En el último artículo de esta serie ([1]) examinamos con detalle el programa de 1919 del Partido comunista de Rusia, considerándolo como un importante indicador de los niveles más altos de comprensión a los que habían llegado los revolucionarios de aquellos días sobre las formas, los métodos y los fines de la transformación comunista de la sociedad.
Pero el examen quedaría incompleto si ignorásemos el esfuerzo más serio de ese período para elaborar, junto a las medidas prácticas señaladas en el programa del PCR, un cuadro más general y teórico para analizar los problemas del periodo de transición. Este trabajo, igual que el propio Programa, fue obra de Nicolás Bujarin, a quien Lenin consideraba «el teórico más valioso del partido»; el texto en cuestión es Teoría económica del periodo de transición (en adelante: Teoría económica…), escrito en 1920.
Según el editor de la edición inglesa de 1971 de este libro, «Hasta la introducción del plan quinquenal en 1928, que coincidió con la caída de Bujarin como líder del Comintern, la Teoría económica del periodo de transición fue considerada como una de las adquisiciones de la teoría bolchevique cercana en importancia a la de El Estado y la revolución de Lenin» ([2]).
Como pondremos de manifiesto, el libro de Bujarin contiene algunas debilidades fundamentales que no le han permitido pasar el examen del tiempo, contrariamente a El Estado y la Revolución. Sigue siendo, sin embargo, una contribución muy importante a la teoría marxista.
Bujarin había empezado a destacar durante la gran guerra imperialista, cuando, junto con Piatakov y otros, militaba en un grupo de bolcheviques exiliados en Suiza (el llamado «grupo Baugy»), que se situaba en la extrema izquierda del partido. En 1915 publicó La Economía mundial y el Imperialismo donde mostraba que el capitalismo, precisamente al convertirse en un sistema global, en una economía mundial, había creado las condiciones para su propia suplantación; pero que, lejos de evolucionar pacíficamente hacia un orden mundial armonioso, esta «globalización» había arrojado el sistema a las fauces de un colapso violento. Esta línea de pensamiento era paralela a la del trabajo de Rosa Luxemburg. En su libro La acumulación del Capital (1913), Luxemburg, con una referencia más profunda a las contradicciones fundamentales del capitalismo, había demostrado por qué el periodo de expansión del capitalismo había llegado ahora a su fin. Como Luxemburg, Bujarin mostró que la forma concreta del declive capitalista era la exacerbación de la competencia interimperialista que culminaba en la guerra mundial. La Economía mundial y el Imperialismo fue también una referencia en el análisis marxista del capitalismo de Estado, el régimen totalitario político y económico que requiere la agudización de los antagonismos imperialistas «externamente» y de los antagonismos sociales «internamente». La subordinación relativa de la competencia en el interior de cada país capitalista, sólo había sido el corolario (enfatizaba Bujarin) de la acentuación de los conflictos entre «trusts capitalistas de Estado» por el dominio del mercado mundial.
En su artículo «Hacia una teoría del Estado imperialista» (1916) Bujarin fue más lejos en las implicaciones de estas premisas. La aparición de ese monstruo-Estado nacional capitalista, que extendía sus tentáculos a todos los aspectos de la vida social y económica, llevó a Bujarin (igual que Pannekoek había hecho unos pocos años antes) a releer los clásicos del marxismo y a volver a defender la opinión de que la revolución proletaria no podía conquistar ese Estado, sino que tendría que luchar por su «destrucción revolucionaria» y la creación de nuevos órganos de poder político. Otra conclusión igualmente radical de su análisis sobre la nueva etapa del capitalismo se resumía en las tesis que el grupo Baugy presentó a la conferencia bolchevique de Berna en 1915. Aquí, Bujarin y Piatakov, en línea con los argumentos que esgrimía Rosa Luxemburg al mismo tiempo, llamaron a que el partido rechazara las consignas de «autodeterminación nacional» y «liberación nacional»: «La época imperialista es una época de absorción de pequeños Estados por grandes unidades estatales... Es imposible por tanto luchar contra la esclavitud de las naciones de otra forma que luchando contra el imperialismo, sea luchando contra el capital financiero, o contra el capitalismo en general. Cualquier desviación de esa ruta, cualquier avance de tareas “parciales” de “liberación de naciones” en la esfera de la civilización capitalista, significa una diversión de las fuerzas del proletariado de la solución del problema» ([3]).
Inicialmente Lenin se puso furioso contra Bujarin por sus dos previsiones. Pero mientras que nunca cambió de opinión sobre la cuestión nacional, se fue convirtiendo paso a paso a lo que él inicialmente había llamado posición «semianarquista» de Bujarin sobre el Estado – y por su puesto fue a su vez acusado de «semianarquismo» cuando expuso su nueva visión en El Estado y la revolución en 1917.
Está claro pues que en esa etapa de germinación y florecimiento de la revolución proletaria provocada por la guerra mundial, Bujarin estaba en la misma punta de lanza del esfuerzo marxista por comprender las nuevas condiciones que planteaba la decadencia del capitalismo; y muchas de sus más importantes contribuciones teóricas, no sólo se enunciaban en Teoría económica del periodo de transición, sino se desarrollaban en dicho libro.
