La barbarie nacionalista

Estamos asistiendo en toda Europa Oriental y en la URSS a una violenta explosión nacionalista.

Yugoslavia está en vías de desintegración. La civilizada y «europea» Eslovenia pide la independencia y, entre tanto, somete las repúblicas «hermanas» de Serbia y Croacia a un fuerte bloqueo económico. En Serbia, el nacionalismo agitado por el estalinista Milosevic lleva a pogromos, al envenenamiento de aguas, a la represión más brutal contra las minorías albanesas. En Croacia, las primeras elecciones «democráticas» dan el triunfo al CDC grupo violentamente revanchista y nacionalista; un partido de fútbol entre el Dynamo de Zagreb y otro equipo de Belgrado (Serbia) degenera en violentos enfrentamientos.

Toda Europa del Este está sacudida por las tensiones nacionalistas. En Rumania, una organización parafascista repleta de elementos de la antigua Securitate, Cuna Rumana, que cuenta con el apoyo indirecto de los «liberadores» del FSN, lleva a cabo sádicos apaleamientos de húngaros. Estos a su vez, aprovecharon la caída de Ceaucescu para perpetrar pogromos antirumanos. Por su parte, el gobierno central de Bucarest, niña bonita de los gobiernos «democráticos», persigue con saña a las minorías gitanas y de origen alemán. Hungría, pionera de los cambios «democráticos», discrimina a los gitanos y azuza las reivindicaciones de la minoría húngara en la Transilvania rumana. En Bulgaria, la recién estrenada «democracia» da cobijo a huelgas y manifestaciones masivas contra las minorías turcas. En la Checoslovaquia de la «revolución de terciopelo», el gobierno del «soñador» Havel persigue «democráticamente» a los gitanos y una violenta polémica sazonada de manifestaciones y enfrentamientos se ha destapado entre checos y eslovacos centrándose en la trascendente cuestión de si el nombre de la «nueva» República «libre» será Checoslovaquia o Checo-Eslovaquia...

Pero es, sobre todo, en la URSS donde el estallido nacionalista alcanza proporciones que están poniendo en entredicho la existencia de un Estado que era, hasta hace 6 meses, la segunda potencia mundial. Este estallido es especialmente sangriento y caótico. Matanzas de azeríes a manos de armenios y de armenios a manos de azeríes, de absajios víctimas de georgianos, de turcomanos linchados por uzbekos, de rusos apaleados por kazakos... Entre tanto, Lituania, Estonia, Letonia, Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Ucrania... piden la independencia.

La explosión nacionalista:
la descomposición capitalista en carne viva

Para los propagandistas de la burguesía estos movimientos serían una «liberación» producto de la «revolución democrática» con la que los pueblos del Este se han quitado de encima la bota «comunista».

Si «liberación» ha habido es la de la caja de Pandora. El hundimiento del estalinismo ha destapado las violentas tensiones nacionalistas, las fuertes tendencias centrífugas, que con la decadencia del capitalismo se habían incubado, radicalizado, profundizado, en esos países, alimentadas por su atraso insuperable y por la dominación estalinista, expresión y factor activo de dicho atraso[1].

El llamado «orden de Yalta» que ha dominado el mundo durante 45 años encaminaba las enormes tensiones y contradicciones que la decadencia del capitalismo madura inexorablemente hacia el holocausto total de una III guerra imperialista mundial; sin embargo, el renacimiento de la lucha proletaria desde 1968 ha bloqueado este curso «natural» del capitalismo decadente. Ahora bien, al no haber sido capaz la lucha proletaria de ir hasta sus últimas consecuencias -la ofensiva revolucionaria internacional- las tendencias centrífugas, las contradicciones cada vez más profundas, las aberraciones crecientemente destructivas, propias de la decadencia capitalista, continúan operando y agravándose, originando un pudrimiento en la raíz del orden capitalista que es lo que denominamos su descomposición generalizada[2].

