism (1938-41) y New Essays (1942-43) de los que era redactor. Publicó varias obras, traducidas algunas de ellas en diferentes lenguas.
[4]) “La devaluación del capital durante la guerra así como sus destrucciones puras y simples crearon una configuración para le capital subsistente en el que la masa de ganancia disponible está a la disposición de un capital constante muy inferior. A partir de entonces, se incrementa el aprovechamiento del capital subsistente (...) Se estima que durante la Primera Guerra mundial 35 % de la riqueza acumulada por la humanidad fue destruida o dilapidada en unos cuantos años. (...) Fue sobre la base de esa devaluación de capital y de desvalorización de la fuerza de trabajo cómo se restableció la cuota de ganancia y fue apoyándose en ese restablecimiento cómo se llegó hasta 1929. (...) La composición orgánica del capital estadounidense se redujo 35 % durante la guerra y solo a principios de los 60 volvería al nivel de 1940. Esto se obtuvo en gran parte gracias a la desvalorización del capital constante. (...) Fue ese aumento de la cuota de ganancia en el período de posguerra lo que permitió arrancar una nueva fase de acumulación. (...) La reanudación general se basa en el aumento de la cuota de ganancia causada por los efectos económicos de la guerra. De ello deducimos que las guerras mundiales se han hecho indispensables para la supervivencia del capitalismo desde principios del siglo xx...”.
[5]) Ver el artículo publicado en Revolutionary Perspectives nº 37, publicación de la CWO en Gran Bretaña.
[6]) “La plusvalía se produce tan pronto como la cantidad de trabajo sobrante que puede exprimirse se materializa en mercancías. Pero con esta producción de plusvalía finaliza solamente el primer acto del proceso capitalista de producción, que es un proceso de producción directo. El capital ha absorbido una cantidad mayor o menor de trabajo no retribuido. Con el desarrollo del proceso que se traduce en la baja de la cuota de ganancia, la masa de la plusvalía así producida se incrementa en proporciones enormes. Ahora empieza el segundo acto del proceso. La masa total de mercancías, el producto total, tanto la parte que repone el capital constante y el variable como la que representa plusvalía, necesita ser vendida. Si no logra venderse o sólo se vende en parte o a precios inferiores a los de producción, aunque el obrero haya sido explotado, su explotación no se realiza como tal para el capitalista, no va unida a la realización, o solamente va unida a la realización parcial de la plusvalía estrujada, pudiendo incluso llevar aparejada la pérdida de su capital en todo o en parte. Las condiciones de la explotación directa y las de su realización no son idénticas. No sólo difieren en cuanto al tiempo y al lugar, sino también en cuanto al concepto. Unas se hallan limitadas solamente por la capacidad productiva de la sociedad, otras por la proporcionalidad entre las distintas ramas de producción y por la capacidad de consumo de la sociedad. Pero ésta no se halla determinada ni por la capacidad productiva absoluta ni por la capacidad absoluta de consumo, sino por la capacidad de consumo a base de las condiciones antagónicas de distribución que reducen el consumo de la gran masa de la sociedad a un mínimo susceptible sólo de variación dentro de límites muy estrechos. Se halla limitada, además, por el impulso de acumulación, por la tendencia a acrecentar el capital y a producir plusvalía en una escala ampliada. Es ésta una ley de la producción capitalista, ley que obedece a las constantes revoluciones operadas en los propios métodos de producción, la depreciación constante del capital existente que suponen la lucha general de la concurrencia y la necesidad de perfeccionar la producción y extender su escala, simplemente como medio de conservación y so pena de perecer. El mercado tiene, por tanto, que extenderse constantemente, de modo que sus conexiones y las condiciones que lo regulan van adquiriendo cada vez más la forma de una ley natural independiente de la voluntad de los productores, cada vez más incontrolable. La contradicción interna tiende a compensarse mediante la expansión del campo externo de la producción. Pero cuanto más se desarrolla la capacidad productiva, más choca con la angosta base sobre la que descansan las condiciones del consumo”. (Marx, el Capital, Vol. III, cap. XV). En otras traducciones de el Capital, se usan términos como “plusvalor” para “plusvalía” o “sobretrabajo” para “trabajo sobrante” (NDLR).
[7]) “[Para la CCI] esa contradicción, producción de la plusvalía y su realización, aparece como una sobreproducción de mercancías y por lo tanto como causa de una saturación del mercado, que a su vez se opone al proceso de acumulación, lo cual pone al sistema en su conjunto en la situación de imposibilidad de contrarrestar la caída de la cuota de ganancia. En realidad [para Battaglia], el proceso es inverso. (...) Es el ciclo económico y el proceso de valorización lo que hacen que el mercado sea “solvente” o “insolvente”. Es a partir de las leyes contradictorias que regentan el proceso de acumulación cómo puede explicarse la “crisis” del mercado” (Texto de presentación de Battaglia comunista en la primera conferencia de los grupos de la Izquierda comunista).
[8]) “En la producción, los hombres no actúan solamente sobre la naturaleza, sino que actúan también los unos sobre los otros. No pueden producir sin asociarse de un cierto modo, para actuar en común y establecer un intercambio de actividades. Para producir los hombres contraen determinados vínculos y relaciones, y a través de estos vínculos y relaciones sociales, y sólo a través de ellos, es cómo se relacionan con la naturaleza y cómo se efectúa la producción. (…) Las relaciones de producción forman en conjunto lo que se llaman las relaciones sociales, la sociedad, y concretamente, una sociedad con un determinado grado de desarrollo histórico, una sociedad de carácter peculiar y distintivo. La sociedad antigua, la sociedad feudal, la sociedad burguesa, son otros tantos conjuntos de relaciones de producción, cada uno de los cuales representa, a la vez, un grado especial de desarrollo en la historia de la humanidad” (Marx, Trabajo asalariado y capital, 1849).
[9]) En su artículo, CWO nos da una cita de Marx que podría dar a entender que el análisis de la crisis de éste se basaría únicamente en la ley de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia: “Estas contradicciones tienen como resultado estallidos, crisis, en los que la anulación momentánea de todo trabajo y la destrucción de gran parte del capital, lo hacen volver violentamente al punto en el cual será capaz de emplear plenamente sus fuerzas productivas sin suicidarse por ello. Con todo, esas catástrofes regularmente recurrentes tienen como resultado su repetición a mayor escala, y, por último la ruina violenta del capital” (Grundisse, ed. Siglo XIX, vol II). Si CWO se hubiera fijado en ese pasaje más ampliamente, habría podido comprobar que, unas líneas antes, Marx habla de la necesidad del “desarrollo extremo del mercado” pues, explica, “Esa disminución de la tasa de beneficio [cuota de ganancia] equivale a lo siguiente: 1°) a la fuerza productiva ya producida y a la base material que constituye aquélla para la nueva producción...; 2°) a la reducción de aquélla parte del capital ya producido que se intercambia por trabajo inmediato...; 3°) a la dimensión del capital en general, también a la parte del mismo que no es capital fijo. O sea, gran número de operaciones de cambio, amplitud del mercado y universalidad del trabajo simultáneo; medios de comunicación, etc. ; disponibilidad del necesario fondo de consumo para efectuar este proceso descomunal (ídem). De eso, “un tráfico inmensamente desarrollado, de la amplitud del mercado” CWO no habla nunca y Marx lo hace todo el tiempo.
[10]) “A medida que el valor y la duración del capital fijo empleado se desarrollan con el modo de producción capitalista, la vida de la industria y del capital industrial se desarrolla en cada empresa particular y se prolonga durante un período de, digamos, diez años de media. (…) … ese ciclo de rotaciones que se encadenan y se prolongan durante una serie de años, durante los cuales el capital es prisionero de su elemento fijo, sienta las bases materiales de las crisis periódicas” (Marx, el Capital, T. II); “Vemos así que en el período de desarrollo de la industria inglesa (1815 a 1870) marcada por ciclos decenales, lo máximo de la última prosperidad antes de la crisis reaparece siempre como mínimo de la prosperidad que le sigue, para después subir a un nuevo máximo mucho más alto” (Marx, el Capital); “Pero sólo a partir del momento en que la industria mecánica ha arraigado tan profundamente que influye de un modo predominante sobre toda la producción nacional; en que, gracias a ella, el comercio interior comienza a tomar delantera sobre el comercio exterior; en que el mercado mundial se anexiona sucesivamente extensas zonas en el nuevo mundo, en Asia y en Australia; y en que, por último, las naciones industriales lanzadas a la palestra son ya lo suficientemente numerosas; solamente a partir de entonces comienzan a presentarse aquellos ciclos constantemente repetidos cuyas fases sucesivas abarcan años enteros y que desembocan siempre en una crisis general, final de un ciclo y punto de arranque de otro nuevo. Hasta ahora, la duración periódica de estos ciclos venía siendo de diez u once años, pero no hay razón alguna para considerar esta cifra como una magnitud constante. Por el contrario, con arreglo a las leyes de la producción capitalista, tal y como acabamos de desarrollarlas, debe inferirse que se trata de una magnitud variable y que el período de los ciclos irá acortándose gradualmente” (párrafo intercalado por Marx en la edición francesa, París, 1873, Ver el Capital, FCE, vol. I) .
[11]) Como en las actividades de sector terciario o en los nuevos ramos industriales.
[12]) Para un desarrollo más amplio de esta argumentación, tanto en lo teórico como en lo estadístico, el lector puede leer nuestro artículo sobre la crisis del número 121 de esta Revista internacional.
[13]) “El sistema de la economía burguesa se presenta a mi parecer con el orden siguiente: capital, propiedad de bienes raíces, trabajo asalariado; Estado, comercio exterior, mercado mundial. (...) Tengo ante mí el conjunto de materiales en forma de monografías escritas en períodos muy alejados unos de otros, no para ser impresas, sino para mi propia edificación personal. Dependerá de las circunstancias si las acabo poniendo en forma coherente siguiendo el plan que acabo de indicar” (Marx, Prólogo a la Crítica de le economía política, trad. del francés, La Pléiade, Economie I). Por desgracia, las circunstancias serían diferentes y nunca habrían de dejar a Marx la oportunidad de terminar su plan inicial.
[14]) Lo desarrollado por Rosa no es sino lo que Marx explicó siempre en todos sus trabajos económicos, y eso desde el principio. Por ejemplo, en Trabajo asalariado y capital (1847) había escrito lo siguiente: “Estas [las crisis] se hacen más frecuentes y más violentas, ya por el solo hecho de que. a medida que crece la masa de producción y, por tanto, la necesidad de mercados más extensos, el mercado mundial va reduciéndose más y más, y quedan cada vez menos mercados nuevos que explotar, pues cada crisis anterior somete al comercio mundial un mercado no conquistado todavía o que el comercio sólo explotaba superficialmente”.
[15]) Marx escribió un párrafo entero sobre esa cuestión en su Libro IV sobre “Las teorías sobre la plusvalía”. El título de ese párrafo no puede ser más explícito: “Contradicción entre el desarrollo irresistible de las fuerzas productivas y el límite del consumo, base de la sobreproducción”.
¿Por qué hoy un texto sobre ética? Desde hace más de dos años, la CCI está llevando un debate interno sobre la cuestión de la moral y de la ética proletaria partiendo de un texto de orientación del que publicamos a continuación amplios extractos. Si hemos considerado necesario abrir ese debate teórico, es esencialmente porque nuestra organización se enfrentó, cuando su crisis de 2001, a comportamientos particularmente destructores o totalmente ajenos a la clase portadora del comunismo. Semejantes comportamientos se concretaron en métodos propios de truhanes por parte de algunos elementos que iban a dar a luz a la pretendida Fracción interna de la CCI (FICCI) ([1]): robo, chantaje, mentiras, campañas de calumnia, chivatazos, acoso moral y amenazas de muerte contra compañeros. Partiendo entonces de un problema concreto muy grave que también es una amenaza para el conjunto del medio político proletario, hemos tomado conciencia de la necesidad de armar la organización sobre una cuestión que siempre ha preocupado al movimiento obrero desde sus orígenes, la de la moral proletaria. Hemos insistido siempre, en particular en los estatutos, en que la cuestión del comportamiento de los militantes es una cuestión política de pleno derecho. Pero hasta ahora, la CCI nunca había profundizado este tema hasta enlazarlo con el de la moral y de la ética del proletariado. Para entender los orígenes, los fines y las características de la ética en la clase obrera, la CCI ha debido examinar la evolución de la moral en la historia de la humanidad, reapropiándose los logros del marxismo que se han basado en los avances de la civilización humana, en particular en el terreno de la ciencia y de la filosofía. Este texto de orientación no pretende ser una elaboración teórica acabada, sino lanzar unas pistas de reflexión para permitir al conjunto de la organización profundizar varias cuestiones fundamentales (así como la de los orígenes y del carácter de la moral en la historia de la humanidad, la diferencia entre moral burguesa y proletaria, la degeneración de las costumbres y de la ética en el periodo de descomposición del capitalismo, etc.). En la medida en que no está aun acabado el debate interno, no publicamos aquí más que los extractos del texto de orientación que nos han parecido ser más accesibles a un lector poco entendido. Al ser un texto interno cuyas ideas son muy condensadas y hacen referencia a conceptos teóricos bastante complejos somos conscientes de que ciertos pasajes pueden ser difíciles para el lector. Sin embargo, en la medida en que ciertos aspectos de nuestro debate han llegado a su madurez, hemos considerado útil hacerlos conocer al exterior para que la reflexión iniciada por la CCI pueda proseguir en el conjunto de la clase obrera y del medio proletario.
Desde el principio, la cuestión del comportamiento político de los militantes, y por lo tanto de la moral proletaria, tuvo un papel central en la vida de la CCI. Nuestra visión sobre este tema tiene su concreción viva en nuestros estatutos (adoptados en 1982) ([2]). Hemos insistido siempre en que los estatutos no son una serie de reglas para definir qué es lo que está o no está admitido, sino una orientación para nuestras actitudes y nuestra conducta, incluyendo un conjunto coherente de valores morales (en particular en lo que a relaciones entre militantes y entre éstos y la organización se refiere). Por eso es por lo que se requiere un profundo acuerdo con estos valores a cualquiera que quiera ser miembro de nuestra organización. Los estatutos forman parte de nuestra plataforma, no se limitan a regular quién puede hacerse miembro de la CCI, y en qué condiciones. También condicionan el marco y el espíritu de la vida militante de la organización y de cada uno de sus miembros.
