Se pone de relieve la alternativa: socialismo o barbarie

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En todo el mundo existe un sentimiento creciente de que el actual orden social no puede continuar como hasta ahora. Después de las revueltas de la “Primavera Árabe”, el movimiento de los Indignados en España y el  Occupy en los EEUU en 2011[1], el verano de 2013  ha sido testigo de  amplios movimientos en las calles de Turquía y Brasil[2].

Cientos de miles, incluso millones, han salido a protestar contra toda forma de agresión: en Turquía, la destrucción del medio ambiente por un incontrolado “desarrollo”, las autoridades religiosas entrometiéndose en las vidas personales, la corrupción de los políticos; en Brasil, el incremento del precio del transporte y el desvío de los fondos destinados a salud y educación, hacia eventos deportivos de prestigio[3], el problema de  la vivienda y el transporte  se  enquistan –y la corrupción de los políticos. En ambos casos, las manifestaciones iniciales encontraron una brutal represión policial que solo sirvió para ampliar y profundizar la revuelta. Y en ambos  casos, las revueltas no fueron encabezadas por la  ‘clase media’ (para los medios de comunicación, a esta clase pertenece cualquiera que tenga un trabajo), sino por la nueva  generación de la clase trabajadora, que han recibido mucha educación y muy especializada pero que tanto esfuerzo y sacrificio no valen para nada pues tienen pocas perspectivas de encontrar un empleo estable; supuestamente tendría la “dicha” de estar viviendo en  “economías emergentes” pero que para ellos el desarrollo económico significa sobre todo el desarrollo de la desigualdad social y el ascenso de una pequeña élite de explotadores.

En junio y julio fue otra vez el turno de Egipto cuando millones salieron a las calles, regresando a la Plaza Tahrir que  fue el epicentro de la  rebelión de  2011 contra el régimen de Mubarak[4]. También a ellos les impulsaban verdaderas necesidades materiales, en una economía que no es tan “emergente” sino estancada o incluso regresiva. En mayo, el antiguo ministro de finanzas y uno de los economistas punteros del país advirtió en una entrevista en  The Guardian que “Egipto está sufriendo la peor crisis económica desde la  Gran Depresión, en términos del efecto devastador que tiene en los egipcios más pobres; los actuales apuros económicos del país son los más acuciantes desde los años 30”. El artículo continúa diciendo: “Desde la caída de Hosni Mubarak en 2011, Egipto ha  experimentado una drástica caída tanto en inversión extranjera como en ingresos por turismo, seguido por el descenso en un  60% de las reservas de divisas, una disminución del crecimiento del  3%, y una rápida devaluación de la libra Egipcia. Todo ello ha llevado a  la rápida subida de precios de la alimentación,  al aumento del desempleo y a la  escasez de combustible y gas para cocinar… Actualmente, el  25.2% de los Egipcios se sitúan bajo el umbral de la pobreza, con el 23.7% bordeando el límite, de acuerdo con las cifras ofrecidas por el Gobierno”[5].

El gobierno de los islamistas  “moderados” liderado por Morsi y los  Hermanos Musulmanes (respaldados por la mayoría de los  islamistas “radicales”) ha demostrado con rapidez que ellos mismos no son menos corruptos y cómplices que el anterior régimen, mientras sus intentos de  imponer su asfixiante  “moral islámica” ha creado, como en Turquía, un amplio resentimiento entre la juventud urbana.

Pero, mientras los  movimientos en Turquía y Brasil, que en la práctica se dirigen contra el gobierno en el poder, han creado un sentimiento real de solidaridad y unidad entre todos los que forman parte de la lucha, la situación en Egipto se enfrenta a perspectivas mucho más sombrías –como la división de la población siguiendo las líneas de las existentes entre facciones rivales de la clase dominante, e incluso una deriva sangrienta hacia la guerra civil.  La  barbarie que ha engullido a Siria es un recordatorio de los que esto puede significar.

La trampa democrática

Los sucesos de  2011 en Túnez y Egipto se han descrito ampliamente como una “revolución”. Pero una  revolución es más que las masas volcándose en las calles, aunque esto pueda ser un punto de partida. Vivimos en una época donde la única revolución real será la revolución mundial, proletaria y comunista: una revolución hecha, no para cambiar de régimen, sino para desmantelar el estado existente; no para un manejo más “adecuado” del capitalismo, sino para derrocar las relaciones sociales capitalistas; no para la gloria de una nación, sino para la abolición de las  naciones y la  creación de una comunidad humana global.