Esta descomposición en los antiguos dominios del Oso Ruso ha «liberado» los peores sentimientos de racismo, revanchismo nacionalista, chovinismo, antisemitismo, fanatismo patriótico y religioso... que han acabado expresándose en toda su furia destructora.

«Avergonzada, deshonrada, nadando en sangre y chorreando mugre: así vemos a la sociedad capitalista. No como la vemos siempre, desempeñando papeles de paz y rectitud, orden, filosofía, ética, sino como bestia vociferante, orgía de anarquía, vaho pestilente, devastadora de la cultura y la humanidad así se nos aparece en toda su horrorosa crudeza» (Rosa Luxemburgo, La crisis de la socialdemocracia, cap. I).

La burguesía suele distinguir entre un nacionalismo «salvaje», «fanático», «agresivo»... y un nacionalismo «democrático», «civilizado», «respetuoso de los demás», etc.

Esta distinción es una pura superchería fruto de la hipocresía de los grandes Estados «democráticos» de Occidente cuya posición de fuerza les permite emplear con más inteligencia y astucia la barbarie, la violencia y la destrucción inherentes por principio a toda nación y todo nacionalismo en el capitalismo decadente.

El nacionalismo «democrático», «civilizado»y «pacífico» de Francia, USA y demás, es el de las matanzas y las torturas en Vietnam, Argelia, Panamá, África Central, Chad o el de su apoyo sin disimulos a Irak en la guerra del Golfo...

Es el de dos guerras mundiales con un saldo de más de 70 millones de muertos donde la exaltación del patriotismo, de la xenofobia, del racismo, acompañaron, cual manto protector, actos de barbarie que nada tienen que envidiar a sus rivales nazis: los bombardeos americanos de Dresde o de Hirosima y Nagasaki o las atrocidades francesas con las poblaciones alemanas de sus zonas de ocupación tanto tras la I Guerra Mundial como después de la segunda.

Es la «civilización» y el «pacifismo» de la «liberación» francesa con la derrota de los nazis: las fuerzas «republicanas» de De Gaulle y el P «C» F los que alentaban conjuntamente a la delación, al pogromo de alemanes; «A cada uno su boche[3]» era la «civilizada» consigna de la Francia «eterna» encarnada por esos postores del nacionalismo más vociferante y agresivo que siempre han sido los estalinistas.

Es el del cinismo hipócrita de favorecer la emigración ilegal de obreros de África para tener una mano de obra barata permanentemente intimidada y chantajeada por la represión policial (que según las necesidades de la economía nacional no duda en devolver en condiciones atroces a su país de origen miles de obreros emigrantes) y, al mismo tiempo, exhibir con lágrimas de cocodrilo un «antirracismo» enternecedor...

Es el del fariseísmo descarado de la Thatcher que al mismo tiempo que «lamenta» «horrorizada» la barbarie en Rumanía devuelve a Vietnam a 40 000 emigrantes ilegales cazados como ratas por la policía de Su Majestad en Hong Kong.

Toda forma, toda expresión de nacionalismo, grande o pequeño, lleva necesaria y fatalmente la marca de la agresión, de la guerra, del «todos contra todos», del exclusivismo y la discriminación.

Si en el periodo ascendente del capitalismo, la formación de nuevas naciones, constituía un paso adelante en el desarrollo de las fuerzas productivas, en el camino para darles un marco de expansión y pleno desenvolvimiento, el del mercado mundial, en el siglo XX, en cambio, en la decadencia del capitalismo, estalla brutalmente la contradicción entre el carácter mundial de la producción y la naturaleza inevitablemente privada-nacional de las relaciones capitalistas. Bajo tal contradicción la nación, como célula básica de agrupamiento de cada bando de capitalistas en la guerra a muerte por el reparto de un mercado sobresaturado, revela su carácter reaccionario, su naturaleza congénita de fuerza de división, traba al desarrollo de las fuerzas productivas de la humanidad.