En primer lugar, el libro de Bujarin ha de verse junto a otras obras fecundas como La Revolución proletaria y el renegado Kautsky de Lenin y Terrorismo y comunismo, de Trotski, que fueron la respuesta bolchevique al marxismo «adulterado» de Karl Kautsky, el cual había pasado de una posición centrista a una defensa cada vez más descarada del orden burgués contra la amenaza de la revolución, pero considerándose al mismo tiempo guardián de la ortodoxia marxista. Lenin había respondido principalmente a la defensa que hacía Kautski de la democracia burguesa contra la democracia proletaria de los soviets, mientras que el libro de Trotski se focalizaba en el problema de la violencia revolucionaria. Por su parte Bujarin ya había escrito La economía mundial y el imperialismo y otras obras similares, como una polémica contra la teoría del «superimperialismo» de Kautsky, que pretendía que el capitalismo avanzaba hacia un orden mundial unificado en el que la guerra sólo podía ser una aberración. En Teoría económica del periodo de transición, Bujarin emprendía la tarea de restablecer la concepción marxista de la transformación revolucionaria de la sociedad en oposición a la visión idílica de Kautsky de una transición pacífica y ordenada al socialismo. Haciéndose eco de Marx, Bujarin insiste en que, para que emerja un nuevo orden social, el viejo orden tiene que atravesar una fase de profunda crisis y de colapso – y en que esto es aún más cierto respecto al paso del capitalismo al comunismo: «... la experiencia de todas las revoluciones, que desde el punto de vista del desarrollo de las fuerzas productivas tuvieron una poderosa influencia positiva, muestra que ese desarrollo se hizo al precio de una enorme depredación y destrucción de esas fuerzas... Si esto es así... entonces a priori ha de ser evidente que la revolución proletaria se acompaña inevitablemente de un fuerte declive de las fuerzas productivas, puesto que ninguna otra revolución ha experimentado una ruptura tan amplia y profunda de las viejas relaciones sociales y su reconstrucción de una nueva forma» ([4]). Teoría económica… es en gran parte una defensa de la Revolución rusa, a pesar de los considerables «costes» que supuso, y contra todos aquellos que se aprovechaban de esos «costes» para aconsejar a los obreros a que fueran buenos ciudadanos, respetuosos de las leyes burguesas, cuya única esperanza de cambio social serían las urnas.
En segundo lugar, Teoría económica… reitera el argumento de que el capitalismo, aunque sea efectivamente una economía mundial, es incapaz de organizar las fuerzas productivas de la humanidad como sujeto consciente unificado, puesto que precisamente al alcanzar este desarrollo es cuando la competencia capitalista se ve empujada a sus extremos más catastróficos. Pero aquí Bujarin va más lejos y llega a una serie de anticipaciones brillantes sobre el modo de funcionamiento del capitalismo en su época decadente, por ejemplo la obligación de sobrevivir a costa de la esterilización y la destrucción completa de las fuerzas productivas, sobre todo a través de la economía de guerra y de la propia guerra. Aquí es donde Bujarin introduce su concepto de «reproducción ampliada negativa», expresión que puede cuestionarse, pero que sin duda explica una realidad fundamental. También cuando Bujarin muestra que la producción de guerra, a pesar del aparente crecimiento que comporta, no significa una expansión, sino una destrucción de capital: «La producción de guerra tiene un significado completamente diferente: un cañón no se transforma en un elemento del nuevo ciclo de producción; la pólvora estalla en el aire y de ningún modo aparece en un nuevo proyectil en el siguiente ciclo. Al contrario. El efecto económico de esos elementos es, de hecho, puramente negativo... Observemos los medios de consumo con los que se abastece el ejército. Aquí percibimos lo mismo. Los medios de consumo no producen fuerza de trabajo, puesto que los soldados no figuran en el proceso de producción; están fuera del proceso de producción, el proceso de reproducción asume con la guerra un carácter “deformado”, regresivo, negativo, literalmente: con cada ciclo sucesivo de producción, la base real de la producción se estrecha cada vez más, el “desarrollo” no va hacia una ampliación, sino hacia una espiral continua de reducción». En el capitalismo decadente, esta espiral que se estrecha cada vez más es la realidad esencial de la actividad económica, incluso fuera de los periodos de guerra global abierta, tanto por la tendencia a una economía de guerra permanente, como porque el capitalismo financia su «crecimiento» cada vez más por medio del estímulo totalmente artificial de la deuda. Las clarificaciones de Bujarin proporcionan una excelente refutación de todos esos adoradores del crecimiento económico, que se burlan de la noción de decadencia del capitalismo porque no pueden ver lo ficticio y decadente de ese crecimiento.
Sobre la cuestión del capitalismo de Estado, Teoría económica… repite las fórmulas anteriores sobre el capitalismo de Estado, mostrando que se trata de la forma característica de la organización política en la época de la decadencia. Bujarin recuerda su doble función: limitar la competencia económica dentro de cada capital nacional para así asumir lo mejor posible la competencia económica y sobre todo militar en el ruedo mundial; y preservar la paz social en una situación en que las miserias provocadas por la crisis económica y la guerra tienden a empujar al proletariado al enfrentamiento con el régimen burgués. Tiene un interés particular el reconocimiento de Bujarin de que la forma más importante en que el Estado guarda el orden existente es a través de la anexión de las viejas organizaciones obreras, de su incorporación al Leviatán estatal: «El método de transformación fue el de subordinarse al Estado burgués que todo lo abarca. La traición de los partidos socialistas y los sindicatos se expresa en el hecho mismo de que entren al servicio del Estado burgués, de que sean nacionalizados por ese Estado imperialista, que se transformen en “la sección obrera” de la máquina militar».