Los movimientos sociales de los cuales somos hoy testigos, tienen todavía un largo camino para lograr la auto-conciencia y la auto-organización necesarias para hacer la  revolución. Ciertamente se da  pasos hacia ello, expresando un  profundo esfuerzo del proletariado para encontrarse a sí mismo, para redescubrir su pasado y su futuro. Pero estos vacilantes  pasos pueden ser desactivados fácilmente por la clase dominante, cuyas ideas se introducen profundamente y forman un gran  obstáculo en las mentes de los mismos explotados.  La religión es desde luego uno de estos  obstáculos ideológicos, un “opio” que  predica la sumisión al orden dominante. Pero todavía más peligrosa es la  ideología de la  democracia.

En Egipto en 2011, las masas de la Plaza  Tahrir pedían la dimisión de  Mubarak y la caída del régimen. Y Mubarak fue, efectivamente, forzado a irse – especialmente después de una intensa ola de huelgas de trabajadores a lo largo del país, que alcanzaron un nivel muy alto de peligro de revuelta social. Pero el  régimen capitalista es mucho más que el gobierno del momento. A nivel social, son todas las relaciones entre salarios y el beneficio de la producción. A nivel político es la burocracia, la policía y el ejército.  Y es también la fachada de la democracia parlamentaria, donde a las masas se les da la opción de escoger cada pocos años qué banda de ladrones va a desplumarles los próximos años.  En 2011, el ejército –que muchos manifestantes pensaban que  estaba con el pueblo– intervino en la deposición de  Mubarak y en la organización de  elecciones. Los Hermanos Musulmanes, que  atrajeron una fuerza masiva de áreas rurales atrasadas, pero que era también el partido mejor organizado en los centros urbanos, ganó las elecciones y desde entonces ha trabajado mucho para demostrar que cambiando el gobierno a través de unas elecciones no se cambia nada. Y mientras tanto, el poder real permanece donde siempre ha estado en  Egipto, y en muchos otros países parecidos: en el ejército, la única fuerza real capaz de asegurar el orden capitalista a nivel nacional.

Cuando en junio las masas volvieron a la Plaza  Tahrir estaban cargadas de indignación contra el gobierno de  Morsi y contra la realidad diaria de sus vidas frente a una crisis económica que no es solo “Egipcia” sino global e histórica. Pero, incluso aunque muchos de ellos habían tenido la oportunidad de experimentar la verdadera cara represiva del anterior ejército en  2011, la idea que ‘la gente y el ejército son uno’ todavía estaba muy extendida, y  esta idea revivió cuando el ejército empezó a advertir a  Morsi que debía escuchar las demandas de los manifestantes.  Cuando Morsi fue derrocado en un golpe relativamente incruento, hubo grandes celebraciones en la Plaza Tahrir. ¿Quiere esto decir que el mito democrático ya no tendrá  a las masas bajo control? No: el ejército afirma actuar en nombre de la  “democracia real” que ha sido traicionada por los  Hermanos Musulmanes, e inmediatamente promete organizar nuevas elecciones.

Así, el garante del estado, el ejército, interviene de nuevo para asegurar el orden, para evitar que  el descontento de las masas se vuelva contra el estado mismo. Pero esta vez  lo hace pagando un alto precio: el de  sembrar profundas  divisiones entre la  población. Ya sea en el nombre del Islam o en el nombre de la legitimidad democrática del gobierno de  Morsi, ha surgido un nuevo  movimiento de  protesta, esta vez pidiendo la vuelta del régimen  o rechazando trabajar con los que les han derrocado. La  respuesta del  ejército ha sido rápida: una matanza despiadada de manifestantes en los alrededores del Cuartel de la Guardia Republicana. También ha habido enfrentamientos, algunos fatales, entre grupos rivales de manifestantes.

El peligro de guerra civil y la fuerza que la puede evitar

Las guerras de  Libia y Siria empezaron como protestas populares contra el  régimen. Pero en ambos casos, la debilidad de la clase trabajadora y la fuerza de las divisiones tribales y sectarias, hicieron que las revueltas iniciales fueran  rápidamente absorbidas por choques armados ente facciones de la burguesía. Y en los dos casos, estos conflictos locales tomaron una dimensión internacional, imperialista: en Libia, Gran Bretaña y Francia, discretamente apoyados por los EEUU, dieron pasos para armar y guiar a las fuerzas rebeldes; en Siria, el régimen de Assad ha sobrevivido gracias al respaldo de  Rusia, China, Irán, Hezbollah y otros buitres, mientras que  las armas para las fuerzas de oposición han salido de  Arabia Saudí, Qatar y otros sitios, con los EEUU y Gran Bretaña dando un apoyo más o menos encubierto. En ambos casos, la intensificación del conflicto ha  acelerado el desplome en el caos y el horror.