«De un lado la formación de un mercado mundial internacionaliza la vida económica marcando profundamente la vida de los pueblos; pero, de otro lado se produce la nacionalización, cada vez más acentuada, de los intereses capitalistas lo que traduce, del modo más manifiesto la anarquía de la concurrencia capitalista en el marco de la economía mundial y que conduce a violentas conmociones y catástrofes, a una inmensa pérdida de energías, planteando imperiosamente el problema de la organización de nuevas formas de vida social». (Bujarín, La economía mundial y el imperialismo, 1916).

Todo nacionalismo es imperialista

Los trotskistas, extrema izquierda del capital, permanentes apoyos «críticos» del imperialismo ruso, presentan una lectura «positiva» de la explosión nacionalista en el Este. Según ellos significaría el ejercicio de la «autodeterminación de los pueblos» lo que habría supuesto un golpe contra el imperialismo, una desestabilización de los bloques imperialistas.

Ya hemos argumentado y ampliamente demostrando la falacia de la consigna «autodeterminación de los pueblos» incluso en el periodo ascendente del capitalismo[4]. Aquí queremos demostrar que tal explosión nacionalista si bien es una consecuencia de la hecatombe del bloque imperialista ruso y se inscribe en un proceso de desestabilización de las constelaciones imperialistas que han dominado el mundo los últimos 40 años (el «orden» de Yalta), no supone ninguna puesta en cuestión del imperialismo y, desde luego, lo que es más importante, semejante proceso de descomposición no aporta nada favorable al proletariado.

Toda mistificación se apoya, para engañar con eficacia, en falsas verdades o en apariencias de verdad. Así, es obvio que el bloque imperialista occidental ve con embarazo y preocupación el actual proceso de estallido en mil pedazos de la URSS. Su actitud ante la independencia de Lituania ha sido, aparte de las bravatas propagandísticas de «no me toquen a Lituania» y las palmaditas al hombro a Landsbergis y su panda, la de un apoyo muy poco disimulado a Gorbachov.

Estados Unidos y sus aliados de Occidente, no tienen, por el momento, ningún interés en que la URSS reviente. Saben que tal estallido daría lugar a una enorme desestabilización, con salvajes guerras civiles y nacionalistas, donde podrían ponerse en juego los arsenales nucleares acumulados por Rusia. Por otro lado, una desestabilización de las actuales fronteras en la URSS repercutiría inevitablemente sobre Oriente Medio y Asia, destapando las igualmente enormes tensiones nacionalistas, religiosas, étnicas, etc., allí acumuladas y a duras penas contenidas.

No obstante, esta actitud por el momento unánime de las grandes potencias imperialistas de Occidente es circunstancial. Inevitablemente, a medida que se agudice el proceso, ya en curso, de dislocación del bloque occidental -cuyo principal factor de cohesión, la unidad contra el peligro del Oso Ruso, ha desaparecido- cada potencia empezará a jugar sus propias cartas imperialistas, soplando el fuego de tal o cual bando nacionalista, apoyando a tal o cual nación contra otra, sosteniendo tal o cual independencia nacional, etc.

De esta forma, esa burda especulación sobre la desestabilización del imperialismo, queda claramente desmentida, poniéndose en evidencia lo que los revolucionarios hemos defendido desde la I Guerra mundial: «Las "luchas de liberación nacional" son momentos de la lucha a muerte entre las potencias imperialistas, grandes o pequeñas, para controlar más y mejor el mercado mundial. La consigna de "apoyo a los pueblos en lucha" no es, de hecho, sino un llamamiento para la defensa de una potencia imperialista contra otra con palabrería nacionalista o "socialista"» (Prin­cipios Básicos de la CCI).

Sin embargo, aún admitiendo que la actual fase de descomposición del capitalismo acentúa la expresión anárquica y caótica de los apetitos imperialistas de cada nación, por pequeña que sea, y que tal «libre expresión» tiende a escapar cada vez más del control de las grandes potencias, semejante realidad no elimina el imperialismo, ni las guerras imperialistas localizadas, ni las hace menos mortíferas; todo lo contrario, aviva las tensiones imperialistas y radicaliza y agrava sus capacidades de destrucción.