El significado que la CCI siempre ha dado a estos principios de conducta es ilustrado por el hecho de que nunca dejó de defender estos principios, incluso a riesgo de crisis organizativas. De este modo, la CCI se mantiene consciente e inquebrantablemente en la tradición de la lucha de Marx y Engels en la Primera Internacional, de los bolcheviques y de la Fracción italiana del Izquierda comunista. Y así ha sido capaz de vencer una serie de crisis y mantener los principios fundamentales de un comportamiento de clase.
Sin embargo, los conceptos de moral y de ética proletarias se defendían en la CCI más bien implícita que explícitamente; la CCI los puso en práctica de forma empírica más que desde un punto de vista teórico. Ante las enormes reservas que la nueva generación de revolucionarios surgida a finales de los años 1960 tenía hacia toda idea de moral, considerándola generalmente como algo reaccionario, la actitud desarrollada por la organización fue la de dar más importancia a adoptar las actitudes y comportamientos de la clase obrera más que a desarrollar un debate muy general cuando tal debate distaba mucho de su madurez para acometerlo con éxito.
Las cuestiones sobre la moral no fueron las únicas áreas donde la CCI procedió de esta manera. En los primeros días de la organización había reservas similares hacia la necesidad de la centralización, la indispensable intervención de los revolucionarios y el papel principal de la organización en el desarrollo de la conciencia de clase, la necesidad de luchar contra el democratismo o el reconocimiento de la actualidad del combate contra el oportunismo y el centrismo.
Efectivamente, en los grandes debates y las crisis se demostró que la organización fue siempre capaz, no solamente de elevar su nivel teórico, sino de clarificar los problemas sobre los que al principio había habido poca claridad. Y en concreto, respecto a las dudas organizativas, la CCI nunca dejó de responder al reto con una profundización y extensión de su conocimiento teórico sobre los problemas planteados.
La CCI ya ha analizado sus crisis recientes así como el peligro subyacente de la pérdida de las adquisiciones proletarias, una manifestación más, pero no menos importante, de la entrada del capitalismo en una nueva fase final, la de su descomposición. Así pues, la clarificación de este asunto crucial es una necesidad del periodo histórico que concierne a la clase obrera como un todo.
“La moral es el resultado del desarrollo histórico, es el producto de la evolución. Tiene sus orígenes en los instintos sociales de la especie humana, en la necesidad material de la vida social. Teniendo en cuenta que los ideales de la socialdemocracia van dirigidos hacia un orden superior de la vida social, esos ideales deben necesariamente ser ideales morales” ([3]).
Debido a la incapacidad de las dos clases más importantes de la sociedad, la burguesía y el proletariado, para imponer su solución, el capitalismo ha entrado en su fase final, la de descomposición, caracterizada por la disolución gradual, no sólo de los valores sociales sino también de la sociedad misma.
Hoy, frente a la tendencia de “cada uno para sí” de la descomposición capitalista, y la corrosión de todo valor moral, será imposible para las organizaciones revolucionarias –y más en general para la emergencia de nuevas generaciones de militantes– derrocar el capitalismo sin esclarecerse sobre esos asuntos morales y éticos. En el desarrollo consciente de la lucha de los revolucionarios, la lucha teórica específica por reasimilar el trabajo del movimiento marxista sobre estas cuestiones ha llegado a convertirse en un tema de vida o muerte para la sociedad humana. Esta lucha es indispensable, no solamente para la resistencia proletaria a la descomposición y al amoralismo ambiente, sino para la reconquista proletaria de la confianza en sí mismo para el futuro de la humanidad por medio de su propio proyecto histórico.
La forma particular que la contrarrevolución tomó en la URSS –la del estalinismo presentando como continuador y no como sepulturero de la Revolución de Octubre de 1917– minó la confianza en el proletariado y su alternativa comunista. A pesar del fin del período de la contrarrevolución en 1968, el hundimiento de los regímenes estalinistas en 1989 –que marcó la entrada en la fase histórica de la descomposición– ha debilitado la confianza de proletariado en sí mismo como protagonista de la liberación de toda la humanidad.
El debilitamiento de la confianza de la clase obrera en sí misma, de su identidad de clase y de su perspectiva revolucionaria, debido a las campañas de la burguesía sobre el pretendido “fracaso del comunismo”, han modificado las condiciones en las que hoy se plantea la cuestión de la ética. Los reveses de la clase obrera (en especial el retroceso debido a las consecuencias del hundimiento del bloque del Este y de los regímenes estalinistas) han dañado su confianza, no solamente en una perspectiva comunista, sino en la sociedad como un todo.
Para los obreros conscientes, durante la fase ascendente del capitalismo (y más todavía durante la primera oleada revolucionaria de 1917-23), la aseveración de que básicamente la humanidad sería “mala” para “explicar” los problemas de la sociedad contemporánea, no provocaba sino desprecio y desdén. Y, al contrario, la ideología de que la sociedad sería incapaz de mejorar y desarrollar formas superiores de solidaridad humana, hoy se ha convertido en un factor de la situación histórica. En la actualidad, las profundas dudas arraigadas sobre las cualidades morales de nuestra especie no afligen solamente a las clases dirigentes o las clases intermedias, sino amenazan al proletariado mismo, incluyendo a sus minorías revolucionarias. Esa falta de confianza en la posibilidad de un enfoque más colectivo y responsable para la comunidad humana no es solamente el resultado de la propaganda de la clase dominante. La evolución histórica misma ha desembocado en esta crisis de confianza en el futuro de humanidad.
Estamos viviendo en un período caracterizado por:
La opinión popular parece estar confirmando la sentencia de Thomas Hobbes (1588-1679) de que el hombre sería, por naturaleza, un lobo para el hombre. El hombre es visto básicamente como destructor, predador, egoísta, irremediablemente irracional, y con un comportamiento social más bajo que muchas especies animales. Para el ecologismo pequeño burgués, por ejemplo, el desarrollo cultural es visto como un “error” o un “callejón sin salida”. La humanidad misma es vista como un cáncer creciente en la historia, sobre la cual la naturaleza va a –cuando no debe– recuperar sus “derechos”.
Por supuesto, el capitalismo en descomposición no ha hecho surgir ese tipo de ideas, pero sí las ha acentuado y afianzado.
En los siglos precedentes, la generalización de la producción de mercancías bajo el capitalismo fue disolviendo progresivamente las relaciones de solidaridad en la base de la sociedad, hasta el punto de que muchas de sus reminiscencias podrían desaparecer de la memoria colectiva.
La fase de declive de las formaciones sociales desde el comunismo primitivo se ha caracterizado por la disolución de los valores morales establecidos por la sociedad, y, mientras una opción histórica no haya empezado a afirmarse todavía, por una pérdida de la confianza en el futuro.
Pero la barbarie y la cruel deshumanización de la decadencia capitalista no tienen precedentes en la historia de la especie humana. No es fácil, después de Auschwitz e Hiroshima, y ante los genocidios y la destrucción permanente y general, mantener la confianza en la posibilidad de un progreso moral.
El capitalismo ha destrozado lo que existía previamente, el equilibrio rudimentario entre hombre y el resto de la naturaleza, minando también a largo plazo las bases de la sociedad humana.
A esas características de la evolución histórica del capitalismo, debemos añadir la acumulación de los efectos de un fenómeno más general del progreso de la humanidad en el contexto de las sociedades de clase: el retraso de la evolución moral y social respecto a la evolución tecnológica.
“Las ciencias naturales son consideradas como el campo en el que el pensamiento humano, en una serie continua de triunfos, ha desarrollado con mayor pujanza formas conceptuales de la lógica... Al contrario, en el otro extremo permanece el gran campo de las acciones y relaciones humanas en las que el uso de herramientas no tiene un papel inmediato y solo actúa a largo plazo como fenómenos muy desconocidos e invisibles. Aquí el pensamiento y la acción están determinados principalmente por la pasión y las impulsiones, por la arbitrariedad y la imprevisión, por la tradición y la creencia; aquí ninguna lógica metódica resulta de la seguridad del conocimiento (...) El contraste que aparece aquí, con la perfección por un lado y la imperfección del otro, quiere decir que el hombre controla los fuerzas de la naturaleza, y lo logrará cada vez más, pero que no controla las fuerzas de la voluntad y la pasión que le son inherentes. Donde sí ha permanecido quieto, quizás echándose incluso atrás, es en la falta manifiesta del control sobre su propia «naturaleza» (Tilney). Esta es, evidentemente, la razón por la que la sociedad va todavía tan lejos por detrás de la ciencia. Potencialmente el hombre posee el dominio sobre la naturaleza. Pero no posee todavía el dominio sobre su propia naturaleza.” ([4])
Después de 1968, la dinámica de las luchas obreras fue un poderoso contrapeso al escepticismo creciente en el seno de la sociedad capitalista. Pero, al mismo tiempo, la falta de la asimilación en profundidad del marxismo llevó a una idea común, dentro de la nueva generación de revolucionarios, de que no hay lugar para las cuestiones morales o de ética en la teoría socialista. Esa actitud fue ante todo producto de la ruptura en la continuidad orgánica causada por la contrarrevolución que siguió a la ola revolucionaria de 1917-23. Hasta entonces, los valores éticos del movimiento obrero pasaban de una generación a la siguiente. La asimilación de estos valores fue favorecida por el hecho de que formaban parte de una vida colectiva, organizada y, por lo tanto, práctica. La contrarrevolución borró en gran parte el conocimiento de esas adquisiciones, como había borrado casi por completo a las propias minorías revolucionarias que las expresaban.
Esa perversión de la ética del proletariado dio la impresión de que la moral, por su naturaleza propia, sería algo intrínsecamente reaccionario, propio de las clases dominantes y explotadoras. Y por supuesto es verdad que, durante toda la historia de la sociedad de clases, la moral dominante siempre ha sido la moral de la clase dominante. Eso es tan cierto que moral y Estado, pero también moral y religión, se han hecho casi sinónimos en la opinión popular. Los sentimientos morales de la sociedad siempre han sido utilizados por los explotadores, por el Estado y la religión para santificar y perpetuar la situación existente y que las clases explotadas se sometan a la opresión. El “moralismo” mediante el cual las clases dominantes han procurado siempre romper la resistencia de las clases de laboriosas, mediante la instilación de una conciencia culpable, es uno de los grandes azotes de humanidad. Es también una de las armas más sutiles y eficaces para asegurar la dominación de clase sobre la sociedad entera.
El marxismo siempre ha combatido la moral de las clases dominantes, como también ha combatido el moralismo tosco y filisteo de la pequeña burguesía. Contra la hipocresía de los virtuosos apologistas del capitalismo, el marxismo ha insistido siempre en que la crítica de la economía política debe estar basada en los conocimientos científicos, no en juicios éticos.
No obstante todo esto, la perversión de la moral del proletariado en manos del estalinismo no es razón para abandonar el concepto de moral proletaria, del mismo modo que el proletariado no debe rechazar el concepto de comunismo so pretexto de que fue recuperado y pervertido por la contrarrevolución en la URSS. El marxismo ha mostrado que la historia moral de humanidad, no es sólo la historia de la moral de la clase dominante. Ha demostrado que las clases explotadas tienen valores éticos propios, y que estos valores han tenido un papel revolucionario en el progreso de humanidad. Ha probado que la moral no es idéntica a la función de la explotación, al Estado o la religión, y que el futuro -si hay un futuro- pertenece a una moral más allá de la explotación, del Estado y de la religión.
“Las personas llegarán gradualmente a acostumbrarse a la observancia de reglas elementales de vida juntas -reglas sabidas por siglos y repetidas durante miles de años en todos los códigos de conducta- para su observancia sin la fuerza, sin la coacción, sin la subordinación, sin esos aparatos especiales para la coacción que llama Estado.» ([5])
El marxismo ha revelado que el proletariado es la única clase de la historia capaz, al liberarse de la alienación, de desarrollar su conciencia, su unidad y su solidaridad, liberar la moral, y por lo tanto la humanidad, del azote de la “mala conciencia” basada en el sentimiento de culpa y la sed de venganza y de castigo.
Además, al desterrar el moralismo pequeño burgués de la crítica de la economía política, el marxismo ha sido capaz de demostrar científicamente el papel de los factores morales en la lucha proletaria de clases. Puso al descubierto, por ejemplo, que la determinación del valor de la fuerza de trabajo –a diferencia de cualquier otra mercancía– contiene una dimensión moral: valor, determinación, solidaridad y dignidad de los trabajadores.
La resistencia al concepto de moral proletaria también expresa el peso de la ideología de la pequeña burguesía muy marcada por el democratismo. Esa resistencia es expresión de la aversión del pequeño burgués hacia los principios del comportamiento, los cuales, como todo principio, son otras tantas trabas a su “libertad” individual. La infiltración en el seno del movimiento obrero contemporáneo de esa ideología de una clase sin porvenir histórico es una debilidad que ha reforzado la inmadurez de la generación surgida del movimiento de Mayo del 68.
La moral es una guía indispensable del comportamiento en el ámbito de la cultura humana. Permite identificar los principios y las reglas que regulan la convivencia de los miembros de la sociedad. La solidaridad, la sensibilidad, la generosidad, el apoyo a los necesitados, la honradez, la simpatía y la cortesía, la modestia, la solidaridad entre generaciones, son tesoros que pertenecen a la herencia moral de la humanidad. Son cualidades, sin las cuales la vida en sociedad llegaría a ser imposible. Por eso los seres humanos han reconocido su valor, de igual modo que la indiferencia hacia los demás, la brutalidad, la codicia, la envidia, la arrogancia y la vanidad, la indignidad y la mentira siempre han provocado la desaprobación y la indignación.
Como tal, la moral cumple la función de favorecer las pulsiones sociales en contraste con los impulsos antisociales de la humanidad, en interés del mantenimiento de la comunidad. Canaliza la energía psíquica en el interés de todos. La manera en la que esta energía es canalizada varía de acuerdo con el modo de producción, el tejido social, etc.