Esta lucidez sobre las formas y las características del capitalismo en la decadencia, se completaba con una perfecta comprensión de los métodos y los fines de la revolución proletaria. Teoría económica… muestra que una revolución que pretende sustituir las leyes ciegas mercantiles por la regulación consciente de la vida social por la humanidad liberada, tiene que ser una revolución consciente, fundada en la autoactividad y autoorganización del proletariado en sus nuevos órganos de poder político: los soviets y los comités de fábrica. Al mismo tiempo, la revolución engendrada por el colapso de la economía capitalista mundial, sólo puede ser una revolución mundial, y sólo puede llegar a sus objetivos finales a escala planetaria. Los párrafos de conclusión de Bujarin resumen las auténticas esperanzas internacionalistas del momento, anticipando un futuro en que «por primera vez desde que existe la humanidad, surge un sistema que se construye armoniosamente en todas sus partes; que no conoce jerarquías sociales ni de la producción. Aniquila de una vez por todas la lucha de los pueblos contra los pueblos, y unifica la raza humana en una comunidad que rápidamente se incauta los innumerables bienes de la naturaleza».
El reconocimiento de los auténticos fines y medios de la revolución no puede sin embargo quedar a nivel de generalidades; tiene que aplicarse y concretarse en el propio proceso revolucionario – una tarea muy difícil que, en el caso de la revolución rusa, requirió muchas experiencias dolorosas y muchos años de reflexión. Globalmente, este trabajo de sacar y profundizar las lecciones de la revolución rusa lo llevó a cabo la Izquierda comunista tras la derrota de la revolución. Pero incluso al calor de la revolución y dentro del propio partido bolchevique, surgieron voces críticas que ya estaban poniendo las bases para la reflexión futura. Sin embargo, aunque el nombre de Bujarin se relaciona con la oposición de Izquierda comunista en el partido en 1918, el Bujarin de Teoría económica…, por el año 1920 se había embarcado en una trayectoria que iba a alejarlo de la Izquierda comunista; y el libro refleja esto porque, junto a sus significativas contribuciones a la teoría marxista, tiene un cariz profundamente «conservador» en el que el autor se aleja de la crítica radical del statu quo – incluso del statu quo «revolucionario»- tendiendo a la apología de las cosas tal como eran. Para ser más exacto, Bujarin, y en esto no era el único, ni mucho menos, pero sí era quien proporcionaba el apuntalamiento teórico de una ilusión ampliamente difundida, tiende a confundir los métodos y exigencias del «comunismo de guerra», con la emergencia del comunismo propiamente dicho; observa una situación contingente – y muy difícil – para la revolución, y de ella deduce ciertas «leyes» o normas que serían universalmente aplicables a todo el periodo de transición. Antes de ir más lejos con esta línea argumental, es preciso señalar que Bujarin se defendió rápidamente contra eso. En diciembre de 1921 escribió un «epílogo» a la edición alemana, que empieza: «Desde que se escribió este libro ha transcurrido algún tiempo. Desde entonces en Rusia se ha introducido la llamada “nueva dirección en política económica” (NEP) : por primera vez, industrias socializadas, economía pequeño burguesa, negocios capitalistas privados, y empresas «mixtas», conviven en una relación económica correcta. Este cambio específicamente ruso, cuya premisa más profunda es el carácter agrario-campesino del país, provocó que algunos de mis ingeniosos críticos señalaran que debía volver a escribir mi trabajo desde el principio. Esta visión es achacable a la ignorancia total de esos listillos, quienes, en su sagrada simpleza, no captan la diferencia entre un examen abstracto, que se representa las cosas y los procesos en sus “relaciones transversales ideales” –según la expresión usada por Marx– y la realidad empírica, que es siempre y en toda circunstancia, infinitamente más complicada que su representación abstracta. Yo no he escrito una historia económica de la Rusia soviética, sino una teoría general del periodo de transición, para la cual no están preparadas las entendederas de los periodistas “par excellence” ni de los limitados “hombres prácticos”, que son incapaces de comprender los problemas generales» ([5]).
Sin duda las recriminaciones de Bujarin a sus críticos burgueses son válidas. Pero lo cierto es que el propio Bujarin, en Teoría económica..., también fracasa al intentar captar la diferencia entre la teoría general y la realidad empírica. Se pueden poner muchos ejemplos que ilustran lo que decimos, pero nos ceñiremos sólo a los más significativos.