Lo que todo esto demuestra es otra posición de clase de los revolucionarios: todo capital nacional, por pequeño que sea, es imperialista, y no puede sobrevivir sin recurrir a una política imperialista. Esta posición la defendimos con la máxima firmeza frente a las especulaciones en el medio revolucionario, expresadas particularmente por la CWO, de que no todos los capitales nacionales eran imperialistas, lo que daba pie a todo género de peligrosas ambigüedades, entre otras la reducción del imperialismo, en última instancia, a una «superestructura» localizada en un reducido grupo de superpotencias, lo que, se quiera o no, hace de la «independencia nacional» del resto de naciones algo que tendría algo de «positivo»[5].

Lo que la época actual de descomposición del capitalismo pone de manifiesto es que toda nación o pequeña nacionalidad, todo grupo de gángsters capitalistas, ya tenga por finca privada el territorio gigantesco de los USA, ya un minúsculo barrio de Beyruth, es necesariamente imperialista, su objetivo, su medio de vida, es la rapiña y la destrucción.

Si la descomposición del capitalismo y, por tanto, la expresión caótica y descontrolada, de la barbarie imperialista, es resultado de la dificultad del proletariado para llevar su lucha hasta lo que reclama su propio ser, o sea, el de una clase internacional y por consiguiente revolucionaria; entonces, lógicamente, todo apoyo al nacionalismo, incluso disfrazado de «táctica marxista» -el llamado de los trotskistas «apoyemos a las pequeñas naciones que desestabilizan al imperialismo»- aleja al proletariado de su vía revolucionaria y alimenta el pudrimiento del capitalismo, su descomposición hasta la destrucción de la humanidad.

El único golpe real, en la raíz, al imperialismo, es la lucha revolucionaria internacional del proletariado, su lucha autónoma como clase, desligada y claramente opuesta a todo terreno nacionalista, interclasista.

La falsa comunidad nacional

La actual «primavera de los pueblos» es vista por los anarquistas como una «confirmación» de sus posturas. Expresarían su idea de la «federación» de los pueblos agrupados libremente en pequeñas comunidades según afinidades de lengua, territorio etc. y su otra idea, la «autogestión» es decir la descomposición del aparato económico en pequeñas unidades supuestamente así más accesibles al pueblo.

Lo que confirma la barbarie anárquica y caótica de la explosión nacionalista en el Este es el carácter radicalmente reaccionario de las posturas anarquistas.

La descomposición en curso de amplios territorios del mundo, hundidos en un caos tremendo, confirma que la «autogestión» es una forma radicaloide, «asamblearia», de adaptarse y, consecuentemente espolear, tal descomposición.

Si algo aportó el capitalismo a la humanidad fue la tendencia a la centralización de las fuerzas productivas a escala del planeta, con la formación de un mercado mundial. Lo que revela la decadencia del capitalismo es su incapacidad para ir más allá en tal proceso de centralización y su tendencia inevitable a la destrucción, a la dislocación. «La realidad del capitalismo decadente, a pesar de los antagonismos imperialistas que lo hacen aparecer momentáneamente como dos unidades monolíticas enfrentadas, es la tendencia a la dislocación y desintegración de sus componentes. La tendencia del capitalis­mo decadente es el cisma, el caos, de ahí la necesidad esencial del socialismo que quiere realizar el mundo como una unidad» (Internationalisme, «Informe sobre la situación internacional», 1945).

Lo que pone en evidencia con toda su agudeza la descomposición del capitalismo es el desarrollo de tendencias crecientes a una dislocación, a un caos, a una anarquía cada vez menos controlable en segmentos enteros del mercado mundial.