Dentro de cada sociedad se han establecido normas de comportamiento y de evaluación, en base a la experiencia viva y en correspondencia con un modo de vida determinado. Este proceso es parte de lo que Marx llama en el Capital la emancipación relativa de la arbitrariedad y del simple azar, mediante el establecimiento del orden.
La moral tiene un carácter imperativo. Es una apropiación del mundo social a través de los juicios sobre el “bien” y el “mal”, sobre qué es y qué no es aceptable. Esta forma de acercarse a la realidad usa mecanismos psíquicos específicos, como la buena conciencia y el sentimiento de responsabilidad. Estos mecanismos influyen en la toma decisiones y en el comportamiento general, y, a menudo, los determinan. Las exigencias de la moral contienen una toma de conciencia sobre qué es la sociedad -una conciencia que ha sido absorbida e integrada a nivel emocional. De la misma manera que todos los medios de apropiación y transformación de la realidad, la moral tiene un carácter colectivo. A través de la imaginación, la intuición, y la evaluación, permite que el sujeto entre en el mundo mental y emotivo de otros seres humanos. Es, por lo tanto, fuente de la solidaridad humana, y medio de enriquecimiento y desarrollo espiritual mutuo. No puede desarrollarse sin la interacción social, sin transmisión de lo adquirido y de la experiencia entre los miembros de la sociedad, entre la sociedad y el individuo, y de una generación a otra.
Algo característico de la moral es que se apropia de la realidad mediante la escala de medición de lo que debería ser. Su enfoque es teleológico y no causal. La colisión entre lo que lo es, y lo que debe ser, es característica de la actividad moral, haciéndolo un factor activo y vital.
El marxismo nunca ha negado la necesidad o la importancia de la contribución de los factores no teóricos y no científicos en el progreso de la especie humana. Al contrario, siempre ha comprendido su carácter indispensable, e incluso su relativa independencia. Por eso ha sido capaz de examinar la interconexión entre ellos en la historia, y reconocer su esencia complementaria.
En las sociedades primitivas, pero también en la sociedad de clases, la moral se desarrolla de una manera espontánea. Mucho antes del desarrollo de la capacidad de codificar valores morales, o reflexionar sobre ellos, existieron los modos del comportamiento y su evaluación. En cada sociedad, cada clase o grupo social (incluso cada profesión, como Engels apuntó) y cada individuo posee su propio código de comportamiento moral. Como Hegel hizo notar, una serie de actos de un sujeto es el sujeto mismo. La moral es mucho más que la suma de reglas y costumbres de conducta. Es una parte esencial de la coloración que toman de las relaciones humanas en una sociedad determinada.
Es reflejo y a la vez factor activo de cómo se percibe el hombre a sí mismo, y de cómo logra comprender a los demás, penetrar en el universo mental del otro. La moral se basa en la empatía que está inscrita en el campo emocional propio de la especie humana. Es precisamente por eso por lo que Marx afirmaba: “Nada de lo que es humano me es ajeno”.
Las evaluaciones morales son necesarias no sólo en respuesta a los problemas cotidianos sino también como parte de una actividad planificada y conscientemente dirigida hacia un objetivo. No sólo controlan o guían decisiones singulares, sino la orientación de toda una vida o toda una época histórica.
Aunque lo intuitivo, lo instintivo y el inconsciente son los aspectos esenciales del mundo moral, con el progreso de humanidad el papel de la conciencia también se va haciendo más importante en esa esfera. Las cuestiones morales afectan muy profundamente la existencia humana. Una orientación moral es el producto de las necesidades sociales, pero también de la manera del pensar de una sociedad o grupo en particular. Exige una evaluación del valor de la vida humana, la relación del individuo con la sociedad, una definición de nuestro propio lugar en el mundo, de nuestras responsabilidades hacia el conjunto de la comunidad. Pero aquí, la evaluación ocurre, no tanto de una manera contemplativa, sino en la forma de comportamientos sociales. La orientación ética aporta su contribución específica –práctica, evaluadora, imperativa– para darle un sentido a la vida humana.
Aunque el desarrollo del universo sea un proceso que existe más allá e independientemente de cualquier meta o “significado” objetivo, la humanidad es, sin embargo, esa parte de la naturaleza que se propone objetivos y lucha por su realización.
En el Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels demuestra que la moral hunde sus raíces en las relaciones sociales, económicas y en los intereses de clase. Pero también muestra su papel regulador, no sólo en la reproducción de las estructuras sociales existentes sino también en el surgimiento de las nuevas relaciones sociales. La moral o puede dificultar o puede acelerar el progreso histórico. La moral refleja frecuentemente, antes que filosofía o la ciencia, los cambios ocultos bajo la superficie de la sociedad.
El carácter de clase de una moral en particular no debe impedirnos ver el hecho de que cada sistema moral contiene elementos humanos generales, que contribuyen a la preservación de la sociedad en una etapa particular de su desarrollo. Como Engels apunta en Anti-Dühring, la moral proletaria contiene muchos más elementos de valor humano general, porque representa el futuro contra la moral de la burguesía. Engels insiste, con razón, en la existencia del progreso moral en la historia. A través de los esfuerzos, de generación a generación, por dominar mejor la existencia humana, y a través de las luchas de las clases, el acopio de experiencia moral de la sociedad se ha ido incrementando. Aunque el desarrollo ético del hombre es todo menos lineal, el progreso en esta esfera puede ser medido en la necesidad y la posibilidad de solucionar problemas humanos cada vez más complejos. Esto revela el potencial de enriquecimiento del mundo interior y social de la persona, que es, como Trotski señaló, uno de los criterios más importantes del progreso.
Otra característica fundamental de la esfera moral es que a la vez que expresa las necesidades de la sociedad como un todo, su existencia es inseparable de la vida personal, íntima del individuo, del mundo interior de su conciencia y su personalidad. Cualquier enfoque que subestime el factor subjetivo, se queda necesariamente en lo abstracto y pasivo. Es la identificación íntima y profunda del ser humano con valores morales, lo que, entre otras cosas, lo distingue del animal y lo que le da la fuerza de transformar la sociedad. Aquí, lo que llega a ser socialmente necesario, se vuelve voz interior de la conciencia, que permite vincular las emociones humanas con la dinámica del progreso social. La maduración moral del ser humano lo arma contra los prejuicios y el fanatismo, incrementando sus posibilidades de reaccionar consciente y creativamente ante los conflictos morales.
Es también necesario subrayar que, aunque la moral encuentra una base biológica en los instintos sociales, su evolución es inseparable de la participación en la cultura humana. El alejamiento de la especie humana del reino animal no depende únicamente del desarrollo del pensamiento, sino también de la educación y la mejora progresiva de lo emocional. Tolstoi tenía razón cuando subrayaba el papel del arte, en el sentido más amplio, al lado de la ciencia, en el progreso humano.
“Así como merced a nuestra facultad de expresar los pensamientos por palabras, cada hombre puede saber lo que ocurrió antes a la humanidad en el dominio del pensamiento…, así también, merced a nuestra facultad de poder trasmitir nuestros sentimientos a los demás por medio del arte, todos los sentimientos experimentados junto a nosotros pueden sernos asequibles, así como los sentimientos experimentados cien años antes de nosotros. Si no tuviéramos la capacidad de conocer los pensamientos concebidos por los hombres que nos precedieron y de trasmitir a otros nuestros propios pensamientos, seríamos como animales salvajes o como Gaspar Hauser, el huérfano de Nuremberg, que, criado en la soledad, tenía a los diez y seis años la inteligencia de un niño. Si no tuviéramos la capacidad de conmovernos con los sentimientos ajenos por medio del arte, seríamos casi más salvajes aún, estaríamos separados uno de otro, nos mostraríamos hostiles a nuestros semejantes.” ([6])
La ética es la comprensión teórica de la moral, con el objetivo de comprender mejor su papel, y de mejorar y sistematizar su contenido y su campo de acción. Aunque es una disciplina teórica, su objetivo siempre ha sido práctico. Una ética que no contribuye a mejorar el comportamiento en la vida real, es, por definición, inútil. La ética apareció y se ha desarrollado como una especie de ciencia filosófica, no solamente por razones históricas, sino porque la moral no es un objeto preciso, sino una relación que abarca toda la vida humana y la conciencia. Desde la filosofía griega clásica hasta Spinoza y Kant, la ética siempre fue considerada como un reto esencial que las mentes más preclaras de la humanidad han encarado.
A pesar de la multitud de enfoques y respuestas diferentes, un objetivo común que caracteriza la ética, sobre todo desde Sócrates, es responder a la pregunta: ¿cómo lograr construir la felicidad universal para la especie humana como un todo? La ética ha sido siempre un arma de lucha, en particular de la lucha de clases. La confrontación con la enfermedad y la muerte, con los conflictos de intereses, o con el sufrimiento moral, ha sido a menudo un poderoso estímulo para el estudio de la ética. Pero mientras que la moral, por rudimentarias que sean sus manifestaciones, es una condición antiquísima de la sociedad humana (ya existente en las primeras sociedades primitivas), la ética es un fenómeno mucho más reciente, surgida con la sociedad dividida en clases. La necesidad de orientar conscientemente la conducta y la vida de cada cual es el producto del carácter cada vez más complicada de la vida social. En la sociedad primitiva, la solidaridad entre sus miembros y el sentido de su actividad estaban directamente impuestos por la mayor de las penurias. La libertad de elección individual no existía todavía. Fue en el contexto de la contradicción creciente entre vida pública y vida privada, entre necesidades individuales y necesidades de la sociedad, cuando empezó a surgir una reflexión teórica sobre el comportamiento y sus principios. Esta reflexión es inseparable de la aparición de una actitud crítica hacia la sociedad, y la voluntad de cambiarla de una manera consciente y reflexiva. Por lo tanto, si la ruptura de la sociedad primitiva en clases es la condición previa para tal actitud, su surgimiento –como el de la filosofía en general– es estimulado en particular por el desarrollo de la producción de mercancías, como así fue en la Grecia antigua. No sólo la aparición sino también la evolución de la ética depende esencialmente del progreso material, en particular de la base económica de la sociedad.
Con la sociedad de clases, las exigencias morales y las costumbres cambian necesariamente, ya que cada formación social hace surgir una moral que corresponde a sus necesidades. Cuando las morales establecidas por las clases dominantes entran en contradicción con el desarrollo histórico, se convierten en fuente del peor de los sufrimientos, incrementándose el recurso a la violencia física y psíquica para imponerse, acabando en desorientación general, hipocresía latente, pero también en autoflagelación. Tales fases de declive de las sociedades plantean un reto muy especial a la ética, y ésta va a procurar formular los nuevos principios que solamente en una fase posterior las masas harán suyos y servirán de orientación.
Pero el desarrollo de la ética dista mucho de ser un reflejo pasivo y mecánico de las bases económicas de la sociedad. Posee una dinámica interna propia, como ya lo ilustró la evolución del primer materialismo, el de los materialistas griegos, cuyas contribuciones a la ética pertenecen todavía a la inestimable herencia teórica de la humanidad. Esta dinámica interna de la ética aparece en la continuada preocupación central: la aspiración a la felicidad para el conjunto de la humanidad. Ya Heráclito había planteado lo central de la ética: la relación entre individuo y sociedad, entre lo que las personas individuales realmente hacen y lo que deben hacer en el interés general. Pero esta filosofía “natural” era incapaz de dar una explicación materialista de los orígenes de la moral, y en particular de la conciencia. Además, su énfasis unilateral sobre la causalidad, en perjuicio del aspecto “teleológico” de la existencia humana (la actividad pensada hacia un objetivo consciente), le impidió dar respuestas satisfactorias a algunos de los problemas más profundos de la ética entre los más importantes para el porvenir de la especie humana (tales como la relación del hombre con su propia finitud, su propia muerte y la de sus semejantes, en particular ante la guerra y demás conflictos mortíferos).
Por eso fue por lo que no sólo la evolución social objetiva sino también la falta de soluciones a los problemas morales planteados, prepararon el terreno para el idealismo filosófico. Este apareció al mismo tiempo que una nueva creencia religiosa, el monoteísmo, basado en la credo de un único Dios, salvador de la humanidad y único capaz de abrir las puertas a la felicidad universal en el paraíso celestial. La aparición de la moral idealista ya no se basaba en la explicación de la naturaleza, sino en la exploración de la vida espiritual. Ese enfoque no consiguió liberarse totalmente del pensamiento animista y mágico de las sociedades primitivas y culminó en la visión según la cual la esencia humana estaría escindida en dos partes, una espiritual (moral) y la otra material (corporal). El hombre sería en cierto sentido mitad ángel y mitad animal.
Hasta el materialismo revolucionario de la burguesía ascendente de Europa occidental, no pudo ponerse en entredicho el idealismo ético. El nuevo materialismo afirma entonces que los impulsos naturales del hombre contenían el germen de todo lo que es bueno, haciendo responsables del mal al viejo orden social. Las armas teóricas de la revolución burguesa tuvieron sus raíces en esa escuela del pensamiento, pero también el socialismo utópico encontró sus armas teóricas en esa escuela (Fourier en el materialismo francés, Owen y el sistema “utilitarista” de Bentham).
Pero este materialismo de la burguesía era incapaz de explicar el origen de la moral. Las morales no pueden explicarse “naturalmente”, porque la naturaleza humana ya incluye la moral. Esa teoría revolucionaria tampoco podía explicar su propio origen. Si el hombre, al nacer, solo es una página en blanco, una tabla rasa, tal como lo afirma ese materialismo burgués, y si está únicamente determinado por su inclusión en el orden social existente, ¿de dónde vienen las ideas revolucionarias, y cuál es el origen de la indignación moral, precondiciones indispensables para una sociedad nueva y mejor? El hecho de que el materialismo burgués combatiera el pesimismo del idealismo (que niega la posibilidad del progreso moral en el mundo real del hombre), fue su gran contribución. Pero a pesar de su aparentemente ilimitado optimismo, ese materialismo demasiado mecánico y metafísico dio unas bases muy poco sólidas para construir una confianza verdadera en la humanidad. En definitiva, en la visión del mundo que se concretó en la filosofía de las Luces, era el hombre “ilustrado” el que debía aparecer como única fuente de la perfección ética de la especie humana.