Una de las grandes ilusiones del periodo del comunismo de guerra fue precisamente que se trataría realmente de comunismo, y una de las principales fuentes de esa ilusión fue la desaparición aparente de características de capitalismo como el dinero y los salarios. Fue esta misma ilusión – junto con la estatización de amplias ramas de la economía – lo que más tarde suscitó la idea de que la NEP de 1921 representaba un paso atrás hacia el capitalismo porque restauraba una considerable cantidad de propiedad privada formal y volvía a restablecer la economía mercantil abiertamente. De hecho, la desaparición del dinero y los salarios en el periodo 1918-20 no era para nada resultado de una política deliberada, planificada por el poder soviético, sino que más bien expresaba el colapso catastrófico de la economía frente al bloqueo económico, la invasión imperialista y la guerra civil interna. Fue mano a mano con la extensión del hambre y las enfermedades, la disminución de la población en las ciudades y la extenuación física y social de la clase obrera. Por supuesto este pesado «coste» de la revolución fue impuesto por el odio de toda la burguesía mundial; y el proletariado ruso lo aceptó de buen grado, haciendo los mayores sacrificios para asegurar el aplastamiento militar de las fuerzas de la contrarrevolución. Pero como veremos más tarde, el mayor «coste» de esta lucha fue el debilitamiento político muy rápido de la clase obrera y de su dictadura sobre la sociedad. Confundir esta terrible situación con la construcción consciente de la sociedad comunista es un error muy serio, y como muestra el siguiente pasaje, Bujarin cometió este error:
«Este fenómeno (la tendencia hacia la desaparición del valor) también está ligado por su parte al hundimiento del sistema monetario. El dinero representa el verdadero vínculo social, ese lazo con el que se anuda todo el sistema mercantil. Es concebible que en el periodo de transición, en el proceso de aniquilación del sistema mercantil como tal, ocurra un proceso de “autonegación” del dinero. Esto se expresa en primer lugar en la llamada «devaluación monetaria»; en segundo lugar en el hecho de que la distribución de símbolos monetarios se hace dependiente de la distribución de productos y viceversa. El dinero deja de ser un equivalente universal y se convierte en un símbolo convencional – y por tanto altamente imperfecto – de la circulación de productos.
Los salarios se convierten en una cantidad ilusoria sin contenido. Como la clase obrera es la clase dirigente, el trabajo asalariado desaparece. En la producción socializada no hay trabajo asalariado, y en la medida en que no hay trabajo asalariado, tampoco hay salarios como pago del precio de la fuerza de trabajo vendida a los capitalistas. Solo subsiste la forma externa de los salarios – la forma dinero, que junto con el sistema monetario se acerca a su autoaniquilación. En el sistema de la dictadura del proletariado, el “obrero” recibe un dividendo social (en ruso, “payok”), pero no salarios».
Es evidente que Bujarin confunde aquí muchas cosas. Primero, confunde el periodo de la guerra civil – el periodo de la lucha a vida o muerte entre el proletariado y la burguesía – con el verdadero periodo de transición, que sólo puede empezar su andadura propia y constructiva cuando se ha ganado la guerra civil a escala mundial. En segundo lugar, y consecuentemente, confunde el hundimiento del sistema monetario resultado del hundimiento económico – devaluación, pobreza – con la superación real de la economía mercantil, que solo puede completarse por la unificación comunista de la sociedad global y la emergencia de una sociedad de abundancia. De otro modo, la «abolición» del dinero o los salarios en una región determinada, queda bajo la dominación global de la ley del valor, y no garantiza en absoluto ninguna marcha hacia el comunismo. Y aún más, Bujarin da claramente a entender que en Rusia se habría alcanzado ese deseable estado de cosas (usa incluso una palabra rusa específica para ello, «payok», y escribe «obrero» entre comillas, como dando a entender que ya no pertenecería a los explotados). Y este es el error más peligroso de este pasaje: la idea de que en cuanto el proletariado ha ganado el poder político, ha establecido su dictadura política, y se ha desembarazado de la propiedad privada de los medios de producción, ya no habría trabajo asalariado, ni explotación. Bujarin lo afirma más explícitamente incluso en otra parte, cuando dice que «las relaciones capitalistas de producción son absolutamente inconcebibles bajo el gobierno político de la clase obrera». Por muy radicales que aparenten ser esas afirmaciones, para lo que de hecho servían era para justificar la creciente explotación de la clase obrera.
Antes de continuar con ese punto, sería instructivo dar otro ejemplo del error metodológico de Bujarin. El comunismo de guerra también se caracterizó por la aplicación de soluciones militares a áreas cada vez más amplias de la vida de la revolución, y, más insidiosamente, a áreas en las que es vital que los aspectos políticos se antepongan a los militares. Y una de estas áreas, de las más importantes, fue la extensión internacional de la revolución. Un bastión proletario que se ha establecido en una región, no puede extender la revolución imponiéndola militarmente a otros sectores de la clase obrera mundial; la revolución se extiende sobre todo por medios políticos, por la propaganda, por el ejemplo, llamando a los obreros del mundo a alzarse contra su propia burguesía. Y así fue como se extendió realmente la revolución en el momento culminante de la oleada revolucionaria que comenzó en 1917. En 1920 sin embargo, la revolución rusa ya estaba experimentando las consecuencias mortales del aislamiento, de la derrota de los asaltos revolucionarios en otros países. En esta situación – que iba pareja con un creciente éxito militar en la guerra civil interna – muchos bolcheviques empezaron a poner sus esperanzas en la extensión de la revolución a otros países a punta de bayoneta. El avance del Ejército rojo hacia Varsovia se alimentaba de esas esperanzas – y el fracaso de este «experimento» que sólo empujó a los obreros polacos a un frente común con su propia burguesía, iba a confirmar cuán infundadas habían sido esas esperanzas. Por otra parte Bujarin había sido un ferviente abogado de la «guerra revolucionaria» durante los debates de 1918 sobre el tratado de Brest-Litovsk; y su trabajo de 1920 contiene fuertes ecos de esta posición. Una vez más, toma una realidad