Si las grandes naciones, que en el siglo pasado constituyeron unidades económicas coherentes, son hoy un marco demasiado estrecho, un obstáculo reaccionario, contra todo desarrollo real de las fuerzas productivas, una fuente de concurrencia destructiva y de guerras; la dislocación en pequeñas naciones agudiza aún más fuertemente esas tendencias hacia la distorsión y el caos de la economía mundial.

Por otra parte, en esta época de descomposición del capitalismo, la falta de perspectivas de la sociedad, la evidencia manifiesta del carácter destructivo y reaccionario del orden social, genera un formidable vacío de valores, de guías a las que atenerse, de creencias a las que agarrarse para sostener la vida de los individuos.

Ello hace crecer las tendencias, que el anarquismo estimula con su consigna de las «pequeñas comunas federadas», a agarrarse como clavo ardiendo a todo tipo de falsas comunidades como la nacional, que proporcionen una sensación ilusoria de seguridad, de «respaldo colectivo».

Es evidente que la clientela privilegiada de tales manipulaciones suelen ser las clases medias, pequeño burguesas, marginadas, que por su falta de perspectiva y de cohesión como clase, necesitan el falso agarradero de la «comunidad nacional».

«Aplastadas materialmente, sin porvenir alguno ante sí, vegetando en un presente con los horizontes completamente cerrados y en una mediocridad cotidiana sin límites, esas clases son, por su falta de esperanzas, presa fácil para toda clase de mistificaciones, desde las más pacíficas hasta las más sangrientas (grupos patrioteros, pogromistas, racistas, Ku-Klux-Klan, bandas fascistas, gangsters y mercenarios de toda ralea). Es sobre todo en estas últimas, las más sangrientas, donde encuentran la compensación de una dignidad ilusoria a su decadencia real que el desarrollo del capitalismo aumenta día a día. Es ése el heroísmo de la cobardía, la valentía del pusilánime, la gloria de la mediocridad sórdida» (Revista Internacional nº 14, «Terror, terrorismo y violencia de clase» p. 9).

En las matanzas nacionalistas, en los enfrentamientos interétnicos que sacuden el Este, vemos el sello de estas masas pequeño burguesas, desesperadas por una situación que no pueden mejorar, envilecidas por la barbarie del antiguo régimen al que a menudo han servido desempeñando las más bajas tareas, soliviantadas por fuerzas políticas burguesas abiertamente reaccionarias.

Pero ese peso de la «comunidad nacional» como falsa comunidad, como raíces ilusorias, actúa también sobre el proletariado. En el Este, su debilidad, su terrible atraso político como fruto de la barbarie estalinista, han determinado su ausencia como clase autónoma en los acontecimientos que han sellado la caída de los regímenes del «socialismo real» y tal ausencia ha alimentado con mayor fuerza la acción irracional y reaccionaria de esas capas, a la vez que, consecuentemente, incrementaba la vulnerabilidad del proletariado.

Lo que la clase obrera debe afirmar contra las ilusiones reaccionarias del nacionalismo, propagadas por la pequeña burguesía, es que la «comunidad nacional» es el disfraz que toma la dominación de cada Estado capitalista.

La nación no es el dominio soberano de todos los «nacidos en la misma tierra» sino la finca privada del conjunto de los capitalistas que organizan desde ella, a través del Estado Nacional, la explotación de los trabajadores y la defensa de sus intereses frente a la concurrencia despiadada de los demás Estados Capitalistas.

«Estado Capitalista y Nación son dos conceptos indisolubles subordinados uno al otro. La nación sin Estado es tan imposible como el Estado sin la nación. En efecto, esta última es el medio social necesario para movilizara todas las clases en torno a los intereses de una burguesía que lucha por la conquista del mundo, pero como expresión de las posiciones de la clase dominante, la nación no puede tener otro eje que el aparato de opresión de aquella: el Estado» (Bilan nº 14, «El problema de las minorías nacionales» p. 474).