El hecho de que el materialismo burgués no lograra explicar los orígenes de la moral contribuyó a que Kant acabara cayendo en el idealismo moral cuando quiso explicar el fenómeno de la buena conciencia. Al declarar que la “ley moral dentro de nosotros” es algo “en sí mismo”, existente a priori, fuera del tiempo y el espacio, Kant declaraba que no podemos conocer realmente los orígenes de la moral.
Y efectivamente, a pesar de todas esas contribuciones inestimables que se han ido sucediendo en la historia de la humanidad, formando, por así decirlo, piezas sueltas de un puzzle todavía por resolver, solo el proletariado será capaz, gracias a la teoría marxista, de dar una respuesta satisfactoria y coherente a ese interrogante sobre los orígenes de la moral.
Para el marxismo, el origen de la moral está ligado a la naturaleza social y colectiva de la especie humana. La moral es el producto, no solamente de unos instintos sociales profundos, sino de la dependencia de la especie del trabajo colectivo, asociado y planificado y del aparato productivo cada día más complejo que dicho trabajo exige. La base, el corazón de la moral es la conciencia de la necesidad de la solidaridad en respuesta a la fragilidad biológica del ser humano. Esta solidaridad (que los descubrimientos científicos recientes, en especial en antropología y paleontología han puesto más todavía en evidencia) es el denominador común de todo lo positivo y duradero que se ha producido en el transcurso de la historia de la moral. Como tal, la solidaridad es a la vez la escala del progreso moral y la expresión de la continuidad de esa historia, a pesar de todas las rupturas y retrocesos.
Esta historia se caracteriza por la conciencia de que las oportunidades de supervivencia son tanto más grandes cuanto más unificada esté la sociedad (o la clase social), cuanto más estable sea su cohesión y mayor sea la armonía entre sus partes. Pero el desarrollo de la moral no sólo es una cuestión de supervivencia para la especie. Condiciona la aparición de formas cada vez más acabadas y complejas de las colectividades humanas, condición previa, a su vez, del desarrollo de las potencialidades de la sociedad y de sus miembros. Solo mediante la relación con los demás el ser humano puede descubrir su propia humanidad. La búsqueda práctica del interés colectivo es el medio de la elevación moral de los miembros de la sociedad. La vida más fértil es la que más aferrada está en la sociedad.
La razón por la que solamente el proletariado puede responder a la cuestión del origen y la esencia de la moral, estriba en la perspectiva de una comunidad mundial unificada, una sociedad comunista, clave para comprender la historia de la moral. El proletariado es la primera clase en historia que tiene intereses particulares que defender y que está unificada gracias a una verdadera socialización de la producción, base material de un nivel cualitativamente superior de la solidaridad humana.
La ética materialista del marxismo, gracias a su capacidad para integrar los descubrimientos científicos (en especial los de Darwin, a quien Marx dedicó el Capital) permite, pues, comprender que el hombre, como producto de la evolución que es, no es una tabla rasa al nacer, sino que trae consigo “al mundo” una serie de necesidades sociales procedentes de sus orígenes animales (la necesidad de ternura y de afecto, por ejemplo, sin los cuales el recién nacido no podría desarrollarse, y ni siquiera sobrevivir).
Pero el progreso de la ciencia ha revelado que el hombre es también un luchador nato. Eso le permitió salir a la conquista del mundo, dominar las fuerzas de la naturaleza, transformándola al ir desarrollando su vida social por el planeta entero. La historia muestra así que el hombre no suele resignarse ante las dificultades. La lucha de la humanidad se basa necesariamente en una serie de instintos que heredó del reino animal: la autoconservación, la reproducción sexual, los instintos de protección de sus crías, etc. En el marco de la sociedad, esos instintos de preservación de la especie no pudieron desarrollarse sino compartiendo las emociones con sus semejantes. Aunque esas cualidades son el producto de la socialización, también es cierto que son esas cualidades las que, a su vez, hacen posible la vida en sociedad. La historia de la humanidad también ha mostrado que el hombre puede y debe movilizar un potencial de agresividad sin el cual no habría podido defenderse en un entorno hostil.
Pero las bases de la combatividad de la especie humana son mucho más profundas y están, por encima de todo, vinculadas a la cultura. La humanidad es la única parte de la naturaleza que, mediante el proceso del trabajo, se transforma constantemente a sí misma. Eso significa que a lo largo del proceso de humanización, de transformación del “mono en hombre”, la conciencia se convirtió en principal instrumento de la lucha de la humanidad por sobrevivir. Cada vez que el hombre ha alcanzado un objetivo, modifica su entorno y se da nuevos objetivos más elevados. Lo cual, a su vez, ha necesitado un nuevo desarrollo de su naturaleza de ser social.
El método científico del marxismo desveló los orígenes biológicos “naturales” de la moral y del progreso social. Al haber descubierto las leyes de la marcha de la historia humana y haber superado el enfoque metafísico, el marxismo ha resuelto problemas a los que el antiguo materialismo burgués era incapaz de contestar. Y al hacerlo demostró la relatividad, pero también la validez relativa, de los diferentes sistemas morales de la historia. Reveló su dependencia del desarrollo de las fuerzas productivas y, a partir de un período histórico determinado, de la lucha de clases. Y a partir de ahí puso las bases teóricas para la superación de lo que ha sido una de las peores calamidades de la humanidad hasta nuestros días: la tiranía fanática, dogmática de todo sistema moral.
Al haber demostrado que la historia tiene un sentido y forma un todo coherente, el marxismo ha superado la falsa alternativa entre el pesimismo moral del idealismo y el optimismo obtuso del materialismo burgués. Al haber demostrado la existencia de un progreso moral en la historia de la humanidad, ha ampliado las bases de la confianza del proletariado en el futuro.
A pesar de la noble sencillez de los principios comunitarios de la sociedad primitiva, sus virtudes estaban vinculadas a la realización ciega de ritos y supersticiones que no podían discutirse y que nunca fueron el resultado de una opción consciente. Solo con la aparición de una sociedad de clases (en Europa, en el apogeo de la sociedad esclavista) los seres humanos pudieron adquirir un valor moral independiente de los vínculos de sangre. Esta adquisición fue el producto de la cultura, de la rebelión de los esclavos y de otras capas oprimidas. Es importante observar que las luchas de las clases explotadas, por mucho que éstas no tuvieran perspectiva revolucionaria alguna, enriquecieron el patrimonio moral de la humanidad, mediante el cultivo de la mentalidad de rebelión y de indignación, de la conquista del respeto por el trabajo humano, de defensa de la dignidad de cada ser humano. La riqueza moral de la sociedad nunca es el simple resultado del conjunto de lo económico, lo social y lo cultural del momento. Es el producto de una acumulación histórica. Del mismo modo que la experiencia y el sufrimiento de una vida larga y difícil ayudan a hacer madurar a quienes no han salido quebrantados por ella, el infierno de la sociedad de clases contribuye al desarrollo de la nobleza moral de la humanidad, a condición de que esa sociedad pueda ser derribada.
Hay que añadir que el materialismo histórico disolvió la antigua oposición, que frenaba los progresos de la ética, entre instinto y conciencia, entre causas y objetivos. Las leyes objetivas del desarrollo histórico son también manifestaciones de la actividad humana. Si aparecen como algo exterior es porque los objetivos que se fijan los hombres dependen de las circunstancias que el pasado ha legado al presente. Considerada de manera dinámica, en el movimiento del pasado hacia el futuro, la humanidad es a la vez el resultado y la causa del cambio. Así, la moral y la ética son a la vez producto y factores activos de la historia.
Al haber descubierto la verdadera naturaleza de la moral, el marxismo ha sido capaz, por ello mismo, de influir en su devenir, preparándola como un arma de lucha de clase del proletariado.
La moral proletaria se desarrolla combatiendo los valores dominantes, sin quedarse al margen de ellos. El núcleo de la moral de la sociedad burguesa está contenido en la generalización de la producción de mercancías. Esto determina su carácter esencialmente democrático, que ha desempeñado un papel valiosamente progresista en la disolución de la sociedad feudal, pero que, con el declive del sistema capitalista, ha ido descubriendo cada día más su aspecto irracional.
El capitalismo ha sometido al conjunto de la sociedad, incluida la propia fuerza de trabajo, a la cuantificación del valor de cambio. El valor del ser humano y de su actividad productora ya no está en su calidad humana concreta ni en su contribución particular a la colectividad. Ya solo se mide de manera cuantitativa en comparación con los demás y en relación con una media abstracta que se impone a la sociedad como una fuerza independiente y ciega. Al introducir la competencia entre las personas, al obligarlas a compararse constantemente unas con otras, el capitalismo socava la solidaridad humana en la que se basa la sociedad. Al hacer abstracción de las cualidades reales de los seres humanos, incluidas sus cualidades morales, socava las bases mismas de la moral. Al sustituir la pregunta: “¿Qué contribución puedo yo aportar a la comunidad?” por “¿Cuál es mi propio valor en el seno de la comunidad?” (riqueza, poder, prestigio), pone en entredicho la posibilidad misma de que exista la comunidad humana.
La tendencia de la sociedad burguesa es socavar las adquisiciones morales de la humanidad que se han ido acumulando a lo largo de miles de años, desde la simple tradición de la hospitalidad y de respeto a los demás en la vida cotidiana hasta el reflejo elemental de dar asistencia a quienes lo necesitan.
Con la entrada del capitalismo en su fase terminal, la de la descomposición, esa tendencia inherente al capitalismo acaba imponiéndose. Lo irracional de esa tendencia, incompatible a largo plazo con la preservación de la sociedad, se revela en la necesidad para la propia burguesía, en interés de su sistema, de recurrir a investigadores que busquen y desarrollen estrategias contra, por ejemplo, el acoso moral, a pedagogos encargados de enseñar a los escolares cómo gestionar los conflictos. E igualmente, la cualidad cada vez más escasa de ser capaz de trabajar en equipo, es considerada como la cualificación más buscada en los contratos de muchas empresas hoy.
Lo propio del capitalismo, es la explotación basada en la “libertad” y la “igualdad” jurídica de los explotados. De ahí el carácter básicamente hipócrita de la moral burguesa. Además, esa peculiaridad modifica el papel que la violencia desempeña en el seno de la sociedad.
Contrariamente a lo que proclaman quienes hacen la apología del capitalismo, este sistema no sólo utiliza tanto como los demás modos de producción la fuerza bruta, sino mucho más todavía. Sin embargo, como el proceso de explotación mismo se basa ahora en las relaciones económicas y no en la coacción física, el capitalismo ha realizado un salto cualitativo en el uso de la fuerza indirecta, moral, psíquica. La calumnia, la destrucción de la personalidad, la búsqueda de chivos expiatorios, el aislamiento social, la aniquilación sistemática de la dignidad humana y de la confianza en sí, todo eso se ha hecho instrumento cotidiano de control social. Peor todavía, esa violencia se ha hecho la manifestación de la libertad democrática, el ideal moral de la sociedad burguesa. Cuanto más recurre la burguesía a esa violencia indirecta y a la dominación de su moral contra el proletariado, tanto más refuerza su dictadura.
La lucha proletaria por el comunismo es, con mucho, hasta ahora, la cumbre de la moral de la humanidad. Eso significa que la clase obrera ha heredado el cúmulo de los frutos de la civilización, los ha desarrollado a un nivel cualitativamente superior, salvándolos así de la liquidación por la descomposición capitalista. Uno de los objetivos principales de la revolución comunista es la victoria de los instintos sociales sobre las pulsiones antisociales. Como lo explicaba Engels en Anti-Dühring, una moral realmente humana, más allá de las contradicciones de clase, solo será posible en una sociedad en la que esas mismas contradicciones, pero también el recuerdo de ellas, hayan desaparecido en la práctica de la vida cotidiana.
El proletariado integra en su movimiento antiguas reglas de la comunidad así como también las expresiones más recientes y complejas de la cultura moral. Se trata tanto de reglas elementales como la prohibición del robo o del asesinato, que no solo son reglas de oro de la solidaridad y la mutua confianza para el movimiento obrero, sino una barrera contra una influencia moral que le es ajena, la de la burguesía y del lumpemproletariado.
El movimiento obrero se nutre también del desarrollo de la vida social, de la preocupación por la vida de los demás, de la protección de los niños, de los ancianos, de los más débiles que se encuentran en la indigencia. Aunque el amor de la humanidad no sea una prerrogativa del proletariado, como afirmaba Lenin, su apropiación por la clase obrera comporta necesariamente un elemento crítico con el que superar la inexperiencia, la mentalidad obtusa y el provincialismo de las capas y clases explotadas no proletarias.
El surgimiento de la clase obrera como portadora de progreso moral es una ilustración perfecta de la naturaleza dialéctica del desarrollo social. Al haber separado radicalmente a los productores de los medios de producción y haberlos sometido completamente a las leyes del mercado, el capitalismo creó por primera vez a una clase social desposeída de su propia humanidad. La génesis de la clase obrera moderna es pues la historia de la disolución de la antigua comunidad social y de sus adquisiciones. Esa dislocación de la comunidad humana originaria originó el desarraigo, el vagabundeo y la criminalización de millones de hombres, mujeres y niños. Expulsados fuera de la esfera de la sociedad, estaban condenados a un proceso sin precedentes de embrutecimiento y degradación moral. En los albores del capitalismo, los barrios obreros en las regiones industrializadas eran campo abonado para la ignorancia, el crimen, la prostitución, el alcoholismo, la indiferencia y la desesperanza.
En su estudio sobre la clase obrera en Inglaterra, Engels ya se dio cuenta de que los proletarios con conciencia de clase eran el sector de la sociedad más noble, más humano y el más susceptible de ser respetado. Más tarde, al hacer el balance de la Comuna de París, Marx puso de relieve el heroísmo, el espíritu de sacrificio y la pasión por aquella tarea de gigantes del París luchador, trabajador, pensante, en el lado opuesto al París parásito, escéptico y egoísta de la burguesía.