contingente de la situación rusa – la necesidad de una guerra de frentes en el enorme territorio de Rusia y la inevitable formación de un ejército regular – y la convierte en una «norma» para todo el periodo de guerra civil: «A medida que el proceso revolucionario se convierte en un proceso revolucionario mundial, la guerra civil se transforma en una guerra de clases, que por parte del proletariado, es conducida por un ejército regular: el “ejército rojo”». De hecho es más probable que la verdad sea lo contrario. Cuanto más se extienda la revolución a escala mundial, más será dirigida directamente por los consejos obreros y sus milicias, más predominarán los aspectos políticos sobre los militares, y menos necesitará un «ejército rojo» que dirija la lucha. Una guerra de frentes no es en absoluto un punto fuerte para el proletariado. En términos estrictamente militares, la burguesía siempre dispondrá de mejor armamento. La fuerza del proletariado reside, en cambio, en su capacidad para organizarse, para extender sus luchas, en ir ganando a más y más sectores de la clase, en minar al ejército del enemigo mediante la fraternización y el desarrollo de su conciencia de clase. En otro pasaje se ve, más claramente aún, cómo esa identificación entre guerra de clases y conflictos militares entre Estados burgueses, llevó a Bujarin a una severa confusión:
«La guerra socialista es una guerra de clases que debe ser diferenciada de la simple guerra civil. Mientras ésta no es una guerra, en el verdadero sentido de la palabra, ya que no se trata de una guerra entre dos organizaciones estatales; en la guerra de clases, en cambio, ambos poderes se encuentran organizados como poderes estatales: por una lado el Estado del capital financiero, por otro el Estado del proletariado». Esta idea resulta aún más peligrosa que la posición (una guerra defensiva de resistencia mediante unidades de tipo guerrilla) defendida por Bujarin en 1919, pues es ahora la propia revolución mundial la que se transforma en una batalla apocalíptica entre dos tipos de poder estatal. Resulta muy significativo que Lenin, totalmente opuesto a Bujarin en los debates sobre Brest-Litovsk pero que apenas criticó Teoría económica..., perdiera la paciencia ante esta argumentación, y la calificara de «confusión total».
Una de las ironías de Teoría económica... es que Bujarin, que demostró comprender muy bien qué era el capitalismo de Estado, se mostrara, en cambio, incapaz de entender el peligro del capitalismo de Estado resultante de la degeneración de la revolución. Ya hemos visto antes cómo Bujarin negaba tozudamente que pudieran existir relaciones capitalistas bajo la dictadura política del proletariado. Más adelante Bujarin señala, explícitamente, que «puesto que el capitalismo de Estado es fruto del desarrollo combinado del Estado burgués y los trusts capitalistas, es evidente que no puede hablarse de ninguna clase de capitalismo de Estado en la dictadura del proletariado, que excluye por principio esa posibilidad». Y abunda aún más en ello con el siguiente argumento: «En el sistema del capitalismo de Estado, el sujeto económicamente activo es el Estado capitalista, el capitalista colectivo total. En la dictadura del proletariado el sujeto económicamente activo es el Estado proletario, la clase obrera colectivamente organizada, “el proletariado organizado como poder estatal”. En el capitalismo de Estado, el proceso de producción es un proceso de producción de un valor excedente, que va a parar a las manos de la clase capitalista, que tiende a transformar este valor en un producto excedente. En la dictadura del proletariado, el proceso de producción sirve como medio a la satisfacción sistemática de las necesidades sociales. El sistema del capitalismo de Estado es la forma más perfecta de explotación de las masas por un puñado de oligarcas. El sistema de la dictadura del proletariado hace impensable cualquier tipo de explotación ya que transforma la propiedad capitalista colectiva, y su forma capitalista privada, en ‘propiedad’ colectiva del proletariado. Así pues, en razón de su esencia, y a pesar de sus similitudes formales, son diametralmente opuestos». Y, por último: «si partimos de que – al contrario de lo que dicen los científicos burgueses – el aparato estatal no es una organización de naturaleza neutralmente mística, podremos entonces comprender que todas las funciones del Estado, también están sujetas a un carácter de clase. Por ello pueden diferenciarse perfectamente la nacionalización burguesa de la nacionalización proletaria. La nacionalización burguesa lleva al capitalismo de Estado. La nacionalización proletaria conduce a una forma estatal del socialismo. Del mismo modo que la dictadura del proletariado constituye la negación, la antítesis de la dictadura burguesa, podemos igualmente decir que la nacionalización proletaria es la negación, todo lo contrario de la nacionalización burguesa».
De los muchos errores que aparecen en esta argumentación hay dos que deben ser destacados. Para empezar tenemos, nuevamente, que Bujarin confunde el período de la guerra civil (cuando temporalmente pueden existir bastiones proletarios en determinados países o regiones) y el período de transición propiamente dicho que sólo puede comenzar cuando el proletariado ha conquistado el poder a escala mundial. Toda la experiencia de la Revolución rusa nos demuestra que la apropiación por el Estado de los medios de producción, incluso por parte del Estado soviético, no logró suprimir la explotación. Esto ni siquiera sería posible en una dictadura del proletariado que disfrutara de condiciones «óptimas» (un proceso revolucionario que se va extendiendo a escala mundial, máxima democracia obrera, etc.) ya que las exigencias globales de la ley del valor seguirían ejerciendo una implacable presión sobre los trabajadores, es más impensable aún en el caso de un bastión proletario que sufre el aislamiento y unas privaciones materiales extremas. En estas condiciones, que fueron las que se vivieron en Rusia, lo que aparece con toda claridad es una tendencia a la degeneración, y el peligro inminente que amenaza a los trabajadores es el de perder su autoridad política y su independencia, mientras padecen un brutal deterioro de sus condiciones de vida y trabajo. En esas circunstancias decir que «es imposible que exista la explotación» por el mero hecho de que los capitalistas privados hayan sido expropiados, sólo puede contribuir a debilitar la resistencia del proletariado tanto en el terreno económico como en el político.