La cultura, la lengua, la historia, el territorio comunes, que intelectuales y plumíferos a sueldo del Estado nacional presentan como «fundamento» de la «comunidad nacional», son el producto de siglos de explotación, son el sello marcado a sangre y fuego con el que la burguesía ha acabado creándose un coto privado en el mercado mundial. «Para los marxistas no existe verdaderamente ningún criterio suficiente para indicar dónde comienza y dónde termina una "nación", un "pueblo" y el "derecho" de minorías nacionales a erigirse en naciones... Ni desde el punto de vista de la raza, ni del de la historia, el conglomerado que representan los Estados burgueses nacionales o los grupos nacionales, se justifican. Dos hechos solamente animan la charlatanería académica sobre el nacionalismo: la lengua y el territorio comunes y estos dos elementos han variado continuamente a través de guerras y de conquistas» (Bilan, ídem. p. 473).

La falsa comunidad nacional es la máscara de la explotación capitalista, la coartada de todo Capital Nacional para embarcar a sus «ciudadanos» en el crimen que son las guerras imperialistas, la justificación para pedir a los obreros aceptar despidos, hachazos al salario etc. -pues la «economía nacional no puede»-, el reclamo para embarcarlos en la batalla de la «competitividad» con los demás capitalismos nacionales; lo que con la misma fuerza que los separa y enfrenta respecto a sus hermanos de clase de los demás países, los encadena a nuevos y peores sacrificios, a la miseria y el paro.

La única comunidad hoy progresista es la unificación autónoma de toda la clase obrera. «Para que los pueblos puedan unificarse realmente sus intereses deben ser comunes. Para que sus intereses sean realmente comunes es menester abolir las actuales relaciones de propiedad, pues éstas condicionan la explotación de los pueblos entre sí; la abolición de las actuales relaciones de propiedad es interés exclusivo de la clase obrera. También es la única que posee los medios para ello. La victoria del proletariado sobre la burguesía es, al mismo tiempo, la victoria sobre los conflictos nacionales e industriales que enfrentan hostilmente entre sí, hoy en día, a los diversos pueblos» (Karl Marx, «Discurso sobre Polonia», 1847).

La lucha del proletariado lleva en germen la superación de las divisiones de tipo nacional, étnico, religioso, lingüístico, con el que el capitalismo -continuando la obra opresora de anteriores modos de producción- ha atormentado a la humanidad. En el cuerpo común de la lucha unida por los intereses de clase desaparecen de manera natural y lógica semejantes divisiones. La base común son unas condiciones de explotación que en todas partes tienden a empeorarse con la crisis mundial, el interés común es la afirmación de sus necesidades como seres humanos contra las necesidades inhumanas, cada vez más despóticas, de la mercancía y el interés nacional.

La meta del proletariado, el comunismo, es decir la comunidad humana mundial, representa una nueva centralización, una nueva unidad de la humanidad, a la altura del nivel alcanzado por las fuerzas productivas, capaz de darles el marco que permita su desarrollo y plena expansión. Es la unidad de la centralización consciente basada en intereses comunes producto de la abolición de las clases, de la destrucción de la explotación asalariada y de las fronteras nacionales.

«La aparente comunidad en que se han asociado hasta ahora los individuos ha cobrado siempre una existencia propia e independiente contra ellos y, por tratarse de la asociación de una clase en contra de otra, no sólo era, al mismo tiempo, una comunidad puramente ilusoria para la clase dominada sino también una nueva traba Dentro de la comunidad real y verdadera, los individuos adquieren, al mismo tiempo su libertad al asociarse y por medio de la asociación». (Marx, Engels, La ideología alemana, cap. I: «Feuerbach: contraposición entre la concepción materialista y la idealista»).

Adalen 16/05/1990



[1] Véase en la Revista Internacional nº 60, «Tesis sobre la crisis económica y política en los países del Este».

[2] Véase «La descomposición, fase última de la decadencia capitalista» en este mismo número.

[3] Alemán o alemana.

[4] Véase «Los revolucionarios ante la cuestión nacional », en la Revista Internacional nº 34 y 42.

[5] Véase «Acerca del Imperialismo», Revista Internacional nº 19.

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