Esa transformación del proletariado, de la pérdida a la conquista de su propia humanidad, es la expresión de su naturaleza específica de clase a la vez explotada y revolucionaria. El capitalismo hizo nacer la primera clase de la historia que sólo mediante el desarrollo de la solidaridad puede afirmar su humanidad y expresar su identidad y sus intereses de clase. Como nunca antes, la solidaridad se convirtió en el arma de la lucha de clases y el medio específico con el que la apropiación, la defensa y el mayor desarrollo de la cultura humana serán posibles. Como lo declaró Marx en 1872;
“¡Ciudadanos! Recordemos el principio fundamental de la Internacional: la solidaridad. Solo cuando hayamos afianzado ese principio vital en bases seguras entre los trabajadores de todos los países, seremos capaces de realizar el objetivo final que nos hemos fijado. La transformación debe basarse en la solidaridad, eso es lo que nos enseña la Comuna de Paris.” ([7])
La solidaridad en el proletariado es el producto de la lucha de clases. Sin el combate permanente entre los propietarios de fábricas y los trabajadores, Marx nos dice que:
“la clase obrera de Gran Bretaña y de Europa entera sería una masa humilde, oprimida, débil de carácter, agotada y cuya emancipación gracias a su propia fuerza sería totalmente imposible como lo fue la de los esclavos de la antigua Grecia y Roma” ([8]).
Y Marx añade:
“para apreciar en su justo valor las huelgas y las coaliciones, no podemos permitirnos la decepción a causa de la apariencia insignificante de los resultados económicos, sino, por encima de todo, guardar en el ánimo las consecuencias morales y políticas”.
Esta solidaridad va emparejada con la indignación moral de los trabajadores ante la degradación de sus condiciones de vida. Esta indignación es una condición previa, no solo de su combate y de la defensa de su dignidad, sino también de la eclosión de su conciencia. Tras haber definido el trabajo en la fábrica como un medio de embrutecimiento del obrero, Engels concluye diciendo que si “los obreros no solamente han salvado su inteligencia, sino que además la han desarrollado y agudizado más que los demás” ([9]) ha sido gracias a la indignación ante su destino y ante la inmoralidad y la codicia de la burguesía.
La liberación del proletariado de la armadura paternalista del feudalismo le permitió desarrollar la dimensión global, política de esos “resultados morales” y, por lo tanto, tomarse a pecho su responsabilidad hacia la sociedad entera. En el libro sobre la clase obrera en Inglaterra, Engels recuerda cómo, en Francia la política y la economía en Gran Bretaña, liberaron a los trabajadores de su “apatía respecto a los intereses generales de la humanidad”, una apatía que hacía de ellos unos “muertos espirituales”.
Para la clase obrera, su solidaridad no es un instrumento entre otros más que usar cuando la necesidad lo exige. Es la esencia misma de la lucha y de la existencia cotidiana de la clase obrera. Y por eso, la organización y la centralización de sus combates son la expresión de esa solidaridad.
La elevación moral del movimiento obrero es algo inseparable de sus objetivos históricos. En sus estudios sobre los socialistas utópicos, Marx reconoció la influencia ética de las ideas comunistas con las cuales “se forja nuestra conciencia”. En su libro el Socialismo y las iglesias”, Rosa Luxemburg recordaba igualmente que las tasas de criminalidad habían bajado en los barrios industriales de Varsovia a partir del momento en que los obreros se hicieron socialistas.
La expresión más elevada, y con mucho, de la solidaridad humana, del progreso ético de la sociedad hasta nuestros días es el internacionalismo proletario. Este principio es el medio indispensable de la liberación de la clase obrera, el que pone las bases de la futura comunidad humana. El carácter medular de ese principio y el que la clase obrera sea la única en poder defenderlo, subraya toda la importancia de la autonomía moral del proletariado respecto a las demás clases y capas de la sociedad. Es indispensable para los obreros conscientes liberarse a sí mismos de la manera de pensar y de los sentimientos de la población en general, para poder así oponer su propia moral a la de la clase dominante.
La solidaridad no es únicamente un medio indispensable para realizar el objetivo comunista, sino que es la propia esencia de ese objetivo.
Las revoluciones siempre engendraron una renovación moral de la sociedad. Y no pueden surgir y salir victoriosas si ya antes las masas no se han apropiado de los nuevos valores y de las nuevas ideas que estimulen su espíritu combativo, su ánimo y su determinación. La superioridad de los valores morales del proletariado es uno de los medios principales para que pueda arrastrar tras él a las demás capas no explotadoras. Aunque es imposible desarrollar completamente una moral comunista en el interior de la sociedad de clases, los principios de la clase obrera establecidos por el marxismo ya anuncian el futuro y sirven para ir despejándole el camino. A través del propio combate, la clase obrera ajusta cada vez más su comportamiento y sus valores a sus propias necesidades y objetivos, adquiriendo así una nueva dignidad humana.
El proletariado no necesita ilusiones morales y no soporta la hipocresía. Su interés es limpiar la moral de todas las quimeras y los prejuicios. Al ser la primera clase en la sociedad con una comprensión científica de ésta, el proletariado es el único que puede plantear la otra preocupación de la moral, que es la verdad de las cosas. No es casualidad si el diario del partido bolchevique se llamó precisamente Pravda (“la Verdad”).
Como con la solidaridad, esa honradez cobra un sentido nuevo y más profundo. Frente al capitalismo, el cual no puede existir sin mentiras y engaños, que disfraza la realidad social haciendo que las relaciones entre las personas aparezcan como relaciones entre objetos, el objetivo del proletariado hace aparecer la verdad como el medio indispensable de su propia liberación. Por eso el marxismo nunca ha intentado minimizar la importancia de los obstáculos en el camino de la victoria, ni se ha negado a reconocer las derrotas. La prueba más dura de la honradez es la verdad para consigo mismo. Y lo que es válido para las clases lo es también para los individuos. Claro está que esa búsqueda por comprender su propia realidad puede ser dolorosa y no debe comprenderse como algo absoluto, pero la ideología y la automistificación están en contradicción completa con los intereses de la clase obrera.
De hecho, al poner la búsqueda de la verdad en el centro de sus preocupaciones, el marxismo es el heredero de lo mejor que ha producido la humanidad en ética científica. Para el proletariado, la lucha por la claridad es el valor más importante. La actitud que consiste en evitar y sabotear los debates, la clarificación, es un insulto a ese valor, pues esos métodos dejan las puertas abiertas a la penetración de ideologías y comportamientos ajenos al proletariado.
Por otra parte, el combate por el comunismo plantea al proletariado nuevos problemas que lo sitúan ante unas nuevas dimensiones de la acción ética. Por ejemplo, la lucha por al toma del poder plantea directamente el problema de las relaciones entre los intereses del proletariado y los de la humanidad en su conjunto, intereses que, en esta etapa de la historia, se corresponden mutuamente, pero no por ello son idénticos. Ante la alternativa socialismo o barbarie, la clase obrera debe asumir conscientemente sus responsabilidades hacia la humanidad como un todo. En septiembre-octubre de 1917, cuando las condiciones de la insurrección estaban maduras y ante el peligro de que fracasara la extensión de la revolución y eso acabara en terribles sufrimientos para el proletariado mundial, Lenin defendió que había que “arriesgarse”, pues lo que estaba en juego era la civilización misma. Y de igual modo, la política de transformación económica tras la toma del poder pondrá a la clase obrera ante la necesidad de desarrollar de manera consciente unas relaciones nuevas entre los hombres y el resto de la naturaleza, pues esas relaciones no podrán seguir siendo las de un “vencedor en tierra conquistada” (Engels, Anti-Dühring)
CCI
[1]) Para tener un idea de los comportamientos de los elementos de la Ficci, véase particularmente los artículos “Amenazas de muerte contra militantes de la CCI”, “Las reuniones publicas de la CCI prohibida a los chivatos”, “Los métodos policíacos de la FICCI” (en francés en Révolution internationale nos 354, 338 y 330), así como los de la Revista internacional nº 110: “Conferencia extraordinaria de la CCI: la lucha por la defensa de los principios organizativos”, y 122: “16º Congreso de la CCI: prepararse para los combates de clase y el surgimiento de nuevas fuerzas revolucionarias”.
[2]) Esta visión se desarrolla particularmente en el texto “La cuestión del funcionamiento de la organización en la CCI”, Revista internacional no 109).
[3]) Josef Dietzgen, The Religion of Social Democracy – Sermons, 1870, capítulo V.
[4]) Pannekoek. Antropogénesis: un estudio del origen de hombre, 1953.
[5]) Lenin, el Estado y la Revolución, 1917.
[6]) Tolstoi: ¿Qué es Arte? (1897). En una contribución en Neue Zeit, sobre este ensayo, Rosa Luxemburg declaró que, al formular tales opiniones, Tolstoi era mucho más socialista y materialista histórico que la mayor parte de lo que se había publicado en la prensa del partido.
[7]) Marx : “Discurso” en el Congreso de la Haya de la Asociación internacional de los trabajadores, 1872.
[8]) Marx: “La política rusa hacia Inglaterra”, el Movimiento obrero en Inglaterra, 1853.
[9]) Engels, la Situación de la clase obrera en Inglaterra, 1845. Capítulo: “Las diferentes ramas industriales. Los obreros fabriles propiamente dichos”.
Después de haber publicado un resumen de los dos primeros volúmenes de esta serie, retomamos ahora el hilo cronológico. En el volumen IIº abordamos ya la etapa de la contrarrevolución y, especialmente, los esfuerzos realizados por los revolucionarios para tratar de comprender la naturaleza de clase en la Rusia de los años 1920 y 1930. Ya hemos defendido (ver “El enigma ruso y la Izquierda comunista italiana” en la Revista internacional nº 106, así como nuestro libro la Izquierda comunista de Italia) por qué fue la Fracción italiana de la Izquierda comunista, agrupada en torno a la publicación Bilan (Balance), quien mejor entendió las tareas que debía cumplir la minoría revolucionaria en un período de derrota del proletariado; y quien, por ello, desarrolló el método más fructífero para poder comprender las razones del fracaso de la revolución. En este artículo nos concentraremos en analizar cómo, en el período de la más negra contrarrevolución, los revolucionarios se plantearon estudiar los problemas del período de transición del capitalismo al comunismo. Y para ello debemos partir, una vez más, del trabajo de la Fracción italiana.
Bilan empezó a publicarse en 1933, año en el que la Izquierda italiana en el exilio vio la constatación del triunfo de la contrarrevolución y la apertura de un curso hacia una Segunda Guerra imperialista mundial. En efecto, Hitler alcanzó ese mismo año el poder en Alemania con la complicidad del Estado democrático, y mientras la Internacional Comunista evidenciaba una total incapacidad para defender los intereses de clase del proletariado. El año 1934 volvió a confirmar el diagnóstico de Bilan sobre el momento histórico: el aplastamiento del proletariado de Viena, la adhesión del PC francés a la política de rearme de Francia, y la aceptación de la URSS por parte de la Sociedad de Naciones, aquella “cueva de ladrones” como la había bautizado Lenin.
En aquel siniestro ambiente Bilan empezó a dedicarse a lo que consideró una de sus principales tareas en tales circunstancias: comprender cómo, en menos de dos décadas, el Estado soviético había pasado de ser instrumento de la revolución mundial a bastión central de la contrarrevolución. Al mismo tiempo Bilan lanzaba en el movimiento obrero el debate sobre las lecciones de aquella experiencia para que pudieran ser aprovechadas en la futura revolución. La Fracción italiana abordó esa tarea con el método que siempre caracterizó su trabajo teórico, basado en una gran prudencia y el mayor rigor. Las principales cuestiones abordadas se recogieron en una serie de artículos escritos por Vercesi ([1]) bajo el título de Partido-Estado-Internacional (PEI). Esta serie, compuesta por una docena de artículos publicados a lo largo de tres años, no tenía por vocación analizar los hechos inmediatos para tratar de darles una respuesta rápida, sino situar las diferentes cuestiones en el contexto histórico más amplio posible, e integrar en los análisis las contribuciones más importantes y más clarificadoras del movimiento obrero del pasado. Así, por ejemplo, los primeros artículos se dedicaron a examinar la doctrina marxista clásica sobre la naturaleza de las clases sociales y sus instrumentos políticos, la emergencia del Estado en etapas anteriores de la historia de la humanidad; y la relación entre la Internacional y los partidos que la componían. Igualmente para poder comprender la evolución del Estado soviético, la serie emprendió un estudio de las características del Estado democrático y del Estado fascista.
Otro aspecto característico del método con que Bilan encaró la clarificación de estos problemas, fue su insistencia en la necesidad de que estos se debatieran en el movimiento obrero. Bilan no aspiraba a dar respuestas acabadas a todas estas cuestiones, sino que veía las contribuciones de otras corrientes políticas situadas en un terreno proletario, como un factor vital del proceso de clarificación. No es de extrañar pues que el párrafo final de la serie PEI, expresase, con la modestia y la seriedad que caracterizaba a Bilan, esa aspiración:
«Hemos llegado al punto final de nuestro esfuerzo con el convencimiento de no haber podido abarcar toda la amplitud del problema al que nos enfrentamos. Nos atrevemos, a afirmar, sin embargo, que existe una firme coherencia entre las distintas cuestiones teóricas y políticas que hemos tratado en los diferentes capítulos. Quizás esta coherencia pueda suponer una condición favorable para el establecimiento de una polémica internacional que, tomando por base nuestro estudio u otro estudio proveniente de otras corrientes comunistas, pueda finalmente desembocar en un intercambio de puntos de vista, en una discusión rigurosa, una tentativa de elaboración del programa de la dictadura del proletariado de mañana. Y que esta tentativa, aún sin estar a la altura de los inmensos sacrificios efectuados por el proletariado de todos los países, todavía insuficiente en proporción a las enormes tareas que el futuro deparará a la clase obrera; represente, al menos, un paso en esa dirección, un paso necesario. Si no franqueamos ese paso seremos mañana responsables de la incapacidad para proporcionar una teoría revolucionaria a los obreros que vuelvan a tomar las armas para derrotar al enemigo» (Bilan n° 26).
Esta actitud – en las antípodas de la que hoy muestran la mayoría de los descendientes directos de la Izquierda italiana que se creen “los únicos del mundo” – se plasmó entonces en un intercambio público de opiniones entre la Izquierda italiana y la Izquierda holandesa. Este intercambio fue posible en gran parte gracias a la intermediación de A. Hennaut, militante del grupo belga “Ligue des Communistes Internationalistes”, que escribió (en Bilan nº 19, 20, 21 y 22) un resumen de la principal contribución de la Izquierda holandesa a la cuestión de la transformación comunista de la sociedad. Nos referimos a Principios de la producción y distribución comunistas, escrita por Jan Appel y Henk Canne-Meier. Aunque volveremos sobre este aspecto de la discusión en un próximo artículo, sí queremos destacar que Hennaut no se limitó a enviar este resumen, sino que redactó también una crítica de la serie (sobre todo en lo referente al Estado soviético), que fue publicada en Bilan nos 33 y 34, y a la que Vercesi respondió en Bilan no 35. Además, otro militante del grupo belga, Mitchell, escribió otra serie de artículos titulada “Problemas del período de transición”, publicada en Bilan nº 28, 31, 35, 37 y 38, dedicada, en gran parte, a polemizar con los puntos de vista de los que Bilan llamaba “los Internacionalistas holandeses”.
Tenemos la intención de publicar pronto esos artículos de Mitchell (lo que supondrá además su primera traducción al español y otras lenguas). Sin embargo, por el momento, carecemos de las fuerzas necesarias para publicar completa la serie escrita por Vercesi o las contribuciones de Hennaut. Por ello creemos que merece la pena que, al menos, expongamos los principales argumentos de la serie Partido-Estado-Internacional sobre las lecciones de la experiencia rusa, lo que haremos en este artículo. En una próxima entrega analizaremos la crítica que hizo Hennaut y la respuesta a éste por parte de Vercesi.
Para Bilan la cuestión fundamental consistía en explicar cómo un órgano que había surgido de una verdadera revolución proletaria, que había sido forjado para defender esta revolución y por tanto para servir de instrumento de la clase obrera mundial, había acabado por convertirse en punta de lanza de la contrarrevolución, tanto en Rusia donde el Estado “soviético” gestionaba una feroz explotación del proletariado mediante una hipertrofiada maquinaria burocrática, como a escala internacional puesto que ese mismo Estado saboteaba activamente los intereses internacionales de la clase obrera anteponiendo los intereses nacionales de Rusia. En China, por ejemplo, se vio cómo el Estado ruso, mediante el dominio que ejercía sobre la Comintern, impulsó al PC Chino a entregar a los obreros insurrectos de Shangai a los verdugos del Kuomintang. Lo mismo podría decirse de lo que sucedía en el seno mismo de los partidos comunistas. En ellos la GPU había conseguido silenciar o expulsar a todo aquel que hiciese la más mínima crítica a la línea de Moscú y, sobre todo, a quienes se mantenían fieles a los principios internacionalistas de Octubre 1917.
Para abordar este problema, Bilan procuró eludir dos errores simétricos en los que, en cambio, sí incurrieron organizaciones pertenecientes al proletariado. Uno de esos errores era el característico de los trotskistas que por querer mantenerse fieles a la tradición de Octubre se oponían a cuestionar lo más mínimo la defensa de la URSS, a pesar del papel contrarrevolucionario que ésta ya estaba jugando a nivel mundial. El otro error era el que cometía la Izquierda germano-holandesa que si bien alcanzaba a caracterizar la URSS como un Estado burgués –lo que desde luego era cierto en los años 30– tendía, sin embargo, a invalidar el carácter proletario de la revolución de Octubre.
Para Bilan era sumamente importante definir Octubre 1917 como una revolución proletaria. Esta cuestión, como subrayaba frecuentemente, sólo podía verse desde un punto de vista global e histórico y no tratando de ver si tal o cual país estaba o no “maduro” para la revolución socialista. La verdadera cuestión era discernir si el capitalismo, como sistema mundial, ya había entrado o no en una etapa de conflicto fundamental e irreversible con las fuerzas productivas que él mismo había puesto en movimiento; es decir, si el capitalismo había o no alcanzado su fase de decadencia. Fue la serie de artículos escrita por Mitchell la que planteó este problema con especial claridad, pero las bases para abordarlo se encuentran en PEI, y sobre todo en los artículos aparecidos en Bilan nº 19 y 21, en los que Vercesi desmontó la tesis estalinista sobre la posibilidad del socialismo en Rusia que se basaba en la “ley del desarrollo desigual”, y que venía a decir que Rusia sí podía acceder por sí sola al socialismo, gracias precisamente a que ya disponía de una economía campesina semi-autárquica. Pero también rechazó Vercesi los argumentos esgrimidos por las Izquierdas comunistas holandesa y alemana, que sonaban a reminiscencias de los viejos postulados mencheviques aunque desde luego con una intención completamente distinta, que defendían que Rusia estaba demasiado retrasada para poder alcanzar la socialización de la economía; que Rusia, como decía Hennaut en su artículo “Naturaleza y evolución de la revolución rusa”, simplemente, no estaba suficientemente desarrollada para el socialismo. Lo que llevaba, en los términos en los que el propio Hennaut lo exponía a decir que «la revolución bolchevique ha sido realizada por el proletariado, pero no ha sido una revolución proletaria» (Bilan n° 34).
Para Bilan, en cambio, el “desarrollo desigual” no es más que un aspecto de la forma en que el capitalismo ha evolucionado. Pero de ahí no puede deducirse que ningún país pueda considerarse, aisladamente, maduro para el socialismo, puesto que el socialismo sólo puede construirse a escala mundial, y sólo cuando el capitalismo ha alcanzado, también a nivel mundial, un cierto grado de madurez.
Bilan insistió en otros artículos escritos en esa misma época en que si se analiza el capitalismo como una unidad global es evidente que el sistema no puede ser considerado como progresivo en ciertas regiones del globo y decadente en otras. El capitalismo supuso un avance para la humanidad en una determinada etapa de su desarrollo pero, superada esta etapa, se convierte en un sistema obsoleto a escala universal. La Primera Guerra mundial y la revolución de Octubre suponían la confirmación práctica de este paso. Por ello Bilan se opuso a las luchas de liberación nacional o a las revoluciones “burguesas” en las regiones subdesarrolladas del planeta. Bilan vio en los acontecimientos de China en 1927 la confirmación definitiva de que la burguesía era ya, en todo el mundo, una fuerza contrarrevolucionaria.
Desde ese mismo razonamiento Bilan defendía que, contrariamente a lo que indicaban las tesis de la Izquierda germano-holandesa, la revolución de Octubre no podía haber tenido un carácter burgués o doble (burgués y proletario), sino que únicamente podía ser vista como el punto de partida de la revolución proletaria mundial.
Aclarado este punto, el problema por resolver era el siguiente: ¿cómo y por qué el Estado soviético, nacido como instrumento de una verdadera revolución del proletariado, había escapado a su control y se había vuelto contra él? Para responder a este problema, la Izquierda italiana tuvo que implicarse en una enorme clarificación sobre la naturaleza y la función del Estado en el período de transición. Y para ello la serie PEI abordó un estudio de la historia y de las aportaciones de Engels recordando que, desde un punto de vista marxista, el Estado es una “calamidad” heredada de la sociedad de clases. A lo largo de toda la serie se explica pues cómo el Estado, incluso el Estado “proletario” que surge tras el derrocamiento de la burguesía, lleva en sí el peligro de convertirse en punto de concentración de las fuerzas conservadoras e incluso contrarrevolucionarias.
«Desde un punto de vista teórico, el nuevo instrumento en manos del proletariado tras su victoria revolucionaria, el Estado proletario, se diferencia profundamente de los organismos obreros de resistencia (el sindicato, las cooperativas y mutualidades) y de su organismo político (el partido de clase). Pero esta diferenciación se opera no porque el Estado disponga de factores orgánicos superiores a las demás instituciones, sino, al contrario, porque el Estado, aunque aparente contener mayor potencia material, tiene, a nivel político, menos posibilidades de actuación y es mil veces más vulnerable al enemigo que el resto de organismos obreros. En efecto, el Estado debe su mayor potencia material a factores objetivos perfectamente concordantes con los intereses de las clases explotadoras, pero que no tienen relación alguna con la función revolucionaria del proletariado. Éste habrá de recurrir provisionalmente a la dictadura y apoyarse en ella para acentuar el proceso de desaparición del Estado, mediante una expansión de la producción que permitirá extirpar las bases mismas de la existencia de clases» (Bilan n° 18).
Y más adelante señala:
«Si hasta el sindicato está amenazado desde sus orígenes por el riesgo de convertirse en instrumento de corrientes oportunistas, eso es mucho más cierto en el caso del Estado, cuya naturaleza misma es la de frenar las aspiraciones de las masas trabajadoras para permitir la salvaguardia de un régimen de explotación de clase o, tras la victoria del proletariado, para alumbrar estratificaciones sociales siempre opuestas a misión liberadora de la clase obrera. (…) Si consideramos, como hacía Engels, que el Estado es una tara heredada por el proletariado, deberemos entonces mantener frente a él una desconfianza casi instintiva» (Bilan n° 26).
Esta es, sin duda, una de las contribuciones más importantes de Bilan a la teoría marxista y constituye un avance respecto al texto que, hasta ese momento, figuraba como la mejor síntesis y elaboración de la teoría marxista sobre este tema. Nos referimos al libro El Estado y la revolución, escrito por Lenin en el fragor de la revolución de 1917 [2]. Este texto resultó indispensable para reafirmar la teoría marxista sobre el Estado contra de las distorsiones socialdemócratas de esa teoría que habían conseguido dominar el movimiento obrero a principios del siglo XX. Este libro recordó al proletariado que Marx y Engels se pronunciaron por la destrucción del Estado burgués y no por su conquista, y su sustitución por una nueva forma de Estado: el “Estado-Comuna”. Pero Bilan contaba además con la experiencia de la derrota de la Revolución rusa que había puesto de manifiesto cómo incluso ese Estado-Comuna comportaba riesgos fundamentales que el proletariado no podía ignorar. El principal de estos, contra los que alertaba Bilan, era el peligro de una fusión de los órganos propios de la clase obrera –sea el partido o los organismos unitarios que agrupan a todo el proletariado–, con el aparato estatal.
En el artículo final de la serie PEI, Vercesi señala que ni los escritos de Marx y Engels, ni en los de Lenin a propósito del Estado post-revolucionario, nada se dice sobre la relación entre el partido y ese Estado. La clase obrera se lanzó pues a la revolución sin haber podido clarificar esa cuestión a falta de una experiencia previa:
«Dictadura del Estado: así es como se planteó el problema de la dictadura del proletariado tras la victoria de la revolución rusa. Es indiscutible que lo más destacado de la experiencia rusa, tomada en su globalidad, es la dictadura del Estado obrero. El problema de la función del partido quedó profundamente distorsionada por la profunda ligazón de éste con el Estado, lo que llevó a una progresiva inversión de los papeles, de manera que el partido se fue convirtiendo en un engranaje más del Estado, proporcionándole éste los mecanismos represivos que hicieron posible el triunfo del centrismo ([3]).
“La confusión entre ambos conceptos, partido y Estado, es contraproducente puesto que no existe posibilidad alguna de conciliación entre ambos órganos, ya que existe una oposición irreconciliable entre la naturaleza, la función y los objetivos del Estado, y los del partido. El calificativo de proletario no cambia en absoluto la naturaleza del Estado, que sigue siendo un órgano de coacción económica y política, mientras que el papel que, por excelencia, corresponde al partido es el de alcanzar, no por la coacción sino por la educación política, la emancipación de los trabajadores» (Bilan n° 26).
Como afirma a continuación este artículo, es indudable que la clase obrera no toma el poder en condiciones ideales, sino cuando gran parte de la clase obrera está aún influenciada por la ideología dominante, por lo que tras el derrocamiento político de la clase dominante resulta más necesario que nunca el papel del partido. Son esas mismas condiciones las que engendran igualmente un aparato de estado, pero mientras «los obreros siguen teniendo un interés primordial que es la existencia y el desarrollo de un partido de clase», el Estado sigue siendo un instrumento «inadecuado para la prosecución y el logro de sus objetivos históricos».
Otro aspecto de esta contradicción esencial entre partido y Estado es que mientras el Estado de un bastión proletario tiende a identificarse con los intereses nacionales de la economía existente, el partido se encuentra orgánicamente ligado a las necesidades internacionales de la clase obrera. Es verdad que la serie PEI, como indica su propio título, distinguía entre la Internacional y los partidos nacionales que la componían, pero también es cierto que para la Izquierda italiana, desde Bordiga, la concepción del partido era la de un partido mundial unificado desde sus inicios. Para contrarrestar la tendencia del Estado nacional a imponer sus propios intereses al partido local –tendencia ésta que había llevado a una muy rápida degeneración de la IC, convirtiéndola en instrumento del Estado ruso– la Izquierda italiana propugnaba que fuera la Internacional, y no el partido nacional presente en el país en que el proletariado había tomado el poder, quien controlara al Estado.
Este planteamiento, indiscutiblemente motivado por un acérrimo internacionalismo, significaba, sin embargo, un profundo error, resultado de una de las principales debilidades que arrastraba Bilan. En efecto, aunque la Fracción alertaba contra la identificación del partido y el Estado, y rechazaba que dictadura del proletariado y Estado de transición fueran lo mismo, lo cierto es que seguía defendiendo la concepción de “dictadura del partido comunista”, aunque la definición de ésta fuera sumamente confusa:
«Dictadura del partido del proletariado significa para nosotros que tras la fundación del Estado, el proletariado necesita levantar un bastión (complementario del que erija en el ámbito económico) para llevar a cabo la movilización ideológica y política en pro de la nueva sociedad proletaria» (Bilan n° 25); la «dictadura del partido comunista sólo puede significar afirmación de un esfuerzo, de una tentativa histórica, por parte del partido de la clase obrera» (Bilan n° 26).
La noción de dictadura del partido se basaba en parte en una crítica completamente justa del concepto de democracia, y que trataremos con mayor detenimiento en próximos artículos. Continuando lo que ya en 1922 expresó Bordiga en El principio democrático, Bilan vio claramente que la revolución no podía representar un proceso formalmente democrático sino que, muy frecuentemente, la iniciativa de una minoría sería lo que impulsase a la mayoría al combate contra el Estado capitalista. También es verdad, y así lo señaló Vercesi en la serie PEI (ver Bilan n° 26), que la clase obrera emprende la revolución, no en condiciones ideales sino tal cual es en ese momento. Y eso supone que las masas deberán aprender, a partir de su propia experiencia, cómo desarrollar una verdadera participación en el ejercicio del poder.
Las discusiones en Bilan sobre esta cuestión estaban muy lejos de alcanzar la claridad. Por un lado criticaban, con toda razón, a Rosa Luxemburg por su oposición a que los bolcheviques llamaran a disolver la Asamblea constituyente. Por otro lado Vercesi concluye también que la utilización del principio de elecciones es, por definición, una expresión de parlamentarismo burgués. Pero esto equivale a ignorar la diferencia que existe entre el principio burgués de representación y el método propio de los soviets de delegados elegidos y revocables, que es completamente distinto no sólo en su forma sino por su propio contenido. Para Bilan el partido debería, pues,
«proclamar su candidatura para representar al conjunto de la clase obrera en el complicado curso de su evolución para poder alcanzar – bajo la dirección de la Internacional – el objetivo último de la revolución mundial» (Bilan n° 26).
Pero esta concepción se oponía frontalmente a la idea, que el propio Bilan expresaba, de que el partido debía evitar por todos los medios verse atrapado en el aparato estatal, y que, en ningún caso, el partido debería imponerse a la clase obrera ni emplear la violencia contra los trabajadores:
«La dictadura del partido no puede derivar, siguiendo una lógica esquemática, en imposición al proletariado de soluciones dictadas por el partido, y desde luego en absoluto en que el partido pueda utilizar los órganos represivos del Estado para acallar cualquier voz discordante» (Ibíd.).
También resulta sumamente contradictorio que Bilan defendiera la existencia de un único partido, cuando por otro lado abogaba enérgicamente por la libertad de acción de las fracciones en el seno del partido, lo que necesariamente implica la posibilidad de que más de un grupo, llámese o no partido, actuara en el proletariado durante la revolución.
Lo cierto es que Bilan mismo era consciente de lo contradictorio de sus posiciones, lo que atribuía al propio carácter contradictorio de un período de transición:
«la noción misma de período de transición impide alcanzar concepciones totalmente acabadas (...) debemos admitir que las contradicciones existentes en la base misma de la experiencia que hará el proletariado, tienen su reflejo en la constitución del Estado obrero» (Bilan n° 26).
Lo cual no es falso en sí mismo. Es verdad que gran parte de los problemas del período de transición siguen siendo cuestiones abiertas aún no zanjadas por la historia del movimiento obrero. Pero no cabe decir lo mismo sobre la dictadura del partido. La revolución rusa demostró que tal dictadura conducía inevitablemente al partido a actuaciones contra las que alertaba precisamente Bilan –la utilización del aparato de Estado contra el proletariado y la fusión del partido en el aparato de Estado–, prácticas éstas nocivas no sólo para los órganos unitarios de la clase, sino para el propio partido. Resulta, sin embargo, innegable que la reflexión desarrollada por Bilan constituye, a pesar de sus muchas limitaciones, un avance respecto a la posición que defendían los bolcheviques y la IC, pues estos, a partir de 1920, tendían a defender abiertamente que la fusión del partido con el aparato del “Estado obrero” no planteaba problema alguno (y ello a pesar de numerosas y reveladoras advertencias de Lenin y otros revolucionarios). El fundamento de la argumentación de Bilan era que las necesidades del Estado eran antagónicas con las del partido. Sobre esta base se asentaron clarificaciones ulteriores, como las de la Izquierda comunista belga que, ya en 1938, señaló que el partido no debía considerarse como «un organismo acabado, inmutable e intocable, no tiene un mandato imperativo de la clase ni tampoco un derecho permanente a expresar los intereses finales de la clase» (Communisme n° 18). Y sobre todo las de la Izquierda comunista francesa que, tras la Segunda Guerra mundial, fue capaz de realizar una verdadera síntesis entre el método de la Izquierda italiana y las aportaciones más clarificadoras de las Izquierdas holandesa y alemana. La Izquierda francesa consiguió así enterrar definitivamente el concepto de un partido que reina “en nombre” del proletariado. La idea de que debía ser el partido quien ejerciera el poder era una reliquia del período de los parlamentos burgueses, pero carecía ya de sentido en la época de un sistema soviético basado en delegados revocables.
En cualquier caso, Bilan sí afirma explícitamente en PEI que ni la vigilancia ni la claridad programática del partido son suficientes y que la clase sigue necesitando sus organismos unitarios para defenderse, a sí misma, de la influencia conservadora del aparato estatal. En cierta forma, Bilan se situaba así en continuidad con la crítica que hizo Lenin a la posición de Trotski en el Xº Congreso del partido ruso en 1921: el proletariado debía mantener sus sindicatos independientes en defensa de sus intereses económicos inmediatos, incluso contra las exigencias del Estado de transición. Es cierto que Bilan (sobre todo una minoría en torno a Stefanini) empezaba ya a criticar la absorción de los sindicatos por el capitalismo, pero aún seguía viéndolos como organismos obreros, y creía que la revolución podría revitalizarlos ([4]).
El análisis de otros organismos generados por la evolución de la situación en Rusia no pudo ir más allá de un estudio superficial. Así, por ejemplo, identificaron los comités de fábrica como la expresión de desviaciones anarcosindicalistas que éstos mostraron en los primeros momentos de su evolución. Aún así, en PEI, se propugna que deben actuar como órganos de la lucha de clases y no de la gestión económica.
La debilidad más importante, no obstante, de PEI es, sin duda, su incapacidad para comprender todas las implicaciones de la afirmación de Lenin, de que los soviets eran la forma al fin encontrada de la dictadura del proletariado. En efecto en Bilan nº 26, p 878, se recoge que:
«respecto a los soviets no dudamos en afirmar que, por las consideraciones que ya hemos expuesto sobre el mecanismo democrático, tienen una enorme importancia en la primera fase de la revolución, la de la guerra civil para abatir el régimen capitalista; pero perderán después gran parte de su importancia primitiva, pues el proletariado no podrá encontrar en ellos órganos capaces de acompañarle ni en su tarea de hacer triunfar la revolución mundial (esta tarea corresponde al partido y a la Internacional proletaria), ni en la defensa de sus intereses inmediatos (lo que sólo se puede realizar a través de los sindicatos cuya naturaleza no puede ser tergiversada haciéndoles eslabones del Estado). En la segunda fase de la revolución, los soviets podrán representar, en todo caso, un elemento de control de la acción del partido, interesado, desde luego, en contar con la supervisión activa del conjunto de las masas reagrupadas en estas instituciones».
Pese a estas confusiones, insistimos en que el punto de partida que proporcionó Bilan era sumamente claro, y constituyó la base sobre la que se asentaron los ulteriores avances teóricos de la Izquierda comunista. Ese principio es: la clase obrera no puede abandonar sus organismos independientes bajo el pretexto de la existencia de un Estado etiquetado como “proletario”. En caso de conflicto entre ambos, el deber de los comunistas es permanecer junto a la clase obrera.
De ahí la posición radical adoptada por Bilan sobre la cuestión del levantamiento de Cronstadt, en completo desacuerdo con Trotski que siguió defendiendo, hasta los años 30, su papel en el aplastamiento de esta revuelta. En efecto Bilan señala que:
«Tanto el conflicto de Ucrania con Majno como el levantamiento de Cronstadt, aunque se saldaran con una victoria de los bolcheviques, distan mucho de ser los mejores momentos de la política soviética. En ambos casos pueden verse ya las primeras expresiones del predominio del ejército sobre las masas, una característica de lo que Marx calificó (en la Guerra civil en Francia), como Estado “parásito”. Creer que basta con definir los objetivos políticos de un grupo opositor para justificar la política que se emprende contra él (‘sois anarquistas y os aplastamos en nombre del comunismo’) sólo es algo válido si el partido lo hace todo por comprender las razones de unos movimientos que habrían podido estar orientados, mediante maniobras que el enemigo no habría dudado en utilizar, hacia soluciones contrarrevolucionarias. Una vez comprendidas las motivaciones sociales que movilizan a capas de obreros y campesinos, es necesario dar una respuesta a ese problema de forma que permita al proletariado penetrar hasta lo más profundo del aparato de Estado. Las primeras victorias de los bolcheviques (Majno, Cronstadt) sobre grupos que actuaban en el seno del proletariado se obtuvieron en detrimento de la esencia proletaria de la organización estatal. Asediados por mil peligros, los bolcheviques creían posible aplastar esos movimientos y considerarlo como victorias proletarias, puesto que estos estaban dirigidos por anarquistas o que podrían ser utilizados por la burguesía en su combate contra el Estado proletario. Sin pretender afirmar tajantemente aquí que habría que haber actuado de otra forma, pues carecemos de muchos elementos, sí queremos subrayar que esos acontecimientos ponen ya de manifiesto una tendencia que posteriormente se confirmará abiertamente más adelante: la disociación entre las masas y un Estado cada vez más aprisionado por leyes que le alejan de su función revolucionaria».
En un texto escrito posteriormente Vercesi sí irá más lejos en su argumentación señalando que:
«hubiera sido mejor perder Cronstadt antes que conservarla desde un punto de vista geográfico, pues esta victoria no podía tener más que un resultado: el de modificar las bases mismas, la sustancia de la acción emprendida por el proletariado» («La question de l’État», publicado en Octobre, 1938).
En otras palabras esto equivale a reconocer ya abiertamente que el aplastamiento de Cronstadt fue un error desastroso.
Visto desde nuestros días puede parecer incomprensible que Bilan siguiera considerando, en 1934-36, a la URSS como un Estado proletario. Ya en nuestro artículo de la Revista internacional nº 106, explicamos que esto se debía, en parte, a la enorme prudencia y rigor con el que Bilan insistía en tratar este problema. Para comprender las razones de la derrota de la revolución era absolutamente necesario no tirar al bebé con el agua sucia, como sí hizo la Izquierda germano-holandesa (así como el grupo Réveil communiste – Despertar comunista – nacido como parte de la Izquierda italiana).
Pero hay que buscar las causas de ese error también en confusiones teóricas. En los análisis más inmediatos Bilan estaba aún atrapado por el análisis equivocado de Trotski que seguía pensando que el Estado de la URSS conservaba su carácter proletario puesto que no se había restablecido la propiedad privada de los medios de producción y que, por tanto, la burocracia no podía ser considerada una clase. Lo que separaba, sin embargo, a Bilan de los trotskistas eran dos puntos. En primer lugar Bilan afirmaba que los trabajadores de la URSS seguían estando sometidos a una explotación capitalista, aunque veía al Estado soviético degenerado como un instrumento del capital mundial más que como el órgano de una nueva clase capitalista rusa. En segundo lugar, Bilan juzgaba que ese Estado hacía un papel contrarrevolucionario en el escenario mundial, participando activamente en el tablero imperialista global, por lo que concluía que seguir apostando por la “defensa de la URSS” sólo podía desembocar en un abandono del internacionalismo proletario.
Pero junto a esas confusiones teóricas, hay también errores cuya raíz es más bien de tipo histórico. Si vemos los primeros artículos de la serie PEI, estos contienen una visión del Estado como órgano de una clase, o más bien que el Estado habría nacido como producto segregado orgánicamente por una clase dominante. Pero esta idea da la espalda a la visión que dio Engels: el Estado fue, en sus orígenes, la emanación espontánea de una situación de división en clases, para convertirse, posteriormente, en el Estado de la clase económicamente dominante. La destrucción del Estado burgués por la revolución de Octubre recrea, hasta cierto punto, las condiciones de las primeras etapas del Estado en la historia: el Estado surgía espontáneamente, una vez más, como resultado de las contradicciones de clase que existían en la sociedad. Lo que sucedía ahora es que no existía una nueva clase económicamente dominante con la que el Estado habría podido identificarse. Al contrario, el nuevo Estado soviético debía ser utilizado por una clase explotada con unos intereses históricos antagónicos a tal Estado. Por ello es un error describir el Estado del período de transición, aun cuando funcione correctamente, como un Estado de naturaleza proletaria. La dificultad de Bilan para comprender esta cuestión le llevó a seguir defendiendo la noción de Estado proletario, aunque toda la lógica de su argumentación le llevaba a defender, por el contrario, que los órganos verdaderamente proletarios no podían identificarse con el Estado de transición, y que existía una diferencia cualitativa entre las relaciones del proletariado con el Estado, y las de la clase obrera con el partido o con los organismos unitarios.
Otra fuente suplementaria de este error sobre el Estado proletario, era la idea de Bilan sobre “una economía proletaria”. Ya hemos visto que Bilan insistía una y otra vez en que:
«debe descartarse cualquier posibilidad de victoria socialista si no se produce un triunfo de la revolución en el resto de países» (Bilan n° 25),
pero a continuación señala que:
«habrá que hablar más modestamente no de una economía socialista sino simplemente de una economía proletaria».
Pero por las mismas razones que es erróneo el concepto de Estado proletario, resulta equivocado hablar de “economía proletaria”. Como clase explotada que es, el proletariado no puede tener una economía propia. Ya hemos visto como ese error hizo que Bilan se diera cuenta con muchas dificultades de la aparición del capitalismo de Estado en la URSS y romper así con la posición de Trotski que creía que la eliminación de los capitalistas privados otorgaría un carácter proletario al Estado que los había expropiado.
No obstante en PEI, Bilan sí hace una neta distinción entre propiedad estatal y socialismo, advirtiendo además que la socialización de la economía no representaría garantía alguna contra la degeneración de la revolución:
«En cuanto al ámbito económico hemos expuesto ampliamente, retomando el Capital, que la socialización de los medios de producción no es en sí una condición suficiente para salvaguardar la victoria conquistada por el proletariado. Hemos explicado también la necesidad de revisar la tesis central del IVº Congreso de la Internacional que, partiendo de considerar “socialistas” las empresas estatales y “no socialistas” a las demás, concluía que la condición de la victoria del socialismo se encuentra en la progresiva ampliación del “sector socialista” y la eliminación de las formaciones económicas del “sector privado”. La experiencia rusa nos demuestra, en cambio, que una socialización que monopolice toda la economía soviética no ha llevado en absoluto a una extensión de la conciencia de clase del proletariado ruso y de su papel, sino a la conclusión de un proceso de degeneración que ha llevado al Estado soviético a integrarse en el mundo capitalista» (Bilan n° 26).
Como ya mostramos en el mencionado artículo de la Revista Internacional nº 106, tanto este análisis como otros avances teóricos sobre la evolución del capitalismo en el resto del mundo (por ejemplo el Plan De Man llevado a cabo por el Estado belga), aproximaba a Bilan a una comprensión de la noción del capitalismo de Estado. En ese mismo sentido podemos ver el artículo de PEI dedicado al estudio del Estado fascista, y en el que se afirma que en el período del capitalismo decadente hay una tendencia general del Estado a absorber toda expresión de la clase obrera. Son esas aportaciones de Bilan las que, más adelante, permitirán a sus herederos en el seno de la Izquierda Comunista comprender el capitalismo de Estado como una tendencia universal en la decadencia capitalista, y comprender por tanto que la forma que esa tendencia había adoptado en la URSS, aún con sus especificidades, no difería en lo esencial de las expresiones que se desarrollaban en otros países.
La visión de Bilan sobre el conflicto entre las exigencias del Estado y las necesidades internacionales del proletariado, se concretó también en cómo analizó las relaciones entre un bastión proletario aislado y el mundo capitalista exterior. Tampoco aquí se dejó arrastrar por utopismos. Bilan compartía, por ejemplo, la posición defendida por Lenin ante el tratado de Brest Litovsk y criticó en cambio la idea de Bujarin de extender la revolución mediante la “guerra revolucionaria”. La experiencia vivida con la ofensiva del Ejército rojo sobre Polonia en 1920, llevó a Bilan a rechazar que la victoria militar del Estado proletario sobre un Estado capitalista pudiera interpretarse como un verdadero avance de la revolución mundial. Por otra parte, y a diferencia de lo que postulaba la Izquierda alemana, Bilan no negaba, por principio, tener que recurrir, temporalmente, a políticas económicas como la NEP, siempre y cuando estuvieran guiadas por principios generales proletarios. Se aceptaba, por ejemplo, la posibilidad y la probabilidad de establecer relaciones comerciales entre el poder proletario y el mundo capitalista. Pero no pueden verse igual esas concesiones inevitables y la traición –urdida generalmente en secreto– a esos principios que se dio, por ejemplo, con el tratado de Rapallo que acabó dando el resultado de que se emplearan armas rusas en el aplastamiento de la revolución en Alemania:
«La solución que ofrecieron los bolcheviques en Brest-Litovsk no suponía una alteración del carácter interno del Estado soviético respecto a sus relaciones con el capitalismo y el proletariado mundial. En 1921, cuando se introdujo la NEP, y en 1922, con el tratado de Rapallo, sí se operó una profunda modificación en la posición ocupada por el Estado proletario en el terreno de la lucha de clases internacional. Entre 1918 y 1921 se desencadenó la oleada revolucionaria mundial, pero ésta fue contenida inmediatamente. En esas condiciones, el Estado proletario se encontró de nuevo en una posición de enorme dificultad que le llevó a una situación en que –imposibilitado de verse respaldado por sus apoyos naturales, es decir los movimientos revolucionarios de los demás países– o bien aceptaba luchar en condiciones que le eran muy desfavorables, o bien rehuía el combate y por consiguiente se veía obligado a aceptar compromisos que lo llevarían, gradual e inevitablemente, por un camino que primero alteraría y después destruiría la función proletaria que le correspondía, abocando finalmente a la situación actual en la que el Estado proletario se ha convertido en un eslabón más del aparato de dominación del capitalismo mundial» (Bilan n° 18).
En este terreno Bilan se mostró sumamente crítico respecto a algunas formulaciones de Lenin que habían contribuido a esa involución, sobre todo las referentes a “alianzas” temporales y tácticas entre el poder proletario y ciertos imperialismos, para frenar a otras potencias imperialistas:
« las orientaciones expuestas por Lenin en las que consideraba la posibilidad de que el Estado ruso negociara con bandidos imperialistas, e incluso aceptase el apoyo de una constelación imperialista para defender las fronteras del Estado soviético de la amenaza procedente de otro grupo imperialista, tales directivas generales ponen de manifiesto, según nuestro punto de vista, las dificultades gigantescas de los bolcheviques para establecer cuál debía ser la política del Estado ruso, carentes como estaban de experiencias previas que pudieran armarles para guiar la lucha contra el capitalismo y por el triunfo de la revolución mundial» (Bilan, n° 18).
Ya hemos visto que Bilan se negaba a tener que establecer si cada país estaba o no maduro para el comunismo, pues tal pregunta sólo podía plantearse a escala mundial. Rechazaba pues cualquier idea de superación de las relaciones de producción capitalista en un solo país, tesis ésta que, en cambio, sí interesó a la Izquierda germano-holandesa:
«El error que cometen los comunistas de la Izquierda alemana, y con ellos el camarada Hennaut, es el de embarcarse en una dirección completamente estéril, pues el punto de partida del marxismo es que las bases de una economía comunista sólo pueden plantearse en un terreno mundial, y nunca pueden realizarse en el interior de las fronteras de un Estado proletario. Éste sí podrá intervenir en el terreno económico para cambiar el proceso de producción, pero nunca para asentar definitivamente ese proceso sobre bases comunistas, pues las condiciones para hacer posible tal economía sólo pueden establecerse sobre una base internacional (…). No nos encaminaremos hacia la consecución de ese objetivo haciendo creer a los trabajadores que, tras su victoria sobre la burguesía, podrán dirigir y gestionar la economía en un solo país. Hasta la victoria de la revolución mundial tales condiciones no existen. Y para marchar en la dirección que haga posible la maduración de esas condiciones, lo primero es reconocer que, en el interior de un solo país, es imposible obtener resultados definitivos» (Bilan n° 21).
Pero Bilan no eludía, sin embargo, preocuparse por qué medidas debían adoptarse en un bastión proletario aislado. Para analizarlas partía, como en la cuestión del Estado, de las necesidades concretas de la clase obrera. Si los comunistas debían permanecer junto a su clase, el programa económico que debían defender había de anteponer los intereses de los trabajadores al llamado interés “general” (es decir el interés nacional), defendido por el Estado. Por ello Bilan rechazó enérgicamente todas las apologías del crecimiento de la economía soviética, ensalzado tanto por los estalinistas como por los trotskistas.
Para Bilan, la existencia de una economía “socializada” no significaba que no hubiera producción de plusvalía, es decir explotación capitalista, aunque, como veíamos antes, Bilan veía más la burocracia estatal rusa como servidor del “capital mundial” y no como la representante, bajo otra nueva forma, de una clase dominante específica en Rusia.
Contra el sacrificio de las condiciones de vida obreras en aras al desarrollo de la industria pesada y de una economía dirigida hacia la guerra, Bilan reivindicó, en cambio, invertir la lógica de la acumulación y concentrarse en la producción de bienes de consumo. Abordaremos más en profundidad este problema cuando analicemos el texto de Mitchell que se concentró sobre todo en las cuestiones económicas del período de transición. Sí insistiremos, no obstante, en que lo peor que pueden hacer los comunistas en una revolución es confundir la situación inmediata con el objetivo ideal, un error que muchos cometieron, por ejemplo, en el período del “comunismo de guerra”. La explotación y la ley del valor no pueden ser abolidas de la noche a la mañana. Pensar lo contrario puede equivaler a darle un nuevo disfraz al capitalismo. Dicho esto, no podemos pensar que no haya que tomar medidas concretas, sino que estas deben dar prioridad a la satisfacción de las necesidades inmediatas de los trabajadores. Por ello cobra aún más fuerza la idea de que los obreros deben seguir luchando por sus intereses económicos inmediatos, incluso contra los del Estado. El progreso no se medirá por la intensidad de los sacrificios, como en la Rusia estajanovista, sino en la mejora real de las condiciones de vida obreras, no sólo disponiendo de una mayor cantidad de bienes de consumo, sino igualmente de más tiempo para descansar y también para participar en la vida política.
Veamos como planteaba Vercesi esa cuestión:
«El proletariado, tras haber logrado la victoria contra la burguesía, no puede instituir de un plumazo la sociedad comunista; y – como no podría ser de otra forma – seguirá existiendo la ley del valor; pero sí hay una condición esencial que deberá cumplir para orientar su Estado, no para incorporarlo al resto del mundo capitalista, sino en la dirección opuesta, es decir hacia la victoria del proletariado mundial. A la fórmula que representa la clave de la economía burguesa, la que determina la tasa de plusvalía ( pl/v), es decir la relación entre el total del trabajo no pagado y el trabajo pagado, el proletariado no está en condiciones de oponerle – debido a la insuficiencia de la expansión productiva – esa otra fórmula que ya no pone límites a la satisfacción de las necesidades de la clase productora, y mediante la cual, por tanto, desaparece la plusvalía y la expresión misma de la remuneración del trabajo.
“La burguesía establece su Biblia en la necesidad de un continuo crecimiento de la plusvalía para convertirla en capital “en interés de todas las clases” (¡sic!), el proletariado, en cambio, debe actuar disminuyendo constantemente la parte no pagada del trabajo, aunque eso suponga un freno significativo del ritmo de acumulación respecto al de la economía capitalista.
“En Rusia, la regla que evidentemente se ha instituido es la de proceder a una intensa acumulación para poder defender mejor un Estado, que siempre nos han dicho que se veía amenazado por la intervención de Estados capitalistas. Nos decían que había que armar ese Estado con una poderosa industria pesada para ponerlo en las condiciones requeridas para servir a la revolución mundial. El trabajo gratuito recibió pues una consagración revolucionaria. Por otro lado, en la estructura misma de la economía rusa, el incremento de las posiciones socialistas frente a las del sector privado acabó acarreando una intensificación cada día mayor de la acumulación. Pero, como demostró Marx, la acumulación depende únicamente de la tasa de explotación de la clase obrera, por lo que podemos decir que sólo gracias al trabajo no pagado se ha podido construir la potencia económica, política y militar de la Rusia actual. Esos gigantescos resultados – puesto que se han mantenido los mismos mecanismos de acumulación – sólo han podido obtenerse, por lo tanto, gracias a una conversión gradual del Estado ruso, que ha vuelto a la senda de los demás países capitalistas, una senda que conduce inevitablemente al abismo de la guerra. Para que la clase obrera pueda conservar el Estado proletario, deberá subordinar la tasa de acumulación no a la tasa del salario, sino a lo que Marx llamaba la “fuerza productiva de la sociedad”, convirtiéndola en mejoras directas de la clase obrera, en aumentos inmediatos de los salarios. La gestión proletaria se reconoce pues en la disminución de la plusvalía absoluta, y en la conversión casi íntegra de la plusvalía relativa en salarios retribuidos a los trabajadores» (Bilan, n° 21).
Es verdad que podrían discutirse alguno de los conceptos empleados por Vercesi –por ejemplo ¿es apropiado seguir hablando de “salarios”, aunque reconozcamos que las raíces fundamentales del sistema salarial no pueden desaparecer inmediatamente? Volveremos sobre ello en artículos posteriores. Lo esencial, sin embargo, de la contribución de la Izquierda italiana, fue atenerse al principio que le permitió resistir, en un terreno proletario, a la marejada contrarrevolucionaria de los años 1930 y 1940. Y ese principio es partir, para analizar cada situación, de las necesidades de la clase obrera internacional, aunque eso les llevara a cuestionar las “grandes victorias” que el estalinismo y la democracia reivindicaban para el proletariado. La verdad es que las victoria de “la construcción del socialismo” en los años 30, lo mismo que los triunfos de la democracia sobre el fascismo en la década siguiente, supusieron en realidad la peor derrota para los trabajadores.
CDW
[1]) Vercesi era el seudónimo de Ottorino Perrone, uno de los miembros fundadores de la Fracción y, sin duda, uno de sus teóricos más importantes. Una reseña biográfica de este militante aparece en nuestro libro La Izquierda Comunista de Italia.
[2]) Ver “El Estado y la revolución (Lenin): una brillante confirmación del marxismo”, en Revista internacional nº 91.
[3]) En aquella época, la Izquierda italiana empleaba el término “centrismo” para referirse al estalinismo.
[4]) La posición defendida en la serie PEI muestra la claridad alcanzada, pero también las confusiones aún persistentes, por Bilan en ese momento: «Lo que sucedió durante la guerra, y hoy se repite en cuanto a los sindicatos, puede verse también en el Estado soviético. El sindicato, a pesar de su naturaleza proletaria, tenía ante sí una disyuntiva: emprender una política de clase que le hubiera puesto en constante y progresiva oposición al Estado capitalista, o bien apelar a los trabajadores a que esperaran una mejora de su situación de una conquista gradual (mediante reformas) de “puntos de apoyo” en el seno del Estado capitalista. El paso de los sindicatos, en 1914, al otro lado de la barricada, demuestra que la política reformista conduce justamente al objetivo contrario al que preconizaban: el Estado era el que ganaba progresivamente a los sindicatos hasta hacer de ellos un instrumento para el desencadenamiento de la guerra imperialista. Lo mismo cabe decir del Estado obrero frente al sistema capitalista mundial. De nuevo nos encontramos ante esta encrucijada: por un lado llevar a cabo una política, tanto en su territorio como en el exterior, en función de la Internacional comunista, basada en posiciones cada vez más avanzadas en la lucha encaminada al derrocamiento del capitalismo internacional; por otro lado, llevar la política opuesta, es decir llamar al proletariado ruso y de los demás países, a apoyar la progresiva penetración del Estado ruso en el seno del sistema capitalista mundial, lo que llevará inevitablemente a que el Estado obrero sume su suerte a la del capitalismo, cuando la situación alcance su desenlace: la guerra imperialista» (Bilan n° 7).
Ese razonamiento es plenamente válido: los órganos del proletariado que durante la guerra se sumaron a las campañas de la burguesía, pasaron “al otro lado de la barricada”. Pero entonces dejan de tener un carácter proletario y se integran en el Estado capitalista. Esa fue la conclusión que acertadamente sacaron Stefanini y otros.
Enlaces
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