En segundo lugar, la historia ha demostrado efectivamente, que el órgano en el que se manifiesta más nítidamente ese proceso de degeneración es, precisamente, el Estado «proletario». La simplista explicación de Bujarin, para quien el Estado sería una mera «herramienta» de la clase dominante, da la espalda a la comprensión más profunda del marxismo sobre el Estado. Partiendo de un análisis de sus orígenes históricos, el marxismo no plantea que el Estado «se creó de la nada» por una clase dominante, sino que se desarrolló a partir de los crecientes antagonismos de clase que amenazaban con desgarrar la sociedad. Eso no quiere decir que el Estado tenga una naturaleza «místicamente neutral», pero sí que al surgir para defender un orden social basado en la división de clases, sólo puede operar en favor de la clase económicamente dominante. Aunque tampoco pueda afirmarse que el Estado no sea más que un instrumento pasivo de esa clase. De hecho la aparición del capitalismo de Estado expresa, precisamente, que en su época de decadencia, el capital ha debido funcionar, cada vez más, «sin capitalistas». Incluso en las llamadas «economías mixtas», el capitalista privado – el «financiero» como los demás – es el que ha de subordinar sus intereses particulares a las impersonales necesidades del capital nacional en su conjunto, que se les impone, fundamentalmente, a través del Estado.
En el período de inestabilidad que sucede a la destrucción del viejo orden burgués, también emerge un nuevo estado, una vez más fruto de la necesidad de mantener la cohesión social y de evitar que los antagonismos sociales acaben por desgarrarla. Pero en este caso no existe una clase «económicamente dominante», ya que la nueva clase dominante es, a la vez, una clase explotada y que no posee ningún medio de producción. Por ello resulta aún más difícil creer que ese nuevo Estado actúe, automáticamente, en beneficio del proletariado. Esto sólo sucederá si el proletariado se mantiene organizado y consciente, e impone su dirección revolucionaria al nuevo poder estatal. Cuando la revolución retrocede, las fuerzas sociales conservadoras se reagrupan en torno al Estado para hacer de él un instrumento contra los intereses del proletariado. Por todo ello, el capitalismo de Estado sigue siendo muy peligroso, aún bajo la dictadura del proletariado.
Para que el proletariado pueda protegerse de tal peligro, es necesario que mantenga sus propios órganos de clase – tanto sus órganos unitarios (consejos obreros, comités de fábrica…), como su vanguardia política, el partido – al margen del Estado, y que se esfuerce por dotarles de una plena vitalidad. En su Teoría económica, en cambio, Bujarin propugna que tales órganos no sólo no eludan involucrarse directamente en el Estado, sino que, más aún, se fusionen completamente con él, es decir que se subordinen absolutamente a ese Estado: «Ahora debemos plantear la cuestión como principio general del sistema del aparato proletario, es decir, en lo referente a las relaciones entre las diferentes formas de las organizaciones proletarias. Está claro que tanto la clase obrera como la burguesía en el período del capitalismo de Estado aplican necesariamente el mismo método. Ese método consiste en la coordinación entre todas las organizaciones proletarias con una que las engloba a todas, es decir con la organización estatal de la clase obrera, con el estado soviético del proletariado. La “nacionalización” de los sindicatos y la eficaz nacionalización de todas las organizaciones de masas del proletariado es resultado de la lógica misma del propio proceso de transición. Hasta las células más minúsculas de la organización del trabajo deben transformarse en agentes del proceso general de organización, que es sistemáticamente dirigido y guiado por el interés colectivo de la clase obrera, que encuentra su más alta y más global organización en su aparato de Estado. De esta manera el sistema del capitalismo de Estado se transforma a sí mismo, dialécticamente, en su propia inversión en la forma estatal del socialismo obrero».
Siguiendo esa misma «dialéctica», Bujarin defenderá más adelante que el sistema de dirección por un solo hombre, es decir la designación desde arriba para las industrias – una práctica muy extendida en el período del comunismo de guerra, y que suponía un paso atrás, como resultado de la disgregación del proletariado industrial y de la pérdida de su autoorganización – expresaría, según él, una fase aún más avanzada de la maduración revolucionaria, ya que esta práctica «no se basa en un cambio fundamental en las relaciones de producción, sino en el descubrimiento de una forma de administración que garantiza la máxima eficacia. El principio de las más amplia elegibilidad, de abajo a arriba, práctica habitual incluso en los obreros fabriles, es reemplazado por el principio de una concienzuda selección del personal técnico y administrativo, en función de la competencia profesional y la confianza que inspiren los candidatos». Es decir que como las relaciones capitalistas habrían sido ya abolidas por el «Estado proletario», la concepción militar de la «máxima efectividad» podría suplantar el principio político de la autoeducación del proletariado a través de su participación colectiva y directa en la dirección de la economía y el Estado.
Aplicando esa misma «dialéctica» se llega a la conclusión de que la represión ejercida por el Estado contra el proletariado constituye, en realidad, la más alta expresión de la actividad autónoma de la clase: «Resulta obvio que esta imposición, que es en este caso la disciplina que la clase obrera se autoimpone, parte del núcleo más firme hacia una periferia cada vez más amorfa y dispersa. Se trata del poder consciente que cohesiona hasta las partes más pequeñas de la clase, que si bien es percibido subjetivamente por algunos sectores como una presión externa, supone, objetivamente, para el conjunto de la clase, una aceleración de su autorganización». Cuando Bujarin habla de esa «periferia amorfa», no se está refiriendo únicamente a las demás capas no explotadoras de la sociedad, sino a los sectores «menos revolucionarios» de la propia clase obrera, para los que predica «la necesidad de reforzar una disciplina, cuyo carácter forzoso es más palpable cuanto menor es la disciplina interna voluntariamente aceptada». Y es que si bien es cierto que en la revolución la clase obrera debe mostrar una alto grado de autodisciplina, asegurando el cumplimiento de las decisiones mayoritarias, no por ello cabe plantearse obtener «a la fuerza» la adhesión al proyecto comunista de los sectores más atrasados del proletariado. La tragedia de Cronstadt nos ha enseñado que tratar de solucionar, mediante el recurso a la violencia, incluso los conflictos más agudos en el seno de la clase, sólo conduce a debilitar el dominio del proletariado sobre la sociedad. La dialéctica de Bujarin, en cambio, aparece ya como una apología de una militarización cada vez más intolerable del proletariado. Llevada a su conclusión lógica, conduce directamente al terrible error de Cronstadt, cuando el «núcleo firme» (el aparato del partido-Estado, que se había ido separando de las masas) impuso la «disciplina forzosa» a quienes vio como esa «peri-feria amorfa» de las capas «menos revolucionarias» del proletariado, pero que en realidad luchaban por una más que necesaria regeneración de los soviets para que cesaran los excesos del comunismo de guerra.
Tras criticar inicialmente la NEP, Bujarin acabó convirtiéndose en su más acérrimo defensor. Si en Teoría económica... presentaba el comunismo de guerra como la vía «al fin, descubierta» a la nueva sociedad; en sus últimos escritos, Bujarin ve en la NEP, en su pragmatismo y sus cautelas, el modelo ejemplar para el período de transición. Esta repentina conversión de Bujarin a una especie de «socialismo de mercado», ha suscitado un renovado interés por su obra, entre los modernos economistas burgueses, tanto en los estalinistas arrepentidos como en otros. Lógicamente ese interés no se extiende a sus escritos auténticamente revolucionarios anteriores. En 1924 Bujarin iría más lejos todavía, afirmando que la NEP había conducido al socialismo, o sea al «socialismo en un solo país». Es entonces cuando Bujarin empieza a actuar como aliado de Stalin en el ataque contra la Izquierda, jugando el papel de teórico a su servicio. Aunque ni siquiera este servicio le evitó, pocos años más tarde, ser sacrificado por la bestia criminal estalinista.
Este flagrante «cambio de chaqueta» no fue tan sorprendente como podría parecer. De hecho tanto la defensa del comunismo de guerra, como más tarde de la NEP, estaban basadas en concesiones a la idea de que algún tipo de socialismo podría ser construido en los confines de Rusia, o que en última instancia algún tipo de «acumulación primitiva socialista» (un término que aparece en Teoría económica...) se estaba produciendo. De ahí a concluir que el socialismo ya había sido alcanzado no hay más que un paso, aunque para tal paso se necesitara el trampolín de la contrarrevolución.
Sin embargo la trayectoria de Bujarin, de la extrema izquierda del partido entre 1915 y 1919 a la extrema derecha a partir de 1921, necesita algunas explicaciones. En The tragedy of Buhharin (La tragedia de Bujarin), un trabajo muy sofisticado escrito por Donny Gluckstein en 1994 desde la óptica de la organización trotskista SWP, se vierten numerosas críticas a las teorías de Bujarin (incluidas las que aparecen en Teoría económica...) que coinciden, sólo formalmente, con las que le hiciera la Izquierda comunista. Pero el sesgo substancialmente izquierdista del libro de Gluckstein se pone en evidencia cuando para tratar de explicar la trayectoria de Bujarin se focaliza únicamente en el «método filosófico» de éste: su tendencia al escolasticismo y la lógica formal, su inclinación a plantear rígidamente las cuestiones en términos de «o blanco o negro», así como en sus simpatías por la filosofía «monista» de Bogdanov, y su afán por amalgamar marxismo y sociología.. O sea que pasar de defender acríticamente el comunismo de guerra, a defender con esa misma falta de crítica la NEP, se debería a un déficit de dialéctica, a una incapacidad para ver la complejidad y la naturaleza en constante cambio de la sociedad. Desde ese mismo punto de vista, el llamamiento de Bujarin a la guerra revolucionaria cuando el debate sobre la paz de Brest-Litovsk estaría igualmente basado en un conjunto de errores metodológicos, puesto que partiría de un análisis según el cual la Revolución rusa estaría abocada inmediatamente a una elección sin más alternativas que «venderse al imperialismo alemán» o realizar un gesto heroico y fatal ante los ojos del proletariado mundial. Y si Teoría económica... reducía la extensión de la revolución mundial a poco más que un dramático gesto final, tras la creación de relaciones comunistas en Rusia, así pues el Bujarin de 1918 había estado preparado para sacrificar completamente el bastión proletario en Rusia en aras de una revolución mundial que aún no era una realidad inmediata y que, por lo tanto, resultaba como una especie de ideal abstracto.
Es verdad que tanto Lenin como Trotski criticaron muchas veces enérgicamente el método de Bujarin (algunas de las críticas de Lenin aparecen en sus comentarios a Teoría económica...). Pero si Gluckstein pone tanto énfasis en esta cuestión, lo hace en realidad con otro objetivo: atribuir ese método esquemático de «o blanco o negro» al comunismo de izquierda. El trabajo de crítica de Bujarin pasa a convertirse así en una especie de «advertencia» sobre las consecuencias de enredarse con las posiciones políticas de la Izquierda comunista.
No pretendemos refutar aquí el ataque de Gluckstein a las «bases teóricas de la izquierda comunista». Sí debemos afirmar que si bien es cierto que los errores políticos de Bujarin están relacionados con algunas de las concepciones «filosóficas» que subyacen en su pensamiento, éstas no son, en absoluto, las que caracterizan a la Izquierda comunista, sino, muy a menudo, exactamente las contrarias. En cualquier caso es mucho más instructivo analizar el conjunto de la trayectoria de Bujarin como reflejo del curso general de la revolución. Se da frecuentemente el caso de que la trayectoria «personal» de un revolucionario guarda una relación casi simbólica con el curso general de la revolución. Lo vemos, por ejemplo, en Trotski, que fue expulsado de Rusia tras la derrota de la revolución de 1905, que regresó para dirigir la victoria de Octubre, y que de nuevo fue expulsado de ese país en 1929, cuando ya la contrarrevolución todo lo arrasaba. La trayectoria de Bujarin es diferente aunque igualmente significativa. Sus mejores contribuciones al marxismo datan de los años 1915-19, es decir cuando la oleada revolucionaria está en pleno desarrollo y alcanza su cima, y cuando el Partido bolchevique actúa como un verdadero laboratorio del pensamiento revolucionario. Pero aunque, como ya hemos visto, el nombre de Bujarin apareció asociado con el grupo de comunista de izquierda en 1918, lo cierto es que él siguió un camino diferente al que llevaron los comunistas de izquierda a partir de 1919. El principal motivo de discordia de Bujarin en 1918 fue su oposición al tratado de Brest-Litovsk. Pero una vez concluido este debate, otros comprometidos militantes de la izquierda concentraron su atención hacia los problemas internos del régimen, en particular el peligro del oportunismo y de la burocratización en el partido y en el Estado. Algunos de estos militantes – como Sapranov y Smirnov – mantuvieron y acentuaron sus críticas a lo largo de todo el proceso de degeneración y aún incluso en medio de la más profunda contrarrevolución. Bujarin, en cambio, fue convirtiéndose paulatinamente en un «hombre de Estado», en la «figura teórica del Estado», cabría decir. Ciertamente esa trayectoria explica las ambigüedades y las inconsistencias que aparecen en Teoría económica..., que mezcla una teoría radical con una defensa conservadora del status quo, ya que en el momento en que aparece Teoría económica..., la Revolución rusa se encuentra en una situación en la que el movimiento de ascenso revolucionario y el de declive y degeneración se contrarrestaban mutuamente. Desde 1921, en cambio, lo que domina claramente es el reflujo, y a partir de ese momento Bujarin se fue convirtiendo en una especie de «portavoz», de «justificador teórico» del proceso de degeneración, aún cuando él mismo acabara siendo otra más de sus víctimas. También detrás de ese declive intelectual de Bujarin, está la historia de un Partido bolchevique que cuanto más se funde con el Estado, menos capaz es de desempeñar el papel del verdadera vanguardia política y teórica. La historia de los elementos que, tanto en el Partido bolchevique como en el movimiento comunista internacional, fueron capaces de ver más lejos, resistiendo contra ese curso, nos ocupará en futuros artículos de esta serie.
CDW
[1] Revista internacional nº 95.
[2] Bergman Publishers, New York and Pluto Press, p 212.
[3] Citado en D. Gluckstein, La Tragedia de Bujarin, Pluto Press, 1994, pag. 15.
[4] Teoría económica del periodo de transición, traducido por nosotros. Todas las citas no señaladas se refieren a esta obra.
[5] Idem. En este epílogo Bujarin señala también que su libro ha sido erróneamente tomado como una justificación de la «teoría de la ofensiva» en cualquier circunstancia que tanto influyó en el partido alemán y que contribuyó al desastre de la Acción de Marzo en 1921. Sin embargo una cierta conexión sí existe por cuanto Teoría económica… tiende a presentar el declive del capitalismo, no como una época general, sino como una crisis final, definitiva, en la que «la reconstrucción de la industria con que sueñan los utópicos capitalistas, es imposible». La «teoría de la ofensiva» se basaba, precisamente, en la idea de que no existía perspectiva alguna de reconstrucción capitalista, y que la crisis económica solo podía ir a peor. Es probable, además, que esa visión apocalíptica que defiende Bujarin, alentara la identificación del colapso del capitalismo con emergencia del comunismo. Bujarin tenía razón al defender, en contra de la propaganda burguesa, que la revolución proletaria supone un cierto nivel de anarquía social y de colapso de las actividades productivas de la sociedad. Pero en Teoría económica… hay una subestimación absoluta del riesgo que para el proletariado significa que ese colapso se prolongue. Tal peligro se mostró en toda su crudeza en la Rusia de 1920, cuando la clase obrera resultó diezmada y hasta cierto punto desclasada, como consecuencia de los estragos de la guerra civil. Ciertos pasajes del libro dan la impresión de que cuanto más se desintegra la economía, más y mejor se acelera el desarrollo de las relaciones sociales comunistas.