El mismo peligro existe hoy en Egipto. El ejército ha mostrado su  total  falta de voluntad para dejar de ejercer el poder en la práctica. Los Hermanos Musulmanes han prometido, por el momento, que su reacción contra el golpe será pacífica, pero  junto a los islamistas de Morsi hay facciones  extremistas que ya tienen unos antecedentes de terrorismo. La  situación guarda un siniestro parecido con lo que sucedió en  Argelia después de  1991 cuando el ejército derrocó un gobierno islamista “legalmente elegido”, provocando una guerra civil sangrienta entre  el ejército y grupos Islamistas como el FIS. La población civil era, como siempre, la víctima principal de este infierno: las estimaciones del  número de muertos varían entre 50,000 y 200,000.

La  dimensión imperialista también está presente en Egipto. Los EEUU han hecho algunos gestos de rechazo del golpe militar pero sus lazos con ellos vienen de lejos y están firmemente  implantados, y no están en absoluto enamorados del tipo de islamismo proclamado por Morsi o Erdogan en Turquía. Los conflictos que se expanden fuera de Siria hacia  Líbano e Iraq pueden también llegar a desestabilizar Egipto.

Pero la  clase trabajadora en Egipto tiene una fuerza mucho más  considerable que en Libia o Siria. Tiene una larga  tradición de lucha militante contra el Estado y los tentáculos de sus sindicatos oficiales,  que proviene al menos de los años 70. En 2006 y 2007 las huelgas masivas se extendieron desde el sector textil altamente concentrado[6], y su experiencia de abierto desafío al régimen desembocó como consecuencia en el movimiento de  2011, que estuvo marcado con la fuerte impronta de la clase obrera, tanto en las tendencias hacia la auto-organización surgidas  en la Plaza  Tahrir  y los barrios, y en la ola de huelgas que finalmente  convenció a la clase dominante de  deshacerse de  Mubarak. La clase trabajadora Egipcia no es inmune a las ilusiones de la  democracia que  impregnan todo el  movimiento social, pero no será tarea fácil para las diferentes camarillas de la clase dominante  persuadirles de que  abandonen sus propios  intereses y les arrastren en  el pozo negro de una guerra imperialista.

El potencial de la  clase obrera para actuar como una barrera ante la barbarie se manifiesta no solo en su historia de huelgas autónomas y asamblearias, sino también en las expresiones explícitas de conciencia de clase que han emergido en las manifestaciones urbanas: en pancartas proclamando “ni Morsi ni los militares” o “revolución,  no golpe” y en afirmaciones más claramente políticas como la  declaración de los “camaradas del Cairo” publicada recientemente en libcom:

“Buscamos un futuro gobernado no por  un mezquino autoritarismo ni por un  capitalismo cómplice de la hermandad, ni por el aparato militar que mantiene  un férreo control sobre la vida política y económica ni una vuelta a las viejas  estructuras de la  era Mubarak. Aunque las filas de manifestantes que tomaron las calles el 30 de Junio no estaban unidos en esta demanda, debemos ser nosotros- debe ser nuestra postura la que se haga oír, porque no aceptaremos el retorno a los sangrientos periodos del pasado”[7].

No obstante, tal como  “la Primavera Árabe” alcanzó su completo significado con el levantamiento del joven proletariado en España, que ha producido un cuestionamiento de la sociedad burguesa mucho más fundamentado, así el  potencial de la clase obrera  Egipcia para que se interponga en el camino de un  baño de sangre solo se pueden realizar a través de la solidaridad activa y la movilización masiva de los proletarios en los viejos núcleos del capitalismo mundial.

Hace cien años, ante la primera Guerra Mundial, Rosa Luxemburg recordaba solemnemente a la clase obrera internacional que la opción ofrecida por un capitalismo decadente solo era  socialismo o barbarie. Un siglo de auténtica barbarie capitalista ha sido la  consecuencia del fracaso de la clase trabajadora para llevar a cabo la  revolución que se inició para responder a la guerra  imperialista de 1914-18. Hoy la apuesta es incluso más alta, porque el  capitalismo ha acumulado los medios para destruir toda la vida humana del planeta. El colapso de la vida social y las reglas de las bandas armadas criminales –esa es la vía a la barbarie de lo que está sucediendo en Siria.  La  revuelta de los  explotados y de los oprimidos, sus luchas masivas en defensa de la dignidad humana, de un futuro real –esa es la promesa de las revueltas en  Turquía y Brasil. Egipto está en un cruce de caminos entre estas dos opciones diametralmente opuestas, y en este sentido es un símbolo del dilema que debe hacer frente toda la especie humana.

Amos 10/7/13

 

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